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Los valores en su proyección educativa




Enviado por amalaur



    1. Resumen
    2. Contenido del
      Artículo

    Resumen:

    Los valores como significaciones socialmente positivas
    que sustentan la dimensión axiológica de la educación
    serán siempre una perspectiva de interés
    para aquellos que conciben la formación integral de los
    factores humanos como encargo social fundamental de las instituciones
    educativas. En el trabajo que
    a continuación se presenta ofrecemos un acercamiento a
    estos fenómenos desde la cosmovisión
    teórico-epistémica de las Ciencias de la
    Educación.

    Contenido del
    Artículo:

    Cuando la educación valoral es
    asumida como un proceso
    formativo integral y su concreción se advierte en el
    entorno multidimensional de la instrucción, la
    educación y el desarrollo;
    los valores
    adquieren tal magnitud que pueden considerarse importantes bases
    sociofilosóficas de la educación. Este criterio es
    teóricamente refrendado en las obras de los
    epistemólogos Rogelio. Medina Rubio (1998), Teófilo
    Rodríguez Neira (1998) y Lorenso García Aretio
    (1998).

    Existe un consenso de que la educación, con la
    multiplicidad de métodos,
    procedimientos, actividades y núcleos
    teórico-metodológicos que la sustentan, está
    inmersa y fundamentada en un sistema de
    valores. Este es un juicio firmemente establecido por la teoría
    y la praxis
    educacionales. Tal correspondencia es apreciable en el plano del
    cambio
    educativo como agente causal o resultante de la variabilidad
    axiológica, o sea, el cambio que se produce en cualquier
    dimensión del proceso pedagógico engendra
    ineluctablemente una variación valoral y, en sentido
    contrario, cualquier cambio operado en el sistema de valores,
    genera modificaciones en la naturaleza del
    sistema
    educativo. Esta relación es perceptible en el conjunto
    de aspectos que conforman la realidad educacional, cuya
    progresión al perfeccionamiento proyecta la necesidad de
    mantener control y
    estímulo sobre el orden valoral que cimienta la estructura del
    sistema.

    Esta interactividad, desde las perspectivas de su
    estudio y fundamentación educativa, puede plantearse desde
    tres concepciones distintas.

    La primera, consistente en la asunción de que no
    son las acciones
    educativas en cuanto tales, ni la educación
    conceptualmente formulada, las que merecen una estimación
    de valor. Su
    repercusión axiológica depende de su
    instrumentalidad; esta proposición de naturaleza
    pragmática denota que el valor de la educación
    radica en que propicie el resultado deseado, en que sea
    útil para el cumplimiento de los objetivos
    planteados. Es indudable que el instrumentalismo, como método al
    servicio de la
    filosofía de la práctica defendida
    filosófica, sociológica y psicológicamente
    por los cientistas norteamericanos Charles Peirce, John Dewey y
    William James; respalda epistemológicamente esta
    concepción.

    La segunda plantea que los valores en la
    educación tienen sus raíces en su esencia
    perfectible y optimizable, fenómeno que en la
    práctica educativa ofrece la posibilidad de impugnar los
    códigos axiológicos existentes y, en esta
    contrastación, establecer normativas valorales y juicios
    de valor más cercanos a la realidad educativa. Esta
    perspectiva aduce que si la educación es
    optimización, su función
    práctica se resume en concretar o actualizar valores
    mediante un sistema de regulación que, a juicio de
    Sarvisens(1984: 47), haga óptimo el sistema: "cuando la
    diferencia entre el valor real de su acción
    efectiva y el valor ideal de su objetivo o
    nivel de actuación tiende a desaparecer (tiende a
    cero)."

    La tercera concepción refiere la
    implicación de lo educativo con el sistema de valores que
    tipifica la realidad sociocultural, lo que infiere el valor
    educacional de proyectar estas cualidades como vía para
    lograr la regulación social, el comportamiento
    formal y la conducta personal,
    mediante el
    conocimiento y la práctica de normas que
    establecen los hombres en la sociedad,
    recursos para
    mantener el equilibrio
    entre el universo
    cultural, el orden social, los requerimientos naturales y la
    expresión del individuo como
    ser social.

