(Probablemente, enero de
1908)
Desde la prominencia del Castillo de Chapultepec
contemplaba el presidente Díaz la venerada capital de su
país, que se extiende sobre la basta llanura rodeada por
montañas imponentes, mientras yo, que había
realizado un viaje de cuatro mil millas desde Nueva York, para
ver al héroe y señor de Méjico moderno, al
hábil conductor de cuyas venas corren mezcladas la
sangre de los
aborígenes mixtecos con la de los invasores
españoles, admiraba con interés
inexplicable aquella figura esbelta y marcial, de
fisonomía dominante y al mismo tiempo dulce. La
frente ancha coronada de níveos cabellos lacios, los ojos
oscuros y hundidos que parecen sondear nuestra alma, se tornan
tiernos por momentos, lanzan miradas rápidas a los lados,
se muestran ya terribles y amenazadores, ya amables, confiados y
picarescos; la nariz recta y ancha con ventanillas que se dilatan
o se contraen a cada nueva emoción, fuertes quijadas que
se desprenden de unas orejas grandes, bien formadas, pegadas a la
cabeza y que terminaban en una barba cuadrada y viril; una barba
de combate; la boca firme que esconde bajo el bigote blanco; el
cuello corto y musculoso; los hombros anchos, el pecho levantado;
el porte rígido imparte a la
personalidad un aire de mando y
dignidad; tal es Porfirio a los setenta y siete años, como
lo vi hace pocos días de pie, en el mismo lugar en donde
cuarenta años antes esperaba con firmeza el final de la
intervención de la monarquía europea en la repúblicas
americanas, mientras su ejército sitiaba la ciudad de
Méjico, y el joven emperador Maximiliano moría en
el campo de Querétaro, más allá de las
montañas que se levantan hacia el Norte.
Algo magnético en la mirada serena de sus grandes
ojos oscuros, y en el aparente desafío de las ventanillas
de su nariz, trae a la imaginación cierta misteriosa
afinidad entre el hombre
portentoso y el inmenso panorama que se extiende a la
vista.
No hay en el mundo una figura más
romántica y marcial, ni que despierte tanto interés
entre los amigos y los enemigos de la democracia,
como la del soldado estadista cuyas aventuras, cuando joven
superaban a las descritas por Dumas en sus obras, y cuya
energía en el Gobierno ha
convertido al pueblo mejicano de revoltoso, ignorante,
paupérrimo y supersticioso, oprimido durante varios siglos
por la codicia y crueldad españolas, en una nación
fuerte, pacífica y laboriosa, progresista, y que cumple
sus compromisos.
El general Díaz ha gobernado la República
de Méjico durante veintisiete años con tal poder, que la
elecciones nacionales han venido a convertirse en mera
fórmula. Bien pudiera haber colocado sobre su cabeza la
corona imperial. Sin embargo, ese hombre
sorprendente, primera figura del Continente Americano, hombre
enigmático para los que estudian la ciencia de
gobernar, declara ante el mundo que se retirará de la
Presidencia de la República a la expiración de su
periodo actual, para pode ver a su sucesor pacíficamente
posesionado, y para que con su cooperación, pueda el
pueblo mejicano demostrar al mundo que ha entrado de manera
pacífica y bien preparado, en el goce completo de sus
libertades; que la nación ha salido del periodo de las
guerras
civiles y de la ignorancia, y que puede escoger y cambiar
gobernantes sin humillaciones ni revueltas.
Ya es bastante, en el corto espacio de una semana,
abandonar la maleante atmósfera de la
oficinas de Wall Street y los jugadores de bolsa, para hallarse
de pie sobre las agrias rocas de
Chapultepec, contemplando un paisaje de belleza casi
fantástica, al lado de un hombre que con sólo su
valor y su
firmeza de carácter
ha transformado una república en país
democrático, y oírle disertar sobre democracia como
la esperanza de bienestar de las naciones. Y esto precisamente
cuando el pueblo de los Estados Unidos
tiembla ante la perspectiva de una tercera reelección para
Presidente.
El general Díaz contempló un momento el
majestuoso paisaje que se extendía al pie del antiguo
castillo, y luego, sonriendo ligeramente, se internó por
una galería, rozando a su paso una cortina de florones
rojos y geranios rosa, amorosamente enlazados, al jardín
interior, en cuyo centro una pila rodeada de palmeras y flores,
lanzaba plumas de agua, de la
misma fuente en que Moctezuma apagó su sed bajo los
gigantescos cipreses que aún levantan sus ramas alrededor
de las rocas que pisábamos.
