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El Fantasma Victoriano



    Aproximación histórica a
    la creencia popular

    1. El fantasma
      victoriano
    2. Denunciantes
      nocturnos
    3. El particular gusto
      inglés por los fantasmas
    4. Lugares
      encantados
    5. Volver con el rostro
      marchito
    6. Hacia una nueva
      interpretación

    Siempre me ha sorprendido la fluctuante capacidad para
    creer en historias fantásticas que muchas personas poseen
    en la actualidad. Basta con organizar una reunión frente a
    un fogón —en cualquier noche de invierno o de
    verano— para advertir cómo, inexorablemente, la
    conversación deriva hacia temas que meten miedo y
    que, generalmente, tienen como protagonistas a fantasmas de
    distintas especies.

    En circunstancias como ésas, el viento deja de
    ser viento para convertirse en susurros o lamentos; las sombras
    nocturnas se vuelven misteriosamente significativas, denotando
    presencias no expuestas que alimentan la sugestión y
    agigantan la imaginación. El mismísimo recuerdo se
    ve alterado, y acontecimientos del pasado personal
    —mal definidos por la
    memoria— encuentran en aquel contexto nocturno un
    catalizador que los reinterpreta, entablando ocultas
    relaciones, antes no tenidas en cuenta.

    La noche y los fantasmas se llevan bien. Es un binomio
    que ha logrado mantenerse en buenos términos durante
    siglos en el imaginario de la cultura
    occidental, sustentando así una abundante literatura que, aún
    hoy, sigue publicándose con gran éxito
    editorial.

    Los fantasmas nos seducen, nos interesan, nos inquietan.
    No es posible la neutralidad o la absoluta indiferencia cuando
    alguien instala el tema en una mesa de discusión. Se les
    puede reverenciar, temer o rechazar, pero nunca hacerlos a un
    lado sin algún comentario irónico, escéptico
    o crédulo.

    La creencia en la existencia de fantasmas es un
    hecho generalizado que se fija prácticamente en todas las
    sociedades de
    la Tierra.
    Leyendas,
    cuentos
    populares, rumores y folklore
    referidos a ellos, testimonian —directa o
    indirectamente— el interés
    que los hombres tienen respecto de lo que sucede más
    allá de la muerte; al
    tiempo que
    explicitan la propensión de una época determinada a
    seleccionar respuestas, entre un repertorio cultural particular,
    en consonancia con las demandas de una situación
    concreta.

    Occidente ha tenido con las muy variadas entidades
    intangibles de su imaginario
    una relación que se
    advierte cualitativamente cambiante en momentos determinados de
    su historia; y
    múltiples han sido los factores que se conjugaron para que
    los fantasmas sean hoy lo que la literatura muestra y mucha
    gente sostiene que son. Por todo ello, podemos decir sin temor a
    equivocarnos, que la experiencia temerosa ante los
    fantasmas
    —así cómo la
    conceptualización, atributos y cualidades que de ellos se
    ha tenido— estuvo, y está, social, cultural e
    históricamente determinada
    .

    Cada cultura ha inventado sus propios fantasmas, y
    occidente no ha sido la excepción a la regla. Pero la
    historia del fantasma occidental es singular es singular en un
    aspecto: el haber estado ligada
    al proceso de individuación, tan propio de nuestras
    sociedades.

    Los fantasmas nos hablan de nosotros mismos. Sus
    apariciones son nuestros propios reflejos. Nos muestran, desde un
    ángulo original, cómo hemos elaborado en los
    últimos quinientos años nuestra identidad,
    nuestro exacerbado individualismo; y de qué manera se
    entretejieron variables
    culturales, psicológicas y sociales en la construcción de la cosmovisión
    antropocéntrica
    que ha hecho de Occidente lo que hoy
    es.

    Definir qué es un fantasma depende del espacio y
    del tiempo. Depende del lugar que cada persona se
    adjudica a sí misma dentro del universo. Por
    ello, una Historia de los Fantasmas nos obliga a recorrer los
    senderos —ya exitosamente transitados— de otras
    historias, como la del cuerpo, la de la muerte o la de
    la lectura.
    Significa, también, dejar abierta una puerta al estudio de
    los sistemas de
    valores y sus
    cambios (que desde el siglo XVIII indican una progresiva
    secularización y un olvido de los deberes y normas
    trascendentes, para centrarse únicamente en la
    condición inmanente del ser humano).

    En muchos casos, el fantasma nos recuerda el sentido y
    el deber que los hombres hemos olvidado. Nos reflejan los
    problemas
    existenciales propios de una sociedad
    impregnada del más hondo materialismo.
    El fantasma oculta y revela muchas cosas al mismo
    tiempo
    .

    El discurso
    histórico sobre las apariciones —en ocasiones
    controlado, tergiversado o utilizado en beneficio de sectores
    particulares— revela una suerte de actitud
    imperialista que tornó a la imagen
    tradicional del fantasma en un producto de
    exportación a distintas partes del mundo;
    modificando imaginarios no europeos y creando una falsa idea de
    homogeneidad planetaria en la creencia.

    La actitud aculturadora de Europa, tan
    pujante —desde el siglo XVI— sobre islas y
    continentes lejanos, alteró muchas estructuras
    fabricadas de la realidad; y así, los fantasmas locales o
    regionales, no pudieron resistirse a cambiar sus comportamientos,
    caracteres y status.

    Los fantasmas, asimismo, pueden ser variables
    interesantísimas a la hora de reflejar las modificaciones
    en las sensibilidades colectivas, relacionadas con instituciones
    sociales muy caras del universo burgués (en especial del
    siglo XIX), tales como: la familia,
    el amor, la
    muerte romántica, el secreto y el
    individualismo.

    Banderas visibles del antirracionalismo, los fantasmas
    —apareciendo y desapareciendo— denuncian
    insatisfactorias concepciones del mundo, inseguridades y muchas
    esperanzas, no del todo creídas.

