Indice
1.
Introducción Temática
2.
Introducción
3. Principios
éticos
4. Prudencia, placer o
poder
5. Historia
6. La temprana ética
griega
7. Escuelas griegas de
ética
8. Ética
cristiana
9. Etica de los padres de la
iglesia
10. Ética y
penitencia
11. Ética después de la
reforma
12. Filosofías
éticas seculares
13.
Conclusión
14.
Bibliografía
1. Introducción Temática
En el fragmento que se puede leer seguidamente,
extraído de la obra Ética, su
autor, el filósofo español
José Luis López
Aranguren, analiza el objeto de dicha rama de la
filosofía.
Fragmento de Ética.
De José Luis López Aranguren.
Segunda parte. Capítulo 1.
Se suele definir la Ética como la parte de la
filosofía que trata de los actos morales. entendiendo por
actos morales los medidos o regulados por la regula morum. De tal
modo que el objeto material de la Ética serían los
actos humani (a diferencia de los actos hominis); es decir, los
actos libres y deliberados (perfecta o imperfectamente). Y el
objeto formal, estos mismos actos, considerados bajo la
razón formal de su ordenabilidad por la regula morum. Pero
dejemos por ahora la regula morum que transporta el problema
moral,
demasiado pronto, al plano de su contenido, y digamos
provisionalmente que el objeto formal lo constituirían los
actos humanos en cuanto ejecutados por el hombre y
«regulados» u «ordenados» por él.
O, dicho de otro modo, los actos humanos considerados desde el
punto de vista del «fin» o «bien», pero
tomando estas palabras en toda su indeterminación, porque
vamos a considerar la moral como
estructura
antes de entrar en su contenido. Mas, previamente, debemos hablar
del objeto material, porque tras cuanto se ha escrito en la
primera parte, la concepción clásica del objeto
material se nos ha tornado problemática.
Hemos visto que la moral surge de la psicología o antropología y, materialmente, acota su
ámbito dentro de ella. El objeto material de la
Ética ha de ser, por tanto, aquella realidad
psicológica que ulteriormente tematizaremos,
considerándola desde el punto de vista ético. Ahora
bien, ¿cuál es, en rigor, el objeto material de la
Ética? ¿Lo constituyen los actos, según se
afirma generalmente? La palabra ética deriva, como ya
vimos, de êthos; la palabra moral, de mos. Ahora bien, ni
êthos ni mos significan «acto». Ethos, ya lo
sabemos, es «carácter», pero no en el sentido de
temperamento dado con las estructuras
psicobiológicas, sino en el de «modo de ser
adquirido», en el de «segunda naturaleza». ¿Cómo se logra
esta «segunda naturaleza», este êthos? Ya lo
vimos también: es la costumbre o hábito, el
éthos, el que engendra el êthos (hasta el punto de
que el êthos no es sino la estructuración unitaria y
concreta de los hábitos de cada persona). En
latín la distinción entre el carácter o modo
de ser apropiado y el hábito o costumbre como su medio de
apropiación (y como su «rasgo» aislado), no
aparece tan clara, porque la palabra mos traduce a la vez a
éthos y a êthos. Santo Tomás ya lo
señala agudamente:
Mos autem duo significat: –quadoque enim
significat consuetudinem…; quandoque vero significat
inclinationem quandam naturalem, vel quasi naturalem, ad aliquid
agendum: unde et etiam brotorom animalium dicuntur aliqui
mores… Et haec quidem duas significationes in nullo
distinguuntur: nam ethos quad apud nos morem significat,
quandoque habet primam longam; et scribitur per h graecam
litteram; quandoque habet primam correptam, et scribitur per
e.
Dicitur autem virtus moralis a more, secundum quod mos significat
quandam inclinationem naturalem, ad aliquid agendum. Et huic
significationi moris propinqua est alia significatio, quae
significat consuetudinem: nam consuetudo quadammodo vertitur in
naturam, et facit inclinationem similem naturali.
Sin embargo, hay que anotar que mos, en el sentido de
êthos, se contamina de mos en el sentido de éthos o
consuetudo, sentido este que acaba por imponerse; y justamente
por eso Santo Tomás, pese a su fina percepción, no puede evitar
–según veremos– la debilitación del
sentido de êthos que, como se advierte en este texto, pasa a
significar habitus, que es más que consuetudo o
éthos, pero menos que carácter o êthos,
aunque, por otra parte, contenga una nueva dimensión
–la de habitudo o habitud– ausente en aquellas
palabras griegas, pero presente, como ya vimos, en héxis.
La palabra habitudo significa, en primer término igual que
héxis, «haber» o
«posesión»; pero en la terminología
escolástica cobra además explícitamente un
precioso sentido, que ya aparecía en héxis y que
conserva el vocablo castellano
«hábito», por lo cual, para traducirlo, es
menester recurrir al cultismo «habitud». Santo
Tomás ha distinguido muy bien ambos sentidos:
Hoc numen hibitus ab habendo est sumptum: a quo quidem numen
habitus dupliciter derivatur: –uno quidem modo secundum
quod homo vel quaecumque alia res dicitur aliquid habere–;
alio modo secundum quod aliqua res aliquo modo habet se in
seipsa, vel ad aliquid aliud.
