En esta monografía
cito a Luciano Méndez Muslera, quien explica los motivos
por los que los asturianos dejaron su tierra, y me
refiero a los testimonios, biografías y obras
literarias de la Argentina y del
extranjero, en los que aparece la inmigración de ese origen que llegó
a América
entre 1850 y 1950.
En el sitio "Asturias en la emigración", Luciano
Méndez Muslera enumera los motivos que llevaron a los
asturianos a emigrar; habla de la imitación e
inculcación, la salida de los hidalgos segundones y gente
acomodada, los "ganchos" o agentes de los armadores, la
evasión del reclutamiento
militar, y los motivos económicos o de población (1).
"Según aumentaba el movimiento
emigrador – explica Méndez Muslera-, parece que se fue
rebajando la edad a la que se embarcaba, son dos los motivos
principales, por un lado está la imitación del
vecino del pueblo que se marcha y triunfa en América, volviendo con fortuna, por otro
lado se les inculca a los niños
la idea de que al llegar a los quince años tienen que
partir para América, al lado de algún pariente o
amigo. Este ‘echarles de casa’, que
caracterizó la educación aldeana
de Asturias, es el signo que encontramos con mayor imperativo
entre la colonia asturiana del Uruguay. Se
les decía: ‘tienes que ir a la escuela y
aprender mucho para que luego te vayas a América’
".
"La salida de hidalgos segundones y gente acomodada
cuando la emigración no era aún masiva, ha servido
de apoyo a planteamientos como el que la emigración desde
las provincias del norte de España
excepto Galicia, no se debía a la falta de trabajo, ni a
causa alguna física o
económica, a diferencia de muchos levantinos que emigraban
a causa de su miseria y que muchos emigrantes vascos,
santanderinos y asturianos suelen llevar pequeños
capitales y una formación cultural adecuada".
"Uno de los motivos de la salida de los campesinos
asturianos hacia la emigración –continúa
Méndez Muslera-, era la propaganda
‘ilícita’ de los agentes o armadores por sus
anuncios y reclamos notoriamente falsos. Estos agentes de los
armadores, se dedicaban a hacer publicidad de los
próximos viajes y
también a arreglar los papeles para la salida de los
campesinos. Ya avanzado este siglo esta especie de Agencias de
Viajes para
Ultramar pasaron a estar sometidas al control de las
Inspecciones de Emigración (la de Asturias se hallaba en
Gijón), recibiendo el nombre de ‘Oficinas de
Información y Despacho de Pasajes para
Emigrantes’ condición que obligaba a llevar un
‘Libro de
Registro’, con los datos relativos
al comprador de cada uno de los pasajes y un ‘Copiador de
Cartas’
con la correspondencia relativa al mismo asunto; ambos libros
tenían que ser visados por la Inspección
correspondiente".
Luciano Méndez Muslera menciona como motivo de
emigración de los asturianos la evasión del
reclutamiento
militar: "el sistema de
reclutamiento era de tiempos de Carlos III y consistía en
tomar a un mozo de cada cinco de reemplazo (de ahí que se
les defina con la palabra ‘quintos’ a los reclutas)
quedando así vinculado a la tropa por un período de
ocho años, aunque por diversas causas económicas
del estado
español
en aquellos tiempos, se llegaron a conceder licencias temporales
(preferentemente durante las cosechas)".
Los españoles no estaban de acuerdo con esa
reglamentación: "El sistema de
‘quintos’ fue muy contestado (motín 1773
Barcelona) y también fue rechazado por algunas localidades
como Madrid, así como también por profesiones como
licenciados, clérigos, maestros de escuela, etc".
Como en todo reglamento, siempre había excepciones: "el
sorteo no se hacía con rigor y el quinto sorteado era
sustituido por un pobre o vagabundo, si el médico no lo
declaraba incapacitado. Esto dio lugar a que los más
desamparados o sin influencia alguna fuesen al servicio
militar". Además, "en 1837 quedó establecido que se
podía sustituir la obligación militar por una
cantidad de dinero, (…)
estas cantidades estaban muy por encima de las posibilidades de
los campesinos asturianos".
El período de reclutamiento, ya largo, se
extendió décadas más tarde: "En el
año 1885 se estableció también que la
duración del servicio
militar se fijara en doce años, desde la entrada en la
caja de reclutas hasta el término de la segunda reserva".
Y se agrega una nueva alternativa: "También se crea la
figura del sustituto, otra de las posibilidades de librarse del
servicio militar; los quintos destinados en ultramar
podían buscarse un sustituto, que debería ser de la
misma zona, soltero o viudo sin hijos y sin sobrepasar los
treinta y cinco años. Esto dio lugar a que los
dueños de las caserías llegaran a amenazar a sus
inquilinos con perder la casería que tenían en
régimen de alquiler si uno de sus hijos no hacía el
servicio militar en sustitución de un hijo del
dueño de las fincas". Recién en la segunda
década del siglo XX deja de llevarse a cabo esa
práctica: "Estas reglamentaciones siguieron en vigor hasta
1912 en que se suprimieron y aparecieron otras formas de servicio
militar".