    El estudio de estas concepciones evidencia,
    independientemente de sus perspectivas de análisis, que en el espectro
    pedagógico los valores constituyen un componente esencial
    de la educación. Esto se refuerza con la asunción
    de que toda acción educativa presupone y evidencia una
    ética,
    escoge o rechaza ciertos valores, representa una elección
    valoral y denota las pretensiones axiológicas de su
    ejecución; además, en el orden gnoseológico,
    la función educacional denota su prospección
    formativa, sustentada en los recursos inalienables que brinda el
    sistema de valores imperante.

    El mismo postulado de la objetividad científica
    impide la confusión entre los juicios del conocimiento y
    los juicios de valor. Estas categorías, no obstante,
    están inevitablemente unidas en la acción, incluida
    la misma ciencia como
    actividad: "el postulado de la objetividad, para establecer la
    norma del conocimiento, define un valor que es el mismo
    conocimiento objetivo. Aceptar el postulado de objetividad, es
    pues enunciar la proposición de base de una ética:
    la ética del conocimiento." (Monod, J. 1975:
    86)

    Desde esta concepción es inadmisible cualquier
    pretensión teórica de distinguir los valores
    alejados de la realidad sociocultural que los condicionan, en la
    cual establecen un orden racional, conformando un sistema en el
    que se armonizan, relacionan e interconectan los distintos
    elementos culturales y sociales orientados a responder a los
    intereses, necesidades, motivaciones y expresiones de la sociedad
    en su multidimensionalidad.

    Así, desde un plano formativo, los valores deben
    asumirse como un conjunto de normas, cualidades o requisitos a
    cumplir por un individuo en una sociedad históricamente
    determinada, en correspondencia con las normativas
    axiológicas y los preceptos éticos que la misma
    defiende: "constituyen guías generales de conducta que se
    derivan de la experiencia y le dan sentido a la vida, propician
    su calidad de tal
    manera que están en relación con la
    realización de la persona y
    fomentan el bien de la comunidad y la
    sociedad en su conjunto." (García Batista, Gilberto. 1996:
    34)

    El tema de los valores es profundamente delicado cuando
    se trata desde su naturaleza ontológica, donde las
    prospecciones filosóficas aluden al deslinde entre los
    juicios de existencia y los juicios de valor; los primeros como
    expresión de los rasgos, atributos, predicados y
    propiedades de las cosas existentes como entes esenciales de su
    ser; los segundos como elementos o recursos mediatizadores entre
    el sujeto y el objeto en su relación, que no
    añaden, ni suprimen a la configuración existencial
    y esencial de las cosas.

    Cuando se trata de desentrañar la raíz
    óntica de los valores, el esfuerzo amerita una primera
    reflexión, tanto el mundo objetivo como su reflejo
    subjetivo existen en nuestra vida, en la concepción y
    sentido del ser, sin embargo, ¿pueden considerarse los
    valores entidades expresadas en tal sentido en nuestra vida?. La
    respuesta a esta interrogante se ha movido en un amplio horizonte
    de tendencias, que van desde la aseveración, transitando
    por el escepticismo, hasta el extremo de la falsación de
    los valores.

    Uno de los autores que con mayor sistematicidad ha dado
    tratamiento a la problemática de los valores es el
    investigador cubano José Ramón
    Fabelo, quien en su obra " Práctica, conocimiento y
    valoración"
    (1989), expone un conjunto de criterios
    sumamente interesantes en torno a la
    naturaleza filosófica de la axiología. Este autor parte del deslinde
    conceptual entre los fenómenos valoración y
    valores. "Por valoración –concepto central
    del presente trabajo
    comprendemos el reflejo subjetivo en la conciencia del
    hombre de la
    significación que para él poseen los objetos y
    fenómenos de la realidad. El valor, por su parte, debe ser
    entendido como la significación socialmente positiva de
    estos mismos objetos y fenómenos". (1989:
    18-19)

    Como puede apreciarse, en esta concepción, el
    tema de los valores es analizado en el plano de la
    significación que tienen los objetos y fenómenos de
    la realidad en su proyección social. Este aspecto
    evidencia el papel de la valoración en el basamento
    axiológico de la conciencia social, al constituirse en un
    agente sociopsicológico, generador de los procesos de
    polarización y jerarquización; garante de la
    concreción de un sistema de valores, a partir del
    significado social del entorno y sus componentes.

    La racionalidad de estos argumentos, nos permite acceder
    a la consideración existencial primaria de la cual
    partimos, o sea, la expresión vital de estas cualidades.
    En este sentido, resulta evidente que las cosas y el reflejo de
    ellas, como componentes del mundo, no nos son indiferentes; sino
    que poseen una significación, una peculiaridad que las
    tipifica, características que las hacen ser mejores o
    peores, buenas o malas, bellas o feas, santas o
    profanas.

