Los recientes conflictos
bélicos, en sus diversas expresiones, han mostrado algo
más que la presencia de nuevas estrategias y
tácticas de combate. Es un hecho que durante los
últimos años en Occidente, y en particular en
varios países desarrollados, se han presentado una serie
de amenazas y acciones que
como formas de lucha y combate, escapan a las lógicas
convencionales. En este sentido, se aprecia claramente el
surgimiento y permanencia de modelos
más próximos a los conflictos locales, entre
grupos e
intra-estatales, los que proyectados ahora en una
dimensión global, afectan también a las naciones en
vías de desarrollo y
subdesarrolladas.
En su conjunto, se puede decir que es un fenómeno
cuyo origen es multicausal, que se expresa en dimensiones
culturales, sociales, políticas
y también militares. De hecho, con frecuencia sus
fundamentos han sido relacionados con la
globalización o mundialización. Pero lo cierto,
es que hay un componente propio del ámbito de la
sicología social que, observado desde el punto de vista
estratégico, denota un cambio en la
conducta de gran
parte de los países.
Es el surgimiento de una relación distinta, en
términos de poder y
amenazas, entre quienes durante el siglo XX fueron reconocidos
como los principales actores internacionales, los más
poderosos; y aquellos que, sin contar con un poder militar de
proporciones, han alterado el escenario político
estratégico por medio de acciones no convencionales, y,
por sobre todo, la utilización de formas de lucha extremas
y letales, sólo comparables -en alguna medida- con el
recurso también extremo que representa el empleo del
arma atómica.
Desde un enfoque sociológico, esta nueva
relación de poder es la expresión de una realidad
política y
social aún más compleja que la "lucha de
civilizaciones" planteada por Huntington a nivel
macrosociológico y en una dimensión global. En el
fondo y en los hechos, hay un componente microsociológico,
intra estatal e intra comunidades, que impone nuevas demandas
para la seguridad y
defensa de los Estados, en términos de nuevas formas de
conflicto, criterios de lucha, medios que se
emplean, y tipo de acciones que llevan a cabo. Es una realidad
que se acerca más a los postulados de Amy Chua, en "World
in Fire"; Thomas Sowelll en "A Conflict of Visions"; en el
libro
"China’s
New Order" de Wang Hui, y en "Multitude", de Michael Hart y
Antonio Negri.
Sin embargo, desde el punto de vista militar, esta
suerte de trastorno o alteración en las relaciones de
poder determina un desafío mayor. Es más, puede
tener consecuencias negativas y de gran riesgo, si no se
asume desde el nivel político una visión cada vez
más integrada de la seguridad, la defensa y la función
militar, teniendo siempre presente la especificidad propia de
cada una de ellas. Un esfuerzo integrador de este tipo, lejos de
promover la "securitización" o militarización de
parte del quehacer político y social, apunta hacia un
mejor aprovechamiento de los recursos para
prevenir conflictos, o, en el caso de producirse, poder responder
adecuadamente a formas de enfrentamiento cuyos objetivos,
fuerzas, medios y escenarios empleados, superan los
ámbitos de respuesta convencionales.
Al menos a modo de hipótesis, nos parece que cualquiera sea el
origen de los conflictos que estamos presenciando, y que pueden
mantener su vigencia por algunas décadas, lo que en
definitiva les otorga una connotación distinta, y de
alcances muy complejos en términos
político-estratégicos y estratégicos, es su
cualidad de haber deteriorado la capacidad efectiva de la
disuasión nuclear o del poder militar convencional, frente
a formas de lucha extremas y de un alcance global. Son conflictos
no sólo asimétricos, en cuanto fuerzas y medios,
sino que, además, en la mayoría de los casos al
menos uno de los grupos beligerantes opera fuera de los usos y
convenciones propios del "contrato social",
el que, ampliado al espectro de la comunidad
internacional, había logrado algún éxito
al limitar el uso de la violencia,
incluso en los casos de conflicto. En efecto, este ha sido el
objetivo
principal del Sistema de
Naciones Unidas
en su totalidad.
