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La deformación de la representación




Enviado por ecrevari



    Capítulo 5

    1. El Clientelismo
      Político como fenómeno enraizado
      socialmente
    2. El contraclientelismo
      político
    3. El universo mediático y
      el clientelismo
    4. La falacia de las visiones
      "objetivas"
    5. Diferentes formas
      clientelares

    El Clientelismo
    Político como fenómeno enraizado
    socialmente

    En el capítulo anterior se planteaba algunas
    consideraciones vinculadas a ciertos desvíos que suelen
    producirse detrás de un incorrecto mecanismo de
    financiación de la actividad política. Se
    sugería que para garantizar transparencia, equidad y
    autonomía, el Estado debe
    oficiar de verdadero garante en materia de
    administración responsable para los fondos
    públicos y privados que se canalizan para el
    funcionamiento de los partidos
    políticos.

    No se trata de incurrir en argumentos funcionales a
    aquellos sectores que esgrimen de un modo exclusivo una defensa
    corporativa. Mucho menos de asignar desprejuiciadamente fondos a
    una actividad de carácter
    secundario. Se trata de generar condiciones competitivas
    igualitarias para que el juego
    electoral pueda desarrollarse despejado de gruesas distorsiones y
    que el funcionamiento democrático adquiera reales
    condiciones de pluralismo y libertad.
    Lamentablemente, las permanentes irregularidades producidas,
    junto a las urgencias más elementales en términos
    de una distribución más justa del ingreso,
    hacen que una cuestión de esta magnitud aparezca
    constantemente soslayada, planteándose de un modo
    irracional y frecuente que sin el costo de la
    política se podría vivir mejor. Y lo peor es que
    esa irracionalidad no proviene exclusivamente de expresiones
    sociales aisladas. Por el contrario, suele surgir de referentes y
    comunicadores sociales con gran capacidad de amplificación
    comunicacional.

    Es así como uno de los factores desde los cuales
    la esfera de lo mediático entra en colisión con los
    partidos políticos, se relaciona con la permanente
    información que desde los primeros se
    brinda a la sociedad civil,
    en referencia al funcionamiento interno de las estructuras
    partidarias.

    A partir de las permanentes denuncias e investigaciones
    periodísticas relacionadas con ciertos manejos
    discrecionales de lo público, los medios de
    comunicación adoptan una dinámica recursiva que, en última
    instancia, se asemeja a una profecía autocumplida: los
    líderes políticos utilizan al aparato estatal como
    una maquinaria destinada a satisfacer compromisos
    parapolíticos o personales y en donde la discrecionalidad
    frente a la
    administración de lo público parece ser la
    regla más que la excepción. El clientelismo, en
    forma análoga, aparece como la manifestación
    más frecuente y deplorable, acelerando aún
    más la espiral de descrédito del esquema de
    representación democrático. El clima subyacente
    presentado es la sospecha; la mayor parte de las conclusiones a
    las que se arriban apuntan a confirmar dicha
    posición.

    De esta manera, los líderes políticos, o
    todos aquellos que asumen como propia la actividad
    política, yacen de un modo permanente ante la opinión
    pública en el banquillo de los acusados: desde el
    más profundo escepticismo se alude a ellos como
    protagonistas activos o en
    potencia de los
    más graves niveles de corrupción
    institucional. Desde este punto de vista, el clientelismo
    político irrumpe como una consecuencia de la
    irresponsabilidad y los intereses egoístas de los
    líderes políticos, más que como una grave
    anomalía social.

    Toda forma directa o indirecta de prebenda se
    esquematiza como una relación unidireccional que vincula a
    líderes políticos o sociales con capacidad
    operativa para usufructuar diferentes bienes o
    recursos
    públicos, con una sociedad civil
    carente de determinadas oportunidades. Se produce así una
    relación de intercambio: favores por adhesiones
    electoralistas, inmersos en el seno de una sociedad
    pasiva.

    Las maquinarias electorales, juzgadas como virtuales
    asociaciones ilícitas, vigorizan su funcionamiento toda
    vez que disponen de recursos múltiples para la "compra" de
    votos, el chantaje social y la corruptela. Los caudillos
    políticos irrumpen, de este modo, como actores que
    articulan organizaciones
    políticas con alcance esencialmente
    regional o local. Cuentan con un séquito diseminado a lo
    largo y lo ancho de las administraciones gubernamentales,
    tutelado o administrado por "punteros" que, a cambio de un
    apoyo mercantilizado, resultan beneficiarios de determinados
    favores personales. De este manera, el caudillo se ramifica
    ostensiblemente para amplificar los márgenes de
    acción: el hospital de la zona, el registro civil,
    las licencias de automotor, el Juez de Faltas, la legislatura
    local, los planes sociales, el sindicato, la
    obra social y otras tantas áreas, son puntos
    estratégicos en donde se ubican ciertos operadores que
    reproducen a escala el mismo
    esquema organizacional del caudillo y los eventuales actos de
    peculado.

    Esta caracterización predominantemente
    mediática incurre en una excesiva simplificación.
    En efecto; la sociedad civil aquí adquiere un rol
    eminentemente pasivo, ya que son caracterizados como
    víctimas de un esquema perverso de dominación sin
    posibilidad de resolución, y sin responsabilidad alguna ante cada suceso de
    naturaleza
    clientelar.