    Esto nos demuestra que el mundo en que vivimos,
    independientemente de que pueda o no alienarnos, es significante
    para nosotros, no nos resulta impasible; esa no indolencia ante
    el mundo y las cosas que lo conforman es la confirmación
    de que no existe cosa alguna sobre la cual no asumamos una
    posición positiva o negativa, una posición de
    preferencia.

    Indiscutiblemente, si miramos esta realidad con
    objetividad, nos percataremos de que todas las cosas ostentan un
    valor, bueno o malo, útil o inútil,
    fructífero o perjudicial; pero nada nos resulta
    absolutamente indiferente, aquello que nos resulta contrario a
    nuestras metas, fines e intereses, o sea, lo malo, lo
    inútil, lo perjudicial, lo consideramos antivalor, en
    correspondencia con la dirección preferencial que nos
    orienta.

    El considerar los valores en el sentido de la
    significación que posee el entorno natural y sociocultural
    en el que estamos, no debe conducirnos a la definición
    reduccionista de los valores como meras impresiones subjetivas de
    agrado o desagrado que las cosas nos producen a nosotros y que
    nosotros proyectamos sobre las cosas, sino que se requiere
    propender al sentido social, material y humano de esas cosas,
    evidenciado en su objetividad.

    El catedrático hispano Manuel García
    Morente y su colega Juan Zaragüeta exponen en los
    "Fundamentos de Filosofía e Historia de los Sistemas
    Filosóficos"
    : "los valores son objetivos, se descubren
    a través de la intuición; no son ni cosas ni
    impresiones subjetivas, porque los valores no son, porque los
    valores no tienen esa categoría de los objetos reales y
    los objetos ideales, esa primera categoría de ser."(1947:
    73)

    Estos autores desvirtúan las concepciones
    axiológicas existentes introduciendo una nueva variedad
    ontológica de los valores, consistente en que no son,
    apoyados en la proposición realizada en el siglo XIX por
    el filósofo Alemán Lotze, quien define el criterio
    de que los valores no son, sino que valen. A esto replicaron
    suspicazmente Husserl y Stumpf, considerando a los valores no
    como entes independientes, por no poseer sustantividad, sino como
    cualidades que se adhieren a las cosas, lo que impide su
    parcelación ontológica.

    A partir de estos presupuestos
    los autores citados proponen como aparato categorial
    axiológ

    ico el siguiente: la primera categoría radicada
    en la no indiferencia de las cosas, el valer; la segunda
    categoría sustentada en la no entidad del valor, la
    cualidad pura; la tercera categoría que responde al orden
    de preferencia entre valores y antivalores, la polaridad y la
    cuarta y última categoría referida al orden de
    importancia que le concedemos a los valores o grupos de
    valores, la jerarquía.

    En su proposición que declaraba como
    núcleos de la realidad al ser, la espacialidad, la
    temporalidad y la causalidad, enfocan a los valores
    independientes del espacio y del tiempo, como
    significaciones absolutas.

    La aparición de las obras "Más
    allá del bien y del mal"
    y "Genealogía de
    la moral"
    ,
    en 1886 y 1887 respectivamente, bajo la autoría de
    Nietzsche,
    provocó que el tema de los valores saltara al primer plano
    de la discusión filosófica; sus tesis,
    postulados y argumentos contribuyeron a que el concepto de
    "valor" abarcase casi la totalidad de los problemas
    morales.

    La intencionalidad de sus obras tendientes a la inversión de los llamados "valores eternos
    o tradicionales" para suplirlos por "valores vitales", que nacen
    de la afirmación de la vida y en respuesta a sus
    exigencias, llamaron poderosamente la atención a los círculos y escuelas
    filosóficas y sirvieron de acicate a las discusiones en
    torno a estas cuestiones. Las diversas concepciones formadas se
    proyectaron en dos tendencias fundamentales:

    La primera plantea la esencia apriorística de los
    valores con respecto al hombre y la sociedad. Esta estuvo
    representada por la escuela
    neokantiana de Baden, liderada por Wilhem Windelband y Heinricht
    Rickert, quienes argumentaban que el valor constituye el deber de
    ser una norma y la filosofía tendría como objetivo
    analizar y descubrir los valores de trascendencia y validez
    universal. Otros representantes de esta primera concepción
    fueron Max Scheler, Nikolai Hartmann y Le Senne, todos
    coincidían en la apreciación objetiva de los
    valores como entes inmutables, llegando Scheler a proponer en su
    libro "El
    formalismo en la ética y la ética material de los
    valores"
    , una clasificación que agrupa a los valores
    en seis grupos: útiles, vitales, lógicos,
    estéticos, éticos y religiosos.

