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Cambio cultural y crisis de identidad




Enviado por fgarcia



    1. Identidad
      Cultural
    2. Supuestos para pensar la
      identidad en tiempos posmodernos
    3. Transformaciones sociales,
      movimientos culturales: condiciones de toda creación
      sociocultural
    4. Pertenencia, estima de sí
      y autonomía

    Identidad Cultural

    A simple vista, puede percibirse el carácter
    universalizador del concepto
    "identidad
    cultural". Supone, por una parte, una función
    cuantitativa – respecto del número y variedad de
    individuos a los que unifica- y, por otra, una función
    disciplinaria -respecto del rol de las instituciones
    para producir y conservar discursos de
    identidad con
    las reglas de acceso a ellos y las posiciones relacionadas con el
    hacer y el representar de los individuos en las sociedades.

    La forma, tal vez, más evidente en que se
    muestra la
    identificación de los individuos con una cultura es en
    la aceptación de los valores
    éticos y morales que actúan como soportes y
    referentes para preservar el orden de la sociedad. Su
    aceptación y cumplimiento hacen más soportable las
    tareas que los individuos deben cumplir y, a la vez que conserva
    a los individuos en el grupo, limita
    la acción del indiferente y el peligro de los disidentes.
    En este sentido, se dice que los valores
    expresan la tensión entre el deseo (del individuo) y lo
    realizable (en lo social). Tal tensión es productiva
    mientras los individuos puedan representarse su propia existencia
    y darse una imagen estable y
    duradera de sí mismos, lo que es posible con una memoria atenta
    que reactualice e integre de manera permanente los
    acontecimientos fundantes de su propia identidad y los proyecte
    como orientación hacia acciones
    futuras responsables y creativas.

    Esta tensión es inmanente a todo imaginario
    social, ya que las tradiciones heredadas del pasado y las
    iniciativas de cambio del
    presente se expresan en ellos.

    La estructura
    simbólica de la memoria
    social se encuentra representada en las ideologías.
    Estas son las que difunden los acontecimientos constitutivos de
    la identidad de las comunidades, de lo que se desprende su
    carácter preservante, legitimante e
    integrador.

    "La función de la ideología -dice Paul Ricoeur- es la de
    servir como posta a la memoria
    colectiva con el fin de que el valor
    inaugural de los acontecimientos fundadores se convierta en
    objeto de la creencia de todo el grupo"

    La ideología tiene como contracara la
    utopía cuya naturaleza
    cuestionadora denuncia el carácter distorsionador y
    encubridor de las ideologías triunfantes. "Es la
    expresión de todas las potencialidades de un grupo que se
    encuentra reprimido por un orden existente; es un ejercicio de la
    imaginación para pensar de otra manera la manera de ser
    del ser social".

    No es casual que se las interprete, muy livianamente por
    cierto, como generadoras de desorden, de sin-sentido y de
    pérdida de credibilidad en lo fundacional.

    El resultado es un ataque deliberado a la diversidad, el
    silenciamiento de los discursos
    diferentes con la enunciación ideológica de
    conceptos pseudouniversales para legitimarse como autoridad,
    domesticando el recuerdo, creando estereotipos si faltaran y
    justificando el accionar de la autoridad como
    garantía de permanencia y continuidad de los valores.
    Ante la eventualidad de la pérdida del sentido del actuar,
    la eficacia de la
    retórica de la ideología es abrumadora porque, como
    dice Ricoeur, si una sociedad no puede
    mantenerse sin normas, tampoco
    puede hacerlo sin un discurso
    público persuasivo que codifique toda realidad.

    Aun siendo tan diferente el accionar de una y otra, lo
    cierto es que la ideología y la utopía se
    complementan porque parten del mismo suelo referencial
    de la identidad cultural, realidad dinámica y no dogmática, por
    cierto.

    2

    Pero cuando una sociedad se enfrenta ante el desorden,
    la ineficacia e incomunicabilidad de los valores y la
    falta de horizonte al carecer de objetivos
    comunes, se hacen evidentes los síntomas de una crisis de
    identidad que se manifiesta en todas las instituciones
    de la cultura: las
    familiares, las laborales, las políticas,
    la estatal, las educativas, las religiosas, etc.

    Así, hoy nos enfrentamos diariamente al
    pesimismo, al escepticismo de todas las generaciones que conviven
    en la actualidad y a la incomunicación existente entre
    ellas. Falta el discurso
    vinculante, falta el criterio unificador con que interpretar la
    realidad, pero, por sobre todas las cosas, falta la voluntad
    social, comunitaria de hacerlo. Cualquier individuo es
    prescindible y, lo que es peor aun, como consecuencia de ello, no
    se sabe a qué grupo se pertenece.

