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Inmigración y literatura: los italianos (página 2)



Partes: 1, 2

Permiso para embarcar

Marcelo Bazán Lascano señala que la
Ley
Avellaneda, de 1876, proporciona la definición de
inmigrante. Distingue "entre los inmigrantes ‘sensu
stricto’, o sea los que venían con pasaje de segunda
o tercera clase por cuenta del gobierno u otras
entidades, y los que entre el 25 de mayo de 1810 y el presente
han arribado a nuestro territorio a su costa, como polizones o en
cualquier otra forma clandestina o ilegal. Podría
sostenerse, pues, que los segundos son, prima facie, definibles
como inmigrantes ‘lato sensu’, aunque hubieran venido
en primera clase y aunque lo hubiesen hecho con bienes de
fortuna y hasta con títulos nobiliarios" (1).

Se ha señalado la diferencia entre inmigrantes y
refugiados: "El inmigrante toma una decisión y asume el
riesgo, aunque
tenga que poner en peligro su vida. El exiliado no tiene
capacidad u oportunidad para decidir. Otra de las diferencias
fundamentales es la experiencia vivida antes de la partida.
Muchos llegan heridos, con mutilaciones, han sido testigos de
la muerte de
personas conocidas y familiares. Sufrieron violaciones sexuales,
(…). Luego está el trauma del desarraigo, la
pérdida del punto de referencia, la destrucción de
todos los bienes".

Cuando se trata de un refugiado, por más que se
esfuerce por sobreponerse, "El desarraigo golpea la salud hoy y para el resto de
la vida. (…) En muchas ocasiones, el desplazado debe adaptarse
a países con otro idioma, otra cultura,
separado de sus seres queridos. No resulta extraño que
sean frecuentes los intentos de suicidio, los
conflictos
conyugales, el retraimiento social, la sensación de
peligro constante, la pérdida de creencias, las conductas
agresivas… Un caso donde el desarraigo es especialmente
doloroso es el de los ancianos, que desarrollan más
cuadros depresivos que el resto. La falta de esperanza sirve para
adelantar la muerte"
(2).

Tomada la decisión, se emprende la
travesía. Primero, por las oficinas que otorgan el permiso
de embarque. No viajaba el que quería, sino el que
conseguía la autorización imprescindible para
embarcar. Giorgio Bortot escribe que a aquellos inmigrantes "se
les exigió: 1) ser preferentemente europeo; 2) ser de sana
y robusta constitución, exenta de enfermedades y
malformaciones que alteren su capacidad laborativa presente o
futura; 3) asegurar que no venían a practicar la
mendicidad, y la mujer adulta,
además, a ejercer la prostitución; 4) declarar su religión; 5) viajar
en segunda o tercera clase; 6) residir en zonas determinadas; 7)
al llegar, tomar otros recaudos para asegurar la defensa social".
Y agrega: "pocos se enteraron de tales restricciones. (…) El
que escribe fue traído de niño y debió
acatar aquello" (3).

La enfermedad, la senectud, eran muchas veces objeto de
discriminaciones que separaban a las madres de sus hijos, a los
hermanos entre sí. Syria Poletti lo supo bien y lo
narró en su novela Gente
conmigo, que fue distinguida en 1961 con el Premio Internacional
de Novela
convocado por la Editorial Losada. En esa obra alude a las trabas
que se imponían a los disminuidos físicos para
salir del país. Recuerda Nora Candiani, la protagonista:
"Paso tras paso, con su carga de trabajo y el agobio de apuntalar
a una familia dispersa,
Bertina consiguió arrancar el permiso de embarque. (…)
Mi viaje a América
se resolvió así en una suerte de contrabando: yo
era como un producto
deteriorado que debía pasar inadvertido, entremezclado con
los productos
destinados a la exportación: los emigrantes aptos. Yo era
el polizón que logra trepar al barco. Luego, la piedad me
admitiría. De todos modos, lo importante era viajar. La
vida impone las leyes y la vida
enseña las trampas. Sólo que las trampas
arañan" (4).

Lo mismo sucedía con quienes deseaban salir de la
Argentina. El
italiano Gemesio desea establecerse con su familia en la
península. Durante la revisación médica, el
galeno señala: " ‘¡Esta criatura tiene fiebre!
–y le sacó la gorrita, y cuando vio los granos
exclamó: -¡Esta niña no puede viajar!’.
Y quedó Elenita, que sólo tenía tres
años, en brazos de la abuela Irene, mientras el
Principessa Mafalda se alejaba de la costa, los pañuelos
se agitaban en el puerto y Christina, a través de las
lágrimas veía empequeñecerse las figuras
familiares. Por primera vez miró a su marido con rencor"
(5).

Notas

  1. Bazán Lazcano, Marcelo: "Carta de
    Lectores", en La Nación, Buenos Aires,
    19 de diciembre de 1999.
  2. ABC: "El desarraigo golpea la salud hoy y para el resto
    de la vida", en La Prensa,
    Buenos
    Aires, 9 de mayo de 1999.
  3. Bortot, Giorgio: "Correo de lectores", en La Nación Revista,
    Buenos Aires, 23 de febrero de 2003.
  4. Poletti, Syria: Gente conmigo. Buenos Aires, Losada,
    1962.
  5. Ayala; Nora: Mis dos abuelas. 100 años de
    historias. Buenos Aires, Vinciguerra, 1997.

El
viaje

En las páginas que leímos, encontramos la
evocación de la travesía vista, no sólo como
material literario, sino también como un momento de la
vida propia o de los mayores que se desea reflejar, para dar
testimonio y rendir homenaje a tantos seres que buscaron en otra
tierra lo que
en la suya no encontraban.

Una vez logrado el permiso de embarque, el inmigrante
debe dirigirse al puerto. Un periodista, en la calle principal de
Ottobiano, imagina a su abuelo: "un chico de doce años
yéndose para siempre con su madre –escribe Miguel
Frías. No sé lo que piensa en esa mañana de
1913 y ya no se lo puedo preguntar; tal vez, en el reencuentro
con su padre, trabajador en las cosechas argentinas; tal vez, en
la leña y las moras que debió robar para sobrevivir
al invierno; tal vez, en la cocina del barco donde
trabajará para cruzar el Atlántico" (1).

En Sobre héroes y tumbas, Ernesto
Sábato evoca la partida desde la tierra de
origen: " ‘Addio patre e matre,/ Addio sorelli e
fratelli’ Palabras que algún inmigrante-poeta
habrá dicho al lado del viejo, en aquel momento en que el
barco se alejaba por las costas de Reggio o de Paola, y en el que
aquellos hombres y mujeres, con la vista puesta sobre las
montañas de lo que en un tiempo fue la
Magna Grecia,
miraban más que con los ojos del cuerpo (débiles,
precarios y finalmente incapaces) con los ojos del alma, esos
ojos que siguen viendo aquellas montañas y aquellos
castaños, a través de los mares y de los
años" (2).

Agata, la protagonista de Oscuramente fuerte es la vida,
recuerda, muchos años después, el día en que
debió dejar su tierra, para
reunirse con su marido: "Hasta último momento, yo
seguía formulándome preguntas que no encontraban
respuesta. Teníamos lo que habíamos querido
siempre: la casa, el terreno, la posibilidad de trabajar.
Habíamos defendido esas cosas, las habíamos
mantenido durante esos años difíciles. Ahora,
cuando aparentemente todo tendía a normalizarse,
¿por qué debíamos dejarlas? Me costaba
imaginar un futuro que no estuviese ligado a esas paredes, esos
árboles, esas montañas y esos
ríos. Había algo en mí que se
resistía, que no entendía. Sentía como si
una voluntad ajena me hubiese tomado por sorpresa y me estuviese
arrastrando a una aventura para la cual no estaba preparada.
(…) Llevaba en la mano una bolsita de tela y la llené de
tierra. Me acordé de mi abuelo abonando esa tierra, de mi
padre punteando, sembrando hortalizas. (…) Entré en la
casa, abrí una valija y guardé la bolsita con
la tierra.
Recorrí las habitaciones como había recorrido el
terreno. Con el brazo extendido rocé las paredes, las
puertas, las ventanas. Me senté en un rincón y me
quedé ahí, sin moverme, hasta que fue la hora de
despertar a Elsa y Guido" (3).

También alude a ese momento la calabresa Adelina
C. Cela, en el poema "Madre Patria", imaginando el sentimiento de
su tierra: "Tú clamabas por mí/ como una madre
divina,/ con lágrimas derramadas/ en nostálgica
partida" (4).

A los inmigrantes "de alguna manera, los
acompañaba la esperanza, aún teñida del
dolor de dejar atrás pasado, historia, familia, amigos,
afectos y recuerdos -escribe Silvia Fesquet. El dolor no era poco
pero el equipaje** que cargaban –liviano, muy liviano-
estaba amarrado con sueños, ilusiones y mucha esperanza:
la de encontrar amparo o un
destino mejor, la de volver y devolverse a esa tierra que, por
razones distintas, ahora los expulsaba" (5).

Roberto Cossa, en El Sur y después, imagina el
sentimiento de quienes van a tentar suerte en otra tierra:
"Allá murió la infancia/ una
caricia, una canción/ una plaza, una fragancia. / Los
brazos viajaron, el corazón
quedó./ Pero una estrella nos llama del sur./ Y un barco
de esperanzas cruza el mar./ América, la tierra del sueño azul/.
Es un vaso de vino, es un trozo de pan" (6).

Los italianos que se embarcan en Génova en 1884,
hacia el Río de la Plata, son evocados por Edmondo
D’Amicis en su obra En el oceano. Acerca del escritor, dijo
Griselda Gambaro: "El autor de Corazón
recoge, sin embargo, sus mejores frutos en la crónica. En
este fresco están todos los que vinieron a América,
en su mayoría obreros y campesinos, cada uno con su
sueño particular. Y el sueño –y el destrozo
del sueño- empieza en el Galileo, como si el barco
navegara en un mar de tierra y sus pasajeros, en los
múltiples tipos y pasiones, representaran a la humanidad
entera" (7).

Para Valentìn Bianchi "transcurrieron muchas
noches de insomnio, acostado en la estrecha cucheta del camarote,
mientras pensaba en su nuevo destino y en cual serìa la
suerte que le depararìa. Las incomodidades del barco
carguero en el que viajaba tambièn le producìan
desazòn. Tenìa que sobreponerse a las penurias del
viaje y a sus interminables noches, cuando, con frecuencia,
solìa sentir a las ratas correteando por sobre su cama"
(8). No faltaban pasajeros como el italiano Deyacobbi:, nacido en
1886, quien, a los dieciséis años, "se
embarcó como polizón" (9).

A pesar de la tristeza, "La música y las danzas
abundaban en el barco –escribe Scotti. Algunos tocaban el
acordeón, otros la flauta, y por encima de la
baraúnda, el violín diáfano de Padrazo"
(10). Cuando embarcó en Génova, Valentín
Bianchi "portaba la vieja valija de la familia y
su inseparable mandolina en la espalda" (11). En el
océano, "cuando vino con otros/ encerrado en la panza de
un buque", aprendió el italiano del tango "La
Violeta", de Nicolás Olivari, la "canzoneta de pago
lejano" que cantaba en la taberna (12).

También se escuchaban narraciones. Ana Padovani
dice: "mi abuelo me contaba que cuando vino en barco a la
Argentina, los
pasajeros de la primera clase bajaban a la bodega para oír
los relatos de los inmigrantes de tercera clase" (13).

Muchos traían el manual que les
ayudaría a manejarse en América: "los gobiernos
preparaban manuales escritos
por ‘doctores en viajes’
y no necesariamente basados en experiencias. Eran redactados para
orientar a los futuros colonos y contenían precisas
instrucciones acerca de lo que sería el viaje, la llegada
y la posterior vida en un país extraño. Cómo
sacar un boleto, cómo conseguir empleo,
cómo cuidarse de los estafadores. Aconsejaban no quedarse
en Buenos Aires, ya que más lejos de los centros urbanos,
tendrían mayores probabilidades de hacer fortuna. Y otras
curiosidades, como por ejemplo, consejos acerca de los
hábitos de nuestro país y de otros, como Italia"
(14).

Juan Berisso sólo traía su ropa:
"Después de abonar el pasje, le quedaba como único
capital una
moneda de plata española que tuvo que entregar a las
autoridades marítimas italianas. Partió entonces
solo con el baúl con pocas prendas" (15). Tenía
quince años.

Alberto Luis Ponzo expresa en "Dibujos de
papá": "Seguí durante horas/ la cabeza/ que viajaba
desde Italia/ dejando
olas y vientos/ navegando en la piel" (16).
Ema Wolf afirma que no sólo venían personas en los
barcos. Venían también extraños personajes
como el Mamucca, un duende que llegó desde Sicilia: "Con
toda seguridad
llegó acá en un barco. Lo habrá
traído algún inmigrante en su bolsillo, en la
bocamanga de los pantalones o en el pliegue del sombrero. Lo
habrá traído sin querer, sin darse cuenta. Porque
uno puede mudarse de continente llevando hasta un ropero, pero a
nadie se le ocurriría cargar a propósito con algo
tan fastidioso como el Mamucca" (17).

Los aspectos desagradables de la travesía son
evocados en muchos testimonios. "Había en ese barco a la
vez, mucho hacinamiento y revoltijo –narra María
Angélica Scotti. Yo no me acuerdo nada de eso, pero mamita
contaba que era imposible encontrar un lugar limpio para sentarse
porque el piso estaba lleno de mondaduras de frutas y restos de
galletas o de comidas. Contaba que muchos se mareaban por el mal
de mar, y que en los dormitorios flotaban olores nauseabundos,
por los vómitos y porque
las criaturas orinaban en cualquier rincón. (…) "Dicen
que el aire de mar a
unos les provoca náuseas y a otros unas peculiares ansias
–continúa Scotti. Padrazo contaba que a él el
viaje se le hizo harto breve, que no sentía las molestias
ni los calores de cuando alcanzaron el Ecuador y los
trópicos," (18).

Viajando en esas condiciones, era fácil que se
propagaran las enfermedades. Syria Poletti
narra en Gente conmigo lo sucedido a una pareja italiana: "El
llegó primero; trabajó duro y construyó la
casa. Entonces se casaron por poder y ella
tomó el barco. Un barco hacia América, hacia
él, hacia el nuevo hogar. Durante la travesía la
contagió el tracoma y no pudo desembarcar. Las
prescripciones sanitarias no lo permitieron. Y él tampoco
pudo subir a la nave. Debió conformarse con agitar el
pañuelo desde el muelle cuando el buque zarpó de
regreso a Italia". La narradora sabe bien por qué
sucedió eso a la infortunada pareja de emigrantes: "Ella
había contraído el tracoma por viajar junto a
algún enfermo clandestino. Un enfermo a quien alguien
–un médico o un traductor- habría
posibilitado el embarco eludiendo o alterando un diagnóstico" (19).

Salvador Petrella, personaje de Frontera sur, muere de
fiebre amarilla en el barco. Su cuerpo fue cremado en el horno
del lazareto de la Isla Martín García. La novia que
lo esperaba "pone el brazo izquierdo sobre la mesa, la mano
abierta, la palma arriba, y con la derecha se da un hachazo…" .
Esa fue la espantosa forma en que se suicidó.
(20).

A las enfermedades a bordo se refiere asimismo Claudio
Savoia, quien afirma que la "fiebre inmigratoria" de 1907 fue
bautizada así por los historiadores porque casi todos los
pasajeros de los barcos llegaron a la Argentina con fiebre"
(21).

Como la inmigrante que evoca Poletti, aunque por otro
motivo, a Italia vuelve también el protagonista de Guido
de Andrés Rivera, a quién se le aplicó la
Ley de
Residencia 4144. Dice el hombre:
"Estoy aquí, en un camarote o calabozo, de dos por dos y
medio, tirado en una roñosa cucheta, vestido, el
cigarrillo en la mano, roja la brasa del cigarrillo, y sobre
mí, encendida, una lámpara que ellos rodearon con
tiras de metal. Idiotas, creen que trasladan a suicidas. (…)
soy un tipo que se llama Guido Fioravanti y que los patrones de
este desgraciado país, envían, como un saludo, a la
bestia de la Romagna" (22).

El viaje era insalubre y riesgoso. A Stéfano,
protagonista que da el nombre a la novela de
María Teresa Andruetto, le toca en suerte un viaje
accidentado: "En medio de la noche los ha despertado la tormenta,
el ruido del
agua contra la
banda de estribor. El llanto de un niño viene del camarote
vecino o de otro que está más allá.
Aquí donde ellos esperan, nadie grita, sólo el
hombre de
jaspeado dice que el mar esta noche no quiere calmarse y es todo
lo que dice; habla con serenidad, pero Stéfano sabe que
está asustado. Al llanto del niño se han sumado
otros, pero nadie ha de tener más miedo que él, que
quisiera que a este barco llegara su madre y lo apretara entre
los brazos y le dijera, como cuando era pequeño y
todavía no soñaba con América, duerme, ya
pasará" (23).

El narrador describe, en Frontera sur, uno de los tantos
desembarcos de inmigrantes, en la década del 80: "Los
buques anclaban muy lejos de la costa, y viajeros, equipajes y
mercancías pasaban, o eran arrojados, a una gabarra o a
varios botes pequeños, que lo llevaban todo a los carros
en que, finalmente, salía del agua. Si el
calado no resistía una quilla, por escasa que fuese, las
irregularidades del fondo lo hacían en algunos puntos
excesivo par alguna de las ruedas de los vehículos, que
encallaban o volcaban, arrastrando su carga al desastre. Padre e
hijo presenciaron un desembarco, pendientes del bamboleo y los
sobresaltos de los carros, del griterío de los que
temían ahogarse en aquel tramo de su odisea, que
imaginaban último, y de las voces de quienes, de pie en
los pescantes, guiaban a las bestias. Ramón
abandonó la contemplación de las inmundicias que
las llantas arrancaban del limo y sacaban a la superficie cuando
su padre fue a reunirse con un mayoral de mirada torcida"
(24).

Jorge Isaac evoca, en Una ciudad junto al río, el
momento en que los italianos arriban a la nueva tierra: "Los
italianos –que forman la corriente numérica
más importante en este tiempo- lo hacen
en grupos compuestos
por una o muchas familias que cantan, ríen o gritan tanto
como pueden, volcando su entusiasmo contagioso y vital. Son los
barulleros por excelencia. Y parece que el puerto, luego que
ellos pasan, necesitase cuanto menos un par de días para
reponerse de tanto ruido y
retornar a su estado de
serena quietud" (25).

En La rejión del trigo, Estanislao Zeballos
imagina el estado de
ánimo del inmigrante: "Mirad al colono en el muelle,
pobre, desvalido, conducido hasta allí después de
haber sido desembarcado á espensas del gobierno, sin
relaciones, sin capital, sin
rumbos ciertos, ignorante de la geografía argentina y
de la lengua
castellana, lleno de las zozobras y de las palpitaciones que
agitan al corazón en el momento supremo en que el hombre se
para frente a frente de su destino para abordar las soluciones del
porvenir, con una energía amortiguada por la perplejidad
que produce la falta de conocimiento
del teatro que se
pisa, y las rancias preocupaciones sobre nuestro carácter,
el más hospitalario del mundo por redondo y el más
vejado en Europa por
nécias o pérfidas publicaciones. Solamente lo
alientan en tan extraña situación de
espíritu las aptitudes que lo adornan y la voluntad de
hacerlas valer" (26).

Un pasajero es recordado por Susana Aguad, su nieta, en
"Al bajar del barco", donde escribe: "Se disipa la angustia de
una travesía de dos meses que les quitó fuerza y
salud. Sin embargo, a algunos se les llenan los ojos de
lágrimas cuando miran por última vez al
‘Génova’ con sus dos banderas trenzando azules
y verdes" (27).

En La noche lombarda, Atilio Betti recrea, al acostarse
en su camarote del barco que lo lleva a Italia, el duro trance
que sufrió el padre del protagonista, junto con otros
pasajeros: "Un chorro de agua, un manguerazo brutal, le dio en la
cara. Lo vi trastabillar, mojado. Lo vi llorar de
indignación y afirmarse en los zapatos claveteados,
agarrándose fuertemente del tirador negro, sobre el torso
sin saco, para no caer bajo el golpe del agua. (…) En tropel,
árabes y turcos aparecían y desaparecían
alrededor de mi padre. Corrían, gritando, aullando,
perros
mojados, perros azotados a
manguerazos, a refugiarse bajo mi cama mientras que papá,
rascándose con furia las axilas, gritaba o gemía, o
gritaba y gemía al mismo tiempo: ¡Piojosos!
¡Piojosos!" (28).

Otro escritor alude a esa práctica: "De aquella
antigua inmigración que inspiró al
dramaturgo Vacarezza, a la que desinfectaban con los chorros de
fumigadores de animales sobre
los muelles de Puerto Madero donde hoy se come con inmaculada
vajilla, quedan sus jerarquizados descendientes –nosotros-,
bruscamente sobresaltados", afirma Orlando Barone
(29).

Oscar González, en "La anunciación",
brinda la visión de la ciudad que tiene una mujer italiana,
quien "desembarcó asombrada un día cualquiera,/ En
un extraño puerto sin molinos ni cabras" (30).

Del barco, al Registro Civil,
donde se les proporcionará el documento argentino. Gabriel
Báñez relata algunas anécdotas al respecto:
"Las escenas más patéticas tenían lugar en
el Registro Civil
del puerto, sin embargo, ya que en el vértigo de las
anotaciones los empleados de Inmigraciones, que no
entendían ni medio, terminaban inscribiéndolos por
aproximación, con traducciones bárbaras y
fulminantes, (…). Nadie traspasaba las oficinas de documentación con el apellido indemne"
(31).

Así viajaban los inmigrantes hacia la "tierra de
promisión". Tristeza, incertidumbre, enfermedades, los
acompañaban, pero también la esperanza de que en la
Argentina encontrarían paz, libertad y
bienestar.

Notas

1 Frías, Miguel: "Noticias del mundo", en
Clarín, Buenos Aires, 3 de septiembre de 2000.

  1. Sábato, Ernesto: Sobre héroes y tumbas.
    Buenos Aires, Losada, 1966.
  2. Dal Masetto, Antonio: Oscuramente fuerte es la vida.
    Buenos Aires, Sudamericana, 2003.
  3. Cela, Adelina: "Madre Patria", en La Capital, Mar del
    Plata, 5 de septiembre de 1999.
  4. Fesquet, Silvia: "La tierra de uno", en Clarín
    Viva, Buenos Aires 8 de julio de 2001.
  1. Cossa, Roberto: El sur y después, citado en
    "Bajaron de los barcos. Historia de la inmigración en la Argentina", por Colegio
    Schönthal, en www.monografias.com
  2. Gambaro, Griselda: "L’América: el
    sueño en italiano", en Clarín, Buenos Aires, 20
    de julio de 2002.
  3. Bianchi, Alcides J.: Valentìn el inmigrante.
    Santiago de Chile,
    Ediciòn del autor, 1987.
  4. S/F: "El negocio del hielo", en La Capital, Mar del
    Plata, 25 de mayo de 2000.
  5. Scotti, María Angélica: Diario de
    ilusiones y naufragios. Buenos Aires, Emecé,
    1996.
  6. Bianchi, Alcides J.: op. cit.
  7. Olivari, Nicolás: "La violeta", citado por
    Cirigliano, Gustavo, en "Disquisiciones tangueras", en El
    Tiempo, Azul, 30 de septiembre de 2001.
  8. Itzcovich, Mabel: "De profesión, contadoras de
    cuentos", en
    Clarín, Buenos Aires, 20 de octubre de 1997.
  9. En La Voz del Interior on line, 24 de julio de
    2002.
  10. Michellod, Oscar E.: "Ciudad de Berisso", en
    ww.monografias.com.
  11. Ponzo, Alberto Luis: "Dibujos de
    papá", en El Tiempo, Azul, 20 de junio de
    1999.
  12. Wolf, Emma: "El mamucca", en Clarín, Buenos
    Aires, 22 de marzo de 1998.
  13. Scotti, María Angélica: op.
    cit.
  14. Poletti, Syria: op. cit.
  15. Vázquez-Rial, Horacio: Frontera Sur.
    Barcelona, Ediciones B, 1998.
  16. Savoia, Claudio: "El equipaje de los sueños",
    en Clarín, Buenos Aires, 14 de enero de
    2000.
  17. Rivera, Andrés: Guido, en Para ellos, el
    Paraíso. Alfaguara, 2002.
  18. Andruetto, María Teresa: Stéfano.
    Buenos Aires, Sudamericana, 2001.
  19. Vázquez-Rial, Horacio: op. cit.
  20. Isaac, Jorge E.: Una ciudad junto al río.
    Buenos Aires, Marymar, 1986.
  21. Zeballos, Estanislao: La rejión del trigo.
    Madrid, Hyspamérica, 1984.
  22. Aguad, Susana: "Al bajar del barco", en
    Clarín, Buenos Aires, 20 de octubre de 1999.
  23. Betti, Atilio: La noche lombarda. Buenos Aires, Plus
    Ultra, 1984.
  24. Barone, Orlando: "El avance de la intolerancia
    aldeana", en La Nación, Buenos Aires, 13 de febrero de
    2000.
  25. González, Oscar: "La anunciación", en
    El Tiempo, Azul, 16 de abril de 2000.
  26. Báñez, Gabriel: Virgen. Barcelona,
    Sudamericana, 1998.

En Buenos
Aires

La travesía ha llegado a su fin. Los pasajeros,
con su documentación argentina, se encuentran con
sus familiares, amigos, o empleadores o se remiten a las instituciones
que los socorren.

Algunos inmigrantes son esperados por sus parientes, a
los que conocen en el momento de arribar a la Argentina. Los que
no tienen conocidos en la nueva tierra, sufren "las penurias del
desembarco en Buenos Aires, Hotel de Inmigrantes y frustrada
espera de un destino" (1). Días después, desde
allí unos se trasladarán a un conventillo; otros, a
una vivienda más digna, y muchos viajarán hacia las
colonias.

Quienes llegaban al Puerto podían alojarse en el
Hotel, sólo si observaban el reglamento de la
institución. El mismo figuraba en el Manual del
emigrante italiano, y establecía, por ejemplo que
"Después de cada comida, a la hora indicada por el
reglamento, se deberán limpiar los utensilios que se le
hayan entregado antes, sin lo cual no podrá ausentarse del
Hotel. Por turnos, como se indicará, tendrán que
limpiar las instalaciones y ocuparse del transporte de
víveres. La parte destinada a los hombres, está
separada de la de las mujeres; al igual que en el barco,
está prohibida la promiscuidad. Con todo, se
respetará el sagrado derecho de ayudar a su mujer y a sus
niños.
Una vez escuchado el timbre del silencio nocturno, está
prohibido cualquier tipo de alboroto. Quien se sienta mal debe
avisar a la dirección del establecimiento. Está
permitido salir a determinadas horas, pero quien no haya
regresado en el horario previamente fijado no podrá pasar
la noche en el Hotel" (2).