No obstante, con ello emerge por una parte, un
fenómeno nuevo que por su naturaleza y
extensión exige un cambio en los criterios de análisis que primaron durante gran parte
del siglo XX; baste decir que en la actualidad, en todos los
continentes se desarrollan conflictos que enfrentan a fuerzas muy
dispares, donde mediante la guerrilla, la rebelión o el
terrorismo
-más allá de la magnitud y características
de los medios- distintos grupos y facciones ponen en jaque a las
fuerzas convencionales, extendiendo el conflicto en
términos de tiempo y
trasladándolo a los escenarios urbanos que más los
favorecen. Así, el enfrentamiento clásico, en
campos de batalla, donde las fuerzas militares luchaban tras
objetivos muy definidos, y por cierto eminentemente militares,
está siendo reemplazado por luchas de desgastes en pueblos
y ciudades, combinadas con acciones de proyección que
afectan más a civiles que militares. Por otra parte, se
observa un incremento significativo en la participación
civil en los frentes de combate, ya sea en la forma de empresas que
brindan apoyo logístico a las operaciones
militares, o bien como milicias que operan directamente en estos
frentes, y también, otras que ejecutan acciones que buscan
quebrar la voluntad de lucha y el apoyo de la población civil de los países. En
suma, conflictos que cuando se desatan tienden a ampliarse, a
retroalimentarse, y a persistir, y, lo que es más grave, a
confundir formas de guerras
internacional con conflictos civiles internos, todo lo cual
dificulta su solución, a no ser que se enfrente en sus
más amplias dimensiones, siendo la militar, sólo
una de ellas.
Curiosamente, esta nueva realidad coincide más
con el racionamiento que en el siglo IV AC hacía Eneas el
Táctico, en su "Poliarcética", que con las "Guerras
del futuro" de Alvin y Heidi Toffler. Eso no significa que se
trate de una guerra total,
ni menos de un enfrentamiento que se pueda explicar mediante la
lógica
de buenos y malos. Tampoco implica asumir que la disuasión
nuclear entre Estados y la lucha convencional ha quedado
totalmente desplazada. Lo nuevo y distinto es la expansión
y uso frecuente de un nuevo modo estratégico altamente
destructivo, y de gran impacto comunicacional, que altera la
correlación de fuerzas en términos de poder, y que
impone transformaciones y respuestas bastante más
complejas que las utilizadas a partir de la concepción
"clauseviana" que afirma que la guerra es la continuación
de la política por otros medios.
Desde esta perspectiva, y por sobre una visión
pesimista frente al futuro, la presente ponencia intenta analizar
brevemente algunas facetas de lo que podríamos denominar
la nueva situación político estratégica que
enfrenta gran parte de Occidente, y a partir de algunos
enunciados preliminares de carácter global, se trata de indagar sobre
las repercusiones y apremios que son necesarios de enfrentar, en
particular por los países en vías de desarrollo. Es
importante señalar que se asume, también a modo de
hipótesis, que son
estos países los que en las próximas décadas
podrían verse más directamente afectados por estos
tipos de conflictos, entre estados y grupos armados. Esto
último, por cuanto la diferencia o "gap" que se
está produciendo en materias de seguridad y de defensa con
los países desarrollados -que ya han asumido los cambios-
es de grandes proporciones. Además, por cuanto en un
escenario globalizado de tensión y conflicto, donde la
información, la prevención y el
control de los
países desarrollados es más efectivo, el
ámbito de enfrentamiento o de las acciones, bien puede
desplazarse a territorios donde sea más fácil
operar -en los que por lo demás existen graves problemas
sociales-, para desde allí poder ejercer presión y
coacción sobre la comunidad internacional, en el intento
de alcanzar los objetivos que persiguen las "nuevas fuerzas" o
nuevas amenazas, como también se las ha
llamado.
El quiebre de los
patrones de racionalidad
Cuando a fines de los ochenta cae el muro de
Berlín, pocos repararon que junto con el
condicionamiento del "gran poder soviético" en el marco de
la Guerra
Fría, lo que se estaba asentando era la posibilidad de
que las minorías -en términos de poder- se pudiesen
rebelar, alcanzando una victoria de grandes proporciones
políticas. Era el surgimiento de una forma posmoderna de
"rebelión de las masas", la que también se
evidenció más tarde -aunque en este caso de manera
distinta- en la desintegración de la Unión
Soviética. Allí, ni los argumentos, ni las armas de
Moscú, pudieron detener la fuerza de las
distintas comunidades. Y más importante aún, poco a
poco la lógica de la disuasión, que hasta entonces
primaba, comienza a perder su eficacia, puesto
que ni el poder atómico, ni el debilitado poder militar,
tenían posibilidades de un éxito sustentable en el
tiempo frente a esta nueva o renovada forma de acción.
