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Vida y muerte en la Baja Edad Media




Enviado por mortalcaos2000



    1. Vida
    2. El tiempo y su
      medida
    3. Alimentación
    4. Fiestas y
      diversiones
    5. La muerte
    6. La muerte en la
      población
    7. Opinión
      personal
    8. Bibliografía

     

    Introducción

    El presente trabajo trata sobre los aspectos de la vida
    cotidiana de la gente que vivía en la Baja Edad Media. Se
    ha estructurado en dos grandes bloques bien diferentes

    El primer bloque trata sobre las dificultades que
    provocaba el clima y la
    ausencia de movilidad territorial por parte de la mayoría
    de la población. También se muestra
    cómo era concebido el tiempo medieval y
    la llegada del tiempo moderno, algunas características sobre cómo se
    alimentaba la gente y las diferentes fiestas que llevaban a cabo
    para romper con la rutina diaria.

    El segundo bloque trata sobre los aspectos menos alegres
    y muestra los conocimientos de la medicina
    medieval, las enfermedades, los
    testamentos, la concepción de la muerte y
    las características de la posterior sepultura.

    I. Vida

    1. Medio físico y comunicación con otras áreas
    culturales

    1.1 Medio físico

    Los hombres y mujeres de la Edad Media sufrían
    con dureza las consecuencias del medio físico. Los rigores
    del invierno eran muy difíciles de combatir para todas las
    clases
    sociales, utilizando tanto los nobles como los humildes el
    fuego para combatirlo.

    Gracias a la leña o el carbón vegetal el
    frío podía ser evitado y surgieron incluso
    rudimentarios sistemas de
    calefacción, siendo la chimenea el más utilizado.
    El refugio más empleado durante los largos y fríos
    inviernos eran las casas, utilizando numerosas ropas de abrigo
    para atenuar los rigores meteorológicos. Las pieles eran
    el elemento característico del vestido medieval. Para
    combatir el calor
    sólo se podía recurrir a un baño y las
    gruesas paredes de las iglesias y los castillos.

    Otro elemento que suponía una importante
    limitación era la luz. Por la noche
    las actividades se reducían muchísimo. Incluso las
    corporaciones laborales prohibían a sus miembros trabajar
    durante la noche. Entre los motivos de estas prohibiciones
    encontramos la posibilidad de provocar incendios o la
    imperfección en el trabajo
    debido a la escasa visibilidad.

    Las horas nocturnas solían servir a la fiesta en
    castillos o universidades, fiestas que se extendían a toda
    la sociedad en
    fechas señaladas como el 24 de diciembre o la noche de
    difuntos. Sin embargo, uno de las situaciones en las que el hombre
    echaba en falta la luz era por motivo de las grandes
    catástrofes: pestes, incendios, inundaciones,
    sequías, etc.

    Los incendios eran práctica habitual en el mundo
    medieval, propagados gracias a la utilización de madera en la
    fabricación de las viviendas. Un descuido daba lugar a una
    gran catástrofe utilizándose también el
    fuego como arma de guerra. Las
    condiciones sanitarias de la población favorecerán
    la difusión de las epidemias y pestes, especialmente
    gracias a las aglomeraciones de gentes que se producían en
    las ciudades donde las ratas propagaban los agentes
    transmisores.

    1.2 Comunicación con otras áreas
    culturales

    El espacio de las gentes medievales era muy limitado.
    Cuando los cronistas hacen referencia a la "tierra"
    sólo aluden a la Europa cristiana
    dependiente del pontificado romano. Fuera de este ámbito
    espacial estaba el Imperio Bizantino y el Islam y a partir
    de ahí los territorios eran bastante mal conocidos,
    mezclándose fábula con escasas dosis de realidad.
    Las noticias del Lejano Oriente llegaban a través de la
    Ruta de la Seda, contactos muy indirectos y limitados.

    África y buena parte de Asia
    serían casi desconocidas para Europa. La mayoría de
    la población medieval no salía de su entorno
    más cercano durante toda su vida. La definición de
    proximidad en la época medieval está relacionada
    con la distancia que se podía recorrer a pie entre la
    salida y la puesta del sol, considerando en ese tiempo
    transcurrido tanto la ida como la vuelta. El ámbito de
    relación sería, por lo tanto, local.

    La movilidad aumenta a partir del año 1000 cuando
    se produce un aumento de la seguridad en las
    vías de comunicación. Entre los culpables del
    aumento de esta movilidad encontramos el desarrollo de
    las peregrinaciones, especialmente a Santiago a través de
    la Ruta Jacobea. La puesta en marcha del Camino de Santiago por
    el que peregrinos de toda Europa llegarán a la costa
    atlántica, traerá consigo el aumento de los
    intercambios tanto económicos como culturales y
    artísticos. Bien es cierto que viajar en la época
    medieval no era una empresa
    fácil.

    Los medios de
    transporte
    eran tremendamente primitivos y los caminos muy precarios. La
    estructura
    medieval era heredera de las vías romanas que empezaron a
    tener una mayor atención a partir del siglo XII. Durante
    estos viajes los
    viajeros podían ser asaltados por bandidos y había
    que pagar numerosos peajes al atravesar territorios
    señoriales lo que motivaba que el trayecto alcanzado fuera
    bastante limitado. Considerando que el viajero utilizara un
    animal para sus desplazamientos, no recorrería más
    de 60 kilómetros diarios por lo que atravesar Francia
    llevaba del orden de 20 días. Las vías fluviales
    serían más rápidas pero este medio de
    comunicación era más utilizado por las
    mercancías.

    A pesar de estos inconvenientes los viajeros eran
    relativamente abundantes. Por ejemplo, por la ciudad francesa de
    Aix pasaban una media de 13 viajeros diarios. Juglares,
    vagabundos, peregrinos, clérigos, soldados, prostitutas,
    animaban los caminos europeos y se alojaban en la limitada
    red de posadas
    existente. Los hospitales para peregrinos y albergues
    ampliarán esta oferta
    asistencial en aquellas zonas del Camino por las que el
    tránsito de viajeros era mayor. La mayoría de los
    peregrinos procedentes de Francia pasaban por el hospital de
    Roncesvalles en cuyo cementerio descansan los restos de un amplio
    número de viajeros que no pudieron cumplir su sueño
    de alcanzar la tumba del apóstol.