    La segunda concepción, de naturaleza empirista y
    corte historicista, relativo y subjetivista, fue respaldada
    filosóficamente por Wilhelm Diltley, Ortega y Gasset, Luis
    Lavelle, John Dewey y otros, quienes defendían la idea de
    que los valores no pueden ser considerados, ni en sí
    mismos, ni en su relación con el hombre, al
    margen de la historia; porque la historia misma es la fuerza
    productiva que engendra las determinaciones de valor, los
    ideales, los fines con que se mide el significado de hombres y de
    acontecimientos.

    En lo que concierne a la taxonomía
    jerárquica de los valores, Ortega y Gasset (1947) propone
    una clasificación en seis clases de valores, que solo se
    diferencia de la de Scheler, en que llamó a los valores
    lógicos, valores intelectuales.
    Luis Savelle (1955) realiza una nueva propuesta en lo que
    él denominó "visión realista de los
    valores", dividiéndolos en económicos, afectivos,
    intelectuales, estéticos, morales, espirituales y
    religiosos; considerando a las cuatro últimas clases como
    valores de trascendencia.

    Desde nuestros puntos de vista y en plena armonía
    con la concepción dialéctico materialista, no
    podemos considerar a los valores como cualidades absolutas e
    independientes del tiempo y del espacio. Negamos la
    disquisición en torno al no ser de los valores, por la
    lógica
    razón de que, tal como los postulados marxistas lo asumen,
    la distinción entre la materia y el
    espíritu es únicamente aceptable en el plano de la
    demostración del problema fundamental de la
    Filosofía.

    Tanto el mundo objetivo como su reflejo subjetivo, la
    conciencia, son y los valores, como herramientas
    de interacción entre estos elementos, valen
    porque son y son porque, aunque se mueven en el plano de la
    subjetividad, existen como parte constitutiva de la realidad
    social, natural y cultural; como una relación entre los
    procesos de la vida social y las necesidades, intereses y motivos
    de la sociedad en su conjunto; como reguladores internos de la
    actividad humana y como entes institucionalizados, en
    correspondencia con su relación con la ideología oficial que sustenta el
    régimen social donde se mueven.

    Aún así, si alguien pretendiera cuestionar
    estos argumentos, aduciendo la apreciación de los valores
    sólo como cualidades subjetivas, podríamos dirimir
    tal apreciación desde la óptica
    de la valoración de la conciencia en cuanto a su contenido
    y forma; la respuesta es tácita: ésta en cuanto a
    su forma es ideal, pero su contenido es material.

    En lo referente a la no espacialidad y temporalidad de
    los valores cabe señalar, que si hay un consenso en las
    concepciones axiológicas, éste radica en reconocer
    la existencia objetiva de los valores; si aceptamos esta
    condición es imposible abstraernos del espacio y el
    tiempo. Los valores como toda verdad tienen carácter histórico concreto, por
    lo que cada sistema social, cultura, modo
    de producción y época histórica,
    poseen un sistema axiológico que los identifica y con el
    cual se identifican los sujetos sociales.

    Es evidente que el escenario histórico social
    resulta un factor condicionante de la problemática
    valoral. Al respecto, el investigador José Ramón
    Fabelo advierte la necesidad de comprender la realidad contextual
    donde surge y se manifiesta la dinámica sociocultural de los valores,
    ámbito que constituye la fuente germinal de las
    expresiones axiológicas. En este sentido señala:
    "Debe evitarse la asunción y trasmisión de valores
    fijos; por el contrario, debe mostrarse que lo valioso,
    beneficioso y útil en un momento, puede dejar de serlo en
    otro". ( Fabelo, José Ramón.1996: 23).

    Los valores, como cualidades que se polarizan y
    jerarquizan, dependen de la significación y la preferencia
    que los refrendan en un espacio y un tiempo determinados: "los
    valores son un proceso histórico que tienen
    especificidades en los distintos momentos del desarrollo de la
    persona. El valor es el arma que tenemos que utilizar para
    legitimar lo diferente dentro del espacio social en que tiene
    lugar." (González Rey, Fernando. 1996: 45).

    La hibridez teórica de este intento
    epistemológico, de abordar de forma panorámica las
    múltiples aristas de la axiología, resulta
    imprescindible para comprender la problemática valoral en
    su real magnitud, pues las diferentes prospecciones
    filosóficas en torno a ella demuestran la verdadera
    esencia de estos fenómenos y la amplia labor realizada en
    su estudio y sistematización
    teórico-metodológica, que desembocan en la
    contemporaneidad; donde desafortunadamente la
    jerarquización de los valores propende a dar prioridad a
    los valores económicos en busca de eficiencia y
    rentabilidad,
    en detrimento de valores que se proyecten hacia la
    concreción humanista de la solidaridad, el
    respeto a los
    derechos sociales
    y humanos y a la satisfacción y el bienestar
    social.

    Aproximarnos a la propensión axiológica de
    la sociología, nos da la posibilidad de
    orientarnos en torno al papel de esta disciplina en
    el tratamiento valoral de la educación; para ello es
    imprescindible denotar que en el empalme de los siglos XIX y XX
    concomitan tres tipos o modelos
    sociológicos que prestaron especial interés al
    fenómeno educativo, concretándose en la hoy
    conocida Sociología
    de la Educación.

    Estas sociologías enciclopédicas, sobre
    las cuales se vertebran las direcciones sociológicas
    contemporáneas, son: la sociopedagogía
    ideológica marxista, la sociología de la
    educación francesa o sociología comparativa
    durkheimniana y la sociología instrumental del pragmatismo
    deweyano. Estas teorías
    definen como elementos fundamentales la asunción de la
    educación y sus procesos como fenómenos de
    naturaleza social, donde los hombres experimentan la
    adaptación a la sociedad. En ellas el fenómeno
    pedagógico concierne invariablemente a las cuestiones
    sociales y la pedagogía, vista en el plano
    sociológico, debe encargarse del estudio
    sistemático de las relaciones de los sistemas educativos y
    sociales, así como de aquellos procesos generales que se
    dan hacia las instituciones.

    La sociopedagogía marxista, precursora de las
    concepciones de la escuela como institución garante de
    perpetuar, reproducir y trasmitir los valores ideológicos,
    culturales, económicos, morales y sociales, desemboca en
    las llamadas Teorías de la Reproducción; estas surgen en los decenios
    60 y 70 del siglo XX.

    La primera corriente, encabezada por el francés
    Althusser y sus seguidores Baudelot y Establet, defensores de la
    Teoría de la reproducción ideológica,
    refrendada por la obra del propio Althusser "La escuela como
    aparato ideológico del Estado"
    .
    La segunda, liderada por los sociólogos norteamericanos
    Bowles y Gintis con la llamada Teoría de la
    Correspondencia y la tercera, dirigida por los franceses Bordieu
    y Passeron con su propuesta teórica de la
    Reproducción Cultural.

    Estas teorías, en sentido general, tienen como
    preocupación central el estudio del funcionamiento de la
    escuela en favor de las clases y la sociedad dominantes; refutan
    las tesis que sostienen la asunción de la escuela como
    institución neutra, que promueve la excelencia cultural,
    conocimiento imparcial y formas instructivas objetivas; presentan
    la escuela como entidad mediada por el poder y los
    intereses del capital. Estas
    teorías asumen la posición de la educación y
    sus instituciones como medios para
    reproducir social, cultural e ideológicamente las
    relaciones sociales, manteniendo así el status
    quo.

    La concepción althusseriana, continuada por
    Baudelot y Establet, denota el funcionamiento de las escuelas en
    pos de legitimar el poder y las ideologías, hasta llegar a
    institucionalizarlas por medio del Estado como mecanismo de
    mantención del poder de las clases dominantes. En este
    proceso resalta la importancia de la ideología en la
    reproducción de los mecanismos de dominación. Sus
    tesis, con un marcado determinismo económico, conciben la
    escuela como aparato garante de reproducir el orden existente
    desde una perspectiva ideológica.

