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El lado oscuro del Cristianismo




Enviado por corinne



    ¿No será que existe también un lado
    oscuro del Cristianismo,
    así como tuvimos que lamentar la existencia de un rostro
    dogmático y despiadado detrás de las
    ideologías secularizadas del progreso? ¿Algo que
    mediante el miedo y la amenaza pretende llegar a los substratos
    infantiles de la
    personalidad para someterla? ¿Algo que se complace de
    la falibilidad y de la inconstancia del hombre?
    ¿De lo transitorio y relativo de sus logros
    históricos? ¿De la precariedad de sus momentos
    felices y de su destino mortal para desencadenar un tedium
    vitae
    que sólo se remedia con la muerte?
    ¿Y, aún así, sólo a condición
    de admitir un sólo horizonte trascendental y no
    otro?

    La pregunta me surgió espontáneamente tras
    haber arruinado, varias veces, mi descanso dominical leyendo el
    Mensaje a la Conciencia del notorio hermano Pablo.
    Éste nos pone directa y despiadadamente frente al hecho –
    confirmado por dos mil quinientos años de historia, lo reconozco – que
    el hombre es
    una rama torcida, un frágil y de pronto agotado compuesto
    químico que, a pesar de su breve existencia, logra
    acumular, con habilidad asombrosa, un gran número de
    boletos para el Infierno: mentiras, violaciones, robos,
    asesinatos, traiciones. Y de paso, siempre hacia el final, para
    no alejarse demasiado del esquema retórico adoptado tan
    exitosamente, el autor nos recuerda también que la
    única solución – aunque esto no está
    confirmado por la historia – es Jesús.

    Si no estamos convencidos de esto no sólo
    aumentan exponencialmente nuestras probabilidades de atropellar
    lisiados que cruzan la calle, sino que, también nos
    preparamos para un viaje sin retorno al lugar más tropical
    de que haya noticia. Aparte de la Biblia y la noticia recortada
    del periódico,
    el hermano Pablo no brinda a la reflexión del magullado
    lector ningún documento histórico ni dato
    científico. Por el contrario nos da a entender,
    implícitamente, que esto sería una pérdida
    de tiempo, ya que
    en la Biblia están las respuestas a todo. Desde la
    composición molecular de la materia hasta
    las mejores recetas de cocina. Y todas ellas
    infalibles.

    Un escrúpulo de conciencia me
    impuso averiguar si este abrumador memento mori no
    sería más que la simple idiosincrasia de un autor
    marcado por los estigmas de una radical desconfianza en el hombre
    y de un sentimiento de impotencia frente a la muerte.
    ¿Qué tal si se tratara de un topos milenario
    bien definido de la pedagogía cristiana – digamos
    tentativamente y por defecto – desde Gregorio Magno hasta Lutero
    y Calvino? ¿Habría podido tener un uso tan extenso
    y perdurable si no hubiese sido por el mensaje mismo del
    Cristianismo?

    Lamentablemente la respuesta es no. La idea de la
    existencia de una condena eterna después de una segura
    muerte biológica es tan natural al mensaje cristiano como
    lo es la idea de una supervivencia individual. Así como
    una distinción categórica entre bueno(s) y malo(s).
    Y como la idea de una conclusión apocalíptica de la
    Historia

    Luego, sobre estas convicciones, teólogos,
    predicadores, confesores, artistas de renombre – como Dante – y
    anónimos ejecutores del sentimiento popular, especularon,
    acrecentaron, enriquecieron con detalles y, al final, depositaron
    en la historia espiritual de Occidente el motivo del Infierno que
    aún pesa en la creación artística, en la
    modificación del estado
    psicológico de la persona y en la
    formación de grupos
    sociales. De aquí el interés
    que reviste el tema del Infierno hasta para quienes no creen en
    su realidad metafísica.

    A continuación recurriremos a los sitios de la
    Biblia donde pueden apoyarse quienes deseen una
    justificación teológica para sus divagaciones
    apocalípticas e infernales. El lector no olvidará
    que, si bien los textos originales son sucintos y repetitivos,
    una larga literatura que se origina en
    ellos lo autoriza a sacar todo el provecho posible de la
    paráfrasis.