    A partir del siglo XII se produce en la Europa cristiana
    un aumento de la
    comunicación con el exterior. Un buen ejemplo
    serían los viajes realizados durante el siglo XIII por el
    mercader veneciano Marco Polo. De esta manera las mentalidades
    europeas pudieron conocer nuevas culturas.

    2. El tiempo y su
    medida

    El tiempo tenía para el hombre
    medieval dos referentes; el primero, de carácter
    físico, era el sol; el
    segundo, de carácter espiritual, eran las campanas de las
    iglesias. Esto ponía de manifiesto la dependencia del ser
    humano respecto a la naturaleza

    Las relaciones existentes entre el cómputo de la
    Pascua y el ciclo lunar y entre la Navidad y el
    solsticio de invierno, los dos hitos del calendario cristiano
    evidenciaron el papel de la
    Iglesia en la
    visión del tiempo entre los europeos.

    Los tiempos litúrgicos se acomodaron a las
    grandes divisiones del año, las estaciones. Al inicio del
    invierno, el Adviento anunciaba el nacimiento de Cristo. Tras
    él, al comenzar la estación y terminar el
    año, las fiestas navideñas (Natividad,
    Circuncisión, Epifanía), estaban seguidas por un
    tiempo de purificación (de animales: san
    Antón, 17 de enero; de personas: la Candelaria, 2 de
    febrero; de conciencias: Cuaresma, recuerdo de los cuarenta
    días de ayuno de Cristo en el desierto). Con la primavera,
    llegaba la Pascua (domingo después del primer plenilunio
    de la estación), la Ascensión y el
    Pentecostés. Y con el verano, la festividad de san Juan
    (24 de junio), en pleno solsticio estival, recubriendo ritos
    cristianos del agua y el
    fuego, y, tras él, la Asunción de la Virgen (15 de
    agosto), la gran fiesta de la fertilidad de las cosechas. La
    llegada del otoño, con la rendición de cuentas y rentas,
    se puso bajo el título de dos santos mediadores: Mateo, el
    recaudador (21 de septiembre) y Miguel, el arcángel
    encargado de pesar las almas (29 de septiembre). Por fin, el
    año cristiano, pero también el de la actividad
    agrícola, ganadera y pesquera, concluía en torno a Todos los
    Santos (1 de noviembre), la conmemoración de los fieles
    difuntos (día 2), heredados de la tradición celta,
    y San Martín (11 de noviembre).

    El ritmo semanal, resultado de dividir en siete el mes
    lunar de veintiocho días, estaba ya en la tradición
    caldea, pero fue el relato bíblico de la creación
    el que consagró seis días de trabajo y uno de
    descanso, en que está prohibido todo trabajo, incluso el
    viaje, si no es por motivo grave. Así 52 domingos al
    año y otras tantas fiestas, numerosas sobre todo en mayo y
    diciembre, constituían los días de guardar, con
    obligación de oír misa y evitar obras
    serviles.

    De esta forma, por cristianización de tradiciones
    previas o imposición de otras nuevas, la Iglesia se
    convirtió en la gran dominadora del tiempo en la sociedad
    europea. Incluso, dentro del día, el ritmo de las horas se
    inspiraba en el de las previstas en las reglas monásticas
    y las campanadas de los templos se encargaban de
    recordarlas.

    A lo largo del siglo XIV el ritmo de vida cotidiana en
    las principales ciudades de occidente experimentará una
    profunda modificación. El tiempo, como bien divino que
    venía medido por la sucesión de campanas que
    anunciaban las horas canónicas, deja de ser
    elástico y gratuito para convertirse en un elemento
    mesurable y apreciable. Los negociantes medievales descubrieron
    que la medida del tiempo era importante para la buena marcha de
    los negocios, pues
    la duración de un viaje, las alzas y bajas coyunturales de
    los precios o el
    periodo invertido por un artesano en la elaboración de un
    producto eran
    factores temporales que intervenían al final en los
    resultados económicos; es decir, se descubrió que
    el tiempo tenía su precio, por lo
    que era necesario controlar y medir su discurrir.

    Tal como se ha mencionado anteriormente, hasta finales
    del siglo XIII la sociedad vivía sujeta a ritmos
    temporales marcados por el calendario agrícola, que estaba
    reafirmado por el calendario litúrgico, ambos tan
    inestables que el segundo dependía de un centro
    móvil, la conmemoración de la Pascua, fijado cada
    año en función
    del primer plenilunio después del solsticio de
    invierno.

    En cuanto a lo que podemos llamar tiempo cotidiano la
    verdad es que el hombre europeo lo vivía sin
    preocupaciones por la precisión y sin demasiadas
    inquietudes por su rendimiento; el único sistema de
    referencia era el señalado por las horas canónicas
    que dividía el día en períodos, distribuidos
    por igual entre el día y la noche, registrado por medio de
    campanas: maitines (medianoche), laudes, prima, tercia, sexta
    (mediodía), nona, vísperas y completas; pero ni
    siquiera esto podía controlarse, porque los toques de
    prima y completas se hacían coincidir siempre, en
    cualquier época del año, con el alba y el
    crepúsculo, y a partir de ellos se computaban el resto de
    toques, con lo cual sólo en los equinoccios se
    conseguía, aproximadamente, delimitar fracciones
    temporales homogéneas. Técnicamente, los relojes de
    agua, arena y sol constituían los únicos medios
    objetivos para
    medir el tiempo, pero eran tan rudimentarios y sujetos a
    circunstancias tan imponderables que no pueden tomarse en
    consideración.