    En el caso de la Teoría de la Correspondencia,
    Bowles y Gintis argumentan la real correlación existente
    entre la escuela y la sociedad. La escuela, como
    institución social, funge como escenario reproductivo de
    las relaciones sociales, ostentando como misión
    principal la de mantener la sumisión de la clase
    trabajadora, a partir de la creación de actitudes de
    aceptación socioeconómica hacia la economía capitalista,
    por medio del ajuste constante de la escuela al trabajo; formando
    las conciencias deseadas, sin recurrir al hito de creación
    y transformación humanas.

    La Reproducción Cultural, esbozada
    teóricamente por Bordieu y Passeron, concibe la escuela
    como un medio reproductor de cultura, mediante la cual se
    procederá a la legitimación cultural dominante, en
    detrimento de la cultura dominada. Las culturas
    periféricas deben favorecer el orden de las culturas
    centrales dominantes. Cada clase debe conocer y perpetuar su
    "capital cultural", o sea, la composición, peculiaridades,
    esencias y rasgos básicos de su cultura a través de
    la "violencia
    simbólica", como acto de imposición y
    trasmisión férrea de cultura. Para todo esto, se
    hace imprescindible la posesión de los "hábitus",
    que constituyen las competencias
    internalizadas para ejecutar el acto de violencia
    simbólica.

    Como hemos podido apreciar, la problemática de
    los valores constituye el elemento medular de estas
    teorías, que conciben la sociedad en su relación
    entre las clases e instituciones que la conforman, en
    función de concretar la reproducción de los valores
    culturales, económicos, sociales, políticos e
    ideológicos con los que se identifica; sin embargo, este
    proceso de reproducción es asumido como un acto
    estático, sin tener en cuenta la verdadera dinámica
    del mismo, que es la única que conduce a la
    transformación hacia estadios cualitativamente superiores
    de la sociedad.

    Este fenómeno ocurre porque los teóricos
    que respaldan dichas concepciones soslayan el carácter
    activo y la naturaleza creativa y transformadora de los sujetos
    sociales, como elementos a tener en cuenta en la
    reproducción, trasmisión y formación de
    valores; limitados a una proyección macrosocial del
    proceso educacional.

    El Modelo
    Sociológico de Durkheim, con
    elementos de la sociología educativa Deweyana, desemboca
    en el Estructural Funcionalismo de
    las décadas del 60 y el 70, donde se procede al estudio de
    las estructuras
    sociales y sus funciones. La
    educación y la escuela conforman una estructura encargada,
    en el orden educativo, de diseñar procedimientos y
    acciones que garanticen cultural, gnoseológica y
    funcionalmente, la armonía entre las diferentes
    estructuras de la sociedad. Se establece un símil entre la
    sociedad y los organismos vivos; en este sistema las estructuras
    funcionan como un todo y cualquier intento que tienda a variar
    estas funciones conducirían a un colapso.

    Las perspectivas de esta concepción implican la
    presencia de una teoría que busca la armonía
    social, evitando la existencia de conflictos y
    fricciones sociales, que limiten la funcionalidad estructural de
    la sociedad. Los valores son asumidos como eternos e inmutables y
    los sujetos sociales, como parte estructural de la sociedad,
    deben ser educados en función de perpetuar los criterios
    axiológicos prevalecientes. Las figuras más
    relevantes de esta concepción son Parsoms; Mertom,
    Weber, Pareto,
    entre otros, cuyo discurso
    aún persiste en el análisis macrosocial de la
    educación, sin tener en cuenta el orden interno de la
    misma, o sea, su mundo microsocial; además de no recurrir
    al papel activo del sujeto en los procesos sociales.

    En el último lustro de la década del 70
    del siglo XX aparecen las denominadas Teorías del Conflicto y de
    la Resistencia, con
    el propósito de superar las limitaciones de los marcos
    teóricos de los modelos de la Reproducción y el
    Estructural Funcionalismo. En estas proposiciones se introducen
    los conceptos conflicto y resistencia, considerados entes
    mediadores entre la escolarización, la educación,
    la ideología, el poder y la cultura dominante. Unen a la
    teoría social neomarxista los estudios
    etnográficos, de forma tal, que asumen la
    acomodación y la resistencia como subculturas de
    oposición de la juventud hacia
    la sociedad, tanto dentro como fuera de la escuela.

    Dentro de sus núcleos duros están
    presentes la consideración de los antagonismos en los
    procesos de trasmisión y formación de culturas,
    ideologías, relaciones sociales, actitudes y valores. Se
    argumentan los procesos, no como actos lineales, sino como
    espacios conflictuales, que no solo responden a los intereses
    dominantes; también revelan la naturaleza emancipatoria de
    los sujetos y grupos
    sociales en su interacción cultural.