    Con respecto al Antiguo Testamento, hablar de un
    Infierno, en el sentido en que estamos acostumbrados, es
    arriesgado ya que el Infierno existe sujeto a dos condiciones: 1)
    que sea cierta la supervivencia individual y 2) que el destino de
    los malvados sea diferente de aquel de los buenos. Pero ambas
    condiciones afloraron tardíamente. Durante cientos de
    años los hebreos vivieron convencidos de que la
    retribución y el castigo se miden en términos
    concretos y en un plano terrenal: bienestar familiar,
    psicológico y económico, respetabilidad,
    longevidad, a cambio del
    respeto por la
    ley

    En cuanto a la vida después de la muerte, la
    creencia más arraigada era la que consideraba el Seol como
    el destino común de los buenos y de los malos El lugar
    desde donde no se podían elevar cantos de alabanza. Donde
    el sufrimiento era consecuencia de que la supervivencia era nada
    más que una subsistencia en forma de sombra alejada tanto
    de los dolores como de los placeres. Un dolor penetrado de
    nostalgia por la terrenal cercanía a Dios pero donde no se
    nota interés alguno por imaginar un destino más
    cruel para los no judíos
    que para los pecadores. De hecho se suponía que una vida
    de pecado no pueda ser feliz, ni siquiera en esta
    vida.

    En cierto modo la concepción hebrea es muy
    cercana a aquella de los griegos. Me refiero a la mentalidad
    griega representada por Homero y no a
    aquella, muy posterior y elitista, de la filosofía.
    También para los griegos del siglo XIII a.C., y durante
    todo el tiempo en que Homero ejerció la hegemonía
    en la
    educación, la ultratumba se identificó con un
    estado de vida a medias, en el cual, debido a la falta de un
    cuerpo, las emociones no eran
    posibles aparte del frustrante recuerdo de la vida de
    antaño (nostalgia). Esta convicción de
    supervivencia corporal, que los griegos nunca sostuvieron por
    irracional, fue mantenida por los israelitas en base a la fe,
    pero – repetimos – tardíamente.

    Pese al contraste, siempre reiterado, entre el dios-juez
    del Antiguo Testamento y el dios-amor del
    Nuevo, la imagen del
    Infierno de fuego y azufre incide con más fuerza en la
    imaginación del lector del Nuevo más que del
    Antiguo Testamento. La insistencia de los Evangelios sobre los
    aspectos más tristes del destino ultramundano es mucho
    mayor que aquella evidenciable en el Antiguo Testamento.
    Además, el tema asumió una importancia capital en el
    ámbito cristiano debido a su aplicación masiva en
    la pedagogía y en la evangelización.

    El judaísmo nunca tuvo interés en extender
    su credo más allá de sus confines. Si lo hubiese
    deseado no habría tenido la oportunidad política de hacerlo,
    porque siempre fue una religión minoritaria
    y menospreciada, hasta perseguida, en territorio
    cristiano.

    El Cristianismo, por el contrario, habiendo logrado el
    status de religión oficial del Imperio Romano y
    durante la campaña de difusión por territorios
    inmensos, se enfrentó con dos problemas que
    justificaron el uso extensivo del tema del Infierno como arma de
    disuasión psicológica. Por un lado la
    erradicación del paganismo, y por el otro la
    sustitución de los organismos estatales en el ejercicio
    del control
    social.

    Por muchos motivos, fundados en el ya de por sí
    tenebroso imaginario del folklore
    europeo, el Infierno resultaba de por sí una idea
    fácilmente asimilable.

    Y en cuanto a las exigencias impuestas por el control
    social, el Infierno era – y es – un recurso excelente para
    detener la agresividad individual y colectiva.

    Con respeto al Infierno en el Nuevo Testamento
    véase Pedro II, ii 4; ii, 17 (tormenta de tiniebla); Lucas
    x 15 (abismo); xii 5; Mateo iii, 12 (fuego inextinguible); v 22
    (fuego) 29, 30; x 28; xi 23; xiii 42, 50 (horno encendido; llanto
    y rechinado de dientes) xviii, 8, 9 (fuego eterno); xxiii, 15,
    33; xxv, 41 (fuego eterno); xxv 30 (oscuridad); 41 (fuego
    eterno), 46 (castigo eterno); Marco ix 43 (fuego que no se
    apaga), 45, 47 (donde los gusanos no mueren y el fuego no se
    apaga); Apocalipsis xi 7 (abismo); xx 1-3 abismo), 15 (lago de
    fuego); xxi 8 (lago de azufre ardiente).