"Es un error suponer que el porvenir de la democracia de
Méjico se haya puesto en peligro por la continua y larga
permanencia de un Presidente en le poder", dijo con calma. "Por
mí, puedo decirlo con toda sinceridad, el ya largo periodo
de la Presidencia no ha corrompido mis ideales políticos,
sino antes bien, he logrado convencerme más y más
de que la democracia es el único principio de Gobierno,
justo y verdadero; aunque en la práctica es sólo
posible para los pueblos ya desarrollados."
Callóse por un instante. Sus oscuros ojos se
fijaron en el lugar donde el Popocatépetl coronado de
nieve hunde su volcánica cima entre las nubes a una altura
de cerca de diez y ocho mil pies, al lado de los nevados
cráteres del Iztaccíhuatl, y enseguida
añadió:
"No puedo separarme de la Presidencia de Méjico
sin pesadumbre o arrepentimiento; pero no podré, mientras
viva, dejar de servir a éste país."
A pesar de que los rayos del sol daban de lleno en la
cara del Presidente, sus ojos permanecían completamente
abiertos. El verde esmeralda del paisaje, el humo de la ciudad,
la azulosa cadena de la montañas, la diafanidad, pureza y
perfume del ambiente
parecían excitarlo; sus mejillas se coloreaban y con las
manos cogidas a la espalda, la cabeza echada hacia atrás,
aspiraba a pulmón lleno el aire arenoso y puro, que
batía suavemente los abanicos de las plantas.
"Sabrá usted –le dije– que los
Estados Unidos nos preocupamos hoy por la reelección de
Presidente para un tercer periodo."
Sonrió ligeramente, púsose luego serio,
movió la cabeza en señal de afirmación, y en
un semblante lleno de inteligencia y
firmeza, apareció una expresión de supremo
interés, difícil de describir.
"Sí, sí, lo sé –me
contestó–: Es muy natural en los pueblos
democráticos, que sus gobernantes se cambien con
frecuencia. Estoy perfectamente de acuerdo con ese
sentimiento."
Difícil era persuadirse de que escuchaba a un
militar que ha gobernado una república durante más
de una cuarto de siglo con un poder desconocido para muchos
monarcas. Sin embargo, hablaba con la convicción y
sencillez del que ocupa un alto y seguro puesto,
que le pone a cubierto de toda sospecha
hipócrita.
"Es cierto –continuó– que cuando un
hombre ha ocupado un puesto, investido de poder por largo tiempo,
puede llegar a persuadirse de que aquel puesto es de su propiedad
particular, y está bien que un pueblo libre se ponga en
guardia contra tales tendencias de ambición personal; sin
embargo, las teorías
abstractas de la democracia y la práctica y
aplicación efectiva de ellas, son a menudo necesariamente
diferentes, quiero decir, cuando se prefiere la sustancia a la
forma.
"No veo yo la razón por qué el Presidente
Roosevelt no sea reelegido, si la mayoría de los pueblos
de Estados Unidos desea que continúe en el
poder…
"Aquí, en Méjico, las condiciones han sido
muy diferentes. Yo recibí el mando de un ejército
victorioso, en época en que el pueblo se hallaba dividido
y sin preparación para el ejército de los principios de un
Gobierno democrático. Confiar a las masas toda la responsabilidad del Gobierno hubiera traído
consecuencias desastrosas, que hubieran producido el
descrédito de la causa del Gobierno libre.
"Sin embargo, aunque yo obtuve el poder primitivamente
del ejército, tan pronto como fue posible, se
verificó una elección y el pueblo me
confirió el mando; varias veces he tratado de renunciar la
Presidencia, pero se me ha exigido que continúe en el
ejercicio del poder, y lo he hecho en beneficio del pueblo que ha
depositado en mí su confianza. El hecho de que los
bonos
mejicanos bajaron once puntos cuando estuve enfermo en
Cuernavaca, es una de las causas que me han hecho vencer la
inclinación personal de retirarme a la vida
privada."
"Hemos conservado la forma de Gobierno republicano y
democrático; hemos defendido y mantenido intacta la
teoría;
pero hemos adoptado en la
administración de los negocios
nacionales una política patriarcal,
guiando y sosteniendo tendencias populares, en el convencimiento
de que bajo una paz forzosa, la educación, la
industria y el
comercio
desarrollarían elementos de estabilidad y unión en
un pueblo naturalmente inteligente, sumiso y
benévolo."