Por ese entonces, "La aglomeración de gente
presentaba un cuadro poco edificante. En ‘La
Nación’ (N° 2355), denunciaba el mal estado del
hospedaje a los extranjeros. A un pedido de aclaración del
ministro Laspiur, el Comisario de Inmigración
informó que: ‘el Asilo de Inmigrantes está
muy distante de ser lo corresponde al objeto que se destina. V:E:
lo ha reconocido así y mandó levantar planos y
presupuestos
de la obra que debe construirse en el terreno que al efecto fue
cedido por la Municipalidad en el bajo del Retiro…’ y
agrega que nunca habían tenido enfermedades
infecto-contagiosas, y que en un nuevo edificio, del fondo, se
destinaba a los enfermos que eran visitados dos veces por
día por el médico. Luego informa el señor
Dillon: ‘Los inmigrantes permanecen poco tiempo en el Asilo
y cuando llegan se envían al Río que está
inmediato, lavan la ropa y se asean. Cuando no están en
esa operación, la pasan en la Plaza, de manera que
sólo en los días de lluvia se siente algún
inconveniente, cuando existe mucha aglomeración, pero
basta uno o dos días buenos para que todo esté
seco, pues el aire y la
luz penetran
por todas partes" (3)

En el Hotel nació, en 1947, Américo
Fiorentini. Su hermana Aurora, afincada en Bariloche, escribe:
"Ni bien llegué a la Argentina, junto a mis padres, en
1947, tuvimos que quedarnos más de un mes en el hotel de
inmigrantes, cerca del puerto de Buenos Aires. Mi padre, profesor
italiano en el exterior, enviado por el Gobierno italiano,
tenía que presentarse en la Dante Alighieri de Santa Fe
para asumir su dirección y mi madre también, como
maestra. Mi madre estaba embarazada de 8 meses y a nuestra
llegada resultó claro que el bebé no tenía
intenciones de esperar demasiado para nacer. Trámites,
mudanzas, trabajo no formaban parte de sus planes y por lo tanto
ellos tuvieron que esperar a que naciera antes de retomar sus
obligaciones.
Mi hermano, de nombre Américo, nació 15 días
después de nuestra llegada y mi madre salió en los
diarios porque, como siempre, la prensa
está a la caza de noticias algo extrañas. Puesto
que en la Argentina está en vigor la ley de la sangre para lo
que se refiere a la ciudadanía, los periodistas anunciaron
que una inmigrante italiana, apenas llegada, había donado
un hijo a su patria de adopción.
Es de notar que el sensacionalismo no es un invento actual"
(4).

Valentín Bianchi, llegó a la Argentina.
"Al desembarcar lo estaba esperando un paisano y amigo de la
infancia:
Angel Sardella. Este lo recibió eufórico
saludándole en el dialecto fasanés. Estas cordiales
expresiones tonificaron el ánimo de Valentín, que
se sentía deprimido por el largo viaje y por las
condiciones en que le había tocado realizarlo. Los
recuerdos de su familia, de los amigos y el pueblo lo
habían abrumado durante toda la travesía. Ahora,
junto a su amigo, en cuya compañía se
dirigió al hotel de inmigrantes, veía las cosas de
un color muy
distinto. (…) Aquella noche pernoctó en el hotel de
inmigrantes y a la mañana siguiente, de acuerdo con las
indicaciones que le diera Daniel, se presentó en las
oficinas del Ferrocarril. Allí le informaron que
debía trasladarse a la ciudad de Mendoza, la capital de
esa provincia, en cuyas oficinas se desempeñaría
como empleado contable" (5).

En novelas y
cuentos
encontramos testimonios acerca de la existencia de esta
institución. Ellos, de diversa índole, nos hablan
de la presencia del Hotel de Inmigrantes y de su importancia en
la comunidad.

Aparece en páginas de Antonio Argerich, escritor
acérrimo enemigo de la inmigración que vivió
entre 1855 y 1940. En ¿Inocentes o culpables?, publicada
por primera vez en 1884, alude al establecimiento que albergaba a
los extranjeros que no tenían trabajo al desembarcar.
Afirma Argerich: "Al salir del Hotel de los Inmigrantes se
juntó con una manada de compañeros que
seguían la vía pública por la mitad de la
calle. Había hecho relación con estos sus paisanos
y todos á la vez buscaban trabajo" (6). Se refiere
agresivamente a quienes de allí salían,
asemejándolos a animales, recurso
que también utiliza Cambaceres (7) al describir a los
inmigrantes.

La rutina diaria de la institución es evocada en
el relato Stéfano, de María Teresa Andruetto (8).
En esa obra, la autora narra: "El hotel está a pocos pasos
de la dársena; tiene largos comedores y un sinfín
de habitaciones. Les ha tocado un dormitorio oscuro y
húmedo. En la puerta, un cartel dice: Se trata de un
sacrificio que dura poco. (…) Los dormitorios de las mujeres
están a la izquierda, pasando los patios. Por la tarde,
después de comer y limpiar, después de averiguar en
la Oficina de
Trabajo el modo de conseguir algo, los hombres se encuentran con
sus mujeres. Un momento nomás, para contarles si han
conseguido algo. Después se entretienen jugando a la mura,
a los dados o a las bochas".

Susana Aguad, escritora, recordó al Hotel en su
texto "Al
bajar del barco". En esas líneas rememora los primeros
instantes americanos de su abuelo, nacido en Italia, que
emigró a los diecisiete años. Escribe Aguad:
"El sol es tan
fuerte como en Oleggio, donde se festeja este mismo día el
comienzo del verano, mientras que aquí, en el
confín del mundo, hace un frío polar. Cuando suben
los agentes del Commissariato dell’Emigrazione ya
están todos alineados frente al desembarcadero. A la
derecha de la oficina de
registro se levanta el edificio blanco del Hotel de Inmigrantes.
Podrán alojarse gratuitamente durante cinco días y
con sus tarjetas
numeradas, entrar y salir libremente. Se disipa la angustia de
una travesía de dos meses que les quitó fuerza y
salud. Sin embargo, a algunos se les llenan los ojos de
lágrimas cuando miran por última vez al
‘Génova’ con sus dos banderas trenzando azules
y verdes" (9).

Muchos italianos se alojaron en conventillos. Los
conventillos más famosos fueron Las Catorce Provincias,
El Universo y
el Conventillo de la Paloma. En ellos "se compartían los
baños, los lavatorios, las letrinas, la cocina y los
lavaderos. En las piezas vivían familias enteras, a veces
con seis o siete hijos, lo que provocaba hacinamiento y
promiscuidad. (…) Para dormir, los más pobres
tenían dos opciones: el sistema de "cama
caliente", en el que se alquilaba un lecho por turnos rotativos
para descansar un par de horas, o la maroma, que eran sogas
amuradas a la pared a la altura de los hombros. Quien optaba por
ese método
debía pasarse las sogas por debajo de las axilas, dejar
caer el peso del cuerpo y dormir parado" (10). Esto nos da una
idea del enorme sacrificio que debieron hacer muchos de los que
venían en busca de un futuro mejor.

"La ideología popular hizo aparecer los
conventillos de La Boca como la imagen de lo
pintoresco de la creatividad
popular, donde la colorida imagen de las
viviendas escondía la vida sacrificada de la familia del
trabajador, de los miles de inmigrantes que se agruparon en ese
populoso barrio. El color se
debió a los restos de la pintura de los
barcos, pero su verdadero color estaba en el rudo trabajo, la
precariedad y el hacinamiento de sus viviendas, en el renacer de
la lucha cotidiana de los trabajadores y sus familias para
sobrevivir y en una inconmensurable red de solidaridad
surgida de esa necesidad diaria" (11).

El conventillo fue el escenario del sainete, como lo
afirma Vacarezza en un conocido soneto: "La escena representa un
conventillo./ Personajes: un grébano amarrete,/ un gallego
que en todo se entromete,/ dos guapos, una paica y un
vivillo."(12). Allí "nació el lunfardo, que no es
el idioma del delito, como
Antonio Dellepiane tituló su libro sobre
esta jerga porteña, publicado en 1894" (13).

En Mustafá, sainete de Armando Discépolo y
Rafael De Rosa, don Gaetano destaca el clima amistoso
del conventillo: "E lo lindo ese que en medio de esto batifondo
nel conventillo todo ese armonía, todo se
entiéndano: ruso co japonese; francese con tedesco;
italiano co africano; gallego co marrueco. ¿A qué
parte del mondo se entiéndono como acá: catalane co
españole, andaluce co madrileño, napoletano co
genovese, romañolo
co calabrese? A nenguna parte. Este e no paraíso. Ese ne
jauja. ¡Ne queremo todo! (14).

En un conventillo reúne a sus discípulos
José Luna, personaje de Marechal en Megafón: "En la
sala única del púgil se juntaban sin armonizar el
comedor, el dormitorio y una cocina de leña, cuyo tiraje
pésimo fue un manantial de humo que, sin embargo, nunca
molestó en adelante ni a José Luna ni a sus tres
discípulos, en las discusiones que mantuvieron sobre las
metáforas del Apocalipsis. Los tres
discípulos eran Juan Souto, llamado ‘el
gaita’, Vicente Leone, o ‘el tano’, y Antenor
Funes, conocido por ‘el salteño’ "
(15).

El aluvión inmigratorio tuvo que ver con las
nuevas ideas sobre edificación. Lo afirma Andrés
Carretero: "‘En 1887 la población total era de 404.173 habitantes,
con una densidad de 89
habitantes por hectárea’, computó Carretero,
pero ya el cambio
comenzaba a operarse con la afluencia de la inmigración,
‘que modificó los amplios patios de las casas
porteñas, que se dividieron para facilitar dos o tres
pisos a las casas de bajo y aprovechar así mejor los
terrenos’" (16).

Por la Avenida de Mayo caminaban los inmigrantes. Lo
recuerda Alvaro Yunque, quien escribe: "Rumbo al oeste, por la
Avenida/ esta ruda familia de italianos: A la cabeza el padre, un
hombrachote/ que lleva un chiquitiño entre sus brazos;/
atrás de él dos muchachas, dos gringuitas/ de
trenzas rubias y de ojos garzos;/ detrás la madre cuyo
vientre elévase/ con la promesa de algún nuevo
vástago;/ y aún detrás cansadamente marchan/
dos chicuelos cogidos de la mano;/ y golpean los rudos zapatones/
y exhiben los vestidos aldeanos/ aquellos inmigrantes que
contemplan/ todo con grandes ojos asombrados" (17).

Notas

  1. Vernaz, Celia: La Colonia San José. Santa Fe,
    Colmegna, 1991.
  2. Armus, Diego: Manual del emigrante italiano.
    Colección Historia testimonial argentina. Documentos
    vivos de nuestro pasado. Buenos Aires, CEAL, 1983.
  3. Cracogna, Manuel I.: Primera fundación de
    Avellaneda.htm
  4. Fiorentini, Aurora: "Recuerdos de una emigrante
    italiana", en Fiorentini3.htm
  5. Bianchi, Alcides J.: Valentín el inmigrante.
    Santiago de Chile,
    Edición del autor, 1987.
  6. Argerich, Antonio: ¿Inocentes o culpables?.
    Madrid, Hyspamérica, 1984.
  7. Cambaceres, Eugenio: En la sangre. Buenos
    Aires, Plus Ultra, 1968.
  8. Andruetto, María Teresa: Stéfano.
    Buenos Aires, Sudamericana, 2001.
  9. Aguad, Susana: "Al bajar del barco", en
    Clarín, Buenos Aires, 20 de octubre de 1999.
  10. S/F: "Todo comenzó en los conventillos", en La
    Nación, Buenos Aires, 14 de mayo de 2000.
  11. Vázquez, Ana: "De los colores de
    Quinquela Martín al gris de la miseria", en La Alianza
    del Norte en La Boca.htm.
  12. Vacarezza, : "Un sainete en un soneto", en Cantos de
    la vida y de la tierra. 1944.
  13. Elguera, Alberto y Boaglio, Carlos: La vida
    porteña en los años veinte. Buenos Aires,
    Grupo Editor
    Latinoamericano, 1997.
  14. Discépolo, Armando y La Rosa, Rafael:
    Mustafá. Citado en Páez, Jorge: El conventillo.
    Buenos Aires, CEAL, 1970.
  15. Marechal, Leopoldo: Megafón. Citado en
    Páez, Jorge: El conventillo. Buenos Aires, CEAL,
    1970.
  16. S/F: "De la Gran Aldea a la aldea global", en La
    Prensa, 3 de diciembre de 2000.
  17. Yunque, Alvaro: "Una familia de inmigrantes por la
    Avenida", en Versos de la calle. Buenos Aires, Editorial
    Claridad, 1924.

En
las provincias

En Tandil, provincia de Buenos Aires, a fines del siglo
XIX, se establecieron mis bisabuelos, el matrimonio
integrado por Guillermo Paggi y Lucía Silvani, procedente
de Lombardía.

Otros italianos se dirigieron al Chaco. Penurias narra
Mempo Giardinelli en Santo Oficio de la Memoria, en
lo que respecta a la fundación de la capital
chaqueña. Cuenta la Nona: "Las primeras setenta familias
de inmigrantes friulanos, que remontaron en chalupas más
de mil kilómetros por el río Paraná,
llegaron allí el primer día del tórrido
febrero de 1878 y se internaron unas pocas leguas por el
Río Negro. Al día siguiente fundaron San Fernando
de la Resistencia,
sustantivo este último que con el tiempo sería
designación única de la ciudad, que fue italiana
casi hasta finales de siglo".

La anciana se refiere al asedio indígena:
"Durante muchos años la única población que aguantó a la Indiada
fue Resistencia.
Más allá de los límites
municipales no era posible establecer ni una casa, e incluso era
peligroso alejarse unos pocos metros del centro. Era irreversible
la derrota de los indios, pero de todos modos resistían el
avance de los blancos, hartos de las promesas del gobierno, y de
los aventureros. Mataban inocentes a degüello y por docenas,
y familias enteras aparecían masacradas. Y cada blanco
muerto justificaba una campaña militar" (1).

Un sitio en Internet proporciona
más información al respecto: El vapor "Pampa"
llegó a Buenos Aires el 28 de diciembre de 1878. Luego del
episodio que comentamos en el Hotel de Inmigrantes, Faccioli y
sus compatriotas "Puestos de acuerdo, fueron embarcados en un
vaporizo que en aquel tiempo hacía el trayecto desde
Buenos Aires hasta Paraguay por el
Río Paraná y cuyo nombre era precisamente
"Río Paraná". El grupo
desembarcó en el puerto de Goa, provincia de Corrientes, y
desde allí fueron trasladados a Reconquista en una balsa
que se usaba para traer hacienda, remolcada por un vaporizo de
pequeñas dimensiones. (…) Para pasar la noche, con la
poca ropa que traían tuvieron que improvisar una carpa
entre los pajonales, expuestos al ataque de las nubes de
mosquitos que se filtraban por todos lados. Toda la zona, sin
camino, sin puente, sin alambrados, estaba, cubierta por el agua de las
grandes crecientes de ese año" (2).

Hubo italianos en el litoral. "En el año 1857
llegó el primer contingente de inmigrantes que se
ubicó donde hoy es la Colonia San José en la
provincia de Entre Ríos. Eran terrenos del General Justo
José de Urquiza, quien no tuvo problemas en
destinarlos a la colonización". Estos pioneros valesanos,
saboyanos y piamonteses, originariamente destinados a Corrientes,
sufrieron desventuras: "Fueron ubicados en el Ibicuy, al Sur de
la provincia, pero al ver que eran terrenos inundables e
impropios para la agricultura,
remontaron el Uruguay en
barcazas y fueron radicados en mejor lugar, o sea, el actual, con
el beneplácito de Urquiza. Mientras Sourigues trazaba las
concesiones, el grupo recién llegado improvisó
viviendas debajo de los árboles
mientras que las mujeres se alojaron en el galpón que
Spiro tenía en la costa. Esto ocurría en julio de
1857, bajo el rigor del invierno" (3).

Los primeros días de los inmigrantes en esa
provincia son evocados por Alejo Peyret, en 1878: "Hace veinte
años, os encontrábais acampados en la selva que
cubría la margen del Uruguay, en el
lugar donde hoy se levanta la villa Colón. Hacía
frío; un sol de invierno calentaba a duras penas vuestros
miembros ateridos, el pampero silbaba en la arboleda y de noche
la helada hacía tiritar hasta las piedras. Nada se
había preparado para recibiros. Os fue necesario tomar
vuestras hachas para talar el monte y cortar paja a fin de
prepararos albergue, construir algo parecido a una tienda de
campaña apoyada al tronco de los algarrobos y
ñandubays en un recoveco del terreno. Un hacha y una azada
bastan al hombre para
domar la naturaleza y
conquistar al mundo. Y bien. A pesar de aquellos sinsabores,
recuerdo que vosotros estabais contentos y pletóricos de
esperanzas. La alegría reinaba soberana en vuestros
vivaques y las canciones resonaban en la espesura del bosque"
(4).

A Santa Fe llegaron asimismo los italianos. Alfredo
Coasollo "había nacido en 1875, en la provincia de Torino,
comuna del Monasterio de Cantalupa. (…) A la edad de 15
años se embarcó en Génova rumbo a Buenos
Aires, completamente solo, empleando 48 días en el viaje
con el vapor ‘Manila’. El pasaje le costó 163
liras, y arribó al puerto de Buenos Aires con un capital
de 7 liras y un inmenso entusiasmo de trabajar. El director del
hotel de inmigrantes le entregó un pan de 4 kilos ya
cortado y lo puso sobre el tren rumbo a estación Aurelia,
en la provincia de Santa Fe" (5).

Los Vairoleto, emigrados desde el Piamonte, "siguieron
hasta Rosario remontando el gran río Paraná. Al
bajar en los muelles con sus bultos, mientras la sirena de la
nave seguía anunciando el arribo, los emigrantes de
tercera clase se encontraron con una cantidad de gente que les
hablaba en piamontés, ofreciéndoles los más
variados destinos y trabajos a cambio de
alojamiento y comida. Todo les resultaba asombroso y no era
fácil saber qué les convenía, pero
tenían que hacer la prueba. Vittorio comenzó
trabajando en la cosecha de esa temporada, y emprendieron un
largo itinerario buscando un pedazo de tierra donde afincarse"
(6).

Con esfuerzo, con nostalgia, vivieron los inmigrantes
sus primeros días en nuestra tierra. Algunos volvieron a
sus patrias, pero muchos se quedaron en esta nación de la
que hoy emigran sus nietos.

Notas

  1. Giardinelli, Mempo: Santo Oficio de la Memoria. Buenos
    Aires, Seix Barral, 1991.
  2. Vernaz, Celia: La Colonia San José. Santa Fe,
    Colmegna, 1991.
  3. Peyret, Alejo: "Palabras de Alejo Peyret en el
    21° aniversario de la fundación de la colonia San
    José (22 de julio de 1878)", en Vernaz.
  4. Britos, Orlando: "Historias de Crespo", en
    Bienvenidos al mayor portal regional.htm.
  5. Chumbita, Hugo: Ultima frontera. Vairoleto: Vida y
    leyenda de un bandolero. Buenos Aires, Planeta,
    1999.

Actitudes

¿Qué sucedió con los inmigrantes
que llegaron a la Argentina? ¿Fueron aceptados o
rechazados? La actitud que
los nativos toman no será la misma, según el
inmigrante sea anglosajón o italiano y español, y
según la clase social a la que pertenezcan nativos y
extranjeros. Aún dentro de la clase dirigente hay
divergencia: mientras que Cané (1) y Cambaceres (2)
alertan sobre el peligro de la inmigración, Ocantos (3) y
Zeballos (4) la ven positiva. En otros niveles sociales, los
personajes de Fray Mocho (5) entablan con el inmigrante una
relación cordial; los criollos de Arias (6) y Burgos (7)
lo aborrecen.

La apertura de nuestro país a la
inmigración es elogiada por Gabriela Mistral, quien
escribió: "La Argentina está dando a nuestros
países una enseñanza que ellos no quieren oír:
la de que un año de inmigración hace más por
la raza que diez años de trabajo social
gastado en mejorar la carne vieja. Ninguna empresa
–educación popular, higiene social,
etc.- acelera la evolución de un país nuevo como
ésta del injerto" (8).

Leopoldo Lugones, en "la ‘Oda a los ganados y las
mieses’ muestra una
expansión jubilosa en la exaltación de la tierra,
los hombres y los frutos, sin rehuir prosaísmos certeros
de cordial resonancia. Desde el diálogo
pintoresco que sitúa con felicidad en su medio al criollo
o al extranjero hasta el cuadro familiar a veces íntimo y
conmovido de recuerdos, Lugones hace explícita una
convivencia con el mundo humano, animal o de humildad
biológica que sorprende por la extrema y sutil observación. Hay ternura y gracia en el
diminutivo y las imágenes
justas multiplican ante el lector la hirviente variedad de ese
vivo universo"
(9).

En "La formación de una raza argentina",
José Ingenieros se alegra de la adaptación al medio
geográfico que se verifica en los inmigrantes: "Las
variedades de la raza europea aquí trasplantadas sienten
ya, en sus hijos argentinos, los efectos de la adaptación
a otro medio físico, que engendra otras costumbres
sociales. Los Andes, la Pampa, el Litoral, el Atlántico,
la Selva, el Iguazú, son cosas nuestras, y solamente
nuestras. Viviendo junto a ellas, las razas blancas inmigradas
adquieren hábitos e ideas nuevas, hasta engendrar una
variedad, distinta de las originarias" (10).

En una geografía tan vasta,
se encontraban inmigrantes procedentes de diversas latitudes.
"’La creencia en que la Argentina era un crisol de razas
nunca tuvo el ciento por ciento de adhesión, pero fue una
creencia eficaz: sirvió para que los extranjeros se
sintieran argentinos’, asegura el antropólogo Pablo
Semán, especialista en el tema" (11). Los niños y
los jóvenes -afirma Guillermo Jaim Etcheverry- adquieren
un papel
dominante en la vinculación de los mayores a la nueva
sociedad..
(12).

Los argentinos recibimos el aporte de esos inmigrantes.
Lo dice Yvonne Fournery, guionista del documental
periodístico "La otra tierra": "La ideología, tanto en la primera oportunidad,
en los ’80, como ahora, fue la misma, o sea, no poner el
acento para nada en la colectividad o comunidad, sino
en la síntesis
de las culturas. Es decir, hacer hincapié en el aporte que
significó a nuestra identidad esa
cultura. Lo
cual enriquece al programa, lo hace
mucho más vivo y mucho más real. De lo contrario,
se transforma en una cosa… te diría que pintoresca o
turística… y no es ésa la intención"
(13).

El casamiento es una de las formas en las que el
inmigrante se integra a la nueva sociedad. En un
texto de Fray
Mocho vemos a dos argentinas intentando una alianza matrimonial
con un inmigrante, mas la misma no se da porque el italiano
declara estar casado ya en su país. Ante esta
situación, la tía de la joven lo increpa:
"-¿Y que más quedrá este condenao?…
¡Se necesita ser un gringo afilador, pa crer que una
muchacha como mi sobrina sea capaz de fijarse en él si no
es para casarse!… ¿Pa qué estarán los
criollos?… ¡Aura mismo le habi’avisar al
escribiento que no habías sido lo que parecés…
condenao!… ¡Si hasta facha e’criminal en tu tierra
t’estoy encontrando… verás con quién te has
metido a tirar tiros al aire!…" (14).

Sabemos que muchos extranjeros regresaron a sus patrias,
pero otros dejaron atrás su pasado y crearon familias con
mujeres de nuestra tierra. Alrededor de esta situación
gira la existencia del protagonista de El mar que nos trajo, de
Griselda Gambaro, quien se ve obligado a regresar a su
país de origen (15), y del abuelo de la lombarda Laura
Pariani, quien abandona a su familia italiana, y forma una
familia nueva con una mapuche (16).

Algunos extranjeros se casaban por poder,
práctica que Syria Poletti consideraba un anacronismo. Su
novela Gente conmigo obtuvo el Premio Internacional de Novela
convocado por Editorial Losada en 1961, y el Premio Municipal de
Buenos Aires en 1962. En esa obra, la traductora Nora Candiani
expresa: "Jamás pueden llevarse bien los que no se
conocían de antemano y resuelven casarse por poder como
quien resuelve entre dos males: o eso o la miseria (…) Es una
escapatoria, no una elección. Todas esas muchachas que
llegan aquí casadas por poder y se enfrentan con la
incógnita de un marido desconocido me dan la
impresión de seres arrojados por algún
éxodo… No sé… Una especie de aluvión
acosado por fuerzas oscuras que desborda por el mundo a tontas y
a ciegas…" (17).

Aurora Fiorentini describe la ceremonia religiosa de
casamiento por poder. Una inmigrante italiana "llegó a la
Argentina en el año 1954, después de casarse por
poder con su antiguo novio, su paisano, que había llegado
algunos años antes para hacerse una posición y
estaba trabajando con mi padre. Cómo se actuaba en estos
casos? La novia se casaba en la iglesia de su
pueblo y en el lugar del marido actuaba un representante. Por
suerte Laura (llamémosla así) se casaba con su
novio y en la ceremonia estaba presente su cuñado. Pero
tantas muchachas llegaron a la Argentina casándose por
poder y habiendo conocido a su esposo sólo por carta y por
fotos,
recién lo conocían en persona una vez
llegadas aquí, jóvenes y solas, habiendo dejado
atrás la familia y su patria" (18).

La religión era motivo
de discriminación cuando de matrimonio se
trataba. Una italiana católica conoce a su futura nuera,
alemana protestante: "La señora Irene era muy
católica, de comunión diaria y colaboraba con el
párroco en las labores sociales de Adrogué. El
hecho de que Christina fuera protestante no contribuyó a
facilitar las cosas" (19).

Hubo xenofobia. En Aventuras de Edmund Ziller, Pedro
Orgambide define al xenófobo como el "sujeto de apariencia
normal que odia a los extranjeros" y que "suele creer que los
judíos adoran la cabeza de chancho y que los negros son
una raza inferior, y que Dios estaba pensando en su pinche
país cuando creaba el Universo"
(20).

En "La Argentina racista", "el escritor Pedro Orgambide
analiza el costado más intolerante de los argentinos. Y
describe cómo han ido cambiando a lo largo de la historia
los destinatarios de la discriminación: el indio y los mestizos,
primero, luego los españoles, italianos y judíos
que llegaron a nuestras tierras y ahora los inmigrantes de los
países limítrofes" (21).

Félix Luna explica en un reportaje las razones de
esta reacción: "Se había soñado con una
inmigración ideal: anglosajona, o franceses de clase
más o menos alta, casos que fueron excepcionales. En
cambio, los que vinieron fueron en su inmensa mayoría
inmigrantes pobres, personas provenientes de zonas más
atrasadas de Europa, de
España
e Italia, fundamentalmente, que huían de la miseria. Por
eso, el tipo de inmigración provocó alguna
resistencia y, diría, determinados rezongos en gente como
Sarmiento, que en algún momento se manifestó con
criterios antisemitas" (22).