    Entre los escritores posteriores que son referentes
    imprescindibles para la elaboración de la doctrina
    teológica y de la amonestación pedagógica
    basadas sobre el Infierno citaremos a Tertuliano, S. Cipriano, S.
    Juan Crisóstomo, S. Agustín y Gregorio
    Magno.

    Descubrí con asombro que estos autores no
    tardaron en impugnar y rechazar la tesis de la
    injusticia de un castigo eterno.

    Así afirma Gregorio Magno y le hace eco S.
    Bernardino de Siena, que la condena se mide con respecto a la
    persona ofendida y no en razón del hecho en sí. De
    manera que, siendo el hombre hecho a la imagen de Dios, el
    criminal ofende a Dios por una simbólica transitiva pero
    no por eso menos real. Siendo Dios infinito en todos sus
    atributos también la ofensa asume una gravedad infinita,
    y, por ende, es necesario que el pecado sea castigado con una
    condena infinita. Y ésta sigue siendo la posición
    de muchos teólogos de la actualidad.

    Nos alivia un poco saber que esta perspectiva tan
    dramática no satisfacía a todos. Aquellos que
    creían: a) en la existencia del mal y b) en un nexo de
    causa y efecto en el plan moral,
    intentaron una interpretación menos rígida del
    concepto de
    condena. Así llegaron a suponer un perdón global y
    un retorno de todas las almas a Dios después de un cierto
    tiempo (hipótesis de la Apocatástasis) Sobre
    esta interpretación, que a mi personalmente me gusta por
    su moderación y piedad, inmediatamente cayeron los
    relámpagos de la condena como tesis herética (II
    Concilio de Constantinopla, 553)

    El mismo destino – condena por herejía – le
    había tocado en el siglo IV a la posición mantenida
    por Arnobio. Según él todos los que no se salvan
    serán exterminados. Esta opinión quizás no
    es muy divertida, pero por lo menos le reconoce el derecho a los
    muertos a descansar en paz. Porque para los otros las almas
    tienen que estar bien conscientes y despiertas (estaba a punto de
    decir ‘gozando de buena salud’) para poder ser
    asados para regocijo de los que miran desde arriba.

    De manera que me consolé pensando en el
    Purgatorio como el lugar donde aún es posible cultivar
    alguna esperanza a pesar de que la estadía conlleva duras
    pruebas. Sin
    embargo, pronto tuve que reconocer la falta de unanimidad de
    opinión. En primer lugar, parece que hay que ser
    Católico u Ortodoxo para creer en él, ya que los
    Protestantes lo rechazan. En segundo lugar, tampoco los
    Católicos quieren que se inviertan demasiadas expectativas
    en la remisión de los pecados.

    El Purgatorio fue introducido esencialmente como una
    mitigación y limitación del Infierno y,
    según el historiador Jaques Le Goff que investigó
    el tema, este concepto data desde fines de siglo XII. Sin
    embargo, hubo siempre una tendencia muy fuerte a poner el acento
    sobre los castigos, o sea sobre las semejanzas con el Infierno
    (con Agustín de Ipona en primera fila). Más
    aún, según Le Goff los mayores responsables de esta
    infernalización del Purgatorio fueron los
    predicadores dominicanos, quienes imaginaron un castigo adicional
    en el hecho de que, a diferencia del Infierno, los que
    están en el Purgatorio no saben cuándo va acabar el
    tormento. Y es sabido que la inseguridad es
    motivo de angustia.

    Por lo tanto, me dije, si me hubiese fijado en el
    Paraíso más que en las alternativas truculentas de
    la doctrina, esto me habría servido de terapia. Porque, lo
    confieso, ya estaba agotado. Acababa de hojear la Leyenda
    áurea
    y mi cabeza zumbaba con las imágenes
    de S. Bonifacio con agujas bajo las uñas, de S.
    Quintín con clavos en la cabeza, de S. Vital sepultado
    vivo, de Sta. Eufemia aplastada, de S. Hipólito sujetado
    de pies y manos a los caballos, de S. Sebastián atestado
    de flechas, y de S. Crisóstomo sentado sobre un taco de
    metal incandescente.