Habitud significa, pues, primeramente, «haber»
adquirido y apropiado; pero significa además que este
«haber» consiste en un
«habérselas» de un modo o de otro, consigo
mismo o con otra cosa; es decir, en una
«relación», en una «disposición
a» que puede ser buena o mala: la salud, por ejemplo, es una
buena disposición del cuerpo para la vida; la enfermedad,
al revés, mala disposición. Pero ¿en orden a
qué dispone la habitud moral? En orden principalmente al
acto. Los hábitos son habitudes en orden a la naturaleza
y, a través de ella, a su fin, la operación.
Consisten, pues, en disposiciones difícilmente admisibles
para la pronta y fácil ejecución de los actos
correspondientes. Los hábitos se ordenan, pues, a los
actos, y, recíprocamente, se engendran por
repetición de actos. Ahora comprendemos la enorme
importancia psicológica, y por ende moral, de los
hábitos: determinan nuestra vida, contraen nuestra
libertad, nos
inclinan, a veces por modo casi inexorable: «Virtus enim
moralis agit inclinando determinate ad unum sicut et
natura», puesto que la costumbre es, en cierto modo,
naturaleza. Y así puede llegar un momento de la vida en
que la responsabilidad moral del hombre
radique, mucho más que en el presente, casi totalmente
comprometido ya, en el pasado; mucho más que en los actos,
en los hábitos.
Tras los anteriores análisis –los de este capítulo
y todos los de la primera parte– vemos que la Ética
o Moral, según su nombre, tanto griego como latino, debe
ocuparse fundamentalmente del carácter, modo adquirido de
ser o inclinación natural ad agendum; y puesto que este
carácter o segunda naturaleza se adquiere por el
hábito, también de los hábitos debe tratar
la Ética.
Ahora bien: en este nuevo objeto material
–carácter y hábito– queda envuelto el
anterior, los actos, porque, como dice Aristóteles, έ
ω όµίω
έιώ
ί έι
ίι. Hay, pues,
un «cνrculo» entre estos tres conceptos, modo
ιtico de ser, hábitos y actos, puesto
que el primero sustenta los segundos y estos son los
«principios
intrínsecos de los actos», pero,
recíprocamente, los hábitos se engendran por
repetición de actos y el modo ético de ser se
adquiere por hábito. Estudiemos, pues, a
continuación, y en general, los actos, los hábitos
y el carácter, considerados como objeto material de la
Ética.
Empezando por los actos, lo primero que debemos preguntar es
cuáles, entre los actos que el hombre puede ejecutar,
importan a la Ética. La Escolástica establece dos
divisiones. Distingue, por una parte los actus hominis que el
hombre no realiza en cuanto tal, sino ut est natura quaedam y los
actus humani o reduplicative, es decir, actos del hombre en
cuanto tal hombre. Sólo estos constituyen propiamente el
objeto de la Ética, porque sólo estos son
perfectamente libres y deliberados. Mas, por otra parte, parece
que también ciertos actos no bien deliberados son
imputables al hombre. Entonces se establece una segunda
distinción entre actos primo primi, provocados por causas
naturales y ajenos por tanto a la Ética; actos secundo
primi, imputables, por lo menos a veces, o parcialmente, en los
cuales el hombre es movido inmediatamente por representaciones
sensibles; y los actos secundo secundi, que son los únicos
plenamente humani en el sentido de la división
anterior.
Naturalmente, sólo un análisis casuístico y
a la vez introspectivo podría establecer la imputabilidad
de cada uno de esos actos que se mueven en la frontera indecisa
de la deliberación y la indeliberación. Lo que en
una teoría
de la Ética nos importa señalar es el contraste, a
este respecto, entre la época moderna por un lado y
Aristóteles, el cristianismo y
la Escolástica antiguos y la psicología actual de
la moralidad por el otro. En la Edad Moderna,
época del racionalismo y
también del apogeo de la teología moral, se
tendía a limitar la imputabilidad a actos que proceden de
la pura razón, porque desde Descartes se
había afirmado en realidad una mera unión
accidental del alma y el cuerpo y se pensaba que el alma y la
razón son términos sinónimos. Por tanto,
sólo los actos «racionales» (no ya
deliberados, sino discursivamente deliberados) serían
propiamente humanos.
Aristóteles, por el contrario, pensaba que los
malos movimientos que surgen en el alma constituyen ya una cierta
imperfección, aunque sean reprimidos por ella: justamente
por esto, tal sojuzgamiento o egkrateia no constituye virtud,
sino solamente semivirtud. Le falta aquietamiento de la parte
racional del alma, le falta la armonía interior o
sofrosin.
