- Esbozos
espinozianos. - La crítica de la
sensualidad en el empirismo trascendente de
Hume. - El proyecto ilustrado: Dominio
del mundo vs. Comprensión del mundo (hypothesis non
fingo). - El ocaso del
superhombre.
I. Spinoza y el análisis de las pasiones.
¿Puede alegrarnos una injusticia? Definamos
primero los términos: podemos tomar "justicia" en
un sentido externo, como orden establecido, o en su sentido
más propio, el interno, que hace que aquélla se
corresponda indefectiblemente con un sentimiento de
satisfacción moral. La
injusticia sería su opuesto, a saber, una pasión
acompañada invariablemente de un sentimiento de
insatisfacción moral.
Dicho esto, alguien podría objetar que uno se
alegra a menudo de cosas injustas, pero hablar así me
parece jugar con las palabras. Si nos alegramos de tales cosas es
porque, en el fondo, las consideramos justas, esto es: porque
puede más en nosotros el sentimiento de poder que el
de impotencia. Algo es bueno porque nos gusta, no nos gusta
porque es bueno. Otro tanto ha de predicarse de la justicia.
Para Spinoza no existe contradicción real en las
pasiones, sino que el análisis de sus causas generatrices nos
revela que aquélla es estrictamente nominal. No hay que
aceptar, pues, que puedan darse al mismo tiempo el
sentimiento de justicia y el de tristeza, como cuando se
experimenta algo así como el "arrepentimiento". En todo
arrepentido, según este planteamiento, habría un
hipócrita o un impotente. En todo "malvado" que gozase
haciendo el mal (y el mal para Spinoza no es otra cosa que la
ausencia de bien), un estúpido y un ignorante.
La virtud procede de la misma fuente que el vicio: la
pasión. Es la acción la que nos mueve hacia la
ética,
la que posibilita la conversión de las pasiones en
acciones y, en
definitiva, la que propicia la convergencia perfecta de los
planos estético y ético. El caso contrario, el de
la escisión entre estética (pasión) y ética
(acción), con su consiguiente necesidad de guardar las
apariencias, será problematizado por el psicoanálisis freudiano.
II. "No sabemos lo que puede un
cuerpo".
La división radical entre cuerpo y alma aparece
en Sócrates
por primera vez; el alma es el arjé socrático, el
cambio que no
cambia, el ideal de inmortalidad que observa el devenir del
cuerpo en el mundo, etc. Para Spinoza no existe tal arjé,
no hay un observador inmóvil ni se lo presupone, ya que (y
esa es la tesis
fundamental que recorre toda la Ética) los cambios en el
cuerpo, léase: las pasiones, se corresponden
geométricamente con los cambios en el alma.
Eso no significa que podamos reducir el alma al cuerpo.
El alma sería el cuerpo considerado como unidad de
acción, siendo el hombre
virtuoso aquel cuya alma es capaz de convertir las pasiones en
acciones, de
hacer valer su fuerza, de
generar sus propios valores.
Spinoza no orienta el alma hacia el cuerpo "in actu", hacia lo
finito, sino hacia lo infinito, esto es, hacia Dios (el amor
intellectualis). El cuerpo, a su vez, no ha de ser tomado
históricamente, como devenir (en Sócrates,
p.ej.), sino sub specie aeterni, como posibilidad continuamente
abierta.
Las posibilidades son infinitas en tanto que no se
establece un límite radical entre la sustancia, los
atributos y los modos, entre el creador y lo creado. Para Spinoza
no hay emanación, sino inmanencia de todo con todo.
Atributos y modos son expresiones de la sustancia, que, siendo
infinita, no pierde dignidad en su trasvase. La idea de un
infinito trascendente, como ya observara Hegel, es
contradictoria, porque supone segregar lo infinito de lo finito,
lo que hace que lo infinito no sea tal (pues excluye a lo
finito).
En este esquema conceptual la muerte
sólo se admite como ausencia de vida, del mismo modo que
el mal sólo existe como privación de bien. Pero no
hay tal cosa como una "nada" o un anorreamiento, ya que, en la
sucesión de causas y efectos, el presente está
inextricablemente unido con el pasado y el futuro. Así,
Spinoza recupera el sentido clásico de inmortalidad: "es
inmortal aquel que en vida fue capaz de hacer y pensar muchas
cosas".
