Los valores como significaciones socialmente positivas
que sustentan la dimensión axiológica de la educación
serán siempre una perspectiva de interés
para aquellos que conciben la formación integral de los
factores humanos como encargo social fundamental de las instituciones
educativas. En el trabajo que
a continuación se presenta ofrecemos un acercamiento a
estos fenómenos desde la cosmovisión
teórico-epistémica de las Ciencias de la
Educación.
Cuando la educación valoral es
asumida como un proceso
formativo integral y su concreción se advierte en el
entorno multidimensional de la instrucción, la
educación y el desarrollo;
los valores
adquieren tal magnitud que pueden considerarse importantes bases
sociofilosóficas de la educación. Este criterio es
teóricamente refrendado en las obras de los
epistemólogos Rogelio. Medina Rubio (1998), Teófilo
Rodríguez Neira (1998) y Lorenso García Aretio
(1998).
Existe un consenso de que la educación, con la
multiplicidad de métodos,
procedimientos, actividades y núcleos
teórico-metodológicos que la sustentan, está
inmersa y fundamentada en un sistema de
valores. Este es un juicio firmemente establecido por la teoría
y la praxis
educacionales. Tal correspondencia es apreciable en el plano del
cambio
educativo como agente causal o resultante de la variabilidad
axiológica, o sea, el cambio que se produce en cualquier
dimensión del proceso pedagógico engendra
ineluctablemente una variación valoral y, en sentido
contrario, cualquier cambio operado en el sistema de valores,
genera modificaciones en la naturaleza del
sistema
educativo. Esta relación es perceptible en el conjunto
de aspectos que conforman la realidad educacional, cuya
progresión al perfeccionamiento proyecta la necesidad de
mantener control y
estímulo sobre el orden valoral que cimienta la estructura del
sistema.
Esta interactividad, desde las perspectivas de su
estudio y fundamentación educativa, puede plantearse desde
tres concepciones distintas.
La primera, consistente en la asunción de que no
son las acciones
educativas en cuanto tales, ni la educación
conceptualmente formulada, las que merecen una estimación
de valor. Su
repercusión axiológica depende de su
instrumentalidad; esta proposición de naturaleza
pragmática denota que el valor de la educación
radica en que propicie el resultado deseado, en que sea
útil para el cumplimiento de los objetivos
planteados. Es indudable que el instrumentalismo, como método al
servicio de la
filosofía de la práctica defendida
filosófica, sociológica y psicológicamente
por los cientistas norteamericanos Charles Peirce, John Dewey y
William James; respalda epistemológicamente esta
concepción.
La segunda plantea que los valores en la
educación tienen sus raíces en su esencia
perfectible y optimizable, fenómeno que en la
práctica educativa ofrece la posibilidad de impugnar los
códigos axiológicos existentes y, en esta
contrastación, establecer normativas valorales y juicios
de valor más cercanos a la realidad educativa. Esta
perspectiva aduce que si la educación es
optimización, su función
práctica se resume en concretar o actualizar valores
mediante un sistema de regulación que, a juicio de
Sarvisens(1984: 47), haga óptimo el sistema: "cuando la
diferencia entre el valor real de su acción
efectiva y el valor ideal de su objetivo o
nivel de actuación tiende a desaparecer (tiende a
cero)."
La tercera concepción refiere la
implicación de lo educativo con el sistema de valores que
tipifica la realidad sociocultural, lo que infiere el valor
educacional de proyectar estas cualidades como vía para
lograr la regulación social, el comportamiento
formal y la conducta personal,
mediante el
conocimiento y la práctica de normas que
establecen los hombres en la sociedad,
recursos para
mantener el equilibrio
entre el universo
cultural, el orden social, los requerimientos naturales y la
expresión del individuo como
ser social.
El estudio de estas concepciones evidencia,
independientemente de sus perspectivas de análisis, que en el espectro
pedagógico los valores constituyen un componente esencial
de la educación. Esto se refuerza con la asunción
de que toda acción educativa presupone y evidencia una
ética,
escoge o rechaza ciertos valores, representa una elección
valoral y denota las pretensiones axiológicas de su
ejecución; además, en el orden gnoseológico,
la función educacional denota su prospección
formativa, sustentada en los recursos inalienables que brinda el
sistema de valores imperante.
El mismo postulado de la objetividad científica
impide la confusión entre los juicios del conocimiento y
los juicios de valor. Estas categorías, no obstante,
están inevitablemente unidas en la acción, incluida
la misma ciencia como
actividad: "el postulado de la objetividad, para establecer la
norma del conocimiento, define un valor que es el mismo
conocimiento objetivo. Aceptar el postulado de objetividad, es
pues enunciar la proposición de base de una ética:
la ética del conocimiento." (Monod, J. 1975:
86)
Desde esta concepción es inadmisible cualquier
pretensión teórica de distinguir los valores
alejados de la realidad sociocultural que los condicionan, en la
cual establecen un orden racional, conformando un sistema en el
que se armonizan, relacionan e interconectan los distintos
elementos culturales y sociales orientados a responder a los
intereses, necesidades, motivaciones y expresiones de la sociedad
en su multidimensionalidad.
Así, desde un plano formativo, los valores deben
asumirse como un conjunto de normas, cualidades o requisitos a
cumplir por un individuo en una sociedad históricamente
determinada, en correspondencia con las normativas
axiológicas y los preceptos éticos que la misma
defiende: "constituyen guías generales de conducta que se
derivan de la experiencia y le dan sentido a la vida, propician
su calidad de tal
manera que están en relación con la
realización de la persona y
fomentan el bien de la comunidad y la
sociedad en su conjunto." (García Batista, Gilberto. 1996:
34)
El tema de los valores es profundamente delicado cuando
se trata desde su naturaleza ontológica, donde las
prospecciones filosóficas aluden al deslinde entre los
juicios de existencia y los juicios de valor; los primeros como
expresión de los rasgos, atributos, predicados y
propiedades de las cosas existentes como entes esenciales de su
ser; los segundos como elementos o recursos mediatizadores entre
el sujeto y el objeto en su relación, que no
añaden, ni suprimen a la configuración existencial
y esencial de las cosas.
Cuando se trata de desentrañar la raíz
óntica de los valores, el esfuerzo amerita una primera
reflexión, tanto el mundo objetivo como su reflejo
subjetivo existen en nuestra vida, en la concepción y
sentido del ser, sin embargo, ¿pueden considerarse los
valores entidades expresadas en tal sentido en nuestra vida?. La
respuesta a esta interrogante se ha movido en un amplio horizonte
de tendencias, que van desde la aseveración, transitando
por el escepticismo, hasta el extremo de la falsación de
los valores.
Uno de los autores que con mayor sistematicidad ha dado
tratamiento a la problemática de los valores es el
investigador cubano José Ramón
Fabelo, quien en su obra " Práctica, conocimiento y
valoración" (1989), expone un conjunto de criterios
sumamente interesantes en torno a la
naturaleza filosófica de la axiología. Este autor parte del deslinde
conceptual entre los fenómenos valoración y
valores. "Por valoración –concepto central
del presente trabajo–
comprendemos el reflejo subjetivo en la conciencia del
hombre de la
significación que para él poseen los objetos y
fenómenos de la realidad. El valor, por su parte, debe ser
entendido como la significación socialmente positiva de
estos mismos objetos y fenómenos". (1989:
18-19)
Como puede apreciarse, en esta concepción, el
tema de los valores es analizado en el plano de la
significación que tienen los objetos y fenómenos de
la realidad en su proyección social. Este aspecto
evidencia el papel de la valoración en el basamento
axiológico de la conciencia social, al constituirse en un
agente sociopsicológico, generador de los procesos de
polarización y jerarquización; garante de la
concreción de un sistema de valores, a partir del
significado social del entorno y sus componentes.
La racionalidad de estos argumentos, nos permite acceder
a la consideración existencial primaria de la cual
partimos, o sea, la expresión vital de estas cualidades.
En este sentido, resulta evidente que las cosas y el reflejo de
ellas, como componentes del mundo, no nos son indiferentes; sino
que poseen una significación, una peculiaridad que las
tipifica, características que las hacen ser mejores o
peores, buenas o malas, bellas o feas, santas o
profanas.
Esto nos demuestra que el mundo en que vivimos,
independientemente de que pueda o no alienarnos, es significante
para nosotros, no nos resulta impasible; esa no indolencia ante
el mundo y las cosas que lo conforman es la confirmación
de que no existe cosa alguna sobre la cual no asumamos una
posición positiva o negativa, una posición de
preferencia.
Indiscutiblemente, si miramos esta realidad con
objetividad, nos percataremos de que todas las cosas ostentan un
valor, bueno o malo, útil o inútil,
fructífero o perjudicial; pero nada nos resulta
absolutamente indiferente, aquello que nos resulta contrario a
nuestras metas, fines e intereses, o sea, lo malo, lo
inútil, lo perjudicial, lo consideramos antivalor, en
correspondencia con la dirección preferencial que nos
orienta.
El considerar los valores en el sentido de la
significación que posee el entorno natural y sociocultural
en el que estamos, no debe conducirnos a la definición
reduccionista de los valores como meras impresiones subjetivas de
agrado o desagrado que las cosas nos producen a nosotros y que
nosotros proyectamos sobre las cosas, sino que se requiere
propender al sentido social, material y humano de esas cosas,
evidenciado en su objetividad.
El catedrático hispano Manuel García
Morente y su colega Juan Zaragüeta exponen en los
"Fundamentos de Filosofía e Historia de los Sistemas
Filosóficos": "los valores son objetivos, se descubren
a través de la intuición; no son ni cosas ni
impresiones subjetivas, porque los valores no son, porque los
valores no tienen esa categoría de los objetos reales y
los objetos ideales, esa primera categoría de ser."(1947:
73)
Estos autores desvirtúan las concepciones
axiológicas existentes introduciendo una nueva variedad
ontológica de los valores, consistente en que no son,
apoyados en la proposición realizada en el siglo XIX por
el filósofo Alemán Lotze, quien define el criterio
de que los valores no son, sino que valen. A esto replicaron
suspicazmente Husserl y Stumpf, considerando a los valores no
como entes independientes, por no poseer sustantividad, sino como
cualidades que se adhieren a las cosas, lo que impide su
parcelación ontológica.
A partir de estos presupuestos
los autores citados proponen como aparato categorial
axiológ
ico el siguiente: la primera categoría radicada
en la no indiferencia de las cosas, el valer; la segunda
categoría sustentada en la no entidad del valor, la
cualidad pura; la tercera categoría que responde al orden
de preferencia entre valores y antivalores, la polaridad y la
cuarta y última categoría referida al orden de
importancia que le concedemos a los valores o grupos de
valores, la jerarquía.
En su proposición que declaraba como
núcleos de la realidad al ser, la espacialidad, la
temporalidad y la causalidad, enfocan a los valores
independientes del espacio y del tiempo, como
significaciones absolutas.
La aparición de las obras "Más
allá del bien y del mal" y "Genealogía de
la moral",
en 1886 y 1887 respectivamente, bajo la autoría de
Nietzsche,
provocó que el tema de los valores saltara al primer plano
de la discusión filosófica; sus tesis,
postulados y argumentos contribuyeron a que el concepto de
"valor" abarcase casi la totalidad de los problemas
morales.
La intencionalidad de sus obras tendientes a la inversión de los llamados "valores eternos
o tradicionales" para suplirlos por "valores vitales", que nacen
de la afirmación de la vida y en respuesta a sus
exigencias, llamaron poderosamente la atención a los círculos y escuelas
filosóficas y sirvieron de acicate a las discusiones en
torno a estas cuestiones. Las diversas concepciones formadas se
proyectaron en dos tendencias fundamentales:
La primera plantea la esencia apriorística de los
valores con respecto al hombre y la sociedad. Esta estuvo
representada por la escuela
neokantiana de Baden, liderada por Wilhem Windelband y Heinricht
Rickert, quienes argumentaban que el valor constituye el deber de
ser una norma y la filosofía tendría como objetivo
analizar y descubrir los valores de trascendencia y validez
universal. Otros representantes de esta primera concepción
fueron Max Scheler, Nikolai Hartmann y Le Senne, todos
coincidían en la apreciación objetiva de los
valores como entes inmutables, llegando Scheler a proponer en su
libro "El
formalismo en la ética y la ética material de los
valores", una clasificación que agrupa a los valores
en seis grupos: útiles, vitales, lógicos,
estéticos, éticos y religiosos.