Para el cristianismo, el problema era más difícil,
porque tenía que contar con el fomes peccati, secuela del
pecado original, rescoldo de movimientos desordenados que, sin
embargo, en sí mismos, no constituyen pecado. Y, por otra
parte, tenía que contar también con las
tentaciones. A pesar de todo, el gran sentido ascético y
el gran sentido de la unidad humana inclinaban a juzgar que el
hombre asistido de la gracia puede, mediante una vigilancia
elevada a hábito, prevenir un movimiento
desordenado antes de que nazca.
Los estudios actuales a que nos hemos referido en el
capítulo 8 de la primera parte, el psicoanálisis, la psicología de la
moralidad, nos han mostrado, en primer lugar, que la vida
espiritual no siempre, ni mucho menos, se desarrolla en forma de
«debate»
discursivo, como acontece en los autos
sacramentales; pero que esto no empece a la libertad y la
imputabilidad. El hombre sabe manejar con gran destreza su
subconsciente, remitir allí lo que no quiere
«ver», no preguntarse demasiado, no cobrar conciencia de lo
que no le conviene, producir previamente una oscuridad en el alma
para no poder advertir
luego lo que allí ocurre, etcétera. Por otro lado,
los movimientos desordenados no surgen aisladamente, sino que se
van preparando, mediante mínimas claudicaciones, una
atmósfera
de disipación en la que consentimos entrar, una lenidad
interiormente tolerada, etc. Los actos, por pequeños que
sean, no nacen por generación espontánea, ni
existen por sí mismos, sino que pertenecen a su autor, el
cual tiene una personalidad,
unos hábitos, una historia que gravitan sobre
cada uno de estos actos. El gran error de la psicología
clásica ha consistido en la atomización de la vida
espiritual. Los actos de voluntad se tornaban aisladamente, como
si se pudieran separar de los otros actos, precedentes y
concomitantes, como si se pudieran separar de la vida
psicobiológica entera y de la
personalidad unitaria. La vida espiritual forma un conjunto
orgánico.
Pero la psicología clásica no sólo ha
atomizado la vida en actos, sino también cada acto. El
análisis del acto de voluntad, llevado a cabo por Santo
Tomás, está justificado. Distingue en él
diferentes momentos o actos, unos respecto al fin, velle, frui e
intendere, y otros con respecto a los medios, la
electio, el consilium, el consensus, el usus y el imperium.
Entiende por velle o amare la tendencia al fin en cuanto tal y
sin más, y por frui la consecución del fin.
Intendere no es una mera inclinación al fin como velle,
sino en cuanto que ella envuelve los medios necesarios para
alcanzarlo. La electio es la decisión –siempre de
los medios–; el consilium, el acto de tomar consejo o
deliberar; el consensus o «applicatio appetitivae virtutis
ad rem», es decir, la complacencia o delectación
(«si se ha consentido o no», como nos suelen
preguntar en el confesionario); y el imperium o praeceptam, que,
como se sabe, discuten los escolásticos si es acto de la
razón, como piensan Santo Tomás y los tomistas, o
de la voluntad. Quienes se han dedicado a la
«explotación» de estas indicaciones de Santo
Tomás, que han sido principalmente Gonet y Billuart, y
posteriormente Gardeil, han ordenado cronológicamente
estos actos, añadiendo de su cosecha algunos para
completar la serie, como la aprehensión o prima
intellectio, el último juicio práctico, el juicio
discrecional de los medios o dictamen práctico,
distinguiendo entre uso activo y uso posesivo de los medios y
hasta entre adeptio finis y fruitio, señalando, entre
todos ellos, los que son actos del entendimiento y los que son
actos de la voluntad y haciendo que unos y otros se alternen
rigurosamente (esto último es la razón de que haya
sido menester arbitrar actos nuevos). Decía antes que el
análisis de Santo Tomás es legítimo. Pero
¿quiere decir que pueden aislarse cada uno de estos
momentos? ¿No se pierde así la esencia unitaria del
acto de voluntad, paralelamente a como aislando cada acto
unitario se perdía de vista, según veíamos
antes, la esencia unitaria de la vida espiritual? Es
lícito analizar teoréticamente los momentos que
constituyen o pueden constituir un acto, pero siempre que no se
pierda de vista que todos esos momentos están embebidos
los unos en los otros, que se interpenetran y forman una unidad
en la realidad de cada acto in concreto.
Por consiguiente, frente al abuso del anterior
análisis, hay que decir por de pronto que la serie
cronológica –no establecida por Santo
Tomás– es completamente abstracta y convencional,
propia de una psicología asociacionista (el asociacionismo
no es exclusivo de la teoría que se conoce con tal
nombre). Por otra parte, y como tendremos ocasión de ver
más adelante, la distinción de fines y medios es
mucho más cambiante y problemática de lo que tal
psicología supone. Finalmente, ese análisis del
acto de voluntad será válido en el mejor de los
casos y con todas las reservas señaladas cuando la
voluntad procede reflexivamente. Ahora bien: ¿procede
siempre así? La experiencia introspectiva nos muestra que no.
Pero entonces es indudable que mucho más que la
descomposición après coup de un unitario nos
importa descubrir cuál es la esencia de ese acto unitario
de voluntad o, dicho con otras palabras, averiguar qué es
querer.
