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Antecedentes: La deuda externa de México desde la revolución de 1910-1920 hasta la Segunda Guerra Mundial




Enviado por bolillester



Partes: 1, 2

    1. El despegue de la deuda externa
      durante el desarrollo estabilizador, 1958-1970
       
    2. El auge de la deuda externa en los
      años de 1970:la construcción de una
      tragedia
    3. La Crisis de la Deuda Externa en
      1982  y las Renegociaciones durante la Década
      Perdida
    4. Finanzas de la
      administración de Salinas de Gortari y 
      singularidad de la crisis financiera mexicana de
      1994/95
    5. La crisis de
      1995: el debate sobre sus  causas y su relación con
      los  ciclos políticos y económicos en
      México
    6. El
      mayor rescate financiero de la historia: las condiciones
      jurídicas de los acuerdos financieros
      México-Estados Unidos en febrero,
      1995
    7. Los
      costos económicos y sociales del rescate: la
      depresión económica y la "década perdida"
      de los años 90
    8. Nuevas
      fórmulas políticas para regular la deuda a nivel
      nacional

               
    La historia antigua
    de la deuda externa en México comienza con el nacimiento
    de la república en 1824, habiendo sido relatada y
    analizada en diversos trabajos que incluyen  los
    estudios  clásicos de Turlington y  Bazant hasta
    una gama más reciente de ensayos
    históricos.[4] 
    De hecho, desde la independencia
    y durante gran parte el siglo XIX, la historia financiera y
    política
    de la república mexicana estuvo signada por el sino
    aparentemente fatal e ineluctable de la imposibilidad de pagar la
    deuda, lo que provocó la intervención militar
    europeo en México y la ocupación del país
    durante el Imperio de Maximiliano. Luego, vendrían las
    renegociaciones de la deuda y el regreso a los mercados de
    capitales en el porfiriato,
    tema que también ha merecido un cierto número de
    estudios recientes.[5] 

               
    Después del comienzo de la revolución
    mexicana, la situación financiera comenzó a
    complicarse y en 1914- en medio de las violentas luchas entre
    fracciones políticas
    el gobierno
    federal  suspendió  pagos sobre la deuda
    externa. Para entonces, el valor
    nominal  de la deuda
    pública consolidada era de aproximadamente 300
    millones de dólares, al que había que agregar otros
    300 millones de los bonos externos
    pagaderos en oro de
    la empresa
    paraestatal de Ferrocarriles Nacionales de México. El
    gobierno mexicano declaró una moratoria unilateral
    de  pagos desde 1914 cuando, a raíz de la
    revolución, las arcas del Tesoro simplemente quedaron
    vacías. Durante las décadas siguientes se llevaron
    a cabo repetidas negociaciones con los banqueros (que
    representaban a los acreedores extranjeros) pero el monto de los
    pagos concedidos por el gobierno fue siempre
    insignificante. 

               
    La primera renegociación importante de la deuda externa
    después de la revolución  tuvo lugar en 1922.
    Los principales personajes involucrados fueron el ministro
    mexicano de Hacienda, Adolfo de la Huerta,  y Thomas
    Lamont,  presidente del Comité Internacional de
    Banqueros en México. Este último organismo
    representaba a los inversores norteamericanos y europeos que
    habían adquirido  bonos estatales antes de 1914,
    así como a los accionistas extranjeros de los
    Ferrocarriles Nacionales Mexicanos.[6]
    En 1921 los banqueros habían ejercido una gran
    presión
    sobre el Departamento de Estado para
    que se tomasen medidas para el reconocimiento formal del gobierno
    mexicano postrevolucionario. A este reconocimiento se opusieron
    las compañías petroleras norteamericanas que
    exigían la intervención política y/o militar
    de los Estados Unidos
    para proteger sus intereses en Veracruz y Tampico. Sin embargo,
    en última instancia prevalecieron los argumentos de los
    banqueros. Por ello, la
    administración del presidente Alvaro Obregón
    recibió con beneplácito a los financieros en la
    ciudad de México, esperando conseguir una reducción
    del servicio de la
    deuda y confiando en la posibilidad obtener un empréstito
    para coayudar al establecimiento de un Banco
    Central. 

               
    No obstante las muestras preliminares de buena voluntad, las
    negociaciones entre Lamont y el ministro de finanzas
    mexicano no resultaron cordiales.[7] 
    De la Huerta insistía en que su gobierno estaba preparado
    a reconocer las deudas pre-revolucionarias, pero que no
    sacrificaría el bienestar del pueblo mexicano.
    Afirmaba:

    "Por encima de todo, México debe sobrevivir …
    Si una familia se
    encuentra en apuros económicos, la primera
    consideración debe ser el pan y la leche y,
    después de ello, los acreedores…".[8] 

               
    No obstante, Lamont era inconmovible y finalmente
    convenció a De la Huerta para que firmara un acuerdo
    reconociendo la totalidad del capital
    original de las viejas deudas, así como una parte
    considerable de los intereses atrasados. El gobierno mexicano
    prometió utilizar los impuestos del
    petróleo para establecer un fondo de 30
    millones de dólares que estarían destinados al
    servicio de la deuda. El acuerdo fue ratificado por el Congreso
    Nacional y , en efecto, durante dos años el 
    gobierno  mexicano envió pequeñas remesas de
    pesos plata a Nueva York. 

               
    Para pagar sus deudas,  la administración hacendaria mexicana no
    contaba con otros recursos que los
    impuestos petroleros, razón por la cual, al producirse una
    disminución en la producción de petróleo
    hacia 1924, la Secretaría de Hacienda  se
    encontró imposibilitada para pagar a sus acreedores. El
    auge petrolero había alcanzado su apogeo en 1921-1922,
    pero declinó en los años siguientes. La
    caída del ingreso del petróleo, junto con una serie
    de conflictos
    internos, obligó al presidente Obregón a anunciar
    en junio de 1924 que el servicio de la deuda se
    suspendía.[9] 

               
    La nueva suspensión de pagos motivó al
    Comité Internacional de Banqueros a entrar una vez
    más en acción.
    En esta ocasión, Lamont tuvo que arreglárselas con
    el nuevo ministro de finanzas mexicano, Alberto J. Pani, quien
    demostró ser más hábil que su predecesor.
    Pani argumentaba que las ganancias por exportación eran insuficientes para cubrir
    el servicio completo de la deuda, aunque prometía que su
    gobierno cumpliría esa meta en 1928. A cambio de una
    moratoria parcial, Pani accedió a la solicitud del
    Comité de Banqueros con respecto a una futura privatización de los Ferrocarriles
    Nacionales, esperando que esta iniciativa se adoptara en el lapso
    de un año. 

               
    Entre 1926 y 1927 el gobierno mexicano depositó 27
    millones de dólares en Nueva York, siendo acreditados en
    la cuenta del Comité de Banqueros.[10]
    El envío de estos fondos fue interpretado por los
    acreedores como un indicio de que por fin México
    había regresado al redil de las naciones «dignas de
    crédito». Pero pronto se vieron
    decepcionados, ya que a partir de 1927 no volvieron a recibir
    más pagos. Por otra parte, en estos años la
    Compañía de Ferrocarriles Nacionales comenzó
    a registrar déficits tan grandes que la administración de la empresa no pudo
    distribuir dividendos a los accionistas
    extranjeros. 

               
    Como en ocasiones anteriores, la causa de la nueva
    suspensión de pagos mexicana estaba directamente vinculada
    a la caída del valor de las principales exportaciones
    mexicanas.  Desde 1926 los precios de la
    plata habían declinado y las compañías
    mineras redujeron su producción. Entretanto, los campos
    petroleros del Golfo habían sido testigos de una fuerte
    caída de la producción cuando numerosas firmas
    norteamericanas y británicas abandonaron el país,
    trasladando gran parte de su equipo y maquinaria a Venezuela,
    donde estaba iniciándose un gran "boom"
    petrolero.[11] 

               
    La depresión
    mundial, por lo tanto, vino a agravar una situación
    económica ya bastante difícil. A pesar de ello, en
    julio de 1930, el gobierno mexicano firmó un nuevo pacto
    con el Comité Internacional de Banqueros, conocido como el
    acuerdo Montes de Oca-Lamont. Este acuerdo tuvo muy corta vida y
    nunca llegó a ser ratificado por el Congreso mexicano. Por
    consiguiente, a lo largo de la década de 1930-1940,
    México continuó en estado de suspensión de
    pagos sobre sus obligaciones
    externas.   