"He esperado con paciencia el día en que la
República de Méjico esté preparada para
escoger y cambiar sus gobernantes en cada periodo sin peligro de
guerras, ni daño al crédito
y al progreso nacionales. Creo que ese día ha
llegado…"
Generalmente se sostiene que en un país que
carece de clase media no son posibles las instituciones
democráticas –dije yo.
El presidente Díaz volviéndose con
ligereza, y mirándome fijamente
contestó:
"Es cierto. Méjico tiene hoy clase media, lo que
no tenía antes. La clase media es, tanto aquí como
en cualquiera otra parte, el elemento activo de la sociedad. Los
ricos están siempre harto preocupados por su dinero y
dignidades para trabajar por el bienestar general, y sus hijos
ponen muy poco de su parte para mejorar su educación y su
carácter, y los pobres son ordinariamente demasiado
ignorantes para confiarles el poder. La democracia debe contar
para su desarrollo con
la clase media, que es una clase activa y trabajadora, que lucha
por mejorar su condición y se preocupa por la
política y el progreso general."
"En otros tiempos no había clase media en
México,
porque todos consagraban sus energías y sus talentos a la
política y a la guerra. La
tiranía española y el mal Gobierno habían
desorganizado la sociedad; las actividades productivas de la
Nación se abandonaban en las continuas luchas, reinaba la
confusión, no había seguridades para la vida ni
para la propiedad. Bajo tales auspicios ¿cómo
podía surgir una clase media?"
"General Díaz –interrumpí–
usted ha tenido una experiencia sin precedente en la historia de la
República; ha tenido en sus manos la suerte de esta
nación por treinta años, para amoldarla a su
voluntad; pero los hombres perecen y los pueblos continúan
viviendo; ¿cree usted que Méjico seguirá su
vida de República pacíficamente? ¿Cree usted
asegurado el porvenir de esta nación bajo instituciones
libres?"
bien valía la pena haber venido desde Nueva York
hasta el Castillo de Chapultepec, para contemplar la
expresión del héroe en ese momento; sus ojos se
encendieron con la llama del patriotismo, de la fuerza, del
genio militar y del profeta.
"El porvenir de Méjico está asegurado
–dijo con voz enérgica–. Temo que los
principios de la democracia no hayan echado raíces
profundas en nuestro pueblo; pero la nación se ha
levantado a gran altura y ama la libertad.
Nuestra mayor dificultad estriba en que el pueblo no se preocupa
suficientemente por los negocios públicos en beneficio de
la democracia. El mejicano, por regla general, estima en alto
grado sus derechos y está
siempre listo para defenderlos. La fuerza de voluntad para vencer
las propias tendencias es la base del Gobierno
democrático, y esa fuerza de voluntad sólo la
tienen los que reconocen los derechos de sus vecinos."
"Los indios, que constituyen más de la mitad de
nuestra población, se preocupan muy poco de la
política. Están acostumbrados a dejarse dirigir por
los que tiene en las manos las riendas del poder, en lugar de
pensar por sí solos. Esta tendencia la heredaron de los
españoles, quienes les enseñaron a abstenerse de
tomar parte en los asuntos públicos y a confiar en el
Gobierno como su mejor guía. Sin embargo, creo firmemente
que los principios de la democracia se han extendido y
seguirán extendiéndose en
Méjico."
Pero usted no tiene partido de oposición en la
República, señor Presidente, y ¿cómo
pueden progresar las instituciones cuando no hay oposición
que refrene al partido que está en el poder?
"Es cierto que no hay partido de oposición. Tengo
tantos amigos en la República, que mis enemigos no se
muestran deseosos de identificarse con la minoría. Aprecio
la bondad de mis amigos y la confianza que en mí deposita
el país; pero una confianza tan absoluta impone
responsabilidades y deberes que me fatigan más y
más cada día. Tengo firme resolución de
separarme del poder al expirar mi periodo, cuando cumpla ochenta
años de edad, sin tener en cuenta lo que mis amigos y
sostenedores opinen, y no volveré a ejercer la
Presidencia."
"Mi país ha depositado en mí su confianza
y ha sido bondadoso conmigo; mis amigos han alabado mis
méritos y han callado mis defectos; pero quizá no
estén dispuestos a ser tan generosos con mi sucesor, y es
posible que él necesite de mis consejos y de mi apoyo; por
esta razón deseo estar vivo cuando mi sucesor se encargue
del gobierno."
Al decir esto cruzó los brazos sobre el pecho y
continuó con énfasis.
"Si en la República llegase a surgir un partido
de oposición, le miraría yo como una
bendición y no como un mal, y si ese partido desarrollara
el poder, no para explotar, sino para dirigir, yo le
acogería, le apoyaría, le aconsejaría y me
consagraría a la inauguración feliz de un Gobierno
completamente democrático."
"Por mí, me contento con haber visto a
Méjico figurar entre la naciones pacíficas y
progresistas. No deseo continuar en la Presidencia. La
Nación está bien preparada para entrar
definitivamente en la vida libre. Yo me siento satisfecho de
gozar a los setenta y siete años de perfecta salud, beneficio que no
pueden proporcionar ni las leyes ni el
poder, y el que no cambiaría por todos los millones de
vuestro rey del petróleo."
El color del su
piel, el
brillo de sus ojos y la firmeza y elasticidad de
sus piernas, confirmaban sus palabras. Esto parece
increíble en un hombre que ha sufrido las privaciones de
la guerra y los tormentos de la prisión, y sin embargo
este hombre se levanta a las seis de la mañana, trabaja
como ahinco hasta muy avanzada la noche; es, aún hoy
día, un notable cazador y generalmente sube de dos en dos
los peldaños de las escaleras del Palacio.
"Los ferrocarriles han desempeñado importante
papel en la
conservación de la paz en Méjico
–continuó–. Cuando por primera vez me
posesioné de la Presidencia , sólo existían
dos pequeñas líneas que comunicaban la capital con
Veracruz y con Querétaro. Hoy tenemos más de diez y
nueve mil millas de vía férrea. El servicio de
correos se hacía en diligencia, y a menudo sucedía
que ésta era saqueaba dos o tres veces entre la capital y
Puebla, por salteadores de caminos, aconteciendo generalmente que
los últimos asaltantes no encontraran ya qué robar.
Hoy tenemos establecido un servicio barato, seguro y
rápido en todo el país, y más de dos mil
doscientas oficinas de correo. El telégrafo en aquellos
tiempos casi no existía: en la actualidad tenemos una red telegráfica
de más de cuarenta y cinco mil millas. Empezamos por
castigar el robo con pena de
muerte, y esto de una manera tan severa, que momentos de
aprehender al ladrón era ejecutado. Ordenamos que
dondequiera que se cortase la línea telegráfica y
el guardia cogiera al criminal, se castigara a aquél, y
cuando el corte ocurriera en una plantación cuyo
propietario no lo impidiera, se colgará a éste en
el primer poste telegráfico. Recuerde usted que
éstas era órdenes militares. Fuimos severos y en
ocasiones hasta la crueldad; pero esa severidad era necesaria en
aquellos tiempos para la existencia y progreso de la
nación. Si hubo crueldad, los resultados la han
justificado." Al decir esto dilatábanse las ventanillas de
su nariz, y su boca contraída formaba una línea
recta .
"Para evitar el derramamiento de torrentes de sangre fue
necesario derramarla un poco. La paz era necesaria, aun una paz
forzosa, para que la nación tuviese tiempo para pensar y
para trabajar. La educación y la industria han terminado
la tarea comenzada pro el ejército…"
¿Cuál juzga usted entre la Escuela y el
Ejército, elemento de mayor fuerza para la paz? –le
pregunté.
"La Escuela, si usted se refiere a la época
actual. Quiero ver la educación llevada a cabo por el
Gobierno en toda la República, y confío satisfacer
éste deseo antes de mi muerte. Es
importante que todos los ciudadanos de una misma República
reciban la misma educación, porque así sus ideas y
métodos
pueden organizarse y afirmar la unión nacional. Cuando los
hombres leen juntos, piensan de un mismo modo; es natural que
obren de manera semejante."
¿Cree usted que la mayoría india de la
población de Méjico, sea capaz de un alto
desarrollo intelectual?
"Lo creo, porque los indios, con excepción de los
yaquis, y algunos de los mayas, son
sumisos, agradecidos e inteligentes, tienen tradiciones de una
antigua civilización propia, y muchos de ellos figuran
entre los abogado, ingenieros, médicos, militares y otras
profesiones."