Una Noticia de la Defensoría del Pueblo acerca de
la discriminación de los extranjeros latinoamericanos en
2000, afirma que "Los argumentos son viejos. Podría
decirse que comenzaron a utilizarse en los últimos
años del siglo anterior, cuando se responsabilizaba a los
inmigrantes de origen europeo de haber traído al
país ideas disolventes. Con esa excusa se dictó la
ley de residencia que autorizaba a expulsar a aquellos
extranjeros que desarrollaran actividades sindicales y políticas"
(23)

Bien lo dice Mempo Giardinelli, en Santo Oficio de
la Memoria. El
año 1896 fue terrible porque "ése fue en año
en el que se habló mucho y muy mal de las mafias de
italianos que llegaban al Río de la Plata, y de la molicie
y peligrosidad de los inmigrantes en general. Algo que
después fue una constante de este país: hablar de
la inseguridad
fue hablar pestes de los extranjeros" (24).

María Esther de Miguel evoca, en Un dandy en la
corte del rey Alfonso, la actitud de los
hombres del 80 ante el aluvión inmigratorio. Se trataba de
"una tanda de hombres intelectuales y bien pensantes que
pasarían a la historia, según decían, porque
se dedicaban a ser diplomáticos, escribir libros
interesantes y sacar adelante el país, sobre todo por el
esfuerzo de los inmigrantes que habían llegado para
‘laburar’, como decían ellos. Aunque los
habían confinado en fábricas, saladeros y
conventillos, los pobres se manejaban bien y sacrificadamente, y
no pasaría mucho tiempo sin que la mayoría de ellos
tuvieran, de acuerdo a los sueños que los habían
transportado a América, ‘m’hijo el
dotor’ " (25).

Eugenio Cambaceres se ajusta a la definición que
da Orgambide. El hombre del 80 dejó en su novela En la
sangre testimonio de su repudio a los extranjeros, a quienes
veía como una fuerza poderosa y nociva para la
nación. Cuando el protagonista busca ascender socialmente,
el autor se indigna: "Pero cómo, siendo quien era, iba a
atreverse él, con el padre que había tenido, con la
madre, una italiana de lo último, una vieja lavandera!"
(26).

A partir de la comparación de un pasaje de En la
sangre referido al italiano y uno de Sin rumbo referido a un
mestizo, afirma Gladys Onega: "Por la confrontación de
ambos ejemplos deducimos que la xenofobia fue sólo una de
las formas que tomó en la elite el prejuicio racial,
siempre en su propia defensa; a un objeto se agregó otro,
pero el desprecio por el inmigrante es el mismo que se tuvo hacia
el gaucho, en cuanto ambos provocaron sucesivamente la alarma, y
resulta evidente que Cambaceres no se preocupa por disimularlo
con elegías" (27).

En el prólogo a su novela ¿Inocentes o
culpables?, Antonio Argerich manifiesta: "me opongo franca y
decididamente a la inmigración inferior europea, que
reputo desastrosa para los destinos a que legítimamente
puede y debe aspirar la República Argentina; (…) La
intromisión de una masa considerable de inmigrantes, cada
año, trae perturbaciones y desequilibra la marcha regular
de la sociedad, -y en mi opinión no se consigue el
resultado deseado, esto es, que se fusionen estos elementos y que
se aumente la población. En efecto, si buscamos unidad,
sería importante encontrarla: se habla de colonias aun
aquí mismo en la Capital de la República y ya
tenemos los oídos taladrados de oír hablar de la
patria ausente, lo que implica un estravío moral y hasta
una ingratitud, inspirada, muchas veces, por el interés
que azuza un sentimiento exótico y apagado para que se ame
a una madrastra hasta el fanatismo".

Argerich sostiene que "para mejorar los ganados,
nuestros hacendados gastan sumas fabulosas trayendo tipos
escogidos, -y para aumentar la población argentina
atraemos una inmigración inferior. ¿Cómo,
pues, de padres mal conformados y de frente deprimida, puede
surgir una generación inteligente y apta para la libertad? Creo
que la descendencia de esta inmigración inferior no es una
raza fuerte para la lucha, ni dará jamás el hombre
que necesita el país". Considera que "tenemos demasiada
ignorancia adentro para traer todavía más de
afuera" y que "es deber de los Gobiernos estimular la selección
del hombre argentino impidiendo que surjan poblaciones formadas
con los rezagos fisiológicos de la vieja Europa"
(28).

"En la Argentina -sostiene David Viñas-, en los
años 1860 y 1870, la secuencia es: paraguayos, montoneros,
indios. Liquidados, la búsqueda del otro distinto y
peligroso termina en el inmigrante. Desaparecidas las
tolderías convencionales, aparecen las
‘tolderías rojas’: los malones ya no vienen
del Sur, sino de Barracas, o de La Boca… (29).

Larva acusa de xenofobia a "los grandes terratenientes
‘dueños’ de gran parte de la Patagonia y de
la Pampa húmeda": "Ellos mismos son los que frenaron el
aluvión de inmigrantes que a fines del siglo pasado y
comienzos de éste venían al país, dos
tercios de los cuales se vieron obligados a volver a la miseria
de su país de origen, después de amontonarse en el
Hotel de Inmigrantes. Los que se quedaron poblaron los
conventillos de La Boca" (30).

La intolerancia se hizo ver en una circunstancia
desgraciada: "La gran epidemia de fiebre amarilla de 1870 es uno
de los episodios que conserva vívidamente nuestra memoria nacional.
Menos conocido es que la inmensa mayoría de las
víctimas del ‘vómito
negro’ y del terror subsiguiente fueron los inmigrantes"
(31). "Se culpó de la epidemia a los inmigrantes italianos
y se los expulsó de sus empleos. Recorrían las
calles sin trabajo ni hogar; algunos, incluso, murieron en el
pavimento" (32).

Ocantos no se cierra a la postura común en su
época, que consistía en combatir la
inmigración. El advierte los rasgos buenos en los criollos
y en los inmigrantes, y también sabe ver en ambos grupos los
procederes que evidencian la decadencia moral y que
llevan a una existencia desgraciada o, incluso, a la muerte. En
Quilito escribe que la ola de la emigración europea nos
aporta periódicamente lo bueno y lo malo,
afirmación que indica una amplitud de criterio que muchos
de sus coetáneos no poseen (33).

Miguelín, uno de los personajes de Julián
Martel, expresa algo parecido: "Es cierto que la
inmigración en general nos aporta grandes beneficios, pero
también lo es que todo lo que no tiene cabida en el viejo
mundo, viene a guarecerse y medrar entre nosotros. El Gobierno
debería ocuparse de seleccionar…" (34).

Para Estanislao Zeballos, tanto los nativos como los
extranjeros se benefician con la apertura a la
inmigración, ya que "un colono colocado es una fuente de
riqueza privada y de renta pública". Condena "el sistema de
promover y reclutar oficialmente la inmigración" y se
muestra a
favor de "estimular la inmigración espontánea", la
que "se mueve por sí misma y paga su viaje, atraída
por noticias adquiridas de las ventajas que le
proporcionará nuestro teatro de
trabajo, ó decidida por consejos o proposiciones y aun
contratos que
le brindan sus parientes y amigos establecidos felizmente en la
República" (35).

Uno de los líderes criollistas que Leopoldo
Marechal crea en Adán Buenosayres, expresa su punto de
vista acerca de las consecuencias de la inmigración: "La
devoción al recuerdo de las cosas nativas
–tartamudeó Del Solar, pálido como la
muerte- es lo
único que nos va quedando a los criollos, desde que la ola
extranjera nos invadió el país. ¡Y son los
mismos extranjeros los que se burlan de nuestro dolor! ¡Si
es para llorar a gritos!. (…) Es verdad que la ola extranjera
nos metió en la línea del progreso. En cambio, nos
ha destruido la forma tradicional del país: ¡nos ha
tentado y corrompido!". Adán Buenosayres, en cambio,
piensa "que nuestro país es el tentador y el corruptor,
que el extranjero es el tentado y el corrompido". El
filósofo villacrespense Samuel Tesler, exclama: "Estoy
harto de oír pavadas criollistas (…). Primero fue la
exaltación de un gaucho que, según ustedes y a
mí no me consta, haraganeó donde actualmente sudan
los chacareros italianos" (36).

La confrontación entre extranjeros y nativos en
las actividades rurales aparece en varias novelas. Abelardo
Arias escribe, en Alamos talados, que don Ramón
Osuna sentía un "desprecio soberano por los gringos, como
él llamaba a cuantos no hablaran el castellano.
Desprecio que alcanzaba a toda idea que de ellos proviniera. No
quiso alambrar su estancia; sembrar era cosa de gringos y nunca
el arado rompió sus tierras". La diferencia entre
terratenientes e inmigrantes es señalada por uno de los
personajes: "Doña Pancha aún no podía
comprender cómo abuela había recibido, ‘con
aire de visita’, a uno de esos gringos bodegueros,
decía ella recalcando la palabra con retintín. Ella
no podía entenderlo y menos disculparlo. Entre tener una
viña y tener bodega para hacer vino había un abismo
infranqueable. Eran dos castas distintas, y la Pancha se
había constituido guardián insobornable de esa
separación".

Los criollos, que se agrupan bajo la protección
de la señora y sus descendientes, ven como algo degradante
el trabajo en
la viña, pues nacieron para domar potros y para hacer
tareas que exijan valor y
destreza: " ‘Los criollos no somos muy guapos pa’
estos menesteres, eso di’ andar cortando racimitos son
cosas pa’ los gringos y las mujeres –había
dicho Eulogio-. Ahora, lidiar con toros, jinetear potros, trenzar
tientos de cuero crudo, marcar animales, ésas son cosas
di’ hombre’ y hasta si se trataba de dar una manito
para cargar las canecas, entonces se ajustaban el cinto y la
faja, acomodaban el cuchillo en la cintura, ‘y no le
hacían asco a juerciar un poco’ " (37).

Fausto Burgos, en El gringo, reitera a lo largo de
la novela la
acusación que los nativos hacen a los extranjeros:
"’¿No son ustedes los que nos vienen a quitar la
tierra y el vino y el pan y todo? Los peones blancos miran con
cariño y con lástima a quien esto dice y comentan:
‘Povero nero’, ‘povero chino’,
‘é una bestia’". Para la familia del
protagonista, ser inmigrante es una vergüenza que se debe
ocultar, tratando de parecerse en lo posible a los nativos de
clase alta: ‘Usted no es un gringo –afirma el yerno
que vive a expensas del italiano-; usted ya puede llamarse
criollo; ya tiene títulos para ello’. Uno de los
peones asegura también que Contadini ya es criollo, pero
lo hace en otro sentido: ‘De esas cubas hay que sacar el
orujo pa’ llevarlo a las prensas –explica al yerno.
Mire vea, ¿y quién saca el orujo?,
¿quién se mete en la cuba sabiendo
que adentro de ella puede parar las patas? El peón
criollo, señor; el gringo tiene miedo, el gringo no se
mete a descubar ni por equivocación. Mi patrón no
es gringo; mi patrón es ya criollo; él es capaz de
ponerse a descubar también" (38).

Nora Ayala relata que su abuela criolla, que
vivía en Misiones, tenía prejuicios contra los
extranjeros. "Nosotros no vinimos a matarnos el hambre como los
gringos –decía-, estuvimos siempre acá".
Otros parientes de Ayala, inmigrantes, discriminaban a los
nativos. La bisabuela italiana dice que tiene una hija "casada
lamentablemente con un criollo". El abuelo de la misma
nacionalidad "dijo sin vueltas que los criollos eran todos
haraganes y que no quería ninguno en su familia, con lo
cual Samuel quedaba automáticamente excluido"
(39).

Guillermo Saccomanno, autor de El buen dolor, afirma en
un reportaje que "Aquellos tanos y gallegos que venían con
una mano atrás y otra adelante también eran
segregados" (40). Ellos, a su vez, despreciaban a los
provincianos.

Orlando Barone, en "El avance de la intolerancia
aldeana", narra que algunos italianos segregaban a sus mismos
compatriotas, los que, a su vez, segregaban a los provincianos:
"Mucha gente antiperonista, entre ellos mi abuelo, inmigrante del
sur de Italia, se refería con desdén a los
‘cabecitas negras’ venidos del interior y adictos al
gobierno. Nunca entendí, después, por qué mi
abuelo que para los italianos prósperos del norte era
despectivamente uno de tantos africani del sur, discriminaba a
los correntinos que trabajaban con él en el puerto. Al
lado de su ataúd al morir, estaban sus dos amigos
entrañables: uno era de su tierra y el otro era de
Corrientes" (41).

A veces –y esto debía ser mucho más
doloroso- la discriminación venía de los propios
inmigrantes, avergonzados de su origen. O de los hijos argentinos
de los inmigrantes, como relatan Cambaceres (42) y Félix
Lima (43).

Notas

  1. Cané, Miguel: Prosa ligera. Buenos Aires, La
    Cultura Argentina, 1919.
  2. Cambaceres, Eugenio: En la sangre: Buenos Aires, Plus
    Ultra, 1968.
  3. Ocantos, Carlos María: Quilito. Madrid,
    Hyspamérica, 1984.
  4. Zeballos, Estanislao: La rejión del trigo.
    Madrid, Hyspamérica, 1984.
  5. Fray Mocho: Cuentos. Buenos Aires, Huemul,
    1966.
  6. Arias, Abelardo: Alamos talados. Buenos Aires,
    Sudamericana, 1990.
  7. Burgos, Fausto: El gringo. Buenos Aires, Tor,
    1935.
  8. Mistral, Gabriela, citada por Gustavo Cirigliano, en
    El Tiempo, Azul,
  9. Ara, Guillermo: "Leopoldo Lugones", en Historia de la
    literatura
    argentina. Buenos Aires, CEAL, 1980.
  10. Ingenieros, José: "Ensayo de
    identidad",
    en Clarín, Buenos Aires, 27 de febrero de
    2000.
  11. Rocco-Cuzzi, Renata: Mitos del
    granero del mundo", en Clarín, Buenos Aires, 26 de marzo
    de 2000.
  12. Jaim Etcheverry, Guillermo: "Los nuevos emigrantes",
    en La Nación Revista,
    Buenos Aires, 7 de abril de 2002.
  13. Ceratto, Virginia: "Yvonne Fournery. ‘ La
    indiferencia, en un 94%, es falta de conocimiento’ ", en La Capital, Mar del
    Plata, 18 de marzo de 2001.
  14. Fray Mocho: op. cit.
  15. Gambaro, Griselda: El mar que nos trajo. Buenos
    Aires, Norma, 2001.
  16. Patat, Alejandro: "El país de los
    sueños perdidos", en La Nación, Buenos Aires, 28
    de abril de 2002.
  17. Poletti, Syria: Gente conmigo. Buenos Aires, Losada,
    1962.
  18. Fiorentini, Aurora: "Recuerdos de una emigrante
    italiana", en Fiorentini3.htm.
  19. Ayala; Nora: Mis dos abuelas. 100 años de
    historias. Buenos Aires, Vinciguerra, 1997.
  20. Orgambide, Pedro: Aventuras de Edmund Ziller. Buenos
    Aires, Editorial Abril, 1984.
  21. S/F, en Orgambide, Pedro: "La Argentina racista", en
    Clarín Viva, 27 de agosto de 2000.
  22. Gilbert, Abel: Buenos Aires no es sólo Puerto
    Madero", en La Nación, Buenos Aires, 14 de febrero de
    1999.
  23. Noticias de la Defensoría del Pueblo de la
    Ciudad de Buenos Aires: "Los culpables de todo. La historia se
    repite", en Centenario, Buenos Aires, Junio 2000.
  24. Giardinelli, Mempo: Santo Oficio de la Memoria.
    Buenos Aires, Seix-Barral, 1997.
  25. Miguel, María Esther de: Un dandy en la corte
    del rey Alfonso. Buenos Aires, Planeta, 1999.
  26. Cambaceres, Eugenio: En la sangre. Buenos Aires, Plus
    Ultra, 1968.
  27. Onega, Gladys: La inmigración en la literatura
    argentina (1880-1910). Rosario, Facultad de Filosofía y
    Letras, 1965.
  28. Argerich, Antonio: ¿Inocentes o culpables?.
    Madrid, Hyspamérica, 1984.
  29. Prieto, Martín: "Archivo de
    desapariciones" (entrevista
    con David Viñas), en Clarín, Buenos Aires, 26 de
    abril de 2003.
  30. Larva: "Xenofobia. Denuncien al abuelo", en xenofobia
    htm.
  31. Zengotita, Alejandro Ulises: "Los inmigrantes", en
    Revista Mayores, Año II, N° 11, 1994.
  32. Scenna: El día que murió Buenos Aires,
    citado por Zengotita.
  33. Ocantos, Carlos María: Quilito. Madrid,
    Hyspamérica, 1984.
  34. Martel, Julián: La Bolsa. Buenos Aires,
    Huemul, 1979.
  35. Zeballos, Estanislao: La .región del trigo.
    Madrid, Hyspamérica, 1984.
  36. Marechal, Leopoldo: Adán Buenosayres. Buenos
    Aires, Sudamericana, 1970.
  37. Arias, Abelardo: Alamos talados. Buenos Aires,
    Sudamericana, 1990.
  38. Burgos, Fausto: El gringo. Buenos Aires, Ediciones
    Tor, 1935.
  39. Ayala, Nora: op. cit.
  40. Chiaravalli, Verónica: "Un corazón
    tomado por la memoria", en La Nación, Buenos Aires, 15
    de agosto de 1999.
  41. Barone, Orlando: "El avance de la intolerancia
    aldeana", en La Nación, Buenos Aires, 13 de febrero de
    2000.
  42. Cambaceres, Eugenio: op. cit.
  43. Lima, Félix: "Pedrín", en
    Capítulo. Buenos Aires, CEAL, 1980.

Idioma

Para algunos inmigrantes –los españoles- y
para quienes lo habían aprendido antes de emigrar, el
idioma no era un obstáculo más entre tantos que se
les presentaban. Para otros, en cambio, era un problema ante el
que reaccionaban de distinta manera: intentando hablarlo o
negándose deliberadamente a la incorporación del
mismo.

Hubo diferentes formas de aprender castellano. En
"Buenos Aires Siglo XX/ Los conventillos: Un sistema que
reproducía a la sociedad en miniatura", Francis Korn se
refiere a los conventillos como uno de los lugares en que se daba
el
aprendizaje: "El idioma de esta comunidad aleatoria era un
castellano con miles de variaciones que, a pesar de todo sus
defectos, forzaba a los recién llegados a aprender a
comunicarse por su intermedio" (1).

En Aventuras de Edmund Ziller, novela de Pedro Orgambide
que obtuvo una Mención en el Premio de Novela México, se
evoca el habla de los inmigrantes nucleados en los conventillos.
Así los ve un peculiar extranjero: "Ellos no sólo
hablaban infinidad de idiomas en sus aldeas (que llamaban
conventillos) sino que honraban a sus brujos llevándolos a
la gran casa de la Palabra: el Congreso" (2).

Conocer un idioma no es sólo aprender a
expresarse en él, sino que entraña también
una visión del mundo. Refiriéndose a quienes
debían actuar como inmigrantes, dijo la actriz
María Rosa Fugazot, en un reportaje: "Me crié entre
actores capaces de hacer un italiano perfecto, un gallego, un
turco, un judío perfecto. Actores que no imitaban un
acento; sabían penetrar una psicología. Los
personajes del sainete eran simples en apariencia, pero con
nostalgia por su tierra y un gran amor al lugar
que los había acogido. Eran seres complejos, que
había que saber observar" (3). Mariano Saba, integrante
del grupo de teatro del Colegio Nacional Buenos Aires
señala que, para componer un personaje: "Primero
analizamos la obra y luego estudiamos la llegada del inmigrante a
la Argentina. Cada uno tenía que bucear en su árbol
genealógico y rescatar fotos y
recuerdos. Más tardes entrevistamos y grabamos para
estudiar sus tonos y encontrarnos con su nostalgia y su tristeza"
(4).

Carolina de Grinbaum narra en La isla se expande, la
forma en la que una niña aprende otra lengua. En un
conventillo recalaron una mujer italiana y sus dos hijas,
apenadas aún por una desgracia familiar: "Tenemos
instalada en una habitación próxima a la gentil
señora que llega al caserón un día, a
acomodar su viudez ya las dos hijas casi adolescentes a
un nuevo ambiente,
lejos de sus tristezas que permanecían adheridas al duelo
paternal. Llenaban las jóvenes sus horas y lúgubres
espacios, con cantos entonados en la dulce lengua de su lugar de
origen: ‘la alta Italia’. La más grata
variedad de composiciones que hasta entonces había tenido
Mariana la oportunidad de conocer, vibraban a diario, todas ellas
deleitaban sus oídos. No disponía siquiera de un
modesto aparato de radio, cuya
adquisición en esos momentos en especial, resultaba
inaccesible a su padre. En un acompañamiento desafinado
pero voluntarioso, hizo Mariana un aprendizaje veloz
de las letras y las melodías con las que pudo acceder al
conocimiento de un nuevo idioma, canto y música, al mismo
tiempo. De esa manera lo entendía cuando intervenía
con su voz, haciendo coro" (5).

Laura Pariani, escritora italiana que visita a su abuelo
establecido en la Argentina, cuenta: "Mi abuelo vivía a
varios kilómetros de Zapala. El hablaba cocoliche; su
mujer, mapuche; sus hijos, castellano; yo, italiano" (6). Aunque
no tan diversificada, así sería la
comunicación hogareña de los
inmigrantes.

Roberto Raschella, autor de Si hubiéramos vivido
aquí, se refiere en un reportaje a la diferencia entre el
idioma que se hablaba en su casa y el que hablaba en la escuela. A
visitar a sus padres "Iban siempre paisanos emigrados, y ante la
mesa de trabajo se hablaba, en dialecto calabrés, de las
fiestas del santo del pueblo, de las comidas, de tantas familias
con sus apodos, a veces ofensivos. Quizás en esas tardes
larguísimas del verano empecé a descubrir la
belleza de un idioma que no era el que aprendía en la
escuela. Esa fue
mi verdadera lengua materna. No recuerdo que mis padres hablaran
nada parecido al cocoliche, y hasta diría que
habían adquirido una perfecta noción del
castellano, que hablaban con fluidez, pero mechando
términos del dialecto y del italiano" (7).

En 1956, Laura Devetach "tenía un segundo grado
con cincuenta y seis alumnos que oscilaban entre los siete y los
diecisiete años", en un pueblo del norte de Santa Fe. Un
día –recuerda- "les pedí a los chicos que
contaran los cuentos que sabían. Y ese contar fue glorioso
porque salieron el lobizón, el zorro, el Pombero,
ánimas, asesinatos varios, adulterios en la familia,
canciones de Italia, refranes, oraciones" (8).

Gladys Onega habla sobre la influencia de la
instrucción pública en los hijos de los
inmigrantes: "A mí lo que más me atrajo, y me
metí en un trabajo muy arduo y gratificante, fue el de la
escritura
adulta que tiene que crear un narrador niño pero con una
escritura
adulta. Esta fue una gran tensión que se produjo en
mí con el lenguaje; y
además tratar de encontrar las voces que me rodeaban en
aquel momento, ya que tenía la de mi padre que hablaba en
gallego con sus parientes, pero no en mi casa porque mi madre era
criolla, y también la de todos los italianos que en ese
tiempo hablaban realmente el italiano. Para mí era
maravilloso tener todos estos sonidos. Eran todas palabras
misteriosas. Los chicos que iban al colegio en el 35 y
provenían del campo hablaban en italiano, y en la escuela
era donde verdaderamente se nacionalizaban. Ese fue el gran
factor unificador de la escuela pública" (9).

Francis Korn afirma: "Los chicos (los mayores, de la
misma nacionalidad que sus padres y los menores, argentinos)
concurrían a las escuelas públicas o a las
religiosas de alrededor y, eso sí, entre ellos, el
único idioma utilizado era el porteño" (10).
Aprendían o mejoraban su castellano, y –afirma Luis
Alberto Romero- "Gracias a la prosperidad y a la educación
pública, era común que los hijos ocuparan
posiciones mejores que los padres" (11).

Para algunos, hablar más de un idioma, era
testimonio de su condición de inmigrantes. Para otro, en
cambio, era un sello de clase. En La noche que me quieras, Torres
Zavaleta muestra el
conocimiento de otras lenguas vinculado a un estamento
social: "Arturo era un muchacho educado, se vestía bien,
por supuesto, se la arreglaba con los idiomas. Algo te ha quedado
de tantas profesoras franchutas e inglesas de cuando eras
borrego" (12).

No sólo a hablar castellano se aprendía en
la escuela. "La Argentina en 1870 tenía 80 por ciento de
analfabetos –afirma Roberto Cortés Conde- y hacia
1919 ese índice se había reducido al 30 por ciento"
(13). El analfabetismo
era común entre los inmigrantes. Lo menciona Lucio V.
Mansilla, cuando dice de un personaje: "Este San Pío era
italiano, casado, muy bonachón y cariñoso. Sus
quesos de Goya, y particularmente sus chorizos, allí a la
vista, tenían fama (…) No sabía leer ni escribir,
ni hablaba italiano, ni español,
ni genovés, ni dialecto itálico alguno, sino una
media lengua suya propia" (14). Analfabetos eran los inmigrantes
que llegaban desde Filetto, en Santo Oficio de la Memoria, de
Mempo Giardinelli.: "Venían porque allá
había mucha hambre. Eran… Todos muy pobres, analfabetos.
Rústicos" (15).

Félix Luna afirma que los analfabetos eran
utilizados con fines políticos. En Soy Roca, relata lo
sucedido en 1909 en una mesa electoral, cuando se presenta como
austríaco un hombre al que su aspecto y su modo de hablar
"lo delataban como un bachicha recién desembarcado". Roca
le pregunta si es italiano; el inmigrante le responde que
sí, y que no sabe lo que dice la libreta: "-Io non
só niente…. ¡A mí me la datto don Gaetano !
‘Don Gaetano’, Cayetano Ganghi era el árbitro
de la elección, con sus roperos llenos de libretas
falsificadas y sus huestes de inmigrantes analfabetos y de
atorrantes dispuestos a votar cinco o seis veces en diferentes
mesas" (16).

En la escuela se transmitían asimismo los valores
que la clase dirigente quería inculcar. Miguel De Marco,
Presidente de la Academia Nacional de la Historia afirma: "en el
pasado, la generación de Sarmiento y Mitre quería
que el país se poblara con inmigrantes que integraran un
crisol de razas. Para formar y unificar a esa sociedad nueva y
aluvional se difundían las vidas de determinados
personajes, de bronce, que fueran verdaderos ejemplos. No se
dieron cuenta de que un San Martín que no duerme no es
creíble, lo mismo que un Sarmiento que nunca faltó
a la escuela. En las escuelas se mostró esta especie de
historia oficial con personajes sin humanidad, quienes por
tenerla no pierden grandeza" (17).

