- Premios
- Mi infancia: un
corredor - La Salle y el
callejón - Berta, Enriqueta y Roberto
José - Las travesuras en la
Católica de Jesuitas - Al encuentro de
Dios - La difusión de la
palabra del Señor - Candela y
terremoto - Los
astronautas - La política en
la UCAB y el equipamiento de barrios - París: en busca
de mí mismo - Encuentro con la
cultura - La reforma del estado
del Estado - Destino: la
Intolerancia - La ternura
descubierta - La Gran
Venezuela - Europa a
dúo - Guaridas
provisionales - La
Industria - Dos hijos de
postín - Oxford: La
Cátedra Andrés Bello - Combate contra la
envidia
Las autobiografías tienen el mismo problema:
o son "memorias",
en el sentido más burocrático del término
o son novelas o son
cualquier cosa y vaya usted a saber qué, como la
mía…
Fernando Savater
Lo peor de los sentimientos es que carecen de
sentimientos. Al menos, cuando se trata de buscarles una
mínima explicación, ya sea ante otra persona, o en
ese silencio confuso en el que nos hablamos a nosotros mismos.
No es fácil verbalizarlos, resulta difícil
encerrarlos en la jaula de una oración; ni los
más hábiles aciertan al cien por cien al tratar
de atraparlos en un círculo, más o menos
lógico, y por tanto, controlable, del lenguaje
humano.
Braulio Llamero
Defiéndeme, Señor del
impaciente,
Apetito de ser mármol y
olvido
Defiéndeme de ser el que he
sido.
Jorge Luis Borges
Me he quedado solo en casa; sería un buen
momento para inspeccionarla.
Salvador Pániker
Poco y mucho dicen estos recuerdos, añoranzas,
afectos y circunstancias: son lo que son, nada más,
inspeccioné mi casa, encontré lo de siempre y
también lo nunca visto, oído,
sentido, palpado, olido: humo, fuego, cenizas de muerte, vida y
resurrección.
MI INFANCIA: UN
CORREDOR
La infancia es el
sueño de la razón.
Rousseau
Rudyard Kipling cuenta que su primer recuerdo de
infancia fue: "el de un amanecer, su luz y su color y el dorado
y rojo de unas frutas a la altura de mis ojos". La exclusiva
luz crujiente
fue el recuerdo más lejano de Antonio Colinas,
después vendrían otras:"… fogosas, luces de
oro, luces blancas y espesas, luces verdosas o hasta temibles
luces negras". Luis Britto García confiesa que su primer
recuerdo fue: "la vista de una quebrada de automóviles
herrumbrados en San José del Ávila."
En mi caso, estiro los brazos y la memoria, lo
más que puedo, hasta que duelen, para recoger un
mojón duro, pequeño, de mi hermano Alfredo, quien
en una de sus flojeras vitales y no intestinales, dejó
abandonado debajo de una de las camas de nuestro cuarto. Este es
mi primer y más remoto recuerdo de casa, habitación
y hermanos compartidos: primero uno, luego dos
fratellí durmiendo conmigo en cuartos de
pequeñas y estrechas casas de la Parroquia San José
de Caracas. Esa comunidad
familiar impuesta pero necesaria, me confirmó desde muy
pequeño que la convivencia es siempre más
difícil que la soledad: una luz prendida más
allá de la medianoche, un ronquido, un llanto quedo, una
masturbación furtiva, un entendimiento a dos para joderme,
eran conductas y situaciones comprensibles entre nuestros siete y
dieciocho años de edad.
Ni Alfredo ni yo conocíamos el valor
simbólico de aquel pequeño mojón,
sería el regalo más valioso que mi hermano me
daría en su vida; tiempo
después leyendo lo escrito por Sigmund Freud, en
1917, me enteré que:"el niño no experimenta
repugnancia alguna por sus excrementos, a los que considera parte
de su propio cuerpo, se separa de ellos contra su voluntad y los
utiliza como primer regalo a aquellas personas a las que aprecia
particularmente." Gracias atrasadas Alfredo por tu infantil y no
reconocida distinción.
Mi infancia, como toda infancia presumo, pasó
rauda, a millón, con mis hermanos y a pesar de ellos,
protegida por un abuelo y una abuela diseñados para la
ternura, ambos vivieron y murieron prodigando amor en
aquella, la llamada por nuestros vecinos: La casa de
dios.
Mi abuela era más feliz dando, regalando que
recibiendo. Vivimos muchos años en casa de los abuelos
paternos, Tomás y Berta, mientras mi mamá,
María Enriqueta, trabajaba como secretaria en un
ministerio comodín de la guanábana, del
punto-fijismo, de la partidocracia: el Ministerio de Comunicaciones, después crecido con el
añadido del transporte.
Mi padre hace tiempo que se
había marchado física y
afectivamente de nuestras vidas, hombre
legendario que no llegó a ser mi héroe, se
exilió un buen día del hogar dejando tras de
sí un perro de yeso fragmentado, una televisión
Silvana astillada en su punta superior izquierda, cinco hijos
llorando, una mujer desolada,
una suegra auto-suficiente que sentenció: tampoco es
para tanto, hombre es
lo que sobra, un abuelo, viejo siempre viejo,
dispuesto a tomar la batuta de una familia que no
terminó convertida en orquesta afinada y acoplada; tampoco
el éxito
del concierto dependía de Tomás, los ejecutantes
debíamos tocar nuestros instrumentos y así lo
hicimos, en repetidas ocasiones, sin embargo, en ese entonces, no
conocíamos que las partituras eran diferentes.
Un día de paso fugaz y pendenciero, Roberto que
así era el nombre de mi padre, y el que por razones de
linaje y sucesión también porto, aunque todos me
conozcan por Enrique; bizarra costumbre nominativa de una
familia que
para no confundir al padre con el hijo, decidió llamar a
cada uno de los hijos de mi madre, y no de mi padre quien nunca
más apareció por la casa ni por nuestros corazones,
por el segundo nombre: Enrique, Alfredo, Raúl, Nacarid y
la siempre inevitable excepción; la nené, quien
después retomó su primer nombre: Mariela para
tampoco ser confundida con mi mamá: Enriqueta, así
pues Mariela Enriqueta continúa llamándose y por
Mariela la seguimos conociendo.
Nombres indelebles llevo a cuestas: el Roberto Enrique,
como solían llamarme algunos integrantes de mi familia, mi
abuela, unas tías, la muerte lo
ha puesto en desuso o entre paréntesis, – quién lo
sabe -. Durante mucho tiempo, debido a mi precocidad y a una
cierta cara de niño asustado, me llamaron Enriquito; hoy a
la altura de los cincuenta, amigos de hace más de 40 kilos
y mucho más cabello, todavía me saludan con el
cordial: ¿Qué hay Enriquito? Sin embargo, para
mí ese, el tal Enriquito, quedó atrás, muy
atrás, tiempo hace. La vida profesional iniciada a
temprana edad me ha llevado a ser sin solución de
continuidad el doctor, el señor, el profesor, el director,
el decano, y Don Enrique Viloria Vera, por obra y gracia de una
de las decisiones más rápidas e importantes que he
tomado en mi vida.
Regreso de nuevo a nuestra primera casa de San
José, al final del Callejón Santa Elena, juego en un
corredor que en mis primeros años semejaba un inmenso
estadium. Fue mi primera cancha deportiva, allí circulaban
raudos carritos de todos colores, las
metras, las bolondronas rodaban libertarías, los
soldaditos de plomo libraban confusas e interminables batallas,
muriendo y resucitando para volver a entrar en combate. Las ratas
también hacían lo suyo; para recoger el agua de
lluvias, paralela al corredor, había una cuneta, donde
más de una vez una que otra rata se asomaba para que
Berta, cual combatiente medieval, luego de atraerla con algo de
comer, le arrojara, desde las almenas de su castillo familiar,
una olla de agua hirviente
que desollaba pieles y aprehensiones. Desde entonces mi temor a
los roedores, a su curiosidad olfativa, a su cara de yo no fui,
todo sin haberme enterado aún de que esas pulgas que
anidan y crecen golosas en su cuerpo fueron las culpables de la
gran peste negra que diezmó a Europa en la Baja
Edad Media.
Todavía recuerdo las nuestras, no aquellas magras, flacas,
como las que llegaron de Crimea cómodamente instaladas en
las bodegas de los barcos de los comerciantes venecianos, sino
las mías, gordas, grises como ratas grises, dientonas,
impávidas, poco gentiles, retadoras, apostando por su
capacidad para desaparecer con ardides de magas o hechiceras,
mostrando audacias de paracaidista, de escaladoras de
Himalayas.
Mis odiadas ratas muchas veces acudieron, por sí
solas, a mi encuentro, incluso a mi pent – house de Caracas, mi
ático caraqueño, hasta allí, un sexto piso
alejado del suelo,
llegó una de mis ancestrales enemigas descifrando el
laberinto de los ductos de basura,
atraída por el olor seductor e incitante de una familia
que aprecia el queso francés bien fait.
Aquella rata, descarada y aventurera, terca e insistente,
pereció valientemente en recia batalla con nuestra
señora de servicio de la
época, Teresa, quien pacientemente la aguardó y con
gusto la apaleó, pensando, disfrutando, gastando
anticipadamente la jugosa recompensa que le había ofrecido
si la traía viva o muerta. No me atreví a ver su
cadáver, me bastó la palabra de la decidida
combatiente barloventeña. Tiempo después,
estudiando, viviendo, siendo en París, en el París
de los setenta del Siglo XX, tuve otra vez noticias de mis ratas,
de muchas de ellas, un ejército de roedores nos
acompañaba solidario e indiferente en nuestras
correrías nocturnas por el viejo barrio de Les
Halles, cuando el restaurant Au pied de côchon
era exclusividad de bohemios, borrachos y marchantes del hoy
desaparecido mercado. Mis
amigas, sus incontenibles e innumerables descendientes
continúan seguramente ahí, en el Beaubourg,
esperando silentes el menor descuido de vigilantes y curadores
para darse el gran banquete con un collage de Picasso o
más chauvinistamente con un lienzo de Georges
Braque.