    Lo que pudo haber sido utopía para otros, hoy,
    sencillamente, resulta insoportable. Si la promesa de un tiempo de ocio
    era entendida como el derecho ganado por la dedicación
    laboral al
    progreso de la sociedad en beneficio de las generaciones
    venideras, hoy se ha convertido en tiempo de
    desocupación con las consecuencias que se
    enfrentan a diario: olas delictivas, inseguridad
    física,
    angustia ante un futuro y un presente inciertos.

    Asistimos a un momento sintomático para pensar
    las razones de la crisis y para pensar una solución. Es
    importante, entonces, presentar los supuestos filosóficos
    de la actualidad y vincularlos con otras transformaciones
    culturales, al menos cercanas temporalmente, para poder
    comprender si el concepto de
    identidad cultural tiene vigencia o si, definitivamente, se ha
    tornado también él prescindible.

    Supuestos para
    pensar la identidad en tiempos posmodernos

    Se presentan a continuación algunos de los
    supuestos básicos del pensamiento
    posmoderno que, en rasgos generales, comparten los pensadores
    representativos de este período:

    – Rechazo ontológico de una subjetividad
    exclusivamente racional y transindividual a favor de un movimiento de
    autotrascendencia del sujeto

    – Fin de las grandes narraciones y
    legitimaciones.

    – Autonomía y especificidad de los
    discursos.

    – Pérdida de la ilusión y de la necesidad
    de reconciliación.

    – Transformación de los espacios públicos
    comunes en espacios de tránsito y no de
    permanencia.

    – Consagración del instante.

    Esta caracterización muestra una clara
    oposición al proyecto moderno
    de cultura (y, con él, un cuestionamiento a la
    noción de identidad cultural). Lo cierto es que edsto
    resulta de múltiples transformaciones culturales vividas
    por Occidente desde mitad del siglo XX. Es momento, entonces, de
    presentarlas a fin de vislumbrar algunas respuestas
    posibles.

    Transformaciones
    sociales, movimientos culturales: condiciones de toda
    creación sociocultural

    Pertenecer a un grupo es una de las características de la identidad cultural.
    En ellos, lo simbólico de las relaciones atraviesa los
    capilares de la subjetividad hasta conformar la identidad
    básica de toda cultura: la identidad yo-sujeto que inicia
    la vinculación del sí mismo con el otro y que, a
    través de distintas transformaciones, va perfilando esa
    unidad bipartita con trazos que irán variando según
    sean los movimientos sociales que se realicen.

    Agnes Heller analiza estas transformaciones sociales a
    partir de la posguerra, lo que permite comprender cómo se
    fueron dando distintas identidades culturales que son
    antecedentes y referentes de nuestra actualidad. Las llama: la
    generación existencialista, la alienada y la
    posmoderna.

    Estas generaciones no compartieron el mismo discurso,
    sino que, por el contrario, son y fueron generadoras de nuevos
    significados imaginarios para las formas de vida, es decir, han
    generado divisiones culturales capaces de perfilar nuevas
    identidades a partir de la erosión de
    la cultura de clases.

    Respecto de la generación existencialista, dice
    Agnes Heller, ésta alcanzó su punto álgido
    en 1950. Surgió enmarcada por las circunstancias de la
    guerra como
    una sublevación de la subjetividad contra la vida
    burguesa, sus normas y
    ceremonias. Su empeño era el liberarse en lo personal, pero
    por vía política. La
    generación alienada tuvo como marco el boom
    económico de la ideología de la abundancia que
    combinaba con el compromiso con el colectivismo social que
    generó múltiples movimientos, ya políticos y
    económicos, ya corrientes artísticas y conductas
    sexuales.

    Aun así, desde el enfrentamiento contra la
    cultura positivista de los existencialistas hasta la
    generación alienada, en las sociedades
    opulentas existía el convencimiento de la necesidad de los
    valores comunitarios a pesar de las crisis históricas. Se
    podía volver a empezar si se vislumbraba un horizonte por
    construir. Se trataba de cuestionar valores inoperantes, pero no
    se cuestionaba la necesidad de los valores.