2. La
crítica de la causalidad en el empirismo
trascendente de Hume
El tema central de la Enquiry de Hume es la
relación de causalidad o, lo que es lo mismo, su
problematización metafísica. Desde los orígenes de la
especulación hasta los tiempos del autor, la
correlación que parecen manifestar todas las cosas entre
sí había sido interpretada como un signo
inequívoco de la coherencia de la naturaleza. El
orden en ella imperante, del que el hombre, en
comunión con los demás seres, formaría
parte, tenía que proceder, pues, o bien de un primer
motor o causa
primera (Aristóteles), o bien ser inmanente al
mundo, tomado como unidad sustancial (Giordano Bruno, Spinoza), o
bien derivarse de una razón suficiente (Leibniz). La tarea
de Hume será demostrar, negativamente al menos, la
inexistencia de una causa primera, la trascendencia de toda
proposición fáctica (esto es, la imposibilidad de
aprehender la realidad en sí) y la insuficiencia de
cualquier razón ordenadora que pretenda pasar por
universal.
Hume establece como principio general el carácter a
posteriori e injustificable de la relación causa-efecto.
Si el orden de las ideas se deriva del de las impresiones, y las
verdades apodícticas son, al cabo, tautologías,
deducimos que éstas no son capaces de reflejar la realidad
objetivamente, ni aquéllas pueden lograr el valor de
verdad más que de un modo convencional o intersubjetivo.
Las causas y los efectos son, para Hume, simples divisiones
imaginarias que el hombre
traza sobre el mundo, a modo de meridianos y paralelos, con el
fin de lograr en él cierta capacidad de acción. No
es, entonces, la causa la que genera el efecto, como nos
enseña la razón práctica, sino que es el
mismo efecto el que, retrotrayéndose por la fuerza de la
Costumbre, se convierte en causa abstracta. Apunta Hume al "giro
copernicano" de Kant al
despreciar aquellas formulaciones oscuras sobre los entes que,
sin embargo, descuidan el estatuto del sujeto, al que equiparan a
una cosa más de la naturaleza. El
sujeto en Hume, por el contrario, es fenomenológico,
inmanente, carente de cualidades, compuesto tan sólo por
las relaciones que establece con la realidad; una realidad, dicho
sea de paso, puramente subjetiva, construida siempre de nuevo y
sin más fines que serle útil al sujeto en cada
momento.
Concluimos. La crítica de Hume no sólo
apunta a la metafísica, sino a la misma ciencia, que
basa la certeza de los enunciados en su verificación
empírica (esto es, en el grado de repetición de lo
previsto por ellos), sin reparar en que es la experiencia la que
sostiene al razonamiento y no a la inversa. No es que los hechos
confirmen una teoría,
sino que la conforman efectivamente desde el momento en que son
tomados como reglas para otros hechos, hechos cuya regularidad
nadie –excepto la regla- nos asegura. El sustrato de la
racionalidad es la irracionalidad, lo inarmónico, lo
caótico. Todo lo que no sea un hecho perece en su propio
discurso, pero
el hecho puro es inaprehensible, luego la única salida
(¿racional?) del hombre es la
ataraxia y la resignación irónica ante los
acontecimientos.
3. El proyecto
ilustrado: Dominio del mundo
vs. Comprensión del mundo (Hypothesis non
fingo)
El sistema de
Newton se
opone al principio de inercia de Galileo, que sin embargo asume
de forma inconsistente. Pues, ¿cómo puede
conciliarse la inercia, que es un principio pasivo de los
cuerpos, con la gravedad o el poder de
atracción, que son principios
activos? Newton lo
intentó infructuosamente mediante su teoría
del éter, que pretendía explicar la
transmisión de las fuerzas mediante la
consideración física del
vacío entre los cuerpos.
Pero volvamos a Euler y a su defensa del espacio
newtoniano. En el párrafo
nueve de sus "Reflexiones sobre el espacio y el tiempo" pone el
siguiente ejemplo:
"Supongamos, a fin de fijar mejor nuestras ideas, que el
cuerpo A está en un agua estancada
y que, mientras permanezca en el mismo lugar, permanecerá
también en la misma vecindad con las partículas de
agua que le
rodean, rigiéndose este cuerpo igualmente por la regla
matemática
como por la metafísica. Pero supongamos ahora que el agua
empieza a correr. Según la regla matemática, el cuerpo permanecerá,
no obstante, en el mismo lugar, a menos que sea arrastrado poco a
poco por la fuerza del agua. Según la regla
metafísica, este cuerpo debería seguir el movimiento del
agua para mantenerse en vecindad con las mismas partículas
de ella que le habían rodeado anteriormente. En este caso,
por tanto, la regla extraída de la metafísica ya no
será conforme a la verdad".