"El grave problema de preservar nuestra identidad en
medio de las influencias foráneas, preocupó
también a la generación del 80 y a la del
Centenario –escribe Lucía Gálvez-,
¿cómo hacer para que los deseados inmigrantes se
sintieran argentinos? En aquellos tiempos los medios de
comunicación –diarios y libros- no
influían tanto a las masas. Fueron las escuelas las
encargadas de dar una educación que
recalcara aquellos valores que se
quería enseñar y preservar" (18).

Un personaje de Frontera sur dice que a Sarmiento "le
parecía mal que se abrieran escuelas italianas, o
alemanas, o inglesas". Otro interviene: ""Era lógico que
le pareciera mal. (…) No estaba loco. (…) Un Estado.
Quería un Estado, con mayúscula. Y eso se hace con
la escuela pública. Esto no puede ser eternamente un
centón mal cosido. La gente que llegue tiene que
adaptarse, recomponerse, mezclarse para formar una raza
argentina" (19).

No sólo en el conventillo o en la escuela se
aprendían otras lenguas. Gaetano, uno de los personajes de
Santo Oficio de la Memoria, lo hace en su lugar de trabajo, el
"tranguay", donde "La gente hablaba en todos los idiomas. Yo
aprendí algo de inglés,
de francés, de alemán. De polaco también y
de yídish. La mayoría de los pasajeros eran
inmigrantes. Uno tenía que saludarlos en sus lenguas.
Había veinte maneras de decir buen día. Y muchas
veces uno tenía que ayudarlos con el cambio, con las
monedas" (20).

Antonio Dal Masetto aprendió nuestro idioma
mediante la lectura. A
los doce años llegó a Salto, donde –afirma en
una entrevista-
"Empezó el duro aprendizaje, la
transculturación. Cansado de que lo cargasen por su forma
de hablar, decidió esforzarse para aprender el castellano.
Para eso recurrió al arte. Su padre se
asoció con su tío en una carnicería. Dal
Masetto empezó a seleccionar las revistas que llegaban
para envolver y, entre los globitos y el dibujo de las
historietas, empezó a adentrarse en el idioma".

De los comics, pasará a los libros. Así
recuerda esa etapa: "Mi camino fue absolutamente argentino. En
casa hubo un esfuerzo inmediato por adaptarse. Cuando
empecé a aprender el idioma en el pueblo, frecuentaba una
biblioteca.
Buscaba libros. Elegía al azar. Me los devoraba, junto con
la revista Leoplán, que traía novelas cortas
enteras. Me alimenté mucho de esa revista, y con ella
descubrí que había una literatura inmensa"
(21).

Casi todos aprendían el idioma por las suyas,
ayudándose algunos con el diccionario,
el cual "También es parte de la cultura inmigrante. El
diccionario
les solucionaba las crisis que
podían tener con su segunda lengua. Está muy
conectado con los autodidactas" (22).

En el siglo XIX, Pablo Lantelme, piamontés
afincado en Entre Ríos, sostenía: "Para el bien
general, creo y afirmo que es necesario que la predicación
de la Divina Palabra se haga en lengua castellana, o por lo
menos, que se predique dos domingos seguidos en castellano y uno
en francés, para no cortar de un solo golpe el sistema
abusivo. Los Capellanes (de San José) siendo franceses y
poco acostumbrados a hablar en lengua castellana, no
faltarán de alegar mil pretextos contrarios a lo que acabo
de probar" (23).

Ya en el Martín Fierro encontramos referencias al
inmigrante que no habla castellano: "Era un gringo tan bozal,/
Que nada se le entendía./ ¡Quién sabe de
ánde sería!/ Tal vez no juera cristiano,/ Pues lo
único que decía/ Es que era papolitano" (24). En
Diario de ilusiones y naufragios, de María Angélica
Scotti, en cambio, el inmigrante intenta hacerse entender:
"Padrazo chapurreaba bastante el español; lo venía
practicando desde antes de embarcarse en Génova" (25). Al
parecer, saber italiano facilitaba el aprendizaje
del castellano. En el libro de Chuny
Anzorreguy, el capitán Kovacic recuerda lo que se
planteó al llegar a la Argentina: "Primero debíamos
aprender el idioma. Habiendo ya aprendido más o menos el
italiano, la cosa se nos iba a hacer más fácil.
Así fue. En poco tiempo podía comunicarme en un
castellano bastante pasable" (26).

Queda en el inmigrante decidir cuál será
su lengua, opción que seguramente obedecerá a
razones más afectivas que intelectuales. Syria Poletti,
quien emigró a los veintitrés años,
afirmaba: "uno, como escritor, pertenece al área en cuyo
idioma se expresa. El instrumento con que yo me expreso es el
idioma de los argentinos, con todo el substratum cultural que
ello implica, por lo tanto soy hija del país, porque el
idioma es como la sangre de un país. Los otros idiomas que
me habitan –italiano y friulano- son herencias que me
dejaron mis mayores. Y las herencias sirven si se hace buen uso
de ellas" (27).

Distinta es la postura de Adelina C. Cela, quien canta
nostálgica, en su poema "Calabreses": "Como un susurro tu
lengua/ me acunó toda la vida/ y no le diste abandono/ a
tu hija en lejanía" (28).

En el conventillo, en la escuela, en el tranvía,
leyendo o rezando, los inmigrantes aprendieron la lengua de la
nueva tierra. La lengua que otros rechazaron, quizás por
el inmenso dolor de haber dejado su tierra.

Notas

  1. Korn, Francis: "Buenos Aires Siglo XX/Los
    conventillos: Un sistema que reproducía a la sociedad en
    miniatura", en La Nación, Buenos Aires, 5 de diciembre
    de 1999.
  2. Orgambide, Pedro: Aventuras de Edmund Ziller. Buenos
    Aires, Editorial Abril, 1984.
  3. Cosentino, Olga: "Cosecharás tu siembra", en
    Clarín, Buenos Aires, 18 de octubre de 2000.
  4. S/F: "Rapidísimo", en Clarín Viva,
    Buenos Aires, 2 de enero de 2000.
  5. Grinbaum, Carolina: La isla se expande. Buenos Aires,
    ig, 1992.
  6. Patat, Alejandro: "El país de los
    sueños perdidos", en La Nación, Buenos Aires, 28
    de abril de 2002.
  7. Ingberg, Pablo: "El amor a
    los vencidos", en La Nación, Buenos Aires, 14 de febrero
    de 1999.
  8. Devetach, Laura: "Autobiografía", en El
    Tiempo, Azul, 25 de agosto de 2002.
  9. Duche, Walter: "Todos tenemos derecho a escribir
    nuestra historia", en La Prensa Buenos Aires, 18 de julio de
    1999.
  10. Korn, Francis: op. cit.
  11. Cosentino, Olga: "La Argentina de los deseos", en
    Clarín, Buenos Aires, 30 de julio de 2000.
  12. Torres Zavaleta, Jorge: La noche que me quieras.
    Buenos Aires, Planeta, 2000.
  13. Cosentino, Olga: "La Argentina de los deseos", en
    Clarín, Buenos Aires, 30 de julio de 2000.
  14. Mansilla, Lucio V.: citado por Colegio
    Schönthal.
  15. Giardinelli, Mempo: Santo Oficio de la Memoria.
    Buenos Aires, Seix Barral, 1991.
  16. Luna, Félix: Soy Roca. Buenos Aires,
    Sudamericana, 2000.
  17. Urien, Paula: "Revisar el futuro", en La
    Nación Revista, Buenos Aires, 7 de julio de
    2002.
  18. Gálvez, Lucía: Panel en la muestra
    Aquel siglo XX. Biblioteca
    Manuel Gálvez.
  19. Vázquez-Rial, Horacio: Frontera sur.
    Barcelona, Ediciones B, 1998.
  20. Giardinelli, Mempo: op. cit.
  21. Roca, Agustina: "Historia de Vida", en La
    Nación Revista, Buenos Aires, 12 de julio de
    1998.
  22. S/F: "De generación en generación", en
    Clarín, Buenos Aires, 19 de marzo de 2000.
  23. Vernaz, Celia: La Colonia San José. Santa Fe,
    Colmegna, 1992.
  24. Hernández, José: Martín Fierro.
    Testo originale con traduzione, commenti e note di Giovanni Meo
    Zilio. Buenos Aires, Asociación Dante Alighieri,
    1985.
  25. Scotti, María Angélica: Diario de
    ilusiones y naufragios. Buenos Aires, Emecé,
    1996.
  26. Anzorreguy, Chuny: El angel del capitán.
    Biografía del capitán croata Miro
    Kovacic. Buenos Aires, Corregidor, 1996.
  27. Fornaciari, Dora: "Reportajes periodísticos a
    Syria Poletti", en Taller de imaginería. Buenos Aires,
    Losada, 1977.
  28. Cela, Adelina C.: "Madre Patria", en La Capital, 5 de
    septiembre de 1999.

Religión

La religión fue muy importante para los
inmigrantes. Constituía una fuente de fortaleza frente a
la adversidad, al tiempo que significaba un vínculo con
sus tierras de origen.

Santa Francisca Javier Cabrini es venerada por quienes
dejaron su tierra. La religiosa "recorrió Europa y las
tres Américas, fundando colegios, orfanatos, hospitales,
asistiendo a los presos, mineros, y en particular a los
inmigrantes más indigentes, por eso el Papa Pío XII
la proclama ‘Patrona de los Emigrantes’ el 8 de
septiembre de 1950" (1).

El 13 de octubre se realiza la Procesión
náutica de los molfettenses en La Boca, en honor a la
Virgen de los Mártires, y el 10 de diciembre, la comunidad
italiana se congrega en una procesión por las calles de
Floresta en honor a San Sebastián. En esa oportunidad, la
orquesta ambulante La Píccola Italia ejecuta piezas frente
a las casas de los paisanos. En mayo de 2000, la colectividad
italiana de Mar del Plata honró las reliquias de San
Antonio de Padua Los sicilianos marplatenses son devotos de
María Santísima della Scala, cuya imagen hicieron
entronizar en 2001 en esa ciudad. Mi familia materna veneraba a
San Alfonso, en Lombardía; esa devoción
llegó a América.

La Navidad es una
ocasión muy especial, que se recuerda, por lo general,
vinculada a la infancia de quienes debieron dejar su país.
Ennio Carota recuerda la Navidad en
Italia, en relación con la figura protectora de la nona:
"Sólo esas abuelas de ayer daban a las fiestas un toque
tan especial. Un mes antes ya estaba haciendo sus galletitas y
yo, junto a ella, pelando uvas para il vino cotto, un
típico dulce de su Apulia natal. Eramos pobres, pero
había alegría, había amor y todo
ello nos hacía olvidar la pobreza"
(2).

Canela evoca esa festividad en el mismo país,
durante la guerra:
"Nací en 1942, fui la última de once hermanos y mis
recuerdos son de finales de la Segunda Guerra
Mundial. Hacía muchísimo frío y al
regreso de la Misa de Gallo había un tentempié
–algo de nueces, almendras-, porque lo importante llegaba
en el mediodía del 25, alrededor de la mesa familiar.
(…) Mi madre amasaba fideos y los servía en caldo bien
colado" (3).

Agata, la inmigrante creada por Dal Masetto, describe
sus sentimientos en esos días: "La llegada de la Navidad
me colmaba de un manso entusiasmo. La sentía acercarse en
el correr de los días y era como si estuviese a punto de
acceder a un descubrimiento. Pensándolo bien, jamás
ocurría nada nuevo, pero el acontecimiento tal vez
estuviese justamente en esa expectativa, en la posibilidad no
concretada de un cambio casi milagroso, en esa fiebre que me
ponía en el corazón y en las venas una impaciencia
feliz. Así había sido siempre. La noche anterior a
Navidad solía haber gran movimiento en
la casa: se preparaba el almuerzo del día siguiente. Carlo
y yo disfrutábamos de aquel clima febril,
ayudábamos en lo que podíamos y antes de acostarnos
colocábamos un plato vacío en la ventana. Por la
mañana encontrábamos un turrón, dos o tres
naranjas, algunas mandarinas, castañas, maníes (en
una oportunidad en mi plato hubo también un par de
zuecos). Juguetes, jamás. Pero incluso con tan poco nos
sentíamos contentos y festejábamos como si nos
hubiésemos topado con un tesoro. El resto de la jornada se
deslizaba en aquel clima apacible y era como si se hubiese
establecido una tregua en las inquietudes o en las confusiones
del resto del año" (4).

La Navidad en la nueva tierra es evocada por los
inmigrantes, a veces comparada con la de sus países de
origen. La italiana María Cuda escribe: "Desde que vivo en
la Argentina, mi Navidad es distinta, porque a pesar de ser gran
parte de la población de Capital y Gran Buenos Aires de
origen europeo, mantiene sus costumbres en forma muy variada. Tal
vez por eso y más allá del respeto a los
preceptos religiosos que la gente continúa observando, me
resulta contradictorio encontrar el clásico pavo, las
frutas secas y el pan dulce, en un clima netamente veraniego.
Encuentro la justificación en la nostalgia, la
tradición y el amor que el
inmigrante siente por su tierra lejana, pero tan cercana
aquí en el corazón. Por eso, las Fiestas mantienen,
también en este país, el espíritu de unidad
familiar y son motivo de intercambio de presentes. Algunas
expresiones cambian y, en vez de ser la ‘Befana’ y
medias, son los zapatos, el pasto, el agua para
los camellos de los tres Reyes Magos. Finalizando, diría
que el espíritu común es el deseo de buenos
augurios y el sentimiento compartido de la creencia en Dios,
Nuestro Señor" (5).

Un funeral católico es evocado por Cambaceres,
quien, en su novela En la sangre, describe con desprecio el
funeral del tachero italiano. Dice que los amigos del finado
"habiéndose pasado la voz para el velatorio, poco a poco
fueron llegando de a uno, de a dos, en completos de paño
negro, con sombreros de panza de burro y botas negras
recién lustradas". El comportamiento
de los paisanos, afligidos, le merece un comentario despiadado:
"Zurdamente caminaban, iban y se acomodaban en fila a lo largo de
la pared, en derredor del catafalco elevado en la trastienda. Uno
que otro, cabizbajo, en puntas de pie, aproximábase al
muerto y durante un breve instante lo contemplaba. Algunos daban
contra el umbral al entrar, levantaban la pierna y volvían
la cara" (6).

María Teresa Andruetto evoca un funeral de la
colectividad piamontesa en Córdoba: "Alguien nos
alzó/ hacia el tufo de la muerta/ (se llamaba Elizabeta),/
para que viéramos" (7).

En "Buenos Aires 1910 – Memoria del Porvenir",
vimos una foto de un funeral que nos llamó la atención. En medio de una familia, sentado
en una silla está ¡el muerto!. Parece que se sacaban
así la foto para mandarla a la tierra natal, para que
vieran que efectivamente el fallecido ya no pertenecía al
mundo de los vivos (8).

Junto a la religión, llegó a
América la superstición. Gabriel Corrado, nieto de
italianos, expresó: "Los padres transmiten la
enseñanzas básicas; entre ellas, algunas
difíciles de explicar, como no abrir un paraguas bajo
techo o caminar para atrás si te cruzás con un gato
negro, que yo recibí de mis ancestros sicilianos"
(9).

Notas

  1. Folleto entregado en 2002 en el Hotel de
    Inmigrantes.
  2. Becker, Miriam: "Casera e italiana", en La
    Nación, Buenos Aires, 23 de diciembre de
    2001.
  3. Becker, Miriam: op. cit.
  4. Dal Masetto, Antonio: Oscuramente fuerte es la vida.
    Buenos Aires, Sudamericana, 2003.
  5. Cuda, María: "En Argentina", en DANTE
    Noticias, N° 68/ Octubre-Noviembre 1998.
  6. Cambaceres, Eugenio: En la sangre. Buenos Aires, Plus
    Ultra, 1968.
  7. Andruetto, María Teresa: .Kodak.
    Córdoba, Ediciones Argos, 2001
  8. Lacroix, León: en"Buenos Aires 1910, Memoria
    del Porvenir", en Shopping Abasto, 1999.
  9. Baduel, Graciela: "Por la vuelta", en Clarín,
    24 de octubre de 2000.

Oficios

Muchos inmigrantes y quienes escribieron sobre ellos nos
hablaron de los oficios que desempeñaban en su tierra
natal. Salvo contadas excepciones, es constante la referencia a
la pobreza de estos
hombres y mujeres que buscaron en América una nueva
vida.

En El mar que nos trajo, dice Griselda Gambaro que
Agostino "Cada atardecer, salvo que el tiempo lo impidiera,
salía en barca bajo patrón en jornadas que,
según la pesca,
concluían al amanecer o al mediodía siguiente. Se
trabajaba mucho y se ganaba poco. (…) Ellos estarían
condenados al mismo ritmo de trabajo toda la vida: la pesca, la
venta a precios viles
y el ocio destinado al arreglo de las redes" (1).

En La noche lombarda, Atilio Betti evoca los oficios de
sus mayores: la cría de ganado, la caza de ranas, la
hilandería, la tintorería y el cultivo del arroz.
Se refiere asimismo a los trabajadores golondrina, quienes
viajaban "de Europa a América, de la Argentina a Italia,
para ganar el jornal en la época de la cosecha" (2).
(Alberto Sarramone afirma que posiblemente fue el escritor
Víctor Gálvez, el que les dio el apelativo, pues
decía en 1888, ‘Hay extranjeros que se asemejan a
las golondrinas, son aves de paso,
vienen cuando el invierno está en sus bolsillos" (3)
).

Mempo Giardinelli escribe, en Santo Oficio de la
Memoria, que, en Filetto, los nativos eran pescadores,
viñateros, cosechadores de olivas (4). Agricultores y
pastores eran los Dal Masetto en su tierra lombarda. Lo relata el
hijo en un reportaje: "Cuando retozaba por las montañas de
Intra, su padre Narciso y su madre María eran campesinos.
Cultivaban todo tipo de verduras y frutas: hileras de vid para
hacer vino. (…) él era el encargado de sacar a pastar
las ovejas y las cabras" (5).

En el orfanato italiano en el que vivía Agata, el
personaje de Dal Masetto, trabajaban desde muy corta edad: "Todas
las mañanas nos levantábamos a las seis para
asistir a misa. Después concurríamos a clase y el
resto del día teníamos que trabajar. Las mayores
bordaban y tejían. Sabíamos que el orfanato
vendía esa producción afuera. A las más chicas
nos hacían arrancar yuyos, juntar ramas secas, cuidar los
animales, acarrear baldes de agua, apilar el heno. Pero lo peor
era cuando me mandaban a cuidar que la vaca, mientras pastaba, no
se pasara a la parte sembrada. Le tenía miedo".

De vuelta en su casa, Agata colabora en la vendimia: "No
eran más que un par de días, pero estaban tan
llenos de acontecimientos que se me antojaban semanas.
Venían dos primas mías a ayudarnos, las hijas de mi
tía Giulia, que tenían más o menos mi edad.
Se quedaban a dormir y por lo tanto la agitación
seguía inclusive durante la noche. Nos
enloquecíamos corriendo entre las vides, cortando los
racimos y cargando los canastos. Después nos
descalzábamos, nos metíamos en la tina y, entre
risas y empujones, íbamos pisando la uva".

A los trece años, Agata empieza a buscar trabajo:
"En realidad, otras personas, amigas de mi padre o de Elsa, lo
buscaban por mí. Hablaban con jefes y encargados,
venían a vernos para contarnos los resultados de las
conversaciones. Tarni no era un pueblo grande, pero había
muchas industrias. (…)
Para mí la fábrica era (nadie me había
sugerido lo contrario) el elemento que aseguraba el salario, la
imagen que sostenía una oscura ilusión de progreso"
(6).

Había también inmigrantes con alguna
formación. Un "extraño oficio", heredado de su
abuela, ejercía Syria Poletti en Friuli: escribía
cartas para
quienes se habían marchado (7). El anarquista Severino Di
Giovanni -dice Osvaldo Bayer- "había sido maestro en
Italia, pero sus estudios no eran universitarios" (8), y se
había iniciado en el oficio de tipógrafo en su
tierra. Había sido maestro asimismo Valentín
Bianchi, quien luego sería empresario en Mendoza: "La
escuelita en la que Valentín ejerce su profesión de
maestro queda a poca distancia del pueblo. La responsabilidad asumida lo entusiasma. Su medio de
movilidad para llegar a la escuela es una bicicleta que domina
con admirable habilidad. La ruta no es fácil por sus
pronunciadas bajadas, subidas y curvas a todo lo largo del
trayecto" (9).

Algunos inmigrantes pagaron el pasaje con su trabajo.
Miguel Frías recuerda que su abuelo trabajó durante
la travesía en la cocina del barco" (10).

El polizón Deyacobbi quedó "a cargo del
panadero del barco que le enseñó su oficio y le dio
al llegar a Buenos Aires una recomendación para la empresa
Molinos Río de la Plata". Esa vinculación
gravitaría en su futuro: en Molinos, "comenzó como
corredor de comercio y por
azar conoció los pagos de Mar del Plata al llegar con un
barco cargado de harina que demoró más de un mes en
descargar. Su primer emprendimiento fue la compra del Molino Luro
en sociedad con Guillermo Roux" (11).

El padre de Juan Bautista Vairoleto considera que "era
posible costearse el viaje trabajando en el mismo barco, como
habían hecho otros, paleando carbón en las calderas"
(12).

En muchos de los textos que leímos aparece el
inmigrante como una persona
laboriosa, que logra un bienestar económico
valiéndose de su habilidad en distintos oficios o en el
comercio. En
América, ellos trabajarán duro para lograr un
bienestar y para brindarles a sus hijos un futuro mejor, aunque
algunos de estos hijos –como los que presentan Cambaceres
en su novela En la sangre (13) y Félix Lima en
Pedrín (14)- no sepan agradecerlo. Muchos inmigrantes se
ocuparán en la misma tarea que en sus países de
origen; otros, deberán aprender nuevas formas de ganarse
la vida.

Marío Bunge destaca la laboriosidad de los
inmigrantes, cuando dice: "Me hubiera gustado vivir mi vida
adulta entre 1880 y 1930. Esa fue la Edad de Oro del País.
Fueron los tiempos en que vinieron montones de gallegos y gringos
a trabajar duro y a enseñar a trabajar con su ejemplo.
Entonces fue cuando nacieron la agricultura a
gran escala, la
industria
nacional y el Estado
moderno. En esa época se pasó de la barbarie a la
civilización. (…) Es verdad que también se
cometieron crímenes tales como la guerra
genocida y rapaz contra los indios. Pero en definitiva lo bueno
pesó más que lo malo" (15).

"En esa época –afirma Carlos Ibarguren en
La historia que he vivido- aparecían millonarios que pocos
años antes habían llegado al país sin un
centavo en el bolsillo o con muy poco capital. Era el caso de
Carlos Casado del Alisal, español; de Pedro Luro, vasco
francés; de Ramón Santamarina, vasco
español; de Eduardo Casey, irlandés, propietarios
todos ellos de enormes extensiones de campo; o de Nicolás
Mihanovich, dálmata, que empezó como botero y ya
era dueño de varias empresas de
transporte
fluvial, algunas con sede en Londres; o de Antonio De Voto,
italiano, fundador de un barrio en Buenos Aires, al igual que
Rafael Calzada, español, o de Francisco Soldati, italiano
y muchísimos más cuyos apellidos hoy figuran en los
rangos de la más alta sociedad".

Evoca el sentimiento que impulsaba a todos por igual:
"Un optimismo irresistible, un frenético entusiasmo
contagiaba a todos. A los argentinos, que veíamos la
súbita transformación de nuestra modesta
República en una nación rica y opulenta. Y
también a los extranjeros que estaban embarcados en la
aventura fascinante del progreso, la riqueza y la mágica
transformación de sus vidas" (16).

"Los argentinos conocemos bien las virtudes de los
inmigrantes: Quien se sobrepone a grandes dificultades
será, posiblemente, una persona valiosa para el
país que lo recibe", escribe Clara Obligado
(17).

Los escritores del 80 se refirieron al trabajo que los
inmigrantes realizaban en Buenos Aires. En Juvenilia, Miguel
Cané –cuyo nombre se recuerda vinculado con la Ley
de Residencia- evoca al enfermero que trabajaba en el Colegio
Nacional de Buenos Aires: "Era italiano y su aspecto hacìa
imposible un càlculo aproximativo de su edad. Podìa
tener treinta años, pero nada impedìa elevar la
cifra a veinte unidades màs. Fue siempre para nosotros una
grave cuestiòn decir si era gordo o flaco. (…) Empezaba
su individuo por una mata de pelo formidable que nos traìa
a la idea la confusa y entremezclada vegetaciòn de los
bosques primitivos del Paraguay, de que
habla Azara; veìamos su frente, estrecha y deprimida, en
raras ocasiones y a largos intervalos, como suele entreverse el
vago fondo del mar, cuando una ola violenta absorbe en un
instante un enorme caudal de agua para levantarlo en espacio. Las
cejas formaban un cuerpo unido y compacto con las pestañas
ralas y gruesas como si hubieran sido afeitadas desde la
infancia. La palabra mejilla era un ser de razòn para el
infeliz, que estoy seguro
jamàs conociò aquella secciòn de su cara,
oculta bajo una barba, cuyo tupido, florescencia y frutos nos
traìa a la memoria un ombù frondoso".

"El cuerpo, como he dicho, era enjuto; pero un vientre
enorme despertaba compasiòn hacia las dèbiles
piernas por las que se hacìa conducir sin piedad. El
equilibrio se
conservaba gracias a la previsiòn materna que lo
habìa dotado de dos andenes de ferrocarril, a guisa de
pies, cuyo envoltorio, a no dudarlo, consumìa un cuero de
baqueta entero. Un dìa, nos confiò en un momento de
abandono, que nunca encontraba alpargatas hechas y que las que
obtenìa, fabricadas a medida, excedìan siempre los
precios
corrientes".

Recuerda el personal
castellano del enfermero: "Debìa haber servido en la
legiòn italiana durante el sitio de Montevideo o haber
vivido en comunidad con algùn soldado de Garibaldi en
aquellos tiempos, porque en la època en que fue portero,
cuando le tocaba despertar a domicilio, por algùn corte
inesperado de la cuerda de la campana, entraba siempre en
nuestros cuartos cantando a voz en cuello, con el aire de una
diana militar, este verso (!) que tengo grabado en la memoria de
una manera inseparable a su pronunciaciòn especial:
Levàntasi, muchachi,/ que la cuatro sun/ e lo federali/
sun venì a Cordun. Perdiò el gorjeo matinal a
consecuencia de un reto del señor Torres que,
hacièndole parar el pelo, le puso a una pulgada de la
puerta de calle".