No sólo la posibilidad de ser reclutados alarmaba
a los jóvenes: "Esta larga duración era suficiente
para animar a la emigración, pero a esto se
añadían las guerras
(Cuba,
Filipinas, carlistas en España y
otras guerras
coloniales, sobre todo la de Marruecos que fue la que más
alto grado de emigración produjo). Esta emigración
llegó a ser tan alta que en el sorteo de quintos de 1892
había un 78% de ausentes en el municipio de Soto del
Barco. En el período de 1915 a 1920 en Asturias se
llegó al mayor número de prófugos
(exceptuando Canarias) llegando a ser más del doble de la
media nacional. El emigrante no manifestaba que su viaje era una
forma de evadirse de la ‘quinta’ (ni en el momento de
la partida ni tampoco después, para no ser tachado de mal
patriota)".
"Es de tener en cuenta también los factores
económicos –dice Méndez Muslera-; con la
desamortización de Mendizábal se agrava la
situación de los campesinos, al elevar los propietarios
las rentas de las caserías, forzando a los campesinos a
emigrar, a la vez que impedía también el que los
colonos pudieran acometer mejoras en la explotación.
El
periódico ‘El Carbayón’ el 13 de
enero de 1881 escribía ‘Dénles (a los
labradores) tierra
fértil que cultivar y arrendamientos ventajosos,
más estimación y menos desdén,
alívienlos de los impuestos y
disminuyan el precio de
arriendo; entonces la emigración disminuirá, porque
nadie va a buscar lejos lo que puede hallar en su hogar’
".
"También el factor poblacional es de tener en
cuenta, ya que en la segunda mitad del siglo XIX las altas tasas
de fertilidad alcanzadas no permitían ofrecer tierras a
los hijos a través de nuevas particiones de
caserías por alcanzar éstas una extensión
mínima. Esto añadido a la elevación de las
rentas y de los impuestos forma
otro pilar fundamental como causa de
emigración".
El puerto de Somao fue durante el siglo XIX el "lugar
por donde salieron de Asturias con rumbo a América los que
hoy conocemos como ‘indianos’; Somao a una distancia
de unos 10 km de este puerto del concejo de Muros del
Nalón; envió a muchos de sus parroquianos a la
emigración que durante esa época partía
hacia México y
Cuba
principalmente".
"Después muchos de ellos regresaron a su tierra
con mayor o menor fortuna, algunos enviaban desde el otro lado
del charco dinero para
aumentar el nivel de vida de su pueblo, incitando también
la formación de nuevos indianos. Todo esto fomentó
la prosperidad del pueblo, consiguiendo nuevas escuelas (pagadas
por estos) y grandes casas (algunas con panteones en su interior)
y hasta hoteles, según nos
cuenta Aurelio de Llano Roza de Ampudia en su libro
¿Bellezas de Asturias, de Oriente a Occidente’
(Año 1928): ‘Alrededor de muros se extienden huertas
pobladas de árboles
frutales y tierras bien cultivadas. Luego de pasar Somao, sitio
donde hay bonitos hoteles y la
vista alcanza extensos paisajes, el terreno que se ve a una y
otra mano del camino, poco productivo’. Lo que nos da la
idea del por qué este pueblo tuvo tanta emigración"
(2).
"Valentín Andrés Alvarez en el libro
‘Asturias’ de editorial Nebrija (1978) dice:
‘Para hablar con exactitud de Asturias, hay que combatir,
previamente, un error. Asturias no termina en los límites
que se señalan dentro del mapa de España; es
muchísimo más, porque nos pertenece; es Asturias un
gran trozo de Madrid, donde hay más de setenta mil
asturianos, y una gran parte de Cuba, de la Argentina y de
Méjico, un barrio de Nueva York, casi toda la ciudad de
Tampa, y etc,. etc. Si pensamos en el número de asturianos
que hay por el Mundo y en la riqueza que poseen, nos damos cuenta
de que Asturias tiene, fuera de sus límites,
acaso tanto como dentro de ellos. Puede asegurarse que si un buen
día todos los asturianos realizasen el sueño de
regresar a la ‘Tierrina’, no cabrían en ella;
habría que ensanchar las ciudades, aumentar las villas y
multiplicar las aldeas; y si trajesen consigo las riquezas que
poseen, Asturias sería, además de la tierra
más poblada, la más rica" (3).
Refiriéndose al siglo XIX, Marcelo Alvarez y
Luisa Pinotti señalan que "la última década
del siglo será testigo de un desembarco masivo,
especialmente de gallegos, vascos, asturianos y catalanes" (4).
"Los asturianos se instalaron en las provincias andinas, en el
noroeste de nuestro país" (5).
Los españoles trajeron a la Argentina su
tradición culinaria, en la que se destacan los aportes de
las diferentes regiones: "Los nuevos inmigrantes reforzaron el
‘aire de familia’ de
la cocina argentina, pero con las pautas alimentarias de la
época, que si bien marcan una continuación del
patrón tradicional no eran simples cristalizaciones del
tiempo de
Garay ni de fines del siglo XVIII, cuando arribara la
penúltima oleada: los guisos, los pucheros y cocidos, la
cebolla y el ajo, el azafrán y el pimentón,
chorizos y morcillas están de regreso en su versión
original. El puchero a la española, presente en el
menú de pensiones y restaurantes de la colectividad,
recupera la carne de gallina y los garbanzos que la iconoclasia
criolla había reemplazado por carne de vaca, porotos y
maíz.