    Como respuesta a tal descripción extremadamente
    esquemática y parcializada, suele surgir, por parte de
    muchos ciudadanos, una profunda antipatía y rechazo. La
    actividad política pasa a ser considerada como el recurso
    más vil en materia de su asociación directa con la
    corrupción, al tiempo que todos
    aquellos que se abocan a ella son, como se sostenía
    anteriormente, corruptos activos o en potencia.

    Pese a que tal reacción social se sustenta sobre
    cuestiones que efectivamente llegan a ser verdaderamente
    aberrantes, el diagnóstico no deja de resultar falaz. Para
    demostrarlo, basta con llevar al argumento a su máxima
    expresión: si todos aquellos que actúan en
    política son la causa exclusiva de los alarmantes niveles
    de corrupción, con sólo apartarlos o segregarlos,
    el tema estaría resuelto. Una variante semejante de esta
    lógica,
    irrumpe frecuentemente toda vez que se plantea una profunda y
    drástica reducción de los cargos de
    representación reñida de todo enfoque que contemple
    de modo maduro y responsable aspectos estructurales y de equilibrio de
    poder.

    Sin embargo, no es preciso incursionar profundamente en
    el análisis comparado sobre las diferentes
    formas de
    gobierno, como para percibir que dicha cuestión lejos
    se encuentra de poder ser considerada resuelta si se procediese
    de ese modo. Los excesos en las funciones y los
    actos delictivos surgirían en el breve plazo, sólo
    que con nuevos actores. ¿Qué mejor escenario se
    presenta para el análisis planteado que el comportamiento
    discrecional de un dictador?.

    Un país "sin política" es un país
    "con política", sólo que ésta es ejercida
    por otros, con métodos y
    filosofía de naturaleza paternalista, autoritaria,
    excluyente y estrecha. Tarde o temprano y con mayor o menor
    intensidad la discrecionalidad vuelve a surgir, aunque sin los
    frenos y contrapesos propios de un esquema liberal, republicano y
    democrático.

    El clientelismo y la práctica prebendaria, tarde
    o temprano irrumpirán nuevamente como un fenómeno
    de carácter cíclico. Como otro ejemplo de ello,
    resulta oportuno analizar ciertos fundamentos esgrimidos desde el
    llamado "movimiento
    piquetero"; alternativa de movilización social con eje en
    los cortes de rutas y accesos de comunicación vehicular que se ha
    incentivado a partir del año 2000 en la República
    Argentina
    .

    Dicho movimiento, motorizado por actores que en
    principio esgrimen un profundo rechazo por toda forma de
    intermediación en materia de representación de
    intereses. Durante los sucesos de conflictividad social
    originados en la localidad argentina de Tartagal, el movimiento
    piquetero manifestaba que sólo levantarían la
    medida de protesta social, en tanto el Poder
    Ejecutivo les asignara una cierta cantidad de programas de
    subsidio por desempleo
    (Plan Trabajar)
    viables de ser administrados de un modo exclusivo por ellos, como
    protagonistas directos de la exclusión y la
    marginación social. Ningún dirigente
    político debía interceder en la acción de
    reparto, ya que se entendía a la gestión
    como de naturaleza eminentemente arbitraria y
    preferencial.

    Si bien el Poder Ejecutivo no atendió en forma
    absoluta dichos reclamos de adjudicación de planes de
    asistencia social, puso a disposición una parte
    considerable de los mismos a los que se destacaban como
    líderes naturales con capacidad de mando en la protesta
    social.

    El resultado de tal decisión resultó
    verdaderamente emblemático: los referentes ocasionales
    terminaron favoreciendo con los subsidios de desempleo a
    familiares y amigos, con lo cual es posible apreciar como las
    prácticas clientelares no tardaron en volver a
    reproducirse. Sólo cambiaron los protagonistas de la
    acción de reparto, aunque la discrecionalidad y el
    favoritismo no tardaron en ponerse de manifiesto.

    Conclusiones análogas pueden desprenderse del
    análisis del comportamiento electoral de muchas
    jurisdicciones. Pese a que los máximos dirigentes
    políticos suelen resultar objeto de las más
    profundas críticas, en muchos casos, éstos terminan
    imponiéndose ampliamente en los sucesivos actos
    electorales, sin sospecha cierta de fraude efectivo.
    De este modo, intendentes, legisladores o gobernadores, se
    entronizan legítimamente en términos electorales en
    los diferentes cargos electivos a lo largo del tiempo,
    independientemente de la coyuntura política. ¿La
    perpetuidad en el poder sólo es producto de
    las artimañas electorales?. ¿Puede deducirse falta
    de madurez política por parte del electorado?.
    Probablemente responder de un modo categóricamente
    afirmativo a tales interrogantes implicaría incurrir en
    una simplificación excesiva de dicha
    problemática.

    Aunque el clima de opinión que se intenta
    vertebrar desde diversos medios de
    comunicación, parecería indicar que la vigencia
    del caudillismo tiene
    los días contados, el comportamiento electoral de la
    sociedad civil parecería indicar otra situación
    diferente. Es como que el fenómeno del liderazgo
    carismático lejos se halla de ser superado, con lo cual es
    posible arribar a conclusiones análogas en términos
    de la perdurabilidad de las relaciones clientelares.