Sobre sus aptitudes para el trabajo,
afirma: "Como prototipo de torpeza, nunca he encontrado un
spècimen màs completo que nuestro enfermero. Su
escasa cantidad de sesos se petrificaba con la presencia del
doctor, a quien habìa tomado un miedo feroz y de cuya
conciencia
mèdica hablaba pestes en sus ratos de confidencia".
(18).

En la casa de Quilito, protagonista que da título
a la novela de Ocantos, trabajaba una italiana: "Un apetitoso
olor de guisado salía de la cocina abierta, donde una
genovesa cerril movía espátulas y zarandeaba
cacerolas, envuelto en el humo espeso del asado, que chirriaba
sobre las parrillas"" Más adelante dirá de esta
mujer que cantaba "un aire de su país, con
acompañamiento de platos y cacerolas". Habla
también Ocantos de un "italianito vendedor de diarios" y
de Rocchio, un corredor de Bolsa, "un hombrazo con muchas barbas,
italiano con sus ribetes de criollo". Al igual que la genovesa,
este hombre es descripto por Ocantos con rasgos animales: "un
italiano atlético, cuadrado, con las crines erizadas, cuya
voz era un rugido; (…) Trabajador, eso sí, como una mula
de carga, y ahorrativo como una hormiga; Rocchio no perdía
un minuto de su día comercial, ni gastaba un centavo
más de su cuenta del mes" (19).

En "La casa endiablada", de Eduardo L. Holmberg,
aparecen italianos de humilde condición, carreros y
verduleros, holgazanes y supersticiosos (20). Despectiva es la
imagen del tachero italiano que Cambaceres nos presenta en En la
sangre, un hombre vulgar cuya herencia genética
será nefasta, a criterio del escritor. Idéntico
desprecio manifiesta hacia los paisanos del tachero, hacia el
gallego portero de la universidad y
hacia un bearnés, a los que considera seres indignos de
integrar la sociedad argentina (21).

En "Buenos Aires Siglo XX/ Los conventillos: Un sistema
que reproducía a la sociedad en miniatura", escribe
Francis Korn: "todos los habitantes de este edificio con tres
patios tenían ocupaciones variadas, los hombres y las
mujeres. Había sastres, modistas, hojalateros, vendedores
ambulantes de diversas mercancías, albañiles,
lavanderas, verduleros, almaceneros, empleados de
zapatería" (22).

Carolina de Grinbaum recuerda, entre los habitantes del
conventillo, a un italiano que había alcanzado bienestar:
"Llegada la hora en la cual los vecinos que compartían
nuestro patio se sentaban a la mesa, nosotros también lo
hacíamos. Al tiempo, los ajenos aromas deliciosos me
invadían por entero, en especial los desprendidos de las
viandas bien surtidas de la familia de don José, en
bonachón italiano, de abultado vientre, propietario de un
floreciente puesto de frutas y verduras en el Mercado de Abasto
(simbolo de prosperidad en esa época)" (23).

Hizo la América el italiano evocado por Luis
Pascarella en El conventillo: "Don Pascuale trataba de igual modo
a todos los inquilinos del conventillo, sobre todo a sus
paisanos. Mocetón, de 31 años, más bien bajo
de estatura, fornido, con grandes mandíbulas, nariz
abultada y ojos duros y saltones, hacía mucho tiempo que
se dedicaba a la explotación de conventillos e gran
escala. Mal
sastre en sus comienzos, dejó el oficio improductivo para
dedicarse a su nuevo negocio, cosechando en pocos años una
mediana fortuna" (24).

Rubén Héctor Rodríguez evoca, en
"Extraño chamuyo", a otro propietario: "En el conventiyo
del tano Giacumín/ se armó la de San
Quintín/ a causa de extraño y sórdido
chamuyo. (…) Me buchonearon con el patrón/ y, cabrero,
desalojó el jaulón" (25).

Pero no todos veían cumplidas sus expectativas.
Esto es lo que destaca Renata Rocco-Cuzzi: "En los mismos
años 30, el hermano de ‘Discepolín’,
Armando, escribe sus grotescos denunciando el primer fracaso en
la Argentina del ascenso social. El fundador del grotesco
ríoplatense describe cómo los inmigrantes que
vinieron a ‘hacerse la América’ en realidad
quedaron encerrados en los conventillos hablando en cocoliche"
(26).

Esa lengua hablarían los personajes que evoca
Gustavo Riccio, en su "Elogio de los albañiles italianos"
(27). Precisamente a uno de estos trabajadores peninsulares,
establecido en Mar del Plata, canta Eduardo Martín La
Rosa: "Probaste todos los trabajos./ Al fin, la cal y el rojo
ladrillo/ se metieron en tu sangre./ Volabas por los andamios./
Tu silbido triste, enamoraba a las nubes" (28). Italianos eran,
asimismo, quienes fabricaban ladrillos. Relata Luis Alposta que
los primeros pobladores de Villa Urquiza, en la ciudad de Buenos
Aires, fueron "Los 120 obreros traídos por Seeber para
extraer la tierra, en su mayoría de nacionalidad italiana.
Ellos terminaron arraigándose y construyendo sus hogares
con los ladrillos fabricados por ellos mismos" (29).

Duro era también el trabajo del abuelo de Orlando
Barone, quien se había empleado en el puerto
(30).

Otros italianos eran barrenderos; la Avenida de Mayo "de
continuo era recorrida por las ‘victorias de plaza’
cuya caballería impuso la necesidad del barrendero
municipal, aquel a quien los chicos le gritaban ¡Musolino!,
sin saber el por qué del apelativo itálico" (31).
Por esa avenida, transitaban el vendedor de "escobas y plumeros,
por lo general italiano con bigotes de carabinero" (32) Fray
Mocho describe, entre sus muchos personajes a un italiano
vendedor de longanizas (33).

Hubo bomberos entre los italianos. "El 2 de junio de
1884 la colectividad italiana fundó el Cuartel de Bomberos
Voluntarios de La Boca, el primero del país. (…) El
segundo cuartel de bomberos voluntarios en el barrio
surgió el 9 de enero de 1935, cuando Francisco Carbonari,
capitán de los Bomberos Voluntarios de La Boca, se
alejó por diferencias que hoy nadie sabe precisar y
fundó el cuartel de Vuelta de Rocha en lo que era su
sodería. Cuenta la leyenda que el hombre empezó
yendo a apagar los incendios con
su camión de reparto y que su primer socio y fundador fue
el pintor Quinquela Martín" (34).

Y pasteleros, como los fundadores de "Los dos chinos".
Corría 1862 cuando "dos inmigrantes, recién
llegados de Italia, transitaban por el húmedo empedrado de
Buenos Aires y al detenerse en la esquina de Chacabuco y
Potosí, decidieron que ése sería el lugar
para fundar su pastelería" (35).

El padre de Roberto Raschella, establecido
definitivamente en la Argentina en 1925, se dedicó a la
sastrería. Cuenta el hijo en un reportaje: "En un viaje
anterior, mi padre se había iniciado en el oficio de
sastre, con un maestro legendario, Cirillo, un italiano que
murió de la ‘mala enfermedad’. Yo nací
en el mes de la revolución
del 30. Después llegaron años duros para la
familia, nos mudábamos constantemente, siempre a casas con
buena luz natural. Era
común entonces ver a un sastre trabajando detrás de
una ventana" (36). Sastres e italianos eran, asimismo, el padre
de Antonio Berni (37) y los abuelos de José Marchi (38) y
Griselda García (39).

El italiano que llega a la Argentina, en Santo Oficio de
la Memoria, abre una funeraria con su socio, sospechado
después de asesinarlo. Ya viuda, su mujer lava ropa para
los vecinos, y el hijo de ambos trabajará después
en la compañía de trainways y en los Ferrocarriles
del Oeste (40). Fue italiano Angel Alfonso Di Césare, el
inventor del colectivo.

Las mujeres de escasa instrucción, además
de trabajar en el hogar y ocuparse de la crianza de los hijos
nacidos allá o acá, se dedicaban al lavado y al
planchado. Lava la italiana que evoca Amalia Olga Lavira en
"Estampita": "Friega lienzos, camisas y vestidos,/ en el fondo,
la donna, en la pileta/ y en fuentones y tachos florecidos/
hormiguitas de sol hacen gambeta" (41).

Otras son las ocupaciones de las peninsulares que evoca
Oscar González en "La anunciación": "Pronto supo
que América/ No regalaba nada/. Y tranqueó el
empedrado camino del taller./ O sentada a la Singer
enfrentó los aprietes./ O resistió en las chacras
heladas y granizos" (42).

De Italia vinieron quienes luego serían
empresarios: Valentín Bianchi, Gaetano Brenna,
Deyacobbi,Torquato Di Tella, Luis Fasoli, Gargantini, Franco
Macri, Atilio Marasco, Juan Giol, Antonino Mastellone, Agostino
Rocca y Alide Speziale.

Eran italianos los arquitectos Tamburini, Meano, Gino,
Aloisi, Juan B. Arnaldi, Juan Antonio Buschiazzo, José y
Nicolás Canale, Luis Caravatti, Pedro Fossati, Francisco
Gianotti, Luis Giorgi, Raúl Levacher, Carlos Morra y
Francisco Salamone, los constructores Udina y Mosca, los
ingenieros Constantino Devoto, Alula Baldassarini y Di Tella. Es
italiano, asimismo, el arquitecto y pintor Clorindo Testa
(43).

Vinieron de Italia los escultores Líbero
Badíi, Beatriz Cazzaniga, Pietro Costa, Juan Del Prete,
Víctor De Pol, Luis Giorgi y Alcides Gubellini. Y los
pintores Alfredo Lazzari -maestro de Quinquela y Lacámera-
(44).Vito Campanella, Juan Cingolani, Víctor
Cúnsolo, Arturo De Luca, José De Monte, Lorenzo
Gigli, Mara Marini y Ester Pilone.

Científicos de esa nacionalidad inmigraron. Entre
ellos, Victorio Angelelli, Guido Boggiani, Guido Bonarelli,
Egidio Feruglio, Enrique Fossa Mancini, Gino Germani, José
Imbelloni, Beppo Levi, Ardoino Martini, Aldo Mieli, y Clemente
Onelli. Y las médicas Eugenia Sacerdote de Lustig y
Julieta Lantieri, primera sufragista latinoamericana.

También filósofos -José Ingenieros y Rodolfo
Mondolfo- y educadores: Pedro Scalabrini, Matías
Calandrelli, Victoria Gucovsky de Fikh, Josefina Passadori, Lidia
Peradotto, Fabiola Tarnassi de Schilken.

Inmigraron los religiosos Juan Cagliero, Alberto De
Agostini SDB, Marcos Donati, Rafael Gobelli, Mario Pantaleo,
Antonio Quarracino, y Artémides Zatti.

Syria Poletti llegó en 1945, contratada para
enseñar italiano en la Asociación Dante Alighieri.
Nora Candiani, protagonista de su novela Gente conmigo, es
traductora pública (45). También fue traductor el
siciliano Antonio Aliberti. Inmigraron los escritores Antonio Dal
Masetto, Martina Gusberti, Renata Donghi de Halperín,
Roberto Giusti, Julián Centella, Enriqueta Lebrero de
Gandía, Alfonsina Storni, José Portogalo, Antonio
Porchia y Roberto Tálice, y el editor Vicente
Bucchieri.

A la música se dedicó Santo
Discépolo, el napolitano llegado a Buenos Aires a los
veinte años, padre de Armando y Enrique Santos (46). Y
Feliciano Brunelli, Pascual De Rogatis, Angelo Ferrari,
José Libertella, Arturo Luzzatti, Adolfo Morpurgo,
José Zaninetti, Vicente Scaramuzza, Silvano Picchi y
Pascual, Miguel y Domingo La Salvia.

Inmigraron los actores: la familia Podestá,
Pierina De Alessi, Guido Gorgatti, Gianni Lunadei, Diana Maggi,
Iris Marga, Delfy de Ortega, Angelina Pagano, Gino Renni,
Darío Vittori, Rodolfo Ranni, y la periodista Canela,
entre otros. También los cineastas Federico Valle, Luis
César Amadori, Mario Gallo, Mario Soffici y Angel
Mentasti, el director teatral Elio Gallipolli y el productor Nino
Fortuna Olazábal, los cantantes Ignacio Corsini, Roberto
Maida, Alberto Marino, Alberto Morán y Piero, y los
fotógrafos
Florencio Bixio, Angel Paganelli y Benito Panunzi, pionero de la
fotografía.

Vinieron los anarquistas Severino Di Giovanni, Francesco
y Pedro Guerri, Luis Casimir y Aquiles Segabrugo, entre
otros.

En las provincias, los italianos desempeñaron
distintos oficios. En el discurso
pronunciado con ocasión de otorgársele la
ciudadanía italiana y la Medalla de Oro a la Cultura
Italiana en la Argentina, dijo Ernesto
Sábato: "En el siglo pasado, mis padres llegaron a
estas playas con la esperanza de fecundar una tierra de
promisión. Se instalaron en la ciudad de Rojas, donde
tuvieron un pequeño molino harinero" (47).

Los inmigrantes trabajaron asimismo en el adoquinado de
las calles. Lo recuerda José Luis Corsetti, quien afirma:
"De las canteras de Tandil salió gran parte del empedrado
de las calles de nuestro país. Los picapedreros
españoles, italianos, montenegrinos y yugoslavos fueron,
desde 1870, personajes entrañables que dejaron cuerpo y
alma, cuando no la vida, en cada cincelada" (48).

Hugo Nario describió la dura vida de los
picapedreros: "Despeñarse, quedar aplastado por el
desprendimiento de piedras o cascajo, perder un ojo reventado por
una escalla o por un pinchote mal templado, morir destrozado por
una voladura imprevista, caer bajo las ruedas de las zorras que
bajaban cargadas de material desde lo alto de la pendiente, o
carros cuyo control de
descenso se perdía, y volcando arrastraban por el
precipicio a caballos y conductor. Y en todo tiempo, el arresto,
el allanamiento, las redadas, días y meses de encierro, la
amenaza de la deportación, a veces sin proceso"
(49).

Estos hombres fueron alcanzados por la muerte de a
decenas, en un tórrido verano porteño. Escribe
Vázquez-Rial: la gente "caía muerta en las calles:
los cadáveres eran ya cuatrocientos cuando el casi eterno
presidente Roca visitó la Asistencia Pública: la
mitad correspondía a trabajadores del empedrado
público. No había enfermedad: era el sol. Se
suspendieron todas las actividades entre las once y las cuatro, y
se recomendó higiene y ropa
holgada" (50).

Los italianos trabajaron en los frigoríficos de
Quilmes, La Plata y Berisso. "En la localidad de Berisso estaba
el frigorífico Armour La Plata S.A. que inició sus
operaciones en
1915. Entre dicho año y 1930, el 60% de su
población obrera estaba constituida por hombres y mujeres
provenientes de Europa y Asia"
(51).

Algunos logran un buen pasar. En prosperidad vive el
personaje de José Luis Cassini -"Ya nadie lo sabe;
él mismo ha olvidado que es el dueño del
conventillo y de la primera usina eléctrica del pueblo"
(52).

Fausto Burgos y Abelardo Arias evocan a los italianos
agricultores que se establecieron en Mendoza. El primero refiere
en El gringo (53), los abusos de los que eran víctimas los
trabajadores –nativos y extranjeros-, mientras que Arias,
en Alamos talados (54), describe el trabajo de los
viñateros italianos.

En su poema "La Condra", Fulvio Milano canta:
"Así la llamaba el abuelo italiano. No sé/
qué significa este nombre. Condra,/ la yegua blanca que
atábamos al sulky./ ¿Qué voy a hacer, Dios
mío, con este/ nombre raro/ a través de la gente, a
través del olvido?/ La Condra, impredecible de caprichos
en/ los caminos rurales,/ batía al aire los remos
nerviosos, disparaba/ por fantásticos ríos/ tronaba
el abuelo, y yo veía palidecer/ en tambaleante escorzo el
angustioso sueño/ de la llanura" (55).

"Generalmente todos decían que eran agricultores
–manifestó el profesor Jorge Ochoa de Eguileor-,
porque una de las condiciones para poder venir a la Argentina era
que fuesen agricultores. Nunca habían visto la tierra, y
los que la habían visto, la habían visto en su
pequeña casa del caserío donde tenían su
cerdo, y donde tenían su vaca y alguna gallina" (56).
Así fue como se vieron obligados a aprender un oficio que
les resultaba desconocido, para poder subsistir en la nueva
tierra.

En la memoria de la Colonia San José, donde
vivieron piamonteses, afirma Alejo Peyret: "He visto en esta
Colonia, montañeses que nunca se habían aproximado
a un buey y les tenían un miedo espantoso, por más
mansos que fueran. Habían arado con caballos, y
había también algunos que nunca habían
arado. Habían solamente carpido algunas varias cuadras de
tierra en las faldas de los Alpes. Venían pues a
América a hacer su aprendizaje de agricultura"
(57).

El esfuerzo de mucho tiempo se veía destruido por
la plaga de langostas. Y el indio era una amenaza siempre
presente: "Vista a la distancia, la epopeya de la
inmigración parece aureolada por la leyenda y el
heroísmo. Cruzar el mar, arar la tierra, levantar el trigo
rubio como el cabellos de los inmigrantes, todo suena a poesía
y así es presentado el período fundacional por
escritores y poetas, como por ejemplo José Pedroni, que
cantó como pocos a la gesta civilizadora y sobre todo al
nacimiento de Esperanza. Pero si en un principio los agricultores
araban con el Rémington a la espalda, teniendo en el
horizonte el fantasma del indio, es de imaginar la cantidad de
dramas y de fracasos, de renunciamientos y de miedos que se
sucedieron y que debieron ser superados para llegar a la victoria
final", afirma Hugo Mataloni (58).

La finalización de los contratos
ocasionaba que familias enteras se trasladaran en busca de otro
campo para trabajar. En un viaje por Santa Fe, Gladys Onega y su
padre ven a "los expulsados de la tierra": "vimos un carrito del
que tiraban una mujer y un hombre, cada uno de su vara; en ese
carrito pequeño y angosto llevaban su casa. Allí
habían cargado los muebles, los hierros de labranza, un
baúl, atados de ropa y todavía cabía una
cama donde unos chicos y la nona se amontonaban y se tapaban del
sol con la colcha blanca de algodón ahora ennegrecido, que
había formado parte del ajuar europeo y que tantas veces
había visto en las casa de chacareros, atada por sus
cuatro puntas al respaldo y a la piesera de hierro de la
cama. Debajo de ese toldo trataban de salvarse del terrible
castigo del sol y del bochorno de la tarde con el aire que
debía soplar por los costados libres. Detrás del
carrito venían unos muchachos que empujaban aliviando el
esfuerzo de sus padres" (59).

En Santa Fe se instalan los Vairoleto. El padre,
Vittorio, "encontró diversas ocupaciones temporarias y
también fue arrendatario, con variada suerte. (…) tuvo
que buscar conchabo en obras de construcción de las líneas
ferroviarias y otras tareas estacionales. Para la trilla se
tomaban horquilleros, carreros o ‘pistines’,
fogoneros y aguateros; el trabajo era de sol a sol, y los
maquinistas lo pagaban a su antojo. También se
conseguían changas para embolsar y coser, o en el
transporte y almacenamiento de
las estaciones, pero había que deslomarse hombreando
bultos de setenta kilos por el ‘burro’ y subir al
trote cuando se cargaban los vagones" (60).

Los agricultores inmigrantes fueron tema de poesías. Alfredo Bufano canta a los
italianos: "¡Salud a ti, fuerte hijo de la loba romana,/
hijo del heroísmo y de la santidad,/ el que a su espada,
dueña de milenaria gloria,/ trueca en armas benditas de
trabajo y de paz!/¡Salud a ti, el de la estirpe de
César/ y de Virgilio, el que pone el mismo afán/ al
labrar tierra propia y al labrar tierra ajena,/ o al esparcir
semillas que otros cosecharán!/ ¡Salud a ti que
derramas el resplandor de Roma/ por los
caminos del mundo con manos de eternidad!" (61).

En "Ese inmigrante", Virginia Rossi canta: "Se llenaba
de espigas/ los puños y los brazos/ y su paso
medía/ la soledad del campo" (62).

Pero no todo era trabajar la tierra. Un italiano aplica
aquí su vasto conocimiento musical. Luigi Gusberti,
protagonista de El laúd y la guerra, escrito por su hija,
Martina, fue "director de la Banda Sinfónica en la capital
de la provincia del Chaco y fundador de las bandas musicales del
colegio Don Bosco", entre otras actividades (63). Otro italiano,
Antonino Malvagni, creó las bandas militares de
Tucumán y la Banda Municipal de Buenos Aires.

En su mayoría sin estudios, los inmigrantes se
las ingeniaron para que sus hijos pudieran estudiar. Haciendo lo
que sabían o aprendiendo nuevas labores, encontraron una
vida digna, en la que el esfuerzo tuvo frutos. El país les
ayudó, pero ellos no cejaron.

Notas

  1. Gambaro, Griselda: El mar que nos trajo. Norma,
    2001.
  2. Betti, Atilio: La noche lombarda. Buenos Aires, Plus
    Ultra, 1984.
  3. Sarramone, Alberto: Historia y sociología de la inmigración
    argentina.
  4. Giardinelli, Mempo: Santo Oficio de la Memoria.
    Buenos Aires, Seix-Barral, 1991.
  5. Roca, Agustina: "Historia de vida", en La
    Nación Revista, 12 de julio de 1998.
  6. Dal Masetto, Antonio: Oscuramente fuerte es la vida.
    Buenos Aires, Sudamericana, 2003.
  7. Poletti, Syria: Extraño oficio. Buenos Aires,
    Losada, 1971.
  8. S/F: "Las cartas de amor
    de Severino Di Giovanni", en Clarín, Buenos Aires, 27 de
    julio de 1999.
  9. Bianchi, Alcides J.: Valentín el inmigrante.
    Santiago de Chile, Ed. del autor, 1987.
  10. Frías, Miguel: "Noticias del mundo", en
    Clarín, Buenos Aires, 3 de septiembre de
    2000.
  11. S/F: "El negocio del hielo", en La Capital, Mar del
    Plata, 25 de mayo de 2000.
  12. Chumbita, Hugo: Ultima frontera. Vairoleto: Vida y
    leyenda de un bandolero. Buenos Aires, Planeta,
    1999.
  13. Cambaceres, Eugenio: En la sangre. Buenos Aires, Plus
    Ultra, 1968.
  14. Lima, Félix: "Pedrín", en Historia de
    la Literatura Argentina. Buenos Aires, CEAL, 1980.
  15. Cosentino, Olga: "La Argentina de los deseos", en
    Clarín, Buenos Aires, 30 de julio de 2000.
  16. Ibarguren, Carlos: La historia que he vivido. Buenos
    Aires, Biblioteca Dictio, 1977.
  17. Obligado, Clara: "Ley de inmigración en
    España. Tan global, tan legal, tan
    xenófoba", en Clarín, Buenos Aires, 28 de enero
    de 2001.
  18. Cané, Miguel: Juvenilia. Buenos Aires, CEAL,
    1980.
  19. Ocantos, Carlos María de: Quilito. Madrid,
    Hyspamérica, 1984.
  20. Holmberg, Eduardo L.: Cuentos fantásticos.
    Buenos Aires, Hachette, 1957.
  21. Cambaceres: op cit
  22. Korn, Francis: "Buenos Aires siglo XX/ Los
    conventillos. Un sistema que reproducía ala sociedad en
    miniatura", en La Nación, Buenos Aires, 5 de diciembre
    de 1999.
  23. Grinbaum, Carolina de: La isla se expande. Buenos
    Aires, ig, 1992.
  24. Pascarella, Luis: El conventillo. Citado por
    Páez, Jorge: El conventillo. Buenos Aires, CEAL,
    1970.
  25. Rodríguez, Rubén Héctor:
    "Extraño chamuyo", en La Nación Revista, Buenos
    Aires, 13 de diciembre de 1998.
  26. Rocco- Cuzzi, Renata: "Mitos del granero del mundo",
    en Clarín, Buenos Aires, 26 de marzo de
    2000.
  27. Riccio, Gustavo: "Elogio de los albañiles
    italianos", en Historia de la Literatura Argentina. Buenos
    Aires, CEAL, 1980.
  28. La Rosa, Eduardo: "El sueño de don Juan (un
    inmigrante), en La Capital, Mar del Plata, 10 de septiembre de
    2000.
  29. Alposta, Luis: "Borges me
    preguntaba por Villa Urquiza", en El Barrio, Octubre de
    2002.
  30. Barone, Orlando: "El avance de la intolerancia
    aldeana", en La Nación, Buenos Aires, 13 de febrero de
    2000.
  31. Llanés, Ricardo M. La Avenida de Mayo. Buenos
    Aires, Editorial Guillermo Kraft Limitada, 1955.
  32. Llanés, Ricardo M.: op. cit.
  33. Alvarez, Sixto (Fray Mocho): Cuentos. Buenos Aires,
    Huemul, 1966.
  34. Blanco, Leonardo: "El barrio de La Boca es tierra de
    bomberos", en La Nación, Buenos Aires, 9 de febrero de
    2003.
  35. S/F: Los dos chinos. La empresa.htm
    Julio de 2003.
  36. Ingberg, Pablo: "El amor a los vencidos", en La
    Nación, Buenos Aires, 13 de febrero de 1999.
  37. Sábat, Hermenegildo: "Antonio Berni", en
    Clarín Viva, 13 de junio de 1999.
  38. Gutiérrez Zaldívar, Ignacio: Marchi.
    Buenos Aires, Ediciones Zurbarán, 1995.
  39. García, Griselda: poema
    inédito.
  40. Giardinelli, Mempo: op. cit.
  41. Lavira, Amalia Olga: "Estampita", en ¡Che,
    barrio!. Buenos Aires, Gente de Letras, 1998.
  42. González, Oscar: "La anunciación", en
    El Tiempo, Azul, 16 de abril de 2000.
  43. González Rouco, María:
    "Inmigración y arquitectura",
    en www.monografias.com.
  44. S/F: "Lazzari y su tiempo". Centro Cultural Recoleta,
    Octubre de 2000.
  45. Poletti, Syria: Gente conmigo. Buenos Aires, Losada,
    1962.
  46. García Olivieri, Ricardo: "Arquetipo de hombre
    de teatro", en Clarín, Buenos Aires, 8 de enero de
    2001.
  47. Sábato, Ernesto: "La memoria de la tierra", en
    La Nación, Buenos Aires, 5 de diciembre de
    1999.
  48. Corsetti, José L.: "Lejos del corralito, cerca
    de la naturaleza", en
    La Nación, 27 de enero de 2002.
  49. Nario, Hugo: "Cortando piedra", en Todo es historia,
    N°178, Marzo de 1982.
  50. Vázquez-Rial, Horacio: Frontera sur.
    Barcelona, Ediciones B, 1998.:
  51. Boulgourdjian-Toufeksian, Nélida: Los armenios
    en Buenos Aires. Buenos Aires, Centro Armenio,
    1997.
  52. Cassini José L.: "El mar en los ojos", en
    Rotary Club de Ramos Mejía Comité de Cultura.
    Buenos Aires, 1994.
  53. Burgos, Fausto: El gringo. Buenos Aires, Ediciones
    Tor, 1935.
  54. Arias, Abelardo: Alamos talados. Buenos Aires,
    Sudamericana, 1990.
  55. Milano, Fulvio: "La Condra", en El Tiempo, Azul, 12
    de noviembre de 2000.
  56. Markic, Mario: "En el camino", TN, 12 de septiembre
    de 2002.
  57. Vernaz, Celia: La Colonia San José. Santa Fe,
    Colmegna, 1991.
  58. Mataloni, Hugo: La inmigración entre
    1886-1890. Santa Fe, Colmegna, 1992.
  59. Onega, Gladys: Cuando el tiempo era otro. Buenos
    Aires, Grijalbo Mondandori, 1999.
  60. Chumbita, Hugo: op. cit
  61. Bufano, Alfredo: "En el día de la
    recolección de los frutos", en Para todos los hombres
    del mundo que quieran habitar el suelo
    argentino. Buenos Aires, Clarín..
  62. Rossi, Virginia: "Ese inmigrante", en
    Capítulos, Editorial Nueva
    Generación.
  63. Gusberti, Martina: El laúd y la guerra. Buenos
    Aires, Vinciguerra, 1986.

