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Ocho lustros y medio




Enviado por irapavilo



    1. Premios
    2. Mi infancia: un
      corredor
    3. La Salle y el
      callejón
    4. Berta, Enriqueta y Roberto
      José
    5. Las travesuras en la
      Católica de Jesuitas
    6. Al encuentro de
      Dios
    7. La difusión de la
      palabra del Señor
    8. Candela y
      terremoto
    9. Los
      astronautas
    10. La política en
      la UCAB y el equipamiento de barrios
    11. París: en busca
      de mí mismo
    12. Encuentro con la
      cultura
    13. La reforma del estado
      del Estado
    14. Destino: la
      Intolerancia
    15. La ternura
      descubierta
    16. La Gran
      Venezuela
    17. Europa a
      dúo
    18. Guaridas
      provisionales
    19. La
      Industria
    20. Dos hijos de
      postín
    21. Oxford: La
      Cátedra Andrés Bello
    22. Combate contra la
      envidia

    Premios

    Las autobiografías tienen el mismo problema:
    o son "memorias",
    en el sentido más burocrático del término
    o son novelas o son
    cualquier cosa y vaya usted a saber qué, como la
    mía…

    Fernando Savater

    Lo peor de los sentimientos es que carecen de
    sentimientos. Al menos, cuando se trata de buscarles una
    mínima explicación, ya sea ante otra persona, o en
    ese silencio confuso en el que nos hablamos a nosotros mismos.
    No es fácil verbalizarlos, resulta difícil
    encerrarlos en la jaula de una oración; ni los
    más hábiles aciertan al cien por cien al tratar
    de atraparlos en un círculo, más o menos
    lógico, y por tanto, controlable, del lenguaje
    humano.

    Braulio Llamero

    Defiéndeme, Señor del
    impaciente,

    Apetito de ser mármol y
    olvido

    Defiéndeme de ser el que he
    sido.

    Jorge Luis Borges

    Introducción

    Me he quedado solo en casa; sería un buen
    momento para inspeccionarla.

    Salvador Pániker

    Poco y mucho dicen estos recuerdos, añoranzas,
    afectos y circunstancias: son lo que son, nada más,
    inspeccioné mi casa, encontré lo de siempre y
    también lo nunca visto, oído,
    sentido, palpado, olido: humo, fuego, cenizas de muerte, vida y
    resurrección.

    MI INFANCIA: UN
    CORREDOR

    La infancia es el
    sueño de la razón.

    Rousseau

    Rudyard Kipling cuenta que su primer recuerdo de
    infancia fue: "el de un amanecer, su luz y su color y el dorado
    y rojo de unas frutas a la altura de mis ojos". La exclusiva
    luz crujiente
    fue el recuerdo más lejano de Antonio Colinas,
    después vendrían otras:"… fogosas, luces de
    oro, luces blancas y espesas, luces verdosas o hasta temibles
    luces negras". Luis Britto García confiesa que su primer
    recuerdo fue: "la vista de una quebrada de automóviles
    herrumbrados en San José del Ávila."

    En mi caso, estiro los brazos y la memoria, lo
    más que puedo, hasta que duelen, para recoger un
    mojón duro, pequeño, de mi hermano Alfredo, quien
    en una de sus flojeras vitales y no intestinales, dejó
    abandonado debajo de una de las camas de nuestro cuarto. Este es
    mi primer y más remoto recuerdo de casa, habitación
    y hermanos compartidos: primero uno, luego dos
    fratellí durmiendo conmigo en cuartos de
    pequeñas y estrechas casas de la Parroquia San José
    de Caracas. Esa comunidad
    familiar impuesta pero necesaria, me confirmó desde muy
    pequeño que la convivencia es siempre más
    difícil que la soledad: una luz prendida más
    allá de la medianoche, un ronquido, un llanto quedo, una
    masturbación furtiva, un entendimiento a dos para joderme,
    eran conductas y situaciones comprensibles entre nuestros siete y
    dieciocho años de edad.

    Ni Alfredo ni yo conocíamos el valor
    simbólico de aquel pequeño mojón,
    sería el regalo más valioso que mi hermano me
    daría en su vida; tiempo
    después leyendo lo escrito por Sigmund Freud, en
    1917, me enteré que:"el niño no experimenta
    repugnancia alguna por sus excrementos, a los que considera parte
    de su propio cuerpo, se separa de ellos contra su voluntad y los
    utiliza como primer regalo a aquellas personas a las que aprecia
    particularmente." Gracias atrasadas Alfredo por tu infantil y no
    reconocida distinción.

    Mi infancia, como toda infancia presumo, pasó
    rauda, a millón, con mis hermanos y a pesar de ellos,
    protegida por un abuelo y una abuela diseñados para la
    ternura, ambos vivieron y murieron prodigando amor en
    aquella, la llamada por nuestros vecinos: La casa de
    dios.

    Mi abuela era más feliz dando, regalando que
    recibiendo. Vivimos muchos años en casa de los abuelos
    paternos, Tomás y Berta, mientras mi mamá,
    María Enriqueta, trabajaba como secretaria en un
    ministerio comodín de la guanábana, del
    punto-fijismo, de la partidocracia: el Ministerio de Comunicaciones, después crecido con el
    añadido del transporte.

    Mi padre hace tiempo que se
    había marchado física y
    afectivamente de nuestras vidas, hombre
    legendario que no llegó a ser mi héroe, se
    exilió un buen día del hogar dejando tras de
    sí un perro de yeso fragmentado, una televisión
    Silvana astillada en su punta superior izquierda, cinco hijos
    llorando, una mujer desolada,
    una suegra auto-suficiente que sentenció: tampoco es
    para tanto, hombre es
    lo
    que sobra, un abuelo, viejo siempre viejo,
    dispuesto a tomar la batuta de una familia que no
    terminó convertida en orquesta afinada y acoplada; tampoco
    el éxito
    del concierto dependía de Tomás, los ejecutantes
    debíamos tocar nuestros instrumentos y así lo
    hicimos, en repetidas ocasiones, sin embargo, en ese entonces, no
    conocíamos que las partituras eran diferentes.

    Un día de paso fugaz y pendenciero, Roberto que
    así era el nombre de mi padre, y el que por razones de
    linaje y sucesión también porto, aunque todos me
    conozcan por Enrique; bizarra costumbre nominativa de una
    familia que
    para no confundir al padre con el hijo, decidió llamar a
    cada uno de los hijos de mi madre, y no de mi padre quien nunca
    más apareció por la casa ni por nuestros corazones,
    por el segundo nombre: Enrique, Alfredo, Raúl, Nacarid y
    la siempre inevitable excepción; la nené, quien
    después retomó su primer nombre: Mariela para
    tampoco ser confundida con mi mamá: Enriqueta, así
    pues Mariela Enriqueta continúa llamándose y por
    Mariela la seguimos conociendo.

    Nombres indelebles llevo a cuestas: el Roberto Enrique,
    como solían llamarme algunos integrantes de mi familia, mi
    abuela, unas tías, la muerte lo
    ha puesto en desuso o entre paréntesis, – quién lo
    sabe -. Durante mucho tiempo, debido a mi precocidad y a una
    cierta cara de niño asustado, me llamaron Enriquito; hoy a
    la altura de los cincuenta, amigos de hace más de 40 kilos
    y mucho más cabello, todavía me saludan con el
    cordial: ¿Qué hay Enriquito? Sin embargo, para
    mí ese, el tal Enriquito, quedó atrás, muy
    atrás, tiempo hace. La vida profesional iniciada a
    temprana edad me ha llevado a ser sin solución de
    continuidad el doctor, el señor, el profesor, el director,
    el decano, y Don Enrique Viloria Vera, por obra y gracia de una
    de las decisiones más rápidas e importantes que he
    tomado en mi vida.

    Regreso de nuevo a nuestra primera casa de San
    José, al final del Callejón Santa Elena, juego en un
    corredor que en mis primeros años semejaba un inmenso
    estadium. Fue mi primera cancha deportiva, allí circulaban
    raudos carritos de todos colores, las
    metras, las bolondronas rodaban libertarías, los
    soldaditos de plomo libraban confusas e interminables batallas,
    muriendo y resucitando para volver a entrar en combate. Las ratas
    también hacían lo suyo; para recoger el agua de
    lluvias, paralela al corredor, había una cuneta, donde
    más de una vez una que otra rata se asomaba para que
    Berta, cual combatiente medieval, luego de atraerla con algo de
    comer, le arrojara, desde las almenas de su castillo familiar,
    una olla de agua hirviente
    que desollaba pieles y aprehensiones. Desde entonces mi temor a
    los roedores, a su curiosidad olfativa, a su cara de yo no fui,
    todo sin haberme enterado aún de que esas pulgas que
    anidan y crecen golosas en su cuerpo fueron las culpables de la
    gran peste negra que diezmó a Europa en la Baja
    Edad Media.
    Todavía recuerdo las nuestras, no aquellas magras, flacas,
    como las que llegaron de Crimea cómodamente instaladas en
    las bodegas de los barcos de los comerciantes venecianos, sino
    las mías, gordas, grises como ratas grises, dientonas,
    impávidas, poco gentiles, retadoras, apostando por su
    capacidad para desaparecer con ardides de magas o hechiceras,
    mostrando audacias de paracaidista, de escaladoras de
    Himalayas.

    Mis odiadas ratas muchas veces acudieron, por sí
    solas, a mi encuentro, incluso a mi pent – house de Caracas, mi
    ático caraqueño, hasta allí, un sexto piso
    alejado del suelo,
    llegó una de mis ancestrales enemigas descifrando el
    laberinto de los ductos de basura,
    atraída por el olor seductor e incitante de una familia
    que aprecia el queso francés bien fait.
    Aquella rata, descarada y aventurera, terca e insistente,
    pereció valientemente en recia batalla con nuestra
    señora de servicio de la
    época, Teresa, quien pacientemente la aguardó y con
    gusto la apaleó, pensando, disfrutando, gastando
    anticipadamente la jugosa recompensa que le había ofrecido
    si la traía viva o muerta. No me atreví a ver su
    cadáver, me bastó la palabra de la decidida
    combatiente barloventeña. Tiempo después,
    estudiando, viviendo, siendo en París, en el París
    de los setenta del Siglo XX, tuve otra vez noticias de mis ratas,
    de muchas de ellas, un ejército de roedores nos
    acompañaba solidario e indiferente en nuestras
    correrías nocturnas por el viejo barrio de Les
    Halles
    , cuando el restaurant Au pied de côchon
    era exclusividad de bohemios, borrachos y marchantes del hoy
    desaparecido mercado. Mis
    amigas, sus incontenibles e innumerables descendientes
    continúan seguramente ahí, en el Beaubourg,
    esperando silentes el menor descuido de vigilantes y curadores
    para darse el gran banquete con un collage de Picasso o
    más chauvinistamente con un lienzo de Georges
    Braque.