Según Euler la metafísica leibniziana
admitiría cambios sin movimiento
(cuando el cuerpo se mantiene en el "lugar inicial" pero cambia
la disposición de las partículas en torno a
él) y movimientos sin cambio (cuando
el cuerpo mantiene la misma relación con las
partículas que le rodean al seguirlas en la corriente).
Pero eso es una falacia, porque ¿cómo podemos decir
que el cuerpo se mantiene en el "lugar inicial" cuando el estado de
cosas de ese lugar ha sido alterado? ¿se trata del mismo
"lugar" o, por el contrario, de uno totalmente distinto,
según la perspectiva de la mónada? Y, por otro
lado, aunque en el segundo caso, en el que el cuerpo es
arrastrado por la corriente, éste mantenga la misma
relación con su entorno más inmediato (las
partículas de agua), ¿podrá decirse lo mismo
respecto el lecho del río y el resto del mundo
circundante?. De ningún modo, a no ser que consideremos
que el universo puede
ser empujado en el vacío por Dios para después ser
frenado en seco, como proponía Clarke en su
polémica con Leibniz. Pero, ¿qué nos obliga
a admitir la existencia de ese vacío circundante?; y,
sobre todo, ¿qué razón suficiente
tendría Dios para actuar así?. Los puntos
matemáticos y el espacio absoluto de Newton
vendrían a ser, pues, meras abstracciones o redes conceptuales para
atrapar una realidad que no se molestan en penetrar y que
distorsionan al considerar parcialmente.
Ésa es la actitud propia
de la
Ilustración: el reduccionismo, la limitación de
la realidad a su manifestación presente y el olvido de su
dimensión potencial: futura o histórica. Forma
parte de la escatología ilustrada el anhelo de predecir
con la máxima exactitud todo cuanto acontece en el mundo,
pero nadie puede eliminar la historia sin destruir al
mismo tiempo el pensamiento y
la acción que la engendran. Es en d’Holbach donde
mejor se aprecia el falseamiento de la filosofía anterior,
pues vemos que toma de Spinoza la unidad e infinitud de la
sustancia, que no conoce el azar, pero sólo en su
dimensión extensa, olvidando la cognoscitiva (de nuevo,
desprecio hacia la metafísica y hacia todo lo que pueda
suponer una textura abierta en el pensamiento).
Al mismo tiempo, toma de Leibniz la fuerza de la materia,
olvidándose del principio de razón suficiente y
convirtiéndola en tendencia sin dirección, algo contradictorio a todas
luces. Y así llega a las siguientes conclusiones
dogmáticas (Sistema de la
Naturaleza):
"Los hombres se equivocarán siempre, cuando
abandonen la experiencia en favor de sistemas
originados en la imaginación. El hombre es obra de la
Naturaleza: existe en ella, está sometido a sus leyes y no puede
liberarse o salir de ella ni siquiera por el pensamiento. En vano
su espíritu quiere lanzarse más allá de las
fronteras del mundo visible; siempre se verá obligado a
regresar. Para un ser formado por la Naturaleza y circunscrito a
ella, no existe nada más allá del gran todo del que
forma parte y a cuyas influencias está sujeto. Los seres
que se suponen más allá de la Naturaleza o
distintos de ella serán siempre quimeras de las cuales no
nos será jamás posible formarnos ideas verdaderas,
ni del lugar que ocupan, ni de su manera de actuar. No hay ni
puede haber nada fuera del recinto que contiene todos los
seres.
Que el hombre cese, pues, de buscar fuera del mundo en
el que vive seres que le procuren la felicidad que la Naturaleza
le niega. Que estudie esta Naturaleza, que aprenda sus leyes, que
contemple su energía y el todo inmutable del que
actúa, y que se someta en silencio a las leyes de las que
nada puede sustraerlo. Que consienta ignorar las causas que
están envueltas en un velo impenetrable para él.
Que soporte, sin murmurar, las sentencias de una fuerza universal
que no puede volver sobre sus pasos, ni puede apartarse
jamás de las reglas que su esencia le impone".
No encontramos, hasta Marx, a nadie
capaz de conciliar la perspectiva materialista y la dinámica o histórica. El hombre es
visto como una cosa más o disuelto en el universo
monádico, que actúa sin su concurrencia. Tan
fútil resulta la virtud en esa tesitura que La Mettrie
puede afirmar en "El Hombre Máquina":
"¿Qué les hacía falta a Canus
Julius, a Séneca, a Petronio, para cambiar su intrepidez
en pusilanimidad o en cobardía? Una obstrucción en
la aurícula, en el hígado, un embozo en la vena
aorta".
Finalmente llegamos a Hume y a la crítica de la
causalidad, que propició el giro copernicano de Kant hacia el
idealismo.