Esta esencia no puede consistir en el mero y voluble velle, en lo
que los escolásticos llaman prima volitio y que no es
todavía más que un puro «deseo», una
«veleidad». Tampoco en la intención, que es
sólo una vertiente del acto –su vertiente
interior– frente a la plena realización. Ni tampoco,
como quiere el voluntatista decisionismo moderno, en la
elección, porque siempre se resuelve, como dice Santo
Tomás, «ex aliquo amore».
Preguntémonos, pues, de nuevo, ¿qué es
querer? Reparemos en que, como hace notar Zubiri, la palabra
española «querer» significa a la vez
«apetecer» y «amar» o deleitarse en lo
querido; es decir, que funde en una sola palabra, velle y frui,
hace consistir el velle en frui. La palabra frui suele traducirse
por disfrutar; pero antes de disfrutar significa, como
escribió San
Agustín, «amore alicui rei inhaerere propter se
ipsam», en contraste con uti, «propter aliam».
En este sentido primario se fruye mucho antes de disfrutar, se
fruye desde que se empieza a querer porque hay una
fruición anticipada o proyectiva (el día más
feliz es siempre, como suele decirse, la víspera) y una
fruición de lo conseguido y poseído, que es el
disfrute. La fruición en el orden de la ejecución
(in exsecutione) está ya al principio, como motor del acto y
en el proceso
entero. (Dom Lottin ha visto bien que el momento del consensus no
puede aislarse entre el consilium y el dictamen práctico,
porque en realidad está penetrado el proceso entero; pero
esto es así justamente porque el consensus representa la
fruitio en la distensión temporal del acto.) La
fruición, como el fin, «se habet in operabilibus
sicut principium in speculativis». De todo lo cual se
concluye que, como dice Zubiri, la esencia de la volición
o acto de voluntad es la fruición y todos los demás
momentos, cuando de verdad acontecen y pueden distinguirse o
discernirse, acontecen en función de
la fruición. De la misma manera que el razonamiento no es
sino el despliegue de la inteligencia
como puro atenimiento a la realidad, la voluntad reflexiva y
prepositiva no es más que la modulación
o distensión –el deletreo, por así
decirlo– de la fruición. Esta modulación o
distensión no siempre entra en juego. Por
ejemplo –sigo uno del propio Zubiri–, si estoy
hambriento, sin haberme dado cuenta de ello, y veo de pronto un
plato apetitoso, inmediatamente se produce en mí una
fruición –que se manifiesta biológicamente en
la secreción de jugos salivares, en que «se me hace
la boca agua»– que culminará en la
realización del acto de comer, de saborear, paladear y
deglutir el alimento. Pero si –para continuar con el mismo
ejemplo–, estando hambriento no tengo alimento a mi
alcance, entonces sí puede ponerse en marcha el complicado
proceso al principio descrito, aunque nunca o casi nunca con
todas sus etapas discernibles y, desde luego si se trata de un
acto plenario de voluntad, de un auténtico querer, sin que
quepa separar los fines de los medios. Por ejemplo, cuando nos
casamos, el matrimonio no es
un fin para tener hijos ni para ninguna otra cosa, sino que
el amor lo
penetra y unifica todo. La complicada teoría de los fines
primarios y secundarios sólo entra en juego realmente para
quienes no quieren plenamente el matrimonio, para quienes se
casan por conveniencia, para los «calculadores». (La
teología moral de la época moderna ha sido pensada,
si no con vistas al pecado, sí por lo menos contando con
la imperfección y la fragilidad: la teología moral
moderna ha sido Grenzmoral, moral de delimitación entre lo
que es y lo que no es pecado.)
Ahora bien, al descubrir que la fruición, como
acción de fruir, constituye la esencia del acto de
voluntad, no hemos puesto de manifiesto más que una de las
dimensiones de éste, lo que tiene de acto, es decir, de
transeúnte. Pero ya sabemos que haciendo esto o lo otro
llegaremos a ser esto o lo otro; sabemos que al realizar un acto
realizamos y nos apropiamos una posibilidad de ser: si amamos,
nos hacemos amantes; si hacemos justicia, nos
hacemos justos. A través de los actos que pasan va
decantándose en nosotros algo que permanece. Y eso que
permanece, el sistema unitario
de cuanto, por apropiación, llega a tener el hombre, es,
precisamente, su más profunda realidad moral.
Ética (del griego ethika, de
ethos, ‘comportamiento’, ‘costumbre’),
principios o pautas de la conducta humana,
a menudo y de forma impropia llamada moral (del latín
mores, ‘costumbre’) y por extensión, el
estudio de esos principios a veces llamado filosofía
moral. Este artículo se ocupa de la ética sobre
todo en este último sentido y se concreta al ámbito
de la civilización occidental, aunque cada cultura ha
desarrollado un modelo
ético propio.