Antonio Machado escribió que su infancia" son
recuerdos de un patio de Sevilla, y un huerto claro donde madura
el limonero", la mía fue el corredor de Santa Elena que
servía también de lindero con una casa vecina,
habitada por un matador de toros famoso y envejecido, el
señor Manrique. Nunca lo vi en traje de luces o faenando
con el capote ejecutando una media verónica; lo recuerdo
magro, enjuto, acompañado de su inseparable esposa,
Corina, quien junto con mi abuela disponían de un canal de
distribución aéreo, de intercambio
afectivo de bienes que
denominamos la ventanita del aire. A través
de esa inexistente e innecesaria ventana, iban y venían
majaretes, naranjas, polvorosas, caraotas, cachapas, así
como cualquier otro manjar recién salido de unos hornos
fraternos que desconocían el egoísmo y la
soledad.
Mi infancia en la casa de Santa Elena fue breve, mis
recuerdos duros aunque escasos. Tomás recibió una
herencia,
cuotaparte de un legado de una lejana y desconocida
tía-abuela muerta en San Cristóbal, con ese
dinero nos
mudamos de San José a San José, a la que hoy es la
exclusiva casa de los Viloria. Doña Berta, mi abuela, la
tacamajaca, propietaria original, murió hace algunos
años, sus nietos se apropiaron de la denominación
del inmueble ubicado en el Nº 126 de Brisas a Placer. En
esta nueva casa cambié el corredor por el
callejón.
De mi infancia guardo recuerdos gratos, placenteros, no
hay trauma que exhibir ni psiquiatra que alimentar. Fui al
colegio primario, a uno pequeño, privado, propiedad de
un amigo de mi padre, Florencio Chacón, en el que como
quien no quiere la cosa, ante la ausencia de normativas o
reglamentaciones de ingreso, comencé la primaria a mis
escasos cuatro años. A esa edad era el juguete favorito de
mi mamá: Enrique ¿de qué color es el
caballo blanco de Bolívar?, hijo cuál es la
capital de
Venezuela,
cuántos son dos más dos. Preciso y certero en mis
respuestas fui ascendiendo de grado y trasladado de aula en aula
hasta quedar bajo la tutela de mi maestra por antonomasia, la
Sra. Gladys Millán, quien prodigó todo su
cariño y parte de su asombro a ese carajito tan
inteligente.
El fundamento verdadero de la felicidad: la
educación
Simón Bolívar
San José, la vieja parroquia caraqueña,
continuó siendo el predio de mis andanzas adolescentes.
Ahora con diez estrenados años y en casa nueva,
comencé mi bachillerato en el Colegio La Salle de Tienda
Honda. No tengo epítetos ni adjetivos para narrar mi
felicidad de aquel lustro. El colegio lasallista fue mi segunda
casa, salía raudo de sus aulas para volver, después
de almuerzo, a jugar pelota con la mano, ver ensayar la banda o
envidiar la flexibilidad de unos atletas que, bajo la dirección del terrible profesor Castro,
hacían piruetas sobre el potro o la barra fija.
Asmático dicen que fui, protegido por un
certificado médico quedé exento de efectuar
gimnasia;
todavía conservo el récipe, lo exhibo en gimnasios
y laboratorios de salud, aunque una que otra
tarde, en un splint desconocido, sea capaz de recorrer
cuatro o más kilómetros para tranquilizar mi
conciencia y
movilizar los kilos de más que el saber y el pensar
profundo instalan como rollos en una existencia que desea
evitarlos.
Vuelvo a La Salle y sus pasillos, comencé mi
bachillerato en un extremo, cerca del árbol
señorial del patio. Como buen hombre de ciudad, desconozco
su nombre, sólo recuerdo su fruto: el cachito que
pulíamos y pulíamos para luego perforarlo, pasar
una cadena a través del mismo y convertirlo en llavero sin
llaves. A la sombra de aquel árbol se encontraba el
home y más lejos, en el otro lado, a dos pisos de
altura, la balaustrada, la cerca, el lindero que la pelota
bateada con la mano debía superar para convertir el batazo
en jonrón festivo y celebrado. Medardo Fraile, excepcional
observador de lo nimio, reivindica el valor de la
simple y anodina pelota, dice Fraile:"…es el
juguete número uno sin lugar a dudas. Es como si no
pudiese extraérsele jamás el jugo, como si nunca
envejeciera, como sí nos sorprendiera con una pirueta
nueva en cada bote. Su simplicidad la hace asequible al
más pobre y nos salva de la tentación humana de
‘verle las tripas’." Una cordial y anónima
pelota de goma, bateada con la mano, nos hizo felices casi todos
los días de nuestro lasallista bachillerato.
De esos tiempos adolescentes
conservo también mis mejores recuerdos. Eran los
60’s, los celebérrimos sesentas que, en una ciudad
pequeña y pacata como Caracas, nada tenían que ver
con los de Londres, Paris o California. Cierto que llegaron los
Beatles y que los Darts hicieron lo suyo para poner
a la juventud a
bailar el pájaro bañista – a bari a bari a bari a
bari be – o a conquistarse entonando la letra de baladas birladas
a Lennon o a McCartney, pero lo nuestro era otra cosa:
picó y la Billo’s, José Luis
Rodríguez, Memo Morales y Cheo García, mientras que
en Europa
veían a sus chicas paradas allí, nosotros
evitábamos que el tigre se comiera nuestras carnes
morenas.
La Salle y el callejón fueron el epicentro de mi
vida adolescente en una Caracas cordial que todavía no
conocía la desconfianza y el delito, no
había necesidad de puertas cerradas, ni ojos
mágicos se instalaban para cerciorarse de quien
vivía; la gente empujaba la puerta y deslizaba sus
buenassss, gente de paz, pasaporte suficiente, salvoconducto
innecesario que ponía al alcance de amigos y vecinos
intimidades que no tenían nada que ocultar.
La Salle de Tienda Honda y el callejón Las Brisas
fueron juego y
fanatismo, béisbol y tertulia, pasión por lo hecho
esa noche, ese domingo inolvidable, por Vitico y César
Tovar, arrechera infinita con el Carrao Bracho y Camaleón
García. Los fanáticos del Caracas, al igual que los
del Magallanes, esperábamos el encuentro entre los eternos
rivales, eso que los españoles llaman ahora castizamente
el derby, para angustiarnos y aguantar la respiración hasta el fin del juego, porque
como dicen que decía Yogy Berra el juego no termina
hasta que se acaba. Al día siguiente, fiesta y
echonería si había ganado el Caracas 9 a 0;
expectativas por ver al gordo Jiménez comiéndose
nueve arepas, rellenas y consumidas con riguroso luto, una por
una, por cada cero recibido por el Magallanes, divisa y temprana
razón de ser de su beisbolero y adiposo
fanatismo.
La Salle y el callejón, de ambos convergen
recuerdos desiguales y olvidos involuntarios. De La Salle muchos
recuerdos, ningún olvido, emociones, alguno
que otro miedo por siempre haber sido el más
pequeño, la sopa de alguno de los más grandes que,
entre zancadillas, chicotes y guatacos por las orejas,
hacía valer su condición de capo di tutti
capi. Pocos o casi ningún amigo conservo,
Víctor Guédez, coetáneo pero no
contemporáneo en términos de Ortega y Gassett,
anduvo por esos pasillos antes que yo, de él
conservé una imagen
desvaída que después el tiempo y la amistad ayudaron
a concretar. Del callejón, por el contrario, guardo,
atesoro valiosas e insustituibles imágenes
de amigos, panas, compinches, cuyos nombres y apellidos
verdaderos o completos nunca conocí: el Buitre,
Ratón sucio y percusio, Gorilón, Canuto,
el Flaco, Ezequiel, Julio, Daniel, conmigo y mis hermanos
jugaron chapita, la infaltable pelota bateada con la mano,
fútbol con el aplastado envase de cartón de
chico-malt sirviendo de balón de la FIFA, a la vez
que construíamos futuros inventados y alentábamos
enamoramientos no correspondidos en tertulias sin fin hasta bien
entrada la madrugada, protegidos por cobardes valentías
adolescentes.
El callejón Las Brisas era variopinto, en
él y en sus cuadras adyacentes moraban tanto familias
tradicionales de una Caracas que no salía de sus
parroquias como inmigrantes italianos , lusitanos o
españoles que habitaban en casas de pensión,
falansterios, viejas casonas transformadas en largas sucesiones de
cartuchos autosuficientes, o bien regentaban los abastos y
panaderías de la parroquia, cuando todavía el
efectivo era innecesario y desconocidas las tarjetas de
crédito; bastaba con el simple
anótelo por favor y un muñón de lápiz
estampaba cifras menguas sobre las páginas de un cuaderno
que fungía de libro de
contabilidad
contentivo de las cuentas por
cobrar de todos los vecinos de la cuadra. Joao de Funchal, De
Souza de Nogueira, Da Silva de Lisboa, Faustino Soto de Asturias,
Zenodio Rodríguez de Andalucía, Constantino
González de Galicia , Massa y D’amico de Italia,
Roselló de Cataluña, Alberdi del país vasco,
rondan en espíritu por las calles y plazas de sus pueblos
ibéricos e itálicos, navegando por sus mares,
evocados por sus descendientes, mientras sus cenizas yacen en
algún rincón de una Venezuela que
no supo de racismos, de extranjeros, de ciudadanos de segunda, de
inmigrantes indeseados.