    La actualidad, que dentro de esta caracterización
    responde a la generación posmoderna, sería el
    resultado de la desilusión de la percepción
    del mundo de la generación anterior. Su lectura del
    mundo se sintetiza en el lema "todo vale para todos", y esto,
    según la autora antes mencionada, es "la rebelión
    contra la fosilización de las culturas de clase y contra
    el predominio etnocéntrico de la única cultura
    correcta y auténtica, es decir, la herencia cultural
    occidental".

    Encontramos, hoy, una sociedad en la que las palabras
    que son esenciales para pensar la problemática de los
    valores y de la identidad han perdido el sentido, a saber,
    justicia,
    gloria, virtud, razón, responsabilidad. Vivimos, entonces, en un
    período sin referentes para la acción moral.

    ¿Cómo pensar la identidad sin referentes
    históricos y sin la posibilidad de encontrar en las
    tradiciones el lugar desde donde proyectarse? ¿Cómo
    hacerlo si la voluntad parece aletargada cuando no
    lastimada?

    Muchos son los factores que han provocado esta
    situación, entre ellos, el surgimiento de una sociedad de
    masas cuya psicología es la de la
    incomunicación "-que no es aislamiento ni soledad-, la de
    su adaptabilidad, la de su excitabilidad y carencias de normas,
    la de su capacidad de consumo, unida
    a su incapacidad de juzgar o, incluso, distinguir, y, sobre todo,
    ese egocentrismo y esa fatídica alienación ante el
    mundo"

    Otro factor es la influencia de los medios masivos
    de comunicación con su carácter
    narcotizante, generador de un neoanalfabetismo hiperinformatizado
    a la vez que acrítico y desapasionado, a lo que se suma la
    pérdida de claridad de las funciones
    sociales de los individuos ante la reestructuración de las
    relaciones
    laborales. Todos ellos son emblemas de la instrumentalidad de
    la razón.

    Sin rol específico que identifique la pertenencia
    a algún grupo social, sin pasión más que
    para ciertos eventos
    deportivos y con todas las posibilidades tecnológicas de
    comunicación a su alcance, el sujeto de hoy
    no puede sentirse expresado en un discurso omniabarcativo a pesar
    de la transculturalidad de todo lo recién mencionado.
    Puede identificarse por lo que consume: noticias, vestimenta,
    diversión.

    4

    Pero los elementos de consumo no
    están elaborados para permanecer, sino para ser agotados.
    Y, así, la elaboración de la angustia ante la falta
    de un discurso de permanencia se posterga ante nuevas
    posibilidades de consumo.

    Cuando se vuelve sobre esta realidad, el hermeneuta se
    encuentra con que falta el discurso fundante capaz de abarcar el
    abanico de diferencias propio de todo imaginario social. Falta el
    deseo de compromiso porque es imposible reconocer a qué
    grupo se pertenece, en consecuencia, las instituciones pierden
    credibilidad y la efectividad de las normas se torna
    cuestionable, cuando no nula e inconcebible.

    Hay más bien una conciencia de
    estar en tránsito, sin materiales
    tabú que puedan interferir en las decisiones particulares,
    antes que una conciencia
    reconciliadora, guardiana del orden y la permanencia de las
    tradiciones.

    Si la lógica
    de la identidad suponía una subjetividad constitutiva de
    significado, ya no se puede seguir pensándola así.
    La identidad, hoy, refiere más bien a una
    autotrascendencia personal y
    autónoma que a un supuesto de reconocimiento sustancial de
    reconciliación política y
    cultural.

    Si de lo que se trata es de vivir al día, ya sea
    por cuestiones de falta de estabilidad laboral o por
    falta de solidez en los vínculos afectivos o de proyectos
    personales, el sujeto es incapaz de reconocerse como actor de su
    propia vida en donde lo imprevisible – que debería ser
    sólo un contribuyente al propio destino- se convierte en
    el acontecimiento por excelencia.

    Sólo cuando el sujeto sea capaz de reconocer la
    unidad del relato que es su propia vida, podrá hablarse de
    una identidad cultural o identidad ética.
    Sólo un sujeto con estima de sí puede decidir sobre
    lo que es conveniente o beneficioso entre la cantidad y variedad
    de ofertas que se le presentan al estar expuesto continuamente y
    sin de otro referente que no sea su sí mismo.

