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Cuidados Paliativos. Pasado, presente y futuro (página 3)




Enviado por montedeoya



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Aun cuando la iluminación de los últimos instantes no vendrá para arrancar de la condenación a una vida entregada por entero al mal, las doctrinas dominantes no consiguen eliminar la preocupación del "último día" ni la arraigada creencia en todas las posibilidades extraordinarias de la agonía. Se estableció al parecer un compromiso entre el reformismo de los reformadores y las creencias francamente rechazadas como supersticiosas.

Los sufrimientos agónicos llegaron a ser incluso sospechosos: existe una devaluación de la Hora Mortis (Ariès, 1987); para el puritano inglés Thomas Bacón ("The Mannes Salve", 1561), la amargura de la agonía ha sido descrita con excesiva complacencia por la retórica medieval. En su lugar, se trata de una "pena breve y ligera" (recuérdese a Séneca enfermo de un ataque de asma) si se compara con los suplicios de los mártires y profetas: "la agonía es algo natural que no hay que dramatizar; morir es natural, )por qué entonces nos esforzamos por salir de la naturaleza y vivir al margen de ella?". Previamente, en 1515, Sir Thomas More publicó su obra "Utopía", donde describía una sociedad ideal en la que la eutanasia voluntaria se autorizaba oficialmente. El célebre católico escribió lo siguiente acerca de las enfermedades terminales:

"Si sacerdotes y oficiales del gobierno visitan a enfermos incurables que padecen constantes y terribles dolores y les dicen (…) puesto que tu vida es miserable, )por qué dudas en morir? Eres prisionero de una cámara de tortura [recuérdese su influencia neoplatónica], )por qué no escapas a un mundo mejor? (…) Nosotros nos ocuparemos de tu liberación. Si el enfermo piensa que estos argumentos son convincentes, o ayuna hasta la muerte o bien se le administra un soporífero que le libere sin dolor de su mísera condición. Pero esto es estrictamente voluntario" (véase Séneca).

Con la Reforma se enfrenta a San Agustín con St. Tomás de Aquino; esto es, a la tradición platónica con la aristotélica. Lutero anhelaba una religión personal e intensamente introspectiva, agustiniana, que restara importancia a lo ritual, a lo jerárquico y al sacerdocio; la respuesta católica consistió en hacer de la filosofía de Sto. Tomás de Aquino el dogma oficial y con ello a Aristóteles, al que todos los católicos debían prestar su atención. Calvino, por su parte, afirmaba que sentimos horror por la muerte por que la aprendemos no tal como es en sí, sino triste, macilenta y repugnante, tal como gustaba a los pintores representarla en las paredes (recuérdese la "mala fama" que tiene la muerte): "huimos ante ella, pero es por que ocupados por eses vanas imaginaciones no nos tomamos la molestia de mirarla; detengámonos, permanezcamos firmes, mirémosla directamente a los ojos y la encontraremos completamente distinta a como nos la pintan y de un rostro distinto a nuestra miserable vida (…) en plena salud, tengamos siempre presente la muerte ante los ojos, aunque no nos hagamos la cuenta de permanecer siempre en este mundo, sino que tengamos un pie levantado como suele decirse".

Este "vivir pensando en la muerte" no es, sin embargo, algo nuevo, propio de esta época, como hemos visto: ya nos los recuerdan Sócrates (Fedón, o de la inmortalidad del alma) y Séneca (Cartas Morales a Lucilio):

"(…) Nada te será tan útil para mostrar temperancia en todas las cosas como la frecuente consideración de la brevedad y de la incertidumbre de esta vida. En cualquier cosa que hagas, pon tus ojos en la muerte (carta CXIV). Viven malamente los que siempre comienzan a vivir. )Por qué?, me dirás. Por que la vida de estos hombres queda siempre inacabada. Y no puede andar preparado para la muerte quien sólo comienza a vivir. Es menester proceder como si siempre se hubiese vivido ya bastante" (carta XXIII).

"(…) Es de la muerte de la que debo esperar que ponga de manifiesto los progresos que realmente he realizado. Me preparo sin ningún miedo para aquel día en el cual me tendré que enjuiciar sin ninguna trampa ni oropel, tendré que decidir si dije palabras valerosas, si realmente las sentí, si eran simulación y comedia todos los conceptos audaces que pronuncie contra la fortuna. No hagas caso de la opinión de los hombres, siempre dudosa y dividida entre dos bandos. No hagas caso de los estudios que has cultivado durante toda tu vida; será la muerte la que dará el juicio de ti. Harto puedo asegurarte que ni las discusiones filosóficas, ni las conversaciones literarias, ni las sentencias recogidas en las enseñanzas de los sabios, ni la conversación culta, nos muestran el verdadero vigor del espíritu, pues aun los más tímidos hablan con audacia. Lo que has hecho aparecerá cuando rindas el espíritu. (…) Es incierto el lugar en que te aguarda la muerte; tú, sin embargo, espérala en todo lugar" (carta XXVI). Me esfuerzo para que cada día sea para mí como toda una vida. Y, (por Hércules! no me aferro a él como si fuera el último, pero, en verdad, lo contemplo como si también pudiese ser el último" (carta LXI, Séneca se prepara para morir).

"Los hombres ignoran que los verdaderos filósofos sólo laboran durante la vida para prepararse a la muerte. (…) Por lo tanto, siempre que veas que un hombre se enoja y retrocede cuando se ve frente a la muerte, será una prueba cierta de que es un hombre que ama, no la sabiduría, sino a su cuerpo (…)"(Sócrates habla con Simmias y Cebes).

Con todo, la muerte ya no es un acontecimiento tranquilo ni de concentración moral y psicológica como la de las ars moriendi; ya no es separable de la violencia y el sufrimiento. A partir del siglo XVI, el momento mismo de la muerte en la habitación y en la cama del moribundo va a perder su importancia relativa; el papel capital de la advertencia se atenúa e incluso desaparece: el enfermo yace en el lecho. Va a morir pronto, y, sin embargo, entonces no pasa nada extraordinario, nada que se parezca a los grandes dramas que invaden la habitación del moribundo de las ars moriendi del Siglo XV (Ariès, 1987).

El hombre de los tiempos modernos empieza a experimentar reticencia respecto al momento de su muerte; una reticencia que jamás había sido expresada ni concebida con tanta claridad; el amor a la vida y la meditación de los libros de piedad aleja a la muerte a una prudente distancia. Este alejamiento coincide con el alejamiento de los cementerios fuera de la ciudad; los actos privados, por otra parte, pasaron del cementerio a los despachos del notario, lo mismo que la instrucción de la justicia pasó a las salas del ayuntamiento. No obstante, el cementerio aún conservaba su papel de "forum" para la comunidad que se reunía allí después de la misa mayor: allí deliberaba, elegía a sus síndicos, su tesorero y sus oficiales. Tan sólo en el siglo XIX la mayor parte de sus atribuciones pasaron a la Alcaldía donde residía el consejo municipal.

El dolor y la violencia de la muerte ya no se relaciona con los sufrimientos reales de la agonía, sino con la separación del alma y del cuerpo, sentida como la separación de dos esposos, de dos amigos; es ya la tristeza de una amistad rota, concepción, por lo demás, socrática y senecoide.

Para Ariès, un laico del siglo X al XV huiría a un convento; un monje habría respondido que dejaría todas sus actividades mundanas, que se consagraría enteramente a la oración y a la penitencia, que se encerraría en una Ermita donde nada pudiera apartarle del pensamiento de su salvación (recuérdese a Sócrates poniendo en verso a Esopo durante su último mes de vida). Para un hombre de finales del siglo XX las respuestas son aún más imprecisas: desde no hacer nada hasta recorrer el mundo en un largo viaje, pasando por el suicidio y la continuación de la vida cotidiana entre su familia; la alternativa mística, ascética, ha desaparecido total o casi totalmente. Sería excepcional encontrar una respuesta semejante a la de un laico o monje de los siglos X a XV, y menos excepcional tal vez una respuesta renacentista o socrática [la tristeza de una "amistad rota" es un fenómeno hoy día de gran importancia].

4. La Revolución Científica y la Ilustración: De 1600 a 1800

El médico te indicará cuánto has de caminar (Lucilio sufre de un fuerte catarro), cuánto ejercicio tienes que hacer: te prescribirá que no te entregues a la pereza, tendencia de toda salud en declive, que leas en voz alta y que te ejercites en la respiración, las vías de la cual hacia el pecho están enfermas, que navegues a fin de mecer suavemente tus entrañas; te indicará qué alimentos tienes que tomar, cuándo tienes que emplear el vino para fortificarte, y cuándo lo tienes que abandonar del todo para que no te irrite y provoque la tos. Lo que yo te prescribo es un remedio no sólo contra este mal, sino contra todos los de la vida: el menosprecio de la muerte. Cuando le hemos perdido el miedo, no hay tristeza posible" (Séneca, carta LXXVIII).

Los dos siglos posteriores a 1.600 fueron literalmente revolucionarios. El período se abre con la revolución científica del siglo XVII fechada en sus inicios tan precozmente como en l.453, con la publicación de "la revolución de las órbitas celestes" de Copérnico y se cierra con las revoluciones políticas en la américa colonial y en la Francia monárquica (el consenso de la Ilustración finaliza con la revolución francesa de 1.789). Hacia 1.700 el orden mundano medieval toca a su fin.

