Monografias.com > Educación
Descargar Imprimir Comentar Ver trabajos relacionados

El sentido del humor en la educación




Enviado por ivan_escalona



    1. El sentido del humor en la
      educación
    2. El tiempo de la vida
      humana
    3. El destino del hombre:
      planteamientos
    4. Psicología del dolor:
      miedo, tristeza y sufrimiento
    5. La dignidad de la
      persona
    6. El afán de poder y la ley
      del más fuerte
    7. El sentido de la
      vida
    8. El fin de la vida
      social

    Al hablar de la voluntad dijimos que una de las cinco
    formas de querer podía llamarse amor de benevolencia. La
    benevolencia como actitud
    moral
    también nos es familiar: consiste en prestar asentimiento
    a lo real, ayudar a los seres a ser ellos mismos. Si pensamos un
    poco más en esa definición, y sobre todo en esa
    actitud, enseguida descubriremos que consiste en afirmar al otro
    en cuanto otro. Esto también puede ser llamado amor:
    «amar es querer un bien para otro». El amor como
    benevolencia consiste, pues, en afirmar al otro, en querer
    más otro, es decir, querer que haya más otro, que
    el otro crezca, se desarrolle, y se haga «más
    grande». Esta forma de amor no refiere al ser amado a las
    propias necesidades o deseos, sino que lo afirma en sí
    mismo, en su alteridad. Por eso es el modo de amar más
    perfecto, porque es desinteresado, busca que haya más
    otro. También podemos llamarlo amor-dádiva, porque
    es el amor no egoísta, el que ante todo afirma al ser
    amado y le da lo que necesita para crecer. Por eso, amar es
    afirmar al otro. Sin embargo, también existe la
    inclinación a la propia plenitud, un querer ser más
    uno mismo. Esto es una forma de amor que podemos llamar
    amor-necesidad, porque nos inclina a nuestra propia
    perfección y desarrollo,
    nos hace tender a nuestro fin, nos inclina a crecer, a ser
    más. Por eso podemos llamarlo también amor de
    deseo. Esta forma de amor es el primer uso de la voluntad, que
    hemos llamado simplemente deseo o apetito racional. Según
    él, amar es crecer. En cuanto la voluntad asume las
    tendencias sensibles, en especial el deseo, éstas pueden
    llamarse también amor, en el sentido de amor-necesidad o
    amor natural: «se llama amor al principio del movimiento que
    tiende al fin amado», como dijimos al clasificar los
    sentimientos y pasiones. Hay que decir, sin embargo, que llamar
    amor al deseo de la propia plenitud, a la inclinación a
    ser feliz, a la tendencia sensible y a la racional, puede hacerse
    siempre y cuando este deseo no se separe del amor de
    benevolencia, que es la forma genuina y propia de amar de los
    seres humanos. La razón es la siguiente: el puro deseo
    supedita lo deseado a uno mismo, es amarse a uno mismo, porque
    entonces se busca la propia plenitud, y la consiguiente
    satisfacción, y, por así decir, se alimenta uno con
    los bienes que
    desea y llega a poseer. Pero a las personas no se las puede amar
    simplemente deseándolas, porque entonces las
    utilizaríamos para nuestra propia satisfacción. A
    las personas hay que amarlas de otra manera: con amor de amistad o
    benevolencia. Así pues, el amor se divide de un primer
    modo, que es considerando su forma, uso o manera, que es, como se
    acaba de ver, doble: el amor-necesidad y el amor dádiva.
    En las acciones
    nacidas de la voluntad amorosa, que se explicarán
    después, sucede algo realmente singular: el quinto uso de
    la voluntad (el amor dádiva) refuerza y transforma los
    cuatro restantes, empenzando por el amornecesidad o deseo. Hay,
    pues, una correspondencia del amor de benevolencia con el
    amor-necesidad y los restantes usos de la voluntad, de la cual
    resulta que éstos se potencian al unirse con aquél.
    Antes de exponer esas acciones, y para terminar la exposición
    general acerca del amor, son necesarias tres
    precisiones:

    1) Todos los actos de la vida humana, de un modo o de
    otro, tienen que ver con el amor, ya sea porque lo afirman o lo
    niegan. El amor es el uso más humano y más profundo
    de la voluntad. Amar es un acto de la persona y por eso
    ante todo se dirige a las demás personas. Sin ejercer
    estos actos, y sin sentirlos dentro, o reflexionar sobre ellos,
    la vida humana no merece la pena ser vivida. De aquí se
    sigue que el amor no es un sentimiento, sino un acto de la
    voluntad, acompañado por un sentimiento, que se siente con
    mucha o poca intensidad, e incluso con ninguna. Puede haber amor
    sin sentimiento, y «sentimiento» sin amor voluntario.
    Sentir no es querer. En las líneas que siguen se pueden
    ver muchos ejemplos de actos del amor que pueden darse, y de
    hecho se dan, sin sentimiento «amoroso» que los
    acompañe. El amor sin sentimiento es más puro, y
    con él es más gozoso. Pero ambos no se pueden
    confundir, aunque tampoco se pueden separar. Ese sentimiento, que
    no necesariamente acompaña al amor sensible o voluntario,
    puede llamarse afecto. Amar es sentir afecto. El afecto es sentir
    que se quiere, y se reconoce fácilmente en el amor que
    tenemos a las cosas materiales,
    las plantas y los
    animales, a
    quienes «cogemos cariño» sin esperar
    correspondencia, excepto en el caso de los últimos. El
    afecto produce familiaridad, cercanía física, y nace de
    ellas, como ocurre con todo cuanto hay en el hogar. Pero
    además de afectos, el amor tiene efectos: como todo
    sentimiento, se manifiesta con actos, obras y acciones que
    testifican su existencia también en la voluntad. Los
    afectos son sentimientos; los efectos son obra de la voluntad. El
    amor está integrado por ambos, afectos y efectos. Si
    sólo se dan los primeros, es puro sentimentalismo, que se
    desvanece ante el primer obstáculo.

    2) Uno de los efectos del amor es su repercusión
    en el propio sujeto que ama, y se llama place, que es el gozo o
    deleite sentido al poseer lo que se busca o realizar lo que se
    quiere. De este modo «el placer perfecciona toda
    actividad» y la misma vida, llevándola como a su
    consumación. Se pueden señalar dos clases de
    placeres: «los que no lo serían si no estuvieran
    precedidos por el deseo, y aquellos que lo son de por sí,
    y no necesitan de esa preparación». A los primeros
    podemos llamarles placeres-necesidad, y nacen de la
    posesión de todo aquello que se ama con amor-necesidad,
    por ejemplo, un trago de agua cuando
    tenemos sed. A los segundos podemos llamarlos placeres de
    apreciación, y llegan de pronto, como un don no buscado,
    por ejemplo, el aroma de un naranjal por el que cruzamos. Este
    segundo tipo de placer exije saber apreciarlo: «los objetos
    que producen placer de apreciación nos dan la
    sensación de que, en cierto modo, estamos obligados a
    elogiarlos, a gozar de ellos», por ejemplo, todos los
    placeres relacionados con la música. Se
    sitúan en el orden del amor-dádiva porque exigen
    una afirmación placentera de lo amado independiente de la
    utilidad
    inmediata para quien lo siente. El término
    satisfacción, que se puede aplicar al primer tipo de
    placer, esclarece también lo que se quiere indicar con el
    segundo. La idea más habitual acerca del placer lo
    restringe más bien a la fruición sensible y
    «egoísta» propia de los placeres-necesidad
    (dejarse caer en el sillón al llegar a casa), pero tiende
    a dejar en la penumbra la satisfacción, más
    profunda, de los placeres de apreciación (encontramos un
    regalo en nuestra habitación). Los placeres gustan al
    hombre, de tal
    modo que los busca siempre que puede. Está expuesto por
    ello al peligro de buscarlos por capricho, y no por necesidad,
    haciendo de ellos un fin, incurriendo entonces en el exceso
    (beber más de la cuenta si estamos sedientos).
    Enseñar a alcanzar el punto medio de equilibrio
    entre el exceso y el defecto de los placeres corresponde a
    la
    educación moral, que produce la armonía del
    alma.

    3) La división del amor en amor-necesidad y
    amor-dádiva se hace, como se ha dicho, según el
    modo de querer en uno y otro caso (primer y quinto uso de la
    voluntad respectivamente). Sin embargo, también se puede
    dividir el amor según las personas a quienes se dirige,
    según tengan con nosotros una comunidad de
    origen, natural o biológico, o no lo tengan. En el primer
    caso, se da una cercanía y familiaridad físicas que
    hacen crecer espontáneamente el afecto: padres, hijos,
    parientes… Este es un amor a los que tienen que ver con mi
    origen natural. Podemos llamarlo amor familiar o amor natural.
    Cuando no se da esta comunidad de origen, el tipo de amor es
    diferente: lo llamaremos amistad, que a su vez puede ser
    entendida como una relación intensa y continuada, o
    simplemente ocasional. Un tercer tipo es aquella forma de amor
    entre hombre y mujer que
    llamaremos eros y forma parte la sexualidad, y
    de la cual nace la comunidad biológica humana llamada
    familia: es un
    amor de amistad transformado, intermedio entre esta última
    y el amor natural.