    A la distancia, o desde determinados ámbitos
    académicos, el clientelismo político es considerado
    como un profundo flagelo social, que corroe progresivamente los
    márgenes de autonomía de la política y el
    pleno ejercicio de los derechos de los ciudadanos.
    Sin embargo, a escala reducida o específicamente en el
    espacio donde se producen las relaciones clientelares,
    probablemente ella no sea la opinión predominante; al
    menos en la profunda intimidad de los ocasionales beneficiarios,
    que frente a determinada vicisitud no dudan en recurrir a
    soluciones
    discrecionales, a pesar de que el discurso
    manifiesto suela afirmar lo contrario. Probablemente ello sea un
    indicador de la profunda brecha entre macro y
    micropolítica, en cuyo caso los profundos conflictos
    devenidos de la ineficiencia de ciertas agencias gubernamentales,
    pueden ser considerados como otro propulsor adicional de dicho
    problema social.

    Aunque en este proceso de
    intercambio se establece una relación social desigual
    entre favores por adhesión política o electoral, la
    cepa clientelar goza de gran fortaleza. Y tal vez ello obedezca a
    la cultura
    política vigente dentro de la cual no resulta preciso
    desembocar en discriminaciones por niveles
    socio-económicos. No sólo los más
    postergados económicamente son objeto y sujeto del
    clientelismo. Lo que puede variar es el producto del intercambio,
    no el proceso en sí.

    Durante mucho tiempo las relaciones clientelares
    constituyeron el recurso social por antonomasia, tanto desde la
    faena política, como para el logro de objetivos
    personales de los individuos. Quizás el desarrollo
    más desproporcionado pueda ser ubicado en la
    expansión colosal del sector
    público, propio de la decadencia del Estado de
    Bienestar. Desde el desarrollo de políticas
    básicamente asistencialistas, las relaciones de
    intercambio se erigieron como una práctica frecuente, sin
    mayores matices partidarios, tendiente a la obtención de
    empleo
    público u obtención de bienes básicos. Por
    dar un ejemplo, la práctica de obtener una licencia para
    conducir en forma discrecional se naturalizó de tal modo
    que en algunas jurisdicciones locales, tramitarla en
    términos lógicos no parece ser el mecanismo elegido
    por el gran conjunto de los individuos. Lo mismo puede apreciarse
    en la gestión de habilitaciones comerciales, documentos de
    identidad,
    licencias de habilitación de vehículos de alquiler,
    viviendas, líneas telefónicas, turnos
    hospitalarios, concesiones, etc. Aquellos que ostentan
    capacidades concretas para la resolución de determinados
    "favores", por su parte, especulan con dichos recursos con
    objetivos claros de acumulación política y/o
    beneficio económico.

    Por tal motivo, detrás de cada esquema funcional
    en los diferentes organismos oficiales, se establecen un conjunto
    de prácticas parainstitucionales que alcanzan las
    dimensiones de verdaderas organizaciones corruptas en las cuales
    ciertas expresiones gremiales no resultan excluidas, y en las que
    vastos sectores de la sociedad civil se encuentran inmersos,
    tanto por necesidad como por utilitarismo. Una vez más, y
    en contraposición a la clásica ley de Say, la
    demanda
    aquí es la que genera la oferta.

    En este sentido, la labor desarrollada por los medios masivos
    de comunicación generalmente se circunscribe a la
    presentación de una realidad extractada y por ende
    incompleta. La sociedad se conmueve ante determinados sucesos
    resonantes, a pesar de que en su comportamiento posterior vuelva
    a alimentar a los circuitos de
    la discrecionalidad clientelar.

    Desde el ámbito mediático se le adjudica
    al clientelismo y a las prácticas prebendarias la causa
    esencial desde donde se erige la crisis de
    representatividad. No obstante, muchos de los individuos que
    logran indignarse hasta el enfado frente a tales sucesos, acuden
    tarde o temprano a la solicitud prebendaria, engrosando la trama
    de las relaciones clientelares. Un caso elocuente de esta sutil
    asociación entre clientelismo político y sociedad,
    puede apreciarse en la participación electoral del
    caudillo Adhemar de Barros, líder
    brasileño de San Pablo durante los años ciencuenta
    y sesenta, y la utilización del tristemente célebre
    lema de campaña: "Roba pero hace".

    Consecuentemente es posible inferir que el clientelismo
    político constituye una sólida argamasa desde la
    cual se llevan a cabo profundas relaciones sociales. En estas
    prácticas, ser ganador o damnificado es de características circunstanciales:
    ¿cómo encuadrar de un modo preciso a aquel grupo familiar
    beneficiado parainstitucionalmente con la adjudicación de
    una vivienda?. La cuestión del clientelismo
    político se halla profundamente enraizada en la sociedad.
    Intentar aprehender dicho factor en una categoría
    conceptual, resulta así una tarea prácticamente
    infructuosa.

