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¿Y si empezamos a estudiar en serio el malestar estudiantil?




Enviado por elockv



    1. El adolescente, ese
      desconocido
    2. La fugitiva
      identidad
    3. La sociedad de los
      pares
    4. Una sensibilidad que prefiere
      anestesiarse
    5. Un ataque aparente : una defensa
      elaborada
    6. Un camino posible: El Proyecto
      Personal del Alumno

    Las recientes manifestaciones de los estudiantes en
    algunos liceos de Montevideo han dado lugar a reacciones varias,
    previsibles las más de ellas, según quienes las han
    formulado, banalizadoras y descalificantes algunas, comprensivas
    otras, sin olvidar las "soixante-huitardes".

    No se trata aquí de juzgar a los protagonistas,
    ni siquiera a sus dichos. Veamos sí, los caprichosos
    hechos, que aparecen, y esta afirmación es casi una
    perogrullada, como emergentes de una crisis de
    múltiples componentes, provenientes, también es
    obvio, del totum social en el que lo educativo es sólo uno
    de los ingredientes más aderezados.

    I. El
    adolescente, ese desconocido

    A esta altura de los acontecimientos, puede resultar
    enojoso evocar los rasgos de la adolescencia
    descritos ampliamente, con las variantes históricas del
    caso, desde Aníbal Ponce a Aberastury, redescubiertos y
    reformulados por los docentes en su trajinar diario. Recordemos
    ante todo que, si la pubertad está presente en una serie
    de fenómenos esencialmente psicosomáticos, la
    adolescencia
    no es un mero período caracterizado
    cronológicamente, sino sobre todo un proceso
    enmarcado culturalmente, y tan diverso en sus manifestaciones y
    su extensión como intrincados son los componentes
    socioculturales de la época. Como destacó el
    clásico estudio de Margaret Mead, no existe propiamente
    adolescencia en sociedades
    pre-industriales, de estructuras
    muy estables, cuando el individuo se encuentra en un marco que le
    da seguridad y
    calma, pasando de la niñez a la edad adulta a
    través de ritos de iniciación, cuya memoria talvez no
    se ha borrado totalmente de la especie humana. Es lógico
    por tanto, que en una época y en un lugar del mundo tan
    conflictivos como son los nuestros, la adolescencia se vea
    particularmente concernida.

    No hay una adolescencia, sino tantas como
    situaciones históricas. Ésa es talvez una de las
    raíces del desencuentro generacional, y de la inevitable
    incomprensión mutua, entre otras cosas porque el adulto no
    suele reconocer su propia adolescencia en el joven actual. Sin
    olvidar la matriz
    filicida que alienta en el adulto, agravada en nuestro
    país por el envejecimiento de la población, que lleva, como lo detectara un
    politólogo francés que nos visitara años
    atrás, a una auténtica guerra de
    supervivencia.

    El reciente episodio en el que los chiquilines
    apedrearon su liceo, resulta un claro síntoma de esta
    situación vivida realmente en términos
    bélicos. La prescindencia de la policía en este
    caso es una interesante reacción por antífrasis que
    no hace sino subrayar lo que a juicio de los uniformados
    seguramente apareció como una subversión de tal
    calibre, que debía provocar una reacción
    generalizada, tornando en ridículo toda tibieza emanada de
    la justicia o
    toda justificación proveniente de los padres. El mensaje
    subliminal era el que expresó una vez un guardián
    recién designado en un hogar de "menores infractores":
    "Acá va a haber una sola regla: LEÑA".

    Es difícil, cuando las cosas han alcanzado esta
    temperatura,
    mantenernos en una actitud
    calmada y académica. Es difícil, pero es necesario.
    Es necesario tomar distancia y advertir en qué importante
    grado todos tenemos nuestra cuota de responsabilidad, especialmente al mantener a un
    grupo etario
    de riesgo en la
    constante tensión de la situación límite,
    agravada con el insistente mensaje negativo de la
    castración de sus aspiraciones vitales.

    Pongámonos, de todos modos, a recordar esos
    rasgos que hoy vemos como con vidrio de
    aumento.

    I.1. La fugitiva
    identidad

    Tal vez el rasgo definitorio de la adolescencia es el de
    la búsqueda de identidad.
    Identidad es
    reconocerse a uno mismo a través de todas las
    transformaciones sufridas a lo largo de la vida; no es una
    posesión sino un proceso
    dinámico y raramente unívoco. En su búsqueda
    de identidad, rasgo definitorio del período, el
    adolescente recurre a identificaciones provisorias: una de ellas
    es la identificación con el grupo. "Ocurre
    aquí, dice Aberastury, el proceso de
    sobreidentificación masiva, en donde todos se identifican
    con cada uno, lo que explica, por lo menos en parte, el propio
    proceso grupal".

    Pero este proceso, que resulta facilitado en un mundo
    estable y coherente, donde los status y los roles se encuentran
    bien definidos y presentan una considerable estabilidad, aparece
    complicado y enrarecido en sociedades
    como la nuestra de estructuras en
    mutación, diríamos, indeseada. Así, en
    primer término, la familia, de
    colectiva hasta mediados del siglo pasado, a nuclear en la
    segunda mitad, es hoy una estructura
    deconstruida, monoparental a veces, casi inexistente en
    ocasiones, siempre agredida por las solicitaciones
    mediáticas, las urgencias cotidianas y las amenazas
    económicas. No estamos añorando un tiempo
    disciplinado de estructuras rígidas, que pudieron hacer
    exclamar a un André Gide "¡Familias, cómo las
    odio!", sino subrayando la irreversible transformación de
    las estructuras domésticas.