    No obstante antes del siglo XIII se había
    producido en algunos lugares una alteración en el control de ese
    tiempo cotidiano consistente en el desplazamiento de la nona, que
    desde su localización ideal en torno a las tres de la
    tarde había avanzado al mediodía; esta
    pequeña variación que no fue objeto de
    ningún tipo de interpretación n comentario por los
    contemporáneos ha sido explicada, finalmente, por Le Goff
    como debida a la necesidad de subdividir el tiempo de trabajo de
    forma más racional: la nueva situación de la hora
    nona permitía la división de la jornada de trabajo
    de sol a sol, en dos medias jornadas equivalente en cualquier
    época de año.

    Se trata, posiblemente, del primer intento de intervenir
    en la ordenación del tiempo de todos por parte de la
    minoría dirigente. Sin embargo, aún pasarán
    varios decenios hasta que se consigan los medios técnicos
    necesarios para llegar a controlar la división del
    día en 24 horas invariables y hacer público y
    notorio el paso del tiempo. El afán de alcanzar las
    horas ciertas reflejadas en un reloj civil, a las que se
    refieren en 1335 los burgueses de Aire-sur-la-Lys,
    pequeña ciudad gobernada por el gremio de pañeros,
    a imagen y
    semejanza de lo que habían logrado unos años antes
    los de Gante y Amiens, se convierte en una lucha social que de
    manera imparable, y sin apenas resistencia,
    impondrá un nuevo género de
    vida a la sociedad urbana europea, comenzando por las
    áreas más industrializadas de Flandes, Italia y el norte
    de Francia, y que cien años después conduce a que
    rara era la ciudad o lugar de Europa que no contaba con uno o
    varios relojes para controlar el tiempo de sus
    habitantes.

    Los primeros relojes no tenían ninguna
    precisión, se estropeaban con gran facilidad y
    dependían de un encargado que lo controlase, diese las
    campanadas y, en muchas ocasiones, lo ajustase tomando como
    referencia el viejo reloj de sol, el alba o el ocaso. Lo
    más importante es lo que significaron, pues su
    propagación representa la muerte del tiempo medieval, un
    tiempo que A. Gurievich califica de prolongado, lento y
    épico. El nuevo tiempo ya no es divino y propiedad
    exclusiva de Dios, sino que pasa a pertenecer al hombre, a cada
    uno de los hombres, y se tiene el deber de administrarlo y
    utilizarlo con sabiduría, pero que puede también
    comprarse y venderse. Se convierte en herramienta de primer orden
    para el humanista, cuya virtud principal, la templanza,
    tendrá el atributo iconográfico del
    reloj.

    Podemos decir que se produce la aparición de un
    carácter laico en el tiempo, en buena medida debido a los
    relojes. La utilización de sistemas de medición del tiempo en las ciudades
    será fundamental para el desarrollo de las diversas
    actividades, siendo tremendamente importante la difusión
    de relojes a través de pesas y campanas que serían
    instalados en las torres de los ayuntamientos. Los relojes
    municipales aportaban una mayor dosis de laicismo a la vida al
    abandonar la medición a través de las horas
    canónicas. Era una manera de "rebelión" por parte
    de la burguesía que se vería reforzada con la
    aparición, posteriormente, de los relojes de
    pared.

    3.
    Alimentación

    El vino y el pan serán los elementos
    fundamentales en la dieta medieval. En aquellas zonas donde el
    vino no era muy empleado sería la cerveza la bebida
    más consumida. De esta manera podemos establecer una clara
    separación geográfica: en las zonas al norte de los
    Alpes e Inglaterra
    bebían más cerveza mientras que en las zonas
    mediterráneas se tomaba más vino. Aquellos alimentos que
    acompañaban al pan se denominaban "companagium". Carne,
    hortalizas, pescado, legumbres, verduras y frutas también
    formaban parte de la dieta medieval dependiendo de las
    posibilidades económicas del consumidor.

    Uno de los inconvenientes más importantes para
    que estos productos no
    estuvieran en una mesa eran las posibilidades de
    aprovisionamiento de cada comarca. Debemos considerar que los
    productos locales formaban la dieta base en el mundo rural
    mientras que en las ciudades apreciamos una mayor
    variación a medida que se desarrollan los mercados urbanos.
    La carne más empleada era el cerdo -posiblemente
    porqué el Islam prohíbe su consumo y no
    dejaba de ser una forma de manifestar las creencias
    católicas en países como España, al
    tiempo que se trata de un animal de gran aprovechamiento- aunque
    también encontramos vacas y ovejas.

    La caza y las aves de corral
    suponían un importante aporte cárnico a la dieta.
    Las clases populares no consumían mucha carne, siendo su
    dieta más abundante en despojos como hígados,
    patas, orejas, tripas, tocino, etc. En los periodos de
    abstinencia la carne era sustituida por el pescado, tanto de mar
    como de agua dulce. Diversas especies de pescados formaban parte
    de la dieta, presentándose tanto fresco como
    salazón o ahumado. Dependiendo de la cercanía a las
    zonas de pesca la
    presentación del pescado variaba. Judías, lentejas,
    habas, nabos, guisantes, lechugas, coles, rábanos, ajos y
    calabazas constituían la mayor parte de los ingredientes
    vegetales de la dieta mientras que las frutas más
    consumidas serían manzanas, cerezas, fresas, peras y
    ciruelas. Los huevos también serían una importante
    aportación a la dieta. Las grasas vegetales
    servirían para freír en las zonas más
    septentrionales mientras que en el Mediterráneo
    serían los aceites vegetales más consumidos. Las
    especias procedentes de Oriente eran muy empleadas, evidentemente
    en función del poder
    económico del consumidor debido a su carestía.
    Azafrán, pimienta o canela aportaban un toque
    exótico a los platos y mostraban las fuertes diferencias
    sociales existentes en el Medievo.