    Ya sin culpa constaté que comparado con la
    cantidad de literatura sobre el Infierno y el Apocalipsis,
    aquella que habla del Paraíso es modesta y, además,
    poco divertida. Me refiero al hecho de que las descripciones del
    Paraíso son bastante aburridas: enormes palacios de
    cristal, cánticos suaves y celestiales, una gran luz blanca, una
    atmósfera
    etérea. A veces se asiste a una concepción
    más tangible, más cercana a los ideales de
    felicidad del hombre común. Entonces se encuentran islas
    poco accesibles, engarzadas en una Naturaleza no
    contaminada. Islas donde la abundancia provee al hombre todo lo
    que el necesita sin ningún esfuerzo de su parte. Islas
    hundidas entre flores olorosas y colores
    maravillosos donde el hombre vive en armonía con los
    animales y los
    animales viven en armonía entre sí. Me olvidaba:
    nadie muere.

    ‘Qué raro’ – me dije –
    ‘suena conocido’.

    Luego recordé que tanto Latinos como Griegos
    también soñaron con lo mismo y que los modernos lo
    creímos hasta hace poco. Nos contaron que en las
    Américas vivían poblaciones vírgenes que no
    padecían las contrariedades de los europeos. Hubiese
    querido investigar si acaso no era el mismo Paraíso que
    estaba detrás de las especulaciones sobre las islas
    utópicas de Tomás Moro y de Francis Bacon, o en el
    fondo de las sociedades
    ideales imaginadas por Saint-Simon,
    Owen, Fourier y, tal vez, de las comunistas de nuestro
    siglo.

    Me detuve, sin embargo, porque aún no me quedaba
    claro quién había contribuido a dibujar con tanto
    detalle la imagen del Infierno. De hecho la Biblia siempre
    termina hablando de llamas y oscuridad, mientras que hasta los
    niños
    saben que allá se encuentran las personas y los
    monstruos de acá. Está el vecino que
    pertenece a otra confesión y que, además, friega
    hasta entrada la noche con la música a todos los
    decibeles. También castigamos a la mujer que nos
    traicionó con el amigo ‘a pesar’ de que le
    pegábamos todas las noches. Y, por ultimo, no debe faltar
    – si me piden una opinión – el que
    inventó la música Tekno.

    Algo había ocurrido entonces. Alguien
    había ampliado el relato bíblico. ¿Pero
    quién?

    Bueno, en realidad no fue el producto de la
    excelsa originalidad de una sola persona (por lo menos hasta que
    Dante Alighieri apareció en escena), pero sí tuvo
    una difusión por capilaridad gracias a la publicidad que le
    dieron los párrocos y los itinerantes en su actividad de
    conversión y educación de las
    masas.

    Los escritos a los cuales ellos hacían referencia
    son conocidos como ‘literatura de las visiones’, en
    el sentido de que narraban hechos de ultratumba aprehendidos como
    en sueño, en forma de visiones. Citaremos los
    Diálogos, de Gregorio Magno; la Visión de
    Bernardino
    , de Incumar de Reims; la Visión de
    Vittorino
    y la de Otario, de autor anónimo pero
    atribuible al alto clero carolingio; la Epístola de
    Wynfreth
    , de Bonifacio; la Historia religiosa del Pueblo
    de los Anglios
    , del venerable Beda; el Elucidarium, de
    Onorio de Autun; las Visiones de Tundali, de Paoli,
    Alberici
    ; y el De Babylonia Infernali de Giacomino da
    Verona.

    Todas estas ‘visiones’ tienen la
    característica de ser muy semejantes. Pero que el lector
    no se confunda. Para la mentalidad medieval un exceso de
    originalidad significaba una pérdida de autoridad. En
    aquel tiempo no se las consideraba falsas y desfiguradas por
    estar enmarcada por un topos literario, sino que se las
    creía revelaciones verdaderas.