    Antonio Machado escribió que su infancia" son
    recuerdos de un patio de Sevilla, y un huerto claro donde madura
    el limonero", la mía fue el corredor de Santa Elena que
    servía también de lindero con una casa vecina,
    habitada por un matador de toros famoso y envejecido, el
    señor Manrique. Nunca lo vi en traje de luces o faenando
    con el capote ejecutando una media verónica; lo recuerdo
    magro, enjuto, acompañado de su inseparable esposa,
    Corina, quien junto con mi abuela disponían de un canal de
    distribución aéreo, de intercambio
    afectivo de bienes que
    denominamos la ventanita del aire. A través
    de esa inexistente e innecesaria ventana, iban y venían
    majaretes, naranjas, polvorosas, caraotas, cachapas, así
    como cualquier otro manjar recién salido de unos hornos
    fraternos que desconocían el egoísmo y la
    soledad.

    Mi infancia en la casa de Santa Elena fue breve, mis
    recuerdos duros aunque escasos. Tomás recibió una
    herencia,
    cuotaparte de un legado de una lejana y desconocida
    tía-abuela muerta en San Cristóbal, con ese
    dinero nos
    mudamos de San José a San José, a la que hoy es la
    exclusiva casa de los Viloria. Doña Berta, mi abuela, la
    tacamajaca, propietaria original, murió hace algunos
    años, sus nietos se apropiaron de la denominación
    del inmueble ubicado en el Nº 126 de Brisas a Placer. En
    esta nueva casa cambié el corredor por el
    callejón.

    De mi infancia guardo recuerdos gratos, placenteros, no
    hay trauma que exhibir ni psiquiatra que alimentar. Fui al
    colegio primario, a uno pequeño, privado, propiedad de
    un amigo de mi padre, Florencio Chacón, en el que como
    quien no quiere la cosa, ante la ausencia de normativas o
    reglamentaciones de ingreso, comencé la primaria a mis
    escasos cuatro años. A esa edad era el juguete favorito de
    mi mamá: Enrique ¿de qué color es el
    caballo blanco de Bolívar?, hijo cuál es la
    capital de
    Venezuela,
    cuántos son dos más dos. Preciso y certero en mis
    respuestas fui ascendiendo de grado y trasladado de aula en aula
    hasta quedar bajo la tutela de mi maestra por antonomasia, la
    Sra. Gladys Millán, quien prodigó todo su
    cariño y parte de su asombro a ese carajito tan
    inteligente.

    LA SALLE Y EL
    CALLEJÓN

    El fundamento verdadero de la felicidad: la
    educación

    Simón Bolívar

    San José, la vieja parroquia caraqueña,
    continuó siendo el predio de mis andanzas adolescentes.
    Ahora con diez estrenados años y en casa nueva,
    comencé mi bachillerato en el Colegio La Salle de Tienda
    Honda. No tengo epítetos ni adjetivos para narrar mi
    felicidad de aquel lustro. El colegio lasallista fue mi segunda
    casa, salía raudo de sus aulas para volver, después
    de almuerzo, a jugar pelota con la mano, ver ensayar la banda o
    envidiar la flexibilidad de unos atletas que, bajo la dirección del terrible profesor Castro,
    hacían piruetas sobre el potro o la barra fija.

    Asmático dicen que fui, protegido por un
    certificado médico quedé exento de efectuar
    gimnasia;
    todavía conservo el récipe, lo exhibo en gimnasios
    y laboratorios de salud, aunque una que otra
    tarde, en un splint desconocido, sea capaz de recorrer
    cuatro o más kilómetros para tranquilizar mi
    conciencia y
    movilizar los kilos de más que el saber y el pensar
    profundo instalan como rollos en una existencia que desea
    evitarlos.

    Vuelvo a La Salle y sus pasillos, comencé mi
    bachillerato en un extremo, cerca del árbol
    señorial del patio. Como buen hombre de ciudad, desconozco
    su nombre, sólo recuerdo su fruto: el cachito que
    pulíamos y pulíamos para luego perforarlo, pasar
    una cadena a través del mismo y convertirlo en llavero sin
    llaves. A la sombra de aquel árbol se encontraba el
    home y más lejos, en el otro lado, a dos pisos de
    altura, la balaustrada, la cerca, el lindero que la pelota
    bateada con la mano debía superar para convertir el batazo
    en jonrón festivo y celebrado. Medardo Fraile, excepcional
    observador de lo nimio, reivindica el valor de la
    simple y anodina pelota, dice Fraile:"…es el
    juguete número uno sin lugar a dudas. Es como si no
    pudiese extraérsele jamás el jugo, como si nunca
    envejeciera, como sí nos sorprendiera con una pirueta
    nueva en cada bote. Su simplicidad la hace asequible al
    más pobre y nos salva de la tentación humana de
    ‘verle las tripas’." Una cordial y anónima
    pelota de goma, bateada con la mano, nos hizo felices casi todos
    los días de nuestro lasallista bachillerato.

    De esos tiempos adolescentes
    conservo también mis mejores recuerdos. Eran los
    60’s, los celebérrimos sesentas que, en una ciudad
    pequeña y pacata como Caracas, nada tenían que ver
    con los de Londres, Paris o California. Cierto que llegaron los
    Beatles y que los Darts hicieron lo suyo para poner
    a la juventud a
    bailar el pájaro bañista – a bari a bari a bari a
    bari be – o a conquistarse entonando la letra de baladas birladas
    a Lennon o a McCartney, pero lo nuestro era otra cosa:
    picó y la Billo’s, José Luis
    Rodríguez, Memo Morales y Cheo García, mientras que
    en Europa
    veían a sus chicas paradas allí, nosotros
    evitábamos que el tigre se comiera nuestras carnes
    morenas.

    La Salle y el callejón fueron el epicentro de mi
    vida adolescente en una Caracas cordial que todavía no
    conocía la desconfianza y el delito, no
    había necesidad de puertas cerradas, ni ojos
    mágicos se instalaban para cerciorarse de quien
    vivía; la gente empujaba la puerta y deslizaba sus
    buenassss, gente de paz, pasaporte suficiente, salvoconducto
    innecesario que ponía al alcance de amigos y vecinos
    intimidades que no tenían nada que ocultar.

    La Salle de Tienda Honda y el callejón Las Brisas
    fueron juego y
    fanatismo, béisbol y tertulia, pasión por lo hecho
    esa noche, ese domingo inolvidable, por Vitico y César
    Tovar, arrechera infinita con el Carrao Bracho y Camaleón
    García. Los fanáticos del Caracas, al igual que los
    del Magallanes, esperábamos el encuentro entre los eternos
    rivales, eso que los españoles llaman ahora castizamente
    el derby, para angustiarnos y aguantar la respiración hasta el fin del juego, porque
    como dicen que decía Yogy Berra el juego no termina
    hasta que se acaba
    . Al día siguiente, fiesta y
    echonería si había ganado el Caracas 9 a 0;
    expectativas por ver al gordo Jiménez comiéndose
    nueve arepas, rellenas y consumidas con riguroso luto, una por
    una, por cada cero recibido por el Magallanes, divisa y temprana
    razón de ser de su beisbolero y adiposo
    fanatismo.

    La Salle y el callejón, de ambos convergen
    recuerdos desiguales y olvidos involuntarios. De La Salle muchos
    recuerdos, ningún olvido, emociones, alguno
    que otro miedo por siempre haber sido el más
    pequeño, la sopa de alguno de los más grandes que,
    entre zancadillas, chicotes y guatacos por las orejas,
    hacía valer su condición de capo di tutti
    capi.
    Pocos o casi ningún amigo conservo,
    Víctor Guédez, coetáneo pero no
    contemporáneo en términos de Ortega y Gassett,
    anduvo por esos pasillos antes que yo, de él
    conservé una imagen
    desvaída que después el tiempo y la amistad ayudaron
    a concretar. Del callejón, por el contrario, guardo,
    atesoro valiosas e insustituibles imágenes
    de amigos, panas, compinches, cuyos nombres y apellidos
    verdaderos o completos nunca conocí: el Buitre,
    Ratón sucio y percusio, Gorilón, Canuto,
    el Flaco, Ezequiel, Julio, Daniel, conmigo y mis hermanos
    jugaron chapita, la infaltable pelota bateada con la mano,
    fútbol con el aplastado envase de cartón de
    chico-malt sirviendo de balón de la FIFA, a la vez
    que construíamos futuros inventados y alentábamos
    enamoramientos no correspondidos en tertulias sin fin hasta bien
    entrada la madrugada, protegidos por cobardes valentías
    adolescentes.

    El callejón Las Brisas era variopinto, en
    él y en sus cuadras adyacentes moraban tanto familias
    tradicionales de una Caracas que no salía de sus
    parroquias como inmigrantes italianos , lusitanos o
    españoles que habitaban en casas de pensión,
    falansterios, viejas casonas transformadas en largas sucesiones de
    cartuchos autosuficientes, o bien regentaban los abastos y
    panaderías de la parroquia, cuando todavía el
    efectivo era innecesario y desconocidas las tarjetas de
    crédito; bastaba con el simple
    anótelo por favor y un muñón de lápiz
    estampaba cifras menguas sobre las páginas de un cuaderno
    que fungía de libro de
    contabilidad
    contentivo de las cuentas por
    cobrar de todos los vecinos de la cuadra. Joao de Funchal, De
    Souza de Nogueira, Da Silva de Lisboa, Faustino Soto de Asturias,
    Zenodio Rodríguez de Andalucía, Constantino
    González de Galicia , Massa y D’amico de Italia,
    Roselló de Cataluña, Alberdi del país vasco,
    rondan en espíritu por las calles y plazas de sus pueblos
    ibéricos e itálicos, navegando por sus mares,
    evocados por sus descendientes, mientras sus cenizas yacen en
    algún rincón de una Venezuela que
    no supo de racismos, de extranjeros, de ciudadanos de segunda, de
    inmigrantes indeseados.