    El
    contraclientelismo político:

    Anteriormente se planteaba que el fenómeno del
    asistencialismo y la práctica del favoritismo y la
    discrecionalidad se constituyen como un recurso utilizado por
    ciertos líderes políticos, para desarrollar
    estrategias de
    aparato político, y por ende, de acumulación
    política y económica.

    Desde la lógica de la prebenda personal, la
    relación de intercambio abre las condiciones como para
    fijar, por parte de quien otorga, un neto vínculo de
    dependencia. El empleo público, por ejemplo, permite que
    el referente político disponga a gran escala, de la vida
    de quien resulta supuestamente beneficiado. Sus misiones y
    funciones en términos laborales pueden hallarse de este
    modo, relativizadas por los intereses y objetivos de quien se
    constituye en el otorgador de la prebenda. En tal sentido, el
    dador puede optar por convocar al receptor para que opere sobre
    ciertas actividades ajenas a sus funciones específicamente
    laborales, con el consiguiente perjuicio funcional del
    área donde éste revista
    laboralmente. En un esquema de máxima, dicha convocatoria
    puede llegar a verse fortalecida por una coerción
    manifiesta o latente, so riesgo de perder
    la fuente de ingresos o el
    beneficio de la prebenda.

    De este modo, estas relaciones de intercambio adquieren
    características netamente diferenciadas. En un proceso
    convencional, la relación de intercambio comienza y
    finaliza a partir de un bien o servicio y el
    precio que por
    él se fija para llevar a cabo el proceso de transferencia.
    En el caso en cuestión, el precio de intercambio deja de
    ser único, para transformarse en un aspecto a ser
    constantemente confirmado y posteriormente oblado. La supuesta
    lealtad que inicia a la relación clientelar, en este
    sentido, es reformulada constantemente aunque de un modo cada vez
    más unilateral, por parte del dador. Si se considera que
    la lealtad constituye una relación de ida y vuelta entre
    individuos libres, ella aquí padece una grave
    deformación que la asemeja mucho más a la
    obsecuencia o a la pura dominación.

    Desde los medios de comunicación es muy frecuente
    observar acciones de
    profundo cuestionamiento a las prácticas mencionadas. Sin
    embargo la cuestión se circunscribe a un proceso de tipo
    testimonial que no llega a afectar el plano medular de tal
    fenómeno. ¿Qué ocurre con el individuo que,
    en términos de espectador, recoge la imagen o denuncia
    y simultáneamente convive en el universo
    prebendario?. Puede que los efectos que en él se produzcan
    sean casi inocuos, con lo cual la esencia clientelar se mantiene
    vigente. Pero también puede ocurrir que dicha noticia
    provoque en el receptor sentimientos de indignación,
    frustración o incluso, rechazo visceral dirigidos al que
    con su capacidad de dominación subyuga al destinatario de
    la prebenda. Y es aquí donde surge el contraclientelismo
    político.

    En este caso, puede ocurrir que el receptor,
    imposibilitado materialmente de desligarse de dicha
    relación de dominación, opte por comportarse de un
    modo diferente, basándose principalmente en la simulación, e intentando combatir al fuego
    con el fuego. El contraclientelismo político se
    manifiesta toda vez que luego de un acto clientelar, éste
    genera una dinámica propia, más allá del
    propio proceso se intercambio. El receptor se comporta como si su
    apoyo fuera de características irrestrictas, a pesar de
    que la finalidad de su acción esté dirigida a
    lograr objetivos diferentes. Mientras continúa gozando del
    beneficio, o soportando la coerción, corroe
    subrepticiamente las bases mismas del dador.
    El caso
    más elocuente de ello probablemente se manifiesta en
    períodos electorales: se simula una incondicional
    adhesión o sumisión que permita la continuidad del
    beneficio, pero en el cuarto oscuro se sufraga de un modo opuesto
    al requerido por el dador. También el fenómeno se
    presenta de un modo inverso: se declama contra las
    prácticas prebendarias, y luego se sufraga conforme a una
    promesa concreta.

    Otro caso semejante, capaz de ser encuadrado en la
    figura del contraclientelismo político, se establece
    cuando el receptor de la prebenda apunta a emanciparse de la
    relación de dominación corriente, aunque que ello
    no implique apartarse del universo
    clientelar. Por el contrario, se encamina a reemplazar al dador
    por un sustituto que por lo general reúne condiciones
    más satisfactorias para la obtención de nuevas
    prebendas o favores. El mejor ejemplo de ello lo sintetiza aquel
    individuo que desempeña roles de "puntero
    político". En este caso, elige quién de los
    líderes puede llegar a ser el que "pague el mejor precio"
    por sus servicios o
    por su capacidad de traccionar votos.

    En el fondo de todas estas variantes se ubica el
    conjunto de la sociedad civil, la cual pese a compartir ciertas
    premisas esgrimidas desde ámbitos contestatarios, es parte
    y a la vez fortalece la ramificación de las redes clientelares en un
    mapa prácticamente inconmensurable.

    La crisis de representación, aquí,
    evidencia todas sus aristas. Ya no se trata de circunscribir a
    ello errores de percepción, comportamiento o mala
    ejecución de políticas por parte de los
    líderes políticos, frente a una sociedad inerme y
    pasiva. Por el contrario, dicha crisis es patrimonio
    común del seno social donde ésta se retroalimenta
    de un modo permanente.