Aquellos tiempos de irresponsable inocencia infantil y
adolescente los recogí en un poema que da titulo a alguno
de mis libros
más sentidos:
INFANTERIAS
Después de tanto decantar
de tanto cernir
vivencias sitios
lugares amigos
los exámenes del colegio la salle
el farol que alumbraba optimista
los estudios realizados al aire
libre
en la silla de extensión
cuando se comentaba con amigos
que ya no están un beso sin saliva
el primer roce de una mano femenina
Puedo sumar también
la ausencia de un padre legendario
que no alcanzó a ser mi héroe
un abuelo siempre amigo
una abuela que nunca
saldrá de mi corazón
De mi madre
es poco y mucho lo que queda
cualquier recuerdo suyo
tiene un toque de infelicidad
un tono de desesperanza
de amores que no pudieron ser
Van quedando
la inagotable chaqueta
la camisa manga larga
la pulcritud el horario
y sobre todo
este maldito sentido de responsabilidad
que me lleva
a levantarme todos los días
para hacer lo que tengo que hacer
como si fuera
el último minuto de mi vida
BERTA, ENRIQUETA Y
ROBERTO JOSÉ
Detrás del nombre hay algo que no
nombra.
Jorge Luis Borges
Mi padre continúa vivo, sigiloso, inadvertido,
ronda en el desconsuelo y desesperanza de mi madre, habita en el
recuerdo de mi abuela tan cercana a él en creencias y
conductas. Roberto José Viloria Avendaño,
trujillano de fina estirpe, nacido en Lagunillas de Mérida
como consecuencia de la huída de mi abuelo Seferino, quien
desde Escuque – el alto – guarida requería como
castigo por su participación en acciones
contra un régimen gomecista que no admitía disensos
ni enemigos, al menos eso me han dicho.
Roberto para amigos y hermanos, Viloria para mi madre y
mis abuelos, nadie para nosotros. ¡Qué baina con
los apellidos en nuestro país!; habrá que
recordar que Francisco I de Francia y
Enrique VIII de Inglaterra, en
virtud del crecimiento y movilidad de sus súbditos lo
impusieron, eliminando sin remordimientos el vínculo, el
lazo con la puebla o el pueblo natal propio. Los españoles
no necesitaron hacerlo, ya lo hacían, su pureza de
orígenes debía ser mostrada a fin de justificar
que, en su sangre, no
corrían hematocrito o hemoglobina judía o mora. En
Venezuela continuamos en tiempos de Castilla y Aragón,
limpiando linajes, remendando apellidos, ocultando ancestros,
enderezando, en vez de sembrarlos y abonarlos, árboles
sin genealogía. El Viloria de mi padre es navarro, dos
brezales, dos flores; el Vera de mi madre aragonés,
toponímico, a la orilla de; Avendaño, vasco, lugar
de arándanos, tejos o endrinos, y el Márquez,
patronímico, descendiente de Marcos. Consigno mis
apellidos a los fines de cualquier nuevo registro de
pureza racial que la historia de la humanidad,
imprevisible, nos depara en formas evidentes o
camufladas.
En el entierro de Félix, mi padrino, su hermano
mayor, dispuesto a hacer una concesión contra el orgullo y
la distancia impuestos
seguramente por su suegra y por mi madre, reencuentro a mi padre,
elegante, bien trajeado. En un Bel-Air de dos colores, blanco y
negro, como zapato de bailarín cubano, salgo con él
a comerme un helado de no sé qué en no sé
dónde. Regresé a la casa de mis primos para
despedirme de mi tío muerto y de un padre que desde
aquél día también murió.
Muchas cosas de Roberto se decían, alababan su
conducta
solidaria, su pasión por la igualdad y la
justicia que
lo llevó a militar en la extinta y siempre práctica
Unión Republicana Democrática (URD). Enriqueta
guarda en alguna gaveta del escaparate conyugal o en su corazón
tal vez, volantes, afiches, dípticos, ya no en blanco y
negro sino en ese amarillo que adquiere el tiempo en los papeles,
donde figura el nombre de mi padre junto a los de Jóvito
Villalba, Alirio Ugarte Pelayo, Simón Antonio
Paván, Blonval López y algunos otros
compañeros de su partido, quienes tiempo después,
como Ministros uerredistas, comodines de la democracia,
ayudaron a mi madre a mantener cinco bocas, como ella, orgullosa,
gusta de recordar.
Roberto José era querido y apreciado, me consta,
cuando en detestadas ocasiones, saco en mano, acompañaba a
mi mamá al viejo mercado de San
José: Marchantica ¿Cómo está?,
¿Qué sabe de Viloria?, pruebe, lleve,
después me paga, saludos a Roberto. Más
de una vez tuve conciencia de la
aceptación que mi padre despertaba en los demás, de
oportuno y florido verbo, siempre fresco, presto a los tragos y
al placer, al dominó y las bolas criollas, a llamar a la
gente por su nombre, a piropear a las mujeres feas que
también, decía, tienen derecho, al viaje de
campaña, al mitin y al exilio.
Exilio doble, del país y de su familia, del
político poco sé, nunca me interesó mucho
saber por cuánto tiempo y dónde estuvo, algunos
recuerdan que salió por Coro a Curaçao y
después regresó para instalarse definitivamente en
Valencia. Por boca y cuentos de un
medio hermano, Roberto Rodríguez, aprendí a conocer
algo del otro Roberto, del poeta aventurero que no
encontró destino en la política ni en la
capital de
Venezuela, donde esposa y cinco hijos quedaron pendientes de
alguna explicación, de una de esas respuestas que
sustentan extrañamientos y olvidos a la vez que apaciguan
hipótesis y sorpresas.
Dicen que Berta y Roberto compartían la misma
alegría de dar, que ambos eran capaces de quitarse de
encima una prenda de vestir para ofrecerla solidarios a quien la
necesitara, puedo dar fe a medias por lo que a mi abuela
corresponde. Chiquita, indiada, autoritaria y analfabeta
funcional, nunca entendió cómo las letras entraban
por los ojos, las recortaba y se las comía, se las tragaba
en seco, no en un, dos, tres, sino en un a b c. Leía como
si fuese un silabario humano: mi ma má me a ma yo a mo a
mi ma má, firmaba lentamente, dibujando cada letra con un
esfuerzo supremo que la llevó a morir sin testamento, pero
con su entierro semanalmente pagado al cobrador de una funeraria
que, lunes tras lunes, tocaba la puerta de la casa de San
José: La Coromoto, La Coromoto.
Roberto murió y Berta también. Cuentan los
allegados de mi padre que en plena agonía, presentida la
pronta llegada de la Parca y advertidos los servicios
fúnebres, alguien le propuso avisar a sus hijos de Caracas
y a sus hermanos en Barquisimeto; su respuesta fue contundente:
¡Coño déjenme morir tranquilo, esto no es
una parrilla!
Roberto, el otro, Rodríguez, así me lo
contó una tarde de parrilla verdadera en un cortijo
mirandino, donde mi medio hermano vivo convidó a nuestro
padre muerto para revivirlo en mi memoria. Tiempo
después, pensando quizás en el velatorio paterno al
que nunca asistí, le dediqué este poema:
PADRE
Me acerqué
a la urna
para contemplar
por primera vez
tu rostro
los gusanos
ya se habían encargado
de preservar
tu anonimato
Ni mi madre ni mi padre héroes fueron, Enriqueta
siempre fue demasiado cobarde para asumir más riesgos de los
que tenía y Roberto demasiado parrandero. Mis invencibles
e indiscutibles personajes de aquellos tiempos fueron otros:
Hopalong Cassidy, El Llanero Solitario, Toro
su amigo y las infaltables balas de plata; el Cisco Kid y
su ayudante Pancho, es decir, yo y mi hermano Alfredo,
disfrazados, yo como Cisco, él como Pancho, posando ante
un fotógrafo de postín a quien las familias
caraqueñas le encargaban más que un daguerrotipo,
un antídoto contra el olvido. Creo que desde aquella foto
de carnaval, Alfredo mi hermano comenzó a odiarme sin que
lo supiera, fueron necesarios treinta y tantos largos años
para hacer las paces de una guerra que
nadie declaró. Superman también se
instaló en nuestra imaginación, comprar,
intercambiar, leer comiquitas era la distracción favorita,
tebeos las llaman en la Madre Patria, no recuerdo quien propone
denominar, no a los tebeos sino a España, la
Tía Patria. Batman y Robin, el hombre de
acero y la mujer
maravilla, y todo un club de superhéroes llegó
primero en forma de historieta y luego como serie de televisión
o largo filme para incitar la imaginación de unos
adolescentes que, poco a poco, fuimos desprendiéndonos de
la fantasía ajena para enfrentar realidades propias.
Primero fuimos vaqueros a caballo, ignorantes de los diez
mandamientos del cowboy que Gene Autry escribió en
1939: Un cowboy nunca toma, aprovecha honestamente una
ventaja. Un cowboy nunca traiciona sus creencias. Un
cowboy siempre dice la verdad. Un cowboy es amable
con los niños,
los ancianos y los animales. Un
cowboy no tiene prejuicios raciales o religiosos. Un
cowboy es solícito, siempre echa una mano a los que
están en apuros. Un cowboy es un buen trabajador.
Un cowboy respeta a las mujeres, a sus padres y las
leyes del
país. Un cowboy es un patriota. Hoy, vueltos a leer
estos preceptos me convenzo de que George W. Bush es el cowboy
por antonomasia, al menos en creencias, sus conductas que las
juzgue Alá. Más grandes, mis hermanos y yo,
dejamos las cabalgaduras para, con alas propias, intentar volar,
sin nada saber de turbulencias, techos bajos y escasa
visibilidad. Bambilandia, aquel país donde los
niños
eran felices y gozaban más, fue quedando en el
olvido.
Berta, mi abuela, falleció décadas
después, tranquila, alejada de su pequeño mundo: su
casa, su hija, sus nietos; se negó a comer y se
echó a dormir, cerró labios y ojos, el recuerdo lo
mantuvo abierto para contemplar con ternura a su azabache, a su
blanco perla, a su nené, a quienes continuaba adorando en
medio de su aislamiento: ¿Quién es Roberto
Enrique?, mi nieto más querido, mi azabache, mi
príncipe, ¿Y yo quién soy? ¡Ay
señor yo a ud. no lo conozco! Acompañada de los
suyos, no de nosotros, recorrió los días, las horas
que le faltaban para subir al cielo a chismear con su vieja amiga
la Virgen de Las Mercedes. Antes de morir se despidió
mentalmente de los más viejos, de sus padres que no
conoció, de sus hermanos muertos de verdad y de una
tía suya, Julia, que moría de mentira, dos veces
resucitó, una más que Cristo, y lo hizo siempre
puntualmente, veinticuatro horas después de haber dejado
de respirar. Cuando de verás se murió nadie le
creyó. Aún así, comparto con Borges la idea de
que: "no hay leyendas en
esta tierra y ni un
solo fantasma camina por nuestras calles".
Sin embargo, los vecinos del Callejón Las Brisas
cuentan que en la nochecita, cuando la fresca entra, se escucha,
a lo lejos, una dulce letanía, una cancioncita, que nada
tiene de llanto de sayona o chiflido de silbón, procede
del viejo cementerio de los hijos de Dios: es un cántico
monótono, repetido, desafinado, entonado por una voz
femenina como de nona, de abuela huérfana: No
tengo padre, no tengo madre, no tengo a nadie que me quiera a
mí.
* * *
En Cadillac negro ninety nine, con cola de
cisne, brillante, recién pulido, transitamos Roberto y yo
por la autopista, mi padre conduciendo tranquilo, volante y
cigarrillo en mano. La Avenida Bolívar tomamos para
dirigirnos luego al norte, Ávila enfrente, San José
en la mirada. De pronto dos, tres, carros de patrulla del
régimen hacen sonar sirenas de las viejas, ululantes,
aullando a tiempo completo sin intermitencias, espasmos o
interrupciones, Roberto, retrovisor revisado, dice
¡coño nos persiguen! Ordena:
acuéstate atrás; pequeño y ágil me
tiendo largo a largo en el piso del carro al tiempo que
ráfagas de ametralladora comienzan a oírse a la
distancia. Roberto gira el inmenso volante de un lado al otro,
toma a la izquierda, cruza a la derecha, continúa a toda
chola conduciendo experto y decidido por estrechas callejuelas,
laberinto descifrado por un connaisseur experto en armar
ovillos. Vamos adelante, les cogemos distancia: carajito mucho
cuidado, ¡no te asomes¡, ¡no levantes la
cabeza¡, ¡ tírate al suelo¡;
lloriqueando cumplo una orden que años después
también acataría estrictamente en Santiago de
Chile durante
la segunda quincena del mes de septiembre de 1973.
Roberto se concentra en la carretera, acelera, cambia de
canal, dribla, esquiva motos y autobuses de la
Circunvalación No 2, la verde, cruza calles, utiliza el
hombrillo, no respeta aceras, se sube, se monta en ellas, pasa
entre árboles
y parquímetros, los evita, al fin salimos a descampado,
detonaciones en la distancia anuncian distanciamientos. Mi padre
llega por Altagracia a San José, por la parte de
atrás, camino conocido, pan comido.
Como pícaro Don Gato, papá frena el
carro, retrocede, entra en un oscuro cul de sac, apaga las
luces, coloca un paño negro sobre el farol de la esquina,
regresa al carro, se tiende en el asiento delantero, yo continuo
pegado y orinado en el piso trasero, inmóviles, sin
respirar. Las patrullas de la Seguridad
Nacional pasan de largo, un, dos, tres zumbidos inolvidables. No
nos movemos, con los corazones, el izquierdo y el derecho,
latiendo, tum tum tum tum tum tum. Sin muchas reflexiones,
retomamos la calle para quedarnos largo rato en casa del Sr.
Núñez, un compadre de mi papá acostumbrado a
esos avatares de la política en la
clandestinidad.
Los esbirros de la Seguridad
Nacional impacientes, arrechos, tocan la puerta de la casa del
callejón Santa Elena. Enriqueta les abre, entran en
tromba, preguntan, inquieren, registran, despachan culatazos a
diestra y a siniestra sin notar que las puertas de los
escaparates no tienen llave, testigos mudas de la intolerancia
política astilladas continúan en la casa del
Callejón las Brisas. En esa ocasión, le tocó
a mis hermanos contemplar el allanamiento desde debajo de sus
camas; la nené, en brazos de Enriqueta, lloraba sin
contenciones, a pesar de las amenazas del Inspector Jefe del
comando, quien, hastiado de lágrimas y mocos
ordenó: ¡Carajo callen a todos esos muchachos y
díganle a Viloria que por esta vez se salió con las
suyas! Roberto escanciaba con su compadre Núñez un
whisky President, del que gustaba beber el General Marcos
Evangelista Pérez Jiménez, quien, a esa misma hora
en la Orchila, escanciaba su tercero del día, con soda y
bastante hielo, mientras una carajita, en pantaletas y sin
sostén, tetas grandes, pezones duros, lo esperaba sentada
en la motoneta, para después, teticas en espalda, abrazar
una gruesa cintura que ya no era de cadete, y comenzar un paseo
playero que culminaría, media hora después, en una
cama de la República perfectamente arreglada, a la que
Marcos Evangelista llegaba exigente y en calzoncillos comprobando
el excelente trabajo realizado por sus edecanes, para luego,
medio peo, comenzar a desordenar el lecho, baboseando y abrazando
a una jovenzuela virgen y resignada, hija mayor de uno de los
Forjadores de la Patria, muy amigo del General, quien aguardaba
impaciente el pago de unas valuaciones millonarias por concepto de la
construcción del Paseo Los Próceres.
El oficio de cancelación todavía no contaba con la
rúbrica del generalote, quien, en ese preciso momento,
desvirgaba a la inocente y llorosa hija del patriota contratista
de la Nación.
La Tesorería Nacional hasta hoy no ha emitido la
correspondiente orden de pago.
Indiferente a las conversaciones de los mayores, ya
tranquilo, divertido veía a Gaby, Fofó y Miliki en
la
televisión en blanco y negro de los
Núñez; mi madre, en medio de una de las tantas
angustias políticas
que le dio mi padre, preparaba, ofuscada, el tetero de la
nené, las arepas y las natillas de mis hermanos. Yo estaba
feliz, los tiros, la policía y la persecución
fueron como los de la
televisión, mañana se lo contaría a mis
compañeros del colegio… para nada, siempre pensaban
que eran mentiras mías. Tiempos más tarde, ante una
que otra increíble pero real anécdota,
también me tildaron de mitómano.
Tomás, ignorante de lo sucedido, todavía
no había llegado a casa con su acostumbrado
sandwich de pernil de cochino que reponía la
armonía familiar. Berta molesta lo aguardaba resignada,
reacomodando el orden de su humilde casa, alterado por las
andanzas políticas
de su imposible yerno, empeñado en ser líder
de una conspiración que a ningún puesto de gobierno le
llevó. Meses después, Roberto volvería
borracho de una de sus correrías políticas o del
lecho de su amor de turno
para, entre llantos, gritos y amenazas, ponerle punto final a una
paternidad y a un matrimonio de
escasa duración. Meses más tarde la vaca lechera
con Marcos Evangelista en su vientre, emprendía vuelo de
ida sin regreso desde la Carlota y un marino buen mozo, vestido
de blanco, cara de galán y de sugestivo nombre
cinematográfico, Wolfang, tomaría por un tiempo la
jefatura de una Junta de Gobierno que,
luego de un complicado proceso de
acuerdos y arreglos, convocaría a elecciones generales
para darle curso a un acuerdo democrático : el Pacto de
Punto Fijo que, décadas después, otro militar, Hugo
Chávez, golpista legitimado, pensando como reprocha
Saramago que " la patria es sólo de algunos, nunca de
todos", convertiría en motivo, en razón de conflictos,
desacuerdos e innecesarios odios entre venezolanos, como los que
Roberto y Enriqueta, quizás, anidaron en sus corazones,
sin que sus vecinos ni sus hijos lo supieran. Enriqueta fue
aplaudida a rabiar aquel 23 de Enero, olvidada ya, para nosotros,
su pasantía por la Seguridad Nacional.
LAS TRAVESURAS EN LA
CATÓLICA DE JESUITAS
Nosotros, los de entonces, ya no somos los
mismos.
Pablo Neruda
Gustavo Martínez Pérez y su familia,
democracia
repuesta y exilios adecos en olvido, jugaron un papel estelar
en la decisión que a mis quince años, ya bachiller
lasallista, debía tomar: ¿Qué estudios
hacer?, ¿Cuál carrera emprender?, eran y siguen
siendo las típicas preguntas de unos adolescentes
bisoños que continúan confundiendo el ser con el
hacer. La noche de nuestra graduación de bachilleres, un
poco alegrones y con nuestros primeros cigarrillos en manos y
boca, rodeados de progenitores y familiares orgullosos, Gustavo
me dijo: voy a estudiar Derecho en la Católica:
¿porqué no vienes conmigo?, a lo que
respondí: puede ser, pero no tengo dinero para el
pago de la matricula y las mensualidades… 60 viejos
bolívares que hoy, a valor presente, seguirían
costando lo suyo y mucho más. Rápida y eficiente su
hermana mayor, cuyo nombre no acude a mi memoria, a pesar
que en mis noches insomnes insisto en recordarlo- ¿Luz?-
lo resolvió todo, o la mitad, de golpe y porrazo ¡no
te preocupes que con tu promedio y tu edad te consigo ya
una beca del Concejo Municipal de Sucre!