    Aquellos tiempos de irresponsable inocencia infantil y
    adolescente los recogí en un poema que da titulo a alguno
    de mis libros
    más sentidos:

    INFANTERIAS

    Después de tanto decantar

    de tanto cernir

    vivencias sitios

    lugares amigos

    los exámenes del colegio la salle

    el farol que alumbraba optimista

    los estudios realizados al aire
    libre

    en la silla de extensión

    cuando se comentaba con amigos

    que ya no están un beso sin saliva

    el primer roce de una mano femenina

    Puedo sumar también

    la ausencia de un padre legendario

    que no alcanzó a ser mi héroe

    un abuelo siempre amigo

    una abuela que nunca

    saldrá de mi corazón

    De mi madre

    es poco y mucho lo que queda

    cualquier recuerdo suyo

    tiene un toque de infelicidad

    un tono de desesperanza

    de amores que no pudieron ser

    Van quedando

    la inagotable chaqueta

    la camisa manga larga

    la pulcritud el horario

    y sobre todo

    este maldito sentido de responsabilidad

    que me lleva

    a levantarme todos los días

    para hacer lo que tengo que hacer

    como si fuera

    el último minuto de mi vida

    BERTA, ENRIQUETA Y
    ROBERTO JOSÉ

    Detrás del nombre hay algo que no
    nombra.

    Jorge Luis Borges

    Mi padre continúa vivo, sigiloso, inadvertido,
    ronda en el desconsuelo y desesperanza de mi madre, habita en el
    recuerdo de mi abuela tan cercana a él en creencias y
    conductas. Roberto José Viloria Avendaño,
    trujillano de fina estirpe, nacido en Lagunillas de Mérida
    como consecuencia de la huída de mi abuelo Seferino, quien
    desde Escuque – el alto – guarida requería como
    castigo por su participación en acciones
    contra un régimen gomecista que no admitía disensos
    ni enemigos, al menos eso me han dicho.

    Roberto para amigos y hermanos, Viloria para mi madre y
    mis abuelos, nadie para nosotros. ¡Qué baina con
    los apellidos en nuestro país!;
    habrá que
    recordar que Francisco I de Francia y
    Enrique VIII de Inglaterra, en
    virtud del crecimiento y movilidad de sus súbditos lo
    impusieron, eliminando sin remordimientos el vínculo, el
    lazo con la puebla o el pueblo natal propio. Los españoles
    no necesitaron hacerlo, ya lo hacían, su pureza de
    orígenes debía ser mostrada a fin de justificar
    que, en su sangre, no
    corrían hematocrito o hemoglobina judía o mora. En
    Venezuela continuamos en tiempos de Castilla y Aragón,
    limpiando linajes, remendando apellidos, ocultando ancestros,
    enderezando, en vez de sembrarlos y abonarlos, árboles
    sin genealogía. El Viloria de mi padre es navarro, dos
    brezales, dos flores; el Vera de mi madre aragonés,
    toponímico, a la orilla de; Avendaño, vasco, lugar
    de arándanos, tejos o endrinos, y el Márquez,
    patronímico, descendiente de Marcos. Consigno mis
    apellidos a los fines de cualquier nuevo registro de
    pureza racial que la historia de la humanidad,
    imprevisible, nos depara en formas evidentes o
    camufladas.

    En el entierro de Félix, mi padrino, su hermano
    mayor, dispuesto a hacer una concesión contra el orgullo y
    la distancia impuestos
    seguramente por su suegra y por mi madre, reencuentro a mi padre,
    elegante, bien trajeado. En un Bel-Air de dos colores, blanco y
    negro, como zapato de bailarín cubano, salgo con él
    a comerme un helado de no sé qué en no sé
    dónde. Regresé a la casa de mis primos para
    despedirme de mi tío muerto y de un padre que desde
    aquél día también murió.

    Muchas cosas de Roberto se decían, alababan su
    conducta
    solidaria, su pasión por la igualdad y la
    justicia que
    lo llevó a militar en la extinta y siempre práctica
    Unión Republicana Democrática (URD). Enriqueta
    guarda en alguna gaveta del escaparate conyugal o en su corazón
    tal vez, volantes, afiches, dípticos, ya no en blanco y
    negro sino en ese amarillo que adquiere el tiempo en los papeles,
    donde figura el nombre de mi padre junto a los de Jóvito
    Villalba, Alirio Ugarte Pelayo, Simón Antonio
    Paván, Blonval López y algunos otros
    compañeros de su partido, quienes tiempo después,
    como Ministros uerredistas, comodines de la democracia,
    ayudaron a mi madre a mantener cinco bocas, como ella, orgullosa,
    gusta de recordar.

    Roberto José era querido y apreciado, me consta,
    cuando en detestadas ocasiones, saco en mano, acompañaba a
    mi mamá al viejo mercado de San
    José: Marchantica ¿Cómo está?,
    ¿Qué sabe de Viloria?, pruebe, lleve,
    después me
    paga, saludos a Roberto. Más
    de una vez tuve conciencia de la
    aceptación que mi padre despertaba en los demás, de
    oportuno y florido verbo, siempre fresco, presto a los tragos y
    al placer, al dominó y las bolas criollas, a llamar a la
    gente por su nombre, a piropear a las mujeres feas que
    también, decía, tienen derecho, al viaje de
    campaña, al mitin y al exilio.

    Exilio doble, del país y de su familia, del
    político poco sé, nunca me interesó mucho
    saber por cuánto tiempo y dónde estuvo, algunos
    recuerdan que salió por Coro a Curaçao y
    después regresó para instalarse definitivamente en
    Valencia. Por boca y cuentos de un
    medio hermano, Roberto Rodríguez, aprendí a conocer
    algo del otro Roberto, del poeta aventurero que no
    encontró destino en la política ni en la
    capital de
    Venezuela, donde esposa y cinco hijos quedaron pendientes de
    alguna explicación, de una de esas respuestas que
    sustentan extrañamientos y olvidos a la vez que apaciguan
    hipótesis y sorpresas.

    Dicen que Berta y Roberto compartían la misma
    alegría de dar, que ambos eran capaces de quitarse de
    encima una prenda de vestir para ofrecerla solidarios a quien la
    necesitara, puedo dar fe a medias por lo que a mi abuela
    corresponde. Chiquita, indiada, autoritaria y analfabeta
    funcional, nunca entendió cómo las letras entraban
    por los ojos, las recortaba y se las comía, se las tragaba
    en seco, no en un, dos, tres, sino en un a b c. Leía como
    si fuese un silabario humano: mi ma má me a ma yo a mo a
    mi ma má, firmaba lentamente, dibujando cada letra con un
    esfuerzo supremo que la llevó a morir sin testamento, pero
    con su entierro semanalmente pagado al cobrador de una funeraria
    que, lunes tras lunes, tocaba la puerta de la casa de San
    José: La Coromoto, La Coromoto.

    Roberto murió y Berta también. Cuentan los
    allegados de mi padre que en plena agonía, presentida la
    pronta llegada de la Parca y advertidos los servicios
    fúnebres, alguien le propuso avisar a sus hijos de Caracas
    y a sus hermanos en Barquisimeto; su respuesta fue contundente:
    ¡Coño déjenme morir tranquilo, esto no es
    una parrilla!

    Roberto, el otro, Rodríguez, así me lo
    contó una tarde de parrilla verdadera en un cortijo
    mirandino, donde mi medio hermano vivo convidó a nuestro
    padre muerto para revivirlo en mi memoria. Tiempo
    después, pensando quizás en el velatorio paterno al
    que nunca asistí, le dediqué este poema:

    PADRE

    Me acerqué

    a la urna

    para contemplar

    por primera vez

    tu rostro

    los gusanos

    ya se habían encargado

    de preservar

    tu anonimato

    Ni mi madre ni mi padre héroes fueron, Enriqueta
    siempre fue demasiado cobarde para asumir más riesgos de los
    que tenía y Roberto demasiado parrandero. Mis invencibles
    e indiscutibles personajes de aquellos tiempos fueron otros:
    Hopalong Cassidy, El Llanero Solitario, Toro
    su amigo y las infaltables balas de plata; el Cisco Kid y
    su ayudante Pancho, es decir, yo y mi hermano Alfredo,
    disfrazados, yo como Cisco, él como Pancho, posando ante
    un fotógrafo de postín a quien las familias
    caraqueñas le encargaban más que un daguerrotipo,
    un antídoto contra el olvido. Creo que desde aquella foto
    de carnaval, Alfredo mi hermano comenzó a odiarme sin que
    lo supiera, fueron necesarios treinta y tantos largos años
    para hacer las paces de una guerra que
    nadie declaró. Superman también se
    instaló en nuestra imaginación, comprar,
    intercambiar, leer comiquitas era la distracción favorita,
    tebeos las llaman en la Madre Patria, no recuerdo quien propone
    denominar, no a los tebeos sino a España, la
    Tía Patria. Batman y Robin, el hombre de
    acero y la mujer
    maravilla, y todo un club de superhéroes llegó
    primero en forma de historieta y luego como serie de televisión
    o largo filme para incitar la imaginación de unos
    adolescentes que, poco a poco, fuimos desprendiéndonos de
    la fantasía ajena para enfrentar realidades propias.
    Primero fuimos vaqueros a caballo, ignorantes de los diez
    mandamientos del cowboy que Gene Autry escribió en
    1939: Un cowboy nunca toma, aprovecha honestamente una
    ventaja. Un cowboy nunca traiciona sus creencias. Un
    cowboy siempre dice la verdad. Un cowboy es amable
    con los niños,
    los ancianos y los animales. Un
    cowboy no tiene prejuicios raciales o religiosos. Un
    cowboy es solícito, siempre echa una mano a los que
    están en apuros. Un cowboy es un buen trabajador.
    Un cowboy respeta a las mujeres, a sus padres y las
    leyes del
    país. Un cowboy es un patriota. Hoy, vueltos a leer
    estos preceptos me convenzo de que George W. Bush es el cowboy
    por antonomasia, al menos en creencias, sus conductas que las
    juzgue Alá. Más grandes, mis hermanos y yo,
    dejamos las cabalgaduras para, con alas propias, intentar volar,
    sin nada saber de turbulencias, techos bajos y escasa
    visibilidad. Bambilandia, aquel país donde los
    niños
    eran felices y gozaban más, fue quedando en el
    olvido.