    El
    sentido del humor en la educación

    1. EL BUEN Y MAL HUMOR

    Definir lo que sea el sentido del humor no es tarea
    fácil. Se trata de un concepto que
    designa una actitud humana, un determinado talante ante la
    realidad en que vivimos y, por tanto no es un simple
    fenómeno, un hecho que podamos aislar, analizar y
    catalogar al lado de otros. Si se atiende a sus manifestaciones
    externas de modo exclusivo o principal, puede llegarse a
    desvirtuar su naturaleza, y no
    ser capaces de entender su profundo sentido: una persona con
    cosquillas fáciles no es, obviamente, una persona con
    sentido del humor, aunque éste se encuentre muy ligado a
    la risa y a la sonrisa; ni tampoco un espíritu
    burlón es fruto del sentido del humor, sino más
    bien su degradación o empobrecimiento. El sentido del
    humor se relaciona con rasgos tales como agudeza, finura,
    alegría, oportunidad, serenidad, ecuanimidad y muchos
    otros. Pero intentar su comprensión por medio de estos
    rasgos característicos puede ocultar su naturaleza
    en una maraña analítica de factores y sus
    relaciones. Por todo esto, en las líneas que siguen se
    intentará una explicación del sentido del humor
    partiendo de la raíz.

    El "humor" es un término vago en cuanto que es
    metafórico en nuestro contexto. Cuando se habla de
    "sentido del humor", se emplea el término "humor" en
    sentido traslaticio o figurado, dándole una referencia
    espiritual a lo que, de suyo, tenía una referencia
    material. Efectivamente, el humor, o, mejor dicho, los humores,
    son líquidos internos del organismo humano que, en la
    concepción de la medicina antigua,
    eran la vía o cauce de la salud corporal.
    También este significado resulta vago e impreciso a la
    luz de los
    conocimientos actuales; pero, sin embargo, era mucho más
    preciso en el marco de los precarios conocimientos antiguos.
    Muchas enfermedades
    se explican entonces por un desajuste de los humores internos, o
    por una degradación o putrefacción de los mismos.
    De ahí el conocido y frecuente remedio de la
    sangría para eliminar sencillamente estos malos humores.
    Dicho de otra manera, el humor, los humores en sentido
    físico y material, son un exponente denotativo de la salud
    corporal. Buenos o malos humores denotaban respectivamente, buena
    o mala salud corporal. Analógicamente, se habla de "buen"
    o "mal humor" para significar una buena o mala salud espiritual.
    Y de la misma forma que la salud corporal consiste en la
    armonía de las diversas funciones
    orgánicas, la salud espiritual puede entenderse como la
    armonía entre los diversos actos del alma. Salud
    espiritual no significa estrictamente bondad o virtud. Del mismo
    modo que hay cuerpos débiles que, sin embargo, gozan de
    salud, también hay espíritus poco virtuosos que
    están saludables. Lo que ocurre es que, al igual que el
    cuerpo débil está más expuesto que el fuerte
    a perder la salud, también el espíritu poco
    virtuoso pierde más fácilmente la buena salud
    anímica, el buen humor.

    2. EL SENTIDO DEL HUMOR

    El buen humor o el mal humor, así como la buena
    salud o la mala salud, tienen como característica su
    inestabilidad; se pierden o se transforman unos en otros y,
    además, la mayoría de los casos, se pierden
    descontroladamente. No somos dueños de mantener una buena
    salud cuando existe un dolor corporal, ni tampoco podemos
    mantener el buen humor cuando nos embarga la tristeza, el dolor
    espiritual. El buen humor o el mal humor son disposiciones
    fluctuantes, inestables de suyo, aunque haya personas en las que
    redominan

    más el buen o el mal humor, como puede predominar
    más la buena o la mala salud corporal. Los malhumorados
    frecuentemente están irritables, suspicaces,
    sombríos, pesimistas, hoscos; no tienen salud espiritual,
    y por eso sufren; por eso están tristes. Los que tienen
    buen humor transmiten el goce de su alegría, fruto de su
    buena salud espiritual; por eso se manifiestan pacientes, francos
    y abiertos, radiantes, optimistas, acogedores. Pero estos estados
    de ánimo, aunque pueden ser frecuentes y constantes, no
    son permanentes ni estables de suyo; siempre son susceptibles de
    ser modificados. Los humores son transitorios y no definen a la
    persona. La realidad vista a través de un humor tampoco es
    la realidad verdadera, tal cual ella es. El que entiende esto en
    profundidad y lo incorpora a su vida, tiene su sentido; en este
    caso, tiene el sentido del humor. Tener sentido del humor es,
    pues, entender, tener sentido de la apariencia y de la realidad,
    de lo mutable y de lo permanente, de lo accesorio y de lo
    esencial. Es saber percibir el humor, es decir, el estado de
    ánimo de las personas; pero, por debajo de ese humor
    transitorio y mutable y, por tanto, accesorio, tener sentido del
    humor es saber percibir lo esencial, radical y permanente de las
    personas. Tener sentido del humor es percibir el humor, pero
    justamente como tal humor, es decir, como apariencia accidental.
    Ahora bien, sólo puede percibirse la apariencia como tal
    apariencia cuando se percibe antes la realidad; sólo puede
    conocerse lo mutable desde el
    conocimiento de lo permanente; sólo se considera lo
    accesorio como tal cuando se ha contemplado lo esencial.
    Sólo puede entenderse el humor de las personas como tal
    humor, es decir, como estado mutable
    de ánimo, cuando se entiende a la persona en su ser real,
    es decir, como criatura, como destello amoroso de la divinidad.
    El que tiene sentido del humor es un buscador incansable del ser
    real de las personas en medio de las apariencias inmediatas que
    se traducen en el humor, bueno o malo. Es un rastreador constante
    de la alegría, como primer efecto de esa
    consideración de la bondad del ser personal. Por
    eso, es un buscador de la risa y de la sonrisa. Pero no toda risa
    y toda sonrisa le satisface, sino sólo aquélla que
    surge de la búsqueda de lo bueno en medio de lo que parece
    malo. De ahí que la burla, el sarcasmo y -frecuentemente
    la ironía no sean manifestaciones del sentido del humor,
    aunque te hagan reír o sonreír; pues éstas,
    en efecto, no responden a esa búsqueda de la bondad
    permanente en medio de los humores transitorios. Por el
    contrario, la burla y el sarcasmo persiguen resaltar lo malo, lo
    defectuoso. Un ejemplo está en las parodias o imitaciones
    personales: pueden hacerse con sentido burlesco, acremente,
    exagerando los defectos y complaciéndose en ellos; pero
    también pueden hacerse con sentido del humor, con dulzura,
    mostrando tanto los defectos como las buenas cualidades,
    enseñando el humor de la persona parodiada, es decir,
    dando ligereza a lo que resulta de suyo grave o solemne. La
    parodia hecha con sentido burlesco invita al menosprecio; en
    cambio, la
    parodia que proviene del sentido del humor propicia el
    cariño entrañable a la persona parodiada. Por eso,
    se considera propio del humorista el que dirige su sentido del
    humor hacia sí mismo en primer lugar.

    3. COMPRENSIÓN, ALEGRÍA, INGENIO,
    ESPERANZA

    La persona con sentido del humor es, en las relaciones
    humanas, comprensiva. Entiende, "tiene sentido" del humor, es
    decir, comprende lo que pasa a sus semejantes y a él
    mismo. Comprende que no es tan fácil mostrarnos tan buenos
    como somos debido al 'humor", a nuestro estado de salud
    espiritual. Por encima de nuestro carácter,
    de nuestras virtudes o cualidades sociales, de nuestro grado de
    armonía espiritual, somos buenos en cuanto que somos
    queridos por Dios. El comprensivo es el que entiende ésto
    en su corazón,
    el que comprende la flaqueza humana; el comprensivo es el que,
    sin transigir en los vicios, defectos o pasiones, tolera sus
    efectos en sus semejantes, y los fustiga precisamente con
    alegría, con la ligereza del chiste o la broma, y no con
    la gravedad de la reprensión o sanción legal. La
    persona con sentido del humor busca la alegría por encima
    de todo, porque, antes que nada, busca el goce de la felicidad,
    que es precisamente la alegría. El que tiene sentido del
    humor entiende profundamente que, primero que nada, importa la
    felicidad de las personas, y sabe que ésta es el verdadero
    camino de su perfección, de su mejora. Por eso, ante
    cualquier situación, sabe encontrar el aspecto más
    cercano a la felicidad y lo pone de manifiesto. Y si no acierta a
    encontrarlo, se alegra cuando otro lo encuentra y goza con
    él igualmente. Propio del sentido del humor no es
    sólo hacer reír y sonreír, sino participar
    de la risa y de la sonrisa. Propio del sentido del humor es saber
    reir y sonreír, esto es, buscar intencionalmente la
    alegría. Por eso, el sentido del humor es una
    manifestación inmediata de la inteligencia
    libre del hombre, del ingenio. Poder percibir
    el fondo de bondad y de alegría de una persona o de una
    situación, en medio del velo que tiende la apariencia del
    "humor", es un efecto de la inteligencia humana y de su libertad. Se
    requiere ingenio para descubrir el fondo de realidad esencial,
    que invita siempre a la alegría, cuando lo que se ofrece a
    la mirada es un conjunto de elementos ingratos y desagradables.
    Tal es la relación que guarda el sentido del humor con lo
    cómico. La comicidad se da cuando, en una situación
    de aparente seriedad y rigor, se descubre bruscamente un fondo de
    verdad que es visible. Ante esta situación caben dos
    reacciones: la estupefacción o la risa. El que carece de
    sentido del humor queda estupefacto, es decir, cobra conciencia de su
    estupidez. El que goza de sentido del humor, ríe, es
    decir, se rinde ante la realidad visible. Por último, la
    esperanza es otro puntal del sentido del humor. Se requiere
    comprensión hacia las personas, afán de
    alegría e ingenio para buscarla; pero la esperanza es
    condición de todo esto. Efectivamente, aparece primero lo
    ingrato, lo grave, lo riguroso de una situación o de una
    persona, y luego se acierta a ver que, en el fondo, todo es
    "humorístico", propio del humor. Pero lo primero es la
    apariencia grave e ingrata. Se requiere un arraigado talante de
    esperanza para enfrentarse a ello con perspectiva de
    humor.