    Sondeos realizados en nuestra zona litoraleña, de
    fuerte emigración política y
    económica, revelan que tenemos en nuestros grupos liceales
    más de un 40 % de familias incompletas. Las razones
    económicas pesan también en familias completas,
    produciendo una pérdida del "tiempo familiar",
    con la consiguiente falta de verdaderas comunicaciones
    de los jóvenes con sus padres. La ausencia de éstos
    durante largas horas por sus empleos a veces múltiples,
    implica que se le exija al adolescente una conducta
    precozmente adulta, con obligaciones
    domésticas a veces sofocantes: cuidado de los hermanos,
    preparación de la comida, limpieza del hogar. Junto a eso,
    los padres, privados de una calma espiritual y de una permanencia
    física que
    permita una relación armoniosa, aunque más no fuera
    lograda por intuición, estos padres sobreocupados,
    angustiados por el peso de la responsabilidad familiar, alternan sus criterios
    ante dos extremos igualmente nocivos: el autoritarismo y el
    permisivismo, ambos síntomas de dimisión ante el
    rol parental.

    Nuestra crisis
    contextual alimenta este tipo de actitudes, por
    la sobrecarga estresante que se impone al padre o madre, en vez
    de favorecer en ellos una conducta
    equilibrada y adulta. La incompletitud familiar lleva
    también a que el adolescente se encuentre a cargo, ya no
    de sus padres, sino de tíos y de abuelos. Estos
    últimos, forzados a una relación que viola el
    natural vínculo de las generaciones inmediatas en las
    responsabilidades parentales, llevan a veces hasta la caricatura
    los extremos señalados de permisivismo y autoritarismo,
    guiados por sus pautas de medio siglo atrás, o por el
    temor a un mundo que controlan cada vez menos. El perjuicio
    psicológico hacia los jóvenes aumenta, porque
    éstos carecen de posibilidades de ejercer el
    vínculo filial, insustituible, como señala Erich
    Fromm, o casi insustituible en el proceso de
    personalización. Y aún en el caso en que los
    sustitutos cumplan gallardamente con sus roles, el joven suele
    rechazar esa influencia que reemplaza injustamente a su juicio,
    lo que él vive como abandono de sus padres
    naturales.

    Más destructiva aún de la
    elaboración de una identidad positiva, es la
    situación de tantos hogares de desempleados o de
    subempleados. Allí el adolescente vive el clima sofocante
    de la dignidad herida cotidianamente, de la pérdida
    progresiva de autoestima, de
    la degradación permanente de las más
    pequeñas satisfacciones hogareñas.

    Ambos extremos, la sobreocupación y la des o la
    subocupación, producen en el joven un desdibujamiento del
    rol adulto, y un juicio adverso hacia esa imagen que,
    más allá del rechazo o de la explotación
    más o menos consciente que realice de ella, infunde en
    él una reprobación profunda, una burla a su sentido
    de justicia, que
    difícilmente podrán impulsar procesos de
    identificación positivos y menos consolidar una identidad
    equilibrada.

    Existen, por cierto, padres dialoguistas, abiertos a una
    comunicación que permita al hijo descubrir
    en el adulto las dimensiones señaladas por Harris como
    aquél que va elaborando un "concepto pensado"
    de la vida, capaz de actuar con ecuanimidad, con objetividad y al
    mismo tiempo con alegría, creatividad y
    actitud
    positiva. Si recordamos las categorías del Análisis Transaccional, diremos que un
    padre-Padre (autoritario, super-protector) no permitirá
    madurar a su hijo adolescente, o provocará violentos
    rechazos, como ocurrirá con un padre-Niño
    (permisivo, burlador de normas). En vez
    de un adolescente-Adulto, se afirmará un
    adolescente-Niño, en la pasividad o en el rechazo.
    Sólo un padre y una madre-Adultos, con los necesarios
    componentes residuales de Padre y Niño de toda personalidad
    armoniosa, brindarán al joven el ámbito familiar
    saludable.

    Las estructuras escolares pudieron ser, en tiempos en
    que la profesión docente gozaba de un status digno,
    albergue de figuras positivas de identificación, o por lo
    menos, una ocasión de descubrimiento de rasgos que
    susciten admiración. Es difícil que esos procesos
    ocurran hoy en día: como sucede con los padres, el tiempo
    físico de permanencia de alumnos y profesores en un
    vínculo de auténtica formación, a pesar de
    intentos de ampliación que se han quedado en la planilla,
    se han reducido. Por otra parte, la intrincada cuadrícula
    horaria obliga a los profesores a un vínculo empobrecido y
    maratónico, con breves y esporádicos momentos en
    cada grupo, lo que impide todo vínculo profundo.
    ¿Quién puede conocer a su alumno si, con las
    monstruosas cargas horarias, tiene frente a sí a
    doscientos Jonathan y Karinas, y eso durante los fugaces minutos
    de sus "clases"? ¿Qué chiquilín puede verse
    seducido por alguna identificación, si casi siempre tiene
    frente a sí una imagen de adulto
    huidizo y estresado? La fugacidad y desvalorización de la
    función
    docente lleva al adolescente a buscar sus modelos
    más allá de la familia y de la
    escuela, en los
    frágiles pero peligrosos ídolos de pies de barro
    levantados por la publicidad y los
    medios
    masivos. El marco mediático de la búsqueda de
    identidad fomenta identificaciones precarias, en el estilo de la
    "tinellización" ambiente,
    siempre desvalorizadora de toda actitud tendiente a la madurez
    psicológica y afectiva, exaltadora de una suerte de
    superadolescencia de aparente transgresión del
    statu-quo.