    La literatura de las visiones fue el género
    más popular de la Edad Media. El
    conjunto de imágenes que se fue cristalizando como
    típico del Infierno incluía: 1) un puente lanzado
    sobre un río impetuoso (el ‘valle de
    lagrimas’) en cuyas aguas venían arrastradas las
    almas perdidas; 2) el libro donde
    están anotadas las acciones
    buenas y malas cometidas en vida; 3) las pugnas entre demonios y
    ángeles por llevarse las almas; 4) los pozos
    flamígeros donde están confinados los pecadores y
    5) el encuentro con hombres que fueron poderosos y violentos en
    vida y ahora son castigados horriblemente.

    Pero entre tantos libros
    aparecidos se destaca uno, el Elucidarium de Onorio de
    Autun (siglos XI – XII), por ser el más agrio y, a
    la vez, uno de los más influyentes antes de Dante. El
    Elucidarium es parte de un proyecto que
    abarca la teología (I° Libro: De divinis rebus,
    o sea Dios, Adán, la Creación, la
    Encarnación, el sacrificio, el cuerpo místico), la
    antropología (II° Libro, De Rebus
    Ecclesiasticis
    , el mal, el pecado, la predestinación,
    la Providencia, el bautismo, el matrimonio, la
    muerte, la sepultura, las diversas categorías de hombres,
    ángeles y demonios) y, por fin, la escatología (III° Libro, De Futura
    Vita
    ).

    Es justamente mediante los temas escatológicos
    que la naturaleza piadosa del autor tiene la oportunidad de
    manifestarse. Si bien no puede decir quiénes
    tendrán garantizados su salvación, por otro lado
    resulta absolutamente claro que serán poquísimos.
    Sería más preciso decir que, según
    él, la mayoría de la humanidad está
    condenada antes de nacer.

    Toda la literatura apocalíptica de la Edad Media
    (las ‘visiones’ incluidas) contienen un germen de
    critica social. Para el autor del Elucidarium ésta
    se expresa por la convicción que los primeros en quemarse
    serán los ricos y los terratenientes mientras que la
    gracia se esparcirá sobre los pobres (o sea los
    campesinos) Sin embargo, esto puede ocurrir sólo con dos
    condiciones: 1) El campesino debe
    tener por claro y evidente que no hay una verdadera justicia en
    este mundo y, por lo tanto, no debe alimentar excesivas
    esperanzas de redención social. 2) El campesino debe dejar
    en manos del poder eclesiástico la responsabilidad de ordenar el cambio, en la medida
    en que lo puede haber en este mundo.

    La salvación nunca proviene de la iniciativa
    política personal o de un
    grupo social,
    sino solo mediante la purificación interior. Esta
    purificación es función de
    la asidua frecuentación de los sacramentos, y de la
    humildad con la que el campesino se hace cargo de su rol de
    trabajador en beneficio exclusivo de otros. Toda rebeldía
    es estigmatizada y es muy claro que, cuando Onorio de Autun habla
    de ‘pobreza de
    espíritu’ y de ‘la predilección de Dios
    por los pobres de espíritu’, esta pensando, aparte
    de los campesinos, en los niños y en los locos, o sea, en
    una categoría de humanidad que por su ingenuidad es
    incapaz de tomar decisiones.

    Dante Alighieri asimiló muchos de estos temas
    junto con otros procedentes de la tradición clásica
    y los sistematizó en ese cuadro que ha representado
    durante muchos siglos el inconsciente metafísico del
    hombre común. Si tuviéramos que resumir las
    características del Infierno dantesco diríamos
    que:

    1. Es un lugar de sufrimiento eterno, tanto espiritual
      como físico. A pesar de ser incorpóreas las
      almas conservan su sensibilidad (esto marca la
      diferencia con el Seol y la ultratumba griega) y el
      sufrimiento será aún mayor cuando, con el fin
      del mundo, los cuerpos se unirán otra vez al alma.

    2. Tiene una ubicación geográfica bien
      precisa (debajo de la Tierra)
      y una topografía justificada por las
      concepciones astronómicas de Tolomeo y la
      teología de la Escolástica.

    3. Está envuelto en tinieblas y saturado por
      los gritos de desesperación, rabia o maldición
      de los condenados. Por si esto fuera poco está poblado
      por seres horribles.
    4. Por fin, los castigos son diferenciados
      según su gravedad y siempre tienen relación con
      la naturaleza del delito.
      Por ejemplo el delito de infidelidad – que tiene su
      origen en la incapacidad de frenar el torbellino de la
      pasión – es castigado mediante una tormenta que
      arrastra y sacude a la pareja culpable.