La segunda concepción, de naturaleza empirista y
corte historicista, relativo y subjetivista, fue respaldada
filosóficamente por Wilhelm Diltley, Ortega y Gasset, Luis
Lavelle, John Dewey y otros, quienes defendían la idea de
que los valores no pueden ser considerados, ni en sí
mismos, ni en su relación con el hombre, al
margen de la historia; porque la historia misma es la fuerza
productiva que engendra las determinaciones de valor, los
ideales, los fines con que se mide el significado de hombres y de
acontecimientos.
En lo que concierne a la taxonomía
jerárquica de los valores, Ortega y Gasset (1947) propone
una clasificación en seis clases de valores, que solo se
diferencia de la de Scheler, en que llamó a los valores
lógicos, valores intelectuales.
Luis Savelle (1955) realiza una nueva propuesta en lo que
él denominó "visión realista de los
valores", dividiéndolos en económicos, afectivos,
intelectuales, estéticos, morales, espirituales y
religiosos; considerando a las cuatro últimas clases como
valores de trascendencia.
Desde nuestros puntos de vista y en plena armonía
con la concepción dialéctico materialista, no
podemos considerar a los valores como cualidades absolutas e
independientes del tiempo y del espacio. Negamos la
disquisición en torno al no ser de los valores, por la
lógica
razón de que, tal como los postulados marxistas lo asumen,
la distinción entre la materia y el
espíritu es únicamente aceptable en el plano de la
demostración del problema fundamental de la
Filosofía.
Tanto el mundo objetivo como su reflejo subjetivo, la
conciencia, son y los valores, como herramientas
de interacción entre estos elementos, valen
porque son y son porque, aunque se mueven en el plano de la
subjetividad, existen como parte constitutiva de la realidad
social, natural y cultural; como una relación entre los
procesos de la vida social y las necesidades, intereses y motivos
de la sociedad en su conjunto; como reguladores internos de la
actividad humana y como entes institucionalizados, en
correspondencia con su relación con la ideología oficial que sustenta el
régimen social donde se mueven.
Aún así, si alguien pretendiera cuestionar
estos argumentos, aduciendo la apreciación de los valores
sólo como cualidades subjetivas, podríamos dirimir
tal apreciación desde la óptica
de la valoración de la conciencia en cuanto a su contenido
y forma; la respuesta es tácita: ésta en cuanto a
su forma es ideal, pero su contenido es material.
En lo referente a la no espacialidad y temporalidad de
los valores cabe señalar, que si hay un consenso en las
concepciones axiológicas, éste radica en reconocer
la existencia objetiva de los valores; si aceptamos esta
condición es imposible abstraernos del espacio y el
tiempo. Los valores como toda verdad tienen carácter histórico concreto, por
lo que cada sistema social, cultura, modo
de producción y época histórica,
poseen un sistema axiológico que los identifica y con el
cual se identifican los sujetos sociales.
Es evidente que el escenario histórico social
resulta un factor condicionante de la problemática
valoral. Al respecto, el investigador José Ramón
Fabelo advierte la necesidad de comprender la realidad contextual
donde surge y se manifiesta la dinámica sociocultural de los valores,
ámbito que constituye la fuente germinal de las
expresiones axiológicas. En este sentido señala:
"Debe evitarse la asunción y trasmisión de valores
fijos; por el contrario, debe mostrarse que lo valioso,
beneficioso y útil en un momento, puede dejar de serlo en
otro". ( Fabelo, José Ramón.1996: 23).
Los valores, como cualidades que se polarizan y
jerarquizan, dependen de la significación y la preferencia
que los refrendan en un espacio y un tiempo determinados: "los
valores son un proceso histórico que tienen
especificidades en los distintos momentos del desarrollo de la
persona. El valor es el arma que tenemos que utilizar para
legitimar lo diferente dentro del espacio social en que tiene
lugar." (González Rey, Fernando. 1996: 45).