    Berta, mi abuela, falleció décadas
    después, tranquila, alejada de su pequeño mundo: su
    casa, su hija, sus nietos; se negó a comer y se
    echó a dormir, cerró labios y ojos, el recuerdo lo
    mantuvo abierto para contemplar con ternura a su azabache, a su
    blanco perla, a su nené, a quienes continuaba adorando en
    medio de su aislamiento: ¿Quién es Roberto
    Enrique?, mi nieto más querido, mi azabache, mi
    príncipe, ¿Y yo quién soy? ¡Ay
    señor yo a ud. no lo conozco!
    Acompañada de los
    suyos, no de nosotros, recorrió los días, las horas
    que le faltaban para subir al cielo a chismear con su vieja amiga
    la Virgen de Las Mercedes. Antes de morir se despidió
    mentalmente de los más viejos, de sus padres que no
    conoció, de sus hermanos muertos de verdad y de una
    tía suya, Julia, que moría de mentira, dos veces
    resucitó, una más que Cristo, y lo hizo siempre
    puntualmente, veinticuatro horas después de haber dejado
    de respirar. Cuando de verás se murió nadie le
    creyó. Aún así, comparto con Borges la idea de
    que: "no hay leyendas en
    esta tierra y ni un
    solo fantasma camina por nuestras calles".

    Sin embargo, los vecinos del Callejón Las Brisas
    cuentan que en la nochecita, cuando la fresca entra, se escucha,
    a lo lejos, una dulce letanía, una cancioncita, que nada
    tiene de llanto de sayona o chiflido de silbón, procede
    del viejo cementerio de los hijos de Dios: es un cántico
    monótono, repetido, desafinado, entonado por una voz
    femenina como de nona, de abuela huérfana: No
    tengo padre, no tengo madre, no tengo a nadie que me quiera a
    mí.

    * * *

    En Cadillac negro ninety nine, con cola de
    cisne, brillante, recién pulido, transitamos Roberto y yo
    por la autopista, mi padre conduciendo tranquilo, volante y
    cigarrillo en mano. La Avenida Bolívar tomamos para
    dirigirnos luego al norte, Ávila enfrente, San José
    en la mirada. De pronto dos, tres, carros de patrulla del
    régimen hacen sonar sirenas de las viejas, ululantes,
    aullando a tiempo completo sin intermitencias, espasmos o
    interrupciones, Roberto, retrovisor revisado, dice
    ¡coño nos persiguen! Ordena:
    acuéstate atrás; pequeño y ágil me
    tiendo largo a largo en el piso del carro al tiempo que
    ráfagas de ametralladora comienzan a oírse a la
    distancia. Roberto gira el inmenso volante de un lado al otro,
    toma a la izquierda, cruza a la derecha, continúa a toda
    chola conduciendo experto y decidido por estrechas callejuelas,
    laberinto descifrado por un connaisseur experto en armar
    ovillos. Vamos adelante, les cogemos distancia: carajito mucho
    cuidado, ¡no te asomes¡, ¡no levantes la
    cabeza¡, ¡ tírate al suelo¡;
    lloriqueando cumplo una orden que años después
    también acataría estrictamente en Santiago de
    Chile durante
    la segunda quincena del mes de septiembre de 1973.

    Roberto se concentra en la carretera, acelera, cambia de
    canal, dribla, esquiva motos y autobuses de la
    Circunvalación No 2, la verde, cruza calles, utiliza el
    hombrillo, no respeta aceras, se sube, se monta en ellas, pasa
    entre árboles
    y parquímetros, los evita, al fin salimos a descampado,
    detonaciones en la distancia anuncian distanciamientos. Mi padre
    llega por Altagracia a San José, por la parte de
    atrás, camino conocido, pan comido.

    Como pícaro Don Gato, papá frena el
    carro, retrocede, entra en un oscuro cul de sac, apaga las
    luces, coloca un paño negro sobre el farol de la esquina,
    regresa al carro, se tiende en el asiento delantero, yo continuo
    pegado y orinado en el piso trasero, inmóviles, sin
    respirar. Las patrullas de la Seguridad
    Nacional pasan de largo, un, dos, tres zumbidos inolvidables. No
    nos movemos, con los corazones, el izquierdo y el derecho,
    latiendo, tum tum tum tum tum tum. Sin muchas reflexiones,
    retomamos la calle para quedarnos largo rato en casa del Sr.
    Núñez, un compadre de mi papá acostumbrado a
    esos avatares de la política en la
    clandestinidad.

    Los esbirros de la Seguridad
    Nacional impacientes, arrechos, tocan la puerta de la casa del
    callejón Santa Elena. Enriqueta les abre, entran en
    tromba, preguntan, inquieren, registran, despachan culatazos a
    diestra y a siniestra sin notar que las puertas de los
    escaparates no tienen llave, testigos mudas de la intolerancia
    política astilladas continúan en la casa del
    Callejón las Brisas. En esa ocasión, le tocó
    a mis hermanos contemplar el allanamiento desde debajo de sus
    camas; la nené, en brazos de Enriqueta, lloraba sin
    contenciones, a pesar de las amenazas del Inspector Jefe del
    comando, quien, hastiado de lágrimas y mocos
    ordenó: ¡Carajo callen a todos esos muchachos y
    díganle a Viloria que por esta vez se salió con las
    suyas! Roberto escanciaba con su compadre Núñez un
    whisky President, del que gustaba beber el General Marcos
    Evangelista Pérez Jiménez, quien, a esa misma hora
    en la Orchila, escanciaba su tercero del día, con soda y
    bastante hielo, mientras una carajita, en pantaletas y sin
    sostén, tetas grandes, pezones duros, lo esperaba sentada
    en la motoneta, para después, teticas en espalda, abrazar
    una gruesa cintura que ya no era de cadete, y comenzar un paseo
    playero que culminaría, media hora después, en una
    cama de la República perfectamente arreglada, a la que
    Marcos Evangelista llegaba exigente y en calzoncillos comprobando
    el excelente trabajo realizado por sus edecanes, para luego,
    medio peo, comenzar a desordenar el lecho, baboseando y abrazando
    a una jovenzuela virgen y resignada, hija mayor de uno de los
    Forjadores de la Patria, muy amigo del General, quien aguardaba
    impaciente el pago de unas valuaciones millonarias por concepto de la
    construcción del Paseo Los Próceres.
    El oficio de cancelación todavía no contaba con la
    rúbrica del generalote, quien, en ese preciso momento,
    desvirgaba a la inocente y llorosa hija del patriota contratista
    de la Nación.
    La Tesorería Nacional hasta hoy no ha emitido la
    correspondiente orden de pago.

    Indiferente a las conversaciones de los mayores, ya
    tranquilo, divertido veía a Gaby, Fofó y Miliki en
    la
    televisión en blanco y negro de los
    Núñez; mi madre, en medio de una de las tantas
    angustias políticas
    que le dio mi padre, preparaba, ofuscada, el tetero de la
    nené, las arepas y las natillas de mis hermanos. Yo estaba
    feliz, los tiros, la policía y la persecución
    fueron como los de la
    televisión, mañana se lo contaría a mis
    compañeros del colegio… para nada, siempre pensaban
    que eran mentiras mías. Tiempos más tarde, ante una
    que otra increíble pero real anécdota,
    también me tildaron de mitómano.

    Tomás, ignorante de lo sucedido, todavía
    no había llegado a casa con su acostumbrado
    sandwich de pernil de cochino que reponía la
    armonía familiar. Berta molesta lo aguardaba resignada,
    reacomodando el orden de su humilde casa, alterado por las
    andanzas políticas
    de su imposible yerno, empeñado en ser líder
    de una conspiración que a ningún puesto de gobierno le
    llevó. Meses después, Roberto volvería
    borracho de una de sus correrías políticas o del
    lecho de su amor de turno
    para, entre llantos, gritos y amenazas, ponerle punto final a una
    paternidad y a un matrimonio de
    escasa duración. Meses más tarde la vaca lechera
    con Marcos Evangelista en su vientre, emprendía vuelo de
    ida sin regreso desde la Carlota y un marino buen mozo, vestido
    de blanco, cara de galán y de sugestivo nombre
    cinematográfico, Wolfang, tomaría por un tiempo la
    jefatura de una Junta de Gobierno que,
    luego de un complicado proceso de
    acuerdos y arreglos, convocaría a elecciones generales
    para darle curso a un acuerdo democrático : el Pacto de
    Punto Fijo que, décadas después, otro militar, Hugo
    Chávez, golpista legitimado, pensando como reprocha
    Saramago que " la patria es sólo de algunos, nunca de
    todos", convertiría en motivo, en razón de conflictos,
    desacuerdos e innecesarios odios entre venezolanos, como los que
    Roberto y Enriqueta, quizás, anidaron en sus corazones,
    sin que sus vecinos ni sus hijos lo supieran. Enriqueta fue
    aplaudida a rabiar aquel 23 de Enero, olvidada ya, para nosotros,
    su pasantía por la Seguridad Nacional.

    LAS TRAVESURAS EN LA
    CATÓLICA DE JESUITAS

    Nosotros, los de entonces, ya no somos los
    mismos.

    Pablo Neruda

    Gustavo Martínez Pérez y su familia,
    democracia
    repuesta y exilios adecos en olvido, jugaron un papel estelar
    en la decisión que a mis quince años, ya bachiller
    lasallista, debía tomar: ¿Qué estudios
    hacer?, ¿Cuál carrera emprender?, eran y siguen
    siendo las típicas preguntas de unos adolescentes
    bisoños que continúan confundiendo el ser con el
    hacer. La noche de nuestra graduación de bachilleres, un
    poco alegrones y con nuestros primeros cigarrillos en manos y
    boca, rodeados de progenitores y familiares orgullosos, Gustavo
    me dijo: voy a estudiar Derecho en la Católica:
    ¿porqué no vienes conmigo?, a lo que
    respondí: puede ser, pero no tengo dinero para el
    pago de la matricula y las mensualidades… 60 viejos
    bolívares que hoy, a valor presente, seguirían
    costando lo suyo y mucho más. Rápida y eficiente su
    hermana mayor, cuyo nombre no acude a mi memoria, a pesar
    que en mis noches insomnes insisto en recordarlo- ¿Luz?-
    lo resolvió todo, o la mitad, de golpe y porrazo ¡no
    te preocupes que con tu promedio y tu edad te consigo ya
    una beca del Concejo Municipal de Sucre!