    4. EL SENTIDO DEL HUMOR EN LA
    EDUCACIÓN

    Decía Hermann Nohí: un niño es una
    cosa muy seria, pero, ¿quién puede tomárselo
    en serio solamente? Para este autor, el sentido del humor es uno
    de los tres rasgos principales que conforman el ser del
    educador1. No es difícil conjeturar que la
    comprensión, la alegría, el ingenio y la esperanza
    son esenciales al educador. En la educación, el sentido
    del humor se revela en dos dimensiones radicales, tanto de una
    como del otro. Sentido del humor es también sentido del
    orden y sentido del fin. Donde no hay educación, hay
    desorden, y donde hay educación está presente el
    orden. No se indica aquí la educación de la virtud
    del orden, cuanto el orden como ambiente
    educativo: el orden en las acciones, en los objetivos y en
    los enseres materiales que sirven a ambos. Orden es la
    relación adecuada de algo con su razón de ser, esto
    es, con su origen y con su fin. La educación, pues,
    precisa del orden como del mantillo fecundo que la potencia y hace
    eficaz. Ahora bien, el orden, entendido en sentido humano, es
    relación adecuada al fin, y este fin es la felicidad. Y la
    felicidad se traduce en alegría. Cuando un determinado
    orden no promueve, a la larga o a la corta, la alegría, no
    puede hablarse de tal orden, porque no hay relación
    adecuada al fin. El orden que llega a atosigar y a ensombrecer el
    espíritu, no es un orden humano. Por eso, aunque
    genéricamente pueda afirmarse que es bueno que todo
    esté ordenado, no debe olvidarse que el orden humano debe
    entenderse -en palabras de J.J. Sanguinetti- como límite
    del desorden. En educación, el sentido del orden es el de
    límite del desorden. Y tal es también la percepción
    propia del sentido del humor: ver el desorden, fruto de la
    libertad humana, en la entraña del orden, controlado por
    éste, pero presente como alegre y libre de desorden.
    También el sentido del humor es sentido del fin, y esto
    es, así mismo, esencial en educación. El educador
    precisa, antes que nada, saber cuál es el fin de su
    acción, porque sólo así sabe utilizar
    eficazmente los medios de que
    dispone, y sabe incluso encontrar nuevos medios. Le es esencial
    al educador tener un sentido profundo del fin para no caer en una
    trampa mortal que Buchíer llamaba "adoración del
    método".
    Educar no es conocer bien los métodos
    ducativos, sino tener sentido del fin y poder, así,
    convertir los medios en métodos educativos. La metodología educativa puede aconsejar una
    acción,' pero si la realidad aconseja otra,' el educador
    prudentemente es atenderá la metodología. Y lo
    hará con sentido del humor, con alegría;
    sabiéndose reír de esa metodología que le
    era tan querida.

    5. – EL SENTIDO DEL HUMOR Y EL DOLOR

    El sentido del humor es una capacidad humana, o sea,
    responde al uso voluntario de unas disposiciones o posibilidades
    de acción. Como tal capacidad es susceptible de desarrollo
    intencional. Además, como se trata de una capacidad
    gratificante, su desarrollo es más fácil de lo que
    pudiera parecer. Puede promoverse el sentido del humor mediante
    la educación, y es uno de los mejores servicios que
    presta el educador, pues el sentido del humor es un poderoso
    remedio del dolor. El dolor, sea físico o espiritual,
    tiene sus grados, y esto es sabido. Pero no siempre se tiene en
    cuenta que pueden bajarse o subirse algunos grados según
    la actitud del sujeto que sufre. La razón humana implica
    reflexividad y conciencia; lo que significa que ante cualquier
    hecho subjetivo, se reflexiona y se toma conciencia de él.
    Ante el dolor, se sufre por el mismo dolor; pero también
    hay un sufrimiento añadido por la conciencia del propio
    sufrimiento; como hay una alegría añadida por la
    conciencia de la propia alegría. Es aquí donde
    tiene entrada el sentido del humor. El dolor implica
    pérdida de salud, tanto corporal como espiritual; y la
    mala salud se traduce en un mal "humor". Si se tiene sentido de
    ese humor, puede aliviarse el sufrimiento añadido por
    dicho mal humor, transformándose en alegría
    añadida al sufrimiento. Cuando aparece el dolor en la vida
    humana se sufre inevitablemente. Pero puede sufrirse menos si se
    tiene sentido del humor, que en este caso es también
    sentido del dolor. En medio del dolor puede buscarse
    también la alegría. Con ello, no se dejará
    de sufrir; pero se sufrirá menos al impedir que se
    añada la conciencia continua del propio dolor como un
    sufrimiento más. Hay ocasiones en las que la intensidad
    del dolor corporal o de la tristeza deja reducido al
    mínimo el sentido del humor. Entonces resulta casi
    imposible promover la risa. No obstante, aun entonces puede
    alegrarse uno con la alegría ajena. Pero ésto
    ocurrirá cuando el sentido del humor, antes de presentarse
    el dolor, haya alcanzado un nivel máximo; sólo
    entonces se conservará ese mínimo ante el zarpazo
    del sufrimiento. También en la educación pueden
    darse momentos en los que el sentido del humor será
    mínimo, prácticamente inoperante. Ocurre así
    cuando la educación es imposible, porque el educando se
    niega absolutamente a recibir la ayuda valiosa del educador.
    Entonces sólo queda la esperanza que es, como se dijo, la
    quintaesencia del sentido del humor; como lo es del sentido del
    dolor y del sentido de la educación. Comprensión en
    el corazón, alegría en la voluntad, ingenio en el
    entendimiento y, sobre todo, esperanza en el alma. Tales son las
    dimensiones esenciales de eso que llamamos sentido del humor, y
    de ahí se desprende su papel en la
    educación y su importancia ante el dolor.

    El
    tiempo de la
    vida humana

    Ricardo Yepes Stork, "Fundamentos
    de antropología", Eunsa, Pamplona 1996

    Nuestro largo recorrido por el derecho, la cultura, la
    economía y
    la política
    nos ha obligado a hablar por extenso de la ubicación
    espacial del hombre en la naturaleza y en la vida social y
    urbana. Sin embargo, no hemos abordado todavía aquello que
    posiblemente es una de las facetas más fascinantes de su
    vida, origen de un sinfín de excitantes misterios: el paso
    del tiempo y nuestra capacidad de superarlo. No se puede de
    ninguna manera olvidar la antropología de la temporalidad,
    tan rica en implicaciones: el hombre es
    un ser temporal. Ya en su momento se señaló esa
    condición, y el carácter biográfico y
    cíclico del tiempo vital. En este capítulo vamos a
    detenemos en estas sugestivas realidades. De entrada nos
    detendremos a describir brevemente las características del
    tiempo humano y el modo actual de vivirlo. En primer lugar,
    conviene insistir en que el hombre puede trascender
    verdaderamente el tiempo. En los últimos siglos, autores
    ya citados, como Nietzsche o
    Heidegger, han dado una opinión más bien pesimista
    al respecto: de un modo u otro han identificado al hombre con su
    condición temporal, clausurándole en ella. En
    consecuencia, se han visto forzados a dar una contestación
    más bien fatalista o nihilista a la pregunta por el
    sentido de la vida: no podemos saber si hay algo más
    allá del tiempo, puesto que no somos verdaderamente
    capaces de superarlo. Según ellos, el horizonte temporal
    de la existencia humana es infranqueable. Continuando con nuestra
    inspiración clásica, nosotros hemos dicho desde el
    principio que sólo hay tiempo donde hay materia y
    exclusión de simultaneidad. Allí donde hay
    inteligencia, hay simultaneidad, instantaneidad entre una
    acción y su fin, por ejemplo cuando suspiramos, o amamos.
    Según este planteamiento, lo temporal y lo intemporal
    conviven juntos en el hombre: no se oponen, sino que se
    complementan y le dan su perfil característico. Por eso,
    sus actividades espirituales (amar, crear ciencia,
    arte y
    cultura, etc.) tienden a permanecer por encima del tiempo, y
    hacerse duraderas: incluso el hombre es feliz en la medida en que
    supera el tiempo mediante la esperanza, la ilusión y el
    amor. En segundo lugar, la manera más humana de superar el
    tiempo ya ha sido muchas veces mostrada: el hombre
    «ve» su vida por adelantado, es capaz de anticiparse
    a lo venidero, proponerse metas futuras y ordenar las cosas en
    relación con fines. Por eso el hombre es un ser futurizo,
    abierto hacia adelante, capaz de proyectarse y vivir la propia
    vida según ese proyecto, en
    busca de la felicidad. El sentido del futuro es que contribuya al
    crecimiento y perfeccionamiento del hombre, que le haga feliz.
    Esto es el amor-necesidad: inclinación a la propia
    plenitud futura. Así pues, el futuro es el lugar hacia el
    que nos dirigimos, con la esperanza de crecer, de ser felices. En
    relación con esto es preciso señalar en tercer
    lugar, muy brevemente, que el tiempo de la vida humana se
    compone, no de instantes aislados, sino de momentos sucesivos y
    articulados entre sí en una duración que fluye de
    modo permanente: «El momento no es una unidad
    cronológica -no tiene sentido «cuánto»
    dura un momento- sino vital, biográfica. El hombre vive
    momento tras momento -y éstos no son instantáneos-,
    y el engarce de unos con otros establece la continuidad
    articulada de la trayectoria biográfica». El
    contenido de la vida humana y de sus distintos momentos lo forman
    los «acontecimientos» que son aquello que «nos
    pasa», que nos «toca». Por último,
    «el carácter cíclico del tiempo
    biológico y terrestre, en cuanto condicionante de la
    biografía,
    es el medio primario de cuantificación del tiempo».
    La temporalidad humana se desarrolla según un ritmo
    cíclico, que destina un momento a cada cosa y repite una
    serie de alternancias: el día y la noche, el sueño
    y la vigilia, el descanso y el trabajo, la
    broma y lo serio, etc. El conjunto de esos momentos, sus
    alternancias y sus repeticiones son lo que llena la vida humana,
    y da estabilidad, variedad y color a su
    transcurso: «La vida cotidiana, mediante su
    reiteración, finge una ilusión de eternidad:
    aquello que hacemos «cada» día nos parece
    poder hacerlo «todos» los días, es decir,
    siempre. Al mismo tiempo, la variación y la innovación nos imprimen el carácter
    argumental. Y de ahí nacen todas las formas concretas de
    sentirse en relación con el tiempo: la expectativa, la
    espera, la esperanza, la desesperación … ». La
    vida humana está inscrita en los ritmos del acontecer de
    la naturaleza y de los seres vivos: la gestación, el
    nacimiento, la niñez, la juventud, la
    madurez, la ancianidad y la muerte
    forman un arco de períodos que siempre se suceden y que
    forman las edades, que son «una acumulación de
    realidad» (J. Marías), de experiencias, que modula
    las posibilidades que se tienen en cada momento de la vida, y que
    están relacionadas con las potencias biológicas. Y
    tras una generación viene la siguiente. La ley de la vida
    tiene, pues, un ciclo que se repite. Hay que distinguir en ella
    lo más alto y lo más bajo: el crecimiento hasta la
    plenitud y el declive hasta el final. Destinaremos este
    capítulo a lo primero y al estudio de los momentos de la
    vida humana. Sin embargo el límite último de
    ésta es la muerte. Antes
    de su llegada, aparecen, como heraldos de ella, las formas
    inevitables de la limitación humana: el dolor, la
    enfermedad, el llanto, el esfuerzo, la fatiga, el fracaso, la
    ignorancia y el mal. Todos ellos constituyen el objeto del
    próximo capítulo, lo cual nos obliga a abordar,
    como colofón de la antropología, la grandiosa
    cuestión del destino del hombre con la que termina este
    libro y con la
    que podremos adquirir una visión global de la vida humana
    y de su sentido último.