La hibridez teórica de este intento
epistemológico, de abordar de forma panorámica las
múltiples aristas de la axiología, resulta
imprescindible para comprender la problemática valoral en
su real magnitud, pues las diferentes prospecciones
filosóficas en torno a ella demuestran la verdadera
esencia de estos fenómenos y la amplia labor realizada en
su estudio y sistematización
teórico-metodológica, que desembocan en la
contemporaneidad; donde desafortunadamente la
jerarquización de los valores propende a dar prioridad a
los valores económicos en busca de eficiencia y
rentabilidad,
en detrimento de valores que se proyecten hacia la
concreción humanista de la solidaridad, el
respeto a los
derechos sociales
y humanos y a la satisfacción y el bienestar
social.
Aproximarnos a la propensión axiológica de
la sociología, nos da la posibilidad de
orientarnos en torno al papel de esta disciplina en
el tratamiento valoral de la educación; para ello es
imprescindible denotar que en el empalme de los siglos XIX y XX
concomitan tres tipos o modelos
sociológicos que prestaron especial interés al
fenómeno educativo, concretándose en la hoy
conocida Sociología
de la Educación.
Estas sociologías enciclopédicas, sobre
las cuales se vertebran las direcciones sociológicas
contemporáneas, son: la sociopedagogía
ideológica marxista, la sociología de la
educación francesa o sociología comparativa
durkheimniana y la sociología instrumental del pragmatismo
deweyano. Estas teorías
definen como elementos fundamentales la asunción de la
educación y sus procesos como fenómenos de
naturaleza social, donde los hombres experimentan la
adaptación a la sociedad. En ellas el fenómeno
pedagógico concierne invariablemente a las cuestiones
sociales y la pedagogía, vista en el plano
sociológico, debe encargarse del estudio
sistemático de las relaciones de los sistemas educativos y
sociales, así como de aquellos procesos generales que se
dan hacia las instituciones.
La sociopedagogía marxista, precursora de las
concepciones de la escuela como institución garante de
perpetuar, reproducir y trasmitir los valores ideológicos,
culturales, económicos, morales y sociales, desemboca en
las llamadas Teorías de la Reproducción; estas surgen en los decenios
60 y 70 del siglo XX.
La primera corriente, encabezada por el francés
Althusser y sus seguidores Baudelot y Establet, defensores de la
Teoría de la reproducción ideológica,
refrendada por la obra del propio Althusser "La escuela como
aparato ideológico del Estado".
La segunda, liderada por los sociólogos norteamericanos
Bowles y Gintis con la llamada Teoría de la
Correspondencia y la tercera, dirigida por los franceses Bordieu
y Passeron con su propuesta teórica de la
Reproducción Cultural.
Estas teorías, en sentido general, tienen como
preocupación central el estudio del funcionamiento de la
escuela en favor de las clases y la sociedad dominantes; refutan
las tesis que sostienen la asunción de la escuela como
institución neutra, que promueve la excelencia cultural,
conocimiento imparcial y formas instructivas objetivas; presentan
la escuela como entidad mediada por el poder y los
intereses del capital. Estas
teorías asumen la posición de la educación y
sus instituciones como medios para
reproducir social, cultural e ideológicamente las
relaciones sociales, manteniendo así el status
quo.
La concepción althusseriana, continuada por
Baudelot y Establet, denota el funcionamiento de las escuelas en
pos de legitimar el poder y las ideologías, hasta llegar a
institucionalizarlas por medio del Estado como mecanismo de
mantención del poder de las clases dominantes. En este
proceso resalta la importancia de la ideología en la
reproducción de los mecanismos de dominación. Sus
tesis, con un marcado determinismo económico, conciben la
escuela como aparato garante de reproducir el orden existente
desde una perspectiva ideológica.
En el caso de la Teoría de la Correspondencia,
Bowles y Gintis argumentan la real correlación existente
entre la escuela y la sociedad. La escuela, como
institución social, funge como escenario reproductivo de
las relaciones sociales, ostentando como misión
principal la de mantener la sumisión de la clase
trabajadora, a partir de la creación de actitudes de
aceptación socioeconómica hacia la economía capitalista,
por medio del ajuste constante de la escuela al trabajo; formando
las conciencias deseadas, sin recurrir al hito de creación
y transformación humanas.