Pero este fenómeno no era propio, ni se
restringía al escenario de la Europa Central.
En Centroamérica, en esos mismos años, por primera
vez los grupos revolucionarios hicieron caer a los gobiernos. En
Nicaragua se tomaron el poder, y en El Salvador, el
ejército y la subversión se enfrentaron a la par.
No obstante, el análisis de estos acontecimientos, que ya
adquirían una dimensión global, en muchos casos se
orientó hacia lo que ocurría detrás de la
cortina de hierro. Y su
interpretación, más allá de
sus distintas manifestaciones en diferentes áreas del
mundo, quedó prácticamente limitada a factores
políticos y económicos, como eran la
expansión de la democracia
que, potenciada por la globalización y el libre mercado, estaba
ganando espacio y se asentaba en la conciencia de las
mayorías. En cierto modo, fue la consolidación de
una línea argumental que había tomado forma antes,
a partir de los cambios ocurridos en Polonia, cuando el optimismo
se mezclaba con el impacto causado por la fuerza y efectos de la
globalización.
Mientras tanto, lo que en la práctica fue
quedando de lado, o fuera de las consideraciones más
frecuentes, era la presencia de un hecho real y concreto,
aunque poco visible y llamativo, que al menos en el mediano plazo
tendría un efecto que podría limitar las
aspiraciones de paz y democracia que se cifraban en esos
momentos. Y es que el proceso de
cambios venía acompañado de una reacción de
las mayorías; de las que siempre fueron minorías en
términos de poder. Éstas, por primera vez, y fuera
de la lógica revolucionaria de Marx, toman
conciencia de que las formas de disuasión de las mismas
potencias habían perdido en gran parte su efectividad
frente a las formas más elementales de conflicto. Por
tanto, la posibilidad de acceder al poder o de imponer sus
demandas comienza a ser factible, ya sea bajo la presión
de la violencia extrema, o llevando el combate a escenarios donde
la fuerza de la disuasión no es posible de aplicar. A
consecuencia de ello, en términos políticos y
militares, las relaciones de poder entre los estados, y entre
estados y grupos armados, se han visto alteradas produciendo -por
lo menos transitoriamente- un notable incremento en el nivel de
riesgo de enfrentamiento, entre grupos, comunidades, y entre
Estados.
Esta situación en un marco donde no se puede
eludir que están comprometidos factores políticos,
sociales, culturales, y económicos, que si bien no
justifican, al menos explican el surgimiento de tendencias y
modos de acción extremos, se hace más confusa y
difícil de enfrentar, tanto por los intereses en juego entre
los países más desarrollados, cuanto por la
influencia de la creciente universalización de los
derechos
humanos y el reconocimiento pleno del individuo como
sujeto de derecho
internacional. Así, frente al terrorismo, por ejemplo,
se evidencia una falta de un consenso en la comunidad
internacional e incluso al interior de los mismos Estados,
respecto a la forma de afrontarlo. Otro caso son los
enfrentamientos en Medio Oriente y en Israel, donde
tampoco hay acuerdo sobre la legitimidad de los fines de las
partes en conflicto. En medio de todo esto, para las fuerzas
policiales, y también para la fuerza militar, el panorama
se hace muy confuso y los límites de
su accionar, tanto en la prevención como en la
resolución de los conflictos, son difíciles de
precisar. De alguna forma el poder coactivo de los Estados se
debilita, y es cada vez más difícil actuar
siguiendo las tácticas y técnicas
convencionales. La respuesta por parte de los países
desarrollados es rápida y a los sistemas de
trabajo inter
agencias se suman procesos de
integración de información que
morigeran los efectos de estos fenómenos y responden
además con un nuevo marco legal que hace más
efectiva su acción en el nuevo escenario, con los
límites y prevenciones correspondientes.