    El
    destino del hombre: planteamientos

    Ricardo Yepes Stork, "Fundamentos de
    antropología", Eunsa, Pamplona 1996

    A lo largo de estas páginas ha surgido ya muchas
    veces la cuestión del destino como horizonte último
    que da sentido a la vida humana y a cuanto en ella se contiene:
    la felicidad, el sufrimiento, y en último término
    la trascendencia y las grandes verdades. Vamos ahora a fijar
    nuestra mirada, como último colofón, en esa
    realidad futura a la que nuestra libertad se abre de modo
    radical, y a la que por ello nos encontramos abocados: el ser del
    hombre propiamente dicho «no radica en sí mismo,
    sino en la meta a la que
    tiende». El destino es, por así decir, la finalidad
    última de la tarea de vivir, el fin último del
    hombre, hacia el cual éste se dirige en último
    término, la realidad que responde a esta pregunta: al
    final, ¿qué será de mi? La cuestión
    del destino tropieza inevitablemente con un hecho indudable, que
    pone fin a nuestra vida, y que enseguida hemos de analizar: la
    muerte. Sin embargo, la pregunta señalada tiene fuerza
    suficiente para traspasar esa amarga y terrible experiencia, que
    todos hemos ciertamente de atravesar, hasta interrogar más
    allá de ella, y aventurarse incluso a encontrar una
    respuesta que le dé sentido. Las posibles soluciones que
    el hombre ha encontrado a la pregunta por el destino han sido y
    son las que se van a exponer a continuación. Cada una de
    ellas implica una postura clara y determinada respecto de la
    muerte, el más allá y la religión, y todas
    tienen evidente relación con las actitudes
    acerca del sentido de la vida y del sufrimiento que más
    atrás se expusieron:

    1) La pregunta «al final, ¿qué
    será de mí?» carece de significado. Es una
    frase sin referente, un sinsentido, un malentendido
    lingüístico. No es ninguna pregunta racional, sino
    más bien expresión de un cierto sentimiento de
    miedo o incertidumbre. Nada más. Sencillamente: el
    concepto «destino» no significa nada, no existe en la
    realidad. Esta cómoda y
    expeditiva respuesta es la que suele aportar el positivismo
    cientifista, para quien las preguntas por el sentido, ( … ),
    son irrelevantes. El problema de esta postura es que sólo
    se puede mantener desde el materialismo: el
    destino del hombre no es diferente al de una rata, puesto que
    ambos son animales diversamente evolucionados,
    «momentos» del proceso
    evolutivo del bio-cosmos; el origen de la persona, y
    consiguientemente su destino, consisten en el aparecer y
    reabsorberse de nuevo en ese gran proceso. Es una postura que
    elude la cuestión del destino a base de no mirar hacia
    él: los que la mantienen no se dan por ludidos con la
    pregunta, y reanudan su activídad ordinaria tras afirmar
    tranquilamente que el destino no existe. Para los materialistas,
    todas las realidades humanas reciben un tratamiento
    «adulto» y serio desde la ciencia y
    la técnica. Con eso es suficiente, y además no se
    puede hacer otra cosa. Por ejemplo, la muerte es un suceso que
    hay que organizar individual y socialmente de modo que se sufra
    lo menos posible: el dolor, el sufrimiento y las molestias han de
    ser cuidadosamente evitados mediante un hacer, un tratamiento
    «técnico», que evite los dramas. Es la postura
    del homofaber, «responsable», «madura» y
    tecnocrática, pero que en el fondo trivializa esta y otras
    grandes cuestiones de la vida humana…

    2) La mayoría de los hombres encuentra
    insuficiente y pobre la actitud anterior. Una parte de esa
    mayoría, la más cercana al cientifismo o a la
    tecnocracia, reduce la pregunta por el destino a esto: el destino
    del hombre es vivir, es decir, Carpe diem!; puesto que no hay
    otra cosa que la vida que te ha tocado, aprovéchala. No
    hay nada más allá de la muerte; por tanto disfruta
    lo que tienes. Lo mejor es ignorar la muerte antes de que llegue,
    puesto que cuando lo haga nosotros habremos desaparecido. Lo
    resume la famosa frase de Epicuro: «La muerte no es nada
    para nosotros, porque mientras vivimos, no hay muerte, y cuando
    la muerte está ahí, nosotros ya no somos. Por
    tanto, la muerte es algo que no tiene nada que ver ni con los
    vivos ni con los muertos». Además del Carpe diem!,
    se pueden incluir aquí otras respuestas acerca del sentido
    de la vida, ya señaladas en la postura pragmática
    del interés,
    la búsqueda del poder, del dinero o del
    confort. Todas ellas son compatibles con esta idea de fondo: el
    destino del hombre es vivir su vida, y nada más. Es una
    postura volcada hacia el presente, hacia lo que se puede tener
    ahora. Si se radicaliza, conduce a la exaltación del yo:
    el destino del hombre es él mismo, en general o en
    concreto. Es
    la solución antropocéntrica.

    3) El correlato inevitable y complementario de esta
    postura aparece en cuanto se intensifica la presencia de la
    muerte como algo que, quiérase o no, termina con esa vida
    tan exaltada. Entonces se afirma que el destino del hombre es
    morir. La muerte es el agujero negro de la humanidad: sólo
    cabe apropiársela, en un acto de adusta y angustiada
    autenticidad. Esto es abrazar la propia destrucción, la
    postura del nihilismo radical, con sus necesarios correlatos:
    desesperación, pesimismo, amargura, etc. Los nihilistas
    captan la grandeza del espíritu del hombre, pero la
    estrellan contra la muerte: por eso son inmensamente tristes,
    como un campo de batalla. El nihilismo comparte con el
    materialismo y el vitalismo la negación del más
    allá: la muerte es el final. Por eso estas tres primeras
    actitudes conectan y suman entre sí de muchas
    maneras.

    4) La siguiente postura es ambigua, pero frecuente en
    una sociedad
    secularízada. Se trata de una variante de la
    señalada en primer lugar: se acepta ya al menos la duda
    acerca de un más allá de la muerte; no sabemos si
    «allí» hay algo o no; no se niega, pero
    tampoco se afirma. Se trata más bien de un encogimiento de
    hombros ante el más allá. Desde esta postura es
    difícil afirmar que el hombre sea dueño de su
    propio destino, puesto que ni siquiera sabemos si existe. Por
    eso, la frivolidad, el escepticismo y el fatalismo encajan con
    estas dudas, según las cuales el destino del hombre nos es
    desconocido: no se sabe nada de él. La muerte y la
    trascendencia son, pues, un misterio que no cabe desvelar.
    Sólo cabe conformarse con la suerte que a uno le ha tocado
    y no pensar mucho en el tema.