La ética, como una rama de la
filosofía, está considerada como una ciencia
normativa, porque se ocupa de las normas de la
conducta humana,
y para distinguirse de las ciencias
formales, como las matemáticas y la lógica,
y de las ciencias empíricas, como la química y la física. Las ciencias
empíricas sociales, sin embargo, incluyendo la
psicología, chocan en algunos puntos con los intereses de
la ética ya que ambas estudian la conducta social. Por
ejemplo, las ciencias
sociales a menudo procuran determinar la relación
entre principios éticos particulares y la conducta social,
e investigar las condiciones culturales que contribuyen a la
formación de esos principios.
Los filósofos han intentado
determinar la bondad en la conducta de acuerdo con dos principios
fundamentales y han considerado algunos tipos de conducta buenos
en sí mismos o buenos porque se adaptan a un modelo moral
concreto. El primero implica un valor final o
summum bonum, deseable en sí mismo y no sólo como
un medio para alcanzar un fin. En la historia de la ética
hay tres modelos de
conducta principales, cada uno de los cuales ha sido propuesto
por varios grupos o
individuos como el bien más elevado: la felicidad o
placer; el deber, la virtud o la obligación y la
perfección, el más completo desarrollo de
las potencialidades humanas. Dependiendo del marco social, la
autoridad
invocada para una buena conducta es la voluntad de una deidad, el
modelo de la naturaleza o el dominio de la
razón. Cuando la voluntad de una deidad es la autoridad,
la obediencia a los mandamientos divinos o a los textos
bíblicos supone la pauta de conducta aceptada. Si el
modelo de autoridad es la naturaleza, la pauta es la conformidad
con las cualidades atribuidas a la naturaleza humana. Cuando rige
la razón, se espera que la conducta moral resulte del
pensamiento
racional.
Algunas veces los principios elegidos no
tienen especificado su valor último, en la creencia de que
tal determinación es imposible. Esa filosofía
ética iguala la satisfacción en la vida con
prudencia, placer o poder, pero se deduce ante todo de la
creencia en la doctrina ética de la realización
natural humana como el bien último.
Una persona que carece de motivación
para tener una preferencia puede resignarse a aceptar todas las
costumbres y por ello puede elaborar una filosofía de la
prudencia. Esa persona vive, de esta forma, de conformidad con la
conducta moral de la época y de la sociedad.
El hedonismo es la filosofía que
enseña que el bien más elevado es el placer. El
hedonista tiene que decidir entre los placeres más
duraderos y los placeres más intensos, si los placeres
presentes tienen que ser negados en nombre de un bienestar global
y si los placeres mentales son preferibles a los placeres
físicos.
Una filosofía en la que el logro
más elevado es el poder puede ser resultado de una
competición. Como cada victoria tiende a elevar el nivel
de la competición, el final lógico de una
filosofía semejante es un poder ilimitado o absoluto. Los
que buscan el poder pueden no aceptar las reglas éticas
marcadas por la costumbre y, en cambio,
conformar otras normas y regirse por otros criterios que les
ayuden a obtener el triunfo. Pueden intentar convencer a los
demás de que son morales en el sentido aceptado del
término, para enmascarar sus deseos de conseguir poder y
tener la recompensa habitual de la moralidad.
Desde que los hombres viven en comunidad, la
regulación moral de la conducta ha sido necesaria para el
bienestar colectivo. Aunque los distintos sistemas morales
se establecían sobre pautas arbitrarias de conducta,
evolucionaron a veces de forma irracional, a partir de que se
violaran los tabúes religiosos o de conductas que primero
fueron hábito y luego costumbre, o asimismo de leyes impuestas
por líderes para prevenir desequilibrios en el seno de la
tribu. Incluso las grandes civilizaciones clásicas egipcia
y sumeria desarrollaron éticas no sistematizadas, cuyas
máximas y preceptos eran impuestos por
líderes seculares como Ptahhotep, y estaban mezclados con
una religión
estricta que afectaba a la conducta de cada egipcio o cada
sumerio. En la China
clásica las máximas de Confucio fueron aceptadas
como código
moral. Los filósofos griegos, desde el siglo VI a.C. en
adelante, teorizaron mucho sobre la conducta moral, lo que
llevó al posterior desarrollo de la ética como una
filosofía.
En el siglo VI a.C. el
filósofo heleno Pitágoras desarrolló una de
las primeras reflexiones morales a partir de la misteriosa
religión griega del orfismo. En la creencia de que la
naturaleza intelectual es superior a la naturaleza sensual y que
la mejor vida es la que está dedicada a la disciplina
mental, fundó una orden semirreligiosa con leyes que
hacían hincapié en la sencillez en el hablar, el
vestir y el comer. Sus miembros ejecutaban ritos que estaban
destinados a demostrar sus creencias religiosas.
En el siglo V a.C. los filósofos
griegos conocidos como sofistas, que enseñaron
retórica, lógica y gestión
de los asuntos públicos, se mostraron escépticos en
lo relativo a sistemas morales absolutos. El sofista
Protágoras enseñó que el juicio humano es
subjetivo y que la percepción de cada uno sólo es
válida para uno mismo. Gorgias llegó incluso al
extremo de afirmar que nada existe, pues si algo existiera los
seres humanos no podrían conocerlo; y que si llegaban a
conocerlo no podrían comunicar ese conocimiento.