(…) los asturianos (aportan) la fabada (alubias de gran
tamaño acompañadas en la olla por morcillas,
chorizos, cebollas y tocino)" (6).
Según lo que comían, Santiago de Estrada
podía reconocer la procedencia de los habitantes de los
conventillos: "Encienden carbón en la puerta de sus
celdillas los que comen pucheros: esos son americanos. Algunos
comen legumbres crudas, queso y pan: esos son los piamonteses y
genoveses. Otros comen tocino y pan: esos son los asturianos y
gallegos. El conventillo es el reino de la ensalada cruda"
(7).
Pedro Fernández, asturiano de diecinueve
años embarcado ilegalmente en La Coruña hacia la
Argentina en 1899, escribe en su diario: "dieron a cada viajero
un plato de loza y un tarrito también de la misma materia,
juntamente con un tenedor y una cuchara. Cada uno iba a buscar su
comida en el plato, la cual era bastante buena consistiendo en
carne de buey y de cerdo, patatas, garbanzos, arroz, habas,
bacalao y algunas otras sustancias alimenticias bien
condimentadas por un viejo y divertido cocinero español;
¡y que apretones llevábamos cuando íbamos a
buscarla! con dos horas de anticipación ya la mayor parte
de nosotros provistos del servicio de mesa que nos habían
dado rodeábamos la cocina cuando apenas había
principiado a hervir la comida y antes de principiar a repartirla
cada uno empujaba a los demás para llegar primero al
caldero que contenía el rancho; ¡cuántos con
el apuro se quemaban las manos viéndose por este motivo a
tirar con plato y comida! Los que como a mí no les gustaba
el pan comíamos el primer plato a toda prisa no haciendo
caso aunque la comida de tan caliente como estaba llevase consigo
pedazos de piel del
paladar o de la garganta pues nada se sentía con tal que
llegásemos al reenganche, como allí se decía
cuando se volvía por otro plato de comida. Por la
mañana nos apresurábamos a buscar el café
armados cada uno con su tacita, en la cual nos daban
también el té al anochecer. Cuando a alguno se le
rompía alguno de los servicios de
mesa robaba a otro lo que necesitaba, este hacía lo propio
con los demás, y así sucesivamente todos de modo
que todo se volvía robos de platos y tazas,
viéndose uno obligado a guardarlos con más cuidado
que si fuesen oro si no quería exponerse a tener que
esperar a que alguno de sus amigos comiese para luego servirse
él de sus utensilios y para que le prestasen era menester
que la amistad fuese
íntima. Yo también fui víctima de un robo de
esta clase pues aunque tuve buen cuidado de guardar el plato bajo
el colchón de mi cama, esto no impidió que me lo
robaran viéndome por esto obligado a servir la comida y
bebida en la tacita que a lo sumo tendría capacidad para
medio cuartillo; en esta situación estuve dos días
pero luego comprendí la necesidad de hacer como los
demás y en efecto, fingiendo irme a dormir a mi camarote
desde él robe un plato de unas alforjas que cerca de
mí tenían colgadas unos leoneses y con esto
salvé la situación".
"Las camas consistían en unos cajones parecidos a
la mitad de un ataúd que sirve de último reposo
hombre y
muchas veces al verme acostado venía a mi memoria el
más triste de los recuerdos humanos ¡la muerte! El
colchón no era otra cosa que un saco lleno de yerba seca,
y por almohada teníamos unos pedazos de corcho unidos
entre sí por unas cintas y cubiertos de lona, a los cuales
llamaban salvavidas, además a cada persona le dieron
una manta o cobertor para cubrirse" (8).
El asturiano Modesto Montoto escribe en su diario, el
viernes 14 de octubre de 1927: "a las cinco zarpó el
‘Alfonso XIII’. A causa de la lluvia y niebla
consiguiente no me fue posible admirar nuestras costas. Con el
corazón
lanzo un adiós a los míos, a la Santina de
Covadonga y a Asturias" (9).
Por evadir el reclutamiento vinieron los tres hermanos
asturianos Fernández Montes, enviados por su madre, quien
quedó en España con sus otros hijos. Nicanor
Fernández Montes viajó en barco a la Patagonia,
luego de un tiempo en el
Hotel de Inmigrantes: "en una travesía marcada por olas de
veinte metros… (…) Su primer destino fue Río Gallegos,
donde no había ni veinte casas, y de ahí lo
mandaron de puestero a una estancia. (…) En la Patagonia no
había nada de lo que él sabía hacer, de modo
que tuvo que improvisar, como todos los integrantes de una
sociedad
pionera. (…) Una vez, llegó a estar catorce meses solo
en un puesto… catorce meses…. Desayunaba, comía,
merendaba y cenaba cordero… no había otra cosa; lo
notable es que le gustaba" (10).
Fue asturiana la madre de Jorge y Aída Luz, acerca de
quien dice el hijo: "Mamá fue muy cobijadora con nosotros.
Papá nos quería pero no era de hacernos caricias,
nada. Entonces vos te vas adonde el sol más
caliente".
Cuando Jorge Luz fue a conocer
a su abuela asturiana, la anciana le dijo: "Nin… –que
quiere decir nene-. Nin, nenu, nenín, que guapín
eres al hablar… me dices de vos, como a los reyes".
Volvieron décadas después: "Mamá se
vino de Asturias cuando tenía doce años. Cuando
ella tenía cincuenta y pico la llevé a Asturias a
ver a su mamá. Mi abuela. Ella tenía una cocina muy
grande y nos quedábamos a la noche, en plena
montaña, con la cocina encendida. Estaba todo el campo
verde, lleno de almendras, nueces, guindas. La despedida fue fea.
Cuando íbamos camino al aeropuerto, de vuelta a Buenos Aires,
mamá venía llorando, y le dije: ‘Mamá,
la viste, no le pidas más a la vida’. A los cinco
meses de llegar acá, murió mi abuela"
(11).
Un famoso café
porteño fue comprado por un asturiano. En
"El café Izmir",
Carlos Szwarcer relata: "El Café Izmir, conocido por
la intelectualidad argentina a partir de la publicación de
la novela
Adán Buenosayres de Leopoldo Marechal en 1948, era ya
famoso en los años ’30 como centro inevitable de
reunión de las oleadas inmigratorias y verdadera
institución en el barrio. El local del lzmir fue
construido a fines de 1932 sobre la base de tres habitaciones de
un inquilinato de la calle Gurruchaga 432-436; su primer
dueño habría sido Jaim Danón, quien le
daría ese nombre en recuerdo de lzmir, su ciudad natal. En
1940, Rafael Alboger se hace cargo del fondo de comercio y
comienza su larga trayectoria de veinticinco años
detrás de su mostrador. (…) En noviembre de 1969, el
asturiano Jesús Rodríguez se hizo cargo del fondo
de comercio y los
años setenta serían testigos de la lenta
desaparición de los viejos "turcos". "…Alboger
tenía imán… mientras vivió el café
estuvo a full…" aseguran con añoranza sus viejos
clientes. El
"espíritu oriental" ya no existía, y los
habitués, a excepción de un pequeño grupo, eran
otros: los empleados y albañiles de la zona. Los motivos
de tal metamorfosis fueron varios: el cambio de
dueño, de estilo, de sociedad, etc. Y
lejos de las madrugadas, los discos de pasta, las orquestas con
odaliscas, los refranes y los dichos en ‘ladino’,
comenzó a languidecer y a cerrar sus oxidadas cortinas
metálicas a las 18 horas y los sábados al
mediodía. Sus paredes se descascararon perdiendo el
color y la vida.
El lugar de reunión e inspiración, y parte del alma
y de la cultura
porteña, cerró definitivamente sus persianas el 9
de octubre de 2000. El lzmir figura entre los 39 cafés
citados en el libro Los cafés de Buenos Aires,
publicado por la Comisión de Protección y Promoción de los Cafés, Bares y
Billares y Confiterías Notables de la Ciudad de Buenos
Aires y entre los 21 citados como ‘emblemas
porteños’ en La Guía Total de Buenos Aires,
de Diciembre 2000" (12).
En la biografía Los dones
del tiempo (13), Benìtez relata la historia de la asturiana
Cecilia Caramallo. En esa obra, el escritor vuelve al tema
abordado diez años antes en La pradera de los
asfódelos (14): la inmigraciòn y, màs
especìficamente, la vida de los inmigrantes en
Bahìa Blanca, sus expectativas cumplidas y fallidas, sus
recuerdos, sus abnegaciones.
La historia no es relatada
linealmente, desde los primeros dìas de la anciana, sino
que ella, a los ochenta y dos años, mientras pule el
bronce de la tumba de su marido, dialoga con èl y se
retrotrae a su infancia
asturiana. Asì se inicia un racconto que nos hace saber
cuàl fue la formaciòn espiritual que recibiò
de niña, y en què àmbito.
Su primera maestra fue su abuela. La figura de la abuela
como depositaria de una tradiciòn aparece frecuentemente
en la literatura de
inmigraciòn, quizàs porque los padres y las madres
de esos chicos estàn ocupados en otros quehaceres, o han
emigrado. La abuela de la protagonista de Benìtez custodia
una tradiciòn cuando todo parece perder
sentido.
Otro de los personajes que forma a esta niña es
el pastor que le cuenta la historia del mendigo que
apareciò y desapareciò misteriosamente y que
transformò en generosa a una persona
miserable. Este pastor, don Higinio, enseña a partir de
los hechos cotidianos el orden de un cosmos regido por leyes que a
menudo podemos comprender.
Es importante tambièn en Los dones del tiempo el
"extraño oficio" –así lo denominó
Syria Poletti (15)-, que consiste en escribir cartas, de parte
de los analfabetos, para quienes han emigrado. En la novela, es el
cura de la aldea quien escribe las cartas de la madre de la
protagonista y le agradece sus periòdicos envìos de
dinero. Las caracterìsticas de las cartas estàn
relacionadas con la situaciòn peculiar en la que son
escritas; en una de ellas, la madre señala que no puede
seguir contando porque el cura tiene otras cosas que hacer y no
puede seguir escribiendo.
Amèrica aparece –al igual que en todas las
obras de emigraciòn- como el destino soñado, que
desconcierta a los extranjeros con su forma de entender la vida y
las distancias. Para un portuguès, para una asturiana, las
tierras son enormes, la cantidad de ganado es tal que debe dormir
a la intemperie. Son realidades difìciles de aceptar para
quienes vienen acostumbrados a lo exiguo, a lo mìnimo.