    Lamentablemente no es posible arribar a conclusiones
    optimistas. En todo caso, sólo podrán encontrarse
    ciertos paliativos aptos como para acotar los márgenes de
    las redes clientelares, aunque lo que sí resulta seguro es que en
    tanto y en cuanto la exclusión y la marginalidad
    social sigan siendo un fenómeno relevante de la realidad,
    el clientelismo político gozará de buena salud.

    El universo
    mediático y el clientelismo:

    La tarea básica de los medios de comunicación
    social frente al fenómeno del clientelismo, es
    básicamente la de persistir en la actitud de
    denuncia, a pesar de que ésta sea estrictamente
    superficial. En bambalinas, la geografía interna del
    mundo empresario mediático ofrece considerables
    prácticas que hacen suponer que el clientelismo
    político actúa y se desarrolla con gran virulencia
    e impunidad.

    Al igual que en el ámbito futbolístico, determinados personeros no
    dudan en recurrir a una permanente reivindicación y tutela
    de ciertos "códigos", como un modo elegante de preservar
    ciertas prácticas corporativas sustentadas en el silencio
    cómplice. El clientelismo vigente aquí ofrece una
    pura actividad de lobby. La información, la programación y el ámbito de
    cobertura mediático no escapa a un neto ejercicio de
    manipulación destinado a la preservación y al
    incremento de determinados intereses económicos y
    políticos.

    De esta manera es posible afirmar que lo que
    frecuentemente se conoce como relaciones clientelares es, en
    definitiva, un mero recorte de una conducta social
    de mayor envergadura, sólo que dicho recorte probablemente
    obedezca a las diversas acciones de manipulación y
    dominación de los sectores más desposeídos.
    Las miserias humanas puestas de manifiesto en el clientelismo
    convencional, son sólo una muestra de una
    conducta que degrada profundamente la condición humana,
    más allá de la situación
    socioeconómica de los individuos.

    Tal vez una réplica resultante a este concepto, se
    centralice en el hecho de que el clientelismo político
    revista mayor gravedad como consecuencia de que éste lucre
    y manipule a partir de los recursos públicos. Pero dicho
    argumento sólo vuelve a parcializar la situación.
    Porque la evasión impositiva, la publicidad
    oficial, o las prerrogativas que las empresas
    multimedias persiguen diariamente en su incansable faena de
    lobby, tarde o temprano terminan imputadas en la cuenta de la
    sociedad civil. Y ello adquiere mayor gravedad si además
    se considera la responsabilidad
    social que las empresas mediáticas tienen desde el
    punto de vista de la ética que
    profesan y les exige estar al servicio del gran público
    consumidor. Dicha
    ética no se circunscribe de ningún modo al
    ámbito empresarial. Por el contrario, proliferan
    periodistas o comunicadores sociales que mediante el soborno
    favorecen o incrementan las prácticas corruptas, actuando
    como un eslabón más de la cadena de
    desinformación e impunidad. Dicho de otro modo,
    ¿con qué frecuencia se mencionan a las
    multinacionales de la
    comunicación y a las operaciones que
    comúnmente llevan a cabo desde el punto de vista de la
    manipulación mercantilista que luego se ve reflejada en la
    información diaria que brindan?. Como lo señala
    Serge Halimi, "la exaltación de la libertad de prensa sirve a
    menudo para enmascarar la tiranía silenciosa que los
    medios y sus propietarios querrían hacer imperar sobre la
    vida política y cultural".

    Frente a todo lo planteado parecería que, como el
    clientelismo en sus distintas variantes constituye un
    fenómeno que involucra el conjunto de la sociedad, no es
    posible imaginar ninguna solución. Sin embargo un
    desmesurado pesimismo también resulta impreciso. Porque
    para todo ilícito, la respuesta que una sociedad moderna
    debe ofrecer, transita inexorablemente por el camino de un
    Poder Judicial
    eficiente e independientemente comprometido con la plena vigencia
    del espíritu republicano y el sostenimiento de la democracia. La
    alternativa superadora radica, de este modo, en la
    profundización y vigencia del accountability horizontal
    definida por Guillermo O´Donnell y desarrollada en el
    capítulo 4.

    El fenómeno del clientelismo, por lo tanto, es
    una cuestión extremadamente compleja por la cual es la
    sociedad en su conjunto la que debe dar cuenta para su
    superación; a partir de un profundo y amplio
    reconocimiento, carente de hipocresía.

    Es posible mejorar el funcionamiento de la
    política a través de mecanismos dotados de mayor
    transparencia y control social.
    Pero confiar en ello no puede implicar en absoluto considerar que
    sólo con líderes políticos con probada
    honestidad es
    posible desterrar al clientelismo definitivamente. Si cada
    ciudadano no advierte que la derrota de este fenómeno es
    una tarea para la cual tiene mucho que ofrecer, tal vez esos
    líderes honestos terminen perdiendo el trámite
    electoral y la lucha política, en manos de quienes
    perciben, sin equivocarse, que la veta para el favoritismo, la
    corruptela y la discrecionalidad aún sigue ofreciendo
    mucho para explotar y ofrecer.