Esa beca que luego resultaría media, unida a otra
media, sumaron el entero que necesitaba para ingresar a la
entonces elitista y excluyente Universidad
Católica Andrés
Bello de Caracas (UCAB) regentada por la
Compañía de Jesús: A.M.D.G.
Rápidamente, sin muchos análisis vocacionales ni orientaciones
académicas, dejando atrás una cierta pasión
por la Historia (con
h mayúscula que todavía me acompaña),
ingresé a la, para muchos, inaccesible UCAB sita en la
esquina de Jesuitas de la parroquia Altagracia de Caracas, cuadra
y media más arriba de la esquina de Tienda Honda, donde La
Salle me había hecho bachiller y feliz, o alegre
más bien, como gusta de diferenciar Anaís
Nim.
Alegre, feliz a pesar de los topetazos, de los guatacos
por la oreja, de los con to’y mitad, con to’y tumba,
de los agavillamientos de los más viejos al más
pendejo, es decir, yo. Fuerza y
voluntad requerí para una mañana robar un black
Jack de esos que, junto con las manoplas, se guardaban (por
si los rojos venían) en el Laboratorio de
Física
regentado por un viejo hermano de La Salle, Francisco, apodado El
Chivito, y descargar, con toda mi furia, uno que otro golpe en la
humanidad del ahora famoso narrador y comentador hípico
Gustavo Ríos. Cuatro golpes de black jack, tres no
me jodas más, un corrillo de compañeros exaltados
gritando: "dale, dale, dale", un regaño del hermano Jorge
– rojo como bombillo de burdel – y un castigo bienvenido:
aprenderme de memoria el poema de Andrés Eloy Blanco:
Giraluna canta y canta la luna sobre las estrellas, se
sumaron a fin de que otro próximo bachiller de apellido
Macarone , italiano de ancha frente y andar pausado, viniera a
ser el nuevo objetivo de
unos topetazos lanzados por sus compañeros al garete, con
descuido, a un vacío preciso limitado por cejas y cabellos
napolitanos. El buen Macarone desde ese día se
convirtió en la nueva sopa del curso,
lástima que esa aventura vengadora ocurrió tarde,
estando ya en 5to. Año, meses antes de nuestra ya casi
inmediata graduación como bachilleres en Humanidades,
magra, escueta: catorce o quince estudiantes de los que recuerdo
al pequeño Omar Estacio, dueño para entonces de un
también minúsculo Renault semejante a una cucaracha
, capaz de inflarse y convertirse en globo para permitir a medio
curso dar una vuelta a la cuadra y piropear a las carajitas del
Santa Teresita ; al Pepe Guerra largo y
alto, habitante de un diseño
urbano utópico construido en La Pastora de acuerdo con la
visión de un iluso arquitecto venezolano de mucha
imaginación y poco reconocimiento: Ramiro Navas. Pepe
después sería abogado de Onésimo, mi
tío de Barquisimeto; Asdrúbal Aguiar, el apreciado
tuerto, mote endilgado, en venganza, por nuestro
Fidias venezolano, Fernando Vegas; y por supuesto, a mi
insustituible amigo de la adolescencia,
Gustavo Martínez Pérez, con quien ingresé
lleno de entusiasmo e ilusión a la UCAB y de cuyo genuino
compañerismo disfruté hasta que un amor con el
nombre de Maritza, súbito llegó, en nuestro tercer
año de derecho , para sustituir con creces un afecto muy
distinto a la amistad.
Décadas después, Gustavo y yo nos vimos para
confirmar, silentes, como quien no quiere aceptarlo, que ninguna
amistad se alimenta del recuerdo.
La UCAB fue acogedora desde sus inicios, a pesar del
reproche inicial del Padre Luis María Olaso S.J., quien en
su primera clase de Introducción
al Derecho, luego del ingreso de Gustavo Martínez y yo
al aula, prontamente nos recriminó: ¡Ajá
fumando y con sombrero! Bueno es recordar que como todo
ingreso a una nueva logia, secta o religión, el bautizo,
el rito iniciático en la universidad
consistía en que los más viejos le cortaran el
cabello a los nuevos: andar rapado era entonces verdadero motivo
de orgullo, éramos neo-universitarios, no neo-nazis
recién reclutados. La Católica fue en adelante mi
nueva segunda casa, sustituyó con creces a la cercana
Salle de Tienda Honda en mis andanzas y correrías de San
José a Altagracia. Siempre traviesos, con la adolescencia a
cuestas, inventamos, Gustavo, yo y no me acuerdo quién
más ¿Blanco quizás?, mandarnos a hacer, cual
si estuviésemos en la londinense calle camisera de
Jermyn Street, tres camisas idénticas, cuello alto
con botones estilo Oxford, grandes rayas negras sobre blanco
fondo. Así, con un uniforme que nadie exigía, nos
presentábamos en clase, disfrazados de comparsa, causando
la hilaridad de unos cuantos, la burla de los demás; el
sentido del ridículo no se había presentado
aún en nuestras vidas.
Corría el año 65 y entraba el 66, eran
tiempos de paz y amor, adornados por hippies de largo y
sucio pelo, sandalias , pantalones de campana y batolas de seda
imitando la moda
hindú; yo, siempre recatado, vestía mi acostumbrado
pantalón oscuro, camisa manga larga y la sempiterna
chaqueta Mc Gregor impuesta por La Salle.
Nuestra primera aula de universidad estaba, como toda
sociedad
humana, dividida. De un lado se sentaban, intimaban, cuchicheaban
los niños bien, los llegados a más, orgullosos del
apellido de sus ancestros y, en especial, de sus carros que
descendían, como revelación divina, desde las
alturas de un garaje mecánico situado en un costado del
viejo edificio de los jesuitas. Un Pontiac Boneville, un
M.G. de dos puestos conducido por la coqueta hija de un ex
ministro de Pérez Jiménez, incluso un Mercedes
Benz gaviota, blanco de abiertas alas, cuyo seno
conocí al volante de Juan Penzini Fleury, compañero
de estudios que temprano entregó esta vida, dejando sus
sesos impresos en la pared de su cuarto en una vieja casona
gomecista de Campo Alegre. Curiosidad juvenil que, en nada
importó, a una indiferente Parca experta en activar
inocentes gatillos de innecesarias pistolas. La tragedia
sustituyó por algunos días a la comedia de nuestras
tempranas vidas.
Del otro lado del aula habitaba una diversidad
variopinta, los clase media normales, los del interior del
país y algunos cuantos que carecíamos tanto de
dinero como de linaje, nos sentábamos en aquellos salones
exclusivos acompañados de nuestros anónimos
ancestros, expectantes, sorprendidos, esperando la llegada de
profesores que tenían fama de conocedores, arrechos y
raspadores, de verdaderos maestros como Andrés
Aguilar, el otro Aguilar, José Luis, Tomás Polanco
Alcántara, Reinaldo Rodríguez Navarro, nuestro
modesto y humilde padrino de promoción, Chibly Abouhamad, uno de los
más apreciados, Gonzalo Pérez Luciani , sobrio o
con unos habituales tragos de más, Eloy Maduro,
Jesús Ramón
Quintero, Francisco Mármol, Maria Luisa Tosta, en fin, una
legión de auténticos juristas que amaban la
docencia.
Aquel primer año de Derecho, a mis quince
años, fue de jodedera, de muchachadas, de travesuras
cotidianas que demostraban que la niñez aún me
acompañaba. Uno de nuestros viernes, dos kilos de pescado
fresco comenzaron a hacer, pacientes, su hediondo trabajo,
percibido por autoridades, profesores y compañeros, en
toda su fetidez, el lunes en la mañana.
Cochrane era de Ciudad Bolívar y cada quince
días iba y volvía a su ciudad natal para llenarse
los ojos de Orinoco y el cuerpo de laulau y pastel de morrocoy.
Otro de nuestros viernes, le propusimos que el lunes siguiente no
llegara temprano a clase. Nosotros sí lo hicimos portando
la infausta noticia: Cochrane había fallecido en un
tempranero accidente de tránsito ocurrido en la siempre
asesina bajada de Tazón. Con cara de aflicción y
condolencia fuimos recogiendo un bolívar aquí, otro
más allá, contribuciones para la solidaria corona y
la inevitable esquela mortuoria. Los bolívares eran
prodigados con cara de resignación y tristeza, de no puede
ser, hasta que el propio Cochrane, vivito y coleando, hizo su
entrada al salón de clase. Esa inesperada y bienvenida
resurrección motivó tanta alegría y contento
que obligó a los portadores de la mala nueva, es decir,
nosotros, Gustavo, Blanco, algunos otros, el propio Cochrane, por
supuesto, y yo a bebernos unas cervezas a su salud, nos fuimos con
el dinero
recogido para nota y corona, al bar de Joao, el portugués
de enfrente, quien siempre estaba atento, previsivo, ante lo que
podía ocurrir en la aparente inocente UCAB y en su
desprotegido botiquín.
Las Institutas, no las del emperador y jurista
Justiniano, sino un cuadernillo artesanal de corte
humorístico que el fin de semana preparábamos
Gustavo Martínez, Alfredo Maldonado, dibujante de
comics por excelencia y yo, pronto se convirtió en
el centro de atención del curso 1º A de la hasta
entonces apacible Facultad de Derecho. De mano en mano circulaba
el cuadernillo, el pasquín, generando emociones
diversas: risas, sorpresa, indignación, reclamos,
arrecheras y hasta una que otra sonora mentada de madre. Las
Institutas recogían el pulso de la clase, el tono
cursi de los hijos de la recién vestida burguesía
criolla, patéticos dirían los ingleses; fueron en
toda la extensión de la palabra un semanario:
artículos de opinión, caricaturas, sociales y hasta
horóscopos eran recogidos cada siete días en
nuestro artesanal cuadernillo manuscrito, cosido con pabilo. Ese
periodiquillo artesanal fue nuestra única y mejor manera
de vengarnos de las cursilerías y bravuconadas de unos
burgueses compañeros que, las más de las veces,
creían ser los protagonistas de Seventy Seven Sunset
Street.