    Esa beca que luego resultaría media, unida a otra
    media, sumaron el entero que necesitaba para ingresar a la
    entonces elitista y excluyente Universidad
    Católica Andrés
    Bello de Caracas (UCAB) regentada por la
    Compañía de Jesús: A.M.D.G.

    Rápidamente, sin muchos análisis vocacionales ni orientaciones
    académicas, dejando atrás una cierta pasión
    por la Historia (con
    h mayúscula que todavía me acompaña),
    ingresé a la, para muchos, inaccesible UCAB sita en la
    esquina de Jesuitas de la parroquia Altagracia de Caracas, cuadra
    y media más arriba de la esquina de Tienda Honda, donde La
    Salle me había hecho bachiller y feliz, o alegre
    más bien, como gusta de diferenciar Anaís
    Nim.

    Alegre, feliz a pesar de los topetazos, de los guatacos
    por la oreja, de los con to’y mitad, con to’y tumba,
    de los agavillamientos de los más viejos al más
    pendejo, es decir, yo. Fuerza y
    voluntad requerí para una mañana robar un black
    Jack
    de esos que, junto con las manoplas, se guardaban (por
    si los rojos venían) en el Laboratorio de
    Física
    regentado por un viejo hermano de La Salle, Francisco, apodado El
    Chivito, y descargar, con toda mi furia, uno que otro golpe en la
    humanidad del ahora famoso narrador y comentador hípico
    Gustavo Ríos. Cuatro golpes de black jack, tres no
    me jodas más, un corrillo de compañeros exaltados
    gritando: "dale, dale, dale", un regaño del hermano Jorge
    – rojo como bombillo de burdel – y un castigo bienvenido:
    aprenderme de memoria el poema de Andrés Eloy Blanco:
    Giraluna canta y canta la luna sobre las estrellas, se
    sumaron a fin de que otro próximo bachiller de apellido
    Macarone , italiano de ancha frente y andar pausado, viniera a
    ser el nuevo objetivo de
    unos topetazos lanzados por sus compañeros al garete, con
    descuido, a un vacío preciso limitado por cejas y cabellos
    napolitanos. El buen Macarone desde ese día se
    convirtió en la nueva sopa del curso,
    lástima que esa aventura vengadora ocurrió tarde,
    estando ya en 5to. Año, meses antes de nuestra ya casi
    inmediata graduación como bachilleres en Humanidades,
    magra, escueta: catorce o quince estudiantes de los que recuerdo
    al pequeño Omar Estacio, dueño para entonces de un
    también minúsculo Renault semejante a una cucaracha
    , capaz de inflarse y convertirse en globo para permitir a medio
    curso dar una vuelta a la cuadra y piropear a las carajitas del
    Santa Teresita ; al Pepe Guerra largo y
    alto, habitante de un diseño
    urbano utópico construido en La Pastora de acuerdo con la
    visión de un iluso arquitecto venezolano de mucha
    imaginación y poco reconocimiento: Ramiro Navas. Pepe
    después sería abogado de Onésimo, mi
    tío de Barquisimeto; Asdrúbal Aguiar, el apreciado
    tuerto, mote endilgado, en venganza, por nuestro
    Fidias venezolano, Fernando Vegas; y por supuesto, a mi
    insustituible amigo de la adolescencia,
    Gustavo Martínez Pérez, con quien ingresé
    lleno de entusiasmo e ilusión a la UCAB y de cuyo genuino
    compañerismo disfruté hasta que un amor con el
    nombre de Maritza, súbito llegó, en nuestro tercer
    año de derecho , para sustituir con creces un afecto muy
    distinto a la amistad.
    Décadas después, Gustavo y yo nos vimos para
    confirmar, silentes, como quien no quiere aceptarlo, que ninguna
    amistad se alimenta del recuerdo.

    La UCAB fue acogedora desde sus inicios, a pesar del
    reproche inicial del Padre Luis María Olaso S.J., quien en
    su primera clase de Introducción
    al Derecho, luego del ingreso de Gustavo Martínez y yo
    al aula, prontamente nos recriminó: ¡Ajá
    fumando y con sombrero!
    Bueno es recordar que como todo
    ingreso a una nueva logia, secta o religión, el bautizo,
    el rito iniciático en la universidad
    consistía en que los más viejos le cortaran el
    cabello a los nuevos: andar rapado era entonces verdadero motivo
    de orgullo, éramos neo-universitarios, no neo-nazis
    recién reclutados. La Católica fue en adelante mi
    nueva segunda casa, sustituyó con creces a la cercana
    Salle de Tienda Honda en mis andanzas y correrías de San
    José a Altagracia. Siempre traviesos, con la adolescencia a
    cuestas, inventamos, Gustavo, yo y no me acuerdo quién
    más ¿Blanco quizás?, mandarnos a hacer, cual
    si estuviésemos en la londinense calle camisera de
    Jermyn Street, tres camisas idénticas, cuello alto
    con botones estilo Oxford, grandes rayas negras sobre blanco
    fondo. Así, con un uniforme que nadie exigía, nos
    presentábamos en clase, disfrazados de comparsa, causando
    la hilaridad de unos cuantos, la burla de los demás; el
    sentido del ridículo no se había presentado
    aún en nuestras vidas.

    Corría el año 65 y entraba el 66, eran
    tiempos de paz y amor, adornados por hippies de largo y
    sucio pelo, sandalias , pantalones de campana y batolas de seda
    imitando la moda
    hindú; yo, siempre recatado, vestía mi acostumbrado
    pantalón oscuro, camisa manga larga y la sempiterna
    chaqueta Mc Gregor impuesta por La Salle.

    Nuestra primera aula de universidad estaba, como toda
    sociedad
    humana, dividida. De un lado se sentaban, intimaban, cuchicheaban
    los niños bien, los llegados a más, orgullosos del
    apellido de sus ancestros y, en especial, de sus carros que
    descendían, como revelación divina, desde las
    alturas de un garaje mecánico situado en un costado del
    viejo edificio de los jesuitas. Un Pontiac Boneville, un
    M.G. de dos puestos conducido por la coqueta hija de un ex
    ministro de Pérez Jiménez, incluso un Mercedes
    Benz
    gaviota, blanco de abiertas alas, cuyo seno
    conocí al volante de Juan Penzini Fleury, compañero
    de estudios que temprano entregó esta vida, dejando sus
    sesos impresos en la pared de su cuarto en una vieja casona
    gomecista de Campo Alegre. Curiosidad juvenil que, en nada
    importó, a una indiferente Parca experta en activar
    inocentes gatillos de innecesarias pistolas. La tragedia
    sustituyó por algunos días a la comedia de nuestras
    tempranas vidas.

    Del otro lado del aula habitaba una diversidad
    variopinta, los clase media normales, los del interior del
    país y algunos cuantos que carecíamos tanto de
    dinero como de linaje, nos sentábamos en aquellos salones
    exclusivos acompañados de nuestros anónimos
    ancestros, expectantes, sorprendidos, esperando la llegada de
    profesores que tenían fama de conocedores, arrechos y
    raspadores, de verdaderos maestros como Andrés
    Aguilar, el otro Aguilar, José Luis, Tomás Polanco
    Alcántara, Reinaldo Rodríguez Navarro, nuestro
    modesto y humilde padrino de promoción, Chibly Abouhamad, uno de los
    más apreciados, Gonzalo Pérez Luciani , sobrio o
    con unos habituales tragos de más, Eloy Maduro,
    Jesús Ramón
    Quintero, Francisco Mármol, Maria Luisa Tosta, en fin, una
    legión de auténticos juristas que amaban la
    docencia.

    Aquel primer año de Derecho, a mis quince
    años, fue de jodedera, de muchachadas, de travesuras
    cotidianas que demostraban que la niñez aún me
    acompañaba. Uno de nuestros viernes, dos kilos de pescado
    fresco comenzaron a hacer, pacientes, su hediondo trabajo,
    percibido por autoridades, profesores y compañeros, en
    toda su fetidez, el lunes en la mañana.

    Cochrane era de Ciudad Bolívar y cada quince
    días iba y volvía a su ciudad natal para llenarse
    los ojos de Orinoco y el cuerpo de laulau y pastel de morrocoy.
    Otro de nuestros viernes, le propusimos que el lunes siguiente no
    llegara temprano a clase. Nosotros sí lo hicimos portando
    la infausta noticia: Cochrane había fallecido en un
    tempranero accidente de tránsito ocurrido en la siempre
    asesina bajada de Tazón. Con cara de aflicción y
    condolencia fuimos recogiendo un bolívar aquí, otro
    más allá, contribuciones para la solidaria corona y
    la inevitable esquela mortuoria. Los bolívares eran
    prodigados con cara de resignación y tristeza, de no puede
    ser, hasta que el propio Cochrane, vivito y coleando, hizo su
    entrada al salón de clase. Esa inesperada y bienvenida
    resurrección motivó tanta alegría y contento
    que obligó a los portadores de la mala nueva, es decir,
    nosotros, Gustavo, Blanco, algunos otros, el propio Cochrane, por
    supuesto, y yo a bebernos unas cervezas a su salud, nos fuimos con
    el dinero
    recogido para nota y corona, al bar de Joao, el portugués
    de enfrente, quien siempre estaba atento, previsivo, ante lo que
    podía ocurrir en la aparente inocente UCAB y en su
    desprotegido botiquín.

    Las Institutas, no las del emperador y jurista
    Justiniano, sino un cuadernillo artesanal de corte
    humorístico que el fin de semana preparábamos
    Gustavo Martínez, Alfredo Maldonado, dibujante de
    comics por excelencia y yo, pronto se convirtió en
    el centro de atención del curso 1º A de la hasta
    entonces apacible Facultad de Derecho. De mano en mano circulaba
    el cuadernillo, el pasquín, generando emociones
    diversas: risas, sorpresa, indignación, reclamos,
    arrecheras y hasta una que otra sonora mentada de madre. Las
    Institutas recogían el pulso de la clase, el tono
    cursi de los hijos de la recién vestida burguesía
    criolla, patéticos dirían los ingleses; fueron en
    toda la extensión de la palabra un semanario:
    artículos de opinión, caricaturas, sociales y hasta
    horóscopos eran recogidos cada siete días en
    nuestro artesanal cuadernillo manuscrito, cosido con pabilo. Ese
    periodiquillo artesanal fue nuestra única y mejor manera
    de vengarnos de las cursilerías y bravuconadas de unos
    burgueses compañeros que, las más de las veces,
    creían ser los protagonistas de Seventy Seven Sunset
    Street
    .