    Sin duda, a pesar de todo, en la familia, en
    la escuela,
    subsisten milagrosamente raros ámbitos de
    personalización. Pero por su subsistencia, a pesar de las
    agresiones a que se ven sometidos, diríamos que rayan en
    lo milagroso. En las condiciones actuales, padres, maestros y
    profesores personalizadores son especies en vías de
    desaparición. No es extraño, cuando a unos y otros
    se les requiere una conducta heroica. No es menos heroica, la del
    padre o profesor que asegura el sustento diario de sus hijos o el
    dictado cotidiano de sus clases. Sin más. Ningún
    gobierno,
    ningún dirigente, tiene derecho a exigir a los ciudadanos
    la constante tensión del heroísmo sin
    claudicaciones. El solo realizar sin desfallecimientos la rutina
    raya, y repetimos deliberadamente el término, en lo
    heroico. Acá lo sorprendente, como decía Fromm, no
    es que algunos enloquezcan, sino que no nos enloquezcamos todos.
    Con las penurias y la aceptación de una condición
    indecorosa, estamos haciendo todos un aporte a la permanencia de
    nuestra sociedad, que
    pagamos con nuestra propia vida.

    En verdad, lo realmente sorprendente es que tengamos tal
    capacidad de soportar esta dura carga de inhumanidad. Si el
    adolescente, aún con estas carencias que
    apuntábamos, y que ciertamente son graves, no presenta una
    personalidad
    más desintegrada, es en buena medida porque todos
    nosotros, padres, abuelos, maestros, profesores, obramos, con
    nuestras falencias, con más o menos felicidad, con
    más o menos tacto, actuamos a manera de paragolpes de las
    conmociones que los rodean.

    El bloqueo de los horizontes laborales cierra más
    dramáticamente aún la perspectiva de una identidad
    consolidada en propósitos de construcción de un futuro deseable. Hace
    diez años, en un Congreso sobre adolescencia realizado en
    Argentina,
    decíamos: "Deberíamos proclamar hacia afuera de
    estas paredes, hacia gobierno y
    pueblo, que es imprescindible que se abran caminos de esperanza y
    de construcción de futuros mejores, porque es
    inhumano mantener a nuestros adolescentes
    en esta situación de alto riesgo,
    exigiéndoles una adaptación conformista". Es
    evidente que hoy nuestros muchachos están mucho peor a ese
    respecto que los de hace diez años.

    El proceso de búsqueda de la identidad encuentra,
    como advertíamos antes, el poderoso impacto de los medios de
    comunicación. En nuestro marco de capitalismo
    dependiente, los medios
    practican un estricto control
    ideológico que en nuestro país es flagrante,
    alimentando el consumismo, la pasividad y la violencia, en
    las antípodas de las propuestas de identificación
    que lleven al adolescente a ideales de participación y de
    solidaridad. El
    mensaje es, por el contrario, despersonalizador, incentiva el
    erotismo inmediatista, no la sexualidad
    saludablemente desarrollada, el consumismo, no el espíritu
    creativo ni la mentalidad empresarial y productiva, la violencia
    descontrolada, catastrófica o terrorífica, no la
    problemática profunda y simple de la vida cotidiana. Todo
    ello tendiendo a hacer, no sólo de los adolescentes,
    sino de todos nosotros, pasivos súbditos del Gran Hermano
    que anticipaba George Orwell, inermes ante una realidad que se
    quiere presentar como incontrolable.

    En cuanto a las estructuras productivas y de empleo, en las
    cuales el adolescente deberá insertarse, tarde o temprano,
    se encuentran, no sólo en crisis, sino en algunos casos en
    plena implosión. La identificación en buena medida
    fatalista que se cumplía de padres a hijos en nuestra
    sociedad
    tradicional, ya no se encuentra, salvo talvez en los extremos de
    la escala social. No
    en estos casos como resultado de un auténtico proceso de
    búsqueda de identidad, sino por un determinismo social que
    lleva a la conservación del statu-quo.

    En las escalas intermedias, la movilidad social es
    raramente ascendente, y asistimos en cambio a una
    pauperización evidente en la otrora pujante clase media,
    por lo que el aspecto fundamental de una búsqueda de
    identidad manifestada en los aspectos vocacionales y
    profesionales, se ve enturbiado y hasta adulterado por un
    condicionamiento perverso que llena al adolescente de
    lógicos miedos e incertidumbre. Hay un pequeño
    síntoma revelador que nos tradujo desde hace más de
    una década, la magnitud de este miedo al futuro: el
    test del
    árbol, interesante test proyectivo
    que utilizábamos en el Instituto Campos y que consiste
    simplemente en el dibujo libre
    de un árbol. Pues bien, los analistas consideran que la
    ubicación del árbol con respecto a un eje vertical
    que divide la hoja en dos partes iguales, nos da la pauta de la
    concepción del tiempo del sujeto: hacia la izquierda, zona
    del pasado; al centro, equilibrio, y
    hacia la derecha, futuro. Debo decir que el 99 % de los árboles
    que he visto trazados por adolescentes están ubicados
    más o menos hacia la izquierda. Como un simbólico
    paso atrás al borde de un abismo terrible, como si
    estuvieran refugiados en un pasado de niños
    que temen abandonar.