Recuèrdese al respecto la sensaciòn de la
protagonista cuando ve que tiran comida. Piensa què
hubieran hecho en su aldea con aquello que derrochaban los
argentinos.
Pero, aunque el libro de Benìtez tiene puntos en
comùn con otras obras de inmigraciòn –sobre
todo en lo que se refiere a la vida en Europa y el
viaje-, brilla con propios destellos porque èl, que
comparte con muchos descendientes de inmigrantes una historia
similar, sabe darle a cada uno de sus libros una
originalidad que lo diferencia de otros escritores y que hace que
reconozcamos su pluma.
Es original en la asociaciòn de la
inmigraciòn a los viajes griegos, a la tradiciòn
latina. Eso ya lo habìamos visto en La pradera… y
aquì se reitera sabiamente. Vincula a su tierra con un
tiempo remoto e ilustre, y nos hace pensar que, màs
allà de la distancia o de la situaciòn social y
econòmica, hay muchas coincidencias entre el presente y el
pasado, entre Europa y
Amèrica. Muchas màs que las que uno podrìa
percibir.
Otro aporte original del autor bahiense es la
relaciòn de los hechos narrados con su lugar de
residencia. En Bahìa Blanca, en Pelicurà, se
desarrolla la acciòn y esta circunstancia la vuelve de
especial interès para quienes habitan la ciudad y para
quienes, desde cualquier parte del mundo, quieran saber sobre la
forma de vida de los inmigrantes en ese punto de la Argentina.
Aporta datos sobre la
vida de portugueses, asturianos, escoceses e ingleses en la
provincia de Buenos Aires, a partir de fines del siglo pasado y
hasta nuestros dìas, en que la anciana transita con su
coche causando espanto a los transeùntes y a los otros
automovilistas.
La historia, vista desde los intereses de los pioneros,
tiene cabida en esta obra. La zona de la frontera aparece como el
escenario de una gesta heroica que tuvo por objeto expulsar al
indìgena, cuya crueldad Benítez destaca. Los
malones y sus terribles consecuencias son evocados por el
escritor quien, relatando la historia de la Iglesia del
Carmen, pinta un cuadro patètico de esas tenebrosas
èpocas, en las que sólo los huincas parecían
sufrir. El relato dentro del relato ya habìa aparecido
cuando la protagonista evoca su infancia;
aparece tambièn en la adultez, siempre relacionado con la
religiòn y la caridad.
Y aunque la biografìa nos deja adivinar un
exahustivo trabajo de documentaciòn, un paciente estudio
de fuentes
històricas, no serìa lo que es sin el estilo con
que ha sido escrita. Quizàs porque compartimos una misma
nostalgia, una misma herencia de
sueños, los descendientes de inmigrantes comprendemos con
mayor intensidad aquello que Benìtez describe. Puede ser.
Pero su estilo es tan logrado que no hace falta estar relacionado
con lo que narra para vibrar; episodios como la despedida de la
protagonista de su pequeño amo minusvàlido, o como
el acercamiento entre ella y su futuro esposo nos transmiten la
tristeza, la alegrìa, todos los sentimientos, con fuerza y
autenticidad. Ademàs de conocer mucho el alma humana y
saber describirla, conoce mucho el idioma. Su riqueza de
vocabulario es llamativa y hace que la historia atraiga
aùn màs, hacièndonos pensar que lo moderno y
lo històrico no tienen por què estar reñidos
con la elegancia y el buen gusto.
La vida de su madre es el tema que Jorge
Fernández Díaz eligió para su libro.
Mamá (16). La asturiana Carmen Díaz, nacida en
1932, empezó a trabajar siendo muy pequeña:
"cumplía con su rutina de hierro.
Aprendió a ordeñar, llena de prevenciones, en la
edad de las primeras muecas. Su madre, que no andaba para
remilgos, la obligó de mala manera a perderle respeto a la
vaca, ese monstruo gigantesco e imprevisible. Cada madrugada,
Carmina andaba a pie cuatro kilómetros hasta una
cabaña, ordeñaba la pinta y bajaba con la leche para sus
hermanos. Luego regresaba para limpiar la boñiga y cuidar
que las vacas de Teresa no pastaran en los sembradíos,
hasta que los tábanos del mediodía las picaban y
ponían nerviosas, y entonces mamá las metía
de nuevo en la cuadra y llenaba de pasto el pesebre. La
mayoría de los días madre e hija araban la tierra
descalzas. Muy de vez en cuando su tío Rogelio les
regalaba un par de alpargatas".
Carmina y sus hermanos "comían polenta de un
plato que apoyaban sobre las piernas, sentados en un
escaño de madera que
daba vuelta por las cuatro paredes de aquella cocina de campo sin
mesa ni sillas. (…) Es que el hambre no era, en aquellos
tiempos, una metáfora. Comían en platos esmaltados
día tras día el mismo menú: cuecho, polenta
sin leche rebajada
con agua. Algunas
veces cocinaban un potaje de arvejas, papas y garbanzos, y como
escaseaba la harina, sólo conocían el pan por
referencias. María, cuando iba a alguna amasada,
pedía que le pagaran con pancitos, que los niños
acompañaban con leche en tazas sin asas. Pero ésos
eran días de fiesta. Las más de las veces Carmina y
sus amigos y hermanos se agarraban el estómago,
hacían cualquier cosa y codiciaban cualquier bocado,.