    En resumen, el Infierno es el cumplimiento pleno de la
    justicia, en el sentido de la proporcionalidad e irreversibilidad
    del castigo asignado a cada pecado. Según Dante el
    sentimiento de piedad que puede deslizarse en el observador
    (Dante mismo vacila a veces) es un signo de miopía
    intelectual y de debilidad moral más que un índice
    de humanidad.

    Hacer un inventario de los
    pecados castigados en el Infierno dantesco es interesante.
    Descubrimos que hay de todo: acciones que aún hoy
    día consideramos crímenes (el homicidio por
    venganza o por hambre de poder así como la mentira); otros
    cuya pecaminosidad nos resulta difícil entender
    (simonía) y otros que ya no son crímenes para
    nosotros (homosexualidad) Sin embargo, no es este el lugar
    para encarar el tema de cómo cambia el repertorio de los
    pecados en la historia, ni para debatir su validez y menos para
    establecer criterios absolutos respecto del Bien y del
    Mal.

    Vale más subrayar los siguientes puntos: 1) La
    existencia de una ultratumba cristiana bipartita
    (Infierno/Paraíso) se justifica por estar
    explícitamente estipulada en los textos bíblicos.
    Pero la imagen detallada del Infierno – la misma que ejerce un
    influjo sobre la imaginación de los creyentes – es un
    derivado de los comentarios sobre la Biblia, obrados
    según un modelo
    narrativo específico con fines bien precisos,
    entremezclando sugestiones bíblicas, motivos de la
    literatura clásica y creencias del folklore anteriores a
    la propagación del Cristianismo 2) Los autores de esta
    literatura menor estaban todos comprometidos con la
    predicación y el conjunto de las imágenes era
    utilizado con fines de sujeción moral y de
    conversión. 3) El hombre medieval sentía pavura del
    Infierno pero no lo creía injusto. No sólo los
    teólogos de profesión sino también laicos
    como Dante estaban convencidos de que al experimentar piedad por
    los condenados en realidad estaban religando buenos sentimientos
    con criterios de evaluación
    objetiva.

    Cada uno de estos puntos merecería una
    reflexión más extensa, sin embargo, el ultimo de
    los tres es el pilar teórico de los primeros. Repito, si
    la propaganda
    sobre el Infierno y el Apocalipsis no representara un
    fenómeno de relevancia social y psicológica
    probablemente no valdría la pena una discusión
    fuera del ámbito de los especialistas en disciplinas
    históricas. Pero no es así, y un simple vistazo a
    la producción fílmica corriente
    sería suficiente para percibir la fascinación que
    ejercen estos temas sobre el publico.

    Históricamente la apelación al sentimiento
    de culpa y la amenaza del Infierno han significado dos cosas
    distintas. Por un lado la preservación de cierto orden
    social y moral y por el otro la defensa de un marco religioso –
    metafísico.

    Con respecto al primer punto no hay mucho que decir
    desde un punto de vista teórico. Quizás estas
    fantasías hayan tenido una justificación en
    épocas bárbaras. Quizás la tengan aún
    al comprender las reacciones más primarias y antisociales
    del ser humano. Pero, si se trata sólo de esto, entonces
    estamos hablando de un instrumento pedagógico de tipo
    paternalista (‘Hasta que tú no tengas la capacidad
    de reconocer por tu cuenta que no hay que robar, a través
    de tu imaginación apelaré a tus miedos más
    profundos para detenerte’) del cual podemos deshacernos una
    vez alcanzada la madurez.

    Con respecto al segundo punto hay mucho que decir que
    está fuera del alcance del presente trabajo. Pero,
    con el ánimo de demostrar mi imparcialidad empezaré
    improvisándome abogado del diablo.

    El Infierno es la deformación
    histórica de una aspiración legitima y
    aparentemente propia a todas las culturas: la preferencia del
    cosmos al caos.

    Las culturas se defienden de la amenaza del caos
    instituyendo genealogías y jerarquías, inventando
    relaciones de causa y efecto, y descubriendo ritmos y
    regularidades. El Infierno y el Paraíso representan una
    versión – una modalidad entre otras – de esta
    necesidad. El hombre radicado en la tradición
    bíblica cristiana está convencido de que existe un
    equilibrio
    pero está igualmente convencido de que este equilibrio no
    se consigue en esta vida ni en esta Tierra.