    En función de
    lo expuesto, puede sostenerse que el clientelismo político
    no sólo es causa de dominación. Por el contrario es
    también un efecto, cuyas causas residen en las
    características inherentes a los esquemas de creencia y
    dominación social, las cuales no necesariamente reconocen
    como origen a las diferencias sociales o económicas, sino
    también en términos de identidad colectiva, de
    relaciones sociales y de poder.

    La falacia de las
    visiones "objetivas"

    Frecuentemente el clientelismo político es
    abordado desde perspectivas que se podrían rotular
    –no sin un dejo de ironía- como "objetivos; es
    decir, son supuestamente portadoras de una "neutralidad"
    valorativa plena en materia de defensa implícita de
    privilegios de sector. Para estos enfoques, el desarrollo
    económico ocupa un papel central.
    El clientelismo político es la causa de una población económicamente activa
    ligada esencialmente a la órbita del empleo
    público, o de la prebenda estatal.

    La formulación de programas de reforma en los
    ámbitos locales, suelen ser diseñados a partir de
    una matriz
    conceptual que subestima el relevamiento pormenorizado de las
    características de los factores de producción, y de la percepción de
    los actores locales, con lo cual el resultado es un conjunto de
    propuestas estandarizadas, aplicables tanto en una localidad como
    en otra. De este modo, se ignoran los aspectos históricos
    y sociológicos que de un modo disruptivo fueron moldeando
    las condiciones estructurales e institucionales de dichas
    sociedades
    locales, y en las cuales el clientelismo político
    adquirió características definitorias
    específicas.

    Los hechos demuestran que dichas concepciones terminan
    estableciendo como objetivos resultantes, a un conjunto de
    acciones que se circunscriben a una puja entre sectores con
    características diferenciales en materia de poder, con lo
    cual la supuesta neutralidad valorativa deja paso a la
    preservación y consolidación de determinados
    privilegios. Dicho enfoque ha alcanzado su máxima
    expresión a partir del mayor protagonismo alcanzado por el
    discurso neoliberal, a partir del a década del
    ’90.

    ¿O acaso el discurso que segmenta al país
    entre provincias o regiones viables e inviables, no reconoce como
    antecedente o premisa a dicha concepción?. Esta
    visión profundamente segmentada, que llevada a su
    máxima expresión no es otra cosa que una
    visión dicotómica entre ricos y pobres, o entre
    centro y periferia, incurre además en el error de
    establecer una cadena de relaciones causales extremadamente
    lineales e insuficientes para dar cuenta del fenómeno del
    clientelismo. De un modo análogo, se suele circunscribir
    analíticamente a dicha cuestión como una mera
    deformación de las políticas de base
    asistencialista, dado que éste se produciría a
    partir de las diferencias de poder político inmersas en el
    marco de la sociedad; es decir, el clientelismo es el resultado
    de las políticas distributivas y paternalistas, que desde
    la vigencia del Estado de Bienestar, se implementaron a costa de
    las reglas del mercado.

    De acuerdo a esta concepción, la descentralización, que de por sí
    proporcionaría mayores ámbitos formales de
    representación y canalización de demandas,
    contribuiría significativamente a una reducción de
    las prácticas clientelares, dado que al tornar más
    transparentes a los ámbitos de interacción
    política, el control social se haría presente de un
    modo más institucionalizado y por ende, efectivo. El
    mercado local, en estas circunstancias, quedaría liberado
    del "intervencionismo estatal", con lo cual se estaría en
    condiciones de tender a relaciones económicas sujetas al
    libre juego de la oferta y la demanda. Plantear al problema
    exclusivamente de este modo, ¿no resulta un ejercicio
    intelectual hipócrita e inmoral?.

    Diferentes
    formas clientelares

    El acápite anterior debe ser entendido como un
    intento que permita o sea capaz de despejar toda posibilidad de
    aceptar categóricamente la premisa "a mayor
    descentralización, menor clientelismo político".
    Frente a ello, la alternativa provisional podría
    orientarse en el orden del "puede darse, pero bajo determinadas
    condiciones". Y por cierto, en ello mucho tienen que ver los
    niveles de pobreza y
    exclusión de cada ámbito
    descentralizado.

    Ahora bien; si las particularidades históricas,
    culturales, sociales económicas y políticas
    constituyen el insumo básico para suponer la mayor
    ingerencia de la especificidad regional frente a la
    cuestión del clientelismo, probablemente sea posible
    intentar deducir ciertos tipos ideales de clientelismo
    político.

    Esta pretensión intelectual podría
    resultar contradictoria. Si cada sociedad local es consecuencia
    exclusiva de un conjunto de factores particulares, ¿desde
    qué ángulo resultaría posible arribar a un
    nivel de conceptos más homogéneo y, por ende,
    tipificable?.

    Se intentará responder a dicho interrogante. Si
    la pura primacía de la diversidad fuese lo que determinara
    la emergencia de las diferentes realidades locales en materia de
    clientelismo político, evidentemente la búsqueda de
    una tipología resultaría una tarea
    infructuosa.