    5) Por último, está la respuesta
    religiosa, según la cual el destino del hombre es una
    cierta vida más allá de la muerte. Sobre
    cómo sea esa vida suele haber coincidencia en lo esencial.
    Esta postura lleva a plantear la muerte dando por hecho de un
    modo u otro la supervivencia del alma después de ella y la
    existencia de Dios. Siendo ésta, en la teoría
    y en la práctica, la postura mayoritaria de la humanidad,
    conviene explicarla con mayor detenimiento, para mostrar
    cómo desde ella se aclaran un buen número de
    asuntos y verdades referentes a la muerte y el destino del
    hombre. La religión es en buena parte una
    explicación del más allá, de la
    trascendencia en sentido fuerte, y un conjunto de actitudes que
    permiten relacionarse con Dios. Aunque parezca chocante a primera
    vista, las posturas 1-4 han sido minoritarias en la historia de la humanidad,
    puesto que disminuyen, dificultan o hacen imposible la felicidad
    y la justificación última de la moral. En
    cambio, la humanidad encuentra en la religión una
    respuesta fiable y consoladora a la cuestión del destino y
    de la muerte. La religión, lejos de entristecer al hombre,
    como pensaba Nietzsche, le alegra, puesto que le asegura que la
    muerte no es el final de todo, que tiene un sentido, y que
    «las cosas» se arreglarán definitivamente
    «allí», tanto individual como colectivamente.
    Es un hecho que el hombre concibe el triunfo definitivo del bien
    sobre el mal como el verdadero final de la vida humana, puesto
    que ser justo y feliz no tendría sentido si el bien no
    triunfara sobre el mal. La dificultad para asimilar esta
    solución tradicional estriba en que nuestra sociedad
    está secularizada y nos induce a desconocer la
    religión o a pensar que es un engaño impropio de
    personas libres y maduras. Una vez analizadas las principales
    posturas acerca del destino, será más fácil
    tratar de la muerte y de lo que hay más allá de
    ella. La perspectiva que vamos a adoptar es la misma que hemos
    venido manteniendo hasta ahora: se trata de ofrecer una
    fundamentación antropológica de las actitudes
    humanas ante la muerte, el más allá, y la
    religión. No se trata de «demostrar» las
    verdades contenidas en esta o aquella religión, sino de
    señalar por qué el hombre tiene necesidad de ella,
    y por qué, por lo general y salvo excepciones más
    bien raras, es un ser eminentemente religioso.

    Psicología del dolor: miedo, tristeza y
    sufrimiento

    Ricardo Yepes Stork, "Fundamentos de
    antropología", Eunsa, Pamplona 1996

    ¿Por qué el dolor? Es esta una pregunta
    que tortura a muchos, hasta hacerles concluir que carece de
    respuesta, pues, no sólo es imposible que exista un ser
    todopoderoso e infinitamente bueno que consienta todas las
    desgracias que ocurren en el mundo, sino que, en tales
    circunstancias, la vida ni siquiera merece la pena ser
    vívida. Ambos argumentos serán examinados
    más tarde. Ahora hay que afirmar que la respuesta, clara y
    rotunda, a esta terrible y universal pregunta sí existe, y
    es ésta: el dolor existe porque somos vivientes, y la
    psicología
    de todo ser vivo incluye el sentirse complacido y atraído
    por lo que es bueno para él, mediante el placer y la
    esperanza, y sentirse molesto y asustado por lo que le supone un
    mal, mediante el dolor y el temor. Esto es algo intrínseco
    a nuestra condición de seres compuestos de materia
    viviente.

    «Si la materia tiene una naturaleza fija y obedece
    a leyes constantes,
    sus diferentes estados no se acomodarán de igual modo a
    los deseos de un alma determinada, ni serán igualmente
    beneficiosos para ese particular agregado de materia que es su
    cuerpo. El mismo fuego que alivia el cuerpo situado a conveniente
    distancia, lo destruye cuando la distancia se suprime. De
    ahí la necesidad, incluso en un mundo perfecto, de
    señales de peligro, para cuya transmisión parecen
    estar diseñadas las fibras nerviosas sensibles al
    dolor». Esto quiere decir que el cumplimiento de las leyes
    inexorables de la materia, y su necesidad intrínseca, que
    son el modo de encauzar la fuerza natural, puede favorecer o
    dificultar la vida según las circunstancias concurrentes
    en cada caso, y convertirse entonces en bienes o males para ella
    en tales concretas situaciones, según la fortalezca o
    destruya: el mismo viento que empuja a un velero hacia su destino
    puede alejar a un náufrago de la costa.

    Por otra parte, esa necesidad natural inexorable
    también puede ser aprovechada por la libertad de una
    manera u otra: «la naturaleza inmutable de la madera, que
    nos permite utilizarla como viga, también nos brinda la
    oportunidad de usarla para golpear la cabeza del vecino».
    En conclusión, la confluencia entre nuestras tendencias
    vitales y la fuerza de la materia y de la vida exteriores a
    nosotros puede ser armónica o disarmónica: en un
    caso se origina el placer, y en otro el dolor. «Si
    tratáramos de excluir el sufrimiento, o la posibilidad del
    sufrimiento que acarrea el orden natural y la existencia de
    voluntades libres, descubriríamos que para lograrlo
    sería preciso suprimir la vida misma». Esta es la
    raiz psicológica del dolor y del placer, sin la cual ambos
    difícilmente pueden ser comprendidos como
    compañeros inseparables de todos los seres vivientes. En
    suma, «el dolor es una señal al servicio de la
    vida ante lo que representa una amenaza para ésta».
    Para que esta raíz psicológica del dolor aparezca
    aún más clara es preciso decir que «los
    hombres son víctimas de muchas deficiencias»
    sencillamente porque su fuerza y energía vital son
    limitadas: todo movimiento vital consume una parte de ellas. El
    esfuerzo es el gasto de energía consiguiente a toda
    acción humana. No hay acción sin esfuerzo y gasto.
    Por eso, lo importante son las energías que se tienen
    acumuladas y la facilidad para el esfuerzo que llamamos virtud.
    Moverse supone ya un gasto, pues conlleva rozamiento, empleo de
    tiempo y energías, desgaste y, por tanto, fatiga. Fuerte
    es entonces aquel que tiene fuerza, y débil el que carece
    de ella, el que no aguanta el esfuerzo, el que se cansa
    enseguida. Hablar de fortaleza sólo como virtud moral es
    demasiado angosto: ser fuerte significa una cualidad muy positiva
    de la propia vida biológica, del propio cuerpo y del
    propio espíritu.

    Es aquí donde puede recordarse que el mal es
    privación de bien, ausencia, en especial de vida, orden y
    plenitud: deformación, corrupción, límite, finitud, en
    suma, debilidad. El mal es lo que no me conviene, y el bien lo
    contrario. Malo es lo que me daña, lo que impide mi
    autorrealización, ser yo mismo, tanto en lo moral como en
    lo físico-biológico. El mal es la detención
    de mi ser, la falta de desarrollo, de libertad, la inmovilidad,
    la prisión en una situación que me atenaza. Ser
    fuerte significa aguantar esa detención, y atacar el
    obstáculo que la causa, quitándolo de delante: esto
    es justamente lo que busca el apetito irascible. El deseo o amor,
    como se dijo, inclina a poseer el bien presente, lo cual causa
    placer, y a rechazar el mal presente por el dolor que provoca. El
    impulso o apetito irascible, en cuanto mueve hacia un bien
    futuro, arduo pero conseguible, se llama esperanza, y en cuanto
    rechaza un mal inminente e inevitable, se llama temor o miedo. Y
    así, la psicología del dolor considera estas dos
    dualidades: placer-dolor, esperanza-temor. Estas son las
    reacciones de la sensibilidad humana ante el bien y el mal, el
    sí y el no de los apetitos. Y de este modo vemos que la
    causa del dolor es el mal, en cuanto me causa un daño
    sentido. El dolor tiene un primer nivel de manifestación,
    biológico y físico, en donde se manifiesta como
    reacción a un estímulo sensitivo perjudicial: el
    dolor es un daño sentido, primero en la sensibilidad, como
    un intruso punzante, que se presenta repentinamente y desorganiza
    la relación del hombre con su cuerpo. La diferencia que
    tiene con el placer es evidente: «en el placer hay una
    cierta liberación y fuga de la corporalidad, que se
    percibe como ingrávida y ligera. En el dolor, la
    corporalidad se percibe como impuesta, como un pesado fastidio
    atenazante, frente al que uno ya no es dueño de sí,
    y que casi nos obliga a capitular». Placer y dolor son
    reacciones contrarias, y paralelas sólo hasta cierto
    punto, puesto que «el abandono en la experiencia dolorosa
    es casi automático. Ante el dolor -que en última
    instancia no puede dejar de ser mi o su dolor- el hombre que es
    cada uno resulta siempre alcanzado y zarandeado».
    Espontáneamente se advierte que, en un segundo nivel,
    «la experiencia dolorosa es mucho más rica y
    compleja que la mera sensación de dolor». Esta
    última es simple dolor exterior, causado por un «mal
    presente, que es contrario al cuerpo», y percibido por los
    órganos corporales, mientras que la quiebra y el
    desgarro íntimos del afligido son dolor interior,
    sufrimiento. Conviene distinguir ambos con nitidez. La novedad
    está en que en el sufrimiento, o dolor interior,
    intervienen la memoria, la
    imaginación y la inteligencia, y por eso puede extenderse
    a muchos más objetos que el dolor puramente físico
    o exterior, puesto que incluye el pasado y el futuro, lo
    físicamente ausente, pero presente al espíritu. El
    dolor causado por la aprehensión interior, y no por la
    mera estimulación de las terminaciones nerviosas sensibles
    al dolor corporal, es mayor que este último, puesto que
    puede representarse imaginativamente males mucho mayores que los
    actualmente sentidos por el cuerpo. Cuando sufre, el hombre se
    duele por anticipado o por un dolor ya pasado, que se recuerda.
    En la capacidad de representarse e imaginarse grandes males, y
    tener miedo de ellos, aunque no estén inmediata y
    físicamente presentes, radica la posibilidad humana de
    aumentar el dolor real: esta es la raíz de la
    hipocondría, la aprensión, las fobias, etc. Por
    todo ello caben muchas especies de sufrimiento: tristeza,
    congoja, ansiedad, angustia, temor, desesperación, etc. Lo
    común a todas ellas, y al dolor exterior, es la
    reacción de huida. Las más específicas son
    la tristeza y el miedo o temor.