    Las carnes debidamente especiadas formaban parte casi
    íntegra de la dieta aristocrática mientras que los
    monjes no consumían carne, apostando por los vegetales.
    Buena parte del éxito
    que cosecharon las especias estaría en sus presuntas
    virtudes afrodisiacas. Como es lógico pensar los festines
    y banquetes de la nobleza traerían consigo todo tipo de
    enfermedades asociadas a los abusos culinarios:
    hipertensión, obesidad,
    gota, etc.

    El pan sería la base alimenticia de las clases
    populares, pudiendo constituir el 70 % de la ración
    alimentaria del día. Bien es cierto que en numerosas
    ocasiones los campesinos no comían pan propiamente dicho
    sino un amasijo de cereales -especialmente mijo y avena- que eran
    cocidos en una olla con agua -o leche– y sal.
    El verdadero pan surgió cuando se utilizó un
    ingrediente alternativo de la levadura. Escudillas, cucharas y
    cuchillos serían el menaje utilizado en las mesas
    medievales en las que apenas aparecen platos, tenedores o
    manteles. La costumbre de lavarse las manos antes de sentarse a
    la mesa estaba muy extendida.

    No se introducen productos nuevos, sino que alguno de
    ellos se hizo más popular y otros se integran masivamente
    como símbolo de estatus social o manifestación
    religiosa. Al final de la Edad Media se sigue manteniendo la
    división geográfica entre la cocina del norte donde
    predomina el uso de la grasa animal y la del sur,
    mediterránea, que emplea el aceite de oliva; pero
    también se puede distinguir una cocina
    aristocrática, en la que se produce una mayor variedad de
    productos, de técnicas
    de preparación y de complejidad de esta
    elaboración, con intervención de especias,
    protagonismo de asados de volatería y de guisos de
    pescado, todo con adornos y aderezos de salsas y sofritos,
    así como una notable intervención de la
    confitería.

    La predilección por los sabores aportados por las
    especias se presenta de manera distinta en los países de
    Europa. En Francia es el jengibre la más usada, seguida de
    la canela, el azafrán, la pimienta y el clavo; en Alemania, se
    emplea sólo la pimienta y el azafrán y en menor
    medida el jengibre; los ingleses son los más particulares,
    pues prefieren la cubeba, el macís, la galanga y la flor
    de canela, mientras los italianos fueron los primeros en utilizar
    la nuez moscada.

    Frente a esta cocina muy refinada, cara y con fuertes
    variedades regionales, encontramos una cocina popular, menos
    cambiante, más unida a las necesidades y a la producción del entorno, con predominio de
    guisados en olla, donde la carne debía cocer largo rato
    porque los animales eran viejos y, por tanto, más dura, se
    acompañaba de verduras y legumbres y se completaba con
    elevadas cantidades de plan.

    Tanto en las regiones donde ya había una enorme
    tradición, como en otras, se generaliza la
    elaboración de morcillas con la sangre del cerdo,
    con piñones, pasas y azúcar,
    o las tortas de harina de mijo o de castañas
    también con la sangre del animal, pudiendo entenderlo como
    un intento de demostrar su raíz cristiana y alejar
    cualquier sospecha de judaísmo.

    4. Fiestas y
    diversiones

    La celebración de actos festivos supone la
    ruptura de lo cotidiano durante la Edad Media. Sin embargo, cada
    sociedad manifiesta sus expresiones festivas de forma diferente
    dependiendo de sus condiciones ideológicas,
    socioculturales, económicas, de las relaciones de clases y
    de otros factores que inciden en la propia fiesta.

    En la Baja Edad Media podemos distinguir dos grupos de
    fiestas, las civicorreligiosas, que están ligadas al ciclo
    litúrgico o tienen una razón especial para
    conmemorar acontecimientos especiales, normalmente de tipo
    político (matrimonios reales, visitas del rey, victorias
    militares, etc.) y las que derivan de una contracultura de origen
    popular o rural.

    Las fiestas civicorreligiosas comprenden un
    número elevado de celebraciones, una parte de las cuales
    pierden el carácter extraordinario para convertirse en
    parte de la rutina, como es el caso de los domingos, y sirven
    para marcar el ritmo de trabajo haciendo del ciclo semanal
    totalmente identificado con la ocupación divina en la
    creación.

    El resto de las celebraciones aglutina fiestas
    clásicas adaptadas a la concepción cristiana,
    conmemoraciones locales, parroquiales, socio profesionales, de
    las cofradías o las explosiones de júbilo ordenadas
    por la monarquía para celebrar acontecimientos
    extraordinarios, son empleadas por la Iglesia y los gobiernos
    urbanos para imprimir su marca, al mismo
    tiempo que ven la expresión de un civismo en el que ellos
    pueden apoyarse.

    Ocupaban una gran parte del año y en ellas la
    presencia popular es absolutamente necesaria, aunque en la
    mayoría de las ocasiones sólo como espectadores o
    comparsas, sometidos a un control de los sentimientos. En este
    tipo de fiestas todo está controlado y regulado, siguiendo
    un ritual en el que lo laico y lo religioso se mezcla y
    complementa perfectamente.

    Para la preparación de las fiestas se comienza
    por ordenar una limpieza y decoración de la ciudad, porque
    las calles y las plazas son el escenario de la fiesta: con paja y
    juncos se evita el barro, se cuelgan tapices y paños en
    las ventanas, se encienden luminarias en las fachadas de los
    edificios principales, incluso la gente se viste mejor. Los
    músicos (flautas, tamboriles, trompetas, violas, etc)
    contratados y pagados, recorren las calles haciendo bailar a la
    gente, se representan pequeñas obras teatrales, hay
    vendedores de objetos y mercancías exóticas, gente
    que realiza malabares con el fuego o ejercicios de
    acrobacia.