    En lo que respecta a la resistencia, ven nuevas formas
    de relaciones en el proceso social, cultural y escolar. La
    escuela es asumida como un espacio de lucha entre la cultura
    dominante y una cultura de emancipación. El sujeto es
    analizado como ente activo e intersubjetivo, que ejerce
    relaciones de poder y resistencia; esta teoría devuelve a
    los individuos una posición activa, denotando sus valores
    en la capacidad para resistir oposicional o compensatoriamente,
    en defensa y redención de su cultura. Los principales
    representantes de esta teoría son Lacey, Hargreaves, Wood,
    Jackson, Becker y Willis. Esta concepción trata de dar
    solución a las contradicciones dentro del sistema y, de
    esta forma, plantea la legitimación, perdurabilidad,
    aceptación y reafirmación del orden socioclasista
    imperante.

    Desde fines de la década del 70 y durante los 80,
    la Sociología de la Educación estuvo dominada por
    la llamada Sociología Inglesa, que defiende el estudio del
    micromundo social, cultural y escolar, apoyado en los recursos
    teóricos y metodológicos que brindan el
    interaccionismo simbólico de Mead, la fenomenología de Schultz, el
    interaccionismo de Blumer y la etnometodología de
    Garfinkell.

    En el orden axiológico, este modelo refiere la
    asunción de los valores como resultados de la
    interacción del hombre y su entorno social, natural y
    cultural, que condicionan su existencia como reguladores humanos
    de esa interacción. Esta cuestión infiere que para
    su estudio, conocimiento y formación, haya que entrar en
    el llamado micromundo social, cultural y escolar, en el mundo de
    los actores, escenarios y factores claves.

    La contemporaneidad se mueve en la denominada
    Teoría Crítica, con importantes trabajos de
    Giroux y
    Apple, que se proyectan hacia una dialéctica de integración sociológica. Se hace
    énfasis en el estudio y el análisis
    microsociológico de los procesos y fenómenos
    sociales. En el ámbito educacional conforman la conocida
    sociología del curriculum,
    tanto formal como oculto, a lo que se suman importantes aportes
    como: los de Paulo Freire
    en su "Pedagogía Libertaria o del Oprimido" y los trabajos
    de Ilich sobre la desaparición de la escuela en los
    órdenes institucional y funcional; como lógica
    consecuencia del desarrollo cultural y tecnológico de la
    postmodernidad.

    A todo lo anterior se agregan los trabajos acerca de la
    investigación-acción–participante,
    como recursos para la democratización investigativa,
    educacional y social y una serie de concepciones relacionadas con
    la necesidad de consolidar un paradigma
    emergente, sustentado en un enfoque holístico, que
    responda a la circunstancialidad axiológica, cultural,
    socioeconómica y política de la
    realidad a la cual refrenda.

    Analizar la problemática axiológica desde
    las perspectivas de las ciencias
    psicológicas requiere una reflexión inicial, pues
    cuando se aborda la educación conforme a valores en los
    niños y
    adolescentes,
    el fenómeno evidencia un doble sentido
    procesal.

    El primero referente al influjo y la trascendencia del
    contexto sociocultural y la multiplicidad de microcontextos que
    lo conforman, o sea, el estímulo del entorno donde se
    desenvuelve y desarrolla el sujeto y su significación en
    la formación del criterio moral.

    El segundo denota el papel de la individualidad en el
    cuestionamiento, la asunción o el rechazo de los valores
    prevalecientes en su medio, en correspondencia con la naturaleza
    interna y el conjunto de configuraciones psicológicas que
    determinan la
    personalidad, concepción que refrenda el rol activo
    del sujeto cognocente en el desarrollo de los procesos
    formativos.

    Varios son los autores que, al abordar la
    cuestión valoral, se sustentan en esta concepción
    para distinguir y explicitar los diversos momentos de
    formación del criterio moral en niños y
    adolescentes. Para Piaget, por
    ejemplo, el sistema de reglas de comportamiento que cimienta el
    mismo comienza a experimentar significación desde el
    primer año, cuando el niño realiza actividades
    generalmente manipulativas, en relación con sus deseos y
    necesidades motrices, desde esas actividades individualizadas
    elabora sus juegos como
    esquemas rituales.