Entre 1.600 y 1.700 se instaura la ciencia moderna y se reconstruye la filosofía sobre bases nuevas aunque ya familiares; el período que va desde 1.700 a 1.800 suele conocerse como la Ilustración, sobre todo sus dos tercios finales.

Desde una perspectiva histórica amplia, estos dos siglos configuran y cristalizan definitivamente en occidente la sociedad tal como hoy día le conocemos. Por otra parte, abundan los manuales de asistencia al moribundo y de la "buena muerte", y se consolida el testamento como recurso salvífico.

Las nuevas teorías sobre la sociedad, la humanidad y la ética descartaban la naturaleza celestial del hombre, si bien mantenían la esperanza en la posibilidad de una felicidad terrenal. Con el siglo XVIII, se proclama al hombre como una máquina carente de alma y se cambian de arriba abajo las bases de la sociedad en nombre de una felicidad material. El tema básico de este período 1.6001.800 lo constituye en definitiva el triunfo de la ciencia y en concreto de la ciencia newtoniana sobre la vieja cosmovisión teológica de raíz medieval; la nueva concepción científica sustituye la vieja idea del significado universal en la naturaleza por la idea de un orden matemático universal.

Durante la ilustración sigue cultivándose con ahínco la exploración disectiva del cuerpo humano; la muerte y el cuerpo muerto constituyen en sí mismos objetos de estudio científico, independientemente de la causa de la muerte: se estudia la muerte antes de conocer sus causas, se mira al cuerpo muerto como antes se miró al enfermo en su cama. El cadáver es todavía el cuerpo y ya es el muerto. Además, éste no es privado por la muerte de una sensibilidad, conserva una "vis vegetans", un "restigium vitae", un residuo de vida (Ariès, 1987).

La "Lección de Anatomía", reproducida con tanta frecuencia en los grabados y pinturas del siglo XVII, era una gran ceremonia social donde toda la ciudad se congregaba en una fiesta, con máscaras, refrescos y diversiones (Ariès, 1987). La disección se convierte en un "arte de moda" y aparece el robo de cadáveres; la competencia es intensa: disecciones particulares, al margen de la enseñanza médica, y disecciones en los anfiteatros públicos de las Universidades.

Por otra parte, la superstición popular está convencida de que el cuerpo después de la muerte "entiende y se acuerda" se recomienda no hablar en su presencia más de lo necesario, dando paso al obsesivo temor a ser enterrado vivo; desde este momento siglos XVII y XVII, y hasta el siglo XIX, estará siempre unido a las decisiones relativas a la disección del cuerpo.

La comprobación jurídica de la muerte se hacía a través del llamado "conclamatio", por la que el notario invocaba tres veces el nombre del difunto: "se le llamará varias veces para asegurarse de que está bien muerto". El transido de los siglos XV y XVI desaparecido en el siglo XVII es reemplazado por el "deshollado" del siglo XVIII.

Durante la ilustración aparecen también los primeros intentos para mejorar la ayuda médica a las clases menesterosas; las "Friendly Societies" cuatro millones de afiliados en 1874 (Laín Entralgo, 1989) o Sociedades de Ayuda Mutua, muy vigorosas ya en el siglo XVIII, son la principal respuesta a esa grave deficiencia social, particularmente en el Reino Unido. En otros países europeos España, Francia, Austria, Prusia, Rusia la tendencia que prevalece son las instituciones de carácter realestatal (en España, la Sociedad de Socorros Mutuos: "de médico, botica y entierro").

A finales del siglo XVIII, los médicos higienistas que participaron en las investigaciones de Vicq d`Azyr (17481794) y de la Academia de Medicina Francesa comenzaron a quejarse por el "gran número de personas que invadían la sala de los moribundos"; sus quejas, sin embargo, tuvieron poco éxito, y a principios del siglo XIX, distinto número de personas aunque fueran desconocidos de la familia podían entrar en la casa y en la habitación del moribundo: siempre se moría en público (recuérdese la muerte de Sócrates).

También en Jorge Manrique se aprecia esta "publicidad" de la Muerte:

"Así, con tal entender,/ todos sentidos humanos/ conservados,/ cercado de su mujer/ y de sus hijos y hermanos/ y criados./ Dio el alma a quien se la dio/ (la cual dio en el cielo,/ en su gloria),/ que aunque la vida perdió,/ dejónos harto consuelo su memoria".

En 1647, J. Donne en su obra "Biathanatos", hablando de la enfermedad incurable, decía: "cuando la enfermedad no logró someternos, [dios] envió otra desgracia aún peor: médicos ignorantes y torturadores. Lo mismo debo decir respecto al castigo a que estamos sometidos por el pecado de Adán; dios nos envió una muerte infecciosa tan horrible y espantosa que difícilmente es posible convertirla en algo bueno y agradable para nosotros"; es también a Donne a quién pertenece una expresión posteriormente popularizada:

"La muerte de cualquier hombre me mutila a mí, porque estoy implicado en la humanidad; y por eso nunca quieras saber por quién doblan las campanas, doblan por ti".

En 1670, Thomas Sydenham (16241689) describe su "láudano", y escribía diez años después: "De entre los remedios que a dios todopoderoso le ha complacido dar al hombre para aliviar sus sufrimientos, no hay ninguno que sea tan universal y eficaz como el Opio". Para Sydenham, las enfermedades agudas tienen a dios como tutor, en tanto que las crónicas lo tienen en nosotros mismos.

A partir del siglo XVIII se empieza ya a hablar de la responsabilidad de la profesión médica hacia el paciente y se hace hincapié en la importancia de morir de forma natural y humana; según Humphry y Wickett, con F. Bacón, Montaigne, More y Donne se encuentran los primeros en reconocer este dilema y solicitan de la "tecnología" de su época una liberación [para Leahey, el siglo XVIII está plagado de aspirantes al papel de "newtons" del espíritu]. Así, en 1794, Paradys recomendaba en su "Oratio de Euthanasia" una "muerte fácil" para los pacientes, en especial para aquellos incurables que sufrían. Como More y Donne, consideró que el progreso de la medicina era un arma de doble filo cuya víctima era, algunas veces, el paciente.

Durante este período, la alternativa del suicidio en el paciente con enfermedad dolorosa e intensos sufrimientos recupera la concepción y atributos propios de la antigüedad clásica; así, en 1777, un año después de la muerte de D. Hume, se publicó su ensayo "sobre el suicidio", en el cual decía: "Cuando la vida se ha transformado en una carga, el valor y la prudencia deben prevalecer para liberarnos inmediatamente de nuestra existencia". También en Rosseau se encuentra este tópico, relacionado con el suicidio virtuoso a causa de sufrimientos prolongados e inutilidad: "être rien, ou ètre bien" (no ser nada o estar bien); se tenía el convencimiento de que cuando el hombre debía estar sometido a dolores insoportables cuando llegaba éste a deshumanizarle a causa del sufrimiento y cuando el alma ya no era alma la muerte era de hecho una piadosa liberación y el suicidio un acto loable.

Ya lo decía Eurípides: "Pero mejor es estar muerto que vivir miserablemente, porque no sufre quien no tiene el sentimiento de sus males" (Andrómaca, en las Troyanas).

Aunque la muerte ya no era esa realidad obsesiva y continúa que azotó a la europa de la segunda edad media y el renacimiento, seguía siendo algo familiar, próxima, temida e inevitable: "temiendome de la muerte que es cosa natural a toda viviente criatura y su hora tan incierta y dudosa" (Del Arco Moya, 1989); la practica de documentos judiciales a finales del siglo XVII permite descubrir en las mentalidades populares de la época la mezcla de insensibilidad, resignación, de familiaridad y de publicidad.

A lo largo de estos dos siglos, sin embargo, un miedo loco a la muerte desbordó lo imaginario y penetró en la realidad cotidiana, en los sentimientos conscientes y expresados, bajo la forma de la "muerte aparente", de los peligros que se corre cuando uno se ha convertido en un muertovivo. Por otro lado, durante este período una pendiente arrastra a la sociedad hacia los abismos de la nada, y se da inicio a una voluntad de sencillez en las cosas de la muerte. Esta voluntad expresa, sobre todo, la creencia tradicional en la fragilidad de la vida y la corrupción del cuerpo, y pone de manifiesto un sentimiento crispado de la nada que la esperanza del más allá no consigue detener, desembocando finalmente en una especie de indiferencia ante la muerte y los muertos que pretende ocultar su temor. Se pasa de la vanidad a la nada, de la realidad cotidiana a la negación.

Los Tratados sobre la Buena Muerte y el Bien Morir

El panorama que ofrece el siglo XVII es radicalmente diferente al del siglo XVI; nos encontramos en un siglo caracterizado por un profundo espíritu religioso. La piedad barroca se afirma con fuerza el temor a la muerte aumenta y la tarea de la contrarreforma ha triunfado. Esta espiritualidad intensa y trágica se refleja en la literatura espiritual de aquella época, aprendida en la "Imitación de Cristo", de Tomás Kempis, y "Guía de pecadores y tratado de la oración y meditación", de Fray Luis de Granada (Moreno Valero,1989).

La edición de 1900 de la "Imitación de Cristo y menosprecio del Mundo", de Kempis (Cap. XXIII: de la meditación de la muerte), dice al respecto:

"(…) (Oh, torpeza y dureza del corazón humano, que solamente piensa en lo presente, sin cuidado del porvenir! así habías de conducirte en toda obra y pensamiento, como si hoy hubieses de morir (…) sino estas dispuesto hoy, )cómo lo estarás mañana? mañana es día incierto, y )qué sabes si amanecerás mañana? (…) Bienaventurado el que tiene siempre la hora de la muerte delante de sus ojos y se dispone cada día a morir Si has visto alguna vez morir un hombre, piensa que por aquella carrera has de pasar".

Consecuentemente, la mayor parte de la literatura tanatológica de aquellos tiempos tratados sobre el "bien morir" y la "buena muerte" es de orden clerical; Alvares Santaló (1989) recoge en su análisis los siguientes temas relacionados con la muerte y el bien morir:

* El Arte del Bien Morir, de R. Belarmino (Barcelona, 1624 y 1650; en 80, unas 230 pp. en latín y castellano).

* El Tesoro Escondido o Arte de Ayudar a Bien Morir, tomo V del Directorio Espiritual del Padre Luis de la Puente (editado aparte en Valladolid, 1625).

* El Ultimo Instante entre La Vida y La Muerte, del Padre Miguel Díaz (Madrid, 1763).

* La Partida para la Eternidad y Preparación para La Muerte, de Eusebio Nieremberg (Zaragoza, 1643).

De la diferencia entre lo temporal y eterno; crisol de desengaños, con la memoria de la eternidad, postrimerías humanas (…). Madrid, 1640.

* Paso riguroso del Jordán de La Muerte y Aviso al Hombre Interior para Morir y Vivir Bien, de Fray Pedro de la Fuente (Sevilla, 1664).

* La Muerte Prevenida, del Padre Juan Arana (Sevilla y Madrid, 1773).

* Pintura de La Muerte, del Marquéz de Caracciolo (Madrid, 1783).

* Visita de Enfermos y Ejercicio Santo de Ayudar a Bien Morir, de Fray Antonio de Arbiol (Zaragoza, 1722).

* Dulce Muerte y Práctica de Ayudar a Morir (de difícil catalogación según Alvares Santaló).

De Ariès, se recogen los siguientes:

* Le Miroir du Pécheur et du juste pendant la vie et á l`heure de la mort, de R. Belarmino (reeditado en el Siglo XVIII).

* Espejo del Alma del Pecador y del Justo durante la vida y en la hora de la muerte, de autor no identificado por Ariès, año 1736.

* Méthode Chrétienne pour finir Saintement sa vie, de autor no identificado por Ariès, año 1736.

Desde otra perspectiva, Alemán Illán (1989) recoge en su trabajo las vinculaciones de Sta. Rita y Nuestra Señora del Carmen con la "buena muerte" (ver Tabla); según este autor, las coplillas y las advocaciones marianas relacionadas a estas santas ya se encuentran en los trabajos de los folkloristas murcianos a caballo de los siglos XIX y XX.

Los tratados de preparación para la muerte de esta época ya distinguen y separan claramente la "buena muerte" de la "mala muerte"; en el "Espejo del Alma del Pecador y del Justo durante la vida y en la hora de la muerte", cada hombre posee dos libros recuérdese su origen mitológico, uno para el Bien, guardado por su ángel guardián, y otro para el Mal, llevado por su demonio.

Coplillas y advocaciones marianas a Santa Rita y a Nuestra Señora del Carmen

"De San Juan quiero la palma, de San Francisco el cordón, de Santa Rita la espira, de mi amante el corazón. A los pies de Santa Rita me quisieron dar la muerte y la santa milagrosa le dijo al traidor detente".

"Virgen del Carmen, veladme San Antonio, que me muero, que tengo una puñalada en este ladito izquierdo. A la Virgen del Carmen quiero y adoro porque saca las almas del purgatorio".

La imagen de la "mala muerte" es comentada de la siguiente forma: "su ángel guardián, afligido, le abandona [al moribundo], dejando caer su libro en el que están borradas todas sus buenas obras que en él había escritas, porque todo lo que hizo de bueno carece de valor en el cielo. A la izquierda, se ve al demonio que le presenta un libro, que encierra toda la historia de su mala vida".

Respecto a la imagen de la "buena muerte", sucede lo contrario: "su ángel guardián, con aire alegre, hace ver un libro en el que están escritas sus virtudes,sus buenas obras, ayunos, preces, mortificaciones, etc. El diablo confundido se retira y se arroja en el infierno con su libro en el que no hay nada escrito, porque sus pecados han sido borrados por una sincera penitencia".

El temor a la "certera y segura muerte", el miedo al mundo desconocido y eterno, a la nada y al morir en pecado, movía a hombres y mujeres de toda clase y condición a prepararse y estar prevenidos para "lance tan terrible". La jerarquía católica ponía a su alcance una serie de "artilugios salvíficos": La Santísima Virgen María, el Santo Angel de la Guardia, el Purgatorio, la Confesión y el Arrepentimiento, la recepción del Santísimo Sacramento de la Extremaunción, el Santo Viático, las últimas Disposiciones Testamentarias y la celebración de Misas Postmortem por el alma del difunto.

La agonía y el momento de la muerte eran algo terrible; el cristiano, aunque lleno de esperanzas porque esto suponía el encuentro supremo con dios, iba también lleno de temor y desesperanza. Por eso necesitaba todo el apoyo espiritual posible y, así, reconstruye, de otro modo, la imagen de la buena y la mala muerte:

"Buena Muerte": era considerada cuando el individuo ya había dispuesto todo lo referente a su alma [recursos salvíficos], entierro y sufragios [actas testamentarias].

"Mala Muerte": muerte ocurrida de forma rápida e inesperada que podía impedir que el alma se salvace [es pues un retorno del temor a la mors repentina e improvisa].

Los Testamentos

Aun cuando el momento de la muerte era incierto y dudoso, y había que estar preparados para él, un aviso del mismo era la enfermedad; en estos casos, el individuo llamaba entonces al sacerdote y al escribano: al primero, para que lo asistiese espiritualmente, y al segundo, para que diece fe pública de su última voluntad. En tales momentos primaba la curación del alma sobre la del cuerpo. Así lo reflejan las disposiciones sinodales de la época que obligaban a los médicos a avisar a los enfermos en los siguientes términos:

"De mucha importancia es que los enfermos conozcan el peligro y estado en que se hallan para que dispongan mejor las cosas de su conciencia". De esta forma los canones religiosos establecieron que los médicos, en su primera visita al paciente, amonestaran al enfermo para que recibiese los santos sacramentos de la iglesia antes de aplicarles ningún tratamiento corporal. Recuérdese, además, la constitución Supra Regem del papa Pío V, promulgada en 1566.

En el mismo contexto, un autor piadoso de 1736 recogido por Ariès, en su arte de bien morir (Méthode Chrétienne pour finir saintement sa vie), escribe:

")Qué hace un enfermo que se ve en peligro de muerte? Envía a buscar a un confesor y a un notario (…) un confesor para poner en orden sus asuntos de conciencia, un notario para hacer su testamento. Con la ayuda de estos dos personajes, el enfermo debe hacer tres cosas: la primera es confesarse, la segunda comulgar. La tercer cosa que hace un moribundo para prepararse a comparecer en el Juicio de Dios, es poner el mejor orden posible en sus asuntos temporales, examinar si todo está en buen estado y disponer de todos sus bienes".

Así, el testamento es considerado como un instrumento valiosísimo para prepararse para una buena muerte y asegurarse un lugar entre los elegidos. Por otra parte, y como acto religiosísimo, expresa las actitudes y conductas de la población en el momento de la muerte, donde la principal preocupación radica en saldar las faltas cometidas; sus fórmulas estilísticas reflejan la sensibilidad religiosa a la vez que, y sobre todo, la conducta y sentimientos colectivos de una sociedad. El propio acto de testar reporta méritos al otorgante. Lo económico y las consideraciones materiales son fundamentales, si bien aparecen supeditadas al fin supraterrenal que preside y organiza el testamento: la "compra" y la consecución de la salvación. "Estar prevenido" se hace tan importante que, en muchos casos, "estando bueno y sano" se hacen planes de cómo se desea que se lleve a cabo el funeral y el velatorio; en otros casos, llega incluso el individuo a vestirse la mortaja tiempo antes de morir (Del Arco Moya y García Gascón, 1989).

Un vez que el testador ha dispuesto como desea ser ataviado para "pasar a la otra vida" solía existir cierta predilección por uno u otro hábito, en algunos casos determina también cómo ha de procederse desde el momento en que se inicie su agonía. Se insiste en la presencia del sacerdote junto a la cabecera de la cama del moribundo para que le asista y auxilie en el último trance de su muerte.

La sencillez de sus fórmulas estilísticas se acrecienta a lo largo del siglo XVIII, y, a mediados de este, las limosnas y las fundaciones de misas dejan de ser el objeto piadoso esencial del testamento; aun cuando se mantienen, su lugar ya no es tan absoluto (Ariès, 1987).

Hoy día, el testamento, en tanto que recurso salvífico, ha desaparecido, o, más bien, se ha "invertido" y se ha convertido en una "Voluntad de Vida" o "Testamento Vital", exclusivamente dirigida a lo que "no se debe hacer si se está en una fase terminal de una enfermedad".

5. El mundo del Siglo XIX: Desde 1800 a 1918

Tanto en lo que atañe a la existencia colectiva como a la situación del morir y la muerte, el paso de la humanidad occidental, desde el modo de vida característico del siglo XIX hasta el propio del siglo XX, no acontece hasta la contienda bélica de 191418.

El siglo XIX fue un siglo conflictivo y sus conflictos han sido nuestros conflictos a lo largo de la mayor parte de este siglo. Como testigo de la revolución industrial, produjo un progreso material sin precedentes y una tremenda pobreza urbana; contempló un renacimiento religiosos generalizado al mismo tiempo que los fundamentos de la fe eran incesante e irremediablemente erosionados por la ciencia; inculcó en la población una moralidad sexual hipersensible y despiadada, al paso que permitió o provocó que la prostitución y el crimen se convirtieran en endémicos; la ciencia y las humanidades florecieron como nunca antes lo habían hecho.

Durante este siglo, particularmente en su segunda mitad, la muerte y el moribundo son alejados definitivamente de la realidad cotidiana; la muerte se invierte y comienza la mentira.

El Naturalismo, heredado de la Ilustración, engendró a la vez esperanza y desesperación; alimentó la esperanza en el progreso perpetuo de la humanidad y en la utilidad del conocimiento del universo y sus posibilidades de profundizar en él. Al mismo tiempo, planteó un desafío a todos los prejuicios: desde las ideas ingenuas de la física hasta la fe en dios y en el ser humano. Por otro lado, las implicaciones del espíritu geométrico se hicieron patentes y los pensadores del siglo XIX se vieron en la necesidad de enfrentarse en un cuerpo a cuerpo con el naturalismo; este conflicto se hizo aun más evidente cuando la Teoría de la Evolución de Darwin equiparó al hombre con el mono y desterró cualquier tipo de intencionalidad o progreso de la historia. Con todo, los hombres de negocios pragmáticos "todas las creencias humanas son, en esencia, hábitos" se burlaron de la torre de marfil del intelectual. El pesimismo y el optimismo se mezclaban en la misma mentalidad.

Durante este siglo la ciencia se convierte en el gran recurso para librar a la humanidad de la enfermedad, el hambre y la privación. Ya no es la "gobernadora" de las energías naturales sino la "superadora" de la naturaleza: la ciencia se convirtió en una nueva religión. Su vigor, optimismo y aureola de éxitos dominó el mundo intelectual. Al mismo tiempo, amenazó con deshumanizar a los hombres, reduciéndoles a un conjunto de sustancias químicas que operan y se combinan en el interior de una inmensa y compleja planta industrial; la tecnificación de la vida y el futuro, y la explotación organizada con sus anversos de comodidad y esperanza y un reverso de desazón y temor evidencian la situación histórica iniciada en el siglo XIX.

Aun cuando la ciencia ha triunfado en la mentalidad del hombre decimonónico, su fracaso se reveló de forma muy palpable en la pseudociencia popular: desde el Mesmerismo y la Frenología hasta las cuadrigas de los dioses; véanse, por ejemplo, el auge y costo económico de las terapias alternativas.

El progreso de la ciencia médica es ciertamente notable durante este siglo; entre las "ciencias" directamente pertenecientes a esta, la Anatomía será la primera de las llamadas "básicas"; la Fisiología, por su parte, despegó como ciencia a mediados del siglo XIX, llegando incluso su prestigio a ser superior al de la filosofía; no obstante, sólo en los decenios inmediatamente anteriores a la Primera Guerra Mundial empieza a rivalizar con la anatomía.

En todas las facultades de medicina la anatomía es concienzudamente enseñada; los "cadáveres disponibles" abundan: "el pobre da su cuerpo enfermo a la enseñanza clínica, y a la enseñanza anatomopatológica y anatómica su cuerpo muerto"; para C. Bernard, ya en 1865, el Hospital es el "vestíbulo" de la medicina, el primer campo de observación en que debe entrar el médico, pero el verdadero santuario de la ciencia médica es el laboratorio (Laín Entralgo, 1989). La cirugía, por su parte, progresa de forma impresionante.

En 1809, E. McDowell realiza la primera cirugía abdominal electiva (excisión de tumor ovárico); en 1846, J. C. Warren usa el eter en anestesia; en 1867, J. Lister introduce la antisepsia; entre 1850 y 1880, A. T. Billroth realiza las primeras gastrectomías, laringectomías y esofagectomías; en 1878, R. von Volkmann la primera excisión de cáncer de recto; en 1880, T. Kocher desarrolla la cirugía del tiroides; en 1890, W. S. Halsted realiza la primera mastectomía radical y, en 1896, G.T. Beatson la primera ooforectomía para cáncer de mama.

A principios del siglo XIX, el opio ya contiene más de veinte alcaloides diferentes; en 1803, Fr. W. A. Sertürner obtenía la Morfina. El descubrimiento de otros alcaloides siguió rápidamente al de la morfina: la codeína por Robiquet (1832), la papaverina por Nerck (1848). En 1850, A. Wood utiliza la morfina por vía parenteral; durante este mismo período, Kolbe y Lautemann (18601874) aíslan el ácido salicílico, y Ch. Gerhardt (1853) y Dreser (1899), el ácido acetilsalicílico, registrado oficialmente por los Laboratorios Bayer en 1899 bajo el nombre de "Aspirina".

La especial importancia social [y romántica] de la Tuberculosis pulmonar, particularmente por su mayor presencia y mortalidad en las grandes ciudades, y por los avances en su diagnóstico, además de su consideración romántica de "enfermedad que distingue y mata", hacen de este siglo XIX el "siglo de la tuberculosis"; no obstante, también otras enfermedades epidémicas hicieron su presencia en el siglo XIX:

* La Difteria en Europa: 18301837.

Tifus Exantemático en Italia e Inglaterra: 18161819.

* Meningitis Cerebroespinal: Europa, América, Asia y Africa, en variados lugares y ocasiones.

* El Cólera, con sus cinco grandes pandemias durante este siglo, difundió el terror en todo el mundo; desde 1816 hasta 1891, la mortalidad causada por el cólera fue intensa en Europa, América y Asia, particularmente en los grupos de más bajo nivel socioeconómico.

La actitud psicosocial ante la enfermedad y el riesgo de enfermar en una sociedad ya fuertemente estimulada por un intenso amor a la existencia terrena, se halla entonces matizada por la creciente y expectante confianza general en las posibilidades diagnósticas y terapéuticas del médico; la sociedad espera de éste la curación de las enfermedades y su prevención, y cierto saber científico acerca de lo que es el hombre; el médico cura mucho más y con una seguridad mucho mayor. Por otro lado, amplía considerablemente sus posibilidades preventivas y añade a su condición de educador de la humanidad la de "redentor" de las calamidades, hambre, dolor e injusticia; se fomenta, pues, en la medicina, intrínseca y extrínsecamente, la omnipotencia del médico. Con todo, ya a principios del siglo XIX, la muerte del enfermo se vivencia como el fracaso de la "Ars Médica":

Según el "Dictionnaire des sciences mèdicales" (París, 1818), "raramente los médicos son llamados para constatar la muerte, este cuidado importante es abandonado a mercenarios o a individuos que son completamente extraños al conocimiento del hombre físico. Un médico que no puede salvar a un enfermo evita encontrarse a su lado una vez que ha exhalado el último suspiro y todos los prácticos facultativos parecen convencidos de este axioma de un gran filósofo: "no es de buena educación que un médico visite a un muerto" (Ariès, 1987).

Por otro lado, C.F.H. Marx, a principios del siglo XIX, expuso su tesis oral "Eutanasia médica", en la cual criticó a los médicos que trataban enfermedades en lugar de pacientes y que, como consecuencia, perdían interés y abandonaban al paciente cuando no hallaban la solución; Marx insistió en lo siguiente: "no se espera de los médicos que dispongan de remedios contra la muerte, sino que tengan el saber necesario para aliviar los sufrimientos, y que sepan aplicarlo cuando ya no hay esperanza" (Humphry y Wickett, 1989).

La rebelión romántica o la reafirmación de los trascendental

El Romanticismo constituyó una rebelión general contra la concepción del mundo de cuño cartesianonewtoniana. Cuando los escritores de la ilustración valoraban las "pasiones" moderadas y morales, los románticos idolatraban todas las emociones intensas, aunque fuesen violentas o destructivas. El espíritu romántico deseaba para el universo algo más que átomos y vacío, y pretendía reafirmar, a su modo, la creencia racionalista en algo que trasciende la apariencia material.

Los románticos rechazaron la idea de que una persona o el universo mismo fuesen una máquina; fueron vitalistas y teleologistas: la naturaleza no era materia muerta meros átomos en el vacío, sino algo orgánico, en constante desarrollo y que se perfecciona a sí misma con el tiempo. Para los románticos no era la física sino la biología la que debería de suministrar el modelo de reflexión sobre las cosas.

Estamos en la época de las "Bellas Muertes"; se percibe una nostalgia de la muerte sencilla y familiar y un deseo de gustar la "dulzura narcótica" y la paz maravillosa de la muerte. Según Ariès, este último sentimiento va a provocar una especie de apoteosis barroca. Se abandonan la negación de las supersticiones y los ritos medievales y renacentistas de preparación para la muerte, y se pasa a las grandes liturgias de la muerte romántica, uno de cuyos ejemplos es el tomado por Ariès en "Recít d` une Soeur" (Relato de una Hermana), sobre la Familia de la Ferronays, publicado años después de su ocurrencia en 1867. Ya en este relato, y de un modo bastante claro, se anticipa la muerte de Iván Ilich, publicada en 1887.

La Conspiración del Silencio un elemento propio de la muerte invertida y distintivo característico del morir hoy día se aprecia ya en este ejemplo citado por Ariès:

"(…) Fernand, su cuñada, sabía, los médicos sabían, pero nadie le había dicho nada. Vuelve a entrar en la habitación del enfermo. Me sentía en una especie de estupor, pero interior, porque desde hacía varios días me había ejercitado en disimular mis temores (…) Ah, me ahogo por este secreto entre nosotros, y creo que a menudo preferiría hablarle abiertamente de su muerte y tratar de consolarnos mutuamente por la fe, el amor y la esperanza (…) ".

Durante esta primera mitad del siglo XIX la muerte es casi clandestina, si bien no es solitaria: una gran amistad ha sustituido a la multitud de amigos, familiares, vecinos y sacerdotes; las últimas palabras de gran importancia y atención vienen del fondo del corazón, de ahí su trascendencia.

La muerte romántica la "siempre recordada" es la reunión familiar y la felicidad; la primera significa la ruptura intolerable que hay que compensar a través de una reconstrucción en el más allá de lo que por un momento se ha roto: la reunión familiar, esto es, la certeza de volver a encontrar después de la muerte a los que ya se han ido. Las cosas ocurren como si todo el mundo estuviese convencido en la continuación tras la muerte de las amistades de la vida; de esta forma, la muerte no es el final del ser querido, y, aunque la pena sea dura, no es fea ni terrible: es hermosa y la muerte es bella. La felicidad es, por otro lado, la evasión, la liberación, la huida a la inmensidad del más allá (Ariès, 1987).

La presencia de público en el lecho de muerte del enfermo es algo más que una participación ritual en una ceremonia social: la visita a la casa del muerto es algo comparable a la visita de un museo. Los románticos amaban y deseaban la muerte, y su relación con el nacimiento, la tierra natal y la sepultura son temas frecuentes de la época. El romántico retoma la postura renacentista y quiere reflexionar sobre la sepultura; gusta de visitar los cementerios en sus días de descanso, y se convierte en un consuelo para los momentos de angustia.

No obstante, esta apoteosis no debe ocultar la contradicción que encierra: esta muerte no es ya "la muerte" como tampoco lo era el esqueleto animado e inteligente del renacimiento, es una ilusión del arte. La muerte comienza a ocultarse de una forma más patente, a pesar de la aparente publicidad que la rodea en el duelo, en el cementerio, en la vida cotidiana, en el arte o en la literatura: se disfraza y oculta bajo la belleza.

La certeza de volver a encontrar en el más allá a los que ya se han ido, conlleva a que aparezca una necesidad acuciante de comunicación con ese mundo: el espiritualismo. Por otra parte, durante este siglo florece el concepto de "Hospicio"; primero en Dublín, más tarde en Londres: asilos para moribundos ("sisters of Charity") y el St. Luke`s ("a home for the dying poor"), donde ya se usaba morfina para mejorar el dolor crónico grave de los enfermos con cáncer avanzado (Lamers, 1990).

La Nueva Ilustración

Período caracterizado por el énfasis de las doctrinas del utilitarismo y el asociacionismo. En opinión de los utilitaristas (Bentham, 17481832), "la naturaleza ha colocado a la humanidad bajo el gobierno de dos amos soberanos, el dolor y el placer. Solo a ellos toca señalarnos lo que debemos hacer, así como determinar lo que haremos (…) Nos gobiernan en todo lo que hacemos, en todo lo que decimos, en todo lo que pensamos". En consecuencia, el individuo debe orientar su vida eligiendo aquellas líneas de acción que maximicen su placer y minimicen su dolor: he aquí la única ética científica.

La fe creciente en la capacidad de la ciencia para contestar todas las preguntas y resolver todos los problemas contribuyó a la génesis de este talante generalizado llamado cientismo que se extendió por toda Europa. De esta forma, la ciencia basada desde newton y bacon en una epistemología positivista fue elevada a la categoría de nueva religión. Su concepción del mundo pretendía suplantar la de un cristianismo erosionado y asediado ya desde el siglo XVII. Tal empresa fue bautizada por A. Comte (17981857) como "positivismo", inspirando a un sinfín de personas a todo lo largo y ancho de Europa.

En este marco de cosas, había que liberar a la muerte de los prejuicios que la desfiguraban. Sin embargo, grandes alarmas reinaban principalmente entre las personas educadas delicadamente en el seno de las grandes ciudades, entre los ricos e instruidos. A diferencia de la gente del campo y de los pobres y menesterosos familiarizados con la muerte, la clase pudiente tendía a incrementar la significación y las virtualidades de la muerte. De esta forma, el hombre de las luces expresa un hecho realmente notable: la diferencia sorprendente que existe entre una tradición de familiaridad con la muerte, conservada en el campo y en las clases bajas, y una actitud diferente y nueva, propia de las clases altas, que huye de la muerte y la disfraza de una serie de virtualidades.

La Revolución Darwinista

El mundo mecanicista newtonianocartesiano era inmutable y el cambio era algo insólito en la naturaleza; cada especie biológica, cada objeto, quedaba sometido por la eternidad en su obediencia a las leyes naturales establecidas. El romántico, por el contrario, fomentaba la libertad y la trascendencia.

Con J. B. Lamarck (17441829), la alternativa romántica cobra mayor atractivo; en su opinión, la materia orgánica es fundamentalmente diferente de la inorgánica, y cada especie viviente posee un impulso innato de perfeccionarse a sí misma. Cada organismo se esforzaría por adaptarse a su entorno, modificándose a medida que lo hace, desarrollando diversos músculos y adquiriendo hábitos variados. Cada esfuerzo del individuo por perfeccionarse sería registrado y transmitido a su descendencia.

La insigne contribución de C. Darwin (18091882) al concepto de evolución consistió precisamente en mecanizarlo, desromantizar la naturaleza y ganar la evolución para la concepción newtoniana del mundo. Aunque la doctrina materialista y la religión positivista avivaron el entusiasmo de partidarios del cientismo, algunos otros sintieron desazón y rechazo hacia ellas, y se volvieron hacia la ciencia misma en búsqueda de la seguridad de que en la vida humana había más que máquinas cerebrales y corporales.

Es precisamente en este contexto, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XIX, cuando algo esencial comienza a cambiar en la relación entre el moribundo y su entorno: es lo que Ariès llama "el principio de la mentira".

Fin de Siglo

Dos son las características más sobresalientes que aparecen durante este período prolongado hasta 1914/18, la rebelión contra el materialismo, a través del espiritualismo y la investigación psíquica, y la muerte invertida. Su origen coincide con el mundo de angustia surgido de la desesperación con respecto a la naturaleza, la humanidad y el futuro.

En una época de reformadores fisiológicos, se configura lo que un autor anónimo de 1852 llama "puritanismo físico": la vinculación del mesmerismo, la frenología y el espiritualismo con la homeopatía, el vegetarianismo y la hidropatía. Según Leahey, nada ilustra mejor el estado de postración de la religión ortodoxa y el influjo de la ciencia en el siglo XIX que estos movimientos ocultistas.

Dos aportes de enorme trascendencia para el desarrollo de la ciencia y el pensamiento de finales del siglo XIX y principios del XX, y para el contexto dentro del cual tratamos, provienen de S. Freud (18561939) y de Sir Frances Galton (18221911).

Los victorianos no aceptaban la dimensión animal de la naturaleza humana, ya fuera sexual o simplemente sensual; el hombre debía evitar todo lo que produjera sensaciones agradables: la seriedad era la virtud fundamental. La cultura y la religión victoriana fulminaba toda clase de anatemas contra el placer, particularmente contra el placer sexual: estaban agobiados por una sensación opresiva de pecado.

Freud nunca tuvo un alto concepto de la raza humana, de la misma forma que también era pesimista respecto a las limitaciones de la terapia. De sus "Estudios sobre la Histeria" (1895), cabe destacar, para nuestro interés, una objeción formulada por sus pacientes: ")por qué he de soportar un proceso tan arduo de cura, si usted no puede alterar las circunstancias de la vida que me hacen desgraciado?". A lo que Freud replica: "Usted podrá convencerse por sí mismo de que ganará mucho si conseguimos transformar su desdicha histérica en una infelicidad ordinaria. Con una vida mental que ha recuperado la salud, usted estará mejor armado contra dicha infelicidad" (episodio este que recuerda a Sófocles en Áyax: "Pues )qué se puede esperar cuando, pese a haberse liberado de la enfermedad, no está en absoluto de mejor humor que cuando estaba enfermo?"). Freud nunca creyó que la terapia proporcionaría la felicidad humana; lo más que podía hacer era preparar a una persona para soportar los inevitables sinsabores de la vida.

En este sentido, el imperativo tanatológico reducir las angustias no intrínsecamente propias al irmuriéndose es francamente Freudiano: lo más que podemos hacer es preparar a una persona para que soporte los inevitables sinsabores de su irmuriéndose.

En "Más allá del principio del Placer" (1920), Freud presentó sus puntos de vista definitivos sobre el conflicto instintivo; Freud suponía que los instintos eran básicamente conservadores: su objetivo es siempre la restauración de un estado de hechos anterior la reducción de un estado de tensión a un estado libre de tensión. En el desarrollo de la vida, el punto de partida era la materia orgánica, en consecuencia, el último estado anterior de hechos posible para una criatura viviente es el estado novivo: "el objeto de toda vida es la muerte" (recuérdese a Séneca y a Eurípides). Hay, pues, instintos en el interior de cada ser cuyo objeto es la muerte, el retorno a la materia no viviente y la disolución de la vida. Freud llamó a estos instintos "instintos de muerte".

Para Sir Francis Galton, el propósito fundamental era el perfeccionamiento de la especie humana. La "Eugenesia", como un programa social, se escondía tras sus variadas investigaciones. Según Galton, las diferencias individuales más importantes, incluidas la de la moral y la inteligencia, no eran adquiridas: su gran meta era demostrar que dichas características eran innatas, de modo que su valoración nos informaría acerca de la conducta procreadora de la raza humana. Así, la Eugenesia consistiría en la crianza selectiva de los seres humanos, orientada a mejorar la especie (ver "Un mundo feliz", de A. Husley); juicio éste del cual partió el malogrado concepto de la eutanasia eugenésica y que tan funestas consecuencias dejaría ver tras la Segunda Guerra Mundial.

No es fácil entender como durante este período surge la muerte invertida y el principio de la mentira. Probablemente las circunstancias sociales, políticas y religiosas de mediados del siglo XIX formaron el caldo de cultivo apropiado para que un temor largamente oculto a la muerte y al morir muy posiblemente expresado ya en el esqueleto animado e inteligente del renacimiento se trasladacen directamente al enfermo moribundo. Tres textos aparecidos en la segunda mitad del siglo XIX apoyan la tesis de Ariès para situar este momento alrededor de 18501900: "Récit d`une Soeur" (ya citado previamente) y "Los Tres Muertos" (1859) y "La Muerte de Iván Ilich" de L. Tolstoi; en ellos ya se aprecia la conspiración del silencio y la infantilización del enfermo: a partir de aquí, el moribundo dependerá totalmente de su entorno.

Ciertamente, el descubrimiento del individuo de que su fin estaba cerca ha sido siempre un momento desagradable. No obstante, hasta entonces se aprendía a superarlo (libro de las horas, la imitación de cristo, los ejercicios espirituales); la iglesia velaba obligando al médico a jugar el papel de "nuncius mortis": la misión no era deseada y hacia falta el celo del "amigo espiritual" para triunfar allí donde el "amigo carnal" vacilaba. El aviso, cuando no era espontáneo, formaba parte de los procedimiento habituales.

Durante esta segunda mitad de siglo la muerte dejó definitivamente de ser vista como un acontecimiento bello, y se subrayan incluso sus aspectos repugnantes, al más puro estilo de las ars macabras pero con una sutil diferencia, todo cuanto se había dicho en la edad media de la descomposición después de la muerte se remite ahora a la "antemuerte", a la agonía: el moribundo ya es un cadáver viviente. La muerte no sólo da miedo por su negatividad absoluta, ahora se vuelve inconveniente, como los actos y las secreciones biológicas del hombre (Ariès, 1987); como tal, es indecente hacerla pública.

Ya no se tolera dejar entrar a cualquiera en la habitación de un moribundo que huele a orina, a sudor, a secreciones purulentas; sólo tienen acceso los íntimos, capaces de superar la repugnancia, y los indispensables procuradores de cuidados. Con todo, una nueva imagen de la muerte se esta formando: la muerte fea y oculta, y ocultada por fea y sucia. Por otro lado, el peso de los cuidados y de las repugnancias había sido antes compartido por una pequeña comunidad de vecinos y amigos, comunidad que no dejó de contraerse para limitarse posteriormente a los familiares más próximos, en un pequeño piso de una ciudad del siglo XX.

Finalmente cabe señalar que durante esta segunda mitad del siglo XIX un mayor número de médicos y escritores trataron sobre el tema de la muerte, particularmente de la relación entre el suicidio, la eutanasia y el enfermo moribundo. Según Humphry y Wickett, en 1873 L.A.Tollemache abogaba enérgicamente en favor de la legalización de la eutanasia voluntaria en su artículo "la nueva curación para los incurables", y F.E. Hitchcock, en 1889, exhortaba a los médicos a no ignorar las necesidades de los enfermos moribundos, especialmente de los que sufrían.

Entre 1900 y 1920, el médico asume un papel autoritario y paternalista; no revela el diagnóstico ni los tratamientos. Se da inicio a la filosofía del "confíen en mí y no se preocupen" (Holland, 1989).

6. El Siglo XX: Desde 1918 hasta hoy

Un tipo absolutamente nuevo de morir ha aparecido en el curso del siglo XX en algunas de las zonas más industrializadas, más urbanizadas, más avanzadas técnicamente del mundo occidental, y sin duda no vemos otra cosa que su primera etapa (Ariès, 1987).

En opinión de Laín Entralgo, nunca hubo en la historia del hombre cincuenta años durante los cuales cambiara tanto la realidad del enfermar como en el medio siglo subsiguiente a la Primera Guerra Mundial, y con ello, la realidad del morir cambia a su vez.

El primer rasgo que salta a la vista es su novedad; la forma de morir se opone ahora a todo lo que le ha precedido, del que es la imagen invertida. Ya nada señala en la ciudad que ha pasado algo, ya no hay pausas (Ariès, 1987). La muerte de un individuo no afecta para nada la continuidad del ritmo social: en la ciudad todo continua como si nadie muriese en ella. Expulsada de la sociedad, la muerte entra por la ventana y vuelve tan rápidamente como había desaparecido; la gente muere en la televisión, en los medios de difusión pública, con toda su irrealidad y fantasía.

El segundo rasgo más sobresaliente es su medicalización: la muerte oculta del hospital, tímidamente iniciada en los años 1930-40 y generalizada a partir de 1950 (Ariès, 1987; Holland, 1989). El momento mismo de la muerte, que en la época de Iván Ilich, y durante mucho tiempo todavía, había conservado sus características tradicionales revisión de la vida, publicidad, escenas de despedida, etc., todo ello desapareció a partir de 1945, con la medicalización completa de la muerte. El hospital no es ya sólo un lugar donde uno se cura o donde se muere a causa de un fracaso o error terapéutico, es el lugar de la muerte normal, prevista y aceptada por la sociedad y, en ocasiones, rechazada por el personal médico, agobiado por las demandas que ello le conlleva e impone en virtud de una sociedad que "deposita al muerto" en sus manos y en su conciencia.

La muerte ya no pertenece ni al moribundo quién en principio es un irresponsable, un menor de edad, y luego un ser inconsciente ni a la familia, persuadida de su incapacidad y considerada en ocasiones como un estorbo al proceso terapéutico. Es regulada y organizada por una burocracia cuya humanidad y competencia le obligan a tratar a la muerte como a una cosa, una cosa que debe molestar lo menos posible [los "muertos" son rápidamente retirados de las habitaciones, y sus camas dispuestas para recibir a alguien que justifique los enormes costos de una medicina exitosa]. Por el interés general, la sociedad ha producido medios eficaces para protegerse de las tragedias cotidianas de la muerte, a fin de poder proseguir sus tareas sin emoción ni obstáculo.

De esta forma, a la "muerte excluida" señalada por Ariès y a la "muerte negociada" recordada por Humphry y Wickett, se añaden dos nuevas formas de muerte: la "muerte objeto" o "utilitarista" (los trasplantes y bancos de órganos) y la "economización" de la muerte, por ahora discretamente perceptible en nuestro medio (demandas penales a los médicos e instituciones en casos de fallecimiento por error médico, etc.). A partir de 1930 existe una preocupación por la preparación de los cadáveres y retorna "la persona está dormida" como eufemismo de muerte (Holland, 1989).

La expectativa de vida pasa de unos 30 años en 1800 a más de 75 en la década de los 80, cifra que sigue aumentando en los países desarrollados; los intereses primordiales se sitúan en una mayor longevidad y en la desaparición de la enfermedad. El moribundo se convierte en un extraño, en un invitado incómodo y no bienvenido.

En 1925, Gullard y Robinson describen la estructura de la morfina y comprueban la actividad de los levoisómeros, así como su estereoespecificidad; en los años treinta comienza a diseñarse el mapa del opio en base a sus constituyentes mayores (Alcaloides Fenantrénicos y Benzilisoquinolínicos). Por su parte, la cirugía oncológica alcanza desarrollos notables:

Entre 1910 y 1930, H. Cushing desarrolla la cirugía para tumores cerebrales; en 1913, F. Torek realiza una resección exitosa de carcinoma de esofago torácico, y G. Divis, en 1927, la de metástasis pulmonares. E. Graham realiza la primera neumonectomía en 1933; A.O. Whipple, en 1935, la pancreatoduodenectomía, y C.B. Huggins, en 1945, adrenalectomía para carcinoma prostático.

En 1940 aparece el "mito del cáncer" (cáncer = muerte), se estimula la expresión emocional del duelo, se eleva la preocupación acerca del costo del funeral y aumenta la cremación como forma de disponer de los cadáveres. Entre 1940 y 1950 el pronóstico de la enfermedad sólo era revelado a la familia y no al paciente (Holland, 1989). Los años cincuenta pueden ser considerados como la época del despertar de la tanatología clínica, con destacados representantes, circunstancias y hechos que hacen de este período la base de todo el posterior desarrollo de ésta.

En 1951, el novelista protestante J. Fletcher aboga por la calidad de vida, la calidad de muerte y el derecho a escoger la forma de morir; en su opinión se trata de saber que muerte escogemos (postura ciertamente senecoide), una muerte con agonía o apasible, una muerte digna o indigna, un final moral o desmoralizante para una vida mortal. Para este autor, la creencia de que sólo dios decide el momento de la muerte es rechazable, ya que si nos dejamos guiar estrictamente por este argumento, prolongar la vida por medio de los avances médicos también sería inmoral. Rechazó a su vez el dolor como parte de los "designios divinos" y recordó aquellos casos en los que por "falta de imaginación" no se encontraba el remedio para devolver la salud a una vida que se extinguía.

Dos textos clásicos para el estudio y abordaje del enfermo moribundo aparecen durante esta década; el primero de ellos, publicado en 1954, es el de J. Fletcher "la moral y la medicina", y el segundo de ellos, notable por su actitud renovadora y original, es el de K.R. Eissler "el psiquiatra y el moribundo", publicado en 1955. No obstante, otros títulos aparecen durante este período enormemente convulsivo, particularmente gracias a las declaraciones del papa Pío XII en 1957.

En 1952, W.C. Alvarez en su trabajo "Care of the Dying", recalca la necesidad que tienen los enfermos terminales de amabilidad, sinceridad, comodidad y alivio de sus síntomas, particularmente del dolor. Por su parte, J. Farrell (1953), en su libro "el derecho del paciente a morir", trata también de las necesidades del moribundo. Dos años después, la Asamblea Eclesiástica para la Responsabilidad Social de la iglesia de Inglaterra publica un artículo monográfico ("Detalles sobre la vida y la muerte: un problema de la medicina moderna") donde plantea una serie de cuestiones que aun siguen siendo conflictivas: ")En qué momento, si es que ese momento existe, el médico y la enfermera deben abandonar la lucha? )En qué momento se puede dejar morir al paciente y declarar su muerte? En su opinión, la respuesta dependería de varios factores como la voluntad del paciente, su edad, su estado general, la naturaleza de la enfermedad y las posibilidades de mejorar o de curar (Humphry y Wickett, 1989).

El final de los años cincuenta se caracteriza por las declaraciones del papa Pío XII (1957) a un grupo internacional de médicos reunidos en el vaticano en relación al uso de analgésicos y calmantes. Con sus declaraciones, algo se hizo para aclarar el tema del control del dolor en el enfermo moribundo, sin embargo focalizó los problemas de éste en uno sólo de sus síntomas físicos, sin referencia explícita a su problemática y/o asistencia emocional. Por otra parte, introdujo oficialmente el "Principio del Doble Efecto".

En 1956 comienza la revolución de los opiáceos endógenos al aislarse los receptores morfínicos, y Beckett establece el primer mapa molecular. Con ello, la existencia de receptores implicaba la existencia de opiáceos endógenos, y la presencia de estos, a su vez, implicaba también la existencia de un sistema endógeno modulador del dolor. En 1960 y 1974, Reynols y Mayer Liedeskind, respectivamente, comprueban la existencia de analgesia por estimulación cerebral (Combrado Ferreira y Colb., 1989).

Hasta los años sesenta el proceso de irmuriéndose y la muerte eran temas a evitar. A excepción de algunos médicos, moralistas, abogados y miembros de asociaciones proeutanasia que tenían razones para estudiar el tema, el público en general ignoraba relativamente la complejidad del problema de la moribundez; el tema de la muerte no solía aparecer en los medios informativos excepto de forma caricaturizada y fantansiosa y se alejaba a los adultos y en especial a los niños de la realidad de la muerte.

En la década de los sesenta, por el contrario, la muerte fue un tema de discusión más abierto; había un particular interés por "muerte y dignidad", y se hacían críticas a la conspiración del silencio.

Corifeo ante Prometeo: "Di, infórmame, que incluso los enfermos prefieren conocer de antemano los dolores futuros" (Esquilo: Prometeo encadenado).

A pesar de ello, la situación era nuevamente ambivalente, al más puro estilo de la ilustración: se desafiaba a la muerte o no se quería saber nada de ella; los hospitales y los laboratorios se convirtieron en los pilares del eterno optimismo: los éxitos de la tecnología prometían una solución para cada enfermo. Por su parte, la religión ponía de relieve la inmortalidad del hombre: "la muerte no es más que el tránsito de un estado del ser a otro". Frases tales como "fallecido", "fue a reunirse con el creador" y "descansa en paz" volvían a ser muy comunes. Los cadáveres serán ahora "los seres queridos", con un estilo básicamente romántico, como lo recogido por Humphry y Wickett:

(…) se maquillaba a los muertos y se les colocaba en los "dormitorios" o "habitaciones de reposo" de las funerarias; se vendían ataúdes con colchones de muelles y camas diseñadas especialmente para mantener la perfecta postura de los muertos. Los empresarios de pompas fúnebres vendían "moda para los muertos". Los cementerios eran "lugares de reposo".

Las Unidades de Cuidados Intensivos (UCI) se convierten en la imagen de la "mala muerte" el lugar donde mueren la mayoría de las personas y donde los médicos no permiten la entrada a familiares o amigos, mientras los primeros examinan en sus aparatos las últimas constantes vitales del paciente, a quien probablemente se le han ocultado los detalles de su estado, imagen que aún continua siendo una fuente de explotación por parte de las organizaciones proeutanasia, distrayendo y disimulando la realidad del enfermo moribundo, joven o viejo, de una sala cualquiera del hospital, lugar donde mueren los menos "afortunados". Por otra parte, se maximizan los recursos tecnológicos "contra la muerte" o "para mantener, sostener o devolver la vida", convirtiendo a cualquier muerte en un "recurso accesible" a una de estas unidades.

Es durante este período de enormes gastos cosméticos cuando se inicia lo que Hostler (1983) llamó la "Generación pepsi": vidas llenas de energía, vigor y vitalidad. Dientes que brillan, cuerpos que resplandecen, aliento que invita. "Muerte" es una palabra sucia.

Durante los años sesenta había pocas personas dispuestas a hacer frente a la definitiva realidad de la muerte. Así, se descubrió un nuevo método para "permanecer vivo indefinidamente", o por lo menos así lo anunciaban aquellos que lo promocionaban: las asociaciones dedicadas a la criobiología aseguraban la congelación de los cuerpos por un número indefinido de años según fuesen los recursos de aquel que solicitaba tal servicio, hasta que se descubrieran nuevos métodos para curar toda clase de enfermedades y evitar la muerte natural.

Los años sesenta son, comparativamente y en cuanto al temor y/o angustia de muerte se refiere, muy semejantes al renacimiento: un período obsesivo y angustiado.

Como consecuencia de estos importantes avances de la ciencia médica, se imponía urgentemente una nueva escala de valores para aquellas circunstancias relacionadas con la muerte y el proceso de irmuriéndose. Los avances tecnológicos generaron inesperados dilemas. Junto a ello, la situación se complica aún más con el éxito del primer transplante de corazón y las sucesivas peticiones de otros órganos trasplantables: )Bajo qué condiciones y cómo debían distribuirse? Puesto que se logró la curación de enfermedades anteriormente mortales coronariopatías, insuficiencia renal, etc., como en su tiempo los antibióticos respecto a la tuberculosis, lúes, lepra y otras enfermedades infecciosas, el costo de la asistencia médica aumentó de forma alarmante; los "inútiles" gastos en tratamientos para prolongar la vida de pacientes moribundos que cada vez eran más elevados hicieron eco en los contribuyentes y en los familiares de pacientes "curables": el límite económico más que el límite orgánico comenzaba a dar el verdadero "life-span" a la existencia del ser humano corriente.

Aquellos paciente que se podían "salvar" y que vegetaban indefinidamente en estado de coma entraron en entredicho. Los colegios médicos, insatisfechos con el sistema proscrito que les permitía determinar, desde el punto de vista jurídico y médico, la muerte de una persona, comenzaron a protestar. Así, y en cierto modo gracias a un factor puramente económico, al moribundo se le permitió "salir" de las unidades de cuidados intensivos, situándole en una cama, ya de "cuidados mínimos", junto a otros moribundos "menos" afortunados para entonces. Sin embargo, tal solución, aun cuando redujo los costos sanitarios, generó nuevos y complejos problemas que posteriormente reforzarían el concepto moderno de hospicio.

Durante esta década se pusieron en tela de juicio muchas actitudes tradicionales y otras fueron rechazadas violentamente, si bien surgieron también otras cuestiones: )Cuál es la actitud ética a tomar ante los transplantes? )Prolongan los progresos médicos tanto la vida como la muerte? )Cuál es el sentido de mantener a una persona artificialmente viva cuando existe muerte cerebral? )Cuándo puede certificarse la muerte y bajo qué criterios? )Qué sienten los que se van muriendo? )Qué hacer con los moribundos? )Debe decirse toda la verdad a los enfermos terminales?

Si la muerte era considerada como tabú, este era un tema que ya no podía eludirse por más tiempo. Desde el punto de vista médico, ético y no menos económico, los problemas de los enfermos moribundos eran demasiado acuciantes como para no ser seriamente abordados.