Mamá era como un gato: trepaba los manzanos y los perales
ajenos y los sacudía. Luego se cargaba el delantal y
echaba a correr antes de que los vecinos la descubrieran. Robaban
manzanas, peras, nueces y castañas, y comían las
moras que crecían entre espinos al borde de los
senderos".
El padre de los niños, esposo de María, "a
veces volvía de Gijón o de Oviedo, y rechazaba los
potajes desabridos que comían todos y pedía huevos
fritos, lujo que se comía delante de sus hijos hambrientos
y zaparrastrosos". Durante la Guerra Civil,
los franquistas "entraban por la fuerza a las
casas y se robaban las gallinas y los pocos comestibles que los
aldeanos almacenaban con temor apocalíptico en sus
despensas".
A los quince años viaja hacia América. La
pasó mal en el viaje. En el barco, a ella, "como al resto,
le daban de comer guisos decentes y bifes duros, pero Carmen
vomitaba hasta el café y las tostadas. Parecía como
si (…) hubiera olvidado el estómago en Asturias. Entre
todos los manjares eligió unas manzanas deliciosas de
Río Negro, que la mantuvieron viva, aunque perdió
cerca de diez kilos en dos semanas".
Aquí la esperaban sus tíos, con los que
vivió haciendo las veces de hija adoptiva y criada. Sus
tíos "importaron a una hija de España porque el
médico que operó a Consuelo de un fibroma tuvo al
final que extirparle los ovarios. (…) Pedía una
niña, y prometía cuidarla y educarla hasta que mi
abuela pudiera viajar". Al llegar la asturiana, la tía le
dice: "Aquí no volverás a pasar hambre, querida".
"Le abrió una camita disimulada dentro de un mueble del
comedor, y Carmen durmió, por primera vez en mucho tiempo,
diez horas seguidas. Consuelo la despertó con medialunas,
la bañó y despiojó, le dio ropa y zapatos
nuevos (…) y la llevó a la peluquería".
También al médico: "Carmen venía con una
bronquitis aguda, estaba desnutrida, mal desarrollada y
probablemente raquítica. Le prescribieron jarabes,
vitaminas y
una dieta a base de alimentos ricos
en hierro y
calcio".
Pero todo tiene su precio.
"Pasados los primeros días, Marcelino envió a
Consuelo con un mensaje: Carmen debía levantarse a las
cinco, prepararles el desayuno y servírselos en la cama.
Luego tendría que acompañarlos a la escuela, donde
se dedicaría a limpiar el patio, a barrer las aulas, a
cepillar los escalones, a fregar los mármoles y a encerar
la dirección. Cumplida la tarea,
recibiría un billete colorado y visitaría la feria
de la calle Guatemala para
hacer las compras,
después limpiaría toda la casa y prepararía
el almuerzo. Haría su tarea escolar y a las seis de la
tarde entraría en la primaria para adultos que funcionaba
en horas nocturnas del Fidel López". Para colmo, "semana
tras semana, en ausencia de Mino y de Consuelo, el hidalgo
acosaba a su sobrina en el juego mudo,
casi chaplinesco, del gato y el ratón".
Luego vendrá la discriminación en la escuela, y el honor de
llevar la bandera a pesar de todo: "En esas aulas mamá
sintió por primera vez los dardos de la discriminación. Todos preguntaban en la
escuela, con morbosa curiosidad, quién era esa
‘galleguita’, y sus compañeras, grandulonas y
maliciosas, se divertían burlándose de su
ignorancia y haciéndole la vida imposible". Entonces
intervenía la maestra: "La señorita Valenzuela, una
maestra cabal y de buen corazón,
las retaba con el puntero en la mano y trataba por todos los
medios que la
campesina se integrara. Pero no era tarea fácil". El
esfuerzo de la protagonista tuvo su premio: "Sé que muchas
de ustedes no están de acuerdo. Pero quiero gratificar a
esta alumna que no es argentina y que tanto perseveró en
aprender lo nuestro. Ninguna se atrevió a contradecir a la
señorita Valenzuela, y mi madre llevó la bandera de
ceremonias en un acto cualquiera que sus tíos observaron
uniformados, firmes y solemnes, henchidos de orgullo y de
argentinidad".
Con los tíos y la adolescente vivía un
asturiano, que tocaba la gaita a escondidas, en el sótano
de su casa porteña, por temor al hermano que le
había prohibido ejecutar ese instrumento, evidencia de su
condición de inmigrantes. El anciano "cuando su hermano no
estaba en casa, entraba en el dormitorio de los tíos,
levantaba la trampa del sótano disimulada bajo la cama
matrimonial, bajaba cinco escalones, prendía la luz,
cerraba la tapa y tocaba su música en la
clandestinidad durante horas".
Estos asturianos despreciaban a los provincianos. Cuando
muere Evita, Carmina "llevó crespón y fue conducida
en ómnibus escolar hasta el Congreso, subió las
escaleras y vio de cerca el ataúd con aquella
fantástica muñeca dormida. No entendía
mucho, pero veía llorar a los cabecitas negras y, a pesar
de los desdeñosos comentarios que se pronunciaban en el
living de su casa, Carmen asociaba a esa mujer con el
esplendor, y supuso que si los pobres morían de pena, ella
debía acompañarlos en el sentimiento. No siempre
fue así: los españoles desarrapados despreciaron a
los ‘negros’ del interior en cuanto pudieron hacer
pie, y los españoles que se quedaron en la madre patria
despreciaron a los sudacas que osaban regresar en cuanto la
economía
rescató a España del quebranto. Todo es hijo del
miedo, la estupidez humana también".