    El núcleo central de la manifestación
    pública lo constituye las procesiones (las de Semana
    Santa, las del santo patrón, las del Hábeas
    Christi, etc.). Pero también recorrían las calles
    de las ciudades los cortejos reales, los embajadores extranjeros,
    los asistentes a las Cortes, etc., y junto a ellos, luciendo sus
    vestidos oficiales, sus pendones, mazas y enseñas, las
    jerarquías religiosas, los regidores de la ciudad, los
    representantes de los gremios, los de las parroquias y cualquiera
    que pudiera y quisiera demostrar su proximidad al poder; el oren
    en una procesión era el orden reconocido en la sociedad.
    En las orillas de la calle, uniéndose finalmente al
    cortejo, el pueblo lloraba o cantaba según lo que
    debía hacer.

    No sólo se hacia fiesta pública por
    sucesos positivos, sino también por lo contrario,
    entierros y, sobre todo, las ejecuciones de sentencias sumarias
    tenían un desarrollo similar, con el paseo del reo, que en
    el caso de que fuese por sentencia de la Inquisición
    tenía especial parafernalia de advertencia, y su
    cumplimiento en lugar público suponía acatar la
    justicia del
    poder.

    Frente a estas fiestas, a través de las cuales el
    control de la Iglesia y del Estado se
    fortalecía, se desarrollan otras celebraciones, que
    durante los dos últimos siglos de la Edad Media
    todavía mantendrán la espontaneidad y el
    descontrol, como ocasión de desbordamiento del marco
    social, sirviendo al mismo tiempo de reunión
    psicopedagógica colectiva y de periódicas descargas
    de energía acumulada.

    La mezcla de clases y el mantenimiento
    de un espíritu festivo abierto coinciden en general con el
    entorno social y político en el que desarrollan. A finales
    del siglo XV estas fiestas comenzarán a reducirse ya que
    la cultura
    oficial tomará la dirección y las dotará de una nueva
    dimensión más elaborada, menos espontánea,
    que sin apartarse totalmente del objetivo
    lúdico, será controlado, y, finalmente, ya en el
    siglo XVI, las reformas religiosas y la implantación de
    una cultura burguesa más reprimida, las devolverá
    definitivamente a la calle, convirtiéndolas en fiestas
    perseguidas y calladas.

    Estas celebraciones festivas populares se caracterizan,
    según Roger Caillois, por cuatro rasgos principales: por
    ser exaltaciones colectivas, estar presididas por el exceso,
    existir una transgresión de las prohibiciones y apoyarse
    en la inversión del orden social.

    Los dos ciclos festivos que mejor se adaptan a este
    esquema son el de invierno, con las fiestas de los Locos, del
    Asno y muchas variedades locales, celebradas a comienzo de
    año, entre Navidad y Epifanía, siempre basadas en
    la subversión del orden establecido y, sobre todas, el
    Carnaval, donde predomina el disfraz, las máscaras y la
    burla, donde los excesos en todo llegaban quizá al
    máximo en la comida y la bebida, como preludio al periodo
    de penitencia y abstinencia que se iniciaba el miércoles
    de ceniza que clausuraba la fiesta; el carácter de
    revancha, de lucha entre Don Carnal y doña
    Cuaresma, se celebraba en toda Europa.

    El otro ciclo, el de la primavera, con los mayos
    y el solsticio de verano festejado la noche de San Juan, con el
    fuego, la quema del pasado y la renovación ante el renacer
    de la naturaleza,
    constituyen fiestas menos dramáticas que aquéllas y
    con un mayor componente erótico.

    II. La
    muerte

    La practica de la medicina

    El inicio de la medicina como ciencia se
    sitúa en la época de los griegos, principalmente de
    Hipócrates (siglo V a.C), que es considerado el padre de
    la medicina. Esto se debe a su importante papel al separar la
    medicina de la mitología y religión (antes se
    creía que la enfermedad y la salud la daban los dioses y
    por tanto, no podía buscarse causas naturales a ellas).
    Hipócrates, además, formularía su teoría
    de los 4 humores, los cuales se encargarían, en el
    correcto equilibrio de
    la salud, o la enfermedad cuando uno de ellos o varios se
    desequilibraran.

    También hay que destacar aquí los primeros
    trabajos en la anatomía humana
    realizada por los egipcios. Sin embargo, estos no realizaban
    verdaderas disecciones anatómicas, sino que tan
    sólo se limitaban a hacer evisceraciones, necesarias para
    la correcta momificación de los cadáveres.
    Heredarían estos conocimientos la cultura de
    Alejandría, que ya en el siglo III a.C. realizarían
    disecciones humanas (destacaron en este arte
    Herófilo y Erasistrato). Sin embargo, estos conocimientos
    anatómicos se perderían en el año 48 a.C,
    cuando las tropas de Julio César quemaron la Biblioteca de
    Alejandría con todos sus libros en el
    interior.

    La Edad Media es una de las etapas históricas
    más pobres para la medicina. Prácticamente
    sólo sirvió como puente entre la medicina
    clásica (griega y romana) y la medicina renacentista. Es
    decir, fueron meros transmisores de una cultura médica que
    no supieron mejorar, aunque sí conservar. Llegaron a
    Europa algunos de los conocimientos de los alejandrinos a
    través de las invasiones del pueblo musulmán, que
    tenían un conocimiento
    más profundo de la anatomía humana.

    Hasta fines del siglo XV los conocimientos
    teóricos en medicina no habían avanzado mucho
    más que en la época de Galeno. La teoría
    humoral de la enfermedad reinaba suprema, con agregados
    religiosos y participación prominente de la
    astrología.

    Teoría de los cuatro humores. En la Edad
    Media, un individuo saludable, era aquel que tenía un
    equilibrio interno entre los cuatro humores, concebidas por
    Galeno, y sus cualidades primarias, lo que conlleva a la
    seguridad de sus partes físicas. Cuando este equilibrio se
    perturba, se origina una enfermedad. Un desequilibrio humoral se
    produce por agencia del hombre mismo o de su ambiente, lo
    que comprende su forma de vida y de trabajo, su alimentación, bebida
    y actividad sexual.