Comenta Husserl al respecto (La idea de fenomenología):
"¿Debo decir que sólo los fenómenos
están verdaderamente dados al que conoce, y que nunca
jamás transciende éste el nexo de sus vivencias; o
sea, que sólo puede decir con auténtico derecho:
'Yo existo; todo no-yo es meramente fenómeno y se disuelve
en nexos fenoménicos'? ¿Debo, pues, instalarme en
el punto de vista del solipsismo? ¡Dura exigencia!
¿Debo, con Hume, reducir toda objetividad trascendente a
ficciones que pueden explicarse por medio de la psicología, pero que
no pueden justificarse racionalmente? Mas también
ésta es una ruda exigencia. ¿Acaso la psicología de Hume no
trasciende, como toda psicología, la esfera de la
inmanencia? ¿Es que, bajo las rúbricas de
"costumbre", "naturaleza humana" (human nature), "órgano
sensorial", "estímulo", etc., no opera con existencias
transcendentes (y transcendentes según confesión
propia), cuando su meta es rebajar al grado de ficción
todo trascender las "impresiones" e "ideas"
actuales?".
¿Cuál fue la aportación de la
Ilustración? ¿Tuvo ideas propias o
bien se limitó a mutilar y radicalizar las ajenas?
¿Nos libró de prejuicios o abrió la veda a
la irracionalidad? ¿Dignificó al hombre o
abortó el proceso de
divinización de éste que venía
incubándose desde el Renacimiento,
convirtiéndolo en objeto de sí mismo (pues eso y no
otra cosa es el sujeto) y en lobo para el resto? Son preguntas
abiertas.
Sócrates pasó su vida buscando a Dios.
Nietzsche
transcurrió la suya haciéndonos creer que esperaba
al superhombre, anunciándolo como su profeta. El
superhombre, me pregunto, ese cínico-epicúreo tipo,
de alma estoica, que engendraron sus lecturas de Luciano,
¿es un ideal alcanzable por la humanidad o más bien
un artificio antropoteológico, un falso as?
Aclarémoslo de una vez. El verdadero enemigo de
Nietzsche,
hombre bienestante de día y malpensante de noche, no era
el cristianismo,
sino el proletariado. Parece evidente que el de Rocken
temía un resurgir religioso en las masas socialistas, algo
que en parte ya se estaba dando. Fue Nietzsche y no otro el que,
preocupado, y haciéndose eco de Dostoievski, dijo que el
anarquista le recordaba demasiado al cristiano
primitivo.
De modo que el superhombre no es anarquista, porque no
puede llegar a los más. Y no deben entenderse de otra
manera el elogio idealizante y la definición clasista que
hace Nietzsche del hyperanthropos como aristócrata moral.
Lo opone a sus dos contrafiguras: la plebe, estúpida por
naturaleza primera, y "los compasivos", estúpidos por
naturaleza segunda. Naturaleza segunda, es decir, moral.
Estúpidos, es decir, cristianos. La moral del
esclavo, el esclavo de la
moral.
Así, pues, ¿qué es el superhombre?
El superhombre no es nada. O, lo que es lo mismo, es cualquier
cosa. Basta con desproveer al término virtud de todo
significado para convertirlo en acomodaticio. Y el superhombre es
acomodaticio.
Por sencillo que parezca, esto la crítica actual
NO LO VE, o, si lo ve, NO LO DICE, y se entretiene en
exégesis alambicadas sobre la voluntad, lo trágico
y el sexo de los
ángeles. Tal vez, creo, porque sus intereses son los
mismos que los del autor comentado: echar jarros de agua
fría sobre la religiosidad, que aglutina las masas;
constituir al individuo como una burbuja sobre el vacío;
eliminar, en fin, la última barrera de escrúpulos
que nos quedaba.
Sócrates se equivocaba: nadie nos enseña a
ser malos. Nietzsche, el anti-Sócrates, nos hizo cometer
el mismo error: la vida y el devenir no son inocentes.
No hay superhombre en Europa, pero en
África hay superhambre
B. de Spinoza. Ética.
G. W. Leibniz / S. Clarke. La polémica
Leibniz-Clarke.
L. Euler. Reflexiones sobre el espacio y el
tiempo.
D. Hume. Enqury concerning human
understanding.
J.O. de la Mettrie. El hombre
máquina.
Barón d'Holbach. Sistema de la
naturaleza.
E. Husserl. La idea de fenomenología.
F. Nietzsche. Aurora.
F. Nietzsche. El ocaso de los
ídolos.
Daniel Vicente
irichc23[arroba]hotmail.com
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