Qué comían

Los inmigrantes nos hablan, en sus testimonios, de su
alimentación en los países de
origen. Salvo muy contadas excepciones, la idea de la
exigüidad de las comidas se reitera.

Canela recuerda: "Nací en 1942, fui la
última de once hermanos y mis recuerdos son de finales de
la Segunda Guerra
Mundial". Consumían "En verano, una sopa de harina
quemada con pan tostado. Había tortilla de flores de
zapallo y criábamos caracoles de jardín en cajas,
que después ella purgaba para hacer unos exquisitos
guisos. Salíamos al campo en busca de la planta diente de
león, que se agregaba sin su flor a la polenta con
panceta".

Había asimismo pequeños placeres, que
luego la escritora transmitirá a sus hijos: "Se
aprendía a sobrevivir con lo que había, tanto para
comer como para abrigarse, pero nuestra gran alegría eran
los crostoli, una golosina de pobres hecha con masa bien fina y
dulce. Cuando mis hijos eran chicos, les hacía algo de mi
tiempo, unos caramelos de azúcar
quemada con almendras, aunque en mi región se
hacían con avellanas que se encontraban en los parques. Y
por supuesto, el pan con chocolate cuando había pan y
había chocolate" (1).

La pobreza llega a
extremos patéticos en la novela Stéfano de
María Teresa Andruetto. La madre del protagonista ha
encontrado un ave. Años después, el hijo recuerda:
"La veo en la cocina: saca agua de la que hierve en un
latón, echa el agua sobre la torcaza muerta y la despluma
con dedos diestros, luego la chamusca sobre la llama y la
desventra. Lava víscera por víscera, desechando
sólo la hiel amarga. Cuando está limpia, la divide
en cuatro y dice: Tenemos para cuatro días. Yo no digo
nada, sólo miro cómo separa una de las partes y
luego oigo que me envía a guardar las tres restantes sobre
el techo de la casa, para que el sereno las mantenga frescas.
Cuando regreso, está sacando de la bolsa harina de
maíz.
Mete la mano hasta el fondo y yo escucho el ruido que hace el
tazón al raspar la tela. ¿Alcanza?, pregunto. Para
esta vez, dice. ¿Y mañana? Dios dirá"
(2).

Estos alimentos tan
significativos para algunos inmigrantes, son mal vistos por otros
italianos. Cuando viaja a Italia, el protagonista de La noche
lombarda –novela de Atilio Betti-, ve que los descendientes
acaudalados de los campesinos desprecian las comidas
típicas de la región: "A mí me
apetecían las ranas. Me apetecían todos los
alimentos que
nutrieron a mi padre; pero Anna los había proscripto de su
mesa. No a la ordinariez de la polenta, no a la selvaggina, los
patos silvestres" (3).

Durante la guerra, los italianos se veían
obligados a consumir animales domésticos: "Hasta ese
momento la guerra sólo había sido sucesivas
noticias de invasiones, amenazas lejanas –recuerda Agata,
el personaje de Dal Masetto. En realidad, nos dimos cuenta de que
la situación se estaba poniendo mala a medida que
comenzaron a escasear los alimentos. Cuando nació mi hija
Elsa ya faltaba de todo. El pan, el azúcar,
la carne, la harina estaban racionados. Cierta vez que estuve
enferma, para obtener unos gramos extra de una carne negra y casi
incomible hubo que presentar una receta médica. Pagando
muy caro, se conseguían algunos productos en
el mercado negro.
Había gente que se enriquecía con eso. (…)
Llegó el momento en que cierta gente comenzó a
comer perros. Eso me comentaba Mario. Que los gatos fuesen a
parar a la cacerola era común. Quedaban pocos. Aquellas
familias que todavía poseían uno lo cuidaban para
que no se lo robaran" (4).

Pura, la protagonista de Diario de ilusiones y
naufragios, de María Angélica Scotti, narra:
"Había en ese barco, a la vez, mucho hacinamiento y
revoltijo. Yo no me acuerdo nada de eso, pero mamita contaba que
era imposible encontrar un lugar limpio para sentarse porque el
piso estaba lleno de mondaduras de frutas y restos de galletas o
de comidas. Contaba que muchos se mareaban por el mal de mar, y
que en los dormitorios flotaban olores nauseabundos, por los
vómitos y porque las criaturas orinaban en cualquier
rincón (5).

Contrapuestos a la evocación de la pobreza que se
vivía en el país de origen, encontramos pasajes en
los que se alude al asombro de los inmigrantes ante la cantidad
de comida que había en la Argentina.

En Guido, Andrés Rivera recrea los relatos de
quienes regresaban a Italia: "Contaban que había
más vacas en una sola de las provincias argentinas que en
todas las estrechas lenguas de tierra europeas conquistadas por
las legiones romanas. Vacas y vacas y vacas. Y trigo, y
más pan del que hubiera podido comer la familia desde los
bisabuelos para acá. Había pan en esa tierra,
decían, desde la creación del mundo"
(6).

En Tantas voces, otra historia, estudio acerca de los
judíos italianos emigrantes, Smolensky y Vigevani Jarach
destacan que "Asombraba la limpieza de las veredas, la buena
presencia de la gente, la ausencia de mendigos tanto como las
desproporcionadas porciones de comidas servidas en los
restaurantes y las ‘yapas’ ofrecidas por los
carniceros y verduleros. La visión de los tachos de
basura, repletos
de restos de comida, suscitaba pruritos moralizadores de respeto por
‘los niños que no tienen qué comer en el
mundo’ y soplar o besar el trozo de pan caído al
piso antes de comerlo" (7).

La alimentación de quienes dejaron su tierra
-además de ser un tema recurrente en la literatura- ha
sido estudiada por renombrados especialistas. En "La huella del
inmigrante", Fernando Devoto se refiere a la cocina nativa como
un modo de diferenciarse: "Aunque los inmigrantes estuvieron
inicialmente deslumbrados por la abundancia de carne mantuvieron
sus hábitos alimentarios. Lo revelaban las estadísticas de comercio exterior
y el surtido de los almacenes.
Aspiraban tanto a conservar sus tradiciones como a diferenciarse
socialmente a través de sus consumos. No se
producía una fusión o
‘crisol’ culinario con la cocina nativa sino
más bien una yuxtaposición. Los distintos
componentes coexistían en un menú sin mezclarse en
un mismo plato".

La influencia foránea no tardó en hacerse
sentir: "Algunas de las cocinas de inmigración tuvieron
una gran capacidad de irradiación. Sobre todo la italiana,
que era una combinación de cocinas regionales con
predominio septentrional" (8).

"Desde el Hotel de Inmigrantes, su primera escala en el
país, los hábitos gastronómicos de la
inmigración invadieron el país. El protagonismo fue
de las pastas en todas sus variaciones formales: ravioles,
ñoquis (y por supuesto la preparación de los del 29
y el dinero
debajo del palto), canelones, tallarines, macarroni, capelletti,
fettuccini, agnolotti y lasagnas; seguidamente la pizza-
impulsada por la migración
del Mediodía-, la milanesa, el pesceto, los escalopes, los
fiambres, los risottos, las salsas de tomate como
acompañamiento (bolognesas, parmesanas, filetto), el
pesto, el aceite de oliva, las frutas secas, y la difusión
del consumo de
aceitunas, quesos (parmesano, gorgonzola, pecorino, caciocavallo,
fontina, ricotta) y vinos (nebiolo, barbera, chianti, toscano).
Si la oferta local
no proporcionaba los ingredientes adecuados, se importaba de
Italia la mortadela de Bologna, el salame de Milán o el
queso de Parma" (9).

"La población que emigraba de Europa trajo su
cultura culinaria. Los españoles querían garbanzos
y arvejas, y un montón de cosas que aquí no se
cultivaban. El gran consumidor de los
fideos y los tomates fue el italiano. Todo esto se iba
concentrando en los barrios, que se agrandaban cada vez
más. Entonces se empiezan a establecer los puestos de las
ferias dedicados exclusivamente a vender jamón cocido o
jamón crudo, o costillares de vaca, de cerdo,
además de las verduras, las frutas, los garbanzos…"
(10).

En el Hotel de Inmigrantes se desayunaba "café
con leche, mate
cocido y pan horneado en la panadería del hotel escribe
Horacio Di Stéfano-; los almuerzos consistían en
"sopas, guisos, maíz
pisado o legumbres, puchero criollo, estofado…". Había
"colas para la entrega de vituallas, luego el cocinero
servía los alimentos, y las largas mesas de comensales
quedaban ocupadas en medio de un incesante murmullo de voces y
chillido de vajillas" (11).

John Argerich afirma que los inmigrantes italianos
cazaban pajaritos: "se los morfaban con polenta, como
hacían los nonos, dejando sin gorriones la zona de Retiro,
en que se erigía el Hotel de Inmigrantes, única
posada del mundo donde daban catrera y chupi sin pagar"
(12).

Según lo que comían, Santiago de Estrada
podía reconocer la procedencia de los habitantes de los
conventillos: "Encienden carbón en la puerta de sus
celdillas los que comen pucheros: esos son americanos. Algunos
comen legumbres crudas, queso y pan: esos son los piamonteses y
genoveses. Otros comen tocino y pan: esos son los asturianos y
gallegos. El conventillo es el reino de la ensalada cruda"
(13).

En La isla se expande, de Carolina de Grinbaum, la
pequeña protagonista evoca sus sensaciones ante la comida
de una familia italiana: "Mi olfato hambriento extendía
los tentáculos a fin de transferir los perfumes de la
comida cercana, hasta mi desabrido plato. Escudriñaba las
sopas que deglutían, el caldo sustancioso rumoreante como
las olas del mar, los enormes fideos dedalito que flotaban como
infinidad de barcos veleros, el abundante queso rallado, que
esparcían como lluvia generosa –esa lluvia que deja
un olor feliz sobre las tierras secas" (14).

Ya centenaria, María Luisa Cuccetti, hija de un
músico genovés inmigrante, recordó en una
entrevista la alimentación de sus primeros años. En
La Boca, "los cumpleaños se festejaban con pastelitos y
chocolate caliente. Y todo se hacía en casa, lo que
más se comía era risotto. Eso sí, el mejor
paseo era ir de noche al puerto a comer castañas
calentitas…" (15). Un plato inmigrante es evocado por Marina
Gambier, a propósito de una muestra pictórica
inspirada en ese barrio. Acerca de los cuadros dice: "Ellos nos
traen al presente esos conventillos con la ropa secándose
al viento, las grúas de carbón, y la alegría
de los marineros genoveses comiendo tallarines y
cantándole al paese desde una típica cantina del
puerto" (16)

"Luca Filiziu tiene 82 años y es uno de los
primeros inmigrantes italianos que a mediados de siglo pasado
trajo al país esa costumbre gastronómica que para
los nativos resultaba extraña. Ahora ha vuelto a despuntar
el vicio: a falta de quinta, cría caracoles en el
balcón de su departamento, en el barrio de Constitución. ‘En la Argentina
tenemos que buscar los platos con nuestro propio estilo’,
dice, mientras saca del horno una fuente con brochettes de
caracoles envueltos en panceta y otra con lumaches (como se
denominan en italiano) en salsa picante" (17).

Los abuelos de la poeta Griselda García eran
calabreses. La nieta evoca en un poema los alimentos que cocinaba
la italiana: "mi abuela preparando conservas/ de casi cualquier
cosa que crezca/ en la tierra del fondo;/(…) mi abuela
obligándonos a terminar el plato,/ haciendo bocaditos
fritos con las sobras porque/ ‘ustedes por suerte no
conocen lo que es la guerra, el hambre…’;/ (…) secando
en grandes fuentes/
aceitunas, tomates, maníes,/ y otros comestibles que se
vendan baratos por kilo;". El abuelo, por su parte, cuidaba los
sembrados y criaba conejos (18).

Petra, una de las "ingratas" de Henestrosa empleada como
cocinera en una pensión, rechaza las críticas de
los comensales italianos: "El minestrón era la principal
fuente de conflictos:
los italianos aseguraban que la española era incapaz de
captar la naturaleza sutil de la sopa de verduras y que cortaba
la zanahoria en rodajas demasiado gruesas. Petra no iba a
soportar esas críticas. Ante la menor queja retiraba los
platos con el gesto desairado de un artista incomprendido y los
inconformes se quedaban con la cuchara suspendida en el aire y
sin caldo donde sumergirla. La patrona hacía caso omiso de
los desplantes de la cocinera: por su guiso de lentejas hubiera
soportado cualquier humillación" (19).

En casa de María Rosa Lojo, hija de un gallego y
una madrileña, se consumían alimentos que
resultaban extraños para los chicos con los que ella se
relacionaba, los cuales consumían, a su vez, alimentos que
rara vez se veían en casa de estos españoles:
"durante la infancia y adolescencia
consideré como elementos exóticos las pastas y la
pizza –‘clásicos’ para un recetario
argentino, definido por su neta hibridez ítalo-criolla-.
(20).

La confluencia de inmigrantes de distinta procedencia y
de criollos permite que confraternicen y que conozcan sus cocinas
típicas. En una calle porteña vivió
doña Catalina, la madre de Miriam Becker. En una sentida
evocación que escribe poco después de la muerte de
la rumana, comenta que la anciana "De sus vecinos
-españoles, italianos, argentinos del interior-,
había descubierto que el mejor arroz con pollo lo
hacía doña María, la gallega, pero sin
panceta; lo rico que eran el grelo, la nabiza y la achicoria como
los preparaban los Brunetta –los italianos saben comer
verduras-, y que las empanadas con la carne cortada a cuchillo de
doña Pepa eran mejores que con la picada común"
(21).

Décadas más tarde, Magdalena, uno de los
personajes chaqueños de Mempo Giardinelli, en Santo Oficio
de la Memoria, disfruta de la prosperidad. Se interesa por los
platos de diferentes colectividades y, cuando los cocina, es
digna de elogios: "Todas cosas judías, deliciosas, bien
condimentadas. Arenque ahumado, y unos blintzes, madre
mía, para chuparse los dedos. Y no solamente judías
porque también hacía unas paellas que te dejaban de
cama. Y no te cuento las
mermeladas que preparaba: de rosa mosqueta, de grosellas, de
granadas, de higos. O las ravioladas con salsa a la bolognesa o
la Príncipe di Nápoli, mamma mía.
También hacía unos guisos carreros que le
enseñó tu papá, muy delicados, porque
tenían las dosis exactas de hierbas, especias
exótica, pizcas de esto y de lo otro, todo hecho con amor,
el morfi con amor es otra cosa" (22).

En Mendoza, los Bianchi se las ingeniaban para
procurarse sustento: "Lo que más motivaba la
admiración de Valentín hacia su mujer era cuando,
durante el crudo invierno, ella se dedicaba a cazar pajaritos con
su viejo rifle de municiones. Colocaba maíz mojado en el
patio, frente a la puerta de la cocina, y mientras preparaba el
almuerzo, las pequeñas avecillas se aglomeraban ansiosas
por comer el alimento que asomaba entre la nieve. Entonces Elsa,
de un solo disparo, hacía una buena cacería.
Enseguida, con la ayuda de sus pequeños Bibi y Nino,
limpiaban las presas obtenidas. Luego doña Teresa se
dedicaba a la preparación de una exquisita polenta con
pajaritos, que era la delicia de toda la familia"
(23).

En la pobreza o en la abundancia, los inmigrantes
mantuvieron la tradición culinaria como una forma
más de vincularse a la tierra añorada, de preservar
su cultura, y de transmitirla de generación en
generación, al tiempo que veían en la cocina nativa
un medio para diferenciarse en una sociedad
cosmopolita.

Notas

  1. Becker, Miriam: "Casera e italiana", en La
    Nación Revista, 23 de diciembre de 2001.
  2. Andruetto, María Teresa: Stéfano.
    Buenos Aires, Sudamericana, 2000.
  3. Betti, Atilio: La noche lombarda. Buenos Aires, Plus
    Ultra, 1984.
  4. Dal Masetto, Antonio: Oscuramente fuerte es la vida:
    Buenos Aires, Sudamericana, 2003.
  5. Scotti, María Angélica: Diario de
    ilusiones y naufragios. Buenos Aires, Emecé,
    1996.
  6. Rivera, Andrés: Guido., en Para ellos, el
    Paraíso. Buenos Aires, Alfaguara, 2000.
  7. Smolensky, Eleonora M. y Vigevani Jarach, Vera:
    Tantas voces, una historia. Buenos Aires, Editorial Temas,
    1999.
  8. Devoto, Fernando: "La huella del inmigrante", en
    Clarín, Buenos Aires, 2 de julio de 2000.
  9. Alvarez, Marcelo y Pinotti, Luisa: A la mesa. Buenos
    Aires, Grijalbo, 2000.
  10. González Toro, Alberto: "El tímido
    regreso de las ferias de Buenos Aires", en Clarín,
    Buenos Aires, 2 de marzo de 2003.
  11. Di Stéfano, Horacio: "El Hotel de Inmigrantes:
    albergue para la nostalgia…", en TANGO SHOW El
    lugar del Tango en internet.
    1999.
  12. Argerich, John: "Los grandimbento deste mundo", en
    elamasijo.htm
  13. Estrada, Santiago: Viajes y
    otras páginas literarias. 1889. Citado por Jorge
    Páez en El conventillo, Buenos Aires, CEAL,
    1970.
  14. Grinbaum, Carolina de: La isla se expande. Buenos
    Aires, ig, 1992.
  15. Muzi, Carolina: "El siglo que yo vi", en
    Clarín, Buenos Aires, 26 de septiembre de
    1999.
  16. Gambier, Marina: "La Boca. Un barrio en color", en La
    Nación Revista, 4 de agosto de 2002.
  17. S/F: "La estrategia del
    caracol", en Página 12, 25 de agosto de
    2002.
  18. García, Griselda: poema
    inédito.
  19. Henestrosa, María: Las ingratas. Buenos Aires,
    Clarín-Alfaguara, 2002.
  20. Lojo, María Rosa. "Mínima
    autobiografía de una ‘exiliada hija’ ", en
    Sitio al margen. Noviembre de 2002.
  21. Becker, Miriam: "La última idische mame", en
    La Nación Revista, 23 de marzo de 1997.
  22. Giardinelli, Mempo: Santo Oficio de la Memoria.
    Buenos Aires, Seix Barral, 1991.
  23. Bianchi, Alcides J.: Valentín el inmigrante.
    Santiago de Chile, edición del autor,

Costumbres

"La Capital Federal, en 1936, tenía el 88% de
extranjeros o hijos de extranjeros –afirma la
socióloga Susana Torrado. Es decir, entre fines del siglo
XIX y las primeras décadas del XX era un pedazo de Europa
en la Argentina" (1). La actriz Rita Cortese recuerda la
presencia inmigrante en la sociedad: "Cuando yo era chica, los
inmigrantes europeos eran algo vivo y cercano. Tanos y gallegos,
como decíamos, estaban allí, al lado nuestro, en la
calle, en el barrio. Pesaba su manera de ser y de hablar, sus
costumbres, comidas, espectáculos. Formaban parte de
nuestra vida cotidiana" (2).

De sus países de origen trajeron los inmigrantes
sus costumbres, las que perduraron en la nueva tierra. La crianza
de los hijos, la celebración de los acontecimientos
familiares, la forma de llorar a sus muertos, diferenciaban a las
colectividades y, aún hoy, se siguen observando los mismos
lineamientos que hace décadas, aunque influenciados por el
medio en que se desarrollan.

La ética era
un valor
fundamental para los inmigrantes. Lo afirma Eduardo Mignogna,
autor de La fuga: "Nuestros padres, nuestros abuelos, amaban el
apellido, la ética, la
responsabilidad
civil de tener un trabajo y de hacerse cargo de sus hijos y
dejarles un apellido. Con su muerte se pierde un sentido de la
ética y el país es testigo de esto. Los nietos
saben que no tienen el primer referente a quien pedirle
explicaciones y aparece la plata dulce, la financiera, esos
hombres con apellidos en los diarios sin que les importen las
manchas en una política macabra de
robos e impunidad" (3).

La solidaridad era
otro de los bienes espirituales de la inmigración. Nacido
en Berisso, Esteban Peicovich recuerda la localidad como "una
sociedad compuesta por treinta y siete etnias diversas que, en
medio de la crisis,
hacía de la vida vecinal un acto religioso. No
piqueteaban. Se defendían con el trueque, la huerta y la
mano pronta al caído en desgracia mayor. Una red de asistencia que
permitía preservar la costumbre traída: mantener lo
genuino y sostener a los hijos en medio de la adversidad"
(4).

Esta condición de los inmigrantes es resaltada
por la actriz María Rosa Fugazot: "la hija de la
legendaria actriz de teatro, revista y cine
María Esther Gamas y del músico Antonio Fugazot
recordó: ‘De chica, mamá vivió en un
conventillo; decía que era como la casa grande de una gran
familia. Había un matrimonio siciliano y otro napolitano
cuyas mujeres vivían peleando. El marido de una era
motorman de tranvía y el de la otra, portuario. ¡Ah,
Santa Madonna!, que al marido di questa lo strafuque il tranvia e
que non quede niente di niente!, exclamaba la napolitana
revolviendo su negra melena. E, que il tuo marito se caiga al
aqua e se ahogue, contestaba la siciliana. Sin embargo, cuando
llegaba un momento difícil, cuando un hijo se enfermaba o
alguno se accidentaba, todos se unían para proteger al que
lo necesitaba" (5).

En el Hotel de Inmigrantes se agrupaban los
recién llegados según su procedencia. Comenta el
profesor Jorge Ochoa de Eguileor: "Aquí había
inmigrantes de diferentes países, con diferentes idiomas,
que hacían sus grupúsculos ya entre sí, se
juntaban e iban al mismo lugar del comedor, habían logrado
estar en el mismo dormitorio y salían en conjunto a la
calle, porque tenían libertad de salir del hotel hasta las
siete de la tarde. Las señoras también se juntaban
de acuerdo a la nacionalidad en los jardines con los chicos,
esperando a sus maridos, se pasaban la mañana en el
jardín, en los grandes jardines" (6).

"La llegada del migrante siempre está cargada de
esperanzas e incertidumbres. Y la asociación con sus
connacionales es una de sus estrategias para
cubrir sus necesidades culturales y recreativas –opina
Lelio Mármora, director de la
Organización Internacional para las Migraciones.
Así surgieron entidades que dieron a los recién
llegados espacios solidarios en un medio extraño, y varias
resultaron centro de excelencia para los argentinos"
(7).

La preocupación por los hijos está ligada
a la inmigración. Es lógico, si pensamos que muchos
de los inmigrantes no veían a sus hijos en años. En
Italia deja la madre a Syria Poletti y a su hermana mayor,
quienes llegarán al país mucho después (8);
lo mismo sucede a la inolvidable madre de "De los Apeninos a los
Andes", de Edmondo D’Amicis (9). Otros, no llegan a ver
nunca a sus hijos, como la italiana de Santo Oficio de la
Memoria, que tanto los echó de menos (10).

. Pensemos en las penurias que pasaron esas familias en
sus países de origen, durante la travesía y hasta
que lograron una mínima situación económica.
A la Argentina –escribe Graciela Montes-, "fueron llegando
los inmigrantes. Solteros y muy jòvenes, algunos casi
niños, venìan a ‘hacer la
Amèrica’. Provenìan de España, de
Italia, de Turquìa, de Rusia, de Francia, de
Polonia, de Yugoslavia, en general eran muy pobres y estaban
dispuestos a trabajar duro… Algunos regresaron a sus pagos,
pero la mayorìa, màs de un millòn, se
quedò. Para esos inmigrantes, los hijos eran valiosos. El
triunfo de esos hijos en la vida era la certificaciòn de
su propio èxito" (11).

Marcelo A. Moreno considera que "En nuestro país
el amor hacia los chicos constituye una especie de culto
nacional. Casi nada está tan bendecido en nuestra sociedad
como hacer cosas –sacrificios incluidos- por nuestros
hijos. Desde las historias de inmigración el amor a los
chicos se erige en sentimiento supremo y hasta sirve no
pocas veces de coartada" (12). Recordemos al respecto un concepto de
Guillermo Jaim Etcheverry, quien afirma que, en esa clase de
familia, "los niños y los jóvenes adquieren un
papel
dominante. Lo hacen al convertirse en el lazo de unión que
vincula a los mayores con el nuevo entorno que, a menudo, les
resulta hostil". La función de
los menores es la intermediación: "Los jóvenes, que
se adaptan a gran velocidad, son
los encargados de traducir la nueva cultura a sus padres". La
familia así conformada, cambia su estructura
original: "Cuando esa tarea de condescendiente
intermediación se convierte en imprescindible, esos
jóvenes terminan ejerciendo un poder real sobre sus
mayores" (13).

Los padres inmigrantes son homenajeados por sus hijos.
Alfredo Conte evoca a su padre, que llegó desde Cosenza en
1887: "Mi viejo, vos hiciste el mundo nuevo/ abriste surcos,
criaste hijos/ y fuiste solamente un inmigrante/ No sé
cómo decirlo en dos palabras" (14).

Antonio Dal Masetto, en el libro El padre y otras
historias, "apela a dos herramientas
con las que, en obras anteriores, buscó arrancarle al
mundo algunas certezas en forma de literatura: la memoria que
desanda imágenes
de un pasado ligado a la tierra, y la observación de un presente urbano, plasmada
en acuarelas de pinceladas certeras que trazan el perfil de
personajes noctámbulos y marginales, habitantes de un
territorio bien delimitado y reconocible: la zona del Bajo"
(15).