    El trastorno humoral, puede ser en calidad o en
    cantidad. Éste da lugar a sustancias nocivas, llamadas
    substantias pecantes, que deben ser eliminadas para lograr la
    curación.

    Los cuatro humores que el cuerpo contiene son la sangre,
    la flema, la bilis amarilla y la bilis negra, que corresponden a
    cada uno de los cuatro temperamentos: sanguíneo,
    flemático, melancólico y colérico. Cada uno
    de los humores era caliente, frío, húmedo o seco;
    por ende los médicos recetaban medicinas frías para
    las enfermedades calientes y remedios secos contra las
    húmedas, todo esto basado en el famoso principio de que lo
    contrario cura lo opuesto.

    La anatomía estaba empezando a estudiarse no
    sólo en los textos de Galeno y Avicena sino también
    en el cadáver, aunque en esos tiempos muy pocos
    médicos habían visto más de una
    disección en su vida (la autorización oficial para
    usar disecciones en enseñanza de la anatomía la hizo el
    Papa Sixto IV (1471-1484) y la confirmó Clemente VII
    (1513-1524)).

    La fisiología del corazón y
    del aparato digestivo
    eran todavía galénicas, y la de la reproducción había olvidado las
    enseñanzas de Sorano. El diagnóstico se basaba sobre todo en la
    inspección de la orina, que según con los numerosos
    tratados y
    sistemas de uroscopia en existencia se interpretaba según
    las capas de sedimento que se distinguían en el
    recipiente, ya que cada una correspondía a una zona
    específica del cuerpo; también la inspección
    de la sangre y la del esputo eran importantes para reconocer la
    enfermedad. La toma del pulso había caído en
    desuso, o por lo menos ya no se practicaba con la acuciosidad con
    que lo recomendaba Galeno. El tratamiento se basaba en el
    principio de contraria contrariis y se reducía a
    cuatro medidas generales:

    1) Sangría, realizada con la idea de eliminar el
    humor excesivo responsable de la discrasia o desequilibrio
    (plétora) o bien para derivarlo de un órgano a
    otro, según se practicara del mismo lado anatómico
    donde se localizaba la enfermedad o del lado opuesto,
    respectivamente.

    2) Dieta, para evitar que a partir de los alimentos se
    siguiera produciendo el humor responsable de la discrasia. Desde
    los tiempos hipocráticos la dieta era uno de los medios
    terapéuticos principales, basada en dos principios:
    restricción alimentaria, frecuentemente absoluta, aun en
    casos en los que conducía rápidamente a desnutrición y a caquexia, y direcciones
    precisas y voluminosas para la preparación de los
    alimentos y bebidas permitidos, que al final eran tisanas,
    caldos, huevos y leche.

    3) Purga, para facilitar la eliminación del
    exceso del humor causante de la enfermedad. Quizá
    ésta sea la medida terapéutica médica y
    popular más antigua de todas: identificada como eficiente
    desde el siglo XI a.C. en Egipto,
    todavía tenía vigencia a mediados del siglo XX. A
    veces los purgantes eran sustituidos por enemas.

    4) Drogas de muy
    distintos tipos, obtenidas la mayoría de las diversas
    plantas, a las
    que se les atribuían distintas propiedades, muchas veces
    en forma correcta: digestivas, laxantes, diuréticas,
    diaforéticas, analgésicas, etc.

    Al mismo tiempo que estas medidas terapéuticas
    también se usaban otras basadas en poderes sobrenaturales.
    Los exorcismos eran importantes en el manejo de trastornos
    mentales, epilepsia o impotencia; en estos casos el sacerdote
    sustituía al médico. La creencia en los poderes
    curativos de las reliquias era generalizada, y entonces como
    ahora se rezaba a santos especiales para el alivio de
    padecimientos específicos

    Los médicos no practicaban la cirugía, que
    estaba en manos de los cirujanos y de los barberos. Los cirujanos
    no asistían a las universidades, no hablaban latín
    y eran considerados gente poco educada y de clase inferior.
    Muchos eran itinerantes, que iban de una ciudad a otra operando
    hernias, cálculos vesicales o cataratas, lo que
    requería experiencia y habilidad quirúrgica, o bien
    curando heridas superficiales, abriendo abscesos y tratando
    fracturas. Sus principales competidores eran los barberos, que
    además de cortar el cabello vendían ungüentos,
    sacaban dientes, aplicaban ventosas, ponían enemas y
    hacían flebotomías.

    2. La muerte en la
    población

    La Baja Edad Media se caracteriza, entre otras cosas,
    por una mayor concienciación de la realidad de la muerte.
    Es probable que este fenómeno haya sido acrecentado por
    las constantes epidemias que asolaron Europa a mediados del siglo
    XIV, así como el aumento de la crueldad de las guerras y el
    aumento de las aglomeraciones urbanas, que favoreció una
    mayor percepción
    de los fenómenos más morbosos de la
    experimentación de la enfermedad y la muerte. Otros han
    puesto más énfasis en el desarraigo que supone para
    la gente del campo su llegada masiva a la ciudad en los siglos
    bajomedievales.

    En la concepción cristiana la muerte se
    considera el instante en el que se separan cuerpo y alma.
    Según esta concepción, el buen cristiano debe estar
    preparado en cualquier instante para este momento y las
    voluntades de los mortales se recogían en los
    testamentos.

    Para conseguir la salvación de los difuntos era
    necesaria la mediación de los clérigos lo que
    motivaba el encarecimiento de la muerte. La misa era la
    fórmula de conectar el mundo de los vivos con el de los
    muertos y ahí también encontramos una evidente
    diferenciación social ya que los ricos podían
    ofrecer más misas por sus difuntos al tiempo que
    tenían más posibilidades de realizar la caridad con
    los pobres.

    La vida terrenal sería considerada en la Edad
    Media como un mero tránsito hacia la eternidad. El cielo
    era el destino deseado por todos pero por mucho que el individuo
    se preparara el camino para la salvación nada estaba
    asegurado y el infierno constituía un serio
    peligro.