    EL FANTASMA
    VICTORIANO

     Punto de arribo de tradiciones, representaciones y
    formas de ver y organizar el mundo, el siglo XIX
    reinterpretó todo, reelaboró una nueva
    cosmovisión, y desde ese mismo instante nada fue
    idéntico a lo que antes era. Hito singular en la historia
    de la cultura occidental, la centuria pasada (XIX) creó
    las bases de una sociedad nueva (que fue nuestra hasta hace
    relativamente poco tiempo). Instauró una muy particular
    manera de conceptuar a la familia, el
    cuerpo y la muerte. Desarrolló un mundo
    industrializado
    , en donde la tecnología
    empezó a cumplir un rol protagónico que no
    había tenido, y combatió las enfermedades como nunca.
    Creó una sociedad urbana inimaginable cien
    años atrás, e inculcó una ética
    renovada
    , menos dependiente de Dios. Propuso paradigmas
    —políticos y científicos— que
    consiguieron prolongar sus influencias hasta fines del siglo XX,
    e impuso un ideal —el del Progreso— que
    sirvió de telón de fondo y soporte de toda una
    época. Inauguró conflictos
    sociales, políticos y económicos, muchos de los
    cuales derivaron en revoluciones y guerras ;
    desarrolló los ideales del nacionalismo e impuso
    —paralelamente a ello— una presión
    imperialista que recién se diluiría
    —en sus aspectos formales— a mediados de la
    década de 1960. Pero, sobre todo, colocó a una
    clase social
    como modelo: la
    burguesía.

    Como dice Eric Hobsbawm, el siglo XIX fue
    predominantemente burgués en sus hábitos, ilusiones
    y sueños
    . El emprendimiento y la concreción de
    objetivos
    personales se convirtieron en exultantes manifestaciones del
    propio valer, y el individualismo no se dejó rogar.
    Así mismo, un férreo orden social —sumamente
    jerarquizado— reglamentó los comportamientos, los
    gestos y el imaginario social; haciendo de las apariencias el
    resorte necesario para elevar el status dentro de una realidad en
    la que la competencia se
    convertía en un valor digno de
    ser puesto en práctica-

    Esta sociedad burguesa, logró impregnar
    —con su cultura y forma de ver el mundo— a aquellos
    sectores sociales que la combatieron duramente, imponiendo lo que
    se ha dado en llamar un aburguesamiento tanto de los
    grupos
    aristocráticos como de los sectores obreros.

    Fue este mundo burgués el que inventó la
    intimidad —que era su esencia—; reorganizó los
    rituales domésticos —que calaron tan hondo que se
    los creyó existentes desde siempre—; propuso una
    renovada dualidad entre la solidez de lo material y la belleza
    del espíritu. Elevó la castidad y la
    represión del instinto a un punto tal que la
    hipocresía no pudo dejar de surgir. El secreto, el pudor,
    los prejuicios y la llamada moral victoriana, evidenciaron
    —con su difusión— el éxito de esta
    clase hegemónica en muchos rincones del planeta. Y, por
    supuesto, los fantasmas también se
    aburguesaron.

    Después de la sacudida racionalista del siglo
    XVIII, y agitada profundamente por el reeditado ideal
    clásico, la cultura europea del XIX buscó renovarse
    escudriñando, una vez más, en la imaginación
    y el sentimiento. Así surgió el movimiento
    romántico
    , que se tradujo en un esfuerzo por rescatar
    del pasado la perdida nostalgia de la Edad Media;
    abriéndose a experiencias estéticas e intelectuales
    que solieron inspirarse en lo desconocido, en lo oculto, en la
    noche con sus sombras y misterios. La muerte y los fantasmas, la
    soledad y las tinieblas, impregnaron todo por doquier. El
    romanticismo
    sería —como escribió René
    Huyghe— "una fuga de lo real a lo
    imaginario"
    .

    Desde ese momento quedó enunciada la doctrina del
    movimiento; y ya no fue el hombre
    externo —completo y reflexivo— lo que se puso en
    juego, sino
    que, en lo sucesivo, se distinguiría al hombre
    interior, ése que en su intento por comunicar su alma con la
    naturaleza
    exaltaría las dimensiones de lo infinito. El genio
    romántico —a fuerza de
    querer franquear los límites de
    la razón común, y permitir la intrusión de
    lo fastasmático— planteó la vacilación
    del cerebro, y
    entrevió la locura (en la que muchas veces llegó a
    caer).

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     Imbuido de una gran dosis de irracionalidad, y
    dotado de una capacidad excepcional para exaltar el sentimiento,
    el romanticismo reinventó el concepto de
    fantasma
    , otorgándole una serie de cualidades que
    —popularizadas desde entonces— impactaron en el
    imaginario colectivo, dándonos una imagen hoy tradicional
    del mismo.

    De esta manera, nació un género
    literario que alcanzó un sorprendente desarrollo
    entre mediados del siglo XIX y principios del
    siglo XX: la "Ghost Story" que, junto a la novela
    gótica (de anterior data), sustituyeron a "[…] las
    groseras supersticiones por delicadas emociones
    artísticas"
    .

    Asimismo, la
    organización de nuevas disciplinas científicas
    orientadas al estudio del hombre —tales como la antropología y el folklore—
    dirigieron sus arsenales metodológicos hacia las
    sociedades "primitivas" de distintas partes del mundo, rescatando
    del olvido mitos y
    leyendas populares que revelaban una relación con la
    muerte (y con los muertos) que se creía perdida en el
    entorno occidental. Este mundo de los espíritus
    encontró, pues, en la leudante burguesía
    decimonónica un medio propicio donde arraigar, intentando
    conciliar las contradictorias dosis de espiritualismo y
    materialismo que esta clase social encarnaba.

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     El fenómeno espiritista —conocido
    desde tiempos antiguos, e interpretado de diferentes maneras
    según el entorno cultural— reapareció en el
    seno de la sociedad europea que, imbuida de positivismo,
    persiguió a los fantasmas armada con las leyes conocidas
    de la física. La
    preocupante obsesión por la supervivencia del alma
    —que había desvelado el sueño de más
    de un pensador clásico, como Pitágoras,
    Empédocles o Platón— dejó de ser, para
    muchos, un problema meramente filosófico,
    transformándose en uno propicio a ser demostrado
    científicamente por el materialismo. Los experimentos
    espiritistas —origen de la actual pseudo-ciencia
    llamada parapsicología— alinearon sus
    energías en la búsqueda de pruebas
    positivas, que creyeron encontrar en las melodramáticas
    sesiones espíritas celebradas en salones y cortes de todo
    Europa. En ellas, las almas desencarnadas de los muertos se
    comunicaban con los vivos por medio de golpes, martilleos sobre
    una mesa y materializaciones ectoplasmáticas; queriendo
    con todo ello demostrar la supervivencia del Yo individual
    más allá de la muerte.