Sin embargo, junto a este nuevo panorama
estratégico, muy asociado a lo que se han denominado
amenazas asimétricas, se ha producido un conjunto de
fenómenos y hechos cuyas repercusiones directas e
indirectas pueden afectar, aún más, la forma como
se concibe y se proyecta la seguridad y la defensa. Porque estos
fenómenos exceden largamente las denominadas nuevas
amenazas, que centraron la atención de los especialistas a fines de
los noventa. La expansión del mercado y el surgimiento de
numerosos actores internacionales no gubernamentales han limitado
el monopolio que
poseían los estados en materias militares. A ello se suman
los cada vez más frecuentes acuerdos internacionales,
propios y necesarios en un mundo interrelacionado, y
también las nuevas formas de asociaciones o la
ampliación de algunas relacionadas con la seguridad.
Así, el Estado se
enfrenta a un mundo y a un ambiente
internacional y nacional que le exige más, pero en el cual
no cuenta con los instrumentos jurídicos, ni los medios, y
en algunos casos con la claridad y voluntad suficiente, que le
permita cumplir razonablemente con sus funciones de
seguridad y defensa.
Por su parte, los escenarios donde se presentan o
potencialmente se pueden desarrollar los conflictos superan
ampliamente la idea de fronteras geográficas y se
posesionan en torno a objetivos
muy específicos, localizados, y de gran impacto
mediático. Así, más que avanzar en un
espacio geográfico y derrotar las unidades militares que
allí se encuentren, se busca quebrar o al menos debilitar
la voluntad de lucha del adversario, haciéndolo perder el
necesario sustento político social que requiere de parte
de los ciudadanos, cualquier esquema de seguridad y
defensa.
Pero los cambios ocurridos no sólo han impactado
en los objetivos, los escenarios, y los medios en que apoyan sus
acciones. La situación hasta aquí descrita ha
coincidido con otras realidades que la afectan de manera directa.
En el caso de Europa y los Estados Unidos,
la disminución de la natalidad de las últimas
décadas, unida a los cambios en los modelos de reclutamiento
de los ejércitos, ha determinado en algunos casos -por
sobre los beneficios del modelo
voluntario- el envejecimiento de la fuerza. En los países
en vías de desarrollo, la dificultad ha sido mayor por las
limitaciones económicas para competir en el mercado, con
incentivos y
compensaciones que hagan atractivo el incorporarse a determinados
oficios militares. Por el momento, se han aplicado
fórmulas de solución como la externalización
de algunos servicios,
especialmente administrativos y logísticos, a la vez que,
empresas de seguridad han ampliado su actividad hacia zonas
próximas al combate, brindando protección y apoyo a
otras empresas que trabajan en tareas relacionadas con la
estabilización y la reconstrucción. A consecuencia
de ello, no es descartable que en un futuro próximo se
incremente la participación de la empresa
privada en actividades relacionadas con la función
policial e incluso en algunos oficios militares. Ello, si bien
complementa y refuerza en su conjunto la acción del
Estado, no se
puede desconocer que implica una forma de competencia en el
reclutamiento. Para el caso de los países en vías
de desarrollo esta competencia será mayor, cuando los
más desarrollados amplíen su reclutamiento hacia
ciudadanos extranjeros, como lo han hecho España y
Estados Unidos, entre otros. Con todo, los cambios producidos ya
no sólo muestran alteraciones en los objetivos y los
escenarios, sino que también en las fuerzas.
En este contexto, la lógica tradicional que
permitía explicar los cambios en materias militares,
basada en la correlación entre la táctica y la
técnica como factor de cambio en los procedimientos de
combate, está siendo ampliamente superada por formas de
lucha que alteran profundamente cualquier análisis. De
manera similar, los referentes mínimos en que se basaba la
seguridad de los Estados -como parte de la política-, y
que garantizaban desde los derechos civiles hasta en el
uso de la fuerza, han sido largamente traspasados por una
lógica que no se reconoce un "contrato social",
ni límite de humanidad frente a la necesidad de alcanzar
sus objetivos.
Algunos imperativos
políticos estratégicos
Como pocas veces en el pasado, se está viviendo
una transformación radical en la realidad político
estratégica que deben enfrentar los Estados, la cual exige
revisar la visión de la seguridad y la defensa,
especialmente en los países en vías de desarrollo.
No se trata, por cierto, de afrontar la nueva situación
desde una perspectiva basada en la relación
dicotómica de más o menos seguridad. Menos
aún, como se dijo, pretender securitizar todo, bajo el
supuesto de que todo influye en la estabilidad y seguridad de las
naciones. Lo que se impone, pareciera, es renovar la mirada
político estratégica, para desde una visión
más amplia, que integre la complejidad del conjunto de
problemas y
fenómenos que han surgido, permita que la seguridad y la
defensa respondan de manera efectiva a estos nuevos
desafíos. Y parte de las herramientas
existentes para lograr este gran objetivo, es sin duda alguna, la
cooperación internacional. En este sentido, la
participación en operaciones de paz internacionales,
permiten un intercambio de técnicas y perspectivas que
ajustadas desde aquellas aplicadas principalmente por la Unión
Europea, y los países más desarrollados, sirven
como lineamientos fundamentales al momento de revisar las
adaptaciones de defensa requeridas por las realidades y contextos
de los países menos avanzados en estas
materias.
Es imperativo asumir que en el futuro será muy
difícil tomar una decisión de cualquier orden, por
simple que ella parezca, sin tener presente el panorama global
internacional, estatal y comunitario, y de los diferentes actores
involucrados. Menos aún, si no se considera una
visión y acción integrada entre la política
exterior y la de defensa. Es la exigencia de una nueva
relación político-militar, que entienda que las
relaciones
internacionales e incluso los conflictos tienen muchas
facetas,- una de ellas la militar-, pero que oriente sus
esfuerzos en forma eficiente y responsable, y fundamentalmente,
prevenga y enfrente este tipo de conflictos. En este sentido, la
interacción es cada vez más
determinante.
Ya en las últimas décadas, y junto a los
primeros cambios que se avizoraban, los principales centros de
estudios estratégicos estaban reflexionando sobre la
amplitud y características del futuro ambiente de
seguridad internacional. Paralelamente, también se
preguntaban por las características del futuro campo de
batalla. Estas preocupaciones, derivadas del
avance tecnológico y de una nueva configuración del
mapa estratégico del mundo, anunciaban un cuadro complejo
donde las "asimetrías" y la participación de
actores no estatales adquirían mayor significación
estratégica. Por lo anterior, no es de extrañar que
se identifique la tendencia de lograr la incorporación de
estos nuevos desafíos de una forma consensuada entre los
países. En estos esfuerzos no se pueden dejar de apreciar
los logros alcanzados en el plano de la regulación de la
"no proliferación" de armas de destrucción masiva
estipuladas principalmente en la declaración de Ottawa, o
de los intentos por incorporar aspectos también internos
de los ámbitos sociales y políticos al concepto de
Seguridad Humana establecido durante las Cumbres de Seguridad
Hemisférica a nivel Regional. Sin embargo, pareciera que
los pronósticos han sido superados con creces.
Para los países más desarrollados, el sentirse
vulnerable y evidenciar limitaciones en la efectividad de su
poder, ha demandado una revisión completa de sus doctrinas
y, antes, de la lógica en que afirmaban los basamentos de
su seguridad y defensa.
Este nuevo entorno, en el caso concreto de los
países de América
Latina, ha impuesto la
necesidad de asumir los desafíos de la seguridad,
además de las muchas demandas políticas,
económicas y sociales, de cada Nación.
Pese a todo, en materia de
seguridad es imprescindible verificar cuán actualizadas
están los criterios y medidas adoptadas, de acuerdo a los
cambios que se constatan en procesos que por su naturaleza son
muy dinámicos y donde en distintas áreas del mundo
se han producido importantes variaciones durante los
últimos meses. Esto, justamente para prevenir y limitar
-con un margen aceptable de posibilidades de éxito- los
riesgos que
están presentes, con relación a las amenazas que se
perciben y se proyectan, y que pueden variar de una realidad a
otra.
Un proceso como éste, ya tiene como base una
clara primacía de los regímenes
democráticos, del estado de derecho
y del respeto a los
derechos humanos, así como también, la
valoración de los procesos de entendimiento entre los
países por sobre cualquier situación de conflicto.
A partir de este sustento básico hay que replantearse
metodologías y revisar los criterios que hasta ahora
habían prevalecido. Ya que sin un esfuerzo innovador
difícilmente se podrá lograr dar respuesta a los
requerimientos que la nueva situación impone a los
estados. Esta respuesta, no cabe duda, en su eventualidad
será evaluada por los ciudadanos en ejercicio de sus
derechos, sobre todo si se sienten vulnerados en su integridad de
alguna u otra forma.
En términos prácticos, desde un
planteamiento de la seguridad en una dimensión general,
conviene tener presente ciertas condiciones mínimas,
elementales como criterios de acción. Entre éstas
destacan: en primer lugar, la existencia de un sustento
institucional que permita concebir y desarrollar las tareas de
seguridad y defensa, dentro del marco democrático con un
alto nivel de legitimidad. En esta línea es fundamental la
participación del poder
legislativo con instancias, tipo comisión, que
visualice la seguridad desde una perspectiva global que exceda
largamente la seguridad
ciudadana, asunto muy sensible e importante, pero que se
puede ver apoyada a partir, precisamente, de una mirada
más amplia.
En segundo lugar, se hace necesario considerar un
componente que otorgue una sustentabilidad operativa, y que
más que estructuras,
tenga la capacidad de integrar informaciones del ámbito
nacional e internacional, y que pueda difundirlas oportunamente a
los organismos de seguridad y prevención, entre ellos,
servicios de aduanas, control
de puertos, aeropuertos y fronteras, impuestos
internos y policías. La difusión de la
información ha sido una de las debilidades que ha afectado
de manera importante a países como los Estado Unidos y
España, de acuerdo a los estudios y publicaciones
periodísticas recientes.
En tercer lugar, se requiere un esfuerzo de
explicación y persuasión hacia la ciudadanía que permita comprender, aceptar
y apoyar, para lograr su colaboración en las medidas que
se deben adoptar para evitar riesgos. Este esfuerzo, a modo de un
sustento ético funcional básico, incluye el
compromiso y voluntad de los distintos actores que tienen
responsabilidades en la función de seguridad.
Y por último, en un nivel más relacionado
con los distintos organismos e instituciones
que se vinculan a la prevención directa e indirecta en
materias de seguridad, es indispensable una disposición
permanente de integración en el trabajo. Es
decir, el desarrollo de una capacidad de colaboración
mutua, con procedimientos y marcos previamente establecidos. Tal
vez, esta sea una de las condiciones que requiere de un control
más sostenido de parte de los poderes del estado, para
evitar tanto las interferencias y discrecionalidades, como el
celo que pudiese llevar a deteriorar los esfuerzos conjuntos.
También en términos prácticos, cada
vez se hace más necesario que el trabajo interministerial,
en particular, entre los de Relaciones Exteriores y de Defensa,
incluya instancias de interacción permanentes para las
materias de seguridad y defensa, a partir de los riesgos,
amenazas y también de las potencialidades que poseen los
estados. Muchos de los escenarios que se puedan deducir,
además de aprovechar las capacidades existentes, son
claves para poder responder en lo debido, a las exigencias que
los propios ciudadanos y especialistas demandan. Asimismo, crea
condiciones para una mayor transparencia y comprensión, a
la vez que limita alarmas y sobreestimaciones que surgen a veces
producto de la
falta de antecedentes.
Desde una mirada más amplia, esta
profundización en el trabajo interministerial, contribuye
a asegurar, con cierta previsión, que los esfuerzos de
cooperación y asociación en seguridad y defensa
entre países se concreten en acciones, especialmente,
cuando se participa en tareas internacionales. Incluso, desde un
punto de vista preventivo, a partir de un trabajo cada vez
más integrado pueden surgir nuevas iniciativas de medidas
de confianza mutua que aporten ya no sólo a reducir
potenciales crisis entre
estados, sino a limitar amenazas transnacionales.
Dentro de este mismo aspecto, es importante considerar
que cuando las instituciones armadas están participando
activamente en operaciones de paz, donde tienen que proyectar sus
capacidades a distintos escenarios y donde están presentes
algunas de las nuevas amenazas, el deber de apoyar la
acción y seguridad de la fuerza, en las diversas y
complejas misiones que las circunstancias les impone, requiere de
resoluciones políticas previas que deben estar sustentadas
en un enfoque conjunto de la diplomacia y la defensa. Al
respecto, conviene enfatizar algo tan básico como el hecho
que el soldado que se encuentra en cualquier misión,
-sea como parte de una fuerza de paz o de combate-, siempre
está obedeciendo un mandato que en su origen supera
ampliamente una resolución militar. Es decir, lo que
él haga o deje de hacer, debe responder al marco que el
estado se ha fijado en materia de defensa y que, para el caso
particular ha precisado muy concretamente los límites de
la acción militar. La resolución militar, por su
parte, lo que hace es cumplir los objetivos con el mínimo
de bajas humanas y en la forma más eficiente desde el
punto de vista económico.