    Otra forma de evasión a la elección de
    caminos de futuro se da en el proyecto
    migratorio que, según sondeos, aparece en el 75 % de
    adolescentes y jóvenes. Hablamos de evasión y no de
    análisis de las limitadas ofertas
    laborales, porque buena parte de quienes plantean la
    emigración como proyecto, no
    acompañan su aspiración con una actitud de estudio
    o de preparación profesional que enriquezca sus
    posibilidades. Combinan así la pasividad con la
    ilusión.

    I.2. La sociedad de
    los pares

    Otras características de la adolescencia se
    encuentran también en colisión con las formas de
    socialización que nuestro sistema educativo
    no ha dejado de practicar: el joven vive el predominio de los
    vínculos horizontales sobre los verticales que predominan
    en la infancia. El
    grupo, como afirma Aberastury, conforma un recurso de "comportamiento
    defensivo a la búsqueda de la uniformidad que puede
    brindar seguridad y
    estima personal.
    Así surge el espíritu de grupo, al que tan afecto
    se muestra el
    adolescente".

    El valor de los
    grupos,
    más allá de la necesidad imperiosa que de ellos
    experimenta el adolescente, es variable. Positivo cuando le
    permite afirmar su personalidad, adquirir sentimientos de
    seguridad y aceptación, desarrollar habilidades que le
    ayudarán a una buena adaptación social, infundirle
    sensación de importancia, ayudarlo a liberarse de
    tensiones emocionales y a aceptar críticas y errores,
    aceptar las normas del grupo
    y obligarse a compartirlas. Todo ello favorece su evolución hacia una conducta socialmente
    madura, que crea responsabilidades y se atiene a las
    mismas.

    El grupo tiene connotaciones negativas cuando ahonda las
    diferencias entre el adolescente y los padres, pues encuentra
    fuerza y
    argumentos para enfrentarlos sin diálogo, o
    cuando favorece una acentuación del sentimiento de clase,
    formándose por la posición socioeconómica y
    generando mecanismos de exclusión, o cuando anula la
    personalidad de los más tímidos que no se
    atreven a actuar con independencia.
    La actitud autoritaria o permisiva de los padres incide
    negativamente cuando en el primer caso coarta el aprendizaje
    social del adolescente limitando sus salidas indiscriminadamente
    o impidiéndole reunirse con su grupo. Y cuando la actitud
    es permisiva, la incidencia negativa radica en la dimisión
    del control prudente
    y comprensivo que el adulto tiene el deber de ejercer para
    asegurar al joven un crecimiento armonioso.

    En cuanto a la escuela, el atractivo mayor que le
    encuentra el adolescente radica precisamente en ser el lugar en
    que se encuentra con sus iguales, como los muchachos de la
    Edad Media
    aprovechaban las obligadas concurrencias a misa con el mismo fin.
    De ahí el rol fundamental del docente como animador de los
    grupos para poder cumplir
    mejor su intervención enseñante.

    La necesidad vital de esa interacción horizontal
    no siempre recibe adecuada respuesta en el aula. Más bien,
    seguimos constatando prácticas tradicionales, clases
    frontales y masificación en el tratamiento
    pedagógico y didáctico.

    La sociedad toda brinda posibilidades de socializaciones
    horizontales, explotando comercial y demagógicamente los
    vacíos del tiempo libre a través de los bailes,
    cuya asistencia tiene un promedio de edad de quince años.
    Allí la brecha generacional se vuelve insalvable, pues los
    mayores huyen despavoridos de esos ambientes de luces
    centelleantes y música que resuena
    hasta la médula de los huesos.
    ¡Qué lejos, dicen las abuelas, de los boleros
    susurrados en una suave media luz, de nuestros
    años mozos! En el estruendo de una música que parece
    tecnología
    hecha onda sonora, la
    comunicación verbal no es posible, pero tampoco es
    necesaria: basta la relación física y visual con
    los pares, transformados en siluetas contoneantes, reveladas en
    relámpagos de luces, abrazadas y alejadas en un magma
    humano en el que el yo se funde y desaparece.

    El deporte tal
    como se practica brinda limitadas posibilidades de reales
    socializaciones horizontales, ya que casi siempre desemboca en
    competencia
    regimentada y termina comercializando lo que debería ser
    hecho realmente "por deporte".

    No es nuevo el reclamo social de líderes del
    tiempo libre. Algunas instituciones
    de servicio y
    fundaciones, laicas o religiosas, se proponen el encuadre de los
    adolescentes a través de actividades grupales. Sin duda la
    sociedad en su conjunto está lejos de obtener todo el
    fruto que sería dable esperar de la impresionante creatividad y
    capacidad de entusiasmo de adolescentes motivados. Baste pensar
    en las experiencias litoraleñas de las carrozas
    primaverales de Dolores y Gualeguaychú. Pero nuestras
    sociedades, apenas salidas del modelo
    preindustrial, y ahora en angustioso proceso de involución
    y recesión, ven hasta con inconsciente recelo la
    emergencia de las nuevas generaciones, y aprietan filas para
    mantener el control y el mantenimiento
    del statu-quo, del mismo modo que expulsa a los ancianos,
    privándose de los extremos de transgresión por una
    parte y experiencia por otra, que jóvenes y ancianos
    podrían brindar a nuestro mundo.