    Esta moda
    —convertida en hobby para unos, y en profesión para
    otros— modificó la manera en que los fantasmas eran
    conceptualizados; aunque, básicamente, lo que
    cambió fue la forma en que los espectros se evidenciaban.
    Desde entonces —y hasta las décadas de
    1930-1950— las Almas en Pena empezaron a ser visualizadas
    (sin que por ello las clásicas manifestaciones auditivas
    desaparecieran por completo). Castillos, abadías y
    hospitales, teatros y mansiones, empezaron a albergar figuras
    etéreas que vagaban cual sonámbulos por los
    corredores, dejándose ver, e incluso tocar.
    El materialismo se imponía más allá de la
    frontera de la
    muerte, y la doctrina espírita no tardó en teorizar
    al respecto.

    Allan Kardec (padre del espiritismo) y sus seguidores,
    sostuvieron que el ser humano estaba conformado por tres
    elementos: el alma, el cuerpo y el periespíritu, que
    unía a los dos primeros a manera de "mediador plástico"
    y que participaba de la naturaleza de ambos. Por lo tanto, merced
    a este periespíritu, las almas de los desaparecidos
    podían corporizarse y trasladarse de un plano a otro de la
    existencia, conservando una "semi-materialidad" fluida, de
    color, visible y
    palpable. Como puede observarse, el paradigma
    mecanicista —tan en boga por aquellos días— se
    aplicaba incluso en el Más Allá.

    Los avances de la tecnología se
    pusieron a disposición de esta rejuvenecida "caza de
    espectros" y fue la fotografía
    —desarrollada a mediados del siglo pasado (XIX)— la
    que facilitó los medios para
    poder retratar
    a los fantasmas.

    El daguerrotipo [1839] y posteriormente la
    máquina fotográfica [1851], produjeron un fuerte
    impacto en las sensibilidades colectivas de occidente. Con ambos
    inventos, la
    memoria y el
    recuerdo de los seres queridos pudieron trascender la muerte de
    una manera hasta entonces inédita; y la posibilidad de
    reconocer —mediante las fotografías— el
    aspecto físico de parientes y amigos muertos se
    alteró cualitativamente.

    El tiempo quedaba atrapado en esas placas de acetato, y
    con ellas se robusteció aún más el
    individualismo. Ahora el pasado tenía un rostro
    identificable. Un rostro que denunciaba —en los
    vivos— el paso inexorable de los años, y guardaba
    —de los muertos— un retrato fiel, al que sólo
    los muy ricos habían accedido en el pasado (mediante la
    pintura /
    retrato y la escultura).

    Las lápidas de los cementerios se adornaron con
    fotos (las
    típicas de forma oval); los álbumes familiares se
    transformaron en espacios de la nostalgia, y el individuo
    triunfante conservó de sí mismo —y de los
    otros— una imagen clara, diáfana y palpable. Lo
    mismo sucedió con los fantasmas, que llevaron la
    relación con la muerte a un plano más concreto,
    donde se descubrían las muertes propias (el cambio de
    aspecto a través de los años) y las ajenas.
    Así se difundió un renovado culto a los muertos y a
    los cementerios.

    Las fotografías de supuestas apariciones
    espectrales empezaron a acumularse, y a pesar de los fraudes
    evidentes, un gran número de investigadores —y, por
    supuesto, la gente común— mantuvieron y defendieron
    férreamente la validez de la prueba. Incluso escritores
    que habían trasladado el tema al campo exclusivo de la
    literatura, prologaban sus novelas y cuentos
    argumentando que los fenómenos descriptos existían
    sin lugar a dudas; reconociendo que la ciencia y
    la filosofía aún no los había esclarecido.
    Ejemplo de tal credulidad tardía fue Sir Buldwer Lytton
    (1803-1873), quien con su obra, La Casa de los
    Espíritus
    (1859), pretendió cerrar filas junto
    a los grupos espiritistas.

    Provistos de fotografías, de testimonios
    denominados directos, y enmarcados por un ámbito cultural
    que daba espacio a la creencia en fantasmas, hombres y mujeres
    enrolados en diferentes grupos espiritualistas pusieron sus
    esfuerzos en tratar de llevar el tema hacia el campo de la
    ciencia, alejándolo del ámbito de la leyenda
    folklórica y la superstición. Médicos,
    matemáticos, físicos, escritores de renombre y
    políticos de la era victoriana, propagaron decenas
    de teorías
    a fin de explicar los casos denunciados de fantasmas. Muchos de
    ellos lucharon, también, por desacreditar la
    temática, denunciando y revelando notorios fraudes. Otros,
    mantuvieron una duda cautelosa, dejando sus mentes abiertas a
    fenómenos que empezaban a ser denominados como
    paranormales (más allá de la normalidad).
    Finalmente, un grupo no
    reducido se transformó en fervientes defensores de la
    realidad objetiva de los espíritus.

    DENUNCIANTES
    NOCTURNOS

    El "fantasma victoriano", exportado a distintas
    partes del mundo por los largos tentáculos de la sociedad
    burguesa del siglo XIX, refleja —como tantos otros productos de
    esa época— el entorno cultural que le dio
    origen.

    Nacido del materialismo y la
    industrialización, el fantasma decimonónico
    encarnó —paradójicamente— el
    descontento de un gran número de personas, respecto del
    rumbo que tomaba la sociedad por aquellos cambiantes
    días.

    Adoptados por la poesía,
    la novelística y aún por la heterodoxa "ciencia
    informal", los relatos de aparecidos canalizaron la creciente
    necesidad de evasión a los problemas cotidianos (la
    explotación del hombre, el hambre, el desamparo, la
    soledad, el desempleo, et),
    que el romanticismo supo con habilidad dejar plasmados en la
    literatura y otras manifestaciones del arte. Los
    fantasmas disfrazaron tabúes burgueses, y reflejaron al
    mismo tiempo una intención moralizante, que devino en una
    muy particular pedagogía del miedo.

    A quedar desligados del Diablo, los fantasmas
    empezaron a teatralizar una escena dulce, nostálgica
    —aunque no exenta de problemas— que encuentra sus
    raíces en una manera nueva de conceptuar el sentido de
    familia y de muerte.

     Si tenemos que hacer referencia a una
    institución exitosa, con una fuerte dosis de autoritarismo
    y epicentro de valores
    morales tenidos por trascendentes, debemos hablar de la
    familia (núcleo esencial del amor
    responsable en el universo del
    burgués). Bastión y refugio de la intimidad, el
    "hogar dulce hogar" se convertiría no sólo
    en una potente catapulta para el individualismo, sino en el
    celoso guardián de los secretos familiares, siempre
    peligrosos de ventilar.

    Organizada alrededor de un padre todopoderoso, los
    miembros de la familia —en especial las mujeres—
    tenían sus vidas afectivas hipotecadas por "el bien
    general del apellido". Todo estaba reglado, controlado, medido.
    Pocas cosas podían dejarse al azar. Los potentados
    debían casarse con potentados, caso contrario el patrimonio y
    el prestigio de la estirpe quedaban mancillados social y
    económicamente. Por lo tanto, ante el nunca deseado desliz
    amoroso de alguien del grupo, las apariencias debían
    resguardarse, levantando un grueso muro de silencio y
    secretos.

    También la presencia de un suicida, de un asesino
    o de un idiota en el árbol genealógico del
    apellido, era más que suficiente para que se tendiera
    sobre ellos un impermeable manto de olvido, resistente al
    chismorreo y el rumor.

    Como alguien escribió:

    "Si bien no toda familia es un asunto
    trágico, no cabe duda de que toda tragedia es un asunto
    familiar" .

    Y gran parte de ello queda ejemplificado en las
    numerosas historias de fantasmas que tienen una base argumental
    enraizada en dramas privados de ese tipo. Pasiones encontradas,
    actos lujuriosos (escondidos o sublimados), ambiciones desmedidas
    (reales e imaginarias), son lo que los fantasmas denuncian en sus
    rondas nocturnas.

    El "fantasma victoriano" se convierte así en una
    doble amenaza.

    Por un lado, rompe con los límites racionales
    rígidos impuestos por las
    leyes positivas de la naturaleza; consiguiendo crear un estado
    emocional que es capaz de alcanzar el más sentido terror,
    por medio de extravagantes efectos de luz y escenas
    extrañas.

    Por otro lado, tanto en la literatura como en la
    tradición oral, el fantasma decimonónico irrumpe
    fracturando el secreto burgués, violando lo íntimo
    —lo no dicho—, al hacer público los secretos
    inconfesables de una familia.

    Las apariciones piden, denuncian, exigen. Desenmascaran
    una intimidad hipócrita, egoísta y morbosa, que el
    grupo se ha cuidado muy bien de resguardar. Este es quizás
    el motivo por el cual el concepto "fantasma" fue incorporado en
    algunas escuelas de psicología nacidas a
    fines de principios del XX.

    Un aliado fiel a todas las historias de fantasmas ha
    sido —y es— el rumor.

    Masivo, difuso, susceptible de ser realimentado
    —dada la transmisión en cadena que lo
    caracteriza—, el rumor crea siempre una disposición
    muy especial para que surja la credulidad; ya que "conmueve y
    golpea en algún punto vulnerable al receptor, disminuyendo
    la capacidad de discriminación"
    y haciendo de lo
    imposible algo probable y verdadero.

    Presente en situaciones de crisis
    —ya sean, sociales o familiares—, la tradición
    oral encuentra en el rumor un instrumento indispensable para la
    difusión y tergiversación de historias en la que
    descargar incertidumbres, envidias, celos e impotencia, producto
    de la angustia.

    La mayoría de las leyendas de fantasmas reflejan
    esta situación. Con ellas, los sentimientos indefinidos
    recién nombrados se concretizan en temores que pueden ser
    manipulados y, por lo tanto, capaces de ser exorcizados,
    enfrentados o publicados.

    El fantasma que vaga eternamente en el universo material
    de sus antiguas posesiones, el que exige plegarias o atenciones
    espirituales a sus deudos, el que denuncia sus propios
    crímenes con lamentos y visiones espantosas, o el que
    manifiesta un dolor infinito por un amor prohibido o no
    correspondido, recrea las ambigüedades y dramas privados que
    la sociedad burguesa no pudo evitar que cayeran en el dominio del
    rumor. Por esta causa, los mencionados relatos de fantasmas
    fueron siempre bien aceptados por un público expectante de
    chismes e historias fantásticas.

    El egoísmo materialista del espectro que se niega
    a abandonar el plano mundano y carnal de la existencia —y
    que queda ligado a los objetos personales que lo individualizaron
    de los demás (casas, pianos, fincas, sillones, etc)—
    es un claro síntoma de mentalidad burguesa. Una mentalidad
    que hizo de las cosas materiales un
    símbolo de status e identidad personal, que ya la muerte
    no podía disolver. El hecho de que se conserven relatos
    que hablan de espíritus vistiendo sus indumentarias de
    costumbre —corbatas, broches, sombreros, uniformes o
    tapados— es muy sintomático al respecto.

    También un sobrenatural lazo afectivo une al
    fantasma con sus seres queridos cuando éste les advierte
    sobre peligros inminentes o demanda de
    ellos un recuerdo más sincero y fuerte. Este temor al
    olvido —combatido en los cementerios por medio de la
    arquitectura y
    escultura funerarias— quedó plasmado en suntuosos
    panteones familiares, en los que –tras la muerte—
    todos volvían a reunirse.

