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Literatura Italiana. El héroe romántico en Últimas cartas de Jacopo Ortis de Ugo Foscolo




Enviado por davabu



    1. Desarrollo
    2. Conclusión
    3. Bibliografía

    Introducción

    Si partimos de una concepción de la literatura como algo
    vinculado a la evolución y transformaciones de la sociedad o, al
    menos, de la literatura como un medio sensible a los cambios que
    se producen en ella, no deja de ser significativo el radical
    cambio que se
    percibe entre los años finales del siglo XVIII y mediados
    del siglo XIX. Este periodo refleja un cambio de mentalidad que
    se reconoce, por ejemplo, a través de la figura del
    héroe.

    Para poder detectar
    este cambio es necesario partir de una definición inicial
    del héroe. El término "héroe" tiene una
    serie de implicaciones que transcienden el papel de
    "protagonista" de la
    novela.

    La literatura, desde sus inicios en los mitos, siempre
    ha contado con los héroes. Ya Aristóteles señalaba en su
    Poética que la imitación podía
    hacerse de tres maneras: pintando a los personajes mejores de lo
    que son en la realidad, pintándolos como son en la
    realidad o haciéndolos aparecer como peores de lo que
    son.

    Al tomar como
    referencia a los seres humanos para indicar las cualidades de los
    personajes, Aristóteles estaba ofreciendo un modelo de
    conducta para los
    espectadores o lectores. Ante los mejores es necesario admirarse,
    ante los iguales reconocerse y ante los peores
    precaverse.

    El héroe del mundo clásico o el del mundo
    medieval es un modelo de los valores
    que la sociedad entiende como positivos. En el héroe se
    encarnan las virtudes a las que los hombres aspiramos en cada
    momento de la historia. De igual manera,
    las obras literarias también ofrecían ejemplos de
    lo que no se debía hacer, modelos para
    que, con su contemplación, los hombres comprendieran lo
    errado de sus actos.

    La vinