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El simbolismo erótico en Aura




Enviado por masilva



     

     

    Con su quinta obra, surgida el año mismo de la
    publicación de La muerte de
    Artemio Cruz, Fuentes cierra
    lo que podemos considerar su primer gran ciclo narrativo, origen
    de todos los recursos
    técnicos y temáticos utilizados por el autor en sus
    creaciones ficcionales posteriores.

    Caracterizada por el hibridismo formal resultante de la
    fusión
    de dos géneros afines, la nouvelle y el cuento, Aura
    esconde bajo su estructura
    aparentemente simplificada una complejidad temática que
    aún hoy suscita renovadas variaciones interpretativas, a
    pesar de la opinión negativa de algunos críticos,
    para quienes, en ese "cuento de fantasmas" donde todo queda dicho
    desde el comienzo, ni la trama ni los personajes logran
    "embrujar" al lector (Harss & Dohmann, 1981, p. 370). Fuentes
    ha reafirmado con frecuencia su afecto especial por este libro, que
    consolida el estilo muy personal forjado
    a través de sus incursiones en la narrativa breve. Aura no
    sólo revela el total dominio de la
    técnica esbozada en Los días enmascarados como
    anticipa los recursos que en los libros
    subsecuentes –
    sobre todo Cantar de ciegos y
    Cumpleaños-
    definieron la práxis literaria de este escritor
    mexicano, elaborada en perfecto sincronismo con las tendencias
    ficcionales de la actualidad.

    La supuesta anticipación de la trama,
    señalada por la crítica como la gran falla
    estructural de Aura, constituye en verdad, si bien examinada, un
    procedimiento
    ampliamente difundido entre los prosistas hispanoamericanos
    coetáneos de Fuentes. Julio
    Cortázar fue uno de los primeros a manifestar plena
    conciencia de los
    límites
    impuestos por
    las leyes de construcción de la narrativa breve cuando
    buscó conceptuar algunos de los recursos básicos
    comúnmente empleados en las obras de los principales
    cultores de este género
    literario (Cortázar, 1974, p. 147-63 y 227-37).
    Determinadas nociones que señala Cortázar, como por
    ejemplo intensidad y tensión, aclaran y justifican la
    presencia, en Aura, de dicha "anticipación", concentrado
    esfuerzo creador que tiene por meta atraer la atención del lector de inmediato a fin de
    apresarle en la ardidosa trampa de lo imaginario. La presencia de
    lo fantástico en la obra ratifica la necesidad de un
    recurso de tal orden, pues instalar la perplejidad en la mente
    del lector es, según Felipe Furtado, el objetivo
    básico de esta modalidad de construcción narrativa,
    el cual sólo se alcanza mediante la prefiguración
    de un conjunto de líneas de actuación que la
    intriga deja entrever de forma más o menos clara (Furtado,
    1980, p. 75).

    Esta discreta polémica en torno de Aura nos
    hace recordar las consideraciones de Tobin Siebers acerca de lo
    fantástico romántico: la expresión literaria
    de una realidad histórica depende de la capacidad de la
    literatura para
    explicarse a sí misma (Siebers, 1989, p. 167). Declarando
    un combate abierto contra los excesos del racionalismo,
    el Romanticismo
    concedió voz a tradicionales parias de la sociedad
    – locos, divinos
    idiotas y hechiceros-
    , conviertiéndoles en protagonistas de un claro
    proceso de
    victimización. No es difícil percibir como a esta
    influencia romántica (suficientemente reconocida por
    Fuentes) se sumaría, en Aura, la incorporación de
    las técnicas
    narracionales del nouveau roman, confluencia de tendencias que
    puede explicar, en parte, el porqué del adelanto de la
    intriga. Es la mirada oscilante y persistente del yo-tú
    victimario, compartido por narrador y protagonista, la que
    desvela rápidamente al lector la dual interacción
    entre realidad y ensueño, imaginación y conciencia.
    A través del pronombre tú lo sobrenatural se revela
    al lector de Aura como experiencia histórico-cultural.
    Según Caro Baroja, prácticamente todos los pueblos
    arcaicos se refirieron (y aún lo hacen) a las fuerzas
    sagradas a través de un tú que denota, ante todo,
    intimidad y empatía (Caro Baroja, 1986, p. 20). Este
    pronombre gobierna el pensamiento
    mágico que se transforma en base contextual de Aura,
    propiciando la empatía instantánea e imprescindible
    entre los elementos de la tríada
    protagonista(víctima)-narrador-lector. Creando lo que Jean
    Fabre denominó "vínculo maldito", Aura engendra una
    poética de la posesión que se encarna en la
    potencia de
    atracción del entorno fantástico.

    Sin embargo, hay que notar cómo, diferentemente
    del nouveau roman, que reduce la intensidad de la acción
    humana para favorecer la observación de un mundo en el cual
    predomina la materialidad de los objetos, Aura nos ofrece una
    realidad donde imperan los movimientos físicos y
    psíquicos de los personajes, donde ojos insaciables
    persiguen la esencia de lo humano con insistencia. Reconocer una
    psique dividida escudriñando visualmente la
    representación fragmentada de la realidad es
    también uno de los fundamentos estructurales del Gothic
    Revival, cuyas técnicas seleccionadas y combinadas
    – señala
    Bertrand Evans-
    tienen por objetivo primario explorar el lado oculto de los
    seres y las cosas, el misterio, las tinieblas y el terror (Evans,
    1947, p. 01-05). Sus más sorprendentes características – paneles secretos y pasajes
    subterráneos
    se asocian directamente no a la literatura, sino a la
    arquitectura
    medieval en ruinas. Habitan este mundo heroínas
    decadentes, casi siempre iluminadas, virtuosas y excesivamente
    sensibles, incomprendidas reincarnaciones del Satán de
    Milton a quienes la sociedad condena a exiliarse del convivio
    humano. Opresión es, por lo tanto, la acción que
    mueve a estos personajes femeninos y a los de Fuentes en Aura,
    novela en cuya
    tejedura se pueden identificar vestigios de textos como The wood
    daemon, de Matthew Gregory Lewis, y Orra, de Joanna Bailie (cfr.
    la búsqueda de la víctima, el altar, la ceremonia
    sacrificial, las habitaciones contiguas).

    El aspecto más significativo de este libro es,
    sin embargo, la habilidad con que Fuentes desarrolla en él
    un amplio e intenso proceso intertextual que no llega
    jamás a comprometer la singularidad de la obra, pese a su
    corta extensión. Aura se nos presenta como una escritura en
    palimpsesto que mantiene vivos los vestigios de los textos
    anteriores. En Como escribí uno de mis libros, ensayo en el
    cual más sugiere que aclara, Fuentes juega con la
    capacidad intuitiva del lector al indicar las fuentes
    artísticas que contribuyeron a la composición de su
    nouvelle (Fuentes, 1989, p. 41-61).

    Según el autor, fueron tres las influencias
    básicas que definieron la temática de Aura. La
    primera se dibujó durante la conversación con Luis
    Buñuel, en 1959, en una tarde mexicana "de aire transparente
    y aroma de tortilla tostada y chiles recién cortados y
    flores fugitivas" (Fuentes, 1989, p. 45), cuando el cineasta
    aragonés le hablaba de Quevedo y de sus planes de
    transposición al cine de la
    tela en la que Géricault representa el drama de los
    náufragos del barco Medusa (siglo XIX), condenados a
    sobrevivir devorándose entre sí. De este diálogo
    entre creaciones y creadores se originaron los esbozos iniciales
    tanto de El ángel exterminador como de Aura, cuyo
    argumento Fuentes entresaca de la pregunta de Buñuel:
    "¿Y si al cruzar el umbral de una puerta
    pudiéramos, de pronto, recuperar la juventud; ser
    viejos de un lado de esta puerta y jóvenes de nuevo luego
    de haberla cruzado?" (Fuentes, p. 46). Dos años
    después, en el verano parisino, el reencuentro con la
    muchacha mexicana que había conocido en la infancia
    intensa la idea. Al traspasar el umbral que separaba la sala de
    la recámara donde Fuentes la esperaba, aquella muchacha
    envejecida, que era encontes, como en los versos de Quevedo, casi
    "polvo enamorado", experimenta súbita y
    simultáneamente las mismas transformaciones convocadas por
    la luz que la
    ilumina y envuelve a través de los cristales de la
    ventana. El umbral del apartamento del Boulevard Raspail se
    convierte en el límite de todas las edades de la mexicana
    a quien el escritor desea en la tarde caliente de agosto,
    sintiéndose "en el reino de amor
    huésped extraño", para luego darse cuenta de que
    los ojos de quien ama pueden mirarnos también "con
    muerte
    hermosa".

    Así, bajo la marcante influencia de
    Buñuel, de Quevedo y de la muchacha "encarcelada en la luz
    de Paris", los temas de la necesidad y del deseo comenzaban a
    ganar cuerpo en las primeras páginas acaloradas de Aura,
    cuando una película del japonés Kenji
    Mizoguchi – Los
    cuentos de la
    luna vaga después de la lluvia, basado en el cuento La
    casa entre los juncos-
    determinó el destino final de la fantástica
    relación amorosa entre Felipe y la espectral sobrina de la
    señora Consuelo. Tanto en el cuento de Ueda Akinari como
    en la adaptación de Mizoguchi, Fuentes reconoce la misma
    temática a partir de la cual su quinto libro venía
    formándose: el aprisionamiento por el tiempo, el deseo
    en lucha contra la soledad, el olvido y la muerte. Encarnando una
    esposa inocente y fiel, como en el relato de Akinari, o una
    Penélope maculada, como en la película de
    Mizoguchi, a través de nuevo prisma el personaje Miyagi le
    reveló la mujer en su
    función
    mediadora entre la vida y la muerte, la realidad y el
    sueño, lo perdido y lo recuperable.

    Durante las mañanas de su redacción inicial en un café
    cerca de la Rue de Berri, Aura nacería – declara
    Fuentes- para
    aumentar la descendencia de las mujeres secretas como Miyagi,
    algunas de ellas ya personificadas en la literatura occidental, a
    la que, por fin, recurre el autor. De tres de esas "portadoras
    del consuelo, del deseo y de la sabiduría prohibidas por
    la razón moderna" (Fuentes, 1989, p. 53), Aura-Consuelo
    incorporan indelebles rasgos físicos y psíquicos:
    como la misteriosa Miss Bordereu, salida de las páginas de
    la short novel de Henry James – The Aspern papers (Los papeles de
    Aspern)- , son
    memoria y
    símbolo de un pasado glorioso que necesita mantenerse vivo
    en un cotidiano indiferente; golpean el aire con el mismo
    desespero de la amargada Miss Havisham, personaje
    enigmático de la novela Great
    expectations (Las grandes esperanzas), de Charles Dikens,
    condenada a perpetuar la llama destructora de su devotada
    pasión; con la sagacidad de la vieja Condesa de La dama de
    espadas, de Pushkin, revelan la estrechez de un mundo masculino
    presuntuoso y convenientemente racional. Fuentes observa que la
    similitud estructural que vincula esas historias vuelve
    permanente la actuación conjunta de los tres personajes:
    la vieja y la pareja de jóvenes. Invariablemente, en las
    tres obras hay siempre un intruso que ansía por conocer el
    secreto de la mujer más
    vieja – secreto
    de la fortuna en Pushkin, del amor en Dickens, de la poesía
    en James- y que,
    para obtenerlo, no vacila en aprovecharse de la joven de manera
    engañosa. No obstante, según Fuentes, el aspecto
    fundamental que determina la diferencia entre su texto y las
    demás obras del género que lo antecederon es el
    hecho de que, en Aura, se invierten los papeles que juega esta
    tríada de personajes: Consuelo y su sobrina son "la misma
    persona y son
    ellas quienes arrancan el secreto del deseo del pecho de Felipe"
    (Fuentes, p. 54).

    Resultantes de la mezcla de todas esas variadas
    encarnaciones, Aura-Consuelo representan la fusión de los
    contrarios que el hombre,
    "dividido entre su pensamiento divino y su dolor carnal"
    (Fuentes, 1989, p. 55), no alcanza admitir. Expresión
    simultánea de la femme-enfant – redentora de un mundo salvaje, como
    Melusina- y de
    la hechicera –
    dueña de su propia voluntad y seductora, como
    Circe- ,
    Aura-Consuelo enfatizan la primacía del sistema femenino
    del mundo, idea-clave sintetizada, en el epígrafe de la
    obra, a través de la cita del historiador francés
    Jules Michelet:

    El hombre caza y
    lucha. La mujer intriga y sueña: es la madre de la
    fantasía, de los dioses. Posee la segunda visión,
    las alas que le permiten volar hacia el infinito del deseo y de
    la imaginación… Los dioses son como los hombres: nacen y
    mueren sobre el pecho de una mujer…

    Lo mismo que en los textos de James, Dickens y Pushkin,
    La sorcière, obra a la que Roland Barthes definió
    como "Historia y
    novela", viría a transformarse para Fuentes en importante
    venero de elementos descriptivos y de referencias
    onomásticas. De ahí provienen las denominaciones de
    los personajes Felipe, Consuelo y Llorente; el patio de hierbas
    medicinales; el color verde de
    los ojos y trajes de Aura, color del Píncipe del Mundo; el
    sacrificio de los siete gatos encadenados; el sombrío vino
    color de sangre; la
    muñeca de harina. Para el escritor mexicano, empero, el
    verdadero centro de interés en
    el texto de Michelet es la evidencia de una problemática
    existencial que sobrepasa los límites de época: la
    supervivencia agónica de un ser dominado por la
    desesperación de la servidumbre y el anonimato en un
    tiempo amenazado por el poder secular
    y divino. En la bruja de Michelet la magia se presenta como
    sistema simbólico, el cual, fruto de una realidad social
    imperiosa y opresora, contra ella arremete como auxilio y
    defensa. En su primera edad, la hechicería se
    nutrió "de viejas tradiciones paganas y de las lecciones
    cristianas tomadas al revés" y, asimismo, "de la inquietud
    y la impotencia de los hombres" (Michelet, 1952, p. 26-7. Trad.
    mía). En el estado
    general de las sociedades en
    la Edad Media,
    edad de los hombres, como la nombró Georges Duby (Duby,
    1989), "la mujer especialmente se desesperó y se
    vió arrastrada a entregarse al Diablo" – el "negativo de Dios", el
    seductor de cuerpos y almas, detentor de "todos los secretos de
    la naturaleza que
    turban el sueño"- , conviertiéndose en bruja lujuriosa,
    maldita e impura (Michelet, p. 26-7.Trad. mía). Sin
    embargo, en tanto que "oficiante de esta contra-religión", la bruja
    es la única detentora de las llaves que propician el
    acceso y tránsito entre lo real y lo imaginario, entre la
    represión histórica y la ilusión
    liberadora.

    Transportada a través de Aura al contexto
    mexicano, en el que, recuerda Le Clézio, el silencio
    encubre el pensamiento interrumpido de las antiguas
    civilizaciones y la Historia comienza en el encuentro de dos
    sueños –
    el sueño de un mundo de magia, sustentado por la
    dualidad sexual y psíquica de sus divinidades y
    exterminado por el furor del sueño masculino moderno de la
    Conquista, nacido del deseo de poder (Le Clézio, 1988, p.
    11)- , la bruja
    de Michelet se transforma en la prolongación renovada de
    una misma problemática: interdicción, soledad y
    anonimato que afloran del cotidiano como búsqueda de una
    realidad perpetuamente ansiada pero nunca alcanzada, nostalgia de
    un tiempo que se espacializa, "cuerpo", como observa Octavio Paz,
    "del que fuimos arrancados" (Paz, 1986, p. 187).

    Aura-Consuelo pasan a encarnar, entonces, a la vez,
    todas las funciones
    simbólicas comunes a las varias figuras femeninas
    concebidas por Fuentes, desde su primer libro: la decadencia del
    poder mágico de Teódula Moctezuma; la loca
    pasión que sobrevive hasta a la muerte, conservada por la
    sepulcral Carlota de Tlactocatzine del jardín de Flandes;
    el incomprendido poder secreto de Mercedes Zamacona, proscrita
    por su rebeldía; la exacerbación erótica y
    religiosa de Asunción; la representación, por
    Regina y Catalina, de un Paraíso perdido y rescatado en
    los verdes ojos de Dolores. Decaídos símbolos del
    pasado, víctimas de la opresión sentenciadas al
    aislamiento y personificación del Mal, al igual que las
    heroínas trágicas de las narrativas del Gothic
    Revival; imágenes
    barrocas de la transitoriedad humana y de la lucha entre el
    deleite carnal y la abnegación redentora;
    manifestación surrealista de la victoria de
    Eros-daimonion, fuerza
    mediadora y subversiva propiciadora de la facultad de conocimiento
    (Béhar & Carassou, 1984, p. 143): los múltiples
    y simultáneos rostros legados por todos esos personajes a
    su más joven descendiente reflejan la experiencia de la
    pérdida y del rescate de la unidad y la identidad por
    intermedio de la imaginación que se vuelve
    deseo.

    También Felipe Montero hereda rasgos indelebles
    de sus antecesores, aproximándose más de los
    personajes masculinos de Dickens, detenidos entre la farsa y el
    misterio de un ambiguo entorno urbano donde se entrecruzan
    sueño y realidad, y de los personajes de James, quienes,
    viviendo un exilio real o ilusorio, se confinan en un presente
    sin pasado donde se confrontan con sus dobles, fantasmas de
    sí mismos, testigos y símbolos de la "última
    condena de la civilización natal, de una realidad sin
    dirección" (Bessière, 1974, p. 143.
    Trad. Mía). Pero, para mejor caracterizar a Felipe dentro
    del contexto mexicano contemporáneo, Fuentes se
    basó en un antecedente inmediato, ideado por Xavier
    Villaurrutia en su cuento Dama de corazones: así, pues,
    Montero reitera la indecisión y el ascetismo de Julio,
    narrador-protagonista a quien el regreso a la tierra
    natal reserva un angustiante proceso de auto(re)conocimiento que
    le hace descubrir un pasado hasta entonces ignorado, convertido
    por la irreversibilidad del tiempo en "valor preciso,
    historia, que hace daño" (Villaurrutia, 1966, p. 594).
    "Naúfrago voluntario" refugiado en una "isla de
    egoísmo", Julio ve aflorar su "línea del corazón",
    "oculta bajo un enrejado impenetrable", en la dualidad del
    juego de
    seducción que le divide entre sus primas Aurora y Susana,
    opuestos y esfumados recuerdos de la infancia que resurgen para
    sobreponerse en su memoria como "dos películas destinadas
    a formar una sola fotografía", unidas por un mismo cuerpo
    "como la dama de corazones de la baraja" (Villaurrutia, p. 576).
    Influenciado por la reveladora presencia del elemento femenino,
    Julio experimenta, como más tarde Felipe, un estado de
    devaneo –
    "vuelan los deseos en la
    imaginación"-
    que lo lleva a entrever belleza y juventud en la figura de
    una anciana "horrible, arpía flaca, mitológica, con
    un juego de arrugas en la cara propio para representar todas las
    etapas de la vejez […]",
    a quien estuvo a punto de confesar sus secretos. Aunque temiendo
    no encontrar "la puerta de la realidad", Julio se da finalmente
    cuenta de que, presos al cotidiano, "no hacemos más que
    vivir nuestras costumbres": "Apenas sí en el sueño,
    vertiginosamente, vivimos en intensidad, en sólo un
    instante, lo inesperado, lo trágico, la felicidad, el azar
    […] todo lo que no es sueño no es vida."

    Proviene de esta vieja señora la voz cascada que
    guía a Felipe luego de su entrada en el caserón de
    Aura-Consuelo. Otros elementos de la narrativa de Villaurrutia se
    repiten en el texto de Fuentes: el reloj que, imperioso, anuncia
    el paso de las horas; el "cuarto de estudio" alfombrado con un
    verde sombrío; la bata verde seco; el ramo de violetas que
    recuerda a Mme. Girard el primer día de su viudez; el
    espejo en el cual Julio encuentra, por fin, otro rostro: "[…]
    descompuesto que no puedo menos de palpar y esculpir con las
    manos como si mañana fuese a dejar de ser mío para
    siempre".

    Mas como en el caso de Aura-Consuelo, existe una
    diferencia básica que distingue a Felipe de sus
    ascendientes: su actuación se orienta, ante todo, hacia la
    realización de un destino colectivo y no propiamente hacia
    la consecución de una voluntad individual. Asumiendo una
    función semejante a la anteriormente desempeñada en
    La muerte de Artemio Cruz, la instancia del tú corrobora
    esta orientación al presentársenos como voz
    denunciadora de una realidad sin sentido, que Montero experimenta
    en tanto personificación del mexicano contemporáneo
    de las grandes ciudades. En la figura de un Prometeo moderno,
    retenido entre la nostalgia de un paraíso perdido y la
    imposibilidad del paraíso futuro, Felipe condensa, al
    igual que sus compañeras, todos los tiempos a los que se
    ven invariablemente sometidos los personajes de
    Fuentes.

    El joven Montero no llega a expresar la inquietud
    existencial de Manuel Zamacona, pero se encuentra, como
    él, aprisionado en la misma obcecada reverencia al pasado,
    no al latente pasado azteca de Manuel, sino a un pasado
    estático que intenta recuperar, a través de una
    anamnesis historiográfica, en su gran obra de conjunto
    sobre los descubrimientos y conquistas españolas en
    América:

    Si lograras ahorrar por lo menos doce mil pesos,
    podrías pasar cerca de un año dedicado a tu propia
    obra, aplazada, casi olvidada. […] una obra que resuma todas
    las crónicas dispersas, las haga inteligibles, encuentre
    las correspondencias entre todas las empresas y
    aventuras del siglo de oro, entre los prototipos humanos y el
    hecho mayor del Renacimiento. (A,
    p. 140)

    Son estos planes de trabajo y la necesidad de apoyo
    financiero para realizarlos que le impelen a aceptar la propuesta
    de la viuda Llorente. Desde la lectura del
    anuncio en el
    periódico, voz de llamamiento que se actualiza cada
    nuevo día, hasta el momento del encuentro con Aura, el
    joven historiador recorre el camino iniciático que
    enigmaticamente lo conduce al omphalos de la ciudad de México,
    donde, más que en otro punto cualquiera de la capital, el
    pasado indígena subyace literalmente a la
    construcción de un nuevo orden cultural. En el centro
    vital de la antigua Venecia-Tenochtitlán, se reproduce en
    el rosa y el gris de sus edificaciones – "Unidad del tezontlé, los nichos
    con sus santos truncos coronados de palomas, la piedra labrada de
    barroco
    mexicano, los balcones de celocía, las troneras y los
    canales de lámina, las górgolas de arenisca". (A,
    p. 127)- la
    misma sugestión de callado desánimo captada por el
    protagonista de The Aspern papers durante su búsqueda del
    quartier perdu que abriga el misterioso templo de Miss Bordereau.
    En medio a ficticias, aunque no menos poderosas aguas, la morada
    de la viuda Llorente integra el indistinto conglomerado de viejos
    palacios coloniales de la Calle de Donceles, punto de
    convergencia a la vez sombrío y privilegiado en el
    interior del cual, como una especie de Gustav Aschenbach
    hispánico, Felipe encuentra una muerte simbólica:
    "Levantarás la mirada a los segundos pisos: allí
    nada cambia. Las sinfonolas no perturban, las luces de mercurio
    no iluminan, las baratijas expuestas no adornan ese segundo
    rostro de los edificios." (A, p. 140) A Gustav Aschenbach,
    protagonista de Muerte en Venecia, le asedia una movilidad que
    este personaje rechaza en su inalterable mundo bizantino y que le
    revela la dudable naturaleza del Arte y del
    artista. En Aura, a su vez, el auto(re)conocimiento de Felipe
    señala la dudable naturaleza de la historiografía y
    del historiador. La elección de la Calle de Doncelles como
    centro geográfico de la trama no parece, pues, gratuita:
    su antiguo número 66 abriga la sede de la Academia
    Mexicana de Historia.