La Reproducción Cultural, esbozada
teóricamente por Bordieu y Passeron, concibe la escuela
como un medio reproductor de cultura, mediante la cual se
procederá a la legitimación cultural dominante, en
detrimento de la cultura dominada. Las culturas
periféricas deben favorecer el orden de las culturas
centrales dominantes. Cada clase debe conocer y perpetuar su
"capital cultural", o sea, la composición, peculiaridades,
esencias y rasgos básicos de su cultura a través de
la "violencia
simbólica", como acto de imposición y
trasmisión férrea de cultura. Para todo esto, se
hace imprescindible la posesión de los "hábitus",
que constituyen las competencias
internalizadas para ejecutar el acto de violencia
simbólica.
Como hemos podido apreciar, la problemática de
los valores constituye el elemento medular de estas
teorías, que conciben la sociedad en su relación
entre las clases e instituciones que la conforman, en
función de concretar la reproducción de los valores
culturales, económicos, sociales, políticos e
ideológicos con los que se identifica; sin embargo, este
proceso de reproducción es asumido como un acto
estático, sin tener en cuenta la verdadera dinámica
del mismo, que es la única que conduce a la
transformación hacia estadios cualitativamente superiores
de la sociedad.
Este fenómeno ocurre porque los teóricos
que respaldan dichas concepciones soslayan el carácter
activo y la naturaleza creativa y transformadora de los sujetos
sociales, como elementos a tener en cuenta en la
reproducción, trasmisión y formación de
valores; limitados a una proyección macrosocial del
proceso educacional.
El Modelo
Sociológico de Durkheim, con
elementos de la sociología educativa Deweyana, desemboca
en el Estructural Funcionalismo de
las décadas del 60 y el 70, donde se procede al estudio de
las estructuras
sociales y sus funciones. La
educación y la escuela conforman una estructura encargada,
en el orden educativo, de diseñar procedimientos y
acciones que garanticen cultural, gnoseológica y
funcionalmente, la armonía entre las diferentes
estructuras de la sociedad. Se establece un símil entre la
sociedad y los organismos vivos; en este sistema las estructuras
funcionan como un todo y cualquier intento que tienda a variar
estas funciones conducirían a un colapso.
Las perspectivas de esta concepción implican la
presencia de una teoría que busca la armonía
social, evitando la existencia de conflictos y
fricciones sociales, que limiten la funcionalidad estructural de
la sociedad. Los valores son asumidos como eternos e inmutables y
los sujetos sociales, como parte estructural de la sociedad,
deben ser educados en función de perpetuar los criterios
axiológicos prevalecientes. Las figuras más
relevantes de esta concepción son Parsoms; Mertom,
Weber, Pareto,
entre otros, cuyo discurso
aún persiste en el análisis macrosocial de la
educación, sin tener en cuenta el orden interno de la
misma, o sea, su mundo microsocial; además de no recurrir
al papel activo del sujeto en los procesos sociales.
En el último lustro de la década del 70
del siglo XX aparecen las denominadas Teorías del Conflicto y de
la Resistencia, con
el propósito de superar las limitaciones de los marcos
teóricos de los modelos de la Reproducción y el
Estructural Funcionalismo. En estas proposiciones se introducen
los conceptos conflicto y resistencia, considerados entes
mediadores entre la escolarización, la educación,
la ideología, el poder y la cultura dominante. Unen a la
teoría social neomarxista los estudios
etnográficos, de forma tal, que asumen la
acomodación y la resistencia como subculturas de
oposición de la juventud hacia
la sociedad, tanto dentro como fuera de la escuela.
Dentro de sus núcleos duros están
presentes la consideración de los antagonismos en los
procesos de trasmisión y formación de culturas,
ideologías, relaciones sociales, actitudes y valores. Se
argumentan los procesos, no como actos lineales, sino como
espacios conflictuales, que no solo responden a los intereses
dominantes; también revelan la naturaleza emancipatoria de
los sujetos y grupos
sociales en su interacción cultural.
En lo que respecta a la resistencia, ven nuevas formas
de relaciones en el proceso social, cultural y escolar. La
escuela es asumida como un espacio de lucha entre la cultura
dominante y una cultura de emancipación. El sujeto es
analizado como ente activo e intersubjetivo, que ejerce
relaciones de poder y resistencia; esta teoría devuelve a
los individuos una posición activa, denotando sus valores
en la capacidad para resistir oposicional o compensatoriamente,
en defensa y redención de su cultura. Los principales
representantes de esta teoría son Lacey, Hargreaves, Wood,
Jackson, Becker y Willis. Esta concepción trata de dar
solución a las contradicciones dentro del sistema y, de
esta forma, plantea la legitimación, perdurabilidad,
aceptación y reafirmación del orden socioclasista
imperante.
Desde fines de la década del 70 y durante los 80,
la Sociología de la Educación estuvo dominada por
la llamada Sociología Inglesa, que defiende el estudio del
micromundo social, cultural y escolar, apoyado en los recursos
teóricos y metodológicos que brindan el
interaccionismo simbólico de Mead, la fenomenología de Schultz, el
interaccionismo de Blumer y la etnometodología de
Garfinkell.
En el orden axiológico, este modelo refiere la
asunción de los valores como resultados de la
interacción del hombre y su entorno social, natural y
cultural, que condicionan su existencia como reguladores humanos
de esa interacción. Esta cuestión infiere que para
su estudio, conocimiento y formación, haya que entrar en
el llamado micromundo social, cultural y escolar, en el mundo de
los actores, escenarios y factores claves.
La contemporaneidad se mueve en la denominada
Teoría Crítica, con importantes trabajos de
Giroux y
Apple, que se proyectan hacia una dialéctica de integración sociológica. Se hace
énfasis en el estudio y el análisis
microsociológico de los procesos y fenómenos
sociales. En el ámbito educacional conforman la conocida
sociología del curriculum,
tanto formal como oculto, a lo que se suman importantes aportes
como: los de Paulo Freire
en su "Pedagogía Libertaria o del Oprimido" y los trabajos
de Ilich sobre la desaparición de la escuela en los
órdenes institucional y funcional; como lógica
consecuencia del desarrollo cultural y tecnológico de la
postmodernidad.
A todo lo anterior se agregan los trabajos acerca de la
investigación-acción–participante,
como recursos para la democratización investigativa,
educacional y social y una serie de concepciones relacionadas con
la necesidad de consolidar un paradigma
emergente, sustentado en un enfoque holístico, que
responda a la circunstancialidad axiológica, cultural,
socioeconómica y política de la
realidad a la cual refrenda.
Analizar la problemática axiológica desde
las perspectivas de las ciencias
psicológicas requiere una reflexión inicial, pues
cuando se aborda la educación conforme a valores en los
niños y
adolescentes,
el fenómeno evidencia un doble sentido
procesal.
El primero referente al influjo y la trascendencia del
contexto sociocultural y la multiplicidad de microcontextos que
lo conforman, o sea, el estímulo del entorno donde se
desenvuelve y desarrolla el sujeto y su significación en
la formación del criterio moral.
El segundo denota el papel de la individualidad en el
cuestionamiento, la asunción o el rechazo de los valores
prevalecientes en su medio, en correspondencia con la naturaleza
interna y el conjunto de configuraciones psicológicas que
determinan la
personalidad, concepción que refrenda el rol activo
del sujeto cognocente en el desarrollo de los procesos
formativos.
Varios son los autores que, al abordar la
cuestión valoral, se sustentan en esta concepción
para distinguir y explicitar los diversos momentos de
formación del criterio moral en niños y
adolescentes. Para Piaget, por
ejemplo, el sistema de reglas de comportamiento que cimienta el
mismo comienza a experimentar significación desde el
primer año, cuando el niño realiza actividades
generalmente manipulativas, en relación con sus deseos y
necesidades motrices, desde esas actividades individualizadas
elabora sus juegos como
esquemas rituales.