El Digesto llegó, no me acuerdo como ni
cuando, a sustituir a Las Institutas. Pasamos de ser
editores de un periódico
impreso a mano a convertirnos en muralistas novatos, dotados por
la UCAB de una vitrina vertical y móvil que nos
permitía afichar con tachuelas nuestros mensajes y
jodederas semanales en vez de coserlas. El mural dio de que
hablar, se inició con el mismo estilo y propósito
de su predecesora, haciendo humorismo, pero poco a poco, y en
especial ante un desafortunado accidente automovilístico
de Alfredo Maldonado que lo dejó incapacitado,
algún desgano de Gustavo y la aparición de Roberto
J. Lovera De Sola, evolucionó para ponerse a tono con los
tiempos que corrían: segundo lustro de los sesenta:
años de cambio, de
revoluciones, de ruptura de paradigmas, de
barricadas, de insurrecciones ideológicas que El
Digesto, mejor dicho, Roberto Lovera y yo nos atrevimos a
afrontar, impulsados por una nueva visión de la Iglesia y del
Cristianismo
que el, hasta entonces conservador y requeté, Padre Olaso
se encargó de promover apoyado en las conclusiones del
Concilio Vaticano II y en las enseñanzas de la
Encíclica Populorum Progressio.
El modesto mural fue una verdadera conmoción en
una UCAB pacata, conservadora y burguesa, en la que los jesuitas
tradicionales no tenían otra ocupación que la de
escuchar en confesión y oficiar el matrimonio de
unas alumnas bobaliconas y superficiales, encerradas en su
pequeño mundo de seguridades y protecciones.
Progresivamente el mural fue haciéndose más
agresivo, más desafiante, más radical, citas del
Che Guevara
vecinas a las de un Papa que proclamaba: la justicia es el
nuevo nombre de la paz, reseñas de los diálogos
de cristianos y marxistas en Mariembad, una que otra
alusión a Camilo Torres: la lucha es larga comencemos
ya, a Garaudy, a Karl Rhaner, Maritain, fueron calentando un
ambiente que
ya de por sí estaba caldeado debido a la toma de
posiciones de la comunidad
católica en Venezuela y la de la jesuita de la UCAB en
particular.
A causa de El Digesto, Monseñor Eduardo
Henríquez, luego Obispo de Valencia, nuestro insigne
profesor de Derecho Canónico, tomó pluma,
argumentos y dogmas para publicar en El Nacional un
artículo criticando y atacando la audacia y osadía
de unos alumnos ucabistas que se atrevían a plantear el
dialogo entre
marxistas y cristianos. Ramón J.
Velásquez, director para la época del periódico
y Presidente de la República después, le dio
acogida en la sección Cartas al Director a las
respuestas que Lovera De Sola y yo le dimos a tan alto personero
de la Santa Iglesia
Católica, Apostólica y Romana, a un representante
excelso del mismo Dios sobre la tierra.
Fueron mis primeros artículos de prensa,
después hubo otros dimes y diretes, restan en hemerotecas,
no poseo copia, el desorden de los álbumes de recuerdos de
Enriqueta pudo más que su maternal orgullo, no conserva
ninguna evidencia de las primeras rebeldías de su
primogénito.
Salvador Pániker, alumno jesuita en su Barcelona de
siempre, conoció, en su época, una realidad
educacional que, en el caso de la UCAB, la social fue matizando.
El escritor recuerda con acritud sus tiempos con los jesuitas:
"allí no había información, no había libertad…ningún fomento del sentido
crítico. Ningún estimulo de la actividad
creadora…Lo terrorífico era la ausencia de respiración crítica, de alimentación
informativa, libre y real". Muchos de nuestros jesuitas eran como
los de Pániker, sin embargo, tuvimos la suerte de contar
con algunos curas que se comprometieron, honesta y
cristianamente, con la construcción de un orden social nuevo,
más justo, y promovieron un mayor sentido de
crítica y apertura en sus alumnos. Luis Maria Olaso S.J.
con su permanente exigencia de apetito mental fue uno de
ellos.
Siempre hay una Providencia que nos
inspira
para aliviar las más apremiantes
necesidades
de nuestros semejantes.
Goethe
Luis María Olaso, lo contempló- ¿lo
juzgó?- a más de treinta y tantos años
transcurridos desde aquel día cuando nos reprendió
con esa especial autoridad
celestial de la que están dotados los curas -sean o no
jesuitas-. Dos años después fui expulsado por una
semana de la UCAB por vietcongo y cristiano extremista. Olaso,
reconozco, fue mi mayor y decisiva influencia. Pasamos de ser
alumno travieso yo y profesor represivo él, para construir
una cercanía afectiva que amistad llamar no puedo. Hoy, a
mis cincuenta estrenados, tengo la certeza de que Olaso puso su
atención en el hombre que
yo podría ser y no en el joven que para entonces
era.
El Padre Olaso tomó bajo su tutela, amparado en
el Movimiento
Universitario Católico (MUC), a un grupo
variopinto de estudiantes sobre los que ejerció una
ascendencia espiritual que, en mi caso, fue
fundamental.
Olaso, navarro de origen, nacido en Pamplona en 1900 y
algo, tengo entendido que en España fue
seglar, notario y requeté para luego ofrendar su vida como
soldado de Cristo en las filas de ese ejercito invencible que
fundó Ignacio de Loyola para luchar contra el apostatismo
y la herejía. Cómo y cuándo llegó a
Venezuela no lo sé, era demasiado joven o poco
entrépito para inquirir acerca de un pasado que a todas
luces no quería re-crear. Conocí si, en Pamplona de
Colombia, a su
único hermano en un viaje largo e inaudito que desde
Caracas emprendimos – en santa peregrinación –
para rendirle los honores en Bogotá al Papa Pablo VI,
quien fue el primer pontífice en entender que la Iglesia
no era un inmenso remanso de paz, que la unidad católica
no se construía impartiendo instrucciones desde el trono o
con el báculo del Vaticano Papa en la mano.
El Reverendo Padre Olaso se fue develando y desvelando;
para calificar la conducta de sus
alumnos utilizaba un sempiterno y temible bolígrafo de
cuatro colores: azul aprobado, negro bien, rojo aplazado; el
verde nunca supe con cual nota se asociaba, pasó de ser un
tipo soberbio y regañon a ser un cura pana, amigo a veces,
muy pocas igualitario. Reforzó el movimiento
católico universitario en la UCAB que ya tenía
hondas raíces en la enguerrillada Universidad Central de
Venezuela, donde la izquierda (comunistas, miristas y militantes
armados) combatían a una derecha adeca y democristiana. El
MUC fue punto de encuentro, de revelaciones y descubrimientos de
un cristianismo
que entendía la caridad, la de verdad, no esa de la
dádiva de lo que sobra y ya no sirve, como su valor
más trascendente y fundamental.
Con cada vez mayor asiduidad comencé a asistir a
sus reuniones, a pesar de la crítica de algunos
compañeros que comenzaron a llamarme el hijo del Padre
Olaso. En alguna que otra aula de la Católica de Jesuitas
(hoy Instituto Universitario de Caracas), en la Parroquia
Universitaria de la Universidad Central e incluso en el tope de
alguna cercana serranía mirandina, nos reuníamos
para meditar, conversar, discutir acerca de las angustias y
esperanzas, los consuelos y las tristezas de los hombres que el
recién celebrado Concilio Vaticano Segundo había
identificado y confirmado en atrevidas conclusiones para
aggiornar una iglesia que en ritos, concepciones y
conductas , en tiempos de mayor gloria, se había
estancado.
Cristianismo y mundo cristiano, como diría Lepp,
se oponían, los del MUC de la Católica y la
Central, con la Biblia de Jerusalén en manos y creencias,
apostábamos por el cristianismo originario, aquél
que se alimenta de la caridad y del amor. Como ingenua revancha
asistíamos a los confesionarios, pequeños juzgados
de lo humano regentados por lo divino, a fin de admitir culpas y
pecados contra la caridad. Más de un sacerdote
entredormido, volvía en sí para preguntar alarmado:
¿contra la castidad? No Padre contra la caridad.
Salíamos inmunes, sin penitencias que cumplir ni
indulgencias que contar.
Olaso era muy pequeño, diminuto más bien,
calvo, disponía de una voz atiplada que sabía
manejar a su antojo para amigo o juez ser a la vez. Pronto
dejó su sotana para cambiarla por la cinta de plástico
que atravesaba, de un lado al otro, el cuello de este nuevo
defensor de la justicia, de este cruzado por la paz y los
derechos
humanos.
Con Olaso guiando su Fiat emprendimos un largo
viaje hacia Bogotá en 1967. En Lara paramos, no donde mis
tíos Viloria Riera de Carora distantes en el afecto y en
la geografía,
dormimos cómodos y seguros en la
casa del entonces Gobernador del Estado, Said
Padua Coronel, quien con especial cariño nos dio posada,
encomendándome el cuidado de su hija Vivian, quien junto
con su madre también viajarían a Bogotá a
recibir la bendición papal. Días después
tuve la ocasión de conocer el muy reputado Hotel
Tequendama donde Vivian y su madre moraban a buen riesgo, mientras
que yo deambulaba por unos terrenos en las afueras de
Bogotá, donde se había construido, distante, la
villa papal.