    El acto de transposición del umbral constituye el
    primer estadio de una serie de ritos de agregación y
    transferencia, como la escalada ascencional, la cena conjunta
    (cfr. los términos "comensal" y "comensalismo’), la
    ablución, ritos a los que Felipe se someterá a lo
    largo del proceso de adquisición de su nueva identidad.
    Orientada hacia una dirección favorable, la puerta de
    entrada, con "esa cabeza de perro en cobre,
    gastada, sin relieves: semejante a la cabeza de un feto canino en
    los museos de ciencias
    naturales", se transforma para el joven en el límite
    entre la ordenación caótica de la realidad exterior
    y la imprevisible quietud de lo imaginario:

    Las nomenclaturas han sido revisadas, superpuestas,
    confundidas. El 13 junto al 200, el antiguo azulejo
    numerado –
    47- encima
    de la nueva advertencia pintada con tiza: ahora 924. […]
    Imaginas que el perro te sonríe y sueltas su contacto
    helado. La puerta cede al empuje levísimo de tus dedos y
    antes de entrar miras por última vez sobre tu hombro,
    frunces el ceño porque la larga fila detenida de camiones
    y autos
    gruñe, pita, suelta el humo insano de su prisa. Tratas,
    inútilmente, de retener una sola imagen de ese
    mundo exterior indiferenciado. (A, p. 127)

    Dejándose guiar por la voz de la
    seducción, Felipe es atrapado por Aura-Consuelo como
    Psyché por Eros: se conduce a ambos a un recinto oculto
    localizado en el centro de un valle; ambos penetran la oscuridad
    guiados tan sólo por las palabras del(de la) futuro(a)
    amante: "Buscas en vano una luz que te guíe. Buscas la
    caja de fósforos en la bolsa de tu saco, pero esa voz
    aguda y cascada te advierte desde lejos: – No…, no es necesario. Le ruego
    […]" (A, p. 127)

    La descripción de los primeros instantes de
    Montero en el interior de su nueva realidad evocan el mismo
    pasaje de la percepción
    de los valores
    sensibles a la percepción de los valores
    sensuales expresada en el cuento Tlactocatzine del jardín
    de Flandes, de Los días enmascarados. Con su olor de
    musgo, de humedad de plantas y
    raíces podridas – "perfume adormecedor y
    espeso"- , el
    patio oscuro por donde se introduce Felipe a través de un
    "callejón techado" duplica el recóndito
    jardín del caserón de Puente de Alvarado renovando
    la representación simbólica de una corporeidad
    femenina sobrehumana. La inmersión en las tinieblas
    experimentada luego del cierre del acceso al zaguán inicia
    la instauración del régimen nocturno, espacio y
    tiempo propicios tanto al afloramiento del inconsciente (cfr. La
    muerte de Artemio Cruz) como a la acción sobrenatural,
    régimen aquí asociado, también en su
    carácter numinoso, a la figura de
    Hécate, grande diosa-madre de las magas que encarna a la
    bacante para seducir a las almas de los muertos, soberana de las
    encrucijadas y de la noche, ocasión favorable a la
    realización de ritos secretos (Caro Baroja, 1986, p. 45).
    En Aura, la repetición de esta geografía
    mítica, que opone el espacio sagrado (interior) al
    homogéneo y geométrico espacio profano (exterior),
    relaciona simbólicamente casa y cuerpo a la imagen del
    templo, santuario que actúa a modo de sortilegio y cuyo
    objetivo último es atraer a su interior, al centro del
    cual todo se irradia y adónde todo converge, es decir, el
    altar, lugar en que el ritual de transferencia culmina con la
    unión erótica de Felipe y Aura-Consuelo delante del
    Cristo Negro mexicano.

    Octavio Paz afirma que al ritualizarse, asumiendo el
    proceso de simbolización como función sublimadora,
    el erotismo opera una transformación, una
    conversión –
    en el sentido religioso de la palabra- radical (Paz, 1979, p. 229). En
    la quinta obra de Fuentes esta acción sublimadora se
    cumple a través de la asociación simbólica
    entre erotismo y religiosidad, ambos caracterizados, observa
    Bataille, por la búsqueda de una continuidad más
    allá del yo y del mundo inmediato (Bataille, 1980,
    p.105-6). Las nociones de sacrificio, comunión y liturgia
    se vinculan aquí con la base misma del acto erótico
    y con las dos grandes esferas religiosas focalizadas en la
    novela. La primera, la concepción
    mágico-mítica común a las sociedades
    arcaicas, para las cuales el sacrificio ritual integra las
    fiestas religiosas, aproximando al hombre de sus dioses y
    haciéndoles participar de la santidad – imitatio dei (Eliade, s.d., p.
    112). El sacrificio ritual es, pues, una ofrenda: consagra y
    diviniza a la víctima. Por intermedio de la muerte,
    deshace la sucesión ordenada del trabajo (tiempo profano)
    y de la existencia cotidiana, configurándose como elemento
    transgresor. En esas sociedades el erotismo se presenta como un
    momento de alta tensión religiosa: afirma su
    carácter sagrado al invocar la negación de
    cualquier límite (Bataille, p. 98). La segunda, la
    religiosidad judaico-cristiana que se opuso al espírito de
    transgresión. La continuidad renovadamente perdida y
    recuperada en las sociedades arcaicas a través del
    sacrificio se la reencuentra, en el Cristianismo,
    fuera de los cuerpos, en la figura de Dios, invocada más
    allá de la violencia de
    los delitos rituales
    a través del amor total y sin cálculo de
    los fieles, quienes sólo contribuyen para el sacrificio en
    la cruz con sus faltas (Bataille, p. 106). El erotismo pasa a ser
    entonces objeto de condenación, cayendo en el dominio de
    lo profano, ahora concebido como profanación de lo divino,
    asimilado a lo impuro y al Mal, o sea, a la transgresión
    condenada, el pecado.

    Aura revive la mítica figura de la hechicera,
    sacerdotisa de la naturaleza que, según Michelet, preside
    la industria
    soberana que cura y conforta al hombre (Michelet, 1952, p. 23).
    Bella donna conocedora tanto de las virtudes como de los
    maleficios de plantas y pociones, y que se vale de la
    metamorfosis zoomórfica en su actuación
    mágica, la hechicera celebra un culto de fertilidad
    concerniente a las ceremonias arcaicas que el pensamiento
    religioso cristiano interpreta como una actividad subvesiva y
    diabólica (Caro Baroja, 1986, p. 110). Consuelo es, a su
    vez, Aura decadente: oficiante del culto al Diablo, el
    Ángel o Dios de la transgresión, de la
    insumisión y la revuelta, bruja que lleva estampada en su
    aspecto físico la marca de la
    degradación. Privada del amor y del goce sensual
    – el castigo de Lucifer
    no es aquí la incapacidad, como ha resaltado Papani, sino
    la imposibilidad de amar (Papini, 1969, p. 72)- Consuelo se ve condenada a fruir
    tan sólo el "placer de la devoción",
    debilitándose en su alcoba dónde ocupa el lugar
    central del martirio. La envuelven la morbidez de las
    imágenes que se contuercen en el viejo grabado iluminado
    por los candelabros –
    mantenedores de la llama divina pero también del
    fuego luciferino-
    y el desorden promovido por la "sucia legión
    gruñidora" de los demonios, deliberada afrenta a la
    resignación y a la esperanza de la muerte que se refleja
    en las imágenes de los santos, veneradas junto a las
    vísceras conservadas en frascos de alcohol y a
    los corazones de plata:

    Cristo, María, San Sebastián, Santa
    Lucía, el Arcángel Miguel, los demonios sonrientes,
    los únicos sonrientes en esta iconografía del dolor
    y la cólera: sonrientes porque […] ensartan los
    tridentes en la piel de los
    condenados, les vacían calderones de agua
    hierviente, violan a las mujeres, se embriagan, gozan de la
    libertad
    vedada a los santos. […] la señora Consuelo de rodillas,
    amenaza con los puños, balbucea las palabras que, ya cerca
    de ella, puedes escuchar […]. (A, p. 136)

    Consuelo pronuncia palabras bíblicas bajo la
    forma de conjuro, expresión de la voluntad propia y del
    deseo (Caro Baroja, 1986, p. 30) – "Llega, Ciudad de dios; suena, trompeta de
    Gabriel; ¡ay, pero cómo tarda en morir el mundo!"
    (A, p. 136)- y
    denuncia con sus movimientos nerviosos y lascivos
    – la gesticulatio,
    signo del desorden (Schmitt, 1990, p. 432)- el transe
    demoníaco:

    Avanzas de nuevo hacia la puerta; la empujas, dudando
    aún, y por el resquicio ves a la señora Consuelo de
    pie, erguida, transformada, con esa túnica entre los
    brazos: esa túnica azul con botones de oro, charreteras
    rojas, brillantes insignias de águila coronada, esa
    túnica que la anciana mordisquea ferozmente, besa con
    ternura, se coloca sobre los hombros para girar en un paso de
    dansa tambaleante. (A, p. 144-45)

    Sólo la encarnación de Aura concede a
    Consuelo la verdadera movilidad que esta vieja señora,
    clavada entre las imágenes religiosas, apenas consegue
    esbozar. Además, le toca a la joven la tarea de preparar y
    llevar a cabo las sucesivas etapas del ritual mágico que
    le hacen a Felipe apto al cumplimiento de su misión: la
    iniciación en las tinieblas; la imposición del
    régimen alimentar de riñones, símbolos de
    la memoria, en
    salsa de cebolla, acompañados siempre de un
    "líquido rojo y espeso" como vino y sangre,
    símbolos eucarísticos pero también principios
    úmedos –
    dynamis-
    que sustentan el poder dionisíaco; la
    confección de la muñequita de trapo, "rellena de
    una harina que se escapa por el hombro mal cosido", de rostro
    pintado con "tinta china" y el
    cuerpo desnudo, "detallado con escasos pincelazos"; el holocausto
    del macho cabrío.

    En la beatitud de su habitación, donde el
    único adorno es la imagen barroca de un Cristo Negro
    mexicano, con gestos coordenados, imagen del orden moral y de la
    voluntad de Dios (Schimtt, 1990, p. 31), Aura se vale del
    simbolismo litúrgico para reinstaurar un ritual de
    eficacia
    mítica a través del cual se diluyen los
    límites de la razón. Al modo de oración,
    discurso de
    acatamiento y vasallaje, sus palabras encierran el
    conocimiento prohibido que revela la anulación de
    jerarquías y límites (Caro Baroja, 1986, p.
    41):

    – El cielo no es
    alto ni bajo. Está encima y debajo de nosotros al mismo
    tiempo. […] [Aura] dirige miradas fortuitas al Cristo de
    madera negra,
    se aparta por fin de tus pies, te toma de la mano, se prende unos
    capullos de violeta al pelo suelto, te toma entre los brazos y
    canturrea esa melodía, ese vals que tú bailas con
    ella, prendido al susurro de su voz, girando al ritmo
    lentísimo, solemne, que ella te impone […] (A, p.
    150)

    El carácter místico presente en esta
    unión erótica de la pareja evoca simbolismos
    múltiples e intercambiables: el culto de
    celebración de la Cuaresma tradicionalmente encenado en la
    España
    barroca, cuando, en medio a la oscuridad de los templos
    católicos, cuyos vitrales eran recubiertos con
    paños negros, se destacaba el altar como centro iluminado
    por un único foco de luz, irradiador de la verdad de la
    resurrección de Cristo; el episodio de la vida de los
    coras mexicanos narrado por Fuentes en uno de sus ensayos,
    indígenas recriminados por la Iglesia
    misionera por su osadía al interpretar eróticamente
    la Pasión de aquél que se les habían
    presentado como el el dios del amor, entregándose a los
    placeres de la carne delante de la agonizante imagen del
    Crucificado; la doctrina de las sectas gnósticas,
    especialmente el sacramento valentiniano según el cual se
    realiza, en el interior de una cámara nupcial, el
    casamiento celestial de Christos, el escogido (pero no
    Jesús), con Pistis Sophia, restableciéndose
    así la unidad entre el espíritu y la materia:
    "[…] deja que la simiente de la luz baje a tu cámara
    nupcial, recibe al novio, abre espacio para él y abre tus
    brazos para abrazarle. Observa cómo la gracia bajó
    sobre ti" (Seligman, 1979, p. 91. Trad. mía).
    Sophía significa "saber", "ciencia",
    "prudencia" y también "astucia". Recordemos la
    metamorfosis de Aura en una coneja – animal doméstico de las diosas
    lunares del México prehispánico- de nombre Saga, antigua
    designación para Maga y Sabia.

    Bajo los ojos del Cristo Negro, la comunión
    erótica de Aura y Felipe transforma el simbolismo
    místico en manifestación concreta y
    simultánea de esos espacios de representación
    trastrocados, para inmediatamente simbolizarlos, una vez
    más, en nuevos significados. La dualidad se hace presente
    en todos los actos que acompañan este ritual de
    transformación, donde se mezclan y se confunden elementos
    mágicos y eucarísticos: el lavapies representa un
    acto religioso de humildad, pero también un acto
    cósmico de purificación; la harina usada en la
    confección de la muñequita y rociada por las
    hechiceras durante la realización de sus ceremonias
    mágicas posee los mismos poderes del pan de las oblaciones
    (Antiguo Testamento) y de la hostia consagrada para la
    comunión con Cristo, cuyo fraccionamiento simboliza la
    separación del cuerpo y del alma de Jesús.
    Componiendo la unidad mística entre las partes integrantes
    de la acción sacrificial, Aura se ofrece como
    dádiva, convirtiéndose a la vez en sacrificador y
    criatura sacrificada (Jung, 1985, p. 56).

    [Aura] Acaricia ese trozo de harina delgada, lo quiebra sobre
    los muslos, indiferentes a las migajas que ruedan por sus
    caderas; te ofrece la mitad de la oblea que tú tomas,
    llevas a la boca al mismo tiempo que ella, deglutes con
    dificultad; caes sobre el cuerpo desnudo de Aura, sobre sus
    brazos abiertos, extendidos de un extremo al otro de la cama,
    igual que el Cristo negro que cuelga del muro con su
    faldón de seda escarlata, sus rodillas abiertas, su
    costado herido, su corona de brezos montada sobre la peluca
    negra, enmarañada, entreverada con lentejuela de plata.
    Aura se abrirá como un altar. (A, p. 150)

    Momento de alta tensión simbólica, esta
    unión erótica instaura la equivalencia entre la
    consagración de la revelatio divina y la
    profanación de la epiphanéia diabólica,
    definiendo, así, el destino de los personajes. Al repetir
    la simbología abstracta del rito litúrgico,
    Aura-Consuelo se someten una vez más a la censura y
    punición de los dogmas que las desgarraron de su
    dimensión mágica, echándolas al margen de la
    sociedad y la cultura. Por
    intermedio de los símbolos de una nueva Pasión,
    Aura-Consuelo buscan entonces reverter el estigma de su
    decadencia y de la condena rompiendo la cronología
    eucarística, que enfatiza la historicidad profana de
    Cristo, a fin de rescatar un orden ritual mítico cuyo
    tiempo, ontológico por excelencia, manifiesta lo sagrado
    en su carácter reversible y perpetuamente recuperable.
    Para alcanzar la plenitud de verse completado por una identidad
    inconscientemente ansiada, Felipe es llevado a vivir en este
    exacto momento, preso al terror de la pesadilla de
    imágenes yuxtapuestas, la transfiguración imputada
    a su compañera. Delante del Cristo Negro, ama a una mujer
    de cuarenta, de verdes ojos endurecidos por el tiempo, figura que
    señala la transformación de la hechicera Aura, cuyo
    cuerpo de "niña" había retenido antes entre las
    manos durante el primer enlace amoroso, en la bruja Consuelo, la
    vieja de "rostro desgajado, compuesto de capas de cebolla,
    pálido, seco y arrugado como ciruela cocida", a quien, al
    final de la obra, Felipe reconoce y acepta en la inminencia de
    una nueva e inevitable unión, a lo más
    sugerida.

    Montero transpone, por fin, los límites de su
    estoicismo machista, ofreciéndose también él
    en sacrificio. A través del trabajo de ordenación y
    transcripción de los manuscritos de Llorente, sacados del
    arca vieja e infestada de ratas tras cada indicación de la
    anciana, descubre que el general, en la autosuficiencia de su
    gloria apolínea, desaprueba la efusión
    erótica y la obsesión por la fetilidad que
    contagian a su joven esposa, viéndolas no como aspectos
    positivos, vigorizadores, sino como principio de
    profanación:

    "Consuelo, no tientes a Dios. Debemos conformarnos.
    ¿No te basta mi cariño? Yo sé que me amas;
    lo siento. No te pido conformidad, porque ello sería
    ofenderte. Te pido, tan sólo, que veas en ese gran amor
    que dices tenerme algo suficiente, algo que pueda llenarnos a los
    dos sin necesidad de recurrir a la imaginación
    enfermiza…"[…]

    No habrá más. Allí terminan las
    memorias del
    general Llorente: Consuelo, le démon asussi était
    un ange, avant… (A, p. 156)

    El pragmatismo de
    Felipe le hace ver con restricciones los manuscritos del
    fallecido general. Mas, a la medida que el joven historiador se
    deja seducir por el discurso del recuerdo y del deseo, su
    pragmatismo abre paso a la aceptación de otra
    vida:

    Pegas esas fotografías a tus ojos, las levantas
    hacia el tragaluz: tapas con una mano la barba del general
    Llorente, lo imaginas con el pelo negro y siempre te encuentras,
    borrado, perdido, olvidado, pero tú, tú, tú
    […]

    […] Escondes la cara en la almohada, tratando de
    impedir que el aire te arranque las facciones que son tuyas, que
    quieres para ti. Permaneces con la cara hundida en la almohada,
    con los ojos abiertos detrás de la almohada, esperando lo
    que ha de venir, lo que no podrás impedir. (A, p.
    157)

    Montero es "el escogido" porque detiene el conocimiento
    que necesita la vieja señora para la consecución de
    sus planes, es decir, domina el discurso historiográfico
    de la Conquista, testimonio de la subyugación social y
    religiosa, pero también, simultáneamente,
    expresión de un estado de ensueño imaginativo (Caro
    Baroja, 1986, p. 67), en en cual se interpolan y confunden todos
    los niveles de percepción de la realidad, los mismos que
    el joven experimenta a lo largo de su trayecto ritual y que
    están representados en las alternancias de los espacios.
    Felipe ocupa inicialmente el cuarto de Llorente en el piso
    superior, decorado con los colores mexicanos
    y al estilo del Segundo Imperio (paredes revestidas de papel oro y
    oliva; sillón de terciopelo rojo), único ambiente de
    contornos visualmente definidos, fijados por la luz exterior que
    avanza a través del amplio tragaluz, símbolo de la
    ordenación del caos por la razón. Baja
    después, cruzando el salón gótico. Es en
    este espacio figurativo trascendental y metafísico,
    determinado por la luz colorida y cambiante que transmite una
    sensación de fugacidad, de ingravidez (levedad,
    fluctuación; cfr. Nieto Alcaide, 1985), contraria a toda
    fijación de una realidad estable y material, que Felipe
    descubre por primera vez un placer inimaginable bajo el efecto
    del "mareo" producido por el rubro vino y por los ojos de
    Aura:

    Tú tomas el lugar de Aura [en la silla
    gótica], estiras las piernas, enciendes un cigarrillo,
    invadido por un placer que jamás has conocido, que
    sabías parte de ti, pero que sólo ahora
    experimentas plenamente, liberándolo, arrojándolo
    fuera, porque sabes que esta vez encontrarás respuesta…
    (A, p. 135)

    La inmersión en las tinieblas del patio inferior,
    que se rompen por instantes a la luz débil de un
    fósforo (frágil centella de la percepción
    racional), complementa ese estado de inmaterialidad: "[…]
    terminar de reconocer las flores, los frutos, los tallos que
    recuerdas mencionados en crónicas viejas; las hierbas
    olvidadas que crecen olorosas, adormiladas […]" (A, p. 148).
    Desde ahí regresa Felipe al piso central donde se ubica el
    cuarto de Consuelo –
    espacio figurativo desmaterializado en una dimensión
    irreal- y el de
    Aura –
    representación agónica del juego
    pictórico barroco. En esas cámaras intermedias y
    casi secretas, que varios índices indican tratarse de una
    única pieza duplicada por la exacerbación
    imaginativa de Felipe, se renueva este simbolismo
    cromático –
    claro/oscuro-
    revelador de la irrupción liberadora del
    inconsciente, genuíno lugar de origen y formación
    de la conciencia plena.

    El lecho de "migajas y edredones" de Consuelo se
    confunde con las migajas de la "oblea" que se esparcen por entre
    los muslos de Aura. Las polaridades del simbolismo
    cromático son igualmente índices significativos. En
    el cuarto de Consuelo, Felipe se da cuenta de que sólo el
    punto negro de la pupila de la anciana rompe la claridad de sus
    ojos líquidos e inmensos, "casi del color de la
    córnea amarillenta que los rodea" y tan ofuscadores cuanto
    el brillo "de la corona parpadeante de objetos religiosos". Aura
    posee, a su vez, "ojos de mar que fluyen", los cuales busca
    mantener cerrados en la presencia de Consuelo "como si temiera
    los fulgores de la recámara". En la habitación de
    la joven, imagen invertida del cuarto de la viuda Llorente, la
    comunión erótica con Felipe sucede justamente bajo
    un único punto de luz envuelto por la oscuridad. Al
    amarillo de los ojos de la viuda Llorente y a la verde mirada de
    Aura se conjuga el rosa de las pupilas de Saga, variación
    del rojo que, con el oliva (= verde) y el dorado (= amarillo),
    compone la patriótica decoración del antiguo cuarto
    del general cedido al historiador. La sustitución del
    "viejo grabado" por el Cristo Negro se encarga de completar la
    dualidad de este simbolismo.

    Entre las manos de Montero los papeles amarillentos y
    disgregados de Llorente se transforman entonces en el "polvo sin
    cuerpo" de la Historia que le impulsan a imaginar las falsas
    medidas de "un tiempo acordado a la vanidad humana". Cuerpo de
    Aura y Consuelo, en cuya transfiguración se revela el fin
    de una edad mítica, suplantada por los malogrados ideales
    de un México utópico, nacidos antes mismo de la
    Conquista y de nuevo proyectados, en vano, en el sueño
    romántico y fugaz de Maximiliano. Dejando de posicionarse
    como mero lector del pasado, Felipe pasa a emprender la
    práctica historiográfica como un renovable y
    constante movimiento de
    aproximación a la Muerte, ni Paraíso ni tumba,
    sólo la misma existencia, soñada, comunión
    primitiva con el tiempo pretérito que permite el
    intercambio de signos de vida (Barthes, 1988, p. 93). Cumpliendo
    de esta forma la función del historiador-sacerdote
    concebida por Michelet, Felipe Montero asume una práctica
    que no es propiamente de orden intelectual, sino de orden social
    y sagrada: se trata, como en la fórmula de
    Sófocles, no tanto de velar por la memoria de los muertos,
    y sí completar, mediante una acción mágica,
    lo que su vida tiene de absurda y mutilada (Barthes, p.
    92).

    Pero es la mujer quien, en su realeza sacra
    – afirma
    Michelet- ,
    detiene verdaderamente el lenguaje
    mágico capaz de salvar al hombre y la Historia en los
    momentos fatales en que éstos se atrofian y debilitan bajo
    el yugo del poder. Sólo la mujer puede garantizar el
    relieve de la
    Historia desfalleciente y restituir al hombre su tiempo circular
    original. En tanto conocimiento superior, religión e
    iniciación. Aura-Consuelo le revelan a Felipe el estatuto
    femenino de su quehacer histórico, completando,
    así, el sentido cifrado en el epígrafe de la obra.
    Del enlace erótico de esos cuerpos renace la Historia como
    acto – en el
    sentido genésico de la palabra- de penetración, lucha amorosa cuyo
    objetivo último es conceder a sus contendores la plenitud
    en el presente a partir de la sobrevida que les reserva el
    pasado.

    Con un lenguaje
    singular y pujante intertextualidad, cuya inevitable presencia en
    la obra se debe, según el autor, a una frase de Paul
    Éluard (poeta del amor y de la Mujer) súbitamente
    rememorada durante la conversación con
    Buñuel –
    "La poésie ne se fera chair et sang qu’a
    partir du moment ou elle será
    réciproque"-
    , en su quinto libro Fuentes actualiza su mitología femenina para descubrir, una vez
    más,la Historia en crisis.

    Narrativa gótica bajo el signo del suprarreal
    barroquismo mexicano, a la luz de lo insólito moderno Aura
    pretende rescatar todas las posibilidades de lo imaginario a fin
    de reinventar lo maravilloso, en el cotidiano, como instrumento
    de conocimiento y conquista. Escrita con el lenguaje del deseo,
    esa nueva Historia se convierte en la fuerza genésica que
    restaura las palabras y purifica a los hombres,
    devolviéndoles el sentido de la
    realidad.

    Del interior de una modernidad
    sofocante, Aura surge, entonces, como discurso
    mágico-mítico de la seducción: hechiza a
    Felipe Montero y al lector para redescubrir, afirma Fuentes, lo
    que fue olvidado, los motivos del origen y de la unidad (Fuentes,
    1978, p. 12).

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    Autor:

    Maria Aparecida da Silva

    Profesora de Literaturas Hispanoamericanas
    Facultad de Letras de la Universidad
    Federal de Rio de Janeiro

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