Pero, es obvio que cualquier acción militar
necesita de inteligencia e
información previa, que permita preparar al soldado para
que en el marco que se le ha fijado y con las normas de
enfrentamiento dispuestas, pueda actuar sin someterlo a riesgos
innecesarios y sin que caiga en excesos de ninguna clase. Esto
impone, entonces, formar, entrenar, y mantener soldados motivados
para actuar en distintos escenarios. Mas, responder a un
desafío de esta naturaleza no se improvisa. Para ello es
necesario integrar distintas visiones y realidades, lo que
requiere necesariamente evitar también cualquier
reduccionismo de lo militar, si se considera que lo fundamental
en términos prácticos, es integrar en el
ámbito de las decisiones de alto nivel todas las variables
relacionadas con materias de seguridad y de defensa.
Es evidente que mucho de lo planteado puede quedar en el
plano formal si no está presente un imperativo que es
primordial en el hacer político estratégico. Es el
compromiso de la política con la defensa, en coherencia
con las demandas actuales. Y éste va más
allá de la lógica preocupación del control
político sobre lo militar, que por diversas circunstancias
a veces prevalece, pero respecto del cual no hay duda en un
estado democrático. Se trata de la responsabilidad y previsión política
en materias de defensa, por cuanto, como se ha dicho y es
conocido, una fuerza necesita de tiempo para formarse, entrenarse
y lograr niveles que le den seguridad de éxito; es decir,
evitar lamentar bajas en las tareas que deba cumplir. Esto nos
remite al apoyo ciudadano, base de la
motivación en la que se sustenta la vocación
militar; similar al equipamiento, los incentivos y en las
compensaciones que todo trabajo otorga, más aún en
ambiente altamente competitivo.
Más importante aún, el compromiso de la
política con la defensa, demanda
acuerdo y voluntad de los poderes del Estado, ya que junto al
marco que fijan las leyes, es
necesario prever y sostener un esfuerzo que permita cristalizar
-como lo dictamina la prudencia política-, un tipo de
gestión
político estratégica que responda a las nuevas y
variadas caras del conflicto.
En suma, parece cada vez más indispensable
ajustar la función de defensa y la seguridad a los nuevos
desafíos, problemas y tendencias actuales. Por eso que la
incorporación de este tipo de reflexiones, aunque limitada
e incompleta, es cada vez más necesaria. Porque si bien la
cooperación internacional y los esfuerzos
políticos, económicos y sociales producen
resultados efectivos en la prevención de las nuevas
amenazas y conflictos transnacionales, siempre es necesario
contar, como elemento de disuasión, con la acción
preventiva de la fuerza del Estado. De otra manera, producidos
los desastres, es muy fácil perder el horizonte, extremar
posiciones, a veces adoptar líneas de acción que
claudican frente a la amenaza, o bien ponen en riesgo innecesario
a la fuerza militar, justamente por falta de previsión. Y
por que, en todo caso, siempre hay que tener presente que la
seguridad y la defensa, y dentro de ésta la función
militar, son condiciones y a la vez medios, para alcanzar el
verdadero fin que es la paz.
José Miguel Piuzzi Cabrera
General de División
Oficial de Estado Mayor, Profesor de
Historia Militar
y Estrategia,
egresado del programa de
magíster en Ciencias
Políticas de la Pontificia Universidad
Católica de Chile; Doctor en Sociología por la Universidad Pontificia de
Salamanca. Se ha desempeñado en funciones de mando y
asesoría en el Ejército de Chile, y fue observador
de Naciones Unidas en el Medio Oriente. Desde el 2000 al 2003,
fue director del Centro de Estudios e Investigaciones
Militares (CESIM), y actualmente es el Agregado de Defensa y
Militar a la Embajada de Chile en los Estados Unidos.