    El Digesto llegó, no me acuerdo como ni
    cuando, a sustituir a Las Institutas. Pasamos de ser
    editores de un periódico
    impreso a mano a convertirnos en muralistas novatos, dotados por
    la UCAB de una vitrina vertical y móvil que nos
    permitía afichar con tachuelas nuestros mensajes y
    jodederas semanales en vez de coserlas. El mural dio de que
    hablar, se inició con el mismo estilo y propósito
    de su predecesora, haciendo humorismo, pero poco a poco, y en
    especial ante un desafortunado accidente automovilístico
    de Alfredo Maldonado que lo dejó incapacitado,
    algún desgano de Gustavo y la aparición de Roberto
    J. Lovera De Sola, evolucionó para ponerse a tono con los
    tiempos que corrían: segundo lustro de los sesenta:
    años de cambio, de
    revoluciones, de ruptura de paradigmas, de
    barricadas, de insurrecciones ideológicas que El
    Digesto, mejor dicho, Roberto Lovera y yo nos atrevimos a
    afrontar, impulsados por una nueva visión de la Iglesia y del
    Cristianismo
    que el, hasta entonces conservador y requeté, Padre Olaso
    se encargó de promover apoyado en las conclusiones del
    Concilio Vaticano II y en las enseñanzas de la
    Encíclica Populorum Progressio.

    El modesto mural fue una verdadera conmoción en
    una UCAB pacata, conservadora y burguesa, en la que los jesuitas
    tradicionales no tenían otra ocupación que la de
    escuchar en confesión y oficiar el matrimonio de
    unas alumnas bobaliconas y superficiales, encerradas en su
    pequeño mundo de seguridades y protecciones.
    Progresivamente el mural fue haciéndose más
    agresivo, más desafiante, más radical, citas del
    Che Guevara
    vecinas a las de un Papa que proclamaba: la justicia es el
    nuevo nombre de la paz
    , reseñas de los diálogos
    de cristianos y marxistas en Mariembad, una que otra
    alusión a Camilo Torres: la lucha es larga comencemos
    ya
    , a Garaudy, a Karl Rhaner, Maritain, fueron calentando un
    ambiente que
    ya de por sí estaba caldeado debido a la toma de
    posiciones de la comunidad
    católica en Venezuela y la de la jesuita de la UCAB en
    particular.

    A causa de El Digesto, Monseñor Eduardo
    Henríquez, luego Obispo de Valencia, nuestro insigne
    profesor de Derecho Canónico, tomó pluma,
    argumentos y dogmas para publicar en El Nacional un
    artículo criticando y atacando la audacia y osadía
    de unos alumnos ucabistas que se atrevían a plantear el
    dialogo entre
    marxistas y cristianos. Ramón J.
    Velásquez, director para la época del periódico
    y Presidente de la República después, le dio
    acogida en la sección Cartas al Director a las
    respuestas que Lovera De Sola y yo le dimos a tan alto personero
    de la Santa Iglesia
    Católica, Apostólica y Romana, a un representante
    excelso del mismo Dios sobre la tierra.
    Fueron mis primeros artículos de prensa,
    después hubo otros dimes y diretes, restan en hemerotecas,
    no poseo copia, el desorden de los álbumes de recuerdos de
    Enriqueta pudo más que su maternal orgullo, no conserva
    ninguna evidencia de las primeras rebeldías de su
    primogénito.

    Salvador Pániker, alumno jesuita en su Barcelona de
    siempre, conoció, en su época, una realidad
    educacional que, en el caso de la UCAB, la social fue matizando.
    El escritor recuerda con acritud sus tiempos con los jesuitas:
    "allí no había información, no había libertad…ningún fomento del sentido
    crítico. Ningún estimulo de la actividad
    creadora…Lo terrorífico era la ausencia de respiración crítica, de alimentación
    informativa, libre y real". Muchos de nuestros jesuitas eran como
    los de Pániker, sin embargo, tuvimos la suerte de contar
    con algunos curas que se comprometieron, honesta y
    cristianamente, con la construcción de un orden social nuevo,
    más justo, y promovieron un mayor sentido de
    crítica y apertura en sus alumnos. Luis Maria Olaso S.J.
    con su permanente exigencia de apetito mental fue uno de
    ellos.

    AL ENCUENTRO
    DE DIOS

    Siempre hay una Providencia que nos
    inspira

    para aliviar las más apremiantes
    necesidades

    de nuestros semejantes.

    Goethe

    Luis María Olaso, lo contempló- ¿lo
    juzgó?- a más de treinta y tantos años
    transcurridos desde aquel día cuando nos reprendió
    con esa especial autoridad
    celestial de la que están dotados los curas -sean o no
    jesuitas-. Dos años después fui expulsado por una
    semana de la UCAB por vietcongo y cristiano extremista. Olaso,
    reconozco, fue mi mayor y decisiva influencia. Pasamos de ser
    alumno travieso yo y profesor represivo él, para construir
    una cercanía afectiva que amistad llamar no puedo. Hoy, a
    mis cincuenta estrenados, tengo la certeza de que Olaso puso su
    atención en el hombre que
    yo podría ser y no en el joven que para entonces
    era.

    El Padre Olaso tomó bajo su tutela, amparado en
    el Movimiento
    Universitario Católico (MUC), a un grupo
    variopinto de estudiantes sobre los que ejerció una
    ascendencia espiritual que, en mi caso, fue
    fundamental.

    Olaso, navarro de origen, nacido en Pamplona en 1900 y
    algo, tengo entendido que en España fue
    seglar, notario y requeté para luego ofrendar su vida como
    soldado de Cristo en las filas de ese ejercito invencible que
    fundó Ignacio de Loyola para luchar contra el apostatismo
    y la herejía. Cómo y cuándo llegó a
    Venezuela no lo sé, era demasiado joven o poco
    entrépito para inquirir acerca de un pasado que a todas
    luces no quería re-crear. Conocí si, en Pamplona de
    Colombia, a su
    único hermano en un viaje largo e inaudito que desde
    Caracas emprendimos – en santa peregrinación –
    para rendirle los honores en Bogotá al Papa Pablo VI,
    quien fue el primer pontífice en entender que la Iglesia
    no era un inmenso remanso de paz, que la unidad católica
    no se construía impartiendo instrucciones desde el trono o
    con el báculo del Vaticano Papa en la mano.

    El Reverendo Padre Olaso se fue develando y desvelando;
    para calificar la conducta de sus
    alumnos utilizaba un sempiterno y temible bolígrafo de
    cuatro colores: azul aprobado, negro bien, rojo aplazado; el
    verde nunca supe con cual nota se asociaba, pasó de ser un
    tipo soberbio y regañon a ser un cura pana, amigo a veces,
    muy pocas igualitario. Reforzó el movimiento
    católico universitario en la UCAB que ya tenía
    hondas raíces en la enguerrillada Universidad Central de
    Venezuela, donde la izquierda (comunistas, miristas y militantes
    armados) combatían a una derecha adeca y democristiana. El
    MUC fue punto de encuentro, de revelaciones y descubrimientos de
    un cristianismo
    que entendía la caridad, la de verdad, no esa de la
    dádiva de lo que sobra y ya no sirve, como su valor
    más trascendente y fundamental.

    Con cada vez mayor asiduidad comencé a asistir a
    sus reuniones, a pesar de la crítica de algunos
    compañeros que comenzaron a llamarme el hijo del Padre
    Olaso. En alguna que otra aula de la Católica de Jesuitas
    (hoy Instituto Universitario de Caracas), en la Parroquia
    Universitaria de la Universidad Central e incluso en el tope de
    alguna cercana serranía mirandina, nos reuníamos
    para meditar, conversar, discutir acerca de las angustias y
    esperanzas, los consuelos y las tristezas de los hombres que el
    recién celebrado Concilio Vaticano Segundo había
    identificado y confirmado en atrevidas conclusiones para
    aggiornar una iglesia que en ritos, concepciones y
    conductas , en tiempos de mayor gloria, se había
    estancado.

    Cristianismo y mundo cristiano, como diría Lepp,
    se oponían, los del MUC de la Católica y la
    Central, con la Biblia de Jerusalén en manos y creencias,
    apostábamos por el cristianismo originario, aquél
    que se alimenta de la caridad y del amor. Como ingenua revancha
    asistíamos a los confesionarios, pequeños juzgados
    de lo humano regentados por lo divino, a fin de admitir culpas y
    pecados contra la caridad. Más de un sacerdote
    entredormido, volvía en sí para preguntar alarmado:
    ¿contra la castidad? No Padre contra la caridad.
    Salíamos inmunes, sin penitencias que cumplir ni
    indulgencias que contar.

    Olaso era muy pequeño, diminuto más bien,
    calvo, disponía de una voz atiplada que sabía
    manejar a su antojo para amigo o juez ser a la vez. Pronto
    dejó su sotana para cambiarla por la cinta de plástico
    que atravesaba, de un lado al otro, el cuello de este nuevo
    defensor de la justicia, de este cruzado por la paz y los
    derechos
    humanos.

    Con Olaso guiando su Fiat emprendimos un largo
    viaje hacia Bogotá en 1967. En Lara paramos, no donde mis
    tíos Viloria Riera de Carora distantes en el afecto y en
    la geografía,
    dormimos cómodos y seguros en la
    casa del entonces Gobernador del Estado, Said
    Padua Coronel, quien con especial cariño nos dio posada,
    encomendándome el cuidado de su hija Vivian, quien junto
    con su madre también viajarían a Bogotá a
    recibir la bendición papal. Días después
    tuve la ocasión de conocer el muy reputado Hotel
    Tequendama
    donde Vivian y su madre moraban a buen riesgo, mientras
    que yo deambulaba por unos terrenos en las afueras de
    Bogotá, donde se había construido, distante, la
    villa papal.