A partir de los dos años, el infante comienza a
recibir designios y códigos del exterior, que repercuten
en la orientación de sus juegos, en correspondencia con la
aceptación o el cambio de las reglas según sus
intereses y motivaciones, proceso este que puede extenderse hasta
lo cinco años aproximadamente. Entre los seis y ocho
años el niño entra en un estadío de
cooperación naciente, donde es apreciable el hedonismo
social, generado por la admisión de las reglas en las
múltiples esferas de la actuación cultural, social
y humana. El intento de decodificación y análisis
de las reglas se experimenta a partir de los doce años,
cuando el adolescente comienza a introducir complejidad en el
proceso.
Piaget resume que entre los cuatro y siete años
los niños se sienten interesados por las reglas, pero no
se sienten obligados a ellas; entre los siete y diez años
los niños consideran las reglas como algo imposible de
modificar y transgredir y ya, a partir de los diez años,
las reglas comienzan a asumirse como el resultado de la libre
aceptación.
Estas apreciaciones coinciden en la asunción
teórica de la existencia de una dualidad moral, no
concomitante, sino consecutiva: "la moral heterónoma y la
moral autónoma" A. Aguirre Batzán (1995:
112).
La moral heterónoma posee como fundamento la
percepción de la autoridad y
las reglas desde una objetividad realista, asumidas como
superior, donde la obediencia adquiere el sentido positivo y la
rebelión su opuesto. La moral autónoma se hace
nítida cuando el niño afronta retos que implican la
toma de
decisiones, lo que lo hace sentir responsable y capaz de
advertir la existencia de otras personas con normas y valores
diferentes a los suyos, llegando incluso a juzgar los actos por
su intencionalidad.
En la psicología de
Kohlberg se alude la concreción de una etapa premoral, que
se desarrolla entre los cuatro y diez años
aproximadamente, destacándose en ella el control externo y
los criterios de autoridad. Entre los diez y trece años,
apunta el autor, los niños comienzan un intercambio de
puntos de vista sobre los valores de los otros, llegan a
desarrollar sus propias ideas y a juzgar la intencionalidad de
los actos de los demás. El psicólogo precisa, que a
partir de los trece años los adolescentes sostenidos en la
madurez que ostentan, comienzan a explicar e interpretar los
fenómenos de la realidad, se autoevalúan y en
prácticas metacognitivas asumen el juicio de su propia
conciencia. En esta dimensión el pensamiento de
Ausubel se
mueve en líneas similares a los autores anteriormente
citados.
La escuela del psicoanálisis denota el desarrollo de la
conciencia moral ligado a la aparición del super-yo. En
ella se asume a los padres como los agentes conductores de la
cultura grupal de la comunidad. Freud, Hall,
etc., describen ambiguamente las diversas etapas de la
psicología infantil y otorgan un papel preponderante a la
adolescencia
en el proceso de educación conforme a valores.
Nuestras concepciones, en torno a esta dimensión
del proceso, adquieren sustento en los preceptos
psicológicos y epistemológicos del enfoque
histórico–cultural de Vigotsky, a
partir del cual los valores se cimientan y estructuran en la
práctica desde la óptica de las condiciones
históricas, naturales y socioculturales que los proyectan.
Es en esta realidad, espacial y temporalmente definida, en la
cual los valores operan como elementos de regulación e
interacción social, que orientan el comportamiento de
individuos, grupos y sociedades en
diferentes propensiones: interpersonal, sociopolítico y
medioambiental.
En este sentido, no resulta loable la pretensión
reduccionista de algunas definiciones que conceptúan los
valores sólo como principios
ideales, debilidad teórica que obvia la repercusión
de los mismos en la práctica, con mayor o menor eficacia social;
prácticas que, además, "constituyen espacios de
gestación de valores" P. Arés Muzio (1999: 4). Los
valores, desde la Psicología, pueden considerarse
vías teóricas y metodológicas que
contribuyen al desentrañamiento de los procesos sociales y
humanos, ya sean de permanencia, cambio o crisis, en
correspondencia con la realidad natural, social y cultural que
reflejan.
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Dr. C. Amauris Laurencio Leyva
Universidad de La Habana. CEPES