Desde 1960 hasta 1969, médicos, abogados, teólogos, moralistas y periodistas publicaron diversos artículos y libros sobre los enfermos terminales, eutanasia y aspectos legales relativos al homicidio piadoso. Los psiquiatras y los médicos en general comienzan a dedicar un mayor interés por las necesidades físicas y emocionales de los pacientes moribundos. Distintos autores abordaron también durante esta década los derechos de los enfermos a vivir y morir en paz; entre ellos destaca F.J. Ayd ("The hopeless case", 1962), quien denunció las manipulaciones típicas de que son objeto los moribundos y anticipó conceptos que se convirtieron en algo corriente unas décadas más tarde ("si el paciente no está en condiciones de aceptar el tratamiento, deben ser los familiares o tutores quiénes den su autorización; un adulto en plenitud de facultades tiene derecho a aceptar o rechazar el tratamiento que se le propone; el médico no tiene ningún derecho a imponer un tratamiento arriesgado o un nuevo procedimiento sin causa justa; el médico no está obligado a hacer esfuerzos constantes para prolongar la vida de un paciente").

En 1969 aparece un artículo de L. Kutner titulado "el proceso adecuado de la eutanasia: el testamento vital como propuesta"; basándose en el derecho legal del enfermo de aceptar o rechazar un tratamiento y en el reconocimiento por la ley de la inviolabilidad del cuerpo humano, Kutner justifica el derecho del enfermo a expresarse, mediante un documento, mientras esté en posesión de sus facultades físicas y mentales, hasta qué punto accede a un tratamiento en un futuro. Con la validez incuestionable del derecho del paciente a rechazar el tratamiento, la persona podría hacer constar su negativa al mismo, aun cuando el tratamiento fuese a prolongar su vida (Humphry y Wickett, 1989).

Este documento Testamento Vital o Voluntad de Vida marca un nuevo hito en la atención de los pacientes moribundos que, si bien, no obstante, reconocía y devolvía los derechos a los pacientes, se corría el riesgo de relajar aun más su asistencia. Las declaraciones del papa Pío XII en 1957, en las que hacía una diferenciación entre medios "ordinarios" y "extraordinarios", anunciaban y complicaban aún más la polémica entorno a cuál era el tratamiento adecuado, polémica que iría en aumento a lo largo de los 15 años siguientes.

Como hemos visto, anterior a los años sesenta no se habían hecho muchos intentos por analizar que sentían los enfermos moribundos con respecto a la muerte. Sin embargo, entre 1961 y 1969 el interés por estos colectivos creció enormemente; aparece una mayor preocupación por las actitudes frente a la muerte, los temores generados, la angustia, el desasosiego y la tristeza que embargaba a los moribundos, y la forma en que su entorno debería afrontarlas y enfrentar al propio enfermo.

En un trabajo publicado en 1961 por W. Swenson se consideraba a la religión como un aspecto muy importante en la actitud ante la muerte, señalando que aquellos muy religiosos mostraban una actitud más positiva frente a la muerte que los que no lo eran. Seis años después, Hinton (1969) exploró aun más ampliamente este concepto, encontrando que aquellos que habían tenido una fe firme, independientemente del culto, se mostraban ansiosos en un 20% de los casos, los ateos en un 27%, mientras que los moribundos que no tenían más que una fe tibia y ritual estaban ansiosos en un 56% de los casos.

Las aportaciones de J.M. Hinton ("Dying") marcan otro hito en la historia reciente de la tanatología clínica. En su profundo análisis de la situación del moribundo planteaba las siguientes cuestiones: )Proporcionamos los cuidados necesarios a los moribundos? )Qué hacer por aquellos que se sienten más angustiados de lo habitual? )Es más apropiado cuidarles en casa o en el hospital? )Qué es lo que más temen, la muerte o el sufrimiento físico? )Pueden los médicos aliviar su tristeza?

Hinton destaca el temor que sienten los moribundos por la impotencia y la soledad, especialmente la de aquellos que permanecían aislados en las unidades de cuidados intensivos o en los "lugares" destinados a los enfermos terminales [resalta, de esta forma, la "ubicación física y psicológica" para aquel que se muere]; la importancia del trabajo de Hinton reside precisamente en que estos aspectos nunca se habían tratado antes, por lo que su trabajo abrió el camino a posteriores investigaciones encaminadas a aliviar la angustia de los enfermos.

Por su parte, C.K. Aldrich, en su trabajo "la tristeza del moribundo" (1963), aprecia que tanto el enfermo moribundo como su familia sentían la misma pena al saber que la muerte estaba próxima. Aldrich señaló que la actitud de los pacientes a la enfermedad y la tristeza dependían de su disposición a aceptar la realidad de su muerte, dependiendo esta disposición a su vez de la calidad y el alcance de las relaciones afectivas del paciente, del uso que hiciese de la negación, y del grado de regresión y retracción de los límites de su ego, subordinado a la enfermedad [con Aldrich comienza a darse una mayor importancia al efecto del entorno sobre el enfermo moribundo y a las modificaciones intrínsecas del primero ante la realidad de la muerte del otro].

Desde otra perspectiva, B.J. Glaser y A.L. Strauss, en un estudio realizado en 1965 "awareness of dying" destacaron el comportamiento y el efecto del trabajo con pacientes moribundos en el personal sanitario, particularmente sobre los médicos; previamente, en 1963, D. Sudnow inicia su extraordinario trabajo en dos hospitales americanos y que daría como resultado su posterior libro "la organización social de la muerte", publicado en 1967.

Como reflejo de la conflictiva situación de esta década y la sensibilidad del público a esta problemática, en 1967 se desató una violenta reacción pública en contra de la política de reanimación cardiopulmonar de un hospital de Londres, el Neasden Hospital, ante un aviso que decía textualmente: "Pacientes que no deben ser reanimados: los ancianos por encima de los 65 años, enfermos de cáncer maligno, enfermos con afecciones pulmonares crónicas, enfermos renales crónicos. En la parte superior de la hoja amarilla de tratamiento debe indicarse que el paciente no debe ser reanimado" (Humphry y Wickett, 1989).

La importancia del movimiento tanatológico, que durante esta década se desarrolló extensamente, llegó a su clímax en 1967 en Sydenham (Inglaterra), donde la Dra. Cicely Saunders funda el primer Hospicio St. Christopher`s Hospice, pionero en el movimiento de asistencia a estos enfermos, y que posteriormente se extendería en toda Inglaterra, en Escocia, Irlanda, Estados Unidos y Canadá. En este mismo año, E. KüblerRoss publica su libro "Sobre la Muerte y los Moribundos", el cual rápidamente se convirtió en un clásico de la materia.

Los aporte de KüblerRoss al desarrollo de la tanatología clínica han sido de la más enorme importancia, sin olvidar que su trabajo aún hoy continua produciendo una mayor comprensión del proceso de irmuriéndose. De su primer trabajo podemos destacar lo siguiente:

(1) Con sus entrevista, KüblerRoss estableció una red de comunicación que a personas socialmente muertas les devolvía de nuevo el sentimiento de ser miembros valiosos de la sociedad; esto es, pone de manifiesto dos de los más grandes problemas del moribundo: el de la comunicación y el de ser "todavía seres vivos motivo de un intercambio conversacional".

(2) Pone en evidencia la resistencia de los profesionales sanitarios a establecer una relación con el paciente moribundo.

(3) Desvela algunas de las circunstancias que involucra la dimensión individual en el proceso de irmuriéndose.

(4) Señala la necesidad de establecer un modelo de enseñanzaaprendizaje para aquellos que trabajen con pacientes moribundos, particularmente estudiantes de medicina.

(5) Ofrece la oportunidad de reconsiderar al paciente como un ser humano, hacerle participar en diálogos y aprender de él lo bueno y lo malo de la asistencia ofrecida en los hospitales.

(6) Propone una aproximación psicoterapéutica.

(7) Sienta las bases que definen la dinámica del proceso de irmuriéndose (etapas por las que el moribundo puede o no transcurrir en su totalidad, orden o complejidad).

El trabajo de KüblerRoss, y sus posteriores publicaciones, elevaron el tema de la muerte y el irmuriéndose a otro nivel. Este tema, considerado durante tanto tiempo como un misterio, dejó de ser el gran tabú (en 1970 aparece OMEGA -International Journal of Dying and Death-, la primera publicación especializada en el tema).

La década de los años setenta se caracterizó por la polémica ética y legal del derecho de los enfermos a morir. La preocupación por la muerte era alarmante, como si nadie hubiese afrontado o investigado el tema de forma adecuada y extensa. Así, persistía un extenso abismo tal como hoy entre lo que la gente consideraba como sufrimiento intolerable del moribundo y las condiciones reales del mismo.

Durante este período (1974) se funda el primer hospicio oficial en Estados Unidos; aparece también la primera guía hospitalaria para el cuidado del moribundo (1976), se define la muerte legal y se reafirma el derecho a detener todo esfuerzo para continuar manteniendo la vida (se legaliza en Estados Unidos el Testamento Vital).

El apetito público americano por el tema de la muerte estaba siendo alimentado por numerosos libros, revistas y artículos en los periódicos; cursos y simposium sobre la muerte y el moribundo se hacen muy populares en colegios y universidades. Un grupo de jóvenes alumnos que se autodenominaban "Tanatólogos" organizó más de 200 cursos a mediados de los años setenta en Estados Unidos; la opción de este tema pasó a ser importante en las facultades de medicina. La Fundación de Tanatología de New York organizaba regularmente conferencias sobre la muerte y el proceso de morir; en Filadelfia (USA) un grupo de profesionales constituye el "ARTS MORIENDI", institución con el objeto de investigar sobre la muerte "como parte de la vida y la salud del individuo", y, en la Universidad de Minesota (USA), se funda un centro para la investigación y educación sobre la muerte (Humphry y Wickett, 1989).

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