Otros sofistas, como Trasímaco, creían que la
fuerza hace el
derecho. Sócrates
se opuso a los sofistas. Su posición filosófica,
representada en los diálogos de su discípulo
Platón,
puede resumirse de la siguiente manera: la virtud es
conocimiento; la gente será virtuosa si sabe lo que es la
virtud, y el vicio, o el mal, es fruto de la ignorancia.
Así, según Sócrates, la educación como
aquello que constituye la virtud puede conseguir que la gente sea
y actúe conforme a la moral.
La mayoría de las escuelas de
filosofía moral griegas posteriores surgieron de las
enseñanzas de Sócrates. Cuatro de estas escuelas
fueron creadas por sus discípulos inmediatos: los
cínicos, los cirenaicos, los megáricos (escuela fundada
por Euclides de Megara) y los platónicos.
Los cínicos, en especial el
filósofo Antístenes, afirmaban que la esencia de la
virtud, el bien único, es el autocontrol, y que esto se
puede inculcar. Los cínicos despreciaban el placer, que
consideraban el mal si era aceptado como una guía de
conducta. Juzgaban todo orgullo como un vicio, incluyendo el
orgullo en la apariencia, o limpieza. Se cuenta que
Sócrates dijo a Antístenes: "Puedo ver tu orgullo a
través de los agujeros de tu capa".
Los cirenaicos, sobre todo Aristipo de Cirene, eran
hedonistas y creían que el placer era el bien mayor (en
tanto en cuanto no dominara la vida de cada uno), que
ningún tipo de placer es superior a otro y, por ello, que
sólo es mensurable en grado y duración.
Los megáricos, seguidores de Euclides,
propusieron que aunque el bien puede ser llamado
sabiduría, Dios o razón, es ‘uno’ y que
el Bien es el secreto final del Universo que
sólo puede ser revelado mediante el estudio
lógico.
Según Platón, el bien es un elemento
esencial de la realidad. El mal no existe en sí mismo,
sino como reflejo imperfecto de lo real, que es el bien. En sus
Diálogos (primera mitad del siglo IV a.C.) mantiene que la
virtud humana descansa en la aptitud de una persona para llevar a
cabo su propia función en el mundo. El alma humana
está compuesta por tres elementos —el intelecto, la
voluntad y la emoción— cada uno de los cuales posee
una virtud específica en la persona buena y juega un
papel
específico. La virtud del intelecto es la
sabiduría, o el
conocimiento de los fines de la vida; la de la voluntad es el
valor, la capacidad de actuar, y la de las emociones es la
templanza, o el autocontrol.
La virtud última, la justicia,
es la relación armoniosa entre todas las demás,
cuando cada parte del alma cumple su tarea apropiada y guarda el
lugar que le corresponde. Platón mantenía que el
intelecto ha de ser el soberano, la voluntad figuraría en
segundo lugar y las emociones en el tercer estrato, sujetas al
intelecto y a la voluntad. La persona justa, cuya vida
está guiada por este orden, es por lo tanto una persona
buena. Aristóteles, discípulo de Platón,
consideraba la felicidad como la meta de la
vida. En su principal obra sobre esta materia,
Ética a Nicómaco
(finales del siglo IV a.C.), definió la felicidad como una
actividad que concuerda con la naturaleza específica de la
humanidad; el placer acompaña a esta actividad pero no es
su fin primordial. La felicidad resulta del único atributo
humano de la razón, y funciona en armonía con las
facultades humanas. Aristóteles mantenía que las
virtudes son en esencia un conjunto de buenos hábitos y
que para alcanzar la felicidad una persona ha de desarrollar dos
tipos de hábitos: los de la actividad mental, como el del
conocimiento, que conduce a la más alta actividad humana,
la contemplación, y aquéllos de la emoción
práctica y la emoción, como el valor. Las virtudes
morales son hábitos de acción que se ajustan al
término medio, el principio de moderación, y han de
ser flexibles debido a las diferencias entre la gente y a otros
factores condicionantes. Por ejemplo, lo que uno puede comer
depende del tamaño, la edad y la ocupación. En
general, Aristóteles define el término medio como
el estado
virtuoso entre los dos extremos de exceso e insuficiencia;
así, la generosidad, una virtud, es el punto medio entre
el despilfarro y la tacañería. Para
Aristóteles, las virtudes intelectuales y morales son
sólo medios destinados a la consecución de la
felicidad, que es el resultado de la plena realización del
potencial humano.
Estoicismo
La filosofía del estoicismo se
desarrolló en torno al
300 a.C. durante los periodos helenístico y romano.