    Largo y dispar recorrido realizamos con Olaso por las
    montañas, gargantas, despeñaderos, pasos a nivel,
    pueblos y ciudades de una Colombia rural y
    generosa, cuyos sorprendidos habitantes salían de sus
    casas a ver a tan inusitados visitantes. Antes de llegar a la
    gran sabana de Santa Fe de Bogotá, pasamos Cúcuta,
    Bucaramanga, Pamplona, el Páramo de Berlín, San
    Gil, Tunja, despertando, en casas de parroquia, pensiones y
    comederos, la misma cordialidad y extrañeza ante esos
    insospechados e inusuales viajeros. El padre Andújar S.J.
    y Julio Frías nos acompañaban, no recuerdo si
    llegaron con nosotros a Bogotá en el pequeño
    Fiat del trotamundos Olaso que lentamente fue deglutiendo
    kilómetros y kilómetros, mientras nosotros
    engullíamos huevos frescos, hormigas en San Gil,
    bebíamos leche de cabra
    y el cuerpo y la sangre de Cristo
    me era ofrecido todos los días por mis jesuitas amigos y
    por los sorprendidos curitas huéspedes del camino. Con
    Olaso aprendí el valor de la fe sincera, el poder de la
    pequeña emoción, también entendí, en
    ese pedagógico viaje, que dios no se escribe con
    mayúsculas ni exige antesalas para encontrarlo, es un dios
    sin agendas, de puertas y corazón
    abierto, es mi dios amigo, nadapoderoso.

    Bogotá, a diferencia de mi segunda visita unos
    veinticinco años después, ¡qué lejos
    estaba de Caracas en ese entonces!, era una ciudad apacible,
    andina, de pausado andar y cortés trato, muy distinta de
    la caribe, bullanguera y confianzuda Caracas. Conocí La
    Universidad Javeriana
    de rigor, asistí a las misas
    campales, comulgué hasta el hartazgo, y con una Vivian,
    joven y en pleno acné, realizamos unas cuantas visitas a
    no sé quien en no me acuerdo dónde.

    Con Olaso descorrimos la vía de regreso, el
    curita venía feliz del encuentro con el Santo Padre,
    degustaba también, se engolosinaba con el próximo
    encuentro con su único hermano de Pamplona, España,
    en la Pamplona de Colombia. Ahí lo recogimos, los dos
    Olaso se quedaron en Cúcuta; yo con los cien
    bolívares que me había dado el Padre
    continué mi camino hacia Caracas, en un por puesto
    conducido con un atrevido e irresponsable conductor que, a
    fuerza de
    mascar chicle, despierto a duras penas se mantuvo, antes de
    dejarme, de último, en la puerta de mi casa: el ya mentado
    callejón Las Brisas Nº 126, donde una familia, entre
    el miedo y el orgullo, esperaba los bocadillos de membrillo, el
    pan andino y a un hijo que, en adelante, sería
    protagonista de otros viajes,
    testigo de otros mundos.

    Olaso regresó días después,
    misiones religiosas y familiares cumplidas, a continuar
    difundiendo el mensaje de su Dios y a captar nuevos adeptos para
    la causa de una palabra divina, reinterpretada por la Santa
    Iglesia a fin de adaptarla a tiempos nuevos e impacientes
    creyentes que, desde varios sitios del planeta, reclamaban la
    justicia de los cielos y, en especial, la de la Tierra.
    Años después de tanta religión, retiro y
    mística, en compañía de mi dios amigo,
    nadapoderoso, apartado de ritos, inciensos y misales, buscando
    religarme y desligarme como recomienda mi apreciado Salvador
    Pániker, comparto las conclusiones de Los Hermanos de la
    Pureza de Basora: "el hombre perfecto e ideal debería ser
    de origen persa oriental, de educación
    iraquí (es decir, Babilonia), de fe arábiga, hebreo
    por su astucia, discípulo de Cristo en su conducta, tan
    piadoso como un monje sirio, griego en las ciencias
    particulares, indio para interpretar todos los misterios, pero en
    definitiva y especialmente, sufí en toda su vida
    espiritual."

    LA
    DIFUSIÓN DE LA PALABRA DEL SEÑOR

    Creer es vivir, y vivir es creer.

    Roque Barcia

    Alfredo mi hermano empezó la cosa, le dio por ser
    delegado de curso y postularse luego para Presidente o Director
    del Centro de Estudiantes del Colegio La Salle de Tienda Honda;
    antes que yo, intimaba en San Bernardino con los Lovera De Sola,
    Roberto y Alberto, frecuentaba la compañía de
    Rafael Iribarren, Saúl Rivas y Otto Maduro. Camilo Torres
    los había seducido, eran la semilla de una izquierda
    cristiana que años después llegó para
    escandalizar monjas y curas, uno que otro Monseñor, con
    una concreta y controversial propuesta: ¡Ser cristiano
    es ser de izquierda!

    Yo no era de los nuestros, cómodo y
    apoltronado, leía en mi cuarto los libros de la
    Colección Crisol de Aguilar que una vasca vecina y
    generosa, Nerea Alberdi, me obsequió en uno de mis
    cumpleaños, sumados a otros que la fantasía trajo
    con prontitud a mis ojos y mis manos. Alfredo y sus amigos
    izquierdosos me acusaban de pequeño burgués, de
    falto de compromiso, de no querer saber nada del mundo y sus
    injusticias. Desde una altanera distancia de hermano mayor, con
    ellos complaciente compartía, informándome,
    averiguando, inquiriendo acerca de unas ideas más
    realistas y cercanas que las contenidas en mis libros de lejanas
    aventuras, en mis imposibles relatos de
    ficción.

    Como todo proceso, no
    recuerdo cómo ni quién lo inició: de pronto
    me encuentro leyendo cosas serias, ya no las comiquitas,
    los tebeos que vendía la Sra. Inés en la quincalla
    de la esquina ni los consabidos culebrones vaqueros de Marcial
    Lafuente Estefanía, de los que conservó la
    definitiva y crucial pregunta: ¿Es esto una amenaza o
    una advertencia?
    Una suma de factores: Olaso, Alfredo, la
    realidad del mundo, mi curiosidad intelectual, me llevaron a leer
    libros y diarios que tenían que ver con un existencialismo cristiano y militante patrocinado
    por Julio González desde la Librería Nuevo
    Orden, ubicada justo al frente del portón del
    estacionamiento de la vieja universidad ucabista. Allí
    acudíamos a encontrarnos con una dependiente jorobada y
    contrahecha, quien junto con Luisa, arquitecta o estudiante de
    arquitectura,
    compartía con Alfredo mi hermano la misma
    admiración por uno de los Iribarren, Rafael – ya que
    habían varios y además eran vecinos de San
    José: el loco Pancho, Antonio Mundo, Pilarica- el elegante
    y mostachudo estudiante de arquitectura de
    ronca voz y ojos claros que no perdía ocasión para
    incitar a los cristianos a iniciar una revolución
    personalista y comunitaria.

    Con mi habitual capacidad para leer largo y
    rápido, pronto comencé a deglutir textos de Thomas
    Merton, Ignace Lepp, Enmanuel Mounier, Michel Quoist, Erich
    Fromm, Gabriel Marcel, Jacques Maritain, estos disímiles
    autores comenzaron a estar presentes en mi biblioteca y en
    mi vida, al igual que Rafael García Casanova, quien, a
    punto de ser tonsurado y ordenado como sacerdote en la
    Táriba de su juventud y
    adolescencia, con más miedo que valentía,
    tomó el camino de Caracas para estudiar psicología en la
    UCAB, buscar novia y ver por primera vez el agua y el azul
    del mar. Rafael, mucho más curtido en cuestiones
    relacionadas con el espíritu y el alma cristiana,
    comenzó a ejercer sobre mis ganas de saber y conocer una
    decisiva influencia. Sugería lo ya leído y meditado
    en un seminario andino
    cubierto de niebla y protegido por dos gruesos portones que
    separaban la vida del espíritu de la de la carne. Rafael y
    yo comenzamos a escribir en tinta azul pálida
    Parker, dietarios y reflexiones, a estampar nuestros
    nombres en libros que costaban muy poco, uno o dos
    bolívares, en comparación con el saber que
    transmitían. Este impulso frenético por leer y
    estar al día, unido al apetito mental que
    exigía el Padre Olaso, fueron las tempranas bases de
    ingestiones de textos fibrosos y maduros que nuestros insaciables
    estómagos convertían en bolo alimenticio no
    digerido. Leíamos y comentábamos libros y
    encíclicas, la consabida Biblia de Jerusalén, los
    existencialistas y la realidad de un mundo en cambio; muy
    pronto todo tuvo que ver con todo: lo leído en los libros
    adquiridos en Nuevo Orden con lo escuchado en las reuniones del
    MUC, las reflexiones de Rafael, el mío y no el Iribarren
    de mi hermano, hasta que, al fin, las inagotables lecturas y
    comentarios convergieron en un cursillo de cristiandad de los
    patrocinados por el Padre Aguirre, que encendió en
    nuestras voluntades unas incontenibles ganas de hacer, de ser con
    los otros, de transformarnos en protagonistas de un cristianismo
    justiciero y solidario que desde lejos volvió para
    encontrar, en nosotros, nuevos apóstoles y profetas de una
    extraviada caridad.

    No tuvimos empacho en llevar a diferentes puntos de la
    geografía
    nacional, la palabra del Señor. A Barinas, en pleno
    llano, o mejor dicho a Barinitas, llegamos Rafael García y
    yo a ponerle carnita a uno de esos jóvenes y entusiastas
    proyectos
    promovido por la infatigable Guabina Jiménez Leal.
    Desde Caracas y la UCAB llegamos para comunicar lo tanto que
    sabíamos
    a unos jóvenes seglares que alguna
    bola nos pararon en aquella Venezuela distante, donde se conoce
    muy poco de todo. Entusiasmados íbanos y
    venianos hasta que Rafael decidió un buen
    día concentrarse en otras cosas, Guillermito
    Jiménez Leal, una de sus hermanas, amigas y
    compañeros de la Guabina en la UCAB, continuamos
    yendo y viniendo, convirtiendo a la linda Barinas en centro de
    aventuras y apostolado. La pasión por Dios me llevó
    a tener que dormir, por razones de economía, junto con
    Rafael García en la misma y propia cama del Obispo de
    Barinas. Desde ese día nuestra virilidad quedó
    bendecida y bien demostrada.