               
    Pero la moratoria mexicana no era de ninguna manera singular.. De
    hecho, a partir de 1929 las crisis
    financieras y bancarias de años subsiguientes condujeron a
    graves conflictos entre acreedores y deudores,  e
    inevitablemente sus repercusiones se hicieron sentir en toda
    América
    Latina. Las posiciones proteccionistas que fueron adoptando
    las grandes potencias ofrecían un nuevo abanico de
    posibilidades a los gobiernos deudores para justificar las
    suspensiones de pagos. Los ministros de finanzas de
    México, Brasil,
    Perú y Chile instruyeron a sus embajadores en Washington y
    Londres para que sondeasen discretamente las posibilidades de
    obtener un trato especial para sus deudas, tal como el que se
    había concedido a Alemania en la
    Conferencia de
    Lausana.[12]
    Por otra parte, la suspensión generalizada del
    patrón oro proporcionaba circunstancias favorables, 
    ya que las autoridades financieras latinoamericanas ahora
    argumentar que se justificaba el pago de sus deudas
    externas  en moneda nacional en vez de oro, dólares o
    libras esterlinas.
               
     

               
    Las estrategias
    adoptadas por los gobiernos latinoamericanos para hacer frente a
    la crisis de la deuda externa fueron variadas. En todos los casos
    los programas de
    recuperación financiera fueron resultado de complejas y
    prolongadas negociaciones con banqueros y políticos de
    Washington, Londres y París. En varios casos, los deudores
    lograron importantes concesiones que les permitieron aliviar los
    efectos de la Gran Depresión. En otros, las condiciones
    obtenidas fueron menos favorables.  

               
    En muchos aspectos la reestructuración de la deuda externa
    mexicana resultó el más complejo de todos los
    ajustes financieros de América
    Latina efectuados en los decenios de 1930 y 1940. La deuda
    externa mexicana, evaluada en aproximadamente unos 500 millones
    de dólares, era la tercera en importancia en la
    región, por debajo solamente de las de Brasil y
    Argentina.[13] 
    La coyuntura decisiva que condujo a la resolución final de
    la cuestión de la deuda mexicana fue la Segunda Guerra
    Mundial. Como en el caso de Brasil, las autoridades de los
    Estados Unidos realizaron un esfuerzo sistemático por
    establecer una alianza política, económica y
    militar con México, ya que a cambio de concesiones
    financieras, la administración Roosevelt esperaba que el
    gobierno del presidente Avila Camacho prestaría su apoyo
    al esfuerzo bélico de los aliados.

               
    Los dirigentes mexicanos eran conscientes de las intenciones de
    sus vecinos y estaban resueltos a realizar una transacción
    ventajosa. En abril de 1941 el embajador mexicano en Washington,
    Francisco Castillo Nájera, informó a sus superiores
    que en el curso de las conversaciones con los altos funcionarios
    del Departamento de Estado  se le había hecho saber
    que las reclamaciones de las compañías petroleras
    norteamericanas (que habían sido nacionalizadas por
    México en 1938) se subordinarían ahora al objeto de
    obtener la conformidad del gobierno mexicano para la firma de una
    serie de tratados
    militares y navales. Castillo replicó al alto funcionario
    norteamericano, Sumner Welles, que las cuestiones
    económicas y militares debían resolverse
    simultáneamente.[14] 

               
    El gobierno norteamericano se mostró dispuesto a aceptar
    estas condiciones porque su estrategia no se
    basaba únicamente en objetivos
    militares De hecho, como observó sagazmente Castillo
    Nájera, México estaba destinado a desempeñar
    un papel secundario en los planes militares de los Estados
    Unidos, pero su contribución política a la causa de
    los aliados podría resultar decisiva por su
    repercusión en el resto de América Latina. Como
    señalaba el embajador mexicano en mayo de 1941:
    «Nuestra cooperación … tiene, repito, importancia
    política debido a su impacto en todo el
    hemisferio».[15] 

               
    En julio de 1941 comenzaron las negociaciones sobre las
    indemnizaciones reclamadas por las compañías
    petroleras, así como por los inversores norteamericanos
    que exigían compensaciones monetarias por las haciendas
    que habían sido expropiadas durante la revolución
    de 1910-1920. Como contrapartida, la Secretaría de
    Hacienda mexicana solicitó créditos al Export-Import Bank y al
    Departamento del Tesoro y exigió un reajuste y
    reducción de la deuda externa. Las negociaciones
    económicas fueron acompañadas por acuerdos
    militares, incluyendo la formación de una Comisión
    de Defensa Mexicano-Norteamericana y la firma de una serie de
    tratados con respecto al acceso de los Estados Unidos a pistas de
    aterrizaje y puertos marítimos mexicanos.[16] 

               
    La resolución final de la deuda mexicana dependió,
    por lo tanto, de un complejo conjunto de factores militares,
    políticos y financieros. El hecho de que el gobierno
    mexicano se mostrase dispuesto a apoyar el esfuerzo bélico
    aliado indujo a la Administración Roosevelt a presionar
    tanto a las compañías petroleras como al
    Comité Internacional de Banqueros para que aceptasen una
    reducción importante de sus exigencias. Las
    compañías petroleras recibieron 23 millones de
    dólares por las propiedades nacionalizadas.[17]
    Los tenedores de bonos tuvieron que aceptar un sacrificio
    mayor. De acuerdo con el pacto final firmado en 1942 por Lamont y
    el secretario de Hacienda, Eduardo Suárez, los tenedores
    de títulos mexicanos debían aceptar la
    cancelación de aproximadamente un 80 por 100 del valor
    nominal de los bonos. En consecuencia, el valor de la deuda
    externa mexicana fue reducida de aproximadamente 500 millones a
    100 millones de dólares. Un acuerdo similar fue firmado
    con los accionistas de la empresa paraestatal de Ferrocarriles
    Mexicanos por medio del cual los inversores extranjeros
    recibieron un pago en efectivo de 100 millones de dólares
    por propiedades originalmente valuadas en diez veces esa
    suma.[18]
    En otras palabras, se canceló el 80 por 100 de la
    deuda externa mexicana. 

               
    Las renegociaciones de 1942 y 1946 de la deuda mexicana fueron
    las más favorables realizadas por cualquier país
    latinoamericano en esa época. Ello se debió a una
    coyuntura muy especial. Los acuerdos mexicanos, como los
    brasileños, fueron en buena medida el resultado de los
    profundos cambios en las relaciones
    internacionales que surgieron a raíz de la guerra
    mundial.[19] 
    Dadas estas circunstancias, el gobierno de los Estados Unidos
    decidió intervenir directamente en las renegociaciones de
    las deudas, subordinando los intereses económicos privados
    de los acreedores a las exigencias políticas y militares
    de la «cooperación
    hemisférica». 

               
    En contraste con el trato de privilegio reservado a México
    y Brasil, las demás naciones latinoamericanas obtuvieron
    concesiones financieras menos significativas. Ello puede
    atribuirse al papel más modesto que ocupaban dentro de la
    estrategia geopolítica de las grandes potencias
    durante los años de la guerra. Pero aun así, debe
    observarse que algunas de estas repúblicas obtuvieron
    ciertos beneficios en las renegociaciones finales de sus deudas,
    logrando una reducción parcial del capital o de los
    intereses pendientes de pago.[20] 

    La autonomía financiera de México
    en  la posguerra, 1946-1958 

               
    Desde finales de la Segunda Guerra
    Mundial hasta el decenio de 1960, el gobierno mexicano no
    dependió de manera significativa de préstamos
    extranjeros. Las razones fueron diversas pero pueden
    señalarse dos especialmente importantes. En primer lugar,
    no se sufrieron déficits importantes en las finanzas
    públicas en este período a pesar de un aumento
    sustancial de las inversiones
    públicas en fomento industrial y agrícola y en la
    modernización de comunicaciones
    y transportes. En segundo lugar, en estos años la economía mexicana
    logró una expansión notable y sostenida.  Esta
    es la conclusión de un reciente  trabajo
    panorámico sobre la política
    económica en México del economista e
    historiador económica, Enrique Cárdenas, quien ha
    calificado los años de 1946 a 1962 como el período
    más exitoso de industrialización y crecimiento
    económico de México en el siglo XX.
    [21]
    Señala que no hubo cuellos de botella financieros ni
    públicos ni privados: los déficits públicos,
    relativamente reducidos hasta 1957, fueron cubiertos con
    crédito bancario doméstico y emisión de
    bonos. Cárdenas señala:

    "La política
    fiscal fue más bien ortodoxa, en el sentido de que
    siempre buscó superávit fiscales o presupuestos
    balanceados…A partir de los años cuarenta, al menos
    20% del déficit público, cuando lo hubo, fue
    financiado por bancos
    comerciales privados. A partir de 1955 los déficit
    públicos fueron financiados enteramente por el sistema bancario,
    en la forma de tenencia de bonos gubernamentales, excluyendo al
    Banco de México, el cual incluso redujo sus tenencias de
    valores del
    gobierno…en esos años." [22]

    Se produjo entonces una extraordinaria expansión
    de la economía que permitió rebasar el alto ritmo
    de crecimiento de la población: ésta última
    creció a tasas de 3.1% anuales pero, aún
    así, el producto per
    capita logró aumentar en un promedio anual de 3.5% anuales
    reales "lo que colocó a México en aquellos
    años en uno de los primeros lugares de crecimiento per
    capita en el ámbito mundial."[23]

               
    Una de las razones por el acelerado crecimiento se debió
    al éxito
    del proceso de
    rápida industrialización con base a la
    sustitución de importaciones de
    bienes de
    consumo
    básicos, especialmente textiles, bebidas, alimentos y
    productos
    metalúrgicos. Las altas tasas de inversión fueron financiadas
    primordialmente por la reinversión de utilidades
    por parte de la burguesía industrial que estaba obteniendo
    altas tasas de ganancias  por contar con un mercado interno
    muy protegido, además de una fuerza
    laboral
    maleable  que aceptaba salarios
    bajos  por el incremento  sostenido de la oferta de mano
    de obra proveniente del sector rural, la cual  fue 
    llegando en grandes cantidades a las ciudades. No obstante, se
    requirieron fuentes
    adicionales de capital, sobre todo para la importación de equipo y para el financiamiento
    de infraestructura básica. Los fondos para estos objetivos
    se obtuvieron en parte importante de la banca oficial de
    desarrollo
    y  otra parte más reducida del financiamiento
    externo.

    El gobierno y la banca de fomento, en particular
    Nacional Financiera, apoyaron eficazmente una serie de proyectos
    estratégicos de desarrollo industrial tanto en el
    ámbito de siderurgia y metalurgia,
    como la naciente industria
    química y
    el sector de producción de bienes de consumo
    durables.  Fue en estos rubros que se obtuvo mayor cantidad
    de préstamos externos y es menester subrayar que Nacional
    Financiera sirvió como intermediaria oficial que
    garantizaba una buen número de los créditos
    otorgados por organismos extranjeros  de financiamiento.
    Así, por ejemplo, entre 1942 y 1955 ayudó a
    gestionar unos 300 millones de dólares en préstamos
    del Export-Import Bank de los Estados Unidos (Ex-Im Bank) para
    facilitar la importación de bienes de capital y equipo
    destinados a la empresa de Ferrocarriles Nacionales de
    México, a la administración de Caminos, a  la
    Comisión Federal de Electricidad,
    Pemex, Altos Hornos, Guanos y Fertilizantes y un buen
    número de empresas
    adicionales que recibieron créditos menores.
    [24] 
    Después de 1955 este financiamiento se aceleró, con
    créditos para importación de equipo para
    transportes, energía
    eléctrica e industria.

    De nuevo, en el caso de los préstamos otorgados
    por el Banco Mundial
    (conocido entonces como el Banco Internacional de
    Reconstrucción y Fomento), la agencia intermediaria fue
    Nacional Financiera, la cual gestionó créditos
    externos por valor de 150 millones de dólares entre 1949 y
    1955, siendo destinadas a la electrificación y al
    desarrollo del sistema ferroviario, y en una proporción
    mínima a la industria de transformación. Luego de
    1954 se suspendieron nuevos créditos del Banco Mundial
    para México, no siendo  hasta 1958 cuando se
    obtuvieron otros 45 millones de dólares para completar el
    programa
    quinquenal de electrificación.

    A pesar de los montos relativamente 
    pequeños de estos créditos, fueron claves para los
    procesos de
    industrialización que tuvieron lugar en el país en
    los años de 1950. Por otra parte, debe recordarse que
    todavía no existía una oferta significativa de
    capitales internacionales para inversión en México.
    En estos años, la banca y los mercados de capitales en los
    Estados Unidos estaban absortos en un proceso de expansión
    muy fuerte estimulado tanto por la creciente demanda
    interna como por los requerimientos de la industria militar
    durante la guerra de Corea y,   luego, por la llamada
    guerra
    fría. A su vez,  en Europa y en
    Japón,
    el proceso de reconstrucción económica
    absorbía una enorme cantidad de capitales, por lo que
    no  sobraban fondos para invertir o prestar en el exterior.
    Finalmente, hay que recordar que estaban en pie en México
    normas que
    limitaban bastante severamente a las inversiones extranjeras,
    constituyendo una barrera defensiva para los empresarios
    industriales domésticos.

    Un complemento al financiamiento de importación
    de equipo para los sectores de la industria, ferrocarriles y
    energía, fue la gestión
    de créditos para la agricultura,
    tanto en lo que se refiere al financiamiento de grandes obras de
    irrigación (canales y presas de grandes dimensiones) como
    para el desarrollo de guanos y fertilizantes, como para la
    importación de maquinaria agrícola. Para estos
    rubros Nacional Financiera obtuvo más de 50 millones de
    dólares en créditos del exterior entre 1949 y
    1955.[25] 

               
    Por último, conviene hacer hincapié en el papel
    relativamente limitado del Fondo Monetario
    Internacional (FMI) en las
    finanzas mexicanas durante este  período. Como es
    sabido, dicha institución (cuya finalidad desde su
    creación en Bretton Woods en 1944 había sido la de
    asegurar los equilibrios en las balanzas de pagos de todos los
    países miembros) sólo otorgaba
    préstamos  para problemas
    coyunturales. En esta época, el FMI otorgó pocos
    préstamos a México: un préstamo de 22
    millones de dólares en 1947 para solventar el aumento de
    las importaciones consecuencia de la demanda diferida de la
    guerra; y un segundo crédito por 22.5 millones de
    dólares para ayudar al gobierno a requilibrar las finanzas
    estatales tras la devaluación de 1954.

    Por otra parte, debe agregarse que en los años de
    1950 la situación  financiera mexicana no se
    vio complicada por  fuga de capitales, fenómeno que
    todavía se daba en escala muy
    limitada. A la inversa,  las finanzas nacionales fueron
    fortalecidas por las considerables remesas enviadas por los
    centenares de miles de trabajadores mexicanos que laboraban en
    los campos agrícolas en los Estados Unidos bajo la
    cobertura del programa de braceros, entonces vigente. Sin
    embargo, resulta difícil encontrar estimaciones confiables
    de estas transferencias, lo cual no debe sorprender ya  que,
    aún hoy en día, existe un considerable debate acerca
    de los montos de las remesas contemporáneas.

    El despegue de la
    deuda externa durante el desarrollo estabilizador, 1958-1970
     

    A pesar de las condiciones relativamente favorables para
    la economía mexicana, desde fines del decenio de 1950
    comenzaron a soplar aires de incertidumbre acerca de su futuro
    desempeño, lo cual se reflejó en
    algunos estudios especializados.[26]
    En especial resultaba preocupante el comienzo de problemas
    en la balanza de
    pagos,  alentando cierta especulación en contra
    del peso. Desde el inicio de la nueva administración
    presidencial de Adolfo López Mateos en 1958, se
    acentuó la preocupación por la posibilidad de que
    se produjera una nueva devaluación (como la de 1954). Para
    evitar este desenlace, el nuevo secretario de Hacienda, Antonio
    Ortiz Mena preparó un programa que estaba destinado a
    asegurar la estabilidad financiera  que vendría a
    denominarse el desarrollo
    estabilizador
    .  

    La preocupación de los altos funcionarios se
    derivaba del  aumento en el déficit público
    durante los años de 1957 y 1958, siendo acentuado por el
    hecho de que simultáneamente estaban comenzando a
    recibirse señales
    rojas por el lado del comercio exterior
    a raíz del aumento de las importaciones, especialmente
    aquellas realizadas por organismos paraestatales que
    habían aumentado sus compras de granos
    y gasolina, ambos imposibles de constreñir. El problema se
    tornó tan grave que el gobierno se sintió obligado
    a negociar varios créditos internacionales para evitar una
    crisis en la balanza de pagos. En primer lugar, en 1958, el Fondo
    Monetario Internacional  extendió 22.5 millones de
    dólares al Banco de México para ayudar a cubrir el
    aumento en las importaciones. En segundo término, el
    gobierno  firmó un acuerdo con la Tesorería de
    los Estados Unidos por 75 millones de dólares con vigencia
    hasta fines de 1959 y con carácter de renovable. En tercer lugar, el
    gobierno mexicano comenzó a negociar un préstamo
    gigante de $100 millones de dólares con el EXIMBank del
    gobierno de los Estados Unidos para mantener el nivel de
    importaciones de bienes de capital desde el país del
    norte.[27]

    Todo ello implicó una revisión de las
    metas presupuestales, un ajuste en materia de
    gastos sociales y
    un acercamiento al Fondo Monetario Internacional (FMI), 
    concretándose cuando el secretario Ortiz Mena
    solicitó un nuevo crédito stand-by en 1959
    por 90 millones de dólares para garantizar la estabilidad
    cambiaria. [28]
    Se sometió a consideración del organismo
    internacional el programa de estabilización
    económica y fiscal 
    del gobierno mexicano, prometiendo una serie de reformas
    fiscales, monetarias y de crédito para obtener la
    aprobación del FMI y, por ende, para despertar la
    confianza de los empresarios nacionales, evitando el peligro de
    una fuga de capitales. Entre las más importantes medidas
    que prometía cumplir el gobierno en la carta de
    solicitud al Fondo se incluyó la reducción del
    déficit de varias empresas estatales, entre ellas Pemex,
    Ferrocarriles Nacionales, Comisión Federal de Electricidad
    y Ceimsa, la entidad oficial encargada de subsidios a la alimentación y la
    agricultura (precursora de Conasupo). Ortiz Mena prometió
    subir los precios de petróleo y el diesel para equilibrar
    las cuentas de Pemex,
    incrementar las tarifas ferroviarias y de electricidad y reducir
    los subsidios agrícolas. Estas medidas se llevaron a cabo
    y el déficit público tendió a
    disminuir.

    El éxito alcanzado en estos propósitos
    alentó al presidente López Mateos a proceder en
    1959 a un programa ambicioso de estatización de las
    empresas eléctricas extranjeras, el cual- dicho sea de
    paso- reforzaba su imagen
    política como nacionalista precisamente en un momento que
    estaba sujeto a críticas por las negociaciones financieras
    entabladas tanto con el Fondo Monetario Internacional como con el
    gobierno estadounidense. El precio de
    compra de las dos principales compañías
    eléctricas- la American and Foreign Power y la MexLight-
    fue de  200 millones de dólares, para lo cual se
    obtuvieron créditos externos. [29]  
    De nuevo, para contrarrestar las críticas a esta
    operación, que implicaron un aumento del endeudamiento, el
    presidente López Mateos resolvió tomar algunas
    medidas  nacionalistas: concretamente resolvió
    reducir la vieja deuda externa titulada por unos 500 millones de
    pesos  (40 millones de dólares) en el año de
    1960. Sin embargo  el costo de estas
    medidas  fue alto ya que el gobierno tuvo que destinar cerca
    del 30% del presupuesto
    ordinario a este fin, reduciendo el gasto social y de fomento
    industrial de manera bastante radical, aunque fuese
    temporal.[30] 

    Después de dos años de políticas
    financieras asaz contradictorias, el   secretario de
    Hacienda Antonio Ortiz Mena resolvió volcar sus
    principales esfuerzos a controlar los déficits 
    públicos y bajar la inflación, ambos con el objeto
    de  evitar turbulencias monetarias. En este sentido,
    siguió siendo una regla de oro del gobierno mexicano el
    mantener un apoyo decidido a la estabilidad en la
    cotización del  peso (respecto al dólar) a
    pesar de que ello tendía a deprimir las exportaciones. Los
    efectos no se hicieron esperar: en 1961 las importaciones
    superaron ampliamente las exportaciones y obligaron al gobierno
    de nuevo a solicitar un crédito del Fondo Monetario
    Internacional.[31]
    Las características de la carta de
    intención de 1961 eran muy similares a la de 1959 e
    implicaban reducir déficits y prometer una reforma fiscal.
    El propio subdirector del Banco de México, Ernesto
    Fernández Hurtado señaló la urgencia de
    dicha reforma, notando que los ingresos del
    gobierno  apenas representaban el 10% del PIB: el alto
    funcionario sugería que existían posibilidades
    significativas de cambiar esta situación incrementando la
    cantidad de impuestos que deberían pagar las clases medias
    y de altos ingresos.[32] 
    No obstante, no se llevó a cabo ninguna reforma
    fiscal. 

    Dos años mas tarde, el gobierno volvió a
    acudir al gobierno de los Estados Unidos y al  FMI 
    para pedir nuevos apoyos, pero en esta ocasión con el
    objetivo
    explícito de apuntalar el proceso electoral  del
    año en curso ya que el Partido Revolucionario
    Institucional deseaba que éste se realizara sin
    contratiempos para asegurar su permanencia en el poder. El
    embajador mexicano en Washington, Carrillo Flores, acudió
    a las oficinas del Fondo Monetario Internacional, siendo
    acompañado por Leopoldo Solís del Banco de
    México y un directivo de Nacional Financiera,  con el
    objetivo de explicar la naturaleza del
    paquete financiero solicitado. El embajador indicó que
    México estaba pidiendo créditos  de las
    entidades estadounidenses y del FMI no porque pensara que los
    próximos meses fueran de empeoramiento de la
    situación económica "pero más bien como una
    medida de precaución en un año que vería el
    comienzo de la campaña presidencial."[33] 

    La cita demuestra de manera fehaciente que  resulta
    equivoco argumentar que los créditos mencionados se
    solicitaron simplemente por un apego a la ortodoxia
    monetaria  (alentada por  Ortiz Mena y el director del
    Banco de México, Rodrigo Gómez) sino que la
    política de la deuda estaba ya muy claramente vinculada al
    ciclo político sexenal.

       Pero más allá de los
    créditos de tipo político, al mismo tiempo el
    gobierno mexicano comenzó a negociar una serie de
    créditos que estaban destinados a impulsar proyectos de
    desarrollo
    económico por la relativa falta de recursos
    domésticos para estos fines. Este fenómeno, que
    fue  comentado por los analistas contemporáneos,
    reflejaba los lazos cada vez más estrechos que se estaban
    forjando con el Banco Mundial y el Banco Interamericano de
    Desarrollo.

    Es bien sabido, como lo ha referido Rosario Green en una
    monografía sobre el tema, que un buen
    número de los proyectos de desarrollo en los años
    de 1960-70 fueron apuntalados con préstamos de la banca
    multilateral. Entre los organismos que proporcionaron mayores
    recursos  se destacaron tres, el Banco Mundial (800 millones
    de dólares), el Banco Interamericano de Desarrollo (530
    millones de dólares y el EximBank del gobierno de los
    Estados Unidos 660 millones dólares). El Banco Mundial
    otorgó apoyos fundamental para financiar proyectos
    electrificación, con una clara preferencia por la
    Comisión Federal de Electricidad que requería
    importar una gran cantidad de equipo. En segundo término,
    proporcionó préstamos para la construcción de carreteras, seguido a
    considerable distancia por créditos otorgados al sector
    mexicano de riego, a la agricultura y la industria. En cambio, el
    Banco Interamericano de Desarrollo tenía otras
    prioridades, destacándose en primer lugar los prestamos
    para irrigación, seguido por créditos para la
    agricultura, la industria y los transportes. Finalmente, el
    EximBank, como de costumbre, otorgaba fundamentalmente fondos
    para facilitar la exportación de bienes de capitales de
    los Estados Unidos a México. [34]

               
    Si bien este listado sugiere que los organismos internacionales
    ejercieron una función
    significativa en el financiamiento del desarrollo
    económico mexicano en el período,  debe
    tenerse en cuenta que era bastante menos importante que el
    financiamiento obtenido directamente de la banca privada
    de los Estados Unidos. Este hecho no fue registrada por
    virtualmente ninguna publicación u estudio sobre la deuda
    externa mexicana de los años de 1960 por el sencillo
    hecho  de que los informes
    oficiales no proporcionan información completa sobre los
    créditos de la banca norteamericanas para empresas
    públicas y privadas mexicanas en estos años. 
    Afortunadamente, existe una excelente tesis doctoral
    de Enrique Sánchez Aguilar (de 1973) presentada en la
    Universidad de
    Harvard, que proporciona excelentes  estimados del
    endeudamiento externo total de esa época, fundados
    en una investigación muy detallada de los
    informes  financieros de los 100 mayores bancos privados
    norteamericanos en el período bajo
    consideración.

    [INSERTAR CUADRO 1 – tomado de Sánchez
    Aguilar]

               
    Los resultados de dicha investigación indican que el
    incremento de los préstamos de la banca privada
    internacional (en particular de los Estados Unidos)  fue
    sostenida desde 1960 pero que se aceleró desde 1965. Del
    total del endeudamiento mexicano a lo largo de la década,
    los bancos norteamericanos proporcionaron  siempre
    más del 40% del total del endeudamiento externo mexicano.
    Las cifras absolutas indican un fuerte crecimiento: en 1960 el
    total del endeudamiento externo de México era de 938
    millones de dólares, de los cuales 385 millones
    provenían de la banca privada norteamericana; en 1970 las
    cifras eran respectivamente, 7246 millones de dólares como
    total, con 3,3305 millones de dólares  provenientes
    de la banca privada. [35] 
    ( Véase Cuadro  1).

               
    Esto demuestra que el aumento y las características del
    endeudamiento que habitualmente consideramos como típicas
    de los años de 1970 ya habían comenzado a ganar
    considerable fuerza en el decenio anterior.  En efecto, pese
    a la propaganda
    acerca de la capacidad de la economía mexicana en 
    lograr un alto nivel de autofinanciamiento doméstico
    durante el período del  desarrollo estabilizador, la
    verdad es que la dependencia de  los recursos financieros
    externos se hizo cada vez más  marcada. Para 1972
    podía calcularse que mientras todo el sistema bancario
    mexicano doméstico había proporcionado 8 mil
    millones de dólares para el gobierno y para la
    producción nacional, la banca norteamericana había
    adelantado 5 mil millones de dólares para los mismos
    fines: en otras palabras, sin el financiamiento del país
    vecino, la expansión de la economía mexicana se
    hubiera parado en seco.  En este sentido, el discurso
    tradicional sobre la gran capacidad de ahorro e
    inversión doméstica no corresponde con la realidad
    histórica.  Los mayores clientes de los
    bancos norteamericanos eran las entidades públicas
    mexicanas (gobierno federal y estatales y empresas paraestatales)
    pero les seguían bastante de cerca clientes del 
    sector privado mexicano y, en último lugar, sucursales de
    empresas transnacionales. [36]

    Haciendo un balance global del desempeño
    económico  durante el decenio de 1960 y hasta 1972 no
    se pone actualmente en duda que se alcanzaron cifras muy
    importantes a nivel del crecimiento del producto bruto nacional
    (cercano a 6% anual),  así como otras variables
    favorables: un incremento bastante sostenida de la inversión
    extranjera directa, un flujo contínuo de remesas de
    los trabajadoes mexicanos en los Estados Unidos y una
    relativamente escasa fuga de capitales. No obstante,  como
    señala Enrique Cárdenas, los problemas no resueltos
    por el desarrollo estabilizador dejaron un legado sumamente
    pesado. Aparte del endeudamiento creciente que hemos
    señalado, hay que tener en cuenta la dificultad por llevar
    a cabo una serie de reformas estructurales que hubieran sido
    decisivas para cambiar futuros rumbos. En primer lugar, el
    gobierno no impulsó una reforma fiscal sustancial sino que
    mantuvo una estructura
    impositiva que resultaba cada vez más regresiva
    (impactando sobre todo a trabajadores y empleados). En segundo
    término, se mantuvo un exagerado proteccionismo a la
    industria que no entró a competir en el
    ámbito internacional en los años de 1970, creando
    así un cuello de botella fundamental en el modelo de
    desarrollo económico en su conjunto. En tercer lugar, no
    se logró impulsar a los mercados de capitales
    domésticos, observándose el muy escaso dinamismo de
    la Bolsa mexicana por títulos privados. Al mismo tiempo,
    numerosos problemas estructurales se agudizaron notoriamente,
    entre ellos el atraso de la agricultura mexicana (que se
    intensificó notablemente) y la falta de planificación del  desarrollo regional
    industrial, que resultaba cada vez más
    desequilibrado. [37]
    Debe agregarse, que estos factores  condujeron a una
    mayor centralización del poder económico y
    político en la capital con consecuencias que hoy en
    día se consideran terriblemente difíciles de
    resolver. Claro está, ello no era simplemente resultado de
    la incapacidad de técnicos y empresarios sino que era
    también reflejo de los enormes vicios de un régimen
    político unipartidista que, además, alentaba una
    cultura de
    privilegios y subsidios para los amigos del gobierno  (en
    particular la burguesía industrial, los banqueros  y
    los dirigentes sindicales) y una cultura política y
    económica que estimulaba a gran número de
    empresarios a la falta de respeto y
    observancia de normas y leyes en
    términos equitativos. Todo ello conducía a que los
    actores sociales buscaran aprovechar sus conexiones
    políticas en la capital para obtener favores a
    título individual o de grupo.

     El auge de la
    deuda externa en los años de 1970:la construcción
    de una tragedia

    Si bien el endeudamiento había despegado en los
    años de 1960, debe enfatizarse que fue en el decenio de
    1970-1980 que se produjo el incremento más notable de la
    deuda externa en la historia del país. Las cifras del
    incremento de la deuda externa pública consolidada
    mexicana demuestran  la extraordinaria rapidez del proceso,
    aumentando de aproximadamente 7 mil millones de dólares
    hacia 1970, doblando a  14 mi millones de dólares en
    1974, subiendo a 29 mil millones en 1977, hasta alcanzar la suma
    descomunal de cerca de 80 mi millones hacia principios
    de  1982.  Curiosamente, la proporción relativa
    de deuda pública y privada no se modificó,
    alcanzando aproximadamente  70% para el  sector
    público y casi   30% para el sector privado
    durante el gran auge de endeudamiento externo entre 1972 y
    1982.[38]

    [INSERTAR CUADROS 2,3, Y 4]

    Algunos autores sostienen que  la responsabilidad de este proceso de endeudamiento
    ininterrumpido se puede fincar de manera fundamental en la
    inconsecuencia o inmoralidad de gobernantes que contrataron una
    cantidad increíble de deudas externas que recayó
    sobre las espaldas de la república y del pueblo mexicano,
    sin contemplar las terribles consecuencias a largo plazo. 
    Los presidentes Luis Echeverría y José López
    Portillo cargan, sin duda, con la responsabilidad principal por
    alentar este proceso de endeudamiento,  pero también
    es cierto que tuvieron numerosos aliados domésticos. 
    En primer lugar, altos funcionarios de Hacienda y directivos de
    empresas estatales buscaron financiamiento externo con el
    objetivo ostensible de  mantener tasas de crecimiento de la
    economía relativamente altas y    
    para sostener la expansión de las  empresas
    paraestatales que alcanzaron su edad de oro en este
    decenio.  El entusiasmo por los préstamos
    también fue compartido por  los directivos de la
    banca de desarrollo (que buscaron capital externo barato para
    prestar a nivel domestico a tasas más altas) y los 
    empresarios y banqueros privados (nacionales) que también
    buscaban fondos con bajas tasas de
    interés en el exterior.

               
    Una revisión  de los principales contratantes de
    préstamos entre 1970 y 1976 (recabada por la Secretaria de
    Hacienda) indica que  los  mayores deudores fueron el
    gobierno federal, Pemex, la Comisión Federal de
    Electricidad- cada uno con algo más de 3 mil millones de
    dólares, seguido por  tres bancos paraestatales y un
    banco privado, Bancomer. (Véase Cuadro 5.)  Debe
    señalarse que si bien el incremento de deuda por Pemex fue
    de 600% en seis años, los bancos públicos y
    privados fueron aún más atrevidos, aumentando su
    endeudamiento externo por entre 1000% y 2000% en el mismo
    lapso.

    [INSERTAR CUADRO 5, con listado de prestatarios Cuadro
    20 de  R. Green p.104) 

    La abundante literatura (nacional e
    internacional) que se produjo después de 1982 para
    explicar los orígenes de la crisis de la deuda 
    ofrece distintas explicaciones acerca de la explosión de
    la deuda en los años de 1970. Se ha argumentado, por una
    parte, que si los gobiernos y las empresas en los países
    del Tercer Mundo (y en particular en América Latina)
    buscaban capitales externos era porque existía un
    extraordinario suministro de fondos por parte de la banca
    internacional, con tasas de interés
    que en ocasiones llegaron a ser negativas en  distintos
    momentos del decenio  de 1970.  Por consiguiente, se
    explicaría el auge de los préstamos en
    función  de la oferta internacional de fondos
    que provino del enorme flujo de petrodólares y la forma en
    que  se reciclaron.
               
    De acuerdo con este enfoque,  las principales causes del
    tremendo endeudamiento se derivaban de factores internacionales y
    más concretamente de la abundancia de capitales en los
    mercados
    financieros de los países avanzados. 

    Un grupo paralelo de investigadores ha coincidido con
    este enfoque pero  ha puesto el acento en la responsabilidad
    que tuvieron los banqueros internacionales en crear la
    extraordinaria burbuja financiera de la época al hacer
    una  oferta casi indiscriminada  de préstamos
    (aparentemente baratos) tanto a México como a los
    demás países latinoamericanos.  En este
    sentido, existe ya una considerable literatura que
    demuestra  cómo la banca  aprovechó la
    acumulación de depósitos multimillonarios de los
    petrodólares en los años de 1970 para ofrecer
    créditos a todos los gobernantes latinoamericanos y a
    cualquier empresa privada grande que estuviera dispuesta a
    endeudarse.[39]

    En cambio, otros analistas han puesto el acento en
    factores económicos  
    domésticos que contribuyeron a la carrera del
    endeudamiento, especialmente las políticas
    económicas adoptadas por los gobernantes en México
    y  demás países que entraron alegremente en la
    danza de los
    millones. El economista José Manuel Quijano, quien
    efectuó el análisis más penetrante de las
    finanzas mexicanas en el decenio de 1970-80, señaló
    que un elemento importante a tener en cuenta fue la
    aparición de un fuerte déficit gubernamental que
    despegó a partir del sexenio del presidente Luis
    Echeverría.[40]
    Ello no pudo corregirse porque no se produjo una reforma
    fiscal (largamente retrasada por el antiguo secretario de
    Hacienda, Antonio Ortiz Mena) y no existía otro recurso
    para mantener en equilibrio las
    cuentas públicas que recurrir al endeudamiento. El
    fenómeno se vio agravado por el hecho de que desde
    1970  la economía mexicano empezó a perder
    dinamismo y se produjo una caída bastante sostenida de la
    inversión privada.  Para contrarrestar estas
    tendencias los funcionarios gubernamentales resolvieron impulsar
    una fuerte expansión de las empresas públicas.
    Quijano argumentó:

    "De manera que la parte del déficit  que
    es imputable a las empresas públicas se explica, desde
    nuestro punto de vista, por dos razones: el rezago en los
    ingresos corrientes, porque el Estado
    posterga los ajustes de precios en periodos de
    inflación; y los fuertes gastos de capital,
    imprescindibles para la acumulación en su
    conjunto."[41]

    ¿Cómo se financiaba el gobierno en
    situación de déficit creciente? En primer lugar,
    con un  aumento de encaje del Banco de México, lo que
    provocó una disminución en el flujo de recursos de
    la banca privada y acentuó la caída en la
    inversión privada.  Entonces sólo quedó
    el recurso al financiamiento externo.  Quijano argumenta que
    ello provocó una desintermediación financiera local
    mientras que aumentaba la externa: en otras palabras, la banca
    nacional redujo sus actividades en términos proporcionales
    y la banca extranjera incrementó enormemente sus
    créditos para todos los sectores productivos y comerciales
    y para el gobierno mexicano (incluyendo las
    compañías estatales).

    Todo esto era un buen negocio en una época de
    alta inflación doméstica y ofertas de
    préstamos extranjeros con bajas tasas.  Pero el
    negocio dependía de que no hubiese 
    devaluación. El hecho de que se produjera una fuerte
    devaluación al concluir el sexenio de Echeverría
    volvió a demostrar el estrecho entrelazamiento de ciclo
    político y ciclo financiero. [42]

               
    A pesar de los errores manifiestos en las políticas
    económicas que provocaron un incremento inédito del
    endeudamiento, una subsiguiente devaluación y el comienzo
    de una fuerte  fuga de capitales (que se convertiría
    en un fenómeno constante y, por lo tanto, estructural), el
    Fondo Monetario Internacional acordó firmar un nuevo
    acuerdo
    con el gobierno de Echeverría en septiembre de
    1976. [43]Tras
    el envío de una carta de intención en la que el
    gobierno mexicano prometía limitar su endeudamiento,
    aumentar los ingresos de sector público y aumentar la
    formación de capital en la economía, los
    funcionarios del FMI le dieron luz verde a lo
    que era a todas luces un programa imposible.   Y ello
    se confirmaría al poco tiempo cuando la nueva
    administración encabezada por José López
    Portillo se lanzó a una campaña de endeudamiento
    externo  sin parangón.

               
    Las cifras del incremento de la deuda son elocuentes. En 1976, la
    suma de la deuda externa publica y privada alcanzaba cerca
    de 25 mil millones de dólares pero para 1982 ya
    había llegado a 87 mil millones de
    dólares.

    Evidentemente, tanto el Fondo Monetario Internacional,
    el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo y otras
    instituciones
    multilaterales efectuaron un análisis equivocado  de
    los peligros implícitos en el tremendo endeudamiento 
    de los países latinoamericanos en estos
    años.   Lamentablemente, ninguna de estos
    organismos- supuestamente encargados de velar por la estabilidad
    financiera internacional-  tuvo la inteligencia o
    capacidad para anticipar las consecuencias de la explosión
    del endeudamiento ni para aminorar sus consecuencias.  Al
    contrario,  la mayoría de los informes de la
    época hacían hincapié más bien en las
    altas tasas de crecimiento alcanzados en el decenio de 1970 y en
    vez de aconsejar prudencia a los países latinoamericanos;
    de hecho, este tipo de discurso los alentaba a  intensificar
    su participación en los mercados financieros privados
    internacionales para obtener préstamo tras
    préstamo.   

    El hecho de que  el ingreso de capitales prestados
    era compensado (por no decir anulado) por una contraria  una
    fuga de capitales,  también era conocido por los
    organismos multilaterales pero sus directivos resolvieron no
    darle importancia a estas tendencias ni encargaron estudios
    profundos sobre el tema pese a su clara importancia y novedad.
    Recordemos al respecto que el principal organismo multilateral de
    América Latina, el Banco Interamericano de Desarrollo
    estaba encabezada por Antonio Ortiz Mena, quien (como fue su
    costumbre) deseaba proyectar una imagen de ortodoxia pero sin
    exigir que los gobiernos de los países latinoamericanos
    limitaran su endeudamiento o promovieron reformas fiscales y
    mecanismos que permitieran solventar el servicio de los
    préstamos en el mediano plazo.  En este sentido, y
    teniendo en cuenta el desastrosos desenlace de la crisis de las
    deudas en los años de 1980, puede afirmarse que tanto el
    BID como el FMI como el Banco Mundial cargan con una fuerte
    responsabilidad por mandar señales equivocadas al no
    subrayar los peligros potenciales del proceso de enorme
    endeudamiento en los años de 1970: que no lograron
    convencer a ningun país de los peligros latentes se
    observa claramente en las escasas reservas de divisas fuertes
    acumuladas en la mayoría de los bancos centrales de los
    países de  América Latina durante  esta
    época. [44]
    Esta extraordinaria debilidad los expuso a una resonante
    bancarrota, como las que experimentaron en  el decenio de
    1980.

    En el caso de  México, hay un factor
    fundamental que explica porque tanto los tecnócratas como
    los banqueros consideraron que no existía peligro en un
    incremento adicional de la deuda externa. Me refiero a que fue
    desde 1976 que  se descubrieron unos cuantos 
    yacimientos gigantes de petróleo en el Golfo de
    México;  con las ganancias del oro negro  se
    consideró que seria factible pagar la deuda a pesar de que
    crecía aún más rápidamente que los
    ingresos por exportaciones.

               
    Un amplio abanico de bancos internacionales inmediatamente se dio
    a la tarea de atraer como clientes al gobierno mexicano, a las
    empresas paraestatales,  a los bancos así como 
    a algunas compañías privadas mexicanas.  De
    acuerdo con la información recabada por Rosario
    Green,  el auge del endeudamiento externo entre 1977 y 1981
    estuvo marcado por una franca internacionalización de los
    préstamos para México. En 1977 todavía era
    muy claro el dominio de los
    bancos de los Estados Unidos que manejaban alrededor del 47% de
    la deuda externa pública. Para 1980, en cambio, bancos del
    Reino Unido controlaban casi 24% del total, un nivel similar a la
    suma de los créditos adelantados por la banca
    estadounidense; a ello había que agregar los fuertes
    aportes de bancos japoneses, alemanes, franceses, canadienses y
    suizos, en ese orden. Sin embargo, ya en plena crisis financiera
    internacional- en 1981-1982-  el porcentaje de nuevos
    préstamos proporcionados por bancos de los Estados Unidos
    volvió a repuntar, siendo mayoritariamente créditos
    a muy corto plazo, con tasas de interés cada vez
    más altos, siendo destinados simplemente a refinanciar la
    deuda preexistente.

    De nuevo, dos grandes empresas paraestatales encabezaron
    la carrera por los préstamos- Pemex y CFE- aunque la
    empresa petrolera claramente llevaba la delantera. De hecho, fue
    desde esas fechas  cuando la Secretaría de Hacienda
    comenzaría a utilizar a Pemex como una especie de caja
    chica para el pago del servicio de la deuda, política
    que se ha mantenido incólume desde entonces hasta nuestros
    días. Y debe agregarse que ello explica porqué
    durante tanto tiempo esta gran empresa petrolera estatal no ha
    logrado mantener un nivel de inversiones adecuadas y actualmente
    tenga  muy serias carencias en cuanto a reservas
    comprobadas, equipo, capacidad de refinación de gasolina
    de alta calidad y cuellos
    de botella fundamentales en el ramo
    petroquímico. 

    Pero aparte del endeudamiento de Pemex, debe hacerse
    hincapié en que la crisis de 1982 fue provocada
    también por el endeudamiento realmente enloquecido de la
    banca de desarrollo y de algunos bancos mexicanos privados que
    buscaron fondos  en el exterior  para reciclarlos 
    localmente.[45] 
    Los bancos paraestatales Nacional Financiera, Banrural y Banobras
    incrementaron  sus deudas externas de manera notoria hasta
    aproximarse a los 20 millones de dólares. (Véase
    Cuadro 5.) En principio, los directivos de estas entidades y de
    varios bancos mexicano  privados  hicieron el cálculo de
    poder obtener fondos a bajo costo en el exterior para luego
    represtarlo a nivel domestico a tasas más altas. Pero todo
    el juego
    financiero dependía de que no hubiese ni una alza
    súbita de intereses en el ámbito internacional ni
    una devaluación en México. Sin embargo, ambos
    procesos sí se dieron, el primero a partir de la subida de
    los intereses en 1981  y,  luego, la doble
    devaluación de 1982 y 1983.    

    La irresponsabilidad en el manejo de la banca estatal y
    privada ayuda a explicar porqué estas empresas se
    encontraron en situación virtual de quiebra a partir
    de la primera devaluación de agosto de 1982.  De
    allí también que el presidente López
    Portillo-  en una medida verdaderamente desesperada,
    disfrazada de un vulgar nacionalismo
    resolvió  estatizar la banca comercial privada al
    tiempo que expropiaba 6 mil millones de dólares de cuenta
    habientes que habían abierto cuentas en esa divisa en el
    país. El resultado no fue extraño: la fuga de
    capitales que ya era  fuerte se tornó absolutamente
    incontrolable. De hecho, puede decirse, que estos eventos
    explicarían que durante ya veinte años, los
    ahorradores e inversores en México no hayan podido confiar
    en mantener cuentas en divisas fuertes en el país,
    prefiriendo sacar su dinero 
    directamente a los Estados Unidos u a diversos 
    paraísos fiscales.  Así le fuga de capitales a
    agravó una constante salida de capitales para cubrir un
    monto enorme de deudas externas que no debía de haberse
    contratado.

    La Crisis de la
    Deuda Externa en 1982  y las Renegociaciones durante la
    Década Perdida

               
    El arranque de la crisis de 1982, como es bien, sabido, se dio el
    20 de agosto, cuando  el entonces secretario de Hacienda,
    Jesús Silva Herzog, anunció a la comunidad
    financiera internacional que el gobierno mexicano ya no estaba en
    condiciones de cubrir el servicio completo de su deuda externa
    debido al  aumento súbito de las tasas de
    interés cobradas y por la enorme fuga de capitales
    privados de México. De acuerdo con el historiador oficial
    del Fondo Monetario Internacional, James M. Boughton, los
    directivos de esa agencia ya habían sido previamente
    alertados de la crisis inminente.[46]
    Desde principios de agosto, las autoridades financieras
    mexicanas le hicieron saber al FMI que sólo quedaban 
    180 millones de dólares en las arcas del Banco de
    México pero que el gobierno tenía que pagar la suma
    de 300 millones de dólares a diversos banqueros acreedores
    el 23 de agosto: por lo tanto, el peligro de una
    devaluación y/o moratoria era claro. Debe subrayarse, sin
    embargo,  que era realmente increíble que un gran
    deudor como México  tuviera un nivel tan bajo
    de  reservas  en medio de una situación
    financiera internacional tan delicada. Ello indica que tanto las
    autoridades monetarias mexicanas como las del FMI (que por su
    mandato debían estar revisando estas variables
    constantemente) habían estado jugando a la ruleta rusa con
    las finanzas nacionales e internacionales. [47]

    En todo caso, los altos mandos del FMI ya no tuvieron
    otra alternativa que consultar con el Federal Reserve Bank y la
    Secretaría del Tesoro para plantear la necesidad de un
    paquete de rescate para evitar un pánico
    financiero generalizado. Llegaron a cuerdo y comunicaron a 
    las autoridades hacendarias mexicanas que el gobierno de los
    Estados Unidos estaría dispuesto a aportar una parte de
    los fondos necesarios para cubrir el servicio de la deuda externa
    mexicana, a ser seguido por  la negociación de un próximo
    préstamo con el Bank of International Settlements
    (BIS)  y un préstamo jumbo del FMI a emitirse
    en diciembre.  A cambio, el director del FMI, Jacques
    Larosiere exigió al ministro de Hacienda mexicano,
    Jesús Silva Herzog, que comenzara la implementación
    de un programa de ajuste fiscal y económico
    drástico.  No obstante, este intento fracasó
    por causa de una serie de sorpresivas medidas adoptadas por el
    presidente José López Portillo.

               
    De hecho, López Portillo resolvió que el manejo de
    las finanzas mexicanas no se diferenciaba  de un gran juego
    de póker, aún si lo que estaba apostando era el
    futuro económico de todo el país y la suerte de sus
    ciudadanos. La primera medida inconsulta fue la
    devaluación del peso, siendo acompañada por la
    nacionalización de los depósitos de 6 mil millones
    de dólares en cuentas bancarias en México y
    concluyendo con la nacionalización de todo el sistema de
    la banca comercial privada de la república.  El
    presidente mexicano inicialmente obtuvo algunos dividendos
    efectos políticos de estas resoluciones, logrando que se
    le considerara como una figura pseudo-populista que intentaba
    recuperar una vieja tradición nacionalista. Sin embargo,
    los efectos en el ámbito económico de estos actos
    intempestivos fueron sumamente graves, provocando una fuga de
    capitales aún mayor, reflejo  de la creciente
    desconfianza de los empresarios e inversores mexicanos en las
    inversiones domésticas, situación que se mantuvo
    durante muchos años.

     Aún hoy en día los analistas no han
    podido determinar cual fue el verdadero impacto de la
    nacionalización bancaria de 1982. Es claro que (en parte)
    esta operación fue inevitable ya que hubo que rescatar a
    muchos bancos privados  mexicanos que de manera sumamente
    imprudente habían  asumido un exceso de deuda externa
    a corto plazo entre 1978 y 1982: en pocas palabras, la
    estatización era el precio a pagar por errores de sus
    políticas financieras en un entorno internacional cada vez
    más volátil.  Pero también es cierto
    que el verdadero talón de Aquiles de las finanzas
    mexicanas no residía tanto en la banca privada como en la
    banca paraestatal – Nacional Financiera,  Banobras y
    Banrural,  agencias que habían acumulado deudas
    externas mucho mayores desde mediados de los años de 1970
    y que estaban ya en virtual bancarrota. Fueron 
    salvados  por  la Secretaría de Hacienda
    que  resolvió  traspasar  el paquete del
    rescate a los contribuyentes mexicanos.

    El nuevo presidente mexicano, Miguel de la Madrid, quien
    asumió el poder en diciembre de 1982 decidió
    aceptar estos actos de la administración de López
    Portillo  pero, al mismo tiempo, quiso implementar un
    programa de austeridad y ajuste que iba a contrapelo de las
    políticas de su predecesor. Como consecuencia, su
    administración – y en particular el nuevo equipo de
    jóvenes tecnócratas que fueron encargados de
    implementar la política económica– se vio obligada
    a levar a cabo una serie de políticas contradictorias,
    pues por una parte cargaba con el legado de un Estado
    económicamente fuerte e intervencionista y, por otra
    parte,  tenía el objetivo de cumplir aligerar ese
    peso, promoviendo una rápida liberalización, al
    tiempo que se cumplían con las metas financieras recetadas
    por el FMI, en particular el pago íntegro del servicio de
    la deuda externa.  El costo financiero de estos diversos
    objetivos era extremadamente alto. En primer lugar, el pagar los
    intereses y amortización de la enorme deuda
    implicó que el gobierno de De la Madrid tuviera que
    disponer de virtualmente todos los ingresos netos de Pemex para
    satisfacer a los banqueros internacionales, sin posibilidad
    alguna de reinvertir estos fondos en el país.  En
    segundo lugar, destinó  fondos fiscales ordinarios
    para el programa de rescates que fue establecido para apuntalar a
    las empresas privadas mexicana endeudadas que fueron beneficiadas
    con esquemas muy favorables para obtener divisas fuertes con que
    reducir sus deudas. [48]
    En tercer lugar, con objeto de cubrir los crecientes
    déficit públicos  del  gobierno federal y
    de las numerosas empresas paraestatales, la administración
    Delamadrista resolvió reducir radicalmente los salarios de
    los empleados públicos al tiempo que fue recortando
    programas sociales.

               
    A pesar de las medidas adoptadas, los déficit
    públicos siguieron aumentando, ya que la brecha
    entre  los abultados  egresos financieros y
    los   ingresos fiscales ordinarios se ahondó. A
    raíz de esta situación, la Secretaría de
    Hacienda tuvo a bien recurrir a dos fuentes de
    financiamiento a corto y mediano plazo. Como no podía
    obtener créditos en el exterior, dispuso de una gran parte
    del crédito manejado por la banca comercial (recientemente
    estatizada) y simultáneamente comenzó a emitir una
    cantidad muy considerable de deuda interna pero con tasas de
    interés exorbitantes. Entonces fue que numerosos
    prestamistas mexicanos hicieron su agosto, convirtiéndose
    pronto en algunos de los individuos más ricos del
    país: entre ellos pueden citarse, por ejemplo, los casos
    de Roberto Hernández y Alfredo Harp Helú
    (actualmente principales propietarios de Banamex), quienes eran
    dueños de una pequeña casa de bolsa que ganó
    enorme cantidad de beneficios con el reclicaje de deuda interna.
    Y lo mismo puede decirse de Carlos Slim Helú (actualmente
    principal accionista de Telmex y el hombre
    más rico de Latinoamérica) quien también obtuvo
    grandes ganancias de las operaciones con
    papel gubernamental en esos años.