    Comúnmente, los rumores que circularon —y
    circulan— en torno de las
    apariciones poseen un denominador común ya tradicional: el
    dolor, la violencia y
    los actos vergonzantes —reprimidos y castigados por la
    sociedad— son los que sujetan, a modo de invisibles
    amarras, al espíritu a este mundo. No es de
    extrañar, pues, que las abadías, conventos e
    iglesias sean las que conserven historias de este tipo de
    historias tan cargadas de pecados y actos perversos.

    La figura fantasmal de la monja que camina sollozando
    solitaria, expiando la culpa de un amor carnal prohibido por
    Dios, es ya clásico en las tradiciones de occidente; o la
    del sacerdote que, tentando por las voluptuosidades de la
    señora local, debe pagar su pecado vagando por la nave
    principal de su capilla, "en las neblinosas noches de
    invierno".

    Damas de todos los colores —la
    "Dama de Azul", la "Dama de Gris", la "Dama de Blanco",
    etc— ilustran el folklore de distintos rincones de Europa y
    América; y en casi todos los casos refieren
    historias de supuestos escándalos amorosos, seguidos de
    muerte. Tal es el caso del fantasma femenino que recorre los
    pasillos del castillo Muncaster, en el centro occidental de
    Inglaterra.

    Al respecto, cuentan los lugareños que hacia 1822
    una criada tuvo la osadía de enamorarse —¡y
    ser correspondida!— del propietario de la finca. El
    asesinato de la pobre niña en manos de matones nunca fue
    resuelto, ni los culpables identificados (lo que expresa el
    riesgo de
    alterar las rigurosos normas de endogamia clasista de la
    época). Según el folklore local, el espectro de la
    pobre infeliz continua reclamando justicia.

    Interesar observar cómo historias de este tipo
    —gestadas la mayoría durante el siglo XIX—
    fueron transferidas a tiempos medievales, modernos, e incluso
    antiguos, otorgándoles a viejas tradiciones y rumores
    sobre fantasmas un romanticismo que, con toda seguridad, no
    tenían en sus orígenes. Así, pues,
    argumentos esencialmente victorianos fueron endosados
    —anacrónicamente— a historias, mansiones,
    castillos y parajes, supuestamente encantados. Conflictos,
    crímenes y dramas personales del pasado remoto fueron
    absorbidos, reinterpretados y tergiversados por el
    espíritu burgués de la Ghost Story y desde
    entonces, monjes medievales, aristócratas poderosos del
    renacimiento o
    burgueses del siglo XVII (y sus respectivas amantes), poblaron
    con sus fantasmas cientos de cuentos.

    EL PARTICULAR GUSTO
    INGLÉS POR LOS FANTASMAS

    Es probable que no exista ningún rincón
    del planeta —controlado y aculturado por occidente—
    que no contenga en su acerbo folklórico historias de
    fantasmas que reflejen los conflictos y valores arriba nombrados.
    Tradicionalmente ha sido Inglaterra la gestora más
    prolífica en leyendas de este tipo, y por ello se han
    intentando interpretaciones de distinto calibre a fin de explicar
    este gusto tan particular que los británicos han tenido y
    tienen por los relatos fantasmales.

    Se ha dicho que las apariciones del mundo
    anglosajón serían el necesario complemento de
    maravillas de una sociedad regida por lo material y lo concreto;
    que Inglaterra, al no conocer importantes procesos de
    brujería, buscó satisfacer en el mundo
    fantástico del arte una carencia de hechos sorprendentes
    que la vida real no ofrecía. Desde esta perspectiva, los
    fantasmas cumplirían una función
    evasiva de un mundo que progresivamente se desencantaba tras el
    alud de pragmatismo
    del siglo XVIII.

    También se ha insistido en atribuirle al
    paisaje inglés
    —con sus brumas y escenarios grisáceos— el
    origen de estas historias de ultratumba. Tal como escribió
    H. P. Lovecraft :

    "La atmósfera [en todo
    relato] es siempre el elemento más importante, por cuanto
    que el criterio final de autenticidad no reside en urdir la
    trama, sino en la creación de una impresión
    determinada"
    .

    Asimismo se ha venido hablando del sentimentalismo
    inglés, que les llevaba a cultivar tanto el temor como la
    tristeza, motivo por el cual pudieron —y supieron—
    importar y reacondicionar relatos de fantasmas de otras
    latitudes, movidos por el entusiasmo hacia lo
    exótico.

    Tampoco se ha descartado la ironía, la
    valentía o el carácter lúdico que todas estas
    historias encierran, y que permitirían ampliar la
    explicación del por qué de esa tan particular
    fantasmogénesis británica; sin por ello despreciar
    la no poca producción alemana, francesa y
    norteamericana.

    LUGARES
    ENCANTADOS

    Todos los lugares poseen una doble dimensión.
    Una real, que es en la que se vive y se trabaja. La otra
    imaginaria, en la que se advierten las huellas de potencias
    infernales o celestes que testimonian la presencia de los
    antepasados, de sus espíritus y recuerdos; definiendo
    así un espacio propio, cargado de historia, afectos y
    emociones. Visto de esta forma, un lugar es —en un cierto
    modo— una invención.

    Esto es lo que llevado a que cosas que no han sido
    concebidas como fantásticas así lo parezcan; por
    ejemplo faros, castillos, monasterios, abadías y
    mansiones.

    "Los arquitectos, constructores de
    fortalezas, se han propuesto hacerlas formidables y no
    encantadas"
    .

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     La tradición oral y escrita informa acerca
    de miles de sitios con estas características; sitios que
    van desde los ya mencionados —y construidos por el
    hombre— hasta bosques, cruces de caminos, cuevas, lagunas,
    montañas e incluso árboles
    embrujados. De todos ellos, quizás sea el bosque el que
    mantenga —desde hace más tiempo— el aspecto
    numinoso que referimos. Reductos del miedo y del peligro, los
    lugares boscosos suponían la presencia de hadas, genios,
    brujas y espectros aterradores que amenazaban la integridad
    física y moral de los
    hombres. Muchos cuentos
    infantiles de origen medieval testimonian lo
    dicho.

    El romanticismo decimonónico retomó la
    posta y supo explotar su gusto por la soledad, por lo vetusto y
    lo misterioso, poblando con fantasmas aquellos lugares que dieran
    con el tipo. Así, jardines abandonados o moradas desiertas
    se hallaron a disposición de los
    espíritus.

    Enfrentándose a una arqueología
    materialista por definición, el imaginario
    romántico hizo de las ruinas sitios ideales donde poder
    elevarse y captar en concreto el evanescente paso del tiempo y la
    brevedad de la vida humana. Se resistió a ver sólo
    piedras —susceptibles de ser fechadas, medidas,
    catalogadas— y transformó mentalmente a esos
    históricos monumentos en potenciales escenarios para
    tramas misteriosas, protagonizadas por legiones
    fantasmales.

    La Torre de Londres vio aparecer entonces el alma
    en pena de Ana Bolena, decapitada por su esposo en el siglo XVI;
    o el espectro de Sir Walter Raleigh, injustamente condenado a
    prisión en el mismo siglo.

    La Abadía Newstead congregó entre
    sus muros una media docena de fantasmas. Por ejemplo, el Temible
    Demonio Byron (supuesto tío del famoso escritor); una
    anónima Dama Blanca, que camina pensativa por la casa y un
    Fraile Negro, anunciador macabro de muertes cercanas. No
    podía faltar también el espectro de un perro que
    corre por los jardines, ladrándole a la luna.

    Del mismo modo, Watton Priory, un convento
    fundado en siglo VIII, pasó al acervo folklórico
    inglés como un lugar poblado de lamentos y jardineros
    fantasmas. En competencia con él, la Abadía
    Whitby
    sigue manteniendo una pequeña
    congregación de monjas que, desde el Más
    Allá, continúan respetando los votos de castidad
    que juraron en vida.

    En la zona sur de Inglaterra se levanta el Castillo
    Suadewy
    , hogar de una espectral Dama de Verde, asociada al
    fantasma de Catherine Parr, ex-esposa del rey Enrique VIII. Mucho
    más al norte —en Escocia—, el Castillo
    Hermitage
    testimonia su pasado de sadismo y horror a
    través de la historia del fantasma de un noble local,
    recordado por los asesinatos que supuestamente cometió
    durante el siglo XV. También en las Tierras Altas
    Escocesas, el Castillo Glamis posee un puñado de
    fantasmas: la Dama de Gris, el fantasma de Janet —esposa
    del VI Lord de Glamis— y la extraña figura que corre
    a través del parque, conocida familiarmente como "Jack the
    runner" (Juan el Corredor).

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     Historias prototípicas como estas abundan
    no sólo en Inglaterra, sino también en Francia,
    Alemania,
    España
    o Estados
    Unidos. De hecho no existe país que no posea sus
    lugares encantados.

    Puede que cambie el escenario inmobiliario del drama,
    pero en esencia todas las historias parecen ser variaciones de un
    mismo tema. Variaciones que, readaptadas al espacio urbano e
    industrial, testimonian una necesidad muy enraizada en el
    espíritu de los seres humanos.

    Consecuentemente, ni las chimeneas humeantes del
    progreso, ni los abarrotados barrios obreros de las surgentes
    ciudades industriales, desplazaron del todo a los espectros de
    los muertos. Tampoco los espacios de sociabilización
    burguesa —levantados en pleno corazón de
    la city— exorcizaron a sus legendarias almas en pena.
    Así, el Teatro Royal —en Drury Lane,
    Londres— comenzó a encerrar en sus palcos y plateas
    al espectro de un hombre desconocido, vestido a la usanza del
    siglo XVIII, cuyas materializaciones siempre anunciaban un
    éxito de taquilla.

    Cada uno de los muchos lugares encantados que acabamos
    de mencionar brevemente, son sólo una escueta muestra
    —arbitraria— de los miles que existen desperdigados
    en las más diversas geografías de
    Occidente.

    La literatura nos ha acostumbrado a pensar en los
    fantasmas como en entes individuales, solitarios, que aparecen
    encantando mansiones y castillos; pero existen narraciones que
    refieren apariciones en gran escala, es decir,
    un "gran espectáculo grupal de espectros". Generalmente,
    esta variedad folklórica está íntimamente
    relacionada con acontecimientos históricos
    —perfectamente fechados e identificados— de
    importancia regional o nacional.

    En un siglo como el XIX, en donde el simbolismo
    nacionalista fue tan importante, no pudieron dejar de circular
    leyendas respecto de batallas fantasmales, vueltas a
    representar en fechas y momentos caros al incipiente sentimiento
    —¿fanatismo?— nacional. Así, las
    guerras civiles —como la inglesa o norteamericana, de las
    décadas de 1640 y 1860 respectivamente— se
    convirtieron en un sugerente caldo de cultivo de muchos relatos
    populares de fantasmas.

    Testimonios de dolorosos enfrentamientos entre hermanos
    y símbolos de las contradicciones de las
    recién gestadas identidades colectivas, las batallas de
    Naseby —celebrada el 14 de junio de 1645, en
    Northamponshire—, la de Martoon Moor —del mismo
    año— o el choque armado en Edgehill —de
    1642—, son ejemplos ya tradicionales de batallas inglesas
    en las que ejércitos espectrales escenifican el combate,
    en los antiguos escenarios del drama. De igual forma, en la
    localidad de Shiloh, Tennesse, Estados Unidos, la
    tradición oral sostiene que el sonido de
    armas de
    fuego, choques de sables, gritos y lamentos, se podían
    oír varios años después de celebrado el
    cruel enfrentamiento de abril de 1862 (y en el que 24.000
    personas perdieron la vida).

    Daniel Granada ha denominado a estos lugares como
    "sitios asombrados", puesto que "sorprenden a la gente
    con los ruidos, voces y visiones con que las almas en pena se
    manifiestan"
    .

    América del Sur —y el área
    rioplatense en particular— no están exentas de
    leyendas de este tipo, y un patrimonio intangible de ello son los
    versos siguientes, en los que José Hernández pone
    en boca del gaucho Martín
    Fierro la creencia popular que hemos tratado:

    "En distintas
    direcciones

    se oyen rumores
    inciertos

    son las almas de los
    muertos

    que nos piden oraciones"
    .

    VOLVER CON EL ROSTRO
    MARCHITO

    Un aspecto muy explotado por la literatura del siglo
    XIX —y que reflejaba el sentimiento de terror que flotaba
    en el ambiente— fue el del temor a ser enterrado
    vivo. Posiblemente nunca como en esa centuria, la angustiante y
    morbosa fantasía de despertarse en un féretro bajo
    tierra,
    impactó tanto el imaginario funerario de una sociedad. Y
    aunque nunca se probó que accidentes de
    ese tipo hubieran sido generalizados, los artículos
    periodísticos de la prensa amarilla
    difundieron el rumor, otorgándole la asiduidad que
    jamás tuvo.

    Así, puestos en duda los diagnósticos
    médicos de los certificados de defunción,
    enfermedades como la catalepsia —productora de un estado de
    aletargamiento e inmovilidad del organismo, que se decía
    podía ser confundido con el óbito— agudizaron
    los temores y, por qué no, el ingenio
    decimonónico.

    Fue un chambelán del zar de Rusia quien,
    inspirado en la obsesión de moda, lanzó al mercado europeo
    —hacia fines del siglo XIX— un aparato sencillo y
    eficiente.

    "Era una caja herméticamente sellada con un
    tubo largo colocado en un agujero abierto en la tapa del
    ataúd en el instante de bajar éste a la tumba.
    Sobre el pecho del muerto se colocaba una bola de vidrio unida a un
    resorte que a su vez estaba conectado a la caja sellada. Al menor
    movimiento de la persona encerrada, el resorte abriría la
    tapa de la caja, de modo que la luz y el aire
    penetrarían en el ataúd enterrado. Al mismo tiempo
    se iniciaría una reacción en cadena digna de una
    novela de
    ciencia ficción. Una bandera se alzaba a más de un
    metro por encima de la caja; una campana sonaba durante treinta
    minutos; se encendía una bombilla eléctrica. El
    tubo, además de permitirle la entrada de oxígeno, servía de megáfono
    para ampliar la voz presuntamente débil del moribundo"

    .

    El tema fue tratado por ciertas publicaciones
    médicas y el parlamento inglés, por ejemplo,
    estipuló como obligatoria una espera prudente entre la
    defunción y el entierro. Incluso se aconsejó que a
    aquellos que no podían comprarse un féretro con
    "sistema de
    alarma", se les alquilara uno por un tiempo.

    Como es de imaginar, fantasías tan morbosas no
    pudieron dejar de tener su correlato maravilloso, y numerosos
    relatos montaron tramas en las que el desesperado fantasma del
    enterrado-vivo, reclamaba venganza o ayuda.

    Muertes prematuras o violentas suelen esconderse
    detrás de los relatos victorianos de fantasmas, en
    especial cuando esos decesos impiden —o dejan
    inconclusos— rituales de especial significación
    social, tales como el casamiento o el bautismo.

    En muchas localidades de Europa y América
    aún pueden escucharse historias de aparecidos en las que
    sus protagonistas son cónyuges muertos en el día
    del casamiento, o niños
    que atormentan a sus padres en reclamo de un sacramento que no
    alcanzaron a recibir. Idéntica suerte podían seguir
    los excomulgados, los suicidas o los que ahogaban en el mar. Toda
    una legión de infortunados a los que se les había
    negado un descanso bienaventurado, pasaron a los folklores
    locales siendo así aprovechados por el afán
    didáctico y moralizador de las instituciones
    religiosas.

    HACIA UNA NUEVA
    INTERPRETACIÓN

    "¿Ha tenido usted alguna vez, cuando
    creía estar completamente despierto, la impresión
    intensa de ver a un ser viviente o un objeto inanimado, de sentir
    su contacto o escuchar alguna voz, sin que hasta donde pueda
    descubrir, esta impresión de debiera a ninguna causa
    física exterior?".

    Esta pregunta, hecha en 1882, marca un punto de
    inflexión en el tratamiento que los fantasmas
    habían tenido hasta entonces.

    Excluidos del ámbito científico por
    considerarlos productos de afiebradas fantasías
    histéricas, los espectros habían buscado un
    obligado exilio en la novelística, en la poesía y
    en el rumor local. El racionalismo
    los desechaba y todo aquel que los tomara en serio corría
    el riesgo de ser tachado de ignorante, oscurantista, y por lo
    tanto perder el prestigio entre sus colegas, vecinos y
    amigos.

    El todopoderoso materialismo impregnaba las
    teorías que explicaban el funcionamiento del universo y en
    ellas las apariciones no tenían un espacio reconocido,
    puesto que atentaban contra las posturas mecanicistas tan en
    boga. Pero hacia la década de 1880 una poco convencional
    organización irrumpió en la escena:
    la Sociedad para la Investigación Psíquica de
    Londres (SIP); germen de futuras asociaciones del mismo
    tipo en Francia y EE.UU., y que derivarían en el estudio
    de la hoy llamada Parapsicología.

    Típico producto de su tiempo, la SIP
    convocó en su seno a un heterogéneo grupo de
    personalidades, derivadas de
    distintos sectores de la intelectualidad británica
    filósofos, físicos, médicos,
    escritores, etc—; quienes mezclaron sus inquietudes y
    opiniones con las de reconocidos espiritistas de la época.
    De esta hibridación tan particular surgió un grupo
    de individuos que libraron un tensa batalla por oficializar la
    clase de fenómenos que empezaron a ser llamados
    preternaturales. Pero, básicamente, lo que hicieron fue
    replantear —con un nuevo lenguaje— el problema de la existencia de
    los fantasmas, enfrentándose al bastión ortodoxo
    del materialismo mecanicista.

    Sus fundadores, William Barrett (1845-1926), Frederic
    Myers (1843-1901) y Edmund Gurney (1847-1888), buscaron
    desacreditar las historias fraudulentas, combatieron a los
    embaucadores —los médium— y trataron de darle
    a sus proyectos de
    investigación una metodología guiada por la prudencia en las
    apreciaciones, la honestidad
    intelectual e incluso el escepticismo.