El padre del narrador, asturiano como su esposa, "odiaba
a los argentinos, quienes trataban despectivamente a los
españoles, y también a la República
Argentina, culpable de no ser Asturias. (…) Durante
décadas, (…) los argentinos eran los mejores del mundo y
los españoles unos muertos de hambre. Ese rencor se
cocinó a fuego lento y mi padre lo tomó como un
veneno homeopático. Conozco muchísimos
‘argeñoles’ envenenados por esa misma
sustancia sin antídotos".
A su padre, Jorge Fernández Díaz le dedica
su libro con estas palabras: "Para Marcial, mi héroe. Y
para todos los ‘argeñoles’, esa extraña
raza de mártires". Sobre su madre escribe: "Había,
en esos tiempos, mujeres que al ser madres borraban el gusto, la
coquetería, la ambición, la razón, los
deseos, el cuerpo, los resentimientos y hasta los viejos temores
para fundirlos en una única y magnífica materia:
el amor
excluyente hacia sus hijos. Mamá fue una de esas mujeres,
y lo pagó caro".
Fernández Díaz evoca el Centro Asturiano
de Buenos Aires: "esa Asturias de ficción donde los
desterrados simulan vivir en aquel tiempo y en aquella patria".
Su padre encontraba allí la felicidad perdida: "Lidiaba
con mi país de lunes a viernes, pero reverdecía con
el suyo los sábados y domingos: mi padre se hizo ciudadano
ilustre de una patria fantasmal construida por la colonia
argentina de asturianos".
Pero "no había tentaciones, ni desavenencias ni
educación
ni esplendores peronistas ni calores humanos que lograran
domesticar la nostalgia de aquella emigrante constitutiva que
seguía pensando en una sola cosas: volver". Marcial, quien
luego sería su marido "permitía que, como la mar,
el destino tomara decisiones en su nombre, sabiendo de ante mano
que es ilusoria la autodeterminación de los individuos, y
se dejaba llevar así por las corrientes marinas. A ese
fatalismo se debe la mansedumbre con que aceptó
trasplantarse, huir frívolamente de su tierra y padecer
cincuenta años de añoranzas".
Con los años, llega la tristeza de ver partir a
una paisana de vuelta a España, y comprobar que esa
mujer
–así como de joven sintió nostalgia de la
tierra que dejaba-, a los setenta y dos años, siente
nostalgia de la Argentina.
Agobiados por los problemas
económicos, después de cincuenta y dos años,
Mimí y Jesús, dos hermanos asturianos, regresan a
su tierra, donde "canjean los pesares de la segunda
morriña". Desde allí, la mujer,
nostalgiosa de la Argentina, escribe a su amiga: "Tengo setenta y
dos años y no aguanto los pies fríos. Quiero estar
en mi casa. (…) Si no me voy de acá me muero en pocas
semanas. Me muero de pena, Carmina". Pocos meses después,
"se hizo la luz". La mujer escribe,
entonces: El Estado
español nos garantiza los remedios gratis de por vida, y
cuando nos pagaron el retroactivo de un año, unas 600 mil
pesetas, creímos tocar el cielo con las manos.
Jesús está haciendo algunos amigos, ya no tengo los
pies fríos, Carmina. Pero no podemos sacarnos de la cabeza
el barrio, la calle, los sonidos. Nunca vamos a poder sacarnos
de adentro ese sentimiento, nunca vamos a poder".
La narración, estructurada en capítulos
con nombres de los personajes, surge del reportaje que Jorge
Fernández Díaz, director de la revista
Noticias, efectuó a su madre durante más de
cincuenta horas; "Comencé a garabatear frases e ideas
sobre su azarosa biografía en un
cuaderno Rivadavia de tapa dura cuando me contó que
hacía lagrimear a su psiquiatra", escribe el
hijo.
Ese dolor de la inmigrante, y su fe en el futuro, que la
hizo salir adelante en un mundo en el que poco apoyo
tenía, son homenajeados por Fernández Díaz
en una obra que nos hace sentir admiración por esta mujer
que logró tanto contando sólo con su
tenacidad.
De 1891 es Su único hijo, segunda y última
novela larga
de Leopoldo Alas Clarín. En ella aparece un indiano, es
decir, un asturiano que regresa enriquecido de América.
Alas relata lo que siente la esposa de este hombre, al ver
en el teatro a una
mujer lujosamente vestida: "Tal vez la que más envidiaba a
la de Valcárcel era la mujer del americano Sariegos, el
más rico de la provincia, que podría aturdir a
todos los Valcárcel del mundo envolviéndolos en
papel del
Estado y en
acciones del
Banco y otras
mil grandezas; pero Sariegos no permitía tales
despilfarros, que en él no lo serían, y su
señora tenía que contentarse con un lujo muy
mediano. Por eso rabiaba ella".