               
    Al tiempo que los tecnócratas de la administración
    de De la Madrid aseguraron el pago de las gigantescas deudas
    (externa e interna), comenzaron a instrumentar un programa de
    apertura de la economía mexicana. Comenzando con la
    entrada el GATT (General Agreement on
    Tariffs) en 1984, procedieron a liberalizar grandes sectores y a
    iniciar la  privatización de buen número de
    empresas estatales, proceso que cobró dinamismo desde
    1986. Para finales del sexenio, ya se habían vendido
    algunos centenares de empresas públicas, aunque algunas de
    las más grandes no se subastaron hasta la presidencia de
    Carlos Salinas de Gortari.  

               
    Mientras se instrumentaban este paquete de medidas, el
    crecimiento económico se tornó negativo  para
    luego recuperarse ligeramente en 1985 y  luego caer en
    1986  con el descenso abrupto de los precios del
    petróleo.  Posteriormente, la economía
    siguió bastante  estancada hasta 1990 cuando se
    produjo un renovado ingresos de capitales (gran parte de ellos
    capitales golondrinas, de inversores mexicanos que trajeron una
    parte de sus fondos de regreso para adquirir empresas estatales
    en venta). 
    Ahora bien, es incorrecto argumentar que el programa 
    implementado era simplemente una receta del Fondo Monetario
    Internacional.  Era algo más: en primer
    término, constituía un plan bastante
    sistemático de parte de la nueva tecnocracia del gobierno
    mexicano de forzar la apertura de la economía nacional. En
    segundo término constituía un parte de un proyecto
    para  asegurar buenas relaciones entre  Washington y
    México con base al pago puntual del servicio de la
    gigantesca deuda. En este sentido, puede considerarse que la
    estrategia adoptada en este período- que vendría en
    llamarse la estrategia neoliberal- fue forjado con base a
    acuerdos estrechos entre tecnócratas mexicanos y
    norteamericanos, entre  banqueros privados internacionales y
    el FMI.

               
    Si nos preguntamos acerca de las causas del estancamiento
    económico en estos años, pueden señalarse
    diversas variables, entre las cuales destacan las siguientes: la
    dureza del ajuste fiscal,  las políticas de
    reducción de salarios reales, la transferencia de los
    recursos petroleros para el pago de la deuda y la continúa
    fuga de capitales. Ahora bien, si intentamos medir cual era el
    costo mayor de la crisis, no existe duda de que la mayor fue el
    pago del servicio de la deuda externa, la cual 
    requirió un pago de cerca de diez mil millones de
    dólares al año a  banca internacional. En este
    sentido, es claro que tienen razón los críticos del
    FMI quienes argumentan que esta institución multilateral
    demostró que deseaba complacer fundamentalmente a los
    banqueros internacionales pues ciertamente no asistió a
    los contribuyentes mexicanos y a las clases trabajadoras, quienes
    fueron los que cargaron con el pago de la crisis. Como ha sido
    tan frecuente en las últimas décadas en
    América Latina, resulta que para evitar pérdidas
    para los ricos (nacionales o extranjeros) se obliga a los pobres
    a pagar cada vez más.

               
    La presión internacional para pagar la deuda fue
    constante, instrumentándose en primer lugar a partir de
    una serie de reestructuraciones y renegociaciones que han sido
    ampliamente documentados aunque no adecuadamente analizados en
    todas sus implicaciones. En primer término para evitar la
    bancarrota del gobierno mexicano y de sus acreedores, se
    instauró un programa conocido como "concerted
    lending",  que consistió en  que un conjunto de
    agencias públicas y privadas de los países
    más avanzados adelantaban fondos a México con el
    fin de cubrir el servicio de la deuda. En 1983, por ejemplo, el
    FMI adelantó  una primera cuota de un paquete de 3.8
    mil millones de dólares (a suministrarse en tres
    años); simultáneamente el Banco de la  Reserva
    Federal y el Fondo de Estabilización del tesoro de los
    Estados Unidos  proporcionaron otros 4 mil millones de
    dólares; finalmente se exigió a la banca privada
    internacional que colaborase con un crédito de 5 mil
    millones de cólares (que constituía en efecto un
    autopréstamo
    ) para cubrir el pago de los
    intereses pendientes de la deuda externa mexicana.
    [49]

    Pero este acuerdo no significó que se perdonaba
    deuda. Al contrario se fueron capitalizando los intereses con lo
    que  la deuda total iba aumentando de manera rápida.
    Ello requirió una reestructuración en 1984, ya que
    los banqueros querían asegurarse que las autoridades
    mexicanas reconocieran la totalidad de sus débitos. El 7
    de septiembre de 1984 se reestructuraron 48 mil millones de la
    deuda externa cuyo perfil de vencimiento se daba entre 1985 y
    1990, por lo que se requería que se alargaran plazos 
    para no llevar al país a la bancarrota. Por consiguiente,
    el secretario de  Hacienda, Jesús Silva Herzog,
    aceptó que el país pagaría la totalidad de
    los intereses sobre la deuda abultada pero que se daría un
    plazo más largo a las amortizaciones del capital.
    [50]

               
    Esta primera reestructuración fue ratificada por un
    acuerdo adicional y más completo, concluido el 29 de marzo
    de 1985, que permitió incorporar a los 550 bancos
    internacionales que eran acreedores de México. Sin
    embargo, ello no produjo ningún beneficio para el
    país pues justamente entonces comenzaron a desplomarse los
    precios del petróleo.  Así,  aún
    cuando el país todavía contaría con 10 mil
    millones de dólares en excedentes obtenidos por las
    exportaciones del petróleo, el pago de los intereses de la
    deuda superaba los 14,400 dólares en 1985. De nuevo se
    asomaba el espectro de una crisis financiera, pues la banca
    internacional insistía en cobrar  y no estaba
    dispuesta a perdonar un centavo de los intereses argumentando que
    había otorgado plazos más largos para la
    amortización final de los centenares de créditos
    otorgados. [51]

    En tanto la situación económica
    siguió empeorando, en parte debido a la recesión
    económica interna, en parte a las secuelas del terremoto
    de 1985, en parte  al descenso cada vez más acentuado
    de los precios internacionales del petróleo y a la
    sangría del pago del servicio de la deuda,  el
    gobierno se vio obligado de nuevo a solicitar  a los
    banqueros internacionales que  alargaran los plazos del pago
    del capital de una parte de la deuda próxima a
    vencerse.  Ello se concertó en el  acuerdo del
    20 de marzo de  1987 por el cual la banca privada
    internacional ofreció darse un nuevo
    autopréstamo de 6 mil millones de dólares,
    que permitió sortear la crisis del momento conjuntamente
    con una serie de créditos de las agencias multilaterales y
    del gobierno de los Estados Unidos.  

    Pero el seguir pagando todos los intereses y
    reestructurando indefinidamente el capital total sin obtener
    ninguna  rebaja  de la deuda externa (que seguía
    creciendo por las recapitalizaciones) no podía ser una
    solución viable para México. De allí que no
    sería extraño que después del triunfo
    electoral muy discutido de Carlos Salinas de Gortari en 1988, la
    nueva administración buscara desesperadamente un acuerdo
    distinto con la banca norteamericana que permitiera un mayor
    alivio y, finalmente,  lanzar un proceso de crecimiento
    económico.   De allí que México
    fuera el primer país del Tercer Mundo que entrara al
    llamado Plan Brady, el cual partió de una propuesta
    del secretario del Tesoro de los Estados Unidos para lograr una
    última reestructuración de la deuda externa, que se
    esperaba sería definitiva.

    La idea central detrás del Plan Brady
    consistía en efectuar un canje de los viejos bonos de la
    deuda externa por nuevos que contarían con un
    respaldo  del Tesoro de los Estados Unidos con base a la
    emisión de los llamados bonos cupón zero,
    que servirían como fondo de garantía del servicio
    futuro de la deuda respectiva. Este fondo  se
    integraría con aportes del FMI, Banco Mundial, el gobierno
    de Japón y el propio gobierno de México. De esta
    manera, los inversores podrían contar con la seguridad de que
    sus bonos no tendrían ningún problema en
    amortizarse.   La ventaja para el gobierno mexicano
    consistía en que la conversión de los bonos viejos
    por bonos nuevos (denominados en adelante bonos
    Brady
    )  se haría con base a un descuento de
    precio que se supondría redundaría en ahorros
    importantes para la Secretaría de Hacienda y, por tanto,
    para el contribuyente mexicano.  En la práctica, los
    beneficios fueron reducidos debido al descenso de las tasas de
    interés en el ámbito internacional desde 1989, pero
    el lanzamiento de los bonos Brady permitió a la
    administración de Carlos Salinas tomar la delantera sobre
    el resto de los países endeudados del Tercer Mundo y
    posicionarse favorablemente en los mercados internacionales y en
    sus futuras negociaciones  comerciales
    internacionales. [52]

    INSERTAR CUADRO 6

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