    La primer publicación sobre "Apariciones" hecha
    por la SIP fue editada en 1894 y conocida bajo el título
    de Censo de Alucinaciones. Esta encuesta,
    practicada en Inglaterra, recogió los testimonios de
    17.000 personas a las que se interrogó respecto de sus
    experiencias "alucinatorias". Con esta denominación
    —alucinaciones— la Sociedad pretendió crear un
    espacio intelectual neutro donde incorporar hipótesis de muy variado tipo —aunque
    en el fondo, su móvil último fuera probar
    objetivamente la posibilidad de supervivencia del alma
    después d la muerte—.

    Con la encuesta hecha —y tras eliminar
    sueños y efectos inducidos por la ingestión de
    drogas
    la SIP conservó únicamente 1.700 casos (el 10%) que
    respondían a los fenómenos que se sugieren en la
    pregunta que encabeza este apartado. De ellos, sólo 32
    casos (1,5%) quedaron sin interpretación racional, siendo suficientes
    para dejar entreabierta la puerta que permitía el acceso a
    un universo fantasmal real.

    El campo de lo paranormal empezaba a construir un
    espacio propio, controvertido y con el tiempo, bastante popular
    en ciertos ambientes.

    El discurso parapsicológico introdujo un nuevo
    concepto —heredado del racionalismo del siglo XVIII—
    a través del cual las categorías de análisis —vigentes hasta las
    décadas de 1920 y 1930— se vieron profundamente
    modificadas.

    Ahora era la mente, con sus insospechados
    poderes, la que pasaba a ocupar el lugar que antes había
    tenido el alma, y los fantasmas se convirtieron en los productos
    derivados de ciertas aptitudes naturales en el hombre
    —tales como la telepatía, la precognición o
    la psicokinesia—.

    El lenguaje tradicional —aquel derivado de lo
    religioso— fue desplazado por nuevas hipótesis, nacidas
    de un materialismo agnóstico que —si bien no negaba
    la existencia de los fantasmas— les dio a los espectros
    soluciones
    teóricas más acordes con el cientificismo que
    pretendía alcanzar. Fue una renovada moda especulativa que
    puso el acento ya no en entidades independientes del testigo
    —el fantasma tradicional— sino en el testigo mismo.
    Las materializaciones y visiones pasaron a ser "proyecciones
    de la mente
    " de un ser vivo sobre la conciencia de
    otro ser vivo. Una especie de "fax
    telepático" que descartaba la posibilidad de un regreso
    desde el Más Allá y dejaba abierta la
    problemática de la supervivencia a otra disciplinas.
    Quizás el título de la encuesta mencionada denote
    un aspecto más del proceso de
    secularización, tan difundido durante el siglo
    XIX.

    Es imposible negar la importancia que tuvieron la
    ciencia y la razón a lo largo de la centuria pasada (XIX),
    y si bien la moda del ocultismo y lo desconocido adquirió
    enorme popularidad, no es menos cierto que generalmente se
    mantuvo anclada en las regiones cuantitativamente minoritarias de
    la cultura occidental. Pero desde allí contrastaron de tal
    manera que sus heterogéneas explicaciones sobre el
    funcionamiento de la naturaleza, no pudieron dejar de advertirse
    —y por lo tanto, pasaron a ser duramente cuestionadas y
    combatidas—.

    Fueron en los sectores aristocráticos y de
    burgueses acomodados de la "derecha política" en donde
    estos gustos esotéricos se afianzaron con más
    fuerza. Este hecho motivó que los fantasmas —y
    demás manifestaciones paranormales— fueran
    rechazados por los grupos obreros que, recientemente, se
    habían incorporado al ámbito del conocimiento
    (la llamada "aristocracia obrera" de la que saldrían los
    primeros sindicalitas de fuste).

    En primer lugar habría que referir el
    extraordinario avance que la educación popular
    experimentó desde mediados del siglo XIX y principios del
    XX. Miles de miembros de la clase obrera tuvieron acceso a
    verdades intelectuales que pusieron sobre el tapete certezas
    racionalistas, técnicas y
    teorías, que empezaban a ser puestas en dudas por ciertos
    sectores disconformes de la burguesía
    desencantada.

    En segundo lugar, para el movimiento obrero alfabetizado
    la ciencia —enemiga de la superstición— se
    convirtió en una bandera de emancipación mental, y
    no titubearon en abrazar al socialismo
    científico propuesto por Carlos Marx,
    medularmente materialista. En contextos como este, los fantasmas
    no tenían un espacio reconocido y fueron muchos los que
    interpretaron la moda del espiritismo y sus derivados como un
    intento solapado de la burguesía decadente por reencausar
    a los trabajadores hacia la ignorancia y la
    credulidad.

    Desde aquélla lejana época en que la SIP
    fue fundada, hasta la actualidad, ha corrido mucha agua bajo el
    puente. El complicado devenir de la historia del siglo XX
    llevó a la creencia en fantasmas por caminos que el
    presente ensayo
    —por cuestiones de espacio— no puede abarcar. Lo
    cierto es que el derrotero señalado por aquellos primeros
    parapsicólogos marcó una huella profunda, y el
    subterfugio de racionalizar con argumentos irracionales
    las aparentes manifestaciones espectrales, se mantiene muy
    vigente.

    La fantasmogénesis contemporánea habla hoy
    de "disgregaciones moleculares", "ondas
    energéticas", "materializaciones psíquicas" o
    "mundos paralelos". Es otro lenguaje, pero que —como
    antaño— se ha difundido gracias a la literatura de
    divulgación, manteniendo al imaginario colectivo en los
    límites del pensamiento
    mágico.

    Patrimonios intangibles de una cultura que oficialmente
    los niega, los fantasmas continúan entre nosotros,
    hermanados con la noche, los sitios abandonados y las reuniones
    en torno a un fogón. Mantienen viva la predilección
    por lo maravilloso y aprovechan los hendiduras que desatiende la
    crítica
    científica para transformar una leyenda en un hecho
    aparentemente histórico supuestamente real, pero que de
    cuya existencia objetiva nunca tendremos prueba porque a ellos
    los llevamos dentro.

     

    Por

    Profesor Fernando Jorge Soto Roland

    Profesor en Historia por la Universidad
    Nacional de Mar del Plata

    Extracto del libro
    Visitantes de la Noche

     

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