Pero también rabiaba él, aunque por otro
motivo: "se puso de pronto a aborrecer a Emma, porque
tenía la culpa de lo que en aquel momento su esposa
estaría maldiciéndole y detestándole a
él por avaro; y además, aunque parezca raro,
también miraba con envidia el aderezo de la abogaducha.
Mas luego se hizo superior a sentimientos tan humillantes para
él" (17).
En Santo Oficio de la Memoria,
Mempo Giardinelli habla de un oficio que desempeñaban los
asturianos. En 1886, "Había muchos policías,
allí. Casi todos asturianos, gallegos. No sé por
qué. También usaban bigote de manubrio y llevaban
pistolas al cinto, capote invernal, quepís duro y alzado y
linterna en mano. Cuando se hizo la noche, los policías se
movían como luciérnagas nerviosas" (18).
María del Carmen García es autora de los
"cuentos de
gringos" que se encuentran reunidos en el volumen titulado
Cuentos de
criollos y de gringos (19). En uno de los textos allí
reunidos, la autora presenta a unos asturianos: "Algún
tiempo atrás habían llegado a Buenos Aires como
otros tantos inmigrantes, esperanzados en un futuro sin miseria
ni guerras. Primero llegó él; un año
después ella. Ela era joven y bonita, pequeña y
ágil en sus movimientos, alegre de carácter.
El era alto y hosco, de hablar poco y trabajar mucho. Se
habían conocido de niños en la aldea de Asturias en
la que nacieron y se encontraron en Buenos Aires gracias a los
oficios del padrino Manuel y como era de suponer se casaron en un
septiembre lluvioso de 1910".
Los recién casados "Se acomodaron en una pieza de
pensión en La Boca, paso obligado para todo humilde
recién llegado, después del Hotel de Inmigrantes y
antes de alcanzar el soñado terrenito propio. El trabajaba
duro en el puerto y ella esperaba ansiosa la llegada del primer
hijo que iniciaría la larga serie de descendencia que
aspiraba a tener. Muchos hijos deseaba ella; creía que
así debía sercasi como un principio de
supervivencia de la especie. Había visto en su aldea a
muchas madres enterrando a sus hijos, algunos recién
nacidos, otros ya en la infancia y ella no quería que le
sucediera lo mismo".
La asturiana "por las mañanas lavaba la ropa
compartiendo los piletones del patio con las demás
pensionistas. Allí las mujeres daban rienda suelta a sus
comentarios mientras soñaban con el día feliz en
que tuvieran su propia casa. (…) Para la primavera de 1914 ella
supo que otro hijo estaba en camino y se llenó de
alegría; recuperó el gusto por cantar las coplas de
su infancia, agradeciendo a Dios por vivir en esta tierra de paz
tan lejos del terror de la guerra que se
derramaba sobre Europa".
Una decisión equivocada de la mujer hará
que esa felicidad dure poco.
…..
Dejaron su tierra en busca de un futuro mejor, la
añoraron y algunos regresaron a ella. Otros viven en
América. Son los asturianos, los que han quedado
eternizados en obras literarias, y en testimonios de inmigrantes
y sus descendientes.
- Méndez Muslera, Luciano: "Asturias en la
emigración", en www.telepolis.com/indianos. - Méndez Muslera, Luciano: "Somao, el pueblo
indiano de Pravia", en "Asturias en la emigración", en
www.telepolis.com/indianos. - Alvarez, Valentín Andrés: Asturias.
Nebrija, 1978. Citado por Méndez Muslera, Luciano en
"Asturias en la emigración", en
www.telepolis.com/indianos. - Alvarez, Marcelo y Pinotti, Luisa: A la mesa. Buenos
Aires, Grijalbo 2000. - S/F: "Para todos los hombres del mundo que quieran
habitar el suelo
argentino". Buenos Aires, Clarín. - Alvarez, Marcelo y Pinotti, Luisa: op.
cit.. - Estrada, citado por Páez, Jorge, en El
conventillo. Buenos Aires, CEAL, 1970. - Méndez Muslera, Luciano: "Salida del
emigrante", en "Asturias en la emigración", en
www.telepolis.com/indianos. - Méndez Muslera, Luciano: op. cit
- Ceratto, Virginia: "Gris de ausencia. Volver a
empezar en un mundo nuevo", en La Capital, Mar
del Plata, 26 de noviembre de 2000. - Guerriero, Leila: en La Nación Revista.
- Szwarcer, Carlos: "El café Izmir", en
SEFARaires, N° 14 y 15. - Benítez, Rubén: Los dones del tiempo.
Buenos Aires, GEL, 1998. - Benítez, Rubén: La pradera de los
asfódelos. Bahía Blanca, Siringa,
1989. - Poletti, Syria: Extraño oficio. Buenos Aires,
Losada. - Fernández Díaz, Jorge: Mamá.
Buenos Aires, Sudamericana, 2002. - Alas, Leopoldo: Su único hijo. Barcelona,
Bruguera, 1984. - Giardinelli, Mempo: Santo Oficio de la Memoria.
Buenos Aires, Seix Barral, 1991. - García, María del Carmen: "Ojos
gitanos", en Cuentos de criollos y de gringos. Buenos Aires,
Vinciguerra, 1996. En colaboración con Fanny Fasola
Castaño.
Trabajo enviado por
María González Rouco
Licenciada en Letras UNBA, Periodista Profesional
Matriculada