    La primera está provocada por el mal presente,
    pues procede «de la carencia de lo que se ama, causada por
    la pérdida de algún bien amado o por la presencia
    de algún mal contrario». El daño propio de la
    tristeza es una carencia actual sentida de lo que amamos o
    deseamos. «El temor, en cambio, se refiere a un mal futuro,
    al que no se puede resistir», porque «supera el poder
    del que teme». El miedo es un sentimiento de impotencia, un
    verse amenazado por un mal inminente que es más poderoso
    que nosotros. Los remedios de la tristeza son principalmente el
    placer, el recrearse en el bien presente; el llanto, la
    compasión de los amigos, la contemplación de la
    verdad, el sueño y el descanso. Los remedios para el miedo
    son la esperanza, por la que nos dirigimos a los bienes futuros
    arduos, pero posibles; la audacia o valentía, que nos
    lleva a afrontar el peligro inminente; y todo aquello que aumente
    el poder del hombre, como por ejemplo la experiencia, que
    «hace al hombre más poderoso para obrar».
    Puede sorprender que se hable del llanto como remedio de la
    tristeza, pero es obvio, puesto que en muchas ocasiones llorar es
    exteriorizar el sufrimiento interior. El llanto auténtico
    es el que expresa una pena sentida porque un bien, en especial
    una persona, se fue de nosotros, y su ausencia nos entristece;
    nos vemos sin él y nos apenamos por nosotros mismos, pues
    descubrimos nuestra impotencia y nos sentimos íntimamente
    dañados. Por eso, llorar requiere una previa
    posesión y conciencia de la pena, y sirve para expresarla
    y «realizarla», hacerla verdadera y manifiesta: es
    el lenguaje de
    la tristeza y el miedo, y dice que ya no podemos seguir amando,
    que sufrimos un mal no merecido, o no esperado. La
    posesión de la pena necesaria para llorar también
    puede ser de otros: amigos, parientes, etc. En tal caso la
    hacemos nuestra; incluso cuando no es «de verdad»,
    como sucede al llorar «dentro» de una
    película.

    «Es esencial para la irrupción del llanto
    el repentino tránsito de la actitud tensa a la actitud
    abandonada y suelta». Aflojar la tensión que produce
    lo serio es causa de que se pueda llorar de emoción, y de
    una emoción alegre, en especial cuando se alcanza un bien
    larga y penosamente deseado, o se recupera a una persona que se
    creía perdida. Se llora de alegría sobre todo
    cuando se ha sufrido antes de alcanzar aquello de que uno ahora
    puede por fin alegrarse: ha sucedido entonces algo
    increíble para nosotros.

    La
    dignidad de la persona

    Ricardo Yepes

    1. Concepto de dignidad humana

    La preocupación por la dignidad de la persona
    humana es hoy universal: las declaraciones de los Derechos Humanos
    la reconocen, y tratan de protegerla e implantar el respeto que
    merece a lo largo y ancho del mundo. Los errores que pueda haber
    en la formulación de esos derechos no invalidan la
    aspiración fundamental que contienen: el reconocimiento de
    una verdad palmaria, la de que todo ser humano es digno por
    sí mismo, y debe ser reconocido como tal. El ordenamiento
    jurídico y la
    organización económica, política y
    social deben garantizar ese reconocimiento. Cuanto más
    fijamos la mirada en la singular dignidad de la persona,
    más descubrimos el carácter irrepetible,
    incomunicable y subsistente de ese ser personal, un ser con
    nombre propio, dueño de una intimidad que sólo
    él conoce, capaz de crear, soñar y vivir una vida
    propia, un ser dotado del bien precioso de la libertad, de
    inteligencia, de capacidad de amar, de reír, de perdonar,
    de soñar y de crear una infinidad sorprendente de ciencias,
    artes, técnicas,
    símbolos y narraciones. Por eso, dignidad, en general y en
    el caso del hombre, es una palabra que significa valor
    intrínseco, no dependiente de factores externos. Algo es
    digno cuando es valioso de por sí, y no sólo ni
    principalmente por su utilidad para esto o para lo
    otro.

    Esa utilidad es algo que se le añade a lo que ya
    es. Lo digno, porque tiene valor, debe ser siempre respetado y
    bien tratado. En el caso del hombre su dignidad reside en el
    hecho de que es, no un qué, sino un quién, un ser
    único, insustituible, dotado de intimidad, de
    inteligencia, voluntad, libertad, capacidad de amar y de abrirse
    a los demás.

    La persona es un absoluto, en el sentido de algo
    único, irreductible a cualquier otra cosa. Mi yo no es
    intercambiable con nadie. Este carácter único de
    cada persona alude a esa profundidad creadora que es el
    núcleo de cada intimidad: es un "pequeño" absoluto.
    La palabra yo apunta a ese núcleo de carácter
    irrepetible: yo soy yo, y nadie más es la persona que yo
    soy. Nadie puede usurpar mi personalidad.

    Sólo el Creador puede ser fundamento de la
    dignidad humana

    . El fundamento úlimo de la dignidad
    humnna

    La persona tiene un cierto carácter absoluto
    respecto de sus iguales e nferiores. Pues bien, para que este
    carácter absoluto no se convierta en una mera
    opinión subjetiva, es preciso afirmar que el hecho de que
    dos personas se reconozcan mutuamente como absolutas y
    respetables en sí mismas sólo puede suceder si hay
    una instancia superior que las reconozca a ambas como tales: un
    Absoluto del cual dependemos ambos de algún
    modo.

    No hay ningún motivo suficientemente serio para
    respetar a los demás si no se reconoce que, respetando a
    los demás, respeto a Aquel que me hace a mí
    respetable frente a ellos. Si sólo estamos dos iguales,
    frente a frente, y nada más, quizá puedo decidir no
    respetar al otro, si me siento más fuerte que él.
    Es ésta una tentación demasiado frecuente para el
    hombre como para no tenerla en cuenta. Si, en cambio, reconozco
    en el otro la obra de Aquel que me hace a mí respetable,
    entonces ya no tengo derecho a maltratarle y a negarle mi
    reconocimiento, porque maltrataría al que me ha hecho
    también a mí: me estaría portando
    injustamente con alguien con quien estoy en profunda deuda. En
    resumen: la persona es un absoluto relativo, pero el absoluto
    relativo sólo lo es en tanto depende de un Absoluto
    radical, que está por encima y respecto del cual todos
    dependemos. Por aquí podemos plantear una
    justificación ética y
    antropológica de una de las tendencias humanas más
    importantes:

    el reconocimiento de Dios, la
    religión.

    Si la dignidad de cada ser humano nace del ser
    peculiarísimo e irrepetible que somos cada uno, el
    fundamento de la dignidad de la persona está dentro de
    ella misma, y no fuera. Por eso tiene valor intrínseco.
    Esto nos plantea una pregunta inquietante : ¿cuál
    es el origen de la persona? ¿de dónde "sale"? Lo
    más evidente es esto: toda persona humana es hija de otra.
    Ser hijo no es un accidente, sino algo que pertenece a la
    condición misma del ser personal. Ser hijo significa ser
    engendrado, proceder de otro ser personal. Y todo ser humano es
    hijo de otro. Pero si nos remontamos hacia arriba en la cadena de
    las generaciones, surge la pregunta por el origen, no sólo
    de cada ser personal en particular, sino de todos en
    general.

    La persona como tal, en primera instancia es fruto de
    una elección trascendente La única
    explicación satisfactoria de verdad a la pregunta por el
    origen de la persona es decir que es fruto de una elección
    deliberada: aquella según la cual el Absoluto decide que
    existan los seres humanos.

    Cada persona humana no puede ser un accidente, surgido
    al azar: el amor de una madre por su hijo es una semejanza del
    amor con el cual el Creador ha creado a cada persona. En ambos
    casos se trata de un amor que quiere a esa persona, y no a otra.
    Ser hijo significa precisamente eso: ser querido por ser uno la
    persona que es, independientemente de si es guapo o feo, listo o
    torpe, alto o bajo. Un hijo es querido, no porque traiga al hogar
    una cuenta corriente, o un abrigo de pieles : es querido por ser
    él, y porque es precisamente él. El hogar es el
    primer lugar, y a veces el único, donde el ser humano es
    querido por sí mismo, independientemente de los defectos y
    limitaciones que pueda tener su cuerpo, su inteligencia o su
    carácter. Por eso, ese amor por la persona concreta del
    hijo que se da en el hogar es una cierta imagen del amor
    con que Dios nos quiere a cada uno.

    Todo esto quiere decir que para fundamentar
    adecuadamente algo tan serio como la dignidad humana, en
    último término hay que aceptar que la persona tiene
    un origen trascendente, más allá de la genética y
    de la materia: esto es lo que asegura de verdad su
    carácter incndicionado. En caso contrario, se puede
    incurrir en una postura materialista o, sencillamente, eludir el
    problema.

    Entonces empiezan a surgir problemas.

    Personas que no compensan

    3. Inconvenientes de otras explicaciones de la dignidad
    humana En efecto, cuando no se acepta este valor de la persona en
    sí misma, se abre la puerta que conduce a dejar de
    respetarla. Por ejemplo: si se dice que un ser humano sólo
    es persona cuando se comporta como tal (cuando estudia matemáticas, cuando acaba la carrera,
    cuando vota, cuando es capaz de hablar, de comunicarse con los
    demás y ser consciente de sí mismo y de su
    libertad, en suma, cuando ejerce SUS capacidades), entonces todos
    los seres humanos que no se comportan como tales, porque
    están dormidos o inconscientes o porque son no nacidos o
    discapacitados, no serían personas, lo cual significa que
    son seres humanos de segunda clase, y por tanto gente que vive
    vidas imperfectas que en algunos casos puede compensar no
    prolongar.