    A partir de los dos años, el infante comienza a
    recibir designios y códigos del exterior, que repercuten
    en la orientación de sus juegos, en correspondencia con la
    aceptación o el cambio de las reglas según sus
    intereses y motivaciones, proceso este que puede extenderse hasta
    lo cinco años aproximadamente. Entre los seis y ocho
    años el niño entra en un estadío de
    cooperación naciente, donde es apreciable el hedonismo
    social, generado por la admisión de las reglas en las
    múltiples esferas de la actuación cultural, social
    y humana. El intento de decodificación y análisis
    de las reglas se experimenta a partir de los doce años,
    cuando el adolescente comienza a introducir complejidad en el
    proceso.

    Piaget resume que entre los cuatro y siete años
    los niños se sienten interesados por las reglas, pero no
    se sienten obligados a ellas; entre los siete y diez años
    los niños consideran las reglas como algo imposible de
    modificar y transgredir y ya, a partir de los diez años,
    las reglas comienzan a asumirse como el resultado de la libre
    aceptación.

    Estas apreciaciones coinciden en la asunción
    teórica de la existencia de una dualidad moral, no
    concomitante, sino consecutiva: "la moral heterónoma y la
    moral autónoma" A. Aguirre Batzán (1995:
    112).

    La moral heterónoma posee como fundamento la
    percepción de la autoridad y
    las reglas desde una objetividad realista, asumidas como
    superior, donde la obediencia adquiere el sentido positivo y la
    rebelión su opuesto. La moral autónoma se hace
    nítida cuando el niño afronta retos que implican la
    toma de
    decisiones, lo que lo hace sentir responsable y capaz de
    advertir la existencia de otras personas con normas y valores
    diferentes a los suyos, llegando incluso a juzgar los actos por
    su intencionalidad.

    En la psicología de
    Kohlberg se alude la concreción de una etapa premoral, que
    se desarrolla entre los cuatro y diez años
    aproximadamente, destacándose en ella el control externo y
    los criterios de autoridad. Entre los diez y trece años,
    apunta el autor, los niños comienzan un intercambio de
    puntos de vista sobre los valores de los otros, llegan a
    desarrollar sus propias ideas y a juzgar la intencionalidad de
    los actos de los demás. El psicólogo precisa, que a
    partir de los trece años los adolescentes sostenidos en la
    madurez que ostentan, comienzan a explicar e interpretar los
    fenómenos de la realidad, se autoevalúan y en
    prácticas metacognitivas asumen el juicio de su propia
    conciencia. En esta dimensión el pensamiento de
    Ausubel se
    mueve en líneas similares a los autores anteriormente
    citados.

    La escuela del psicoanálisis denota el desarrollo de la
    conciencia moral ligado a la aparición del super-yo. En
    ella se asume a los padres como los agentes conductores de la
    cultura grupal de la comunidad. Freud, Hall,
    etc., describen ambiguamente las diversas etapas de la
    psicología infantil y otorgan un papel preponderante a la
    adolescencia
    en el proceso de educación conforme a valores.

    Nuestras concepciones, en torno a esta dimensión
    del proceso, adquieren sustento en los preceptos
    psicológicos y epistemológicos del enfoque
    histórico–cultural de Vigotsky, a
    partir del cual los valores se cimientan y estructuran en la
    práctica desde la óptica de las condiciones
    históricas, naturales y socioculturales que los proyectan.
    Es en esta realidad, espacial y temporalmente definida, en la
    cual los valores operan como elementos de regulación e
    interacción social, que orientan el comportamiento de
    individuos, grupos y sociedades en
    diferentes propensiones: interpersonal, sociopolítico y
    medioambiental.

    En este sentido, no resulta loable la pretensión
    reduccionista de algunas definiciones que conceptúan los
    valores sólo como principios
    ideales, debilidad teórica que obvia la repercusión
    de los mismos en la práctica, con mayor o menor eficacia social;
    prácticas que, además, "constituyen espacios de
    gestación de valores" P. Arés Muzio (1999: 4). Los
    valores, desde la Psicología, pueden considerarse
    vías teóricas y metodológicas que
    contribuyen al desentrañamiento de los procesos sociales y
    humanos, ya sean de permanencia, cambio o crisis, en
    correspondencia con la realidad natural, social y cultural que
    reflejan.

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    Dr. C. Amauris Laurencio Leyva

    Universidad de La Habana. CEPES

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