    I,3. Una
    sensibilidad que prefiere anestesiarse

    Un aspecto no menos central es el rasgo de la
    adolescencia como "momento de la sensibilidad", como lo llaman
    Leif y Delay. Mucho se ha hablado de las dificultades que
    encuentran los adolescentes para vivir en forma constructiva en
    su marco familiar, ese despertar de su sensibilidad. Los mayores
    se sienten desconcertados ante ese hijo diferente, que dejando de
    ser el niño alegre que conocían, alterna momentos
    de depresión,
    pesadez y torpeza, con otros de exaltación y euforia. Una
    vez más, la crisis familiar dificulta la normal
    maduración emocional del adolescente. Padres apresurados y
    preocupados, pocas veces poseen la disponibilidad y la apertura
    que les permitirá aceptar, escuchar y dialogar. Y eso,
    como decíamos antes, cuando los padres están.
    Porque lógicamente, otras personas posiblemente carezcan
    de la empatía y el afecto imprescindibles para aceptar a
    ese ser en formación, que ya no tiene el encanto y la
    vitalidad infantiles, pero que no es un adulto. Y eso cuando no
    se ve obligado a vivir situaciones a veces en el límite de
    lo inhumano, en que se le echa en cara los horrores de sus
    padres, y se le imponen obligaciones
    desproporcionadas para su edad.

    La educación formal
    brinda un marco ambivalente al desarrollo
    emocional. Si bien por una parte reúne a los
    jóvenes, permitiendo un rico juego de
    interacciones, por otra la rigidez del sistema, la
    prescindencia del docente requerido por inhumanas jornadas de
    trabajo, la cuadrícula horaria más propia de un
    proceso de fabricación en serie que de un lugar donde se
    educa, los contenidos no siempre relevantes, y especialmente,
    todo eso sumado al abandono definitivo de la galaxia Gutenberg,
    hace que los jóvenes se desentiendan de todo lo
    académico, y concentren su atención en los tiempos libres y en las
    comunicaciones
    "clandestinas" con sus pares en el aula. Es cierto que esto
    constituye una clara y justa condena a un sistema que privilegia
    los contenidos intelectuales y olvida que no podrá
    cumplirse con la misión de
    transmisión de conocimientos si no se encara en primer
    término la formación de los
    adolescentes.

    Y eso una vez más, en el marco de una sociedad de
    consumo que ha
    orientado sus intereses comerciales a la conquista del joven, y
    no es extraño que él se sienta adulado y
    comprendido por ésta. La moda, la
    música, las diversiones, se proponen atrapar ese
    público móvil, disponible, ávido de
    identificarse con sus figuras favoritas.

    Por otra parte, es sospechosamente frecuente encontrar
    en avisos televisivos y aún en nuestro incipiente cine, imágenes
    que oponen el mundo del estudio al de las satisfacciones
    primarias. Según los medios, vale más tomar un
    refresco que aburrirse en clase; por otra parte, la imagen que se
    da de los docentes es retrógrada, risible y hasta
    monstruosa. "En la puta vida" reveló que vale más
    ser una prostituta, bella, inteligente y audaz, hacia quien se
    flechó la simpatía del espectador, que una maestra
    incomprensiva que ni siquiera valió la pena mostrar…
    Sería interesante llevar adelante una investigación que ponga en evidencia esta
    guerra que los
    medios hacen, con una impunidad de la cual nos arrepentiremos
    demasiado tarde.

    La fascinación de la pantalla chica permite al
    adolescente evadirse de la realidad, proyectarse en un mundo de
    fantasía, identificarse en la acción sin el
    esfuerzo de la realización de la misma, transportarse a
    otro lugar, sentir los problemas de
    otra gente, convertirse en otro al tiempo que sigue siendo el
    mismo, conectarse a través del espacio a los que
    contemplan el mismo programa. La TV
    reúne imagen y sonido, lo que
    aumenta la magia y la evasión. La música posibilita
    no menos profundamente un auténtico proceso de
    proyección. En efecto, como analizan Leif y Delay, "la
    música ofrece a los ritmos vitales, a las pulsiones, a los
    movimientos afectivos, de cada ser, las posibilidades de una
    profunda acogida que cada cual puede sentir individualmente y que
    concuerda con su intimidad. Además, la música no
    entraña, como generalmente ocurre en el fenómeno de
    la proyección, que los sentimientos volcados en ella por
    los sujetos, sean experimentados por éste como un malestar
    o que él los sitúe fuera de su capacidad de
    asumirlos". Sin entrar en el debate sobre
    el posible efecto liberador de "La Tercera Ola", como la
    llamó Alvin Toffler, el chateo por Internet merecería un
    tratamiento que excluya algunos efectos alienantes del consumo de TV.
    Una vez más "El medio es el mensaje", según el
    aforismo mc-luhaniano, y eso con sus componentes ambivalentes:
    una compensadora presencia de la interacción, una
    embriagadora y casi total ruptura de fronteras espaciales, una
    definitiva relativización del yo.