Largo y dispar recorrido realizamos con Olaso por las
montañas, gargantas, despeñaderos, pasos a nivel,
pueblos y ciudades de una Colombia rural y
generosa, cuyos sorprendidos habitantes salían de sus
casas a ver a tan inusitados visitantes. Antes de llegar a la
gran sabana de Santa Fe de Bogotá, pasamos Cúcuta,
Bucaramanga, Pamplona, el Páramo de Berlín, San
Gil, Tunja, despertando, en casas de parroquia, pensiones y
comederos, la misma cordialidad y extrañeza ante esos
insospechados e inusuales viajeros. El padre Andújar S.J.
y Julio Frías nos acompañaban, no recuerdo si
llegaron con nosotros a Bogotá en el pequeño
Fiat del trotamundos Olaso que lentamente fue deglutiendo
kilómetros y kilómetros, mientras nosotros
engullíamos huevos frescos, hormigas en San Gil,
bebíamos leche de cabra
y el cuerpo y la sangre de Cristo
me era ofrecido todos los días por mis jesuitas amigos y
por los sorprendidos curitas huéspedes del camino. Con
Olaso aprendí el valor de la fe sincera, el poder de la
pequeña emoción, también entendí, en
ese pedagógico viaje, que dios no se escribe con
mayúsculas ni exige antesalas para encontrarlo, es un dios
sin agendas, de puertas y corazón
abierto, es mi dios amigo, nadapoderoso.
Bogotá, a diferencia de mi segunda visita unos
veinticinco años después, ¡qué lejos
estaba de Caracas en ese entonces!, era una ciudad apacible,
andina, de pausado andar y cortés trato, muy distinta de
la caribe, bullanguera y confianzuda Caracas. Conocí La
Universidad Javeriana de rigor, asistí a las misas
campales, comulgué hasta el hartazgo, y con una Vivian,
joven y en pleno acné, realizamos unas cuantas visitas a
no sé quien en no me acuerdo dónde.
Con Olaso descorrimos la vía de regreso, el
curita venía feliz del encuentro con el Santo Padre,
degustaba también, se engolosinaba con el próximo
encuentro con su único hermano de Pamplona, España,
en la Pamplona de Colombia. Ahí lo recogimos, los dos
Olaso se quedaron en Cúcuta; yo con los cien
bolívares que me había dado el Padre
continué mi camino hacia Caracas, en un por puesto
conducido con un atrevido e irresponsable conductor que, a
fuerza de
mascar chicle, despierto a duras penas se mantuvo, antes de
dejarme, de último, en la puerta de mi casa: el ya mentado
callejón Las Brisas Nº 126, donde una familia, entre
el miedo y el orgullo, esperaba los bocadillos de membrillo, el
pan andino y a un hijo que, en adelante, sería
protagonista de otros viajes,
testigo de otros mundos.
Olaso regresó días después,
misiones religiosas y familiares cumplidas, a continuar
difundiendo el mensaje de su Dios y a captar nuevos adeptos para
la causa de una palabra divina, reinterpretada por la Santa
Iglesia a fin de adaptarla a tiempos nuevos e impacientes
creyentes que, desde varios sitios del planeta, reclamaban la
justicia de los cielos y, en especial, la de la Tierra.
Años después de tanta religión, retiro y
mística, en compañía de mi dios amigo,
nadapoderoso, apartado de ritos, inciensos y misales, buscando
religarme y desligarme como recomienda mi apreciado Salvador
Pániker, comparto las conclusiones de Los Hermanos de la
Pureza de Basora: "el hombre perfecto e ideal debería ser
de origen persa oriental, de educación
iraquí (es decir, Babilonia), de fe arábiga, hebreo
por su astucia, discípulo de Cristo en su conducta, tan
piadoso como un monje sirio, griego en las ciencias
particulares, indio para interpretar todos los misterios, pero en
definitiva y especialmente, sufí en toda su vida
espiritual."
LA
DIFUSIÓN DE LA PALABRA DEL SEÑOR
Creer es vivir, y vivir es creer.
Roque Barcia
Alfredo mi hermano empezó la cosa, le dio por ser
delegado de curso y postularse luego para Presidente o Director
del Centro de Estudiantes del Colegio La Salle de Tienda Honda;
antes que yo, intimaba en San Bernardino con los Lovera De Sola,
Roberto y Alberto, frecuentaba la compañía de
Rafael Iribarren, Saúl Rivas y Otto Maduro. Camilo Torres
los había seducido, eran la semilla de una izquierda
cristiana que años después llegó para
escandalizar monjas y curas, uno que otro Monseñor, con
una concreta y controversial propuesta: ¡Ser cristiano
es ser de izquierda!
Yo no era de los nuestros, cómodo y
apoltronado, leía en mi cuarto los libros de la
Colección Crisol de Aguilar que una vasca vecina y
generosa, Nerea Alberdi, me obsequió en uno de mis
cumpleaños, sumados a otros que la fantasía trajo
con prontitud a mis ojos y mis manos. Alfredo y sus amigos
izquierdosos me acusaban de pequeño burgués, de
falto de compromiso, de no querer saber nada del mundo y sus
injusticias. Desde una altanera distancia de hermano mayor, con
ellos complaciente compartía, informándome,
averiguando, inquiriendo acerca de unas ideas más
realistas y cercanas que las contenidas en mis libros de lejanas
aventuras, en mis imposibles relatos de
ficción.
Como todo proceso, no
recuerdo cómo ni quién lo inició: de pronto
me encuentro leyendo cosas serias, ya no las comiquitas,
los tebeos que vendía la Sra. Inés en la quincalla
de la esquina ni los consabidos culebrones vaqueros de Marcial
Lafuente Estefanía, de los que conservó la
definitiva y crucial pregunta: ¿Es esto una amenaza o
una advertencia? Una suma de factores: Olaso, Alfredo, la
realidad del mundo, mi curiosidad intelectual, me llevaron a leer
libros y diarios que tenían que ver con un existencialismo cristiano y militante patrocinado
por Julio González desde la Librería Nuevo
Orden, ubicada justo al frente del portón del
estacionamiento de la vieja universidad ucabista. Allí
acudíamos a encontrarnos con una dependiente jorobada y
contrahecha, quien junto con Luisa, arquitecta o estudiante de
arquitectura,
compartía con Alfredo mi hermano la misma
admiración por uno de los Iribarren, Rafael – ya que
habían varios y además eran vecinos de San
José: el loco Pancho, Antonio Mundo, Pilarica- el elegante
y mostachudo estudiante de arquitectura de
ronca voz y ojos claros que no perdía ocasión para
incitar a los cristianos a iniciar una revolución
personalista y comunitaria.
Con mi habitual capacidad para leer largo y
rápido, pronto comencé a deglutir textos de Thomas
Merton, Ignace Lepp, Enmanuel Mounier, Michel Quoist, Erich
Fromm, Gabriel Marcel, Jacques Maritain, estos disímiles
autores comenzaron a estar presentes en mi biblioteca y en
mi vida, al igual que Rafael García Casanova, quien, a
punto de ser tonsurado y ordenado como sacerdote en la
Táriba de su juventud y
adolescencia, con más miedo que valentía,
tomó el camino de Caracas para estudiar psicología en la
UCAB, buscar novia y ver por primera vez el agua y el azul
del mar. Rafael, mucho más curtido en cuestiones
relacionadas con el espíritu y el alma cristiana,
comenzó a ejercer sobre mis ganas de saber y conocer una
decisiva influencia. Sugería lo ya leído y meditado
en un seminario andino
cubierto de niebla y protegido por dos gruesos portones que
separaban la vida del espíritu de la de la carne. Rafael y
yo comenzamos a escribir en tinta azul pálida
Parker, dietarios y reflexiones, a estampar nuestros
nombres en libros que costaban muy poco, uno o dos
bolívares, en comparación con el saber que
transmitían. Este impulso frenético por leer y
estar al día, unido al apetito mental que
exigía el Padre Olaso, fueron las tempranas bases de
ingestiones de textos fibrosos y maduros que nuestros insaciables
estómagos convertían en bolo alimenticio no
digerido. Leíamos y comentábamos libros y
encíclicas, la consabida Biblia de Jerusalén, los
existencialistas y la realidad de un mundo en cambio; muy
pronto todo tuvo que ver con todo: lo leído en los libros
adquiridos en Nuevo Orden con lo escuchado en las reuniones del
MUC, las reflexiones de Rafael, el mío y no el Iribarren
de mi hermano, hasta que, al fin, las inagotables lecturas y
comentarios convergieron en un cursillo de cristiandad de los
patrocinados por el Padre Aguirre, que encendió en
nuestras voluntades unas incontenibles ganas de hacer, de ser con
los otros, de transformarnos en protagonistas de un cristianismo
justiciero y solidario que desde lejos volvió para
encontrar, en nosotros, nuevos apóstoles y profetas de una
extraviada caridad.
No tuvimos empacho en llevar a diferentes puntos de la
geografía
nacional, la palabra del Señor. A Barinas, en pleno
llano, o mejor dicho a Barinitas, llegamos Rafael García y
yo a ponerle carnita a uno de esos jóvenes y entusiastas
proyectos
promovido por la infatigable Guabina Jiménez Leal.
Desde Caracas y la UCAB llegamos para comunicar lo tanto que
sabíamos a unos jóvenes seglares que alguna
bola nos pararon en aquella Venezuela distante, donde se conoce
muy poco de todo. Entusiasmados íbanos y
venianos hasta que Rafael decidió un buen
día concentrarse en otras cosas, Guillermito
Jiménez Leal, una de sus hermanas, amigas y
compañeros de la Guabina en la UCAB, continuamos
yendo y viniendo, convirtiendo a la linda Barinas en centro de
aventuras y apostolado. La pasión por Dios me llevó
a tener que dormir, por razones de economía, junto con
Rafael García en la misma y propia cama del Obispo de
Barinas. Desde ese día nuestra virilidad quedó
bendecida y bien demostrada.