    Sin embargo la aporía no es total. La alternativa
    válida para salir de este atolladero analítico,
    parece provenir de un trabajo elaborado por Javier Auyero, que
    dota de ciertas pistas para avanzar, al menos provisionalmente,
    en el trabajo de
    construcción de la matriz conceptual. El
    autor entiende al clientelismo político desde la
    lógica de una doble vida; tanto cronológica como
    analítica. Y es a partir de este concepto como es posible
    comprender que el clientelismo se instituye como consecuencia de
    un proceso de articulación entre el Estado, el sistema
    político y la sociedad.

    Desde este punto de vista, la amalgama básica que
    hace posible el establecimiento de las redes clientelares, se
    constituye por factores esenciales como la desigualdad propia del
    tipo de relación, la reciprocidad en el intercambio de
    bienes y servicios, y la dominación implícita que
    en ellas se hace presente. De este modo, es posible advertir que
    detrás de cada relación clientelar se encuentra una
    diferenciación concreta en relación a la identidad
    de los agentes involucrados y al poder desigual que éstos
    cuentan.

    Esta relación desigual de poder y
    dominación, juntamente con el hecho de que los lazos
    clientelares se encuentran presentes en los esquemas racionales
    de los agentes involucrados, permite definir una relación
    entre los diferentes tipos de actores que interactúan en
    la sociedad, y la identidad que dichos actores poseen en
    términos de potencial efectivo. Para desarrollar la
    variable tipo de actores, se toma como referencia al esquema de
    actores que propone Pedro Pírez, a saber: actores
    sociales, económicos y políticos. Respecto a la
    variable identidad de los actores, se toma como referencia lo
    trazado por Gerardo Munck en relación a la identidad de
    los agentes sociales: masas, sectores intermedios y elites. Con
    el cruce de ambas es posible obtener una tipología en la
    que se puede observar el carácter general del
    clientelismo, en su relación con el poder
    político:

    TIPO DE ACTORES

    IDENTIDAD del
    AGENTE

     

    SOCIALES

    ECONÓMICOS

    POLÍTICOS

    MASAS

    PARROQUIALISTA

    (1)

    DE PATRONAZGO

    (2)

    DE APARATO LOCAL

    (3)

    MEDIOS

    COMUNITARIO

    (4)

    DE EXCEPCIÓN

    (5)

    DE DISTRITO

    (6)

    ELITES

    SECTORIAL

    (7)

    CORPORATIVO

    (8)

    DE CONTUBERNIO

    (9)