En Grecia los
principales filósofos estoicos fueron Zenón de
Citio, Cleantes y Crisipo de Soli. En Roma el
estoicismo resultó ser la más popular de las
filosofías griegas y Cicerón fue, entre los romanos
ilustres, uno de los que cayó bajo su influencia. Sus
principales representantes durante el periodo romano fueron el
filósofo griego Epicteto y el emperador y pensador romano
Marco Aurelio. Según los estoicos, la naturaleza es
ordenada y racional, y sólo puede ser buena una vida
llevada en armonía con la naturaleza. Los filósofos
estoicos, sin embargo, también se mostraban de acuerdo en
que como la vida está influenciada por circunstancias
materiales el
individuo tendría que intentar ser todo lo independiente
posible de tales condicionamientos. La práctica de algunas
virtudes cardinales, como la prudencia, el valor, la templanza y
la justicia, permite alcanzar la independencia
conforme el espíritu del lema de los estoicos, "Aguanta y
renuncia". De ahí, que la palabra estoico haya llegado a
significar fortaleza frente a la dificultad.
Epicureísmo
En los siglos IV y III a.C., el
filósofo griego Epicuro desarrolló un sistema de
pensamiento, más tarde llamado epicureísmo, que
identificaba la bondad más elevada con el placer, sobre
todo el placer intelectual y, al igual que el estoicismo,
abogó por una vida moderada, incluso ascética,
dedicada a la contemplación. El principal exponente romano
del epicureísmo fue el poeta y filósofo Lucrecio,
cuyo poema De rerum natura (De la naturaleza de las cosas),
escrito hacia la mitad del siglo I a.C., combinaba algunas ideas
derivadas de las
doctrinas cosmológicas del filósofo griego
Demócrito con otras derivadas de la ética de
Epicuro. Los epicúreos buscaban alcanzar el placer
manteniendo un estado de
serenidad, es decir, eliminando todas las preocupaciones de
carácter emocional. Consideraban las creencias y
prácticas religiosas perniciosas porque preocupaban al
individuo con pensamientos perturbadores sobre la muerte y la
incertidumbre de la vida después de ese tránsito.
Los epicúreos mantenían también que es mejor
posponer el placer inmediato con el objeto de alcanzar una
satisfacción más segura y duradera en el futuro;
por lo tanto, insistieron en que la vida buena lo es en cuanto se
halla regulada por la autodisciplina.
Los modelos éticos de la edad
clásica fueron aplicados a las clases dominantes, en
especial en Grecia. Las mismas normas no se extendieron a los no
griegos, que eran llamados barbaroi (bárbaros), un
término que adquirió connotaciones peyorativas. En
cuanto a los esclavos, la actitud hacia
los mismos puede resumirse en la calificación de
‘herramientas
vivas’ que le aplicó Aristóteles. En parte
debido a estas razones, y una vez que decayeron las religiones paganas, las
filosofías contemporáneas no consiguieron
ningún refrendo popular y gran parte del atractivo del
cristianismo se explica por la extensión de la
ciudadanía moral a todos, incluso a los
esclavos.
El advenimiento del cristianismo
marcó una revolución
en la ética, al introducir una concepción religiosa
de lo bueno en el pensamiento occidental. Según la idea
cristiana una persona es dependiente por entero de Dios y no
puede alcanzar la bondad por medio de la voluntad o de la
inteligencia, sino tan sólo con la ayuda de la gracia de
Dios. La primera idea ética cristiana descansa en la regla
de oro: "Lo que quieras que los hombres te hagan a ti,
házselo a ellos" (Mt. 7,12); en el mandato de amar al
prójimo como a uno mismo (Lev. 19,18) e incluso a los
enemigos (Mt. 5,44), y en las palabras de Jesús: "Dad al
César lo que es del César y a Dios lo que es de
Dios" (Mt. 22,21). Jesús creía que el principal
significado de la ley judía
descansa en el mandamiento "amarás al Señor tu Dios
con todo tu corazón y
con toda tu alma y con toda tu fuerza y con toda tu mente, y a tu
prójimo como a ti mismo" (Lc. 10,27).
El cristianismo primigenio realzó como virtudes
el ascetismo, el martirio, la fe, la misericordia, el
perdón, el amor no
erótico, que los filósofos clásicos de
Grecia y Roma apenas habían considerado
importantes.
9. Ética de los
padres de la iglesia
Uno de los puntos fuertes de la
ética cristiana fue la oposición al
maniqueísmo, una religión de origen persa que
mantenía que el bien y el mal (la luz y la sombra)
eran fuerzas opuestas que luchaban por el dominio absoluto. El
maniqueísmo tuvo mucha aceptación en los siglos III
y IV d.C. San Agustín, considerado como el fundador de la
teología cristiana, fue maniqueo en su juventud pero
abandonó este credo después de recibir la
influencia del pensamiento de Platón. Tras su
conversión al cristianismo en el 387, intentó
integrar la noción platónica con el concepto
cristiano de la bondad como un atributo de Dios, y el pecado como
la caída de Adán, de cuya culpa una persona
está redimida por la gracia de Dios. La creencia
maniqueísta en el diablo persistió, sin embargo,
como se puede ver en la convicción de san Agustín
en la maldad intrínseca de la naturaleza humana. Esta
actitud pudo reflejar su propio sentido de culpabilidad, por los
excesos que había cometido en la adolescencia y
puede justificar el énfasis que puso la primera doctrina
moral cristiana sobre la castidad y el celibato.