En los cursillos de Barinas y Barinitas, en posteriores
conferencias dictadas en las palestras que mi hermano, sus amigos
y el cura Prieto apoyaban, expulsé parte del bolo
alimenticio que, un poco más de tiempo y experiencia,
habían ayudado a digerir sin producir severas ni
inconvenientes digestiones. Éramos un poco más
grandes, un poco menos ignorantes.
Rafael continuó sus amores con Laura, los dos
Pedros (Paúl y Raúl) acompañados en esta
aventura comercial por Néstor Coll, nuestro Lenin
democristiano- por el parecido físico y no por sus ideas-
inauguraron, en el primer Centro Comercial de una Caracas que se
abría a la modernidad, el de
Chacaito, la librería La Mancha, un adusto y lujoso
sitio donde, aunque Ud. no lo crea, se podía leer y
hasta comprar los libros. Después de tanta lectura
gratuita, por supuesto, quebró. En La Mancha de Chacaito
conocí a una compañera de Rafael y Laura en la
UCAB.
El entusiasmo no es más que un
relámpago.
Lamartine
Adriana llegó para conmover mis adolescentes
años con su sonoro nombre y un apellido incandescente,
Candela, en mustang rojo y en sandalias, se fue acercando
al grupo de
intelectuales que pretendíamos ser. Prontamente
creí enamorarme de ella, en aquella edad del hombre cuando
el amor se
asume como trepidación, desasosiego, prisa, ganas
infinitas de estar todo el tiempo con la persona amada,
escuchando las mismas anécdotas y las reiteradas
confesiones de amor eterno, a pesar de los reclamos de los
demás miembros de la familia y
del desmedido costo de la
factura
telefónica.
Adriana estuvo largo tiempo en mi afecto, ya no en mi
pretendido amor, la recuerdo tal como décadas
después la volví a ver: intentando ser, insegura,
combatiendo unos demonios que hacían de ella un infierno
poco placentero, siempre engañada y desilusionada del
mundo, entregada a una hija, fruto de un complicado amor con
nombre de planeta, Fuimos helados FRAPË de gustos
distintos, insípida ella, insaboro yo, no había
esencias compartidas, sino sabor a dos.
No hay felicidades obligadas, más que una novia,
Adriana fue un reto; autónoma e independiente,
díscola, ingobernable, individualista, en permanente
búsqueda de respuestas que nunca supe si las
encontró. Ingenuo e inoportuno intenté
dárselas, sin conocer que a nuestra edad lo único
que teníamos para intercambiar, además de besos y
caricias, eran preguntas mal formuladas. Prototípica
primera novia, objeto de mis neuróticos malentendidos
existenciales, alumna indisciplinada a quien poco le interesaron
unas lecciones que, en plan de hermano
mayor, de novio inexperto, de hombre inmaduro, le ofrecí
sobre como vivir una vida que yo tampoco vivir sabía. Con
Francis Bacon, a fuerza de imaginarios despechos, entendí
que. "aprender es recordar, ignorar es saber olvidar."
Durante mi primera estancia en Paris, luego de una
ruptura violenta y desgarradora, como lo son todas a esa edad
cuando pensamos que el mundo se viene abajo, le escribí a
New York cartas
kilométricas que sustituyeron las largas llamadas
telefónicas que en Caracas le hacía, cuyo excesivo
monto sacaba de quicio a mi madre, al distorsionar el magro y
menguado presupuesto que
Enriqueta, lápiz Mongol Nº 2 en mano,
calculaba y recalculaba en un vano ejercicio por estirar su magro
y menguado sueldo de secretaria de ministerio, de funcionaria
pública. A Berta nunca le gustó, decía que
cuando Adriana llegaba a la casa de San José, la mata de
ruda, su remedio infalible contra la pava y las malas
influencias, se marchitaba.
PUEDES
Puedes hacer lo que quieras:
dejar libre la nuca
ceñirte el velo
que de mi te ocultó
Puedes caminar
segura
presurosa
distante:
nadie te detendrá
inquisitivo
emparejando el paso con el tuyo
Cuando te convenga
hila ilusiones
reinventa creencias
construye futuros
invéntale
por favor
un silencio a mis palabras
De pronto la tierra
tembló, un día de finales de Julio de 1967, un
terremoto de alta intensidad con epicentro cercano en el Mar
Caribe conmovió los cimientos de casas y edificios
así como las seguridades de hombres y mujeres. Me peinaba
y perfumaba para salir de marcha, a parrandear, conversar y ganar
el tiempo con mis nuevos amigos entre los que no se contaba
ninguno de los del Callejón las Brisas. Un estruendo seco,
como rugido de animal milenario apresado entre rocas y magma,
acompañado de un inusitado vaivén de suelos, techos y
paredes fue la causa del miedo colectivo:
¡Métanse debajo de los dinteles de las puertas!
¡No corran! fueron las consignas que propagó el
gobierno… después del seísmo. Despavoridos
corrimos y a la calle salimos para contemplar un cielo azul
iluminado por una mortecina luz, como velón de capilla
mortuoria, a la que luego asistiríamos para darle el
último adiós a conocidos y amigos que el terremoto
de una Caracas cumpleañera, cual corte suprema de
algún Estado de los
Unidos de América, decidió que no siguieran
viviendo, otorgándoles, sin más, la pena de
muerte. Julio González, Rojitas, cercanos en afectos e
ideas, fallecieron esa noche de naturaleza
conmovida y humanos conmocionados.
Para entonces ya había conocido y entablado
amistad con dos nuevos compañeros de estudio de la UCAB,
que no lo fueron de aula sino hasta el tercer año de
derecho: Milos Alcalay y Luken Quintana; con ambos me unió
una amistad intensa de alcances distintos en el tiempo. Milos,
el tío Milos de mis hijos, muy de vez en cuando lo
veo cuando esa diplomacia que lleva en el cuerpo desde
estudiante, se deja caer por Caracas y una que otra vez llama,
visita para comentar las cosas del alma, de las políticas
tácitamente hemos decidido no hablar. Luken, vasco
prepotente, neurótico, amigo exigente de
incondicionalidades, de imposibles obsecuencias, se asoma pocas
veces a mi recuerdo. Cuando lo hace, regresó a Caracas y a
su terremoto, para pasar estupefacto frente al derruido Palace
Corvin, edificio que, por efecto de la intensidad del
seísmo, se fue desarmando piso por piso, tubería
por tubería, instalación eléctrica tras
cableado, en secuencia, mientras Luken corría escaleras
abajo hasta llegar a planta baja para contemplar, sudoroso y
polvoriento, como se derrumbaba el castillo de naipes que, hasta
ese día y esa hora, fue casa de habitación,
dirección de correos, su domicilio
jurídico e inequívoco , en un ahora inexistente
apartamento de un edificio fenecido.
Días después, recorriendo con el ahora
inseparable gordo Milos las calles de Altamira, cuadras arribas
del extinto edificio de Luken, el recuerdo del terremoto homicida
volvió a hacerse presente al recoger libros y cuadernos,
regados, dejados al garete por un viento frío que huesos
heló después del enardecido temblor; en sus
páginas se leía el nombre manuscrito de Luken
Quintana, escrito en tinta verde y con su grafía
inconfundible que simulaba bachacos, hormigas alineadas en
perfecto orden.
Después del terremoto, en la UCAB voluntariosos
nos organizamos para atender a los más necesitados, sin
descuidar, por supuesto, a Luken y a sus padres, quienes
décadas atrás habían perdido también
otro hogar en su lejana Euskadí, en época de
guerras
fraticidas que dejaron grietas tan profundas e insalvables en el
corazón de las gentes como las del último terremoto
de Caracas en las avenidas de la ciudad.
Lídice se convirtió en nuestra área
de acción comunitaria, barriada del Oeste
Caraqueño, ubicada en una empinada subida al final de la
Avenida Sucre, a un paso de la populosa y la hasta entonces
desconocida, para mí, Catia. En Québec, a
más de treinta años de nuestro seísmo.,
conocí a una joven, grácil y descolorida profesora
de la Université Laval, a quien, visto su interés
por la humanidad, se me ocurrió preguntarle:
"¿Tú has visto alguna vez a un pobre?".
Extrañada, no dio respuesta a mi pregunta, en efecto,
nunca, jamás había visto a uno de esos que llaman
pobres. Lídice fue la primera ocasión que
tuve para enfrentar la magnitud de la pobreza, esa
la de verdaderas carencias de lo esencial, hambre endémica
e ignorancia aisladora, de alienación centrada en el
consuelo y, peor aún, en una esperanza irrealizable de que
todo podía ser mejor. Aquel barrio del Oeste
Caraqueño, encuentro brutal con la marginalidad
social y económica, a cuya resolución
dedicaríamos después tiempo y esfuerzo en el
Banco Obrero durante el primer gobierno
democratacristiano, equipando barrios y, en particular,
conciencias, acciones que
nos valieron un defenestramiento masivo rubricado por unas
autoridades más preocupadas en restaurar plazas y
escalinatas que espíritus y existencias.
Lídice fue también el hallazgo de la
literatura de
Rómulo Gallegos. Durante el toque de queda impuesto por el
gobierno, dormía a mis anchas, solo, en la sala de la
casa, pendientes todos de las llamadas, por los expertos en
sismología, las secuelas, réplicas del movimiento
telúrico. Pobre Negro, Doña Bárbara y Juan
Primito, los rebullones; Marcos Vargas e Hilario Guanipa – jipa,
jipa – íntimos desde entonces, compartieron conmigo
cuarto e imaginación, ayudándome a descubrir esa
otra Venezuela, la de la pobreza, la
ignorancia y tantas otras carencias parecidas a las encontradas
en Lídice y sus gentes. La obra de Gallegos, leída
de un solo tirón, hora tras hora, en noches de temor y
precaución, contribuyó a transformarme en este
forastero solitario que, en vez de mí, contemplo cuando me
miro en el espejo.
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Enrique Viloria Vera
Madrid, Caracas.