    En los cursillos de Barinas y Barinitas, en posteriores
    conferencias dictadas en las palestras que mi hermano, sus amigos
    y el cura Prieto apoyaban, expulsé parte del bolo
    alimenticio que, un poco más de tiempo y experiencia,
    habían ayudado a digerir sin producir severas ni
    inconvenientes digestiones. Éramos un poco más
    grandes, un poco menos ignorantes.

    Rafael continuó sus amores con Laura, los dos
    Pedros (Paúl y Raúl) acompañados en esta
    aventura comercial por Néstor Coll, nuestro Lenin
    democristiano- por el parecido físico y no por sus ideas-
    inauguraron, en el primer Centro Comercial de una Caracas que se
    abría a la modernidad, el de
    Chacaito, la librería La Mancha, un adusto y lujoso
    sitio donde, aunque Ud. no lo crea, se podía leer y
    hasta comprar los libros
    . Después de tanta lectura
    gratuita, por supuesto, quebró. En La Mancha de Chacaito
    conocí a una compañera de Rafael y Laura en la
    UCAB.

    CANDELA Y
    TERREMOTO

    El entusiasmo no es más que un
    relámpago.

    Lamartine

    Adriana llegó para conmover mis adolescentes
    años con su sonoro nombre y un apellido incandescente,
    Candela, en mustang rojo y en sandalias, se fue acercando
    al grupo de
    intelectuales que pretendíamos ser. Prontamente
    creí enamorarme de ella, en aquella edad del hombre cuando
    el amor se
    asume como trepidación, desasosiego, prisa, ganas
    infinitas de estar todo el tiempo con la persona amada,
    escuchando las mismas anécdotas y las reiteradas
    confesiones de amor eterno, a pesar de los reclamos de los
    demás miembros de la familia y
    del desmedido costo de la
    factura
    telefónica.

    Adriana estuvo largo tiempo en mi afecto, ya no en mi
    pretendido amor, la recuerdo tal como décadas
    después la volví a ver: intentando ser, insegura,
    combatiendo unos demonios que hacían de ella un infierno
    poco placentero, siempre engañada y desilusionada del
    mundo, entregada a una hija, fruto de un complicado amor con
    nombre de planeta, Fuimos helados FRAPË de gustos
    distintos, insípida ella, insaboro yo, no había
    esencias compartidas, sino sabor a dos.

    No hay felicidades obligadas, más que una novia,
    Adriana fue un reto; autónoma e independiente,
    díscola, ingobernable, individualista, en permanente
    búsqueda de respuestas que nunca supe si las
    encontró. Ingenuo e inoportuno intenté
    dárselas, sin conocer que a nuestra edad lo único
    que teníamos para intercambiar, además de besos y
    caricias, eran preguntas mal formuladas. Prototípica
    primera novia, objeto de mis neuróticos malentendidos
    existenciales, alumna indisciplinada a quien poco le interesaron
    unas lecciones que, en plan de hermano
    mayor, de novio inexperto, de hombre inmaduro, le ofrecí
    sobre como vivir una vida que yo tampoco vivir sabía. Con
    Francis Bacon, a fuerza de imaginarios despechos, entendí
    que. "aprender es recordar, ignorar es saber olvidar."

    Durante mi primera estancia en Paris, luego de una
    ruptura violenta y desgarradora, como lo son todas a esa edad
    cuando pensamos que el mundo se viene abajo, le escribí a
    New York cartas
    kilométricas que sustituyeron las largas llamadas
    telefónicas que en Caracas le hacía, cuyo excesivo
    monto sacaba de quicio a mi madre, al distorsionar el magro y
    menguado presupuesto que
    Enriqueta, lápiz Mongol Nº 2 en mano,
    calculaba y recalculaba en un vano ejercicio por estirar su magro
    y menguado sueldo de secretaria de ministerio, de funcionaria
    pública. A Berta nunca le gustó, decía que
    cuando Adriana llegaba a la casa de San José, la mata de
    ruda, su remedio infalible contra la pava y las malas
    influencias, se marchitaba.

    PUEDES

    Puedes hacer lo que quieras:

    dejar libre la nuca

    ceñirte el velo

    que de mi te ocultó

    Puedes caminar

    segura

    presurosa

    distante:

    nadie te detendrá

    inquisitivo

    emparejando el paso con el tuyo

    Cuando te convenga

    hila ilusiones

    reinventa creencias

    construye futuros

    invéntale

    por favor

    un silencio a mis palabras

    De pronto la tierra
    tembló, un día de finales de Julio de 1967, un
    terremoto de alta intensidad con epicentro cercano en el Mar
    Caribe conmovió los cimientos de casas y edificios
    así como las seguridades de hombres y mujeres. Me peinaba
    y perfumaba para salir de marcha, a parrandear, conversar y ganar
    el tiempo con mis nuevos amigos entre los que no se contaba
    ninguno de los del Callejón las Brisas. Un estruendo seco,
    como rugido de animal milenario apresado entre rocas y magma,
    acompañado de un inusitado vaivén de suelos, techos y
    paredes fue la causa del miedo colectivo:
    ¡Métanse debajo de los dinteles de las puertas!
    ¡No corran!
    fueron las consignas que propagó el
    gobierno… después del seísmo. Despavoridos
    corrimos y a la calle salimos para contemplar un cielo azul
    iluminado por una mortecina luz, como velón de capilla
    mortuoria, a la que luego asistiríamos para darle el
    último adiós a conocidos y amigos que el terremoto
    de una Caracas cumpleañera, cual corte suprema de
    algún Estado de los
    Unidos de América, decidió que no siguieran
    viviendo, otorgándoles, sin más, la pena de
    muerte. Julio González, Rojitas, cercanos en afectos e
    ideas, fallecieron esa noche de naturaleza
    conmovida y humanos conmocionados.

    Para entonces ya había conocido y entablado
    amistad con dos nuevos compañeros de estudio de la UCAB,
    que no lo fueron de aula sino hasta el tercer año de
    derecho: Milos Alcalay y Luken Quintana; con ambos me unió
    una amistad intensa de alcances distintos en el tiempo. Milos,
    el tío Milos de mis hijos, muy de vez en cuando lo
    veo cuando esa diplomacia que lleva en el cuerpo desde
    estudiante, se deja caer por Caracas y una que otra vez llama,
    visita para comentar las cosas del alma, de las políticas
    tácitamente hemos decidido no hablar. Luken, vasco
    prepotente, neurótico, amigo exigente de
    incondicionalidades, de imposibles obsecuencias, se asoma pocas
    veces a mi recuerdo. Cuando lo hace, regresó a Caracas y a
    su terremoto, para pasar estupefacto frente al derruido Palace
    Corvin
    , edificio que, por efecto de la intensidad del
    seísmo, se fue desarmando piso por piso, tubería
    por tubería, instalación eléctrica tras
    cableado, en secuencia, mientras Luken corría escaleras
    abajo hasta llegar a planta baja para contemplar, sudoroso y
    polvoriento, como se derrumbaba el castillo de naipes que, hasta
    ese día y esa hora, fue casa de habitación,
    dirección de correos, su domicilio
    jurídico e inequívoco , en un ahora inexistente
    apartamento de un edificio fenecido.

    Días después, recorriendo con el ahora
    inseparable gordo Milos las calles de Altamira, cuadras arribas
    del extinto edificio de Luken, el recuerdo del terremoto homicida
    volvió a hacerse presente al recoger libros y cuadernos,
    regados, dejados al garete por un viento frío que huesos
    heló después del enardecido temblor; en sus
    páginas se leía el nombre manuscrito de Luken
    Quintana, escrito en tinta verde y con su grafía
    inconfundible que simulaba bachacos, hormigas alineadas en
    perfecto orden.

    Después del terremoto, en la UCAB voluntariosos
    nos organizamos para atender a los más necesitados, sin
    descuidar, por supuesto, a Luken y a sus padres, quienes
    décadas atrás habían perdido también
    otro hogar en su lejana Euskadí, en época de
    guerras
    fraticidas que dejaron grietas tan profundas e insalvables en el
    corazón de las gentes como las del último terremoto
    de Caracas en las avenidas de la ciudad.

    Lídice se convirtió en nuestra área
    de acción comunitaria, barriada del Oeste
    Caraqueño, ubicada en una empinada subida al final de la
    Avenida Sucre, a un paso de la populosa y la hasta entonces
    desconocida, para mí, Catia. En Québec, a
    más de treinta años de nuestro seísmo.,
    conocí a una joven, grácil y descolorida profesora
    de la Université Laval, a quien, visto su interés
    por la humanidad, se me ocurrió preguntarle:
    "¿Tú has visto alguna vez a un pobre?".
    Extrañada, no dio respuesta a mi pregunta, en efecto,
    nunca, jamás había visto a uno de esos que llaman
    pobres. Lídice fue la primera ocasión que
    tuve para enfrentar la magnitud de la pobreza, esa
    la de verdaderas carencias de lo esencial, hambre endémica
    e ignorancia aisladora, de alienación centrada en el
    consuelo y, peor aún, en una esperanza irrealizable de que
    todo podía ser mejor. Aquel barrio del Oeste
    Caraqueño, encuentro brutal con la marginalidad
    social y económica, a cuya resolución
    dedicaríamos después tiempo y esfuerzo en el
    Banco Obrero durante el primer gobierno
    democratacristiano, equipando barrios y, en particular,
    conciencias, acciones que
    nos valieron un defenestramiento masivo rubricado por unas
    autoridades más preocupadas en restaurar plazas y
    escalinatas que espíritus y existencias.

    Lídice fue también el hallazgo de la
    literatura de
    Rómulo Gallegos. Durante el toque de queda impuesto por el
    gobierno, dormía a mis anchas, solo, en la sala de la
    casa, pendientes todos de las llamadas, por los expertos en
    sismología, las secuelas, réplicas del movimiento
    telúrico. Pobre Negro, Doña Bárbara y Juan
    Primito, los rebullones; Marcos Vargas e Hilario Guanipa – jipa,
    jipa – íntimos desde entonces, compartieron conmigo
    cuarto e imaginación, ayudándome a descubrir esa
    otra Venezuela, la de la pobreza, la
    ignorancia y tantas otras carencias parecidas a las encontradas
    en Lídice y sus gentes. La obra de Gallegos, leída
    de un solo tirón, hora tras hora, en noches de temor y
    precaución, contribuyó a transformarme en este
    forastero solitario que, en vez de mí, contemplo cuando me
    miro en el espejo.

     

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    Enrique Viloria Vera

    Madrid, Caracas.

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