    Ciertamente todos somos un poco responsables de haber
    dejado casi en las exclusivas manos de los mercaderes, todos
    estos caminos de expresión que permitan al adolescente
    madurar afectivamente, o por lo menos impulsar la
    realización de charlas, discusiones, debates sobre
    cine, TV,
    música, que ayuden a los jóvenes a penetrar en su
    mundo a través de la comprensión del mundo de los
    otros, a analizar sus sentimientos y emociones y a
    encaminarlos hacia las formas más evolucionadas de
    expresión de los mismos. En ese sentido, tal vez el
    proceso más severo a nuestra sociedad de consumo, se
    dirija al modo como se ha erotizado el mundo de los sentimientos
    amorosos, y se ha transformado la hermosa aventura del
    descubrimiento del mundo del sexo en toda
    su dimensión, es decir, la riqueza psicológica del
    "ser mujer" y el "ser
    hombre", no
    reducido a la genitalidad, en un uso y abuso de los elementos
    eróticos, cuando no se cae directamente en la pornografía. Frente a ello, padres y
    profesores mantenemos el abstencionismo de siempre. El
    adolescente no encuentra en la mayoría de los casos, con
    quién hablar de sus problemas, y
    esos problemas son acuciantes. Si lo intenta, se encuentra con la
    represión social, aparentemente superada un siglo
    después de Freud, pero
    hipócritamente presente. La sociedad se mueve en una
    dimensión erótica, pero condena a los que, cediendo
    a su influencia, por desconocimiento real, y por sometimiento
    indiscriminado, una vez más, a los mensajes de los medios
    contra los que no nos decidimos a actuar, sufren las
    consecuencias de su conducta.

    No podemos dejar de señalar, sin extendernos,
    pero poniendo énfasis en ello, que es indispensable que
    abordemos, de una vez por todas, una verdadera educación
    sexual de niños y
    jóvenes, entendida como educación para
    el amor, y
    para la sexualidad
    responsable y plenificante. Una educación, y no una mera
    información, basada en el diálogo,
    en la información objetiva de los hechos, en el
    análisis de los conceptos, juicios y valores sobre
    ese tema.

    Hemos intentado una mirada panorámica sobre el
    modo como las estructuras económicas y sociales influyen,
    las más de las veces en forma negativa, sobre algunas de
    las características que integran de modo
    más señalado, la psique adolescente. Veamos ahora
    cuáles son las respuestas juveniles a tales
    influjos.

    II. Un ataque
    aparente : una defensa elaborada.

    El psiquiatra francés Alain Braconnier
    señala que los conceptos actuales sobre adolescencia han
    cambiado. Desde que se comenzó a prestar atención a este período, con los
    estudios clásicos de Spranger, hasta hace unos treinta
    años, se la consideraba invariablemente como un
    período de crisis fuerte. Sin embargo, en esa
    visión del primer mundo, es posible encontrar,
    estadísticamente, tres grandes grupos: los "armoniosos,
    calmos", que se van integrando sin conflictos
    mayores al mundo adulto, y que constituyen un grupo muy
    importante, más importante de lo que puede parecer a
    simple vista; los que tienen un "crecimiento tumultuoso",
    mostrando a las claras esos rasgos que llamamos clásicos;
    y un "pequeño grupo con mayores dificultades", que pueden
    tener manifestaciones de diferente gravedad, de una
    insatisfacción total, de angustias y respuestas extremas
    con drogas, fugas
    y aún suicidio.

    La percepción
    empírica vulgar, aún en Francia,
    indica, según sondeos de población realizados, que un 87 % considera
    a la adolescencia como un período difícil, y por lo
    tanto sólo un 13 % no lo ve así. Es muy revelador
    en este terreno, realizar paralelos con lo que ocurre entre
    nosotros. Parece posible extrapolar estos datos, y afirmar
    que también en el Uruguay, el
    porcentaje de adolescentes con conflictos
    graves es pequeño, por más que los comentarios y
    los medios de
    comunicación tiendan a hacer pensar que su
    proporción es mayor.

    Ciertamente, las respuestas que ofrecen los adolescentes
    a la situación en que viven, no son homogéneas,
    aunque reconocemos en todas ellas los grandes perfiles del
    período. Digamos que ante la magnitud de las conmociones
    que afectan toda la existencia familiar y social, encontramos que
    la respuesta más frecuente del adolescente a ese mundo en
    el que esperamos que se integre, pero en el que le negamos un
    hábitat humano, es de una pasividad que nos empecinamos en
    traducir en forma voluntarista como aceptación. A modo de
    aquellos grandes movimientos de masas que impulsara el Mahatma
    Gandhi en la lucha de la India contra
    el imperio inglés,
    en que a la violencia institucionalizada del ocupante se
    oponía la resistencia
    pasiva, del mismo modo una enorme proporción de
    adolescentes responden a nuestra violencia institucionalizada con
    una pasividad desarmante. Claro que ella no tiene el sentido
    conscientemente político de los hindúes de Gandhi,
    sino que es un mecanismo de defensa tan sólidamente
    montado, que los esfuerzos de aquellos adultos que queremos de
    verdad que surja de los jóvenes un impulso positivo, se
    estrellan una y otra vez. Esa pasividad, de la que se quejan
    padres y profesores sin llegar a quebrantarla, es justificada por
    el propio adolescente cuando se le plantea, en grupo o
    individualmente, que la analice, como la única respuesta
    posible ante un mundo incontrolable. "¿Para qué te
    vas a calentar si sabés que tus padres no te pueden mandar
    a la Universidad?"
    "¿Qué ganás con romperte todo estudiando, si
    después no tenés trabajo?" Ni que hablar que el ya
    mencionado enciclopedismo e intelectualismo, así como la
    crisis general del sistema de Educación Media, no
    facilitan las cosas.

    Excedería el marco de nuestra reflexión,
    el hurgar las raíces profundas de esta respuesta
    generacional: ¿Derrota anticipada ante un mundo
    ingobernable, sin perspectivas, y en el que en definitiva no vale
    la pena vivir? ¿Angustia existencial ante la anomia social
    y la carencia de referentes éticos?