Durante la edad media tardía, los
trabajos de Aristóteles, a los que se pudo acceder a
través de los textos y comentarios preparados por
estudiosos árabes, tuvieron una fuerte influencia en el
pensamiento europeo. Al resaltar el conocimiento empírico
en comparación con la revelación, el aristotelismo
amenazaba la autoridad intelectual de la Iglesia. El
teólogo cristiano santo Tomás de
Aquino consiguió, sin embargo, armonizar el
aristotelismo con la autoridad católica al admitir la
verdad del sentido de la experiencia pero manteniendo que
ésta completa la verdad de la fe. La gran autoridad
intelectual de Aristóteles se puso así al servicio de la
autoridad de la Iglesia, y la lógica aristotélica
acabó por apoyar los conceptos agustinos del pecado
original y de la redención por medio de la gracia divina.
Esta síntesis
representa la esencia de la mayor obra de Tomás de Aquino,
Summa Theologiae (1265-1273).
Conforme la Iglesia medieval se hizo
más poderosa, se desarrolló un modelo de
ética que aportaba el castigo para el pecado y la
recompensa de la inmortalidad para premiar la virtud. Las
virtudes más importantes eran la humildad, la continencia,
la benevolencia y la obediencia; la espiritualidad, o la bondad
de espíritu, era indispensable para la moral. Todas las
acciones,
tanto las buenas como las malas, fueron clasificadas por la
Iglesia y se instauró un sistema de penitencia temporal
como expiación de los pecados.
Las creencias éticas de la Iglesia medieval
fueron recogidas en literatura en la Divina
Comedia de Dante, que estaba influenciada por las
filosofías de Platón, Aristóteles y santo
Tomás de Aquino. En la sección de la Divina Comedia
titulada ‘Infierno’, Dante clasifica el pecado bajo
tres grandes epígrafes, cada uno de los cuales
tenía más subdivisiones. En un orden creciente de
pecado colocó los pecados de incontinencia (sensuales o
emocionales), de violencia o
brutalidad (de la voluntad), y de fraude o malicia
(del intelecto). Las tres facultades del alma de Platón
son repetidas así en su orden jerárquico original,
y los pecados son considerados como perversiones de una u otra de
las tres facultades.
11. Ética
después de la reforma
La influencia de las creencias y
prácticas éticas cristianas disminuyó
durante el renacimiento.
La Reforma protestante provocó un retorno general a los
principios básicos dentro de la tradición
cristiana, cambiando el énfasis puesto en algunas ideas e
introduciendo otras nuevas. Según Martín Lutero, la
bondad de espíritu es la esencia de la piedad cristiana.
Al cristiano se le exige una conducta moral o la
realización de actos buenos, pero la justificación,
o la salvación, viene sólo por la fe. El propio
Lutero había contraído matrimonio y el celibato
dejó de ser obligatorio para el clero
protestante.
El teólogo protestante francés y
reformista religioso Juan Calvino aceptó la doctrina
teológica de que la salvación se obtiene
sólo por la fe y mantuvo también la doctrina
agustina del pecado original. Los puritanos eran calvinistas y se
adhirieron a la defensa que hizo Calvino de la sobriedad, la
diligencia, el ahorro y la
ausencia de ostentación; para ellos la
contemplación era holgazanería y la pobreza era o
bien castigo por el pecado o bien la evidencia de que no se
estaba en gracia de Dios. Los puritanos creían que
sólo los elegidos podrían alcanzar la
salvación. Se consideraban a sí mismos elegidos,
pero no podían estar seguros de ello
hasta que no hubieran recibido una señal. Creían
que su modo de vida era correcto en un plano ético y que
ello comportaba la prosperidad mundana. La prosperidad fue
aceptada pues como la señal que esperaban. La bondad se
asoció a la riqueza y la pobreza al mal.
No lograr el éxito
en la profesión de cada uno pareció ser un signo
claro de que la aprobación de Dios había sido
negada. La conducta que una vez se pensó llevaría a
la santidad, llevó a los descendientes de los puritanos a
la riqueza material.
En general, durante la Reforma la responsabilidad
individual se consideró más importante que la
obediencia a la autoridad o a la tradición. Este cambio,
que de una forma indirecta provocó el desarrollo de la
ética secular moderna, se puede apreciar en De iure belli
et pacis (La ley de la guerra y la
paz, 1625) realizado por el jurista, teólogo y estadista
holandés Hugo Grocio. Aunque esta obra apoya algunas de
las doctrinas de santo Tomás de Aquino, se centra
más en las obligaciones
políticas y civiles de la gente dentro del
espíritu de la ley romana clásica. Grocio afirmaba
que la ley natural es parte de la ley divina y se funda en la
naturaleza humana, que muestra un deseo por lograr la
asociación pacífica con los demás y una
tendencia a seguir los principios generales en la conducta. Por
ello, la sociedad está basada de un modo armónico
en la ley natural.
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