    Según Sesma Muñoz (1), en el seno de la
    tradición judeocristiana del occidente europeo los hombres
    y mujeres, ricos y pobres, urbanos y rurales, jóvenes y
    viejos que se ven en trance de dictar sus últimas
    voluntades, califican la vida terrenal con expresiones duras y
    amargas: miserable, incierta, engañosa, transitoria, como
    si estuvieran convencidos de que estaban en un valle de
    lágrimas, al tiempo que contemplaban la muerte como algo
    inevitable, destino común del que no se puede escapar y
    ante una proximidad muestran una resignación natural que
    les hace más pensar en los que quedan y en la
    preparación de su tránsito, que en lamentaciones y
    arrepentimientos.

    Existe la convicción entre la población de
    la Edad Media de la existencia de otra vida, la vida eterna, tras
    el tránsito, por lo que temen fallecer sin aviso,
    repentinamente, y verse privados de un tiempo precioso para
    repartir sus bienes, avalar
    la buena convivencia familiar y arreglar los trámites del
    Más Allá, es decir, asegurarse el arrepentimiento
    final y el cumplimiento de ritos y ayudas para que su alma se
    garantice el purgatorio.

    En el Más Allá existe el paraíso o
    el infierno que constituyen los dos destinos extremos, que han
    sido únicos durante mucho tiempo para los cristianos, si
    bien a partir del siglo XIII adquiere fuerza la idea
    de un tercer lugar, el purgatorio, intermedio entre ambos, donde
    las almas que necesitan un tiempo de expiación para
    acceder a la gloria aguardan y se benefician de los actos
    piadosos hechos en la tierra,
    según la concepción de los santos. También
    en estos momentos se formula la existencia del limbo como lugar
    particular para las almas de los niños
    no bautizados.

    Además, existe un convencimiento generalizado en
    la resurrección tras el juicio final, que se manifiesta en
    buscar para el enterramiento la compañía de sus
    muertos, de sus personas más queridas, junto a las cuales
    se quiere despertar un día. En los pueblos y aldeas, los
    testadores solicitan ser enterrados en el cementerio de la
    iglesia parroquial, lo que les "garantizaba" ya una
    compañía conocida.

    Está muy extendido el culto a determinados
    santos, santa Bárbara, santa Ana o san José, como
    protectores frente a la muerte súbita, o San
    Cristobalón, presente en todas las iglesias junto a la
    puerta de salida, como encargado del tránsito, al que se
    le pide lentitud en el traslado del alma.

    En el siglo XV comienza a difundirse el Ars Moriendi,
    cuyas ediciones impresas y traducidas a las lenguas
    vernáculas, lo presentan como "Arte del bien morir" y cuya
    finalidad queda expuesta en este proemio: "La más
    espantable de las cosas terribles sea la muerte, empero en
    ninguna manera se puede comparar a la muerte del ánima",
    para lo cual se da una serie de consejos, acompañados de
    grabados ilustrativos, que faciliten la confesión completa
    y ayuden a alcanzar la salvación con una buena muerte. La
    muerte cristiana al final de la Edad Media no es una muerte
    solitaria, sino un acto social al que deben acudir amigos y
    parientes para ayudar a la persona que
    muere.

    La muerte se constituye así en un acto de
    solidaridad,
    de ayuda mutua, que no acaba con la expiración, sino que
    los que todavía permanecen en el mundo deben ocuparse de
    los muertos a través de mandas piadosas, y muchas misas.
    Junto a ello se debe dar limosnas a las iglesias y capillas, dar
    de comer o vestir a los pobres, aliviar penas de cautivos,
    enfermos o locos, a contribuir al casamiento de huérfanas
    pobres, etc. Esto dependerá de la capacidad
    económica del difundo. El dinero se
    convierte en un argumento para alcanzar la
    salvación.

    En la Edad Media la muerte nunca fue acompañada
    de caracteres macabros. Sería en los últimos siglos
    cuando aparecen aspectos tétricos, motivados sin duda por
    la difusión de la Peste Negra y las epidemias, hambrunas y
    devastadoras guerras que sacudieron la Baja Edad Media. En las
    ciudades se desarrollaría incluso la idea de
    muerte-espectáculo.

    Tal como ocurre hoy en día, la muerte se presenta
    a lo largo de la Edad Media como la última acción
    igualitaria sobre la sociedad (lo que no era cierto, en
    teoría, pues la posición social y la economía condiciona
    la salvación). La muerte se presenta como un acto de la
    vida cotidiana y existe una visión menos temerosa ante
    ella. Esto desaparecerá de las culturas
    posteriores.

    2.1 El testamento

    Es testamento se convierte, para la mentalidad del
    hombre medieval, en un auténtico pasaporte para la vida
    eterna, aunque es bien consciente de que ese documento tiene que
    ir acompañado de las buenas obras y completado por los
    correspondientes sufragios.

    Las causas para que un hombre se decida a redactar su
    testamento se pueden dividir en dos planos; el natural y el
    sobrenatural. Es decir, la transmisión de bienes
    temporales, y la conciencia de la
    necesidad de presentarse libre de acusaciones ante el juicio
    divino.

    Lo habitual era que se testara cuando la enfermedad
    causase los primeros indicios, aunque su redacción podía hacerse en cualquier
    momento. Los meses de calor, correspondientes al periodo entre
    abril y octubre, era la época de mayor número de
    testamentos debido al aumento de las fiebres y las pestes. Era
    necesario no retrasar excesivamente el momento de la
    redacción del testamento porque éste tenía
    que redactarse en plenas condiciones psíquicas y
    morales.

    El testamento se constituyó, desde los primeros
    siglos medievales, en un auténtico seguro de vida
    eterna para el testador, siempre y cuando fuera acompañado
    de las buenas obras y de un verdadero arrepentimiento, que las
    mismas disposiciones del documento debían acreditar. Era
    como un pacto que se establecía entre la Iglesia y el
    testador, la cual cubría el ámbito natural y el
    sobrenatural.