    La acentuación del catatrofismo en los medios de
    comunicación alimenta también esa pasividad, al
    mostrar al mundo como incontrolable, induciendo a la
    conclusión de que lo que impera es el caos. No es raro
    entonces que en los más débiles, en los más
    conformistas de nuestros adolescentes, se manifieste con tanta
    fuerza ese
    rasgo que puede llegar a constituir un verdadero fatalismo. Y
    aquí, con los demás grupos que analizaremos
    más adelante, las fronteras no son claras. Todos
    están más o menos influidos por ese estado de
    espíritu; es notorio, todos lo hemos constatado,
    cómo el buen estudiante se va "acusado" de "loro" o de
    "chupamedias", cómo uno o dos líderes negativos
    pueden lograr ausentismos colectivos aleatorios, o aplastar el
    ánimo de los que quieren superarse, con la
    colaboración de los tibios. Una profesora, madre de una
    alumna, me contaba que su hija le había respondido, ante
    sus instancias a que se pusiera a estudiar: "Ni loca,
    ¿querés que quede regalada delante de mis
    compañeros?" ¡Cuántos profesores noveles,
    entusiasmados con su tarea, se sienten impotentes ante estos
    alumnos huidizos y aparentemente inabordables!

    Dentro de este grupo surgen actitudes
    más extremas que pueden llevar al adolescente al
    aislamiento y a una suerte de parálisis mental y
    física lindando con el autismo. Sin
    confundir esta situación, que ya es patológica, con
    el natural deseo de soledad del adolescente que necesita estar
    "consigo mismo", o aislado con sus auriculares y su walk-man
    aún en medio de la muchedumbre, lo cual es normal,
    frecuente y en alguna medida necesario.

    El mecanismo de defensa de la pasividad puede
    transformarse en respuesta violenta, lo cual no es sino una forma
    agresiva de la defensa y aparece en mucha menor proporción
    de la que los medios parecen complacerse en subrayar, y
    aún de lo que las tremendas tensiones que sufre el
    adolescente podrían implicar. Esa violencia se manifiesta
    en el acto delictuoso o simplemente destructivo, que generalmente
    es cometido al amparo de una
    pandilla. En ella se reúnen adolescentes que tienen
    características de inadaptación. Recordemos sin
    embargo, que decir inadaptado no es decir antisocial: el
    adolescente rechazado en la familia o en la
    escuela, necesita de la pertenencia como la necesita el normal.
    El barrio tiene gran importancia, en especial cuando se trata de
    ámbitos marginales hacia los cuales convergen los
    cinturones de exclusión de las ciudades. El adolescente
    inadaptado como el normal necesita aprobación, pero
    necesita además deslumbrar a los pares y descargar una
    agresividad más o menos acentuada. Y el grupo le
    proporciona los medios pues abate las inhibiciones y suprime la
    espera; del pensamiento,
    se pasa directamente al acto a cual más "audaz": rotura de
    focos, daño a la propiedad,
    agresión a personas, etc.. Estudios realizados muestran
    que con frecuencia, una vez que la pandilla entra en conflicto con
    la policía, ésta se convierte en su blanco
    preferido, y hay toda una actividad destinada a desafiar a la
    autoridad, sea
    planificando acciones
    más osadas, o más sutiles, en un juego entre
    delincuencia y
    demostración de poder que en
    general lleva a la banda delictiva.

    Por este juego de fronteras confusas entre los diversos
    grupos de adolescentes, un joven de conducta predominantemente
    pasiva, puede volverse circunstancialmente violento a influjos
    del alcohol que
    disminuye su incipiente autocontrol. El alcoholismo
    juvenil es un fenómeno insuficientemente estudiado y
    atendido, y su origen está entre otros factores en la
    liberalización de las costumbres sin una adecuada
    educación a la vida sana y plena, el permisivismo parental
    y la conducta abusiva de los clubes sociales y deportivos que
    venden alcohol sin
    control a los adolescentes. Como la música estruendosa, el
    alcohol es un refugio que se ha facilitado por las razones que
    apuntábamos antes, y el machismo aún imperante en
    nuestras sociedades le da un justificativo y un atenuante
    hipócritamente comprensivo. El adolescente pasivo
    encuentra en el alcohol las fuerzas que le faltaban para salir de
    la resistencia
    pasiva; y así se originan los destrozos y aún los
    accidentes
    graves a la salida de los bailes juveniles. Cierto es, por
    supuesto, que el propio grupo puede actuar con un efecto
    embriagador que borra los límites de
    lo lícito en condiciones normales. No les hizo falta
    alcohol a los chiquilines de la pedrea, para sentirse protegidos
    por sus propias pulsiones.

    Hemos mencionado las fugas como otra de las respuestas
    del grupo que llamaríamos activo dentro de los
    predominantemente pasivos. En algún episodio ocurrido en
    el Liceo, concretamente cuatro muchachas que protagonizaron una
    fuga, algunas de ellas con muy graves problemas familiares, todas
    con una convivencia empobrecida por el alejamiento físico
    de sus padres, se vuelcan al interior del grupo a compartir sus
    problemas. Esa conversación en circuito cerrado produce un
    aumento de potencial. Y cuando la carga se vuelve insoportable,
    las resistencias
    estallan y aparece la exteriorización: una fuga en la que
    fueron evidentes los elementos de espectacularidad y la
    búsqueda del llamado de atención junto a una gran
    ingenuidad en la solución final que hizo que una
    excursión que empezó planeada como una huida al
    exterior, terminara como una visita secreta a la abuela de una de
    las chicas, en un pueblito ubicado en dirección contraria a las rutas
    internacionales.