El humo de gran número de fábricas
cerníase sobre la ciudad. "Es mejor –le dije–
ese humo, que el de los cañones."
"Sí –me contestó–, sin
embargo, hay épocas en que el humo de los cañones
es preciso. La clase pobre y trabajadora de mi país se ha
levantado para sostenerme, pero yo ya no puedo olvidar lo que mis
compañeros de armas y sus hijos
han hecho por mí en horas de prueba." Los ojos del
veterano se nublaron.
"Aquello –le dije señalando un moderno
circo de toros, situado cerca del Castillo– es la
única institución española que desde
aquí se divisa."
"¡Ah! –exclamó–, usted no ha
visto las casas de empeño que España nos
legó con sus circos de toros."
"Las naciones son como los hombres, y éstos son,
más o menos, lo mismo en todo el mundo; hay, pues
necesidad de estudiarlos para comprenderlos. Un Gobierno justo
es, sencillamente la colectividad de aspiraciones de un pueblo
traducidas en una forma práctica. Todo se reduce a un
estudio individual. El individuo que apoya a su Gobierno en la
paz y en la guerra, tiene algún móvil personal; ese
móvil puede ser bueno o malo; pero siempre, siempre es en
el fondo una ambición personal. El fin de todo buen
Gobierno debe ser el descubrimiento de ese móvil, y el
hombre de Estado debe
procurar encarrilar esa ambición , en lugar de extirparla.
Yo he procurado ese sistema con mis
gobernados, cuyo natural dócil y benévolo
préstase más para el sentimiento que para el
raciocinio, cuando se quiere hacer llegar a ellos la
convicción. He tratado de comprender las necesidades del
individuo. El hombre espera alguna recompensa aun en su
adoración a Dios ¿cómo puede un Gobierno
exigir un absoluto desinterés?…"
"La dura experiencia de la juventud me
enseñó muchas cosas. Cuando yo manejaba dos
compañías de soldados, se pasaron seis meses sin
que recibiera instrucciones del Gobierno; vime obligado entonces
a pensar, y a disponer, y a convertirme en Gobierno, y
encontré que los hombres eran lo que he encontrado
después que son. Creía en los principios
democráticos como creo todavía, aunque las
condiciones han exigido la adopción
de medidas fuertes para conservar la paz y el desarrollo que
deben preceder al Gobierno libre. Las teorías políticas
aisladas no forman una Nación libre…"
el progreso actual de Méjico dice a Porfirio
Díaz que su tarea en América
ha terminado con éxito.
Su obra llevada a término feliz, con muy poco
esfuerzo ajeno, y en pocos años, ha sido inspirado por el
Panamericanismo y constituye la esperanza de las
repúblicas latinoamericanas.
Ya se vea al general Díaz en el Castillo de
Chapultepec, en su despacho del Palacio Nacional, o en el
elegante salón de su modesta casa particular rodeado de su
joven y bella esposa, de sus hijos de la primera mujer, o bien al
frente de sus tropas con el pecho cubierto de condecoraciones
conferidas por grandes naciones, siempre es el mismo: sencillo,
recto, digno y lleno de la majestad que le imparte la conciencia de su
poder.
Hace pocos días el Secretario de Estado, Mr.
Root, juzgaba al Presidente Díaz así:
"Creo que de todos los grandes hombre que viven en la
actualidad, el general Porfirio Díaz es el que más
vale la pena de conocer . sea que uno considere las aventuras,
atrevimiento, caballerosidad de su juventud, o el inmenso trabajo
de Gobierno que han llevado a feliz término su
inteligencia, valor y dón de mando, o ya sea que
sólo se considere su especialmente atractiva personalidad,
no conozco persona alguna en
cuya compañía prefiera estar. Si yo fuera poeta,
escribiría poemas
épicos; si músico, compondría marchas
triunfales y si mejicano, consideraría que la lealtad de
toda una vida no sería suficiente para corresponder a los
inmensos servicios que
ha procurado a mi país. Como no soy poeta, músico,
ni mejicano, sino únicamente un americano que ama la
justicia y la
libertad, considero a Porfirio Díaz, presidente de
Méjico, como uno de los dos hombre a cuyo heroísmo
debe rendir culto la humanidad entera."
"Breve Historia de la Revolución
Mexicana"
Volumen I
Jesus Silva Herzog
Pedro González