    De hecho, en los testamentos bajomedievales se establece
    desde el principio una dicotomía bien
    característica entre las donaciones terrenas (pago de
    deudas pendientes, establecimiento de donaciones a los
    familiares, recompensas a los amigos, retribución a los
    colegas profesionales) y las espirituales (limosnas de todo tipo,
    donaciones a las parroquias, solicitud de oraciones y, por fin,
    el confuso mundo del establecimiento y pago de los sufragios que
    el testador establece para entrar en la vida eterna con la mayor
    brevedad posible).

    Es en los preámbulos de los testamentos donde
    quizá se muestra de modo más explícito el
    temor a la muerte y la conciencia de su proximidad que los
    ciudadanos bajomedievales tienen. Allí el testador suele
    explayarse, manifestando en algunas ocasiones el estado de
    ánimo con el que afronta- de un modo inminente o no- la
    muerte natural. En estas cláusulas es donde se refleja con
    más hondura la conciencia del hombre medieval ante la
    magnitud de lo sobrenatural o la idea de la fugacidad de la
    vida.

    2.2 La sepultura

    Tras el fallecimiento el difunto era envuelto en un
    sudario de tela blanca y era velado por los familiares antes de
    ser enterrado. El entierro se realizaba de manera rápida
    no sólo para evitar contagios y enfermedades sino para
    alejar el fantasma de la muerte de la familia o
    el pueblo.

    En el caso de los más acomodados, o de que el
    difunto formase parte de una cofradía, el funeral
    suponía un enorme gasto, ya que incluía un pomposo
    cortejo con luminarias y la procesión de pobres y
    plañideras contratados pare la ocasión.

    El entierro para estos afortunados tenía lugar en
    el cementerio parroquial y conllevaba a menudo la sepultura
    perpetua, aunque la mayoría eran inhumados en vastos
    cementerios comunes -como los de las ciudades-, simples
    descampados donde solían realizarse toda clase de
    actividades profanas (mercado, juegos,
    etc.).

    La solemnidad caracterizaba el traslado del
    cadáver desde la casa hasta el lugar de enterramiento. Los
    familiares, compañeros de oficio y las plañideras
    (en mayor número cuando el finado era de clase social
    elevada ya que recibían una gratificación)
    acompañaban al cadáver.

    Durante la trayectoria las campanas de las iglesias
    tocaban para ahuyentar a los demonios. Cantos, plegarias y
    llantos eran los sonidos del cortejo durante el viaje. El blanco
    era el color habitual
    del duelo, estando el negro reservado para las familias
    aristocráticas. Cementerios e iglesias eran los lugares de
    enterramiento. El desarrollo
    económico de la Baja Edad Media motivó la
    proliferación de capillas en iglesias y catedrales. Tras
    el entierro la familia
    debía ofrecer una comida a los acompañantes. Su
    objetivo era reconstruir la cohesión de la comunidad. Tras
    el primer aniversario de la muerte se celebraba una misa con la
    que se ponía punto final al luto que había guardado
    la familia.

    En las ciudades la gente reclama un lugar concreto,
    junto a la esposa o esposo, los hijos o los padres, siendo
    también en esto la capacidad económica y social un
    factor de diferencia, pues las familias poderosas privatizan
    espacios sagrados lejos de la fosa común donde yacen los
    pobres de manera anónima, y se construyen sus propias
    capillas o enterramientos familiares.

    III. Opinión
    personal

    De los muchos aspectos que se tratan en el trabajo me ha
    llamado la atención los referentes a la concepción
    de la muerte. Se puede observar que en la Baja Edad Media la
    llegada de la muerte se ve como algo natural y cotidiano. En la
    actualidad, debido a las actuales condiciones de vida, por todos
    conocidas, se puede conseguir una esperanza de vida mayor en los
    países desarrollados. Esto ha hecho que se vea a la muerte
    como algo lejano de lo que no se debe hablar, y cuando se
    presenta aparece como algo cruel y difícil de
    afrontar.

    Otro punto que me ha llamado la atención es la
    enorme influencia que supuso el poder de la Iglesia a la hora de
    limitar el desarrollo de la medicina desde un punto de vista
    científico. Cuesta creer que no se avanzara
    prácticamente nada durante toda la Edad Media.

    Para finalizar, este trabajo me ha servido para conocer
    aspectos que se acercan a la vida cotidiana de la gente de la
    Baja Edad Media y que no había visto en otras asignaturas
    debido a su carácter más general.

    IV.
    Bibliografía

    1. BALARD, Michel y otros. De los bárbaros al
      Renacimiento.
      Torrejón de Ardoz: Ediciones Akal, 1994.
    2. BLOCH, Marc. La sociedad feudal. Akal Universitaria.
      Madrid. 1986.
    3. CLARAMUNT RODRÍGUEZ, S. y otros. Historia de la Edad Media.
      Barcelona: Editorial Ariel, 1997
    4. FOSSIER, Robert. La sociedad medieval. Ed
      Crítica. Barcelona. 1996.
    5. FOSSIER, Robert. La Edad Media. 3 vols. Barcelona:
      Editorial Crítica, 1988.
    6. GARCÍA DE CORTÁZAR, J. Ángel
      Historia de la Edad Media. Alianza Editorial. Madrid.
      2001.
    7. GARCÍA DE CORTÁZAR, José
      Ángel. La época medieval. En "Historia de
      España", dirigida por Miguel Artola. Tomo 2. Madrid:
      Alianza Editorial, 1988.
    8. LE GOFF, Jacques y otros. El hombre medieval. Alianza
      Editorial. Madrid. 1987.
    9. RIU, Manuel. La Baja Edad Media. Barcelona:
      Montesinos Editor, 1985.

    10. VALDEÓN, Julio. La Baja Edad Media. Madrid:
    Ediciones Generales Anaya, 4ª ed., 1995.

     

     

    David Sáez

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