El periodista Santo Biasatti expresó: "mi viejo
fue un inmigrante que llegó y estuvo un día en el
hotel de inmigrantes de Retiro. Llegó un viernes, el
sábado salió, el domingo fue a comer a casa de unas
personas del pueblo y el lunes fue a laburar. Y nunca
habló bien castellano. Pero como él no había
podido quería que su hijo fuese al colegio y se
rompió el traste para que su hijo pudiese estudiar"
(16).

En "Ochenta" Orlando Mario Punzi evoca a su madre: "A
Dios, conmigo se le fue la mano.// Me dio todo: la mamma de
primera,/ los amigos en tanda y un hermano,/ y ya de pibe le
saqué temprano/ cien sonetos, o más de la galera"
(17). También Oscar González, en "La
anunciación", evoca a la madre italiana: "Y fue la mamma
gringa,/ Querendona y bravía, que entregó sus/
cachorros./ A otra tierra y otra lengua" (18).

En América, por lo general, la familia estaba
integrada solamente por los padres y los hijos, ya que los
demás habían quedado en la tierra de origen. Con el
correr del tiempo, esa realidad irá cambiando.

La abuela es una figura muy fuerte en la familia
inmigrante. Del Piamonte vino la abuela de María Teresa
Andruetto, quien contaba a sus nietas los relatos que ella
reunió en el libro Benjamino. La escritora dedica este
libro, en el que reescribe dos cuentos tradicionales, "a la nonna
Felicitas". Sobre ella expresa: "Mi abuela Felicitas, la
mamà de mi mamà, fue colchonera, en el tiempo en
que los colchones eran de lana, se apelmazaban y debìan
desarmarse y rehacerse cada tanto. De ella recuerdo casi todo,
porque la tuve hasta que fui grande: su casa de Arroyo Cabral,
donde nacì, el piso fresco de ladrillos de esa casa, las
màquinas de tisar lana, sus amigas hablando en una lengua
desconocida para mì, sus comidas deliciosas (¡el
dulce de leche
azucarado!), su cara gordita, las mejillas coloradas, el pelo
blanco que prendìa con horquillas en un rodete…
Horquillas, rodetes, colchones apelmazados, màquinas de
tizar lana… nombres de cosas que ya no existen".

Comenta el origen de los dos cuentos incluidos en el
libro –"Benjamino" y "Zapatero pequeñito"-: "Ella
habìa nacido en un pequeño pueblo del Piamonte, al
norte de Italia, y de esa regiòn vinieron hasta mì
las aventuras de Gioaninn ca boija (Juancito, el que se las
ingenia) y Ciavtin cit (el zapatero pequeñito) que nos
contaba, tal vez para mostrarnos que, por màs
pequeño que uno sea, puede, con algo de astucia y un poco
de suerte, engañar a los lobos y a los ogros"
(19).

Era italiana la abuela de la poeta Griselda
García, cuyas costumbres la nieta evoca: "cuidando de no
tirar/ bolsas, corchos, plásticos,/ tapas, bandejas, frascos,/
cartones, papeles, piolines/ porque todavía pueden
servir;". Así vivía la mujer a quien
"trajeron al país engañada/ diciéndole que
iba a vivir en un castillo". De su abuelo italiano, afirma la
poeta: "mi abuelo, que cuando mataba algún conejo nos
decía:/ vayan con tu hermana a dar una vuelta/ y en cambio
nos dejaba mirar la muerte/ en los ojos de las ratas atrapadas en
tramperas,/ escuchar sus chillidos de bebés diminutos/
cuando el agua hirviendo les caía encima". La poeta los
corona con un emocionado elogio: "más que mis padres,/
abuelos,/ ancianos sabios,/ abuelos,/ ángeles en el
camino" (20).

De su nona Francesca, dice la actriz Virginia Innocenti:
"era perfecta. Estaba casada con el abuelo Francesco. Era la
típica abuela italiana, de pelo blanco, que jamás
se puso una gota de maquillaje; zurcía la ropa, preparaba
dulce de uvas y cappelletti. Esa era la mamá de mi
papá" (21).

Cumpleaños, onomásticos, casamientos, eran
fiestas en las que se evidenciaban las costumbres que los
inmigrantes traían de sus tierras. Los cumpleaños
se festejaban en la colectividad italiana con manjares caseros.
Lo recuerda María Luisa Cuccetti. Cumplidos ya los cien
años, relata: "La Boca era un lugar muy lindo a principios de
siglo, lleno de inmigrantes y marinos genoveses. Los
cumpleaños se festejaban con pastelitos y chocolate
caliente" (22).

De la colectividad italiana es el festejo que recuerda
Carlos Ibarguren, en La historia que he vivido. Se ha casado
Darío Nicodemi: "el casamiento fue celebrado con una
fiesta en la modesta casa del barrio en que vivía la
novia. Concurrió allí invitado el elemento gringo
de la vecindad con sus respectivas familias –algunas con
hijos argentinos- y varios amigos de Darío, entre los que
yo me contaba. Se bailó animadamente hasta la madrugada en
el patio, al compás del acordeón, ocarina y flauta;
de la cocina, donde se jugaba a la morra, partían
vociferaciones en italiano, mientras el moscato y el nebiolo
espumante enardecían los ánimos sin
distinción de edad, sexo ni
nacionalidad; y aún recuerdo cómo nos atrajo a los
muchachos la bella Carlota, hermana del desposado, que
resultó esa noche, reina indiscutida de aquel regocijo
meridional" (23).

"Según una difundida leyenda -comenta Alejandro
Dolina-, el Carnaval fue alguna vez una fiesta popular, con
personas disfrazadas, música, baile, bromas y murgas. En
verdad, cuesta creer semejante cosa. Como quiera que sea, la
legendaria gesta ha muerto ya. Sin embargo, como silenciosas
habitaciones vacías, han quedado ciertas fechas del
almanaque a las que la terquedad general insiste en adjudicar la
condición de carnavalesca. Esos días son utilizados
no ya para festejar sino más bien para reflexionar y
añorar la ausencia de la fiesta. Se trata, según se
ve, de un curioso destino: pasar del entusiasmo a la nostalgia,
de la pasión a la meditación, de la alegría
a la tristeza" (24).

Mauricio Kartun, en "El siglo disfrazado", analiza la
relación del Carnaval con la inmigración: "Fue con
el vendaval inmigratorio de principio de siglo que la farra
desbordó todo orden institucional, la mascarita se
independizó, y el disfraz pasó a ser un atributo de
fenomenal creatividad
individual, un orgullo familiar en el que las mujeres de la casa
lucían su solvencia con el molde y la aguja".

Una vez disfrazado el niño, debía
fotografiárselo, para enviar esa imagen al país de
origen: "Colas de una cuadra en Foto Bixio, o en Pascale, bajo el
sol calcinante de febrero, ese que aseguraba con el resplandor de
la primera tarde los mejores contrastes en la vidriada
galería de pose del estudio. ¿Cómo
testimoniar sino allá en el terruño el prodigio de
costura, las costumbres, el crecimiento y la belleza de los
chicos, engalanados y maquillados?"

El afianzamiento de la inmigración hizo que
cambiaran los disfraces elegidos por las madres para sus hijos:
"Viejas fotos. Sólo eso queda de aquella magnífica
pasión por el disfraz. De pierrot, sobre todo, hasta los
años 20 en que las colectividades tomaron peso propio. De
allí en más predominaron los baturros, toreros y
gaiteros asturianos, las majas, las gitanas, y los vascos
pelotaris con sus paletas en miniatura, o su versión
lechera con los tarros también a escala. Napolitanas,
damas venecianas, y polichinelas certificaban el amor a
Italia."

Fotos que se enviarían a los parientes que tanto
se extraña: "Atrás unas líneas ya casi
ilegibles: ‘Cara mamma: le invio una fotografia del mio
Cesarino. Veda come cresce bello e grasso. Chi manca tanto. Sua
cara figlia, Renza’. En la foto, un pequeño
soldadito garibaldino. Un sombrero emplumado, y una descolorida
mirada melancólica" (25).

Se enviaban, para ocasiones especiales, postales con
retratos familiares, editadas por los estudios de fotografía. "Hoy, los coleccionistas
aún las encuentran circulando en mercados de
Italia y España con sellos argentinos: habrían sido
enviadas por familiares que emigraron al país" (26). "Los
improvisados –comenta Andrés Carretero-
preferían cubrirse con una sábana, lucir
algún antifaz o pintarse la cara con corcho quemado. El
disfraz más frecuente en todos los corsos fue el de Oso
Carolina. También eran comunes los disfraces de
Martín Fierro o Juan Moreira, los más valientes
aparecían incluso montados a caballo, ganándose el
aplauso del público". Pero no todos los disfraces estaban
permitidos: "Las disposiciones municipales prohibían el
uso de disfraces de monja o sacerdote y aquellos trajes que
parodiaran uniformes militares en vigencia o que representaran
costumbres obscenas" (27).

Uno de los personajes de Mempo Giardinelli relata, en
Santo Oficio de la Memoria: "Era una joda este país, y los
carnavales no te cuento: se
jugaba con agua todas las tardes y a la noche meta milonga" (28).
Máximo Yagupsky, un carnaval bonaerense: "siendo muchacho
–estaba en segundo año del secundario nacional- iba
a acompañar a un tío mío que organizó
un remate en la provincia de Buenos Aires, en Maza, cerca de La
Pampa. Era Carnaval. Y en Maza vivían a la sazón
muchos italianos. En esa oportunidad nos han hecho gozar de las
canciones líricas italianas como nadie. Aquella noche de
carnaval la pasaron viviendo en Italia" (29).

A la clase alta no le gustaba esa clase de festejo.
Cuenta María Rosa Oliver: "En Europa el carnaval nos
había pasado inadvertido, quizá porque cae
aún en invierno, pero aquí, como broche del verano,
era una fiesta. Una fiesta larga e importante que tercamente mis
padres y parientes trataban de pasar por alto como, al leer los
diarios, salteaban las páginas en que, con semanas de
anticipación, se informaba sobre los preparativos para que
llegaran a su máximo esplendor las carnestolendas o el
reinado del dios Momo, nombres sugestivos que en casa nadie
pronunciaba pero que en las revistas iban enmarcados entre
guardas que evocaban las futuras serpentinas".

A la pequeña María Rosa le gustaban las
máscaras: "Me gustaban las que iban a los bailes
infantiles de disfraz organizados en el Hotel Bristol de Mar del
Plata. Pero la única vez que a duras penas, y
después de insistentes súplicas, nos permitieron ir
a la fiesta nos la aguaron bastante porque ‘…eso de
ponerse disfraz ¡qué esperanza…! Lo único
que faltaría… Eso, jamás…" (30).

La ética, la solidaridad, el amor por los
más pequeños, el respeto por los mayores, el
recuerdo de quienes quedaron en la tierra natal,, son las
constantes en las costumbres inmigrantes, que aún perviven
en los descendientes americanos.

Notas

  1. Roffo, Analía: "La familia argentina se
    diseñó contra toda presión", en Clarín, 27 de febrero
    de 2000.
  2. Gaffoglio, Loreley: "Me acordé de un viejo
    amor", en La Nación, Buenos Aires, 21 de julio de
    2002.
  3. Boccanera, Jorge: "A dos puntas", en Clarín,
    26 de septiembre de 1999.
  4. Peicovich, Esteban: "Volver a Berisso", en La
    Nación Revista, Buenos Aires, 24 de febrero de
    2002.
  5. Cosentino, Olga: "Cosecharás tu siembra", en
    Clarín, Buenos Aires, 18 de octubre de 2000.
  6. Markic, Mario: "En el camino", en TN, 12 de
    septiembre de 2002.
  7. S/F: "Un pedacito de la tierra natal", en
    Clarín Viva, Buenos Aires, 27 de febrero de
    2000.
  8. Poletti, Syria: "El tren de medianoche", en Mi mejor
    cuento. Buenos Aires, Orión, 1974.
  9. D’Amicis, Edmundo: "De los Apeninos a los
    Andes", en Corazón.
  1. Giardinelli, Mempo: Santo Oficio de la Memoria.
    Buenos Aires, Seix Barral, 1991.
  2. Montes, Graciela: "La infancia y los responsables",
    en Machado, Ana Marìa y Montes, Graciela: Literatura
    infantil. Creaciòn, censura y resistencia. Buenos
    Aires, Sudamericana, 2003.
  3. Moreno, Marcelo A.: "El país de los chicos
    felices", en Clarín, Buenos Aires, 2 de abril de
    1997.
  4. Jaim Etcheverry, Guillermo: "Los nuevos emigrantes",
    en La Nación, Buenos Aires, 7 de abril de
    2002.
  5. Conte, Alfredo: Pascualino. Edición homenaje.
    Buenos Aires, 2001.
  6. Dal Masetto, Antonio: El padre y otras historias.
    Buenos Aires, Sudamericana, 2003.
  7. Masci, Florencia: "Santo Biasatti. Un reflejo de
    nosotros mismos", en Noticias de Luján, Año I,
    N° 53. 27 de junio de
    2002.www.lujanargentina.com/www.lujanargentina.com.ar.
  8. Punzi, Orlando Mario: "Ochenta", en La Nación
    Revista, Buenos Aires, 26 de octubre de 1997.
  9. González, Oscar: "La anunciación", en
    El Tiempo, Azul, 16 de abril de 2000.
  10. Andruetto, María Teresa: Benjamino. Buenos
    Aires, Sudamericana, 2002.
  11. García, Griselda: poema
    inédito.
  12. Guerriero, Leila: " Virginia Innocenti.
    Melodía para actriz y piano", en La Nación
    Revista, 4 de noviembre de 2001.
  13. Muzi, Carolina: "El siglo que yo vi", en
    Clarín, Buenos Aires, 26 de septiembre de
    1999.
  14. Ibarguren, Carlos: La historia que he vivido. Buenos
    Aires, Biblioteca Dictio, 1977.
  15. Dolina, Alejandro: "El corso triste de la calle
    Caracas", en El Tiempo, Azul, 23 de febrero de
    2003.
  16. Kartun, Mauricio: "El siglo disfrazado", en
    Clarín Viva, 20 de febrero de 2000.
  17. Muzi, Carolina: "Fina estampa", en Clarín
    Viva, Buenos Aires, 21 de julio de 2002.
  18. Carretero, Andrés: Vida cotidiana en Buenos
    Aires. Planeta.
  19. Giardinelli, Mempo: op. cit.
  20. Diament, Mario: Conversaciones con un judío.
    Buenos Aires, Fraterna, 1986.
  21. Oliver, María Rosa: La vida cotidiana. Buenos
    Aires, Sudamericana, 1969.

Entretenimientos

No todo era trabajo para los inmigrantes y sus
descendientes. También tenían sus entretenimientos,
a los que se dedicaban en compañía de
coterráneos y argentinos, o en la soledad propicia a la
lectura y a la
música.

A los inmigrantes les gustaba reunirse. En sus ratos
libres se encontraban para comer, conversar, bailar y recordar la
tierra que dejaron.

Iban al cine. En
Buenos Aires, "Ibamos mucho al cinematógrafo
–recuerda uno de los personajes de Mempo Giardinelli, en
Santo Oficio de la Memoria-, que era la moda
más impactante. Veíamos las cintas de Clár
Gáble, que a mí me volvía loca. Yo
soñaba con Clár. Blanquita, pobre, se
enamoró de Rodolfo Valentino la única vez que fue
al cine, pobre. Me acuerdo y me pongo toda. Y el amor de Micaela
era Yón Bárrimor. También veíamos las
películas argentinas con Alippi, Arata, Rosita Quintana,
las de Gardel las vimos todas…".

En el Chaco, el cine era un entretenimiento para los
descendientes de italianos. Escribe Giardinelli: "Papi y mami
hacían además una vida social muy intensa, esteee,
muy linda. Salían casi todas las noches, especialmente en
verano. El más amigo de papi era Américo Ferrachia,
el oculista. Siempre iban al cine juntos. Al Terraza Chaco iban,
esteee, que se llamaba así porque era un cine al aire
libre que ocupaba media manzana en pleno centro. Iban con
Margarita y con mami y llevaban espirales contra los mosquitos
que se ponían entre las piernas, esteee, y también
abanicos para apantallarse y a veces hasta sangüichitos. Y
Américo que era bastante extravagante solía incluso
llevar su termo con agua caliente y el mate preparado. De manera
que ir al cine para ellos era como hacer un picnic
nocturno".

El cine es un recuerdo asociado al entierro del padre de
uno de los personajes de Santo Oficio de la Memoria. El hombre
evoca, muchos años más tarde: "Yo no podía
dejar de pensar que justo esa tarde en la matinée del
Marconi pasaban los nuevos capítulos de ‘El Llanero
Solitario’ –o era ‘El Zorro’, o era
‘Flash
Gordon’?- y que los iba a perder, y tendría que
esperar una semana para ver dos capítulos juntos, y por
eso sentía una culpa que no me dejaba en paz, y el
calor
ahí adentro, y mi hermano cómo
jodía".

Los italianos escuchaban la radio. Uno de
los personajes de Giardinelli relata: "a la noche cuando
éramos más chicas, cuando todavía estaba mi
mamá, nosotras nos quedábamos en la casa tejiendo y
escuchando ‘Chispazos de tradición’ que era un
programa
gauchesco. Y vieras cuando empezaba como todas hacíamos
silencio. También pasaban programas de
teatro, directamente desde el Cervantes, el París y otras
salas que ya no están. Entonces escuchar la radio era algo
muy serio, muy importante" (1).

En La Pampa, "Juancito Vairoleto iba a menudo al pueblo,
donde había funciones de
circo o de teatro, proyectaban películas mudas o
venían a actuar diversos conjuntos
musicales. Entre las anécdotas de ese tiempo, nunca
olvidaría la vez que llegó Carlos Gardel en gira
artística, interpretando aquellos primeros tangos que lo
fascinaron, a él y a otros amigos con quienes
después aprendió a bailar sus compases con cortes y
quebradas. El artista se presentó en el teatro-cine
Colón, y aunque todavía no era tan famoso, el
recuerdo de su visita se iría agigantando con los
años" (2).

Javier Villafañe evoca los teatros de
tìteres a los que asistìan los italianos de La
Boca: "Teníamos entre diecisiete y diecinueve años
y descubrimos los títeres de La Boca, con Wernicke,
José P. Correch y José Luis Lanuza. Era un teatro
estable con muñecos de origen italiano –‘los
pupi’- que hablaban y decían los textos en
genovés… A ese ámbito llegué por primera
vez a los diecisiete años. ¡Qué
impresión, quedé maravillado! Estos marionetistas
representaban episodios de obras que duraban hasta un año.
En estos espectáculos de los títeres de San
Carlino, las marionetas pesaban entre 20 y 30 kilos y eran
manipuladas por una barra. Este descubrimiento de los
títeres de La Boca, tal vez, selló mi camino. Desde
ese momento visité reiteradamente a don Bastián de
Terranova y a su mujer doña Carolina Ligotti –eran
una pareja muy hermosa-, descendientes de antiguas familias
marionetistas –titiriteros sus abuelos y sus padres-,
quienes tenían en Sicilia uno de los más famosos
teatros de marionetas. Representaban obras clásicas:
Ariosto, de Torcuato Tasso, episodios de las aventuras de Orlando
y Rinaldo, que duraban en episodios un año entero, y casi
siempre, era su público –el mismo público-
viejos italianos, nostálgicos marineros, obreros del
puerto de La Boca y algunos curiosos como yo y como Raúl
González Tuñón, que me había dedicado
su libro El violín del diablo, en plena calle y con quien
desde ese entonces, además de frecuentar el teatro de San
Carlino, nos hicimos muy amigos".

Recuerda la relación que lo unió a los
titiriteros: "Estos viejos titiriteros de La Boca se convirtieron
en grandes amigos míos. Los frecuentaba, y fui testigo de
cómo, al igual que sus abuelos y padres, envejecieron y
murieron al lado de sus marionetas. Conservo aún fresco en
mi memoria el recuerdo imborrable de estos dos pioneros
inmigrantes que despertaron en mí la pasión
más perdurable por el teatro de muñecos. Desde ese
instante y hasta hoy, con 80 años, sigo firme y fiel a ese
mandato de la historia en constituirme en un humilde difusor de
este arte milenario
que es el títere".

"También por esos años –relata Pablo
Medina- descubrió (Villafañe) el teatro de Vito
Cantone, de Catania, Italia, que se instaló en La Boca, en
la calle Necochea 1339, sobre el ‘camino viejo’.
Ahí estaba el Teatro Sicilia: teatro de títeres,
seres de ficción construidos en madera,
vestidos y ornamentados con terciopelo, seda y otras telas de
múltiples colores. Cantone
provenía de una dinastía aggiornada y muy antigua
de la historia de los títeres sicilianos. Llegó a
la Argentina con la gran inmigración de 1895"
(3).

En los recuerdos de los inmigrantes se reitera la
alusión al gusto que sus mayores sentían por la
narración. De estos padres que narran sus historias de la
tierra natal, nacen hijos que las relatan profesionalmente, o que
las escriben en libros. La vocación se transmite;
sólo cambian los medios de
expresión. La tradición oral es cara a los
italianos. Lo relata Laura Pariani, lombarda nieta de un
emigrante: "Mis estudios me alejaron de la cultura campesina; sin
embargo, esa cultura quedó ligada al mundo de mi infancia,
de los recuerdos, de los afectos, o más bien, de los
cuentos. Cuando yo era chica, la única diversión
era escuchar historias. Yo me crié rodeada de mujeres que
contaban cuentos. Ellas eran las herederas de la tradición
oral, las que transmitían el pasado. Como en todas las
zonas pobres, los hombres jóvenes se iban solos para
encontrar un trabajo mejor y luego nunca regresar. Nosotras
permanecíamos apegadas a los hechos que nos llegaban de
boca en boca. Mi pueblo estaba diezmado por la partida de los
hombres, al menos hasta la Segunda Guerra Mundial.
Las mujeres casadas eran las viudas blancas, abandonadas para
siempre, como mi abuela, cuyo marido vino de joven a este
país" (4). Ese gusto por la narración llegó
a América.

Cuando se le otorgó a Ernesto Sábato la
ciudadanía italiana y la Medalla de Oro a la Cultura
Italiana en la Argentina, expresó el escritor con respecto
a sus padres: "Al igual que tantos hijos de inmigrantes, crecimos
oyendo sus mitos, sus leyendas y sus
cantos tradicionales, viendo casi sus montañas y sus
ríos de los cuales mi padre me hablaba por las tardes,
cuando yo era apenas un niño sentado en sus rodillas"
(5).

Para Dal Masetto, ser hijo de inmigrantes fue un
conflicto que
tardó en resolver. Cuando lo logró, se abocó
a escuchar historias: "La inmigración es un tema. Yo nunca
había escrito nada sobre eso. Supongo que durante cuarenta
años estuve tratando de pelear para que no me confundieran
con un extranjero. Quizás un psicoanalista me hubiera
resuelto este problema más rápidamente.
Decidí entonces rendir un homenaje a toda esa gente que
vino desde tan lejos, y también a mi madre. Un día
llegué a Salto y le dije que me contara todo lo que
sabía. Al sacar el grabador, la campesina se
asustó. Lentamente fue desgranando recuerdos"
(6).

Griselda Gambaro se basó en el pasado de sus
mayores para escribir su novela de inmigración: "Desde
hacía unos años experimentaba el impulso de
escribir la historia de mi familia a partir de su origen, no
porque en ella se hubieran producido hechos resonantes, sino
porque esa familia guardaba para mí el secreto de sus
sentimientos. (…) Develar el secreto, intentar comprender fue
mi propósito". Lo logró, ya que al finalizar la
escritura, se sentía más cercana a ellos: "Cuando
concluí El mar que nos trajo percibí el peso
y significado de esas raíces que todos tenemos y a las que
no prestamos especial atención. En mi caso, los seres borrosos
que estaban en mi origen se tornaron presentes y vivos, y pude
comprenderlos en sus alegrías, desazones y sueños.
Experimenté una especie de gratitud porque de algún
modo sentí que me habían preparado el camino,
alisado las piedras para que yo pudiera recorrerlo más
fácilmente. Agradecí incluso la dura pobreza que
marcó sus vidas porque esa pobreza, al cabo de
años, me permitió identificarme, no sólo
desde el razonamiento sino desde la sangre y su deseo de justicia, con
los que en esta época sufren parecidos pesares"
(7).

Así como les gusta contar, a los inmigrantes
también les gusta cantar. Cantan en su tierra, en el
barco, y cantarán también en la tierra nueva.
Villoldo evoca al gringo que canta: "Sos para el canto, che,
gringo/, como para el bofe el gato/ tomá una grapa
d’Italia/ y descansemos un rato" (8). En el tango "La
Violeta", de Nicolás Olivari, encontramos al inmigrante
nostálgico que bebe y canta (9). En el poema "Antiguo
Almacén
‘A la ciudad de Génova’", Olivari evoca al
italiano Miquelín, quien "Mientras le duraba la plata
cantaba,/ cantaba las lejanas canciones milanesas de su tierra/ y
hombreaba recuerdos como hombreando cereal…/" (10).

Otra canción es la que evoca, en "Celestes ojos
italianos", el poeta Francisco de Madariaga, quien pregunta a su
madre fallecida: "¿Estarás cantando la
canción que cantaban/ tus celestes ojos italianos?/
¿O estarás escuchando cómo canta mi
corazón,/ que fue la única maravilla en tu terror
a/ los viejos gauchos bandoleros y en tu/ fracaso?"
(11).

En el cantar se advierte una espontánea
vocación artística, y una memoria que no quiere
fenecer.

La música era también un entretenimiento
para los inmigrantes y sus descendientes. Encontraban en ella
esparcimiento y consuelo, ya que los unía a sus
países de origen. En uno de sus poemas,
María Teresa Andruetto recuerda la afición musical
de su padre: "El padre toca el banjo en la cocina/ de la casa
(…) El padre toca rumbas,/ habaneras, canciones italianas"
(12).

En el Hotel de Inmigrantes, los hombres se
entretenían con diversos juegos.
Escribe María Teresa Andruetto: "Por la tarde,
después de comer y limpiar, después de averiguar en
la Oficina de Trabajo el modo de conseguir algo, los hombres se
encuentran con sus mujeres. Un momento nomás, para
contarles si han conseguido algo. Después se entretienen
jugando a la mura, a los dados o a las bochas" (13).

Los italianos jugaban a los naipes. Recuerda Fernando
Sorrentino que "Juan Carlos Rizzo, entonces niño de nueve
o diez años, testimonia el uso, hacia 1940,del cocoliche
(no literario sino espontáneo) por parte de los italianos
( los tanos) que jugaban a los naipes en el comercio de su padre.
(Los criollos) jugaban al truco, al mus y al tres siete
mezclándose con los tanos. Era gracioso escucharlos cuando
imitaban los dichos de los gringos tratando de traducirlos… O
cuando, a la inversa, eran ellos los que, acriollándose en
una imitación muy graciosa del decir de nuestros paisanos,
improvisaban sus versos" (14).