    Hombres que no son personas

    Todos los seres humanos son personas por el mero hecho
    de ser seres humanos, puesto que estos últimos son siempre
    personas. La distinción entre ser humano y persona es
    falaz y resbaladiza hacia justificaciones que atentan contra la
    dignidad de toda persona humana. Pretender que hay un momento en
    el cual el embrión "se convierte" en persona es mantener
    una distinción sumamente arbitraria y que no tiene una
    justificación verdadera. El embrión es un ser
    humano en potencia y una persona "que está en camino", y
    ambas cosas vienen a ser lo mismo.

    Desde aquí se pueden entender los reparos morales
    a la manipulación genética, a la eutanasia y al
    aborto. La
    base de esos reparos es la dignidad humana de la que aquí
    se está hablando.

    Diferentes del animal sólo en la conducta El
    materialismo, tanto teórico como práctico, es un
    punto de vista que sitúa el origen de la persona en el
    proceso orgánico de la vida, y por tanto para un
    materialista no hay diferencia apreciable entre un hombre y una
    rata: la única diferencia verdadera es que uno y otro se
    comportan de distinta manera. Pero para poder comprobar esto
    último hay que esperar a que crezcan: mientras el hombre y
    la rata no son seres desarrollados todavía no se comportan
    como los individuos adultos de cada una de esas especies. El
    materialismo deprime la dignidad de la persona humana individual,
    y considera que esa idea es una cuestión cultural, una
    pauta de valor que los individuos de la especie humana han
    encontrado recientemente. El materialismo constituye hoy la
    postura más generalizada, y al mismo tiempo más
    elaborada, desde la cual se devalúa, no sólo la
    dignidad de la persona humana, sino el sentido del dolor y del
    sufrimiento, el fenómeno de la muerte y la posibilidad de
    un más allá de ella, el comportamiento
    amoroso desinteresado, capaz de sacrificio, hacia los
    demás, y en definitiva la respuesta a las grandes
    preguntas acerca del sentido de la vida.

    Los criterios de dignidad

    meras cuestiones de opinión

    Otra explicación poco satisfactoria de la
    dignidad humana, que muchas veces acompaña a la postura
    materialista, es decir que consiste sólo en una
    convención social o cultural: no tenemos más
    fundamento para reconocer que todo hombre es digno que el estado
    de opinión contemporáneo acerca del asunto. En
    épocas anteriores este estado de opinión no
    existía, y había esclavos, bárbaros, mujeres
    sometidas a los varones, maltrato a los niños,
    etc. Según este modo de pensar, el respeto que el valor
    intrínseco e inviolable de la persona merece no pasa de
    ser una convención, una opinión mayoritaria que
    algún día cambiará.

    Semejante postura es muy de temer y muy poco defendible,
    porque viene a decirnos que la dignidad del hombre no se basa y
    consiste en el valor intrínseco de la persona humana, sino
    en algo tan extrínseco y mudable como la opinión
    cultural. Si esto fuera así, estamos en manos de esa
    opinión mudable, y el día que se haga general la
    opinión de que las personas bajitas no pueden tener
    calidad de
    vida y es preferible eliminarlas, ese día todos los
    bajitos o africanos, o enfermos terminales, etc., deben salir
    huyendo del país si quieren salvarse. La dignidad de la
    persona humana existe, es real y objetiva, independiente y
    previamente a que sea reconocida por la opinión
    pública, los gobernantes y el ordenamiento
    jurídico. Es más, precisamente porque es algo
    objetivo y
    previo, la opinión pública, los gobernantes y el
    ordenamiento jurídico deben respetar ese valor
    inviolable.

    La dignidad humana no es un asunto que dependa de la
    opinión que se tenga de ella, porque hay mucha gente a la
    cual esa dignidad no le importa nada, y no por ello se puede uno
    avenir a las pretensiones de esa gente, por ejemplo acerca de que
    los bajitos no pueden tener calidad de
    vida.

    El
    afán de poder y la ley del más
    fuerte

    Por Ricardo Yepes Stork, "Fundamentos de
    antropología", Pamplona 1996

    Hay bastante gente que en su conducta demuestra un gran
    afán de poder. Se mueven por el afán de tenerlo y
    conquistarlo, aunque sea en una dosis miserable. Cuando se les
    pregunte sobre ello, negarán que en eso cifren la
    felicidad, pero de hecho se comportarán como si así
    fuera, como si sólo pudiesen descansar una vez que hayan
    levantado una trinchera en tomo a su territorio y hayan dicho:
    «¡Esto es mío y sólo mío!
    ¡Aquí mando yo!». El hombre tiene una
    tendencia, secreta o manifiesta, a dominar a otros y a no dejarse
    dominar por ellos: los clásicos la llamaban hybris, que
    aproximadamente quiere decir orgullo, deseo de sobresalir. Por
    tanto, la voluntad de poder no es sólo una teoría
    filosófica de Nietzsche, sino el afán continuo que
    el hombre tiene de dominar a los demás y someterlos a sus
    dictados, aunque sólo sea dentro del hogar. Este
    afán suele aparecer como autoridad
    despótica, que consiste en no querer súbditos, sino
    esclavos. Es un uso de la voluntad que incurre en una
    confusión lamentable: olvida que a los hombres no se les
    domina, ni se les desea o se les elige, como si fueran platos de
    comida, sino que se les respeta, se les aprueba o rechaza, y se
    les ama.

    Sin embargo, exaltar la voluntad de poder y aplicarla a
    nuestros semejantes es una postura que tiene más sentido
    del que a primera vista puede parecer. El argumento más
    eficaz consiste en decir que en la vida los que triunfan son los
    fuertes, y que para triunfar hay que imponerse a los
    demás. Lo que triunfa es la fuerza, no la justicia. Es
    más, la justicia no es otra cosa que el nombre que se le
    pone a lo que me conviene, a aquel estado de cosas que favorece
    mis intereses y mi

    poder. La justicia es la ley que el más fuerte
    impone al más débil. El hombre, para ser feliz,
    necesita ser ganador. Desde esta postura, a la pregunta
    ¿merece la pena ser justo? hay que contestar: ¡NO!
    ¿Por qué? Porque cuando tratas de ser justo lo que
    sale perdiendo son tus intereses personales frente a los de los
    demás: te conviertes en perdedor. Pensar que compensa ser
    justo (no robar, no mentir, no aprovecharte del prójimo
    cuando puedes hacerlo, etc.) es, según esta mentalidad,
    una ingenuidad, porque si tú no dominas a los
    demás, ellos te dominarán a ti. No compensa ser
    justo, porque es hacer el idiota y quedarse con la peor
    parte.

    Debajo de la justificación práctica de la
    voluntad de poder entendida de este modo está, como se ve,
    la convicción de que no existen acciones desinteresadas y
    de que las relaciones entre los hombres son siempre de dominio de unos
    sobre otros. Sin embargo, lo específico de la
    justificación práctica de la voluntad de poder es
    que desprecia la justicia que la mentalidad burguesa y el
    individualismo todavía aceptan como un valor. Para este
    modo de ver la vida, tú puedes delinquir

    siempre que no te castiguen, porque no te descubren, o
    porque eres demasiado poderoso para que se atrevan a acusarte
    públicamente. Por tanto, no tiene sentido ser justo, sino
    dominar a los demás: la justicia no es otra cosa que la
    ley del más fuerte". Quien ha expresado
    teóricamente esta postura con frases más rotundas
    es Maquiavelo.

    La lógica
    de esta postura es, pues, la ley del más fuerte:
    éste debe dominar sobre el débil, que es
    despreciable e inferior. La voluntad de poder pone a su propio
    servicio todos los medios de que dispone. Uno de ellos, hoy
    quizá el más importante, es el dinero.
    Cuando éste se hace instrumento de esa voluntad, se
    utiliza para abrir todas las puertas, suavizar todas las
    voluntades y comprar todas las libertades, sin detenerse en
    «prejuicios» de tipo moral. Cuando rige esta ley, la
    rnoralidad es ridícula, y el espacio social se divide en
    esferas de influencia, dentro de las cuales hay una ley
    férrea de tipo mafioso, en la que rige una justicia
    consistente en que el que está arriba es todopoderoso,
    dentro de su esfera de dominio, para premiar, castigar, e incluso
    matar. Esta postura considera la ley como un instrumento
    más de dominio, pues ya se dijo que no cree en la
    justicia. La voluntad de poder conduce rápidamente a la
    infelicidad y a veces a la cárcel: 1) no respeta a las
    personas como fines en sí mismas; 2) incurre en las peores
    formas de tiranía; 3) lanza a unas personas contra otras,
    porque instaura la ley del más fuerte; 4) destruye la
    seguridad, el
    derecho, el respeto a la ley y a la justicia dentro de una
    comunidad, y con frecuencia conduce a la guerra; 5)
    envilece la convivencia, porque justifica todas las mentiras,
    aumenta el rechazo sistemático contra la verdad y genera
    un espíritu de resentimiento y de desquite; 6) destruye
    los restantes valores
    morales y, en consecuencia, la misma sociedad.