    1. Clientelismo parroquialista: en
      esta categoría se incluyen los individuos que desde la
      esfera de lo social son sujeto a necesidades de carácter
      primarias. En este ámbito, el intercambio puede darse a
      través de votos por prebenda directa, como alimentos,
      vestimenta, materiales
      de construcción, etc. La exclusión social y la
      resolución de urgencias básicas oficia
      aquí como un poderoso alimentador de estas relaciones
      clientelares. Podría resultar ilustrativo, para ampliar
      esta definición, utilizar el concepto formulado por
      Almond y Powell en referencia a los individuos parroquiales:
      "aquellas personas que manifiestan poca o ninguna conciencia
      de los sistemas
      políticos nacionales"
    2. Clientelismo de patronazgo: las relaciones
      laborales y de consumo,
      constituyen aquí un insumo significativo para la
      reproducción de escenarios clientelares,
      que pueden darse entre caciques sindicales y trabajadores.
      También aquí pueden incluirse a los diferentes
      mecanismos informales de promoción de empleo público y
      favores personales, a cambio de votos, lealtad política
      y propensión a participar de actos de
      movilización asociados a la propia dinámica de la
      vida sindical. En relación a las relaciones comerciales
      y de consumo, como referencia familiar, la lógica del
      fiado y la libreta del almacén
      de ramos generales rural puede resultar un ejemplo elocuente de
      este tipo de clientelismo.
    3. Clientelismo de aparato local: en esta
      categoría se incluyen las relaciones clientelares que
      tienen por objeto la construcción de dispositivos
      políticos de influencia territorial o de base
      organizativa, orientados a la administración de caudales
      electorales. La figura predominante en esta categoría
      son los punteros; individuos que a través de una
      intermediación entre el electorado y los líderes
      territoriales, adquieren protagonismo en relación al
      poder político y económico. La adhesión
      política pretende ser el resultado de una acción
      prebendaria directa. Volviendo a Almond y Powell, podría
      tomarse como referencia la definición de
      súbditos. "son aquellos individuos que se orientan hacia
      el sistema político y el impacto que productos
      tales como el bienestar, los beneficios, las leyes, etc.,
      pueden tener sobre una vida, pero que, en cambio, no tienen
      participación en las estructuras de insumo.". En este
      aspecto resulta frecuente la presentación de una
      situación híbrida: individuos que se comportan
      funcionalmente en el desarrollo del clientelismo local, y
      simultáneamente profesan un grado de mayor
      autonomía y conciencia crítica respecto al
      escenario político nacional, probablemente como
      consecuencia de la acción mediática.
    4. Clientelismo comunitario: en esta
      categoría se incluyen a organizaciones sociales como
      asociaciones civiles, clubes, organizaciones no
      gubernamentales, organizaciones eclesiásticas,
      profesionales, etc., que frente a la búsqueda de
      determinadas prerrogativas o beneficios comunitarios, acuden
      ante los líderes políticos como representantes de
      un poder social que emana del conjunto de socios, adherentes,
      fieles, miembros, afiliados, subordinados, colegas, etc. Si
      bien los supuestos que movilizan a la acción, por parte
      de estos actores, suelen ser de aparente altruismo, la
      relación por lo general se halla mancillada por
      intereses sectoriales que no necesariamente se compadecen con
      los intereses colectivos y fundacionales, como por ejemplo
      determinadas decisiones que subsidien política o
      económicamente a una organización comunitaria determinada y
      los "retornos" que consecuentemente son percibidos por ciertos
      individuos participantes en la relación de
      intercambio.
    5. Clientelismo de excepción: si bien
      posee ciertas similitudes con la categoría anterior, en
      este caso la acción se produce fundamentalmente a partir
      de la búsqueda de un beneficio económico, a
      cambio de una supuesta representación de actores
      económicos medios, como por ejemplo instituciones educativas, religiosas, culturales
      comerciales, industriales, de servicios, de fomento, etc. Se
      intenta aquí eximirse, o bien de encuadrarse en
      situaciones más favorables, de obligaciones
      tributarias, o bien, de disposiciones formales que favorezcan
      la producción de determinados bienes o servicios. Un
      caso elocuente lo constituye las excepciones a los
      Códigos de Planeamiento
      Urbano para favorecer la edificación
      irregular.
    6. Clientelismo de Distrito: similar al
      clientelismo de aparato local, éste tiene por objeto la
      construcción de dispositivos electorales de más
      amplio alcance. Se constituyen por lo general, a partir de
      necesidades de ascenso político a nivel de distrito o
      provincial. En este caso los punteros son reemplazados por la
      figura del referente; dirigentes territoriales que con base en
      circuitos o circunscripciones electorales ofrecen apoyo
      político a cambio de favores dentro de las diferentes
      estructuras funcionales de las administraciones
      gubernamentales.
    7. Clientelismo Sectorial: en este caso se
      incluyen a los cuerpos directivos de federaciones,
      cámaras profesionales, sindicatos,
      organizaciones religiosas, ambientales, de ciertas agencias
      gubernamentales, etc. El objetivo, en
      este caso, se vincula con la posibilidad concreta de
      influenciar directa o indirectamente en las políticas
      sectoriales que los líderes políticos adoptan
      como programa o
      acción de gobierno. El
      intercambio se produce a partir de la promesa de brindar apoyo
      electoral o de cuadros técnicos, en tanto los
      líderes políticos respondan efectivamente con
      políticas funcionales para el sector en
      consideración. Esta modalidad posee gran relevancia en
      el diseño de políticas
      gubernamentales que, por su envergadura, se extienden
      más allá de las jurisdicciones local o
      provincial. Ciertas operaciones entre empresas de
      infraestructura o servicios y gobiernos, constituyen un ejemplo
      de ello.
    8. Clientelismo corporativo: en esta
      categoría se incluyen al conjunto de relaciones
      clientelares entre los líderes políticos y
      representantes de las elites de grandes corporaciones
      nacionales o transnacionales financieras, industriales, de
      servicios, de medios de comunicación masivos,
      eclesiásticas, agropecuarias, etc, Al igual que en el
      caso del clientelismo de excepción, se persigue
      aquí un beneficio esencialmente económico a
      cambio de apoyo político y económico a los
      líderes políticos, que indirectamente se
      transforman en portavoces de demandas corporativas. En esta
      categoría se incluyen diferentes modalidades de
      financiación de la actividad política, en
      particular los aportes para campañas electorales de
      órbita nacional.
    9. Clientelismo de Contubernio: la
      denominación de esta categoría obedece al hecho
      de que se ponen en juego relaciones clientelares entre
      diferentes elites políticas discriminadas por su
      carácter territorial, como el caso de la relación
      entre gobernadores y Poder Ejecutivo Nacional. Del mismo modo,
      estas relaciones pueden darse en el seno parlamentario, o bien,
      entre determinados líderes políticos con elites
      de otras fuerzas políticas. También pueden
      incluirse aquí las relaciones entre líderes
      políticos y representantes diplomáticos,
      servicios de inteligencia, e incluso ciertas relaciones entre
      gobiernos.

    Podría suponerse que a partir de la magnitud que
    dicha categorización adquiere, se termina confundiendo a
    una enorme constelación de relaciones propias del proceso
    político con la práctica clientelista. Pero ello no
    es así. Porque lo que aquí se menciona, se
    circunscribe a las relaciones que se establecen
    independientemente de las estructuras normativas que rigen los
    destinos del país.

    En consecuencia, el clientelismo constituye una variedad
    muy singular de corrupción enraizada socialmente que, si
    bien no necesariamente implica delito expreso,
    utiiliza directa o indirectamente a los recursos públicos,
    a la capacidad de influencia o al chantaje, para satisfacer las
    ambiciones políticas, económicas o sociales de un
    individuo, grupo o sector con la anuencia tácita o expresa
    de individuos, grupos o sectores
    en búsqueda de ciertos bienes, favores, lobby, o
    intermediación con el Estado.

     

     

    Por Esteban Luis Crevari

     

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