Así se entretenían los inmigrantes y sus
hijos en la nueva tierra, en los momentos en que descansaban de
esa dura tarea de "hacer la América".

Notas

  1. Giardinelli, Mempo: Santo Oficio de la Memoria.
    Buenos Aires, Seix Barral, 1991.
  2. Chumbita, Hugo: op. cit.
  3. Medina, Pablo: "Historias de ida y vuelta", en
    Villafañe, Javier: Antología. Obra y
    recopilaciones. Buenos Aires, Sudamericana, 1990.
  4. Patat, Alejandro: "El país de los
    sueños perdidos", en La Nación, 28 de abril de
    2002.
  5. Sábato, Ernesto: "La memoria de la tierra", en
    La Nación, Buenos Aires, 5 de diciembre de
    1999.
  6. Roca, Agustina: "Historia de vida", en La
    Nación Revista, Buenos Aires, 12 de julio de
    1998.
  7. Gambaro, Griselda: "Crónica de una familia",
    en Clarín, Buenos Aires, 25 de febrero de
    2001.
  8. Villoldo, citado por Colegio
    Schönthal
  9. Olivari, Nicolás: "La Violeta" citado por
    Gustavo Cirigliano, en "Disquisiciones tangueras", en El
    Tiempo, Azul, 30 de septiembre de 2001.
  10. Olivari, Nicolás: en Historia de la literatura
    argentina. Buenos Aires, CEAL, 1980.
  11. Madariaga, Francisco: en La Nación, Buenos
    Aires, 10 de mayo de 1998.
  12. Andruetto, María Teresa: Kodak.
    Córdoba, Ediciones Argos, 2001.
  13. Andruetto, María Teresa: Stéfano.
    Buenos Aires, Sudamericana, 2000.
  14. Sorrentino, Fernando: "Del italiano al cocoliche", en
    Centro Virtual Cervantes, 31 de marzo de 2003.

La
nostalgia

Más allá de los logros obtenidos en la
nueva tierra, la nostalgia acompaña siempre al inmigrante.
En el hospital del Hotel de Inmigrantes –afirma Horacio Di
Stéfano-, los médicos se enfrentaban a un mal
incurable: "lo irremediable era la tan común
patología de los ‘enfermos de
añoranza’, lejos de sus raíces, con la
hermosa y triste vista al río que los envolvía
desde los ventanales" (1).

La evocación de la tierra natal se asocia,
generalmente, a la de la infancia, en la que quien emigró
se sentía protegido, a pesar de la pobreza o las guerras que
pudieran apenarle. La nostalgia por el país de origen se
trasunta en relatos, canciones, comidas típicas,
costumbres, tradiciones que se heredan imbuidas por ese
sentimiento.

A la nostalgia se refirió Ernesto Sábato,
en "La memoria de la tierra", discurso
pronunciado al recibir en 1999 la ciudadanía italiana y la
Medalla de Oro a la Cultura Italiana en la Argentina. Dijo en esa
oportunidad: "Yo fui el décimo hijo de una familia de once
varones a quienes, junto con el sentido del deber y el amor a
estas pampas que los habían cobijado, nuestros padres nos
transmitieron la nostalgia de su tierra lejana".

El sentimiento se transforma en literatura: "Ese
desgarro, esa nostalgia del inmigrante le he volcado en un
personaje de Sobre héroes y tumbas, el viejo
D’Arcángelo, que extrañaba su viejo
terruño, sus costumbres milenarias, sus leyendas, sus
navidades junto al fuego". Y se asocia a una etapa de la vida:
"¿Cómo no comprender la nostalgia del viejo
D’Arcángelo? A medida que nos acercamos a la muerte
nos acercamos también a la tierra, pero no a la tierra en
general sino a aquel ínfimo pedazo de tierra en que
transcurrió nuestra infancia. Así también mi
padre, descendiente de esos montañeses italianos
acostumbrados a las asperezas de la vida, en sus años
finales, para defenderse de lo irremediable con el humilde
recurso del recuerdo, evocaba la Paola de su infancia. Aquella
misma Paola de San Francesco, donde un día se
enamoró de mi madre" (2).

Rigueto, un personaje de José Luis Cassini,
también se enamoró en Italia, y a causa de ese
amor, decidió emigrar. "Es un viejito dulcemente flaco y
de una mirada insostenible; un océano de tristeza se
adivina queriendo salírsele por los ojos. Cuando el sol
declina, afila su guadaña a golpe de martillo, como le
enseñaron los piamonteses en la guerra. Ya nadie lo sabe;
él mismo ha olvidado que es el dueño del
conventillo y de la primera usina eléctrica del pueblo.
Pero a veces toma unos vinos en los que remoja tiras de pan y
recuerda lejanos ensueños: Casuchas al pie de una
montaña; el tallercito de su padre, el sastre; la tarde en
que Blanca dijo que sí, que correspondía a su amor
adolescente y aceptaba casarse" (3).

En el tango "La Violeta", de Nicolás Olivari,
también es el vino el compañero en la nostalgia.
Dice del inmigrante: "Con el codo en la mesa mugrienta/ y la
vista clavada en un sueño,/ piensa el tano Domingo
Polenta/ en el drama de su inmigración. Y en la sucia
cantina que canta/ la nostalgia del viejo paese/ desafina su
ronca garganta/ ya curtida de vino carlon" (4). El investigador
Sergio Pujol analiza ese sentimiento en los tangos: "se ha
insistido en que ese aire quejumbroso del tango-canción no
es ajeno a los italianos nostálgicos, tan afines a la
cultura operística y a las canzonettas" (5).

La ginebra consuela a un siciliano. Don Pico Sanzone,
personaje de Gabriel Báñez, salía de noche
con un vagón negro; "lo que en verdad ocurría era
que Sanzone sacaba el fúnebre para emborracharse y
terminar descarrilado en alguna curva. Mataba la nostalgia de
Sicilia con ginebra y manivela, y terminaba llorando como un
chico hasta que los compañeros lo sacaban de la cabina y
se lo llevaban a dormir la mona ‘Su la vía sento
macanudo’, gemía mientras era arrastrado"
(6).

La nostalgia aparece asimismo en el poema del
marplatense Eduardo Martín La Rosa, "El sueño de
don Juan (un inmigrante)", atenuada por el reencuentro con su
familia: "Te cautivó esta ciudad virgen./ El sol dibujando
caminos de plata/ sobre el mar./ Sus campos y montañas
tapizados de pino./ El desarraigo fue menos doloroso!. (…)
Mirabas el mar… Siempre… el mar./ Hasta que una inolvidable
noche/ desembarcaron los tuyos (7)".

Un inmigrante echa de menos su pueblo: "¡Bagnasco!
Nunca hubiera creìdo que extrañarìa tanto
ese pueblo contra el que tanto habìa despotricado, las
tardes con Franco y Luigi mojando los anzuelos en el Tanaro
mientras soñaban con tierras lejanas, aventuras, ciudades,
fortunas" (8).

Juan Caferra deja Chieti en 1897. Trae una higuera:
"Entre sus ropas, Juan traía una plantita, con sus rapices
apretujadas por un puñado de tierra fuerte y gentil. Era
una higuera muy pequeña, que en la despedida la
recibió Juan de manos de su hermano, plántala
allá en la Argentina, crecerá tanto hasta alcanzar
el amor fraterno que por ti siento, le dijo. Juan le
prometió cumplir con ello. Por eso en el viaje la
protegió, la regó varias veces, algunas hasta con
lágrimas de duda" (9).

Una italiana trae un puñado de tierra de su
patria; es la madre de Antonio Dal Masetto (10).

En Santo Oficio de la Memoria, de Mempo Giardinelli, la
nostalgia no está referida a un lugar, sino a los hijos
pequeños que una madre debió dejar. Narra el hijo
mayor, refiriéndose al padre: "Llegaron casados, ya.
Conmigo. El decidió que Vincenzo y Nicola se quedaran
allá. Luego los buscaría, dijo. No atendió
el llanto de Angela. No escuchó las razones de nadie.
Nunca. (…) El sabía cuanto sufría ella por los
hijos que dejaron en Italia, pero jamás hizo nada por
traerlos. Cómo un hombre puede ser así, es algo que
yo no me explico. Fue terrible, eso". Otro personaje relata que
el hombre también pensaba en i bambini: soñaba que
en la nueva casa "habría rosas en los
floreros y comerían bien, tres veces al día, o
cuatro, con todos los chicos, porque iban a traer a Vincenzo y a
Nicola de Italia. El país progresaba a pesar de todo, y
él también" (11).

En la novela En la sangre de Cambaceres, la inmigrante
siente más apego por el hijo argentino que nostalgia por
la familia dejada en la tierra natal: "-¿A Italia yo…
dejarte a ti, mi hijito, irme tan lejos enferma y sola…
estás loco, muchacho… y si me muero y si no te vuelvo a
ver?…" (12).

Doménico, un campesino italiano herido durante
una huelga en
Buenos Aires, en 1919, siente nostalgia de su país. El
personaje creado por María del Carmen García "Se
quedó pensando en su casa de Pescara, la casa de sus
padres, las paredes amarillas, las viejas tejas rotas,
descoloridas, que cobijaban en una cocina y en una sola
habitación a una numerosa familia de doce almas. Su casa
estaba entre colinas, de forma que desde allí no
podía ver el mar, pero bastaba con que subiera hasta una
cumbre vecina para que apareciera, como en una visión
divina, el brillo enceguecedoramente azul de las aguas del golfo,
la alta y diáfana línea del horizonte, tan alta que
daba la impresión de un mar suspendido en el aire. Y los
barcos de todos los calados y los veleros con una fiesta de velas
al viento que semejaban una eterna despedida. (…) Esa tarde de
verano, agobiante y triste, en que se sentía tan solo y
tan dolorido, el recuerdo de su ‘paese’ lo
envolvía en una nube dulce de nostalgia" (13).

"Regresar, sin embargo, no redime de la nostalgia",
afirma Mónica López Ocón en "Interior
italiano", uno de los textos ganadores en el certamen convocado
por la Asociación Premio Grinzane Cavour y los diarios
Clarín y La Repubblica. ""La nostalgia no se cura porque
sólo se curan los males –continúa- y mi
nostalgia figura en el inventario de los
bienes heredados. A su vez, alguien la heredará de
mí" (14).

La nostalgia los embargaba; canta Cristina Assenato en
"País de inmigrante": "-porque comimos el pan triste/ y la
sal quemó ciertas noches/ porque tu hijo y el mío/
caben en el proyecto del
pájaro/ y están allí reunidos/ en la curva
del trigo,/ en el signo abierto de la gran ciudad" (15).
Aún así, contribuyeron al engrandecimiento de la
nación que los recibió.

Notas

  1. Di Stéfano, Horacio: en TANGOshow
  2. Sábato, Ernesto: "La memoria de la tierra", en
    La Nación, 5 de diciembre de 1999.
  3. Cassini, José Luis: "El mar en los ojos", en
    Rotary Club de Ramos Mejía. Comisión de Cultura.
    1994.
  4. Olivari, Nicolás: "La violeta", citado por
    Cirigliano, Gustavo, en "Disquisiciones tangueras", El Tiempo,
    Azul, 30 de septiembre de 2001.
  5. Pujol, Sergio A.: "Diáspora y
    bandoneón", en Clarín, Buenos Aires, 29 de
    noviembre de 1998.
  6. Báñez Gabriel: Virgen. Barcelona,
    Sudamericana, 1998.
  7. La Rosa, Eduardo Martín: "El sueño de
    don Juan (un inmigrante)", en La Capital, Mar del Plata, 10 de
    septiembre de 2000.
  8. Ayala; Nora: Mis dos abuelas. 100 años de
    historias. Buenos Aires, Vinciguerra, 1997.
  9. Blanco, Antonio: "Crónica de mi abuelo
    inmigrante", en Escritores de Ensenada.htm.
  10. Dal Masetto, Antonio: Oscuramente fuerte es la vida.
    Buenos Aires, Sudamericana, 2003.
  11. Giardinelli, Mempo: Santo Oficio de la Memoria.
    Buenos Aires, Seix-Barral, 1991.
  12. Cambaceres, Eugenio: En la sangre. Buenos Aires, Plus
    Ultra, 1968.
  13. García, María del Carmen: "Cuentos de
    gringos", en Cuentos de criollos y de gringos, en
    colaboración con Fanny Fasola Castaño. Buenos
    Aires, Vinciguerra, 1996.
  14. López Ocón, Mónica: "Interior
    italiano", en Clarín, Buenos Aires, 8 de septiembre de
    2001.
  15. Assenato, Cristina: "País de inmigrante", en
    El Tiempo, Azul, 21 de febrero de 1999.

Volver

Gran parte de los italianos que se establecieron en
nuestro país, sólo pensó en hacerlo por un
tiempo. Como relata Roberto Cossa en Gris de ausencia, la idea
era más o menos ésta: "E el barco se movía e
il mio hermano Anyelito mi dicheva: "A la Aryentina vamo a fare
plata… mucha plata… E dopo volvemo a Italia" (1). Pero no
siempre será fácil regresar.

Un inmigrante –el abuelo de la escritora Laura
Pariani- deja su tierra temporariamente y no puede volver a ella.
Cuando le es dado regresar, ya no lo hace (2). Hay quienes, como
la calabresa Adelina C. Cela, abrigan durante todas sus vidas el
deseo de regresar al país de origen, aunque más no
sea, en el más allá. En el poema "Madre Patria",
expresa la italiana: "Por eso quiero pedirte/ que mis cenizas, un
día/ descansen en tus raíces/ ¡las que me
dieron la vida!" (3).

Algunos emigrantes regresan espiritualmente a su tierra
natal por medio de su obra, como el italiano Tomás
Ditaranto, quien emigró en 1904, a los cuatro años,
fue aprendiz de herrero a los ocho, y llegó a ilustrar la
edición polilingüe del Martín Fierro. Por
iniciativa de su hijo, Hugo, surgió en 1983 el Museo Epeo,
en Nocara, Italia, que consta de tres salas en las que se exhiben
setenta obras. "No fue fácil lograr ese objetivo. Hugo
se conectó con parientes de Tomás que habitaban el
pueblo donde nació el artista, Montescaglioso, con la idea
de armar el museo allí, pero se enteró de que en
una ocasión la mafia robó un cuadro de su padre de
la Basilicata, entonces, por razones de seguridad y hasta
contar con las medidas correspondientes para una exposición
permanente, no consideraron oportuno recibir la donación
de las ciento cincuenta obras de Ditaranto prometidas por Hugo.
Actualmente, se está reconstruyendo la Abadía
Benedictina –sumamente importante en Italia- donde es
probable que puedan dedicar una sala a las obras de Don
Tomás (4).

Otros sí regresan, aunque temporariamente. En
1899, María Giacoboni vuelve a su tierra. La
acompañan dos de sus hijos; uno de ellos es Lino Enea
Spilimbergo. Van al Piamonte, a visitar parientes en la Roverazza
y San Sebastiano Cerone. Retornan a la Argentina en 1902
(5).

El recuerdo de la guerra el que motivó a viajar a
un italiano, deseoso de recorrer los lugares en los que
había luchado. En El laúd y la guerra, se narra el
viaje de Luigi Gusberti, quien vuelve a Italia a los ochenta y
ocho años, acompañado por su hija y su yerno.
Escribe Martina Gusberti: "Después de varios viajes a su
itálico terruño, cuando todos creíamos que
había sentado cabeza, manifestó su deseo de
reincidir. Era éste el proyecto
más acariciado por mi padre, quizás el
último y el de más difícil solución,
por su avanzada edad". A pesar de la negativa familiar, el
anciano insistía: ""¡Qué bello volver a
Italia, visitar los lugares donde luché en la primera guerra
mundial, recorrerlos paso a paso, ver cómo
estarán hoy…!" (6).

Milena Gastaldo Brac, sicóloga social, explica el
efecto que el viaje tuvo en su espíritu: "ese barco que
una vez me trajo de Italia estaba siempre ahí y
aparecía ante cualquier anécdota como si fuera un
hueco sin tapar. Tenía una enorme sensación de
orfandad, de carencia". Hasta que viajó y "el milagro
sucedió en la iglesia, con
la nieve cayendo sobre el pueblo: ya no sentí más
el vacío en el pecho, ni la necesidad de Italia; la
había aprehendido. La pude juntar, tomar y
metérmela en el alma, en el gran cofre de los dulces
recuerdos junto a los villancicos navideños. En ese mismo
momento sólo ansié volver a Buenos Aires, al
calor de mi
país nuevo y de mi familia nueva, de hijos y nietos
argentinos" (7).

El actor triestino Rodolfo Ranni emigró a los
diez años. Cuarenta y siete años después,
volvió a su casa. Tardó tanto porque "Creía
que el día que volviera se me iban a terminar los
recuerdos. Pero ahora es peor: recuerdo más que antes, y
me gusta vivir con esos recuerdos. Aunque algunas cosas me
desilusionaron bastante: Italia y los italianos no son como hace
50 años. Es un golpe para uno, porque, por ejemplo, no
nacen chicos; de seguir así desaparecerá la
población italiana. Han perdido la tradición, las
canciones. Los italianos de verdad viven fuera de Italia. Todo lo
que la gente piensa e imagina de Italia, está fuera de
allí" (8).

El empresario fasanès Valentìn Bianchi
encontrò la muerte en una ruta de su pueblo: "A medida que
avanzaba, una sensación extraña lo llevó a
recordar, como nunca, su niñez. Sentía que
retrocedía en el tiempo, y por su mente desfilaban
aquellos domingos felices, cuando iba al mar en busca de los
escurridizos pulpitos. Una sublime serenidad embargaba su ser,
era como si su alma vagara en el espacio. El pequeño auto
poco a poco se deslizaba a mayor velocidad,
como si deseara ávidamente llegar. La mirada de
Valentín se perdía en el horizonte, donde el mar y
el cielo se unían en el infinito. De pronto, en una curva
de la ruta, el suave bramido del motor cesa, y el
auto, en una alocada carrera, se lanza por la rocosa pendiente
del camino, bordeado por los centenarios olivares de Fasano.
Luego de unos violentos tumbos, el ímpetu del vuelco
arroja con fuerza a Valentín fuera del vehículo. Su
cuerpo queda tendido para siempre en la gris tierra natal"
(9).

A veces, son los descendientes los que regresan, en
busca del paisaje añorado por sus mayores. Acerca de esta
clase de travesía, dice Juan Bedoian: "Quizás ese
viaje es como mirarse al espejo por primera vez, recuperar una
parte nuestra que nunca puede desaparecer: las semillas de lo
previo. Y es también el viaje más importante que
uno puede hacer porque es un viaje que nos nombra, un viaje que
no cesa en el tiempo ya que siempre estuvo en nuestros
sueños y quedará allí para siempre, sin
adioses, intocado como el relato de un viejo que cuenta
cómo era su casa en su aldea de Italia, qué
hacía en el campo, cuándo y con quién
llegó a la Argentina" (10).

El viaje se relaciona en algunas oportunidades con la
creación literaria, a la que precede o de la cual es
consecuencia. En un reportaje, afirma Roberto Raschella, autor de
Si hubiéramos vivido aquí: "Viajé a Italia,
el pueblo de mis antepasados, y al volver empecé a
escribir la que fue mi segunda novela. La época anterior y
posterior al viaje va a ser la base de mi tercera novela"
(11).

En la tierra incomparable, el italiano Dal Masetto narra
la visita de una emigrante a su pueblo, cuarenta años
después. En una entrevista, aclara quién
viajó: "En realidad, fui yo el que regresó.
Allí se dio algo interesante desde el punto de vista del
oficio: me propuse contarlo desde la visión de Agata y mi
esfuerzo fue tratar de ver todo con los ojos de ella. Ese cambio
de personalidad
me obligaba a cierto tipo de asombro. Mi mamá -por
ejemplo- nunca subió a un avión" (12).

Griselda Gambaro también escribió
remitiéndose a sus vivencias. Para El mar que nos trajo,
"En lo que respecta a Italia, acudí a mis propios
recuerdos de los lugares que se mencionan: (…) Recordaba
particularmente la isla de Elba, donde sucede el relato cuando se
traslada a Italia. La había visitado hacía muchos
años, conocido a los descendientes de Agostino, quienes me
acompañaron al pueblo bajo cercano a la playa y al alto,
sobre la cumbre de una colina, a ‘la playa de arena y
piedras romas’" (13).

A Italia viaja Atilio Betti en 1967. También lo
hace el protagonista de La noche lombarda, su novela, premiado
por el Gobierno de la península. El personaje vive su
premio como una revancha: "Mi padre me había negado
la
educación. Me había condenado, por no querer
trabajar bajo su mando, en su fabrica, a una juventud de
lucha. A defenderme a puñetazos por las calles y las
oficinas, con tal de salir con la mía. Y ahora me hallaba
allí, en viaje hacia Italia, en calidad de
invitado y futuro huésped de su patria. Libre y solo.
Solo, sí, pero libre y triunfante" (14).

Canta a su padre Alberto Perrone, cuando llega a la casa
europea del inmigrante: "Padre hoy conocí tu tierra de
vides y olivos./ Conocí a tu hermana y encontré tu
joven retrato/ que aún preside allá, la casa"
(15).

Volver puede ser el tema de un texto premiado. Sobre su
viaje a Prepezzano, "un pueblito de la provincia de Salerno que
no figura en ningún mapa", escribe Mónica
López Ocón su "Interior italiano", uno de los
textos ganadores del certamen "El mito del
viaje", organizado por la Asociación Premio Grinzane
Cavour y los diarios Clarín y La Repubblica: En esas
páginas expresa: "Mi viaje era en realidad un regreso. El
pueblo que me mostraron era una réplica del que yo llevaba
dentro. Paradójicamente, era el pueblo el que me habitaba
desde mucho antes de que pudiera habitarlo yo. Por eso,
reconocí de inmediato el olor, el sabor y la textura de
las uvas negras que Alfredo cortó del huerto. Bajo su
piel enlutada
guardaban un sol escandaloso. Parecían arrancadas de la
sombra por el luminoso pincel de Caravaggio y tenían el
sabor indescriptible que sólo pueden tener las uvas que se
añoran" (16).

En el pueblo del que partieron los ancestros, se
encuentran latentes las raíces. A Ottobiano, "un pueblito
de Lombardía que ni siquiera puede dar pruebas de su
existencia: no hay trenes que pasen por ahí y fue olvidado
hasta por los cartógrafos",
viajó Miguel Frías. De allí partió su
abuelo en 1913, a los doce años. El nieto se aproxima al
pueblo: ""Verlo acercarse por fin en una mañana de bruma,
entre árboles sin hojas y campos labrados por fantasmas,
no lo hace más real: la cúpula de la iglesia
está a salvo de la niebla, pero el resto tiene el contorno
de un sueño. Acabamos de recorrer el breve paraíso
de mis cuentos infantiles" (17).

En 1991, Gabriel Corrado viajó a Italia para
grabar en Roma y Sicilia. Años más tarde, expresa
lo que sintió cuando una pareja lo reconoció en la
Vía Condotti: "Se me vino encima el abuelo, que
había hecho el camino inverso, los doce mil
kilómetros, Zamudio 4230…" (18). Por una circunstancia
fortuita, se reencontró espiritualmente con su
antepasado.

El viaje permite, en algunas oportunidades, vivir de
cerca la dura vida que se llevaba antes de emigrar. Y, en los
tiempos que corren, significa la posibilidad de empezar de nuevo,
porque, como escribe el nicaragüense Sergio Ramírez,
"Ahora que tantos argentinos descuajados de la normalidad de sus
vidas se quieren subir a los viejos barcos en que sus antepasados
llegaron desde Calabria, o desde Marsella, o desde Vigo, a buscar
un refugio quizás imposible frente a la catástrofe
que la repetida corrupción
ha traido sobre la Argentina, el rollo de la película es
echado a andar, pero hacia atrás" (19). "La tierra
generosa se ha vuelto marchita –escribe Héctor
Gambini. Y la nueva inmigración se está volviendo.
Y muchos de los hijos de la vieja inmigración
también se quieren ir. A la aventura de cruzar el
océano al revés que los abuelos" (20).

Sea cual fuere la
motivación y los posteriores efectos en el
espíritu del que lo realiza, los testimonios acerca de la
vuelta a la tierra de origen o a la de los mayores se suman
día a día, hablándonos de una nostalgia y de
una inquietud que pervive en el tiempo.

Notas

  1. Cossa, Roberto: Gris de ausencia. Citado en "Bajaron
    de los barcos", Colegio Schönthal. www.monografias.com
  2. Patat, Alejandro: "El país de los
    sueños perdidos", en La Nación, 28 de abril de
    2002.
  3. Cela, Adelina C.: "Madre Patria", en La Capital, Mar
    del Plata, 5 de septiembre de 1999.
  4. Alfie, Sol: "Tomás Ditaranto. Un homenaje
    merecido", en Magazine Actual, Año 3, N° 12,
    Diciembre de 1998.
  5. Spilimbergo. Htm.
  6. Gusberti, Martina: El laúd y la guerra. Buenos
    Aires, Vinciguerra, 1996.
  7. Moreno, Liliana: "El regreso a la tierra de uno", en
    Clarín, 17 de octubre de 1999.
  8. Gaffoglio, Loreley: "El teatro me contuvo", en La
    Nación, Buenos Aires, 20 de diciembre de
    1998.
  9. Bianchi, Alcides J.: Valentìn el inmigrante.
    Santiago de Chile, Ediciòn del autor, 1987.
  10. Bedoian, Juan: "El viaje sentimental", en
    Clarín, 17 de octubre de 1999.
  11. Ingberg, Pablo: "El amor a los vencidos", en La
    Nación, Buenos Aires, 14 de febrero de 1999.
  12. Roca, Agustina: "Historia de vida", en La
    Nación, Buenos Aires, 12 de julio de 1998.
  13. Gambaro, Griselda: "Crónica de una familia",
    en Clarín, Buenos Aires, 25 de febrero de
    2001
  14. Betti, Atilio: La noche lombarda. Buenos Aires, Plus
    Ultra, 1974.
  15. Perrone, Alberto: "Amores por la vuelta. El que una
    vez partió", en Hotel de Inmigrantes, 2002.
  16. López Ocón, Mónica: "Interior
    italiano", en Clarín, 8 de diciembre de
    2001.
  17. Frías, Miguel: "Noticias del mundo", en
    Clarín, 3 de septiembre de 2000.
  18. Baduel, Graciela: "Por la vuelta", en Clarín,
    24 de octubre de 2000.
  19. Ramírez, Sergio: "Yo quería ser
    argentino", en El Tiempo, Azul, 15 de septiembre de
    2002.
  20. Gambini, Héctor: "Cuando la historia se muerde
    la cola", en Clarín, Buenos Aires, 16 de mayo de
    2002.

Trabajo enviado por

Lic. María González
Rouco

Lic. en Letras UNBA, Periodista Profesional
Matriculada

Partes: 1, 2
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