    Se trata, por tanto, de un planteamiento extremadamente
    degenerado y pernicioso, aunque pueda explicarse su sorprendente
    aceptación y puesta en práctica por el hecho de que
    algunos siguen, y probablemente seguirán, sucumbiendo a la
    tentación de tratar de dominar a los demás a su
    antojo. Esta es la causa principal de la mala situación
    política que desde hace tiempo padecemos y de los
    numerosos conflictos que
    asolan la vida social. Después de analizar estas
    alternativas o ideales de felicidad, reaparece una verdad muy
    clara: no está asegurado que el hombre llegue a ser feliz.
    El camino no parece otro que tener una adecuada
    comprensión y puesta en práctica de lo que el
    hombre es y del tipo de acciones y hábitos que le
    perfeccionan. De lo que no cabe duda es de que, si el hombre no
    se eleva por encima de sus intereses exclusivamente personales,
    no será feliz. Esto nos lleva de nuevo a la
    consideración de la dimensión social humana como
    algo completamente irrenunciable: la persona no puede llegara la
    felicidad si no ejerce el tipo de actos que tienen como
    destinatarios a los demás. Por eso hemos de hablar ahora
    con más detenimiento de la dimensión social del
    hombre.

    El sentido de la vida

    Por Ricardo Yepes Stork, "Fundamentos de
    antropología", Pamplona 1996

    Apenas hemos dicho nada hasta ahora del sentido de la
    vida. Podemos describirlo como la percepción de la
    trayectoria satisfactoria o insatisfactoria de nuestra vida.
    Descubrir el sentido de la propia vida es, pues, alcanzar a ver a
    dónde lleva, tener una percepción de su
    orientación general y de su destino final. Si se ven las
    cosas a largo plazo, lo importante es el final, el destino. Pero
    normalmente, como se ha dicho antes, la vida tiene sentido cuando
    tenemos una tarea que cumplir en ella. Eso es lo que, al
    despertarnos, introduce un elemento de estabilidad, de
    ilusión, de expectativa concreta, y por tanto de una
    cierta felicidad para el día que comienza.

    «Cuando hay felicidad se despierta al día,
    que puede no ser muy grato, con un previo sí. Si uno se
    despierta con un sí a la vida, con el deseo de que siga,
    de que pueda continuar indefinidamente, eso es la felicidad. En
    cambio, si esa cotidianidad se ha roto o se ha perdido, si uno
    despierta a la infelicidad que está esperando al pie de la
    cama, no hay más remedio que intentar recomponerla,
    buscarle un sentido a ese día que va a empezar, ver si
    puede esperar de él algo que valga la pena, que justifique
    seguir viviendo» Esto quiere decir que el sentido a la vida
    «no se identifica con la felicidad, pero es
    condición de ella», pues cuando falta, cuando los
    proyectos se
    han roto, o no han llegado a existir nunca, comienza la penosa
    tarea de encontrar un motivo para afrontar la dura tarea de
    vivir. Por tanto, la pregunta por el sentido de la vida y del
    mundo surge cuando se ha perdido el sentido de orientación
    y de uso de la propia libertad, cuando no se tiene una idea clara
    de adonde conducen las tareas que la vida a todos nos impone, y
    sobre todo cuando disminuye el nivel medio de felicidad de una
    sociedad.

    Hoy ese sentido aparece muchas veces como algo
    problemático y de ninguna manera evidente, pues hay una
    fuerte crisis de los
    proyectos vitales, de los ideales y valores:
    faltan convicciones, no hay verdades grandes ni valores fuertes
    en los que inspirarse de una manera natural, sobreviene la falta
    de motivación
    y la desgana, no se percibe ninguna orientación definida,
    decae la magnanimidad en los fines, el proyecto vital está
    constantemente en revisión, los ideales no son
    suficientemente valiosos para justificar el aguantar las
    dificultades que conlleva ponerlos en práctica, etc. La
    ausencia de motivación y de ilusión es el comienzo
    de la pérdida del sentido de la vida. Puede llegar a
    constituir una patología psíquica, y ocasionar
    sentimientos de inutilidad, de vacío, frustraciones e
    incluso depresiones. Cuando no se encuentra el sentido del propio
    vivir, sólo hay dos soluciones: «una posibilidad es
    la atomización de la vida, la equivalencia, siempre
    fraudulenta, de los placeres o los éxitos con la
    felicidad; y esto conduce a la inautenticidad, a la vida en
    hueco; la persona que no encuentra sentido a su vida y la llena
    de placeres o de éxitos como equivalentes, hace trampa y
    deja introducirse la falsedad en su vida (…). La otra
    posibilidad es reconocer con sinceridad la pérdida de
    sentido: esto es el nihilismo.

    Responder de una manera convincente a la pregunta por el
    sentido de la vida exige dos cosas: tener una tarea que nos
    ilusione y enfrentarse con las verdades grandes, con los grandes
    interrogantes de nuestra existencia. Quien sabe responderlos,
    encuentra una dirección satisfactoria para su vivir e
    incrementa tremendamente su expectativa de felicidad en la
    realización de sus tareas ordinarias, pues sabe lo que
    verdaderamente le importa, lo que se toma en serio:
    «¿ qué me importa de verdad? es el camino
    para la pregunta por el sentido de la vida. Dicho de otro modo:
    saber cuáles son los valores

    verdaderamente importantes para mí es lo que hace
    posible emprender la tarea de realizarlos. Dicho crudamente: se
    es hombre cuando se tiene saber teórico y capacidad
    práctica para responder a estas tres preguntas:
    ¿Por qué estoy aquí? ¿ Por qué
    existo? ¿ Qué debo hacer?.

    El fin de
    la vida social

    Ricardo Yepes Stork, "Fundamentos de
    antropología", Pamplona 1996

    La visión clásica de la vida social, hoy
    reivindicada, ponía como fin de la ciudad (entendida como
    comunidad social) la vida buena, cuyos elementos ya fueron
    analizados, porque se pensaba que era capaz de dar el bienestar o
    bíen-ser en que ella se cifra. Aquí trataremos de
    entender la vida social sin perder esta inspiración
    clásica, que podemos describir así: «El fin
    de la ciudad es la vida buena», y no sólo la
    conveniencia, o el simple vivir. El «vivir bien» o
    «bienvivir» supone la convivencia con otros, y
    ésta es obra de la amistad. Por tanto, los hombres se
    asocian no sólo para sobrevivir y satisfacer sus
    necesidades materiales más perentorias, sino sobre todo
    para alcanzar los bienes que forman parte de la vida buena, y
    ésos sólo se alcanzan gracias a la amistad en
    sentido amplio, es decir, a las buenas relaciones
    interpersonales entre el conjunto de los ciudadanos, las
    cuales ya son en sí uno de los principales elementos de la
    vida buena.

    En consecuencia, mantiene Aristóteles, la justicia, el respeto a la
    ley, la seguridad, la educación, y sobre todo, los valores
    aprendidos que guían la libertad, la amistad y la virtud
    son los bienes que constituyen el fin de la vida social, pues
    sólo en ella se pueden alcanzar. Por tanto, vida buena y
    fin de la vida social se convierten. De ello se derivan entonces
    estas sorprendentes conclusiones: 1) El fin de la vida social es
    la felicidad de la persona; 2) En consecuencia, la sociedad y sus
    instituciones
    (a esto llama Aristóteles «la ciudad», la
    «polis») deben ayudar a los hombres a ser felices y
    plenamente humanos, lo cual consiste en conseguir el conjunto de
    bienes que integran la vida buena, entre los cuales están
    los que perfeccionan moralmente la naturaleza humana y la
    libertad: ser justos, amantes de la ley, de su familia y amigos,
    magnánimos, amantes de la sabiduría, etc.; en suma,
    virtuosos. El fin de la ciudad es entonces lograr «lo que
    conviene para toda la vida», es decir, para una vida plena
    y completa, para una vida buena. Todo esto se puede resumir
    así: si la vida social es el conjunto de las relaciones
    interpersonales, cuando éstas se ejercen en su forma
    más alta, el hombre alcanza su realización en y con
    los demás, en

    la dinámica del coexistir.

    De aquí se derivan muchas e importantes
    consecuencias. La primera de ellas es que la vida social, y en
    consecuencia, la vida económica, cultural y
    política, tienen mucho que ver con la ética, porque
    pueden asegurar o impedir el desarrollo y perfeccionamiento de
    las capacidades humanas, y en consecuencia favorecer o impedir la
    libertad y la felicidad, como se vio al hablar de la miseria. Y
    la segunda es que no podemos considerar la vida social separada
    de su fin: dar al hombre los bienes que le permiten llevar una
    «vida buena» y en consecuencia ser feliz. Por tanto,
    se puede sentar como principio la siguiente afirmación:
    corresponde al conjunto de la sociedad, y no sólo a cada
    individuo aislado, conseguir los bienes que constituyen la vida
    buena para aquellos que están dentro de ella.

     

     

     

     

    Autor:

    Iván Escalona M.

     

    Estudios de Preparatoria: Centro Escolar Atoyac
    (Incorporado a la U.N.A.M.)

    Estudios Universitarios: Unidad Profesional
    Interdisciplinaria de Ingeniería y Ciencias
    sociales y Administrativas (UPIICSA) del Instituto
    Politécnico Nacional (I.P.N.)

    Ciudad de Origen: México,
    Distrito Federal

    Fecha de elaboración e investigación: Junio del 2000

    Profesor que revisó trabajo: Francisco Quezada
    Ramírez
    (Director del Atoyac) alias el Fraquez

    Nota al lector: es posible que esta página no contenga todos los componentes del trabajo original (pies de página, avanzadas formulas matemáticas, esquemas o tablas complejas, etc.). Recuerde que para ver el trabajo en su versión original completa, puede descargarlo desde el menú superior.

    Todos los documentos disponibles en este sitio expresan los puntos de vista de sus respectivos autores y no de Monografias.com. El objetivo de Monografias.com es poner el conocimiento a disposición de toda su comunidad. Queda bajo la responsabilidad de cada lector el eventual uso que se le de a esta información. Asimismo, es obligatoria la cita del autor del contenido y de Monografias.com como fuentes de información.

    Categorias
    Newsletter