    Las relaciones sexuales precoces, muchas veces
    culminadas en embarazos, encuadran también en la
    problemática de este grupo de adolescentes, con el
    agravante de transformar en padres a una pareja que recién
    comienza a vivir, cuando no, como suele ocurrir, sólo la
    niña asume su maternidad, por dimisión del padre, o
    hay maniobras abortivas cuya culminación sin riesgo
    depende en gran medida de la condición social de la
    familia de la chica. No abundaremos en el embarazo de
    las chicas muy pobres, quienes lo consideran, según
    aparece en las investigaciones
    realizadas, como una afirmación de status, y una suerte de
    rito de transición a la adultez, estimado y valorizado
    como tal.

    El suicidio logrado
    es felizmente muy poco frecuente. Pero los intentos son
    numerosos. Más de lo que creemos, por lo menos como
    propósito en vías más o menos avanzadas de
    ejecución. En los casos que enfrenté y según
    estudios realizados, siempre el intento está vinculado a
    una grave problemática familiar, y el acto adquiere el
    significado de un gran reclamo de atención y
    cariño, al tiempo que aparece un propósito de
    castigo a los mayores por su actitud interpretada como
    abandono.

    De todos modos, los sentimientos apocalípticos,
    que no esperaron al tremendo episodio de las Twin Towers para
    manifestarse, revelan una secreta pero fuertemente presente
    tendencia suicida: el culto a la velocidad, la
    búsqueda del peligro, el atractivo de la droga y del
    alcohol, llevan al paroxismo esa reacción de
    negación de la acción que está latente en la
    pasividad, y que en definitiva no es sino una suerte de muerte lenta.
    En las mezclas
    mortíferas que los chiquilines ingieren, ya no se trata de
    la búsqueda de "viajes" o de
    "paraísos artificiales", sino de una desaprensión
    autodestructiva, sostenida por la indefinición entre
    existencia real y realidad mediática, tan
    paradigmáticamente vividas ambas como
    virtuales.

    ¿Cómo no percatarse que la suma de rasgos
    reseñados : la falta de respuesta de la institución
    liceal a los rasgos constitutivos de la adolescencia, la crisis
    general del sistema y el bloqueo que la sociedad uruguaya impone
    a sus jóvenes, puedan producir consecuencias como las del
    desgano crónico o las explosiones puntuales? Es prueba de
    desesperante miopía psicológica y social, el
    formular fáciles palabras de condena. Y esto no implica
    justificar cualquier exceso que puedan cometer algunos
    estudiantes, pero sí la obligación de
    entender y la aún más perentoria exigencia
    de impulsar cambios reales en todos los niveles.

    Como veíamos en las afirmaciones de Braconnier,
    existen, aún en nuestra situación presente,
    adolescentes que se integran sin conflictos aparentes, aceptando
    las reglas de juego que se les imponen, y al mismo tiempo capaces
    de forjarse un lugar que les permita a la vez insertarse en el
    mundo adulto y realizarse a sí mismos con mayor o menor
    plenitud. Hay, y no son tan pocos, jóvenes que logran
    cumplir con éxito
    sus exigencias curriculares, aprovechar todo ámbito de
    participación, organizar actividades artísticas,
    sociales, políticas,
    deportivas, recreativas. ¿Y qué mejor ámbito
    podemos imaginar para integrar a los adolescentes
    problemáticos, que los espacios que los propios
    jóvenes crean, o por lo menos, animan y hacen
    crecer?

    Cuando damos la palabra a los muchachos en este tema, su
    mensaje central es: "Ayúdennos a ser nosotros mismos".
    "Dennos un mundo más humano, más justo; ése
    es su papel,
    más que hablar de nosotros."

    Ése es nuestro desafío, y no hay mayor
    compromiso para un docente que el de buscar y recorrer y
    reafirmar en la educación,
    vías que den respuesta a las necesidades de los
    jóvenes y esperanzas a la sociedad toda.

    III. Un camino
    posible: El Proyecto Personal del
    Alumno

    No es posible predecir el futuro. Pero, glosando el
    "Aprender a Ser", diremos que se pueden inventar porvenires. Es
    posible profundizar líneas de reflexión, e intentar
    nuevos caminos. Uno de ellos, que nos parece fuertemente fundado
    en el diagnóstico que acabamos de esbozar, que
    responde a las necesidades psicológicas y educativas del
    adolescente, y que reúne experiencias válidas
    efectuadas en Francia y
    entre nosotros, es el Proyecto Personal del Alumno, que
    expondremos en futuras entregas.

    El proyecto personal del alumno se vincula con una
    realización que permite hacer evolucionar representaciones
    que de otro modo están destinadas a reproducirse sin
    modificación bajo la influencia de determinaciones
    sociales complejas.

    Cuando el muchacho o la chica afirma muerta de risa "Yo
    no sé escribir", lo grave no es que no lo sepa: lo grave
    es que parezca no importarle. Si esa situación se da, es
    porque no existe una representación identitaria positiva,
    una percepción
    de la importancia de esta etapa de su vida como un período
    sin retorno en el que debe atesorar competencias.

    Es muy posible que el marco de situación que
    planteábamos antes, lo/la haya llevado a esta forma
    suicida de fatalismo intelectual. Si nuestros alumnos piensan
    así, nuestra primera obligación es la de atender
    este gravísimo síntoma, como para un médico
    lograr, antes que nada, que sus enfermos quieran
    vivir.

    Elisa Lockhart

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    REYES, Reina, Para qué futuro educamos,
    Montevideo, Editorial Alfa, 1971.

    Elisa Lockhart de Vuan

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