    Es escéptico acerca de los programas de
    redención de tipo social globales y definitivos. Ni la
    justicia ni la felicidad se cumplen en esta vida: el
    ladrón y el asesino no padecen de sentimientos de culpa,
    como quisieran los grandes escritores rusos. De hecho el delito
    tiene recompensa y el pobre se aguanta.

    Pero si todos tenemos el mismo fin, si es lo mismo matar
    o no matar, destruir o preservar el ambiente,
    engañar o ser engañados, entonces no tiene sentido
    la existencia. En términos metafísicos el caos es
    la falta objetiva de una regularidad cualquiera y en
    términos existenciales es la incapacidad de establecer
    distinciones, de percibir líneas de fuerza, de reconocer
    preferencias. El caos es nihilismo.
    Infierno y Paraíso polarizan la vida del ser
    dándole dirección y sacándolo de la
    indecisión porque garantizan que el orden se cumple de una
    manera u otra.

    Pero una vez reconocido esto hay también que
    hacerse algunas preguntas

    1. ¿Qué de las civilizaciones que no han
      respondido al problema de la misma manera? Me refiero a las
      extra europeas: amerindias y asiáticas. ¿Hay que
      presuponer – antes de haberlo comprobado – una
      insatisfacción de fondo por no haber alcanzado los
      resultados que la fe cristiana promete? ¿Hay que
      imaginar una exclusión de la justicia y de la sensatez
      de la existencia desde la perspectiva de los problemas
      encarados? Muchos antropólogos creen que no: el hecho
      mismo que sigan vitales quiere decir que han elaborado modelos
      culturales que resultan satisfactorios en el plano espiritual.
      Si la convicción de que no hay supervivencia individual
      ni Infierno estuviesen indisolublemente asociadas a la
      desesperación y a la falta de sentido de la vida, estas
      civilizaciones simplemente no existirían. El punto es si
      estamos suficientemente equipados mentalmente para
      entenderlas.

    2. Aún manteniéndonos cercanos al
      área espiritual a la cual estamos acostumbrados
      ¿es indispensable la idea de la eternidad de la condena
      al mantenimiento de la persuasión de un
      universo
      ordenado? ¿O es que se trata de un concepto del cual no
      logramos despegarnos por deferencia a la
      autoridad?

    3. Recientemente se ha tomado nota de la fuerte
      similitud entre las insights de la meditación
      oriental y los descubrimientos de la física
      subatómica. Esto equivale a decir que los datos de la
      investigación científica se
      prestan también a reflexiones de orden existencial. Los
      conceptos de espacio, tiempo, realidad, conocimiento, sustancia, individuo,
      han sido radicalmente puestos en tela de juicio. ¿Por
      qué no explorar también la posibilidad de la
      incorporación de los datos científicos acerca de
      la realidad física del universo para obtener una
      percepción del yo más en
      armonía con el cosmos? En el peor de los casos, si no
      produjera los efectos psicológicos esperados, por lo
      menos tendría el merito de profundizar nuestros
      conocimientos históricos. Porque el uso de la realidad
      física del universo como tema de reflexión
      orientada a la modificación de estados interiores ya fue
      analizado en la época helenísta por los estoicos
      y los epicúreos. Me despido, por lo tanto remitiendo al
      bello libro de Pierre Hadot, Exercices spirituels et
      philosophie antique
      , Paris 1987, que enfoca este tema de la
      filosofía antigua.

    Por

    Davide Doardi

    Nacido en Venecia, Italia, el 18
    Febrero, 1961. Licenciatura en filosofía en la Universidad de
    Ca’ Foscari, Venezia. Estudios musicales con los Maestros
    Luca Pitteri, Lorenzo Regazzo, Davide Teodoro. Reside en Santa
    Cruz de la Sierra, Bolivia.
    Publicaciones: Ingles legal. Casos reales comentados. CRE, Santa
    Cruz de la Sierra, 2004. 2. Introducción discursiva a la lingüística del inglés.
    CRE, 2003, Santa Cruz de la Sierra.

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