    Pertenencia, estima
    de sí y autonomía

    La estima de sí supone un juicio moral de
    situación y, por lo tanto, un carácter mediador.
    Esta se complementa con el respeto de
    sí como constitutivo básico de cualquier identidad
    "porque cuando en situaciones concretas la norma no puede ser una
    guía para la praxis, la estima de sí no sólo
    es una fuente, sino también un recurso para el respeto de
    sí, y es de esta relación entre situación
    ética
    (estima de sí) y norma moral (respeto de sí) que
    surge toda sabiduría práctica del juicio moral en
    situación"

    En consecuencia, sólo cuando se vislumbra un
    horizonte donde la prudencia hace de cable a tierra puede
    pensarse en una obligación moral que evite la mala
    acción y el desinterés; por ello, no es
    difícil comprobar el bajo y hasta nulo nivel de autoestima de
    los individuos en cualquier sociedad en crisis, pero
    especialmente en la nuestra.

    La tarea del hermeneuta es, entonces, repensar los
    supuestos que permitan recuperar la posibilidad de la autoestima y
    de la estima en la relación con el otro, de vislumbrar un
    horizonte de sentido que vaya más allá de la
    pantalla de televisión
    y de recrear los espacios en los que la discusión, el
    debate
    público sean posibles. Sin estos requisitos elementales,
    superar la crisis parece imposible, y el discurso de la identidad
    sería mesiánico y no humano.

    De lo que se trata, cuando se habla de identidad
    cultural, es de aceptar al otro como parte necesaria para un
    sí mismo y para toda la comunidad que
    conforme el imaginario.

    Mantenerse en la indiferencia es sólo posible
    para un pensamiento
    que no le interesa el obrar. Desde esta actitud
    errante, se privilegia lo fragmentario y la falsa
    autonomía, condiciones sobre las cuales es muy
    fácil encontrar testimonio en la actualidad.

    La acción humana requiere siempre proyectos que la
    orienten; y así, es posible pensar la identidad cultural
    cuando me reconozco parte fundamental, imprescindible y
    responsable de la efectivización de los proyectos desde el
    lugar donde realice mi obrar: educación,
    política, administración, etc.

    Si bien, como dice Adorno, no hay valor para
    pensar el todo, porque se duda en poder
    transformarlo, se trata de seguir intentando. El primer camino
    será el reencontrar el sentido de la experiencia de
    pertenecer a una comunidad
    sabiendo que los sistemas de
    exclusión son tan fuertes que han llegado a erosionar las
    bases mismas de la cultura (la cooperación intersubjetiva
    parece funcionar de maravillas cuando se trata de luchar contra
    los peligros de la naturaleza o de
    los ataques de otros grupos
    desestabilizadores y menos desinhibidos, pero esto más
    como instinto de supervivencia que como cuidado moral o
    autocrítica social).

    Se trata de reconfigurar la realidad. De hecho, hoy, se
    oyen voces que claman seguridad,
    respeto, orden que quieren ser tolerantes sin verse maltratadas.
    Estos son vestigios inconfundibles de una identidad que no quiera
    verse asfixiada y que quiere superar la desagradable idea de que
    el otro, por ser otro, sea el enemigo.

    Se trata de reinstalar la confianza, la esperanza, la
    utopía de una vida mejor.

    La ideología tecnocrática sólo
    busca alimentarse a costa de cualquier sacrificio humano. Ya
    varias décadas atrás, se había visualizado
    el inminente peligro de la tecnocratización de la vida. Lo
    que ayer era inminente, hoy es real, está vigente y, si
    bien han surgido grupos
    contestatarios que privilegian la vida por sobre los adelantos
    tecnocráticos, esto es aún insuficiente desde una
    perspectiva humanitaria y ecológica.

    Falta el replanteo radical, drástico, del rol del
    hombre en una
    sociedad que ofrezca no sólo oportunidades -cada vez
    menores- de empleo y -cada
    vez mayores- de consumo. Mientras falte la estabilidad
    política, económica, educativa y/o laboral;
    mientras no existan leyes que
    amparen, protejan y orienten a todos los individuos por igual sin
    privilegios y sin encubrimientos; mientras que la vida se vea
    amenazada, no se podrá saber con claridad de qué
    hablamos cuando decimos que hablamos de identidad
    cultural.

    Si la ideología deforma y la utopía
    está en retirada, se trata de alcanzar la
    convicción, desde uno mismo, de que las soluciones de
    los problemas son
    posibles sin soluciones
    irracionales o teñidas de odio, sino respetuosas de la
    vida por sobre todas las cosas, ya que no hay identidad donde no
    hay vida, y la nuestra corre cada vez más serios
    peligros.

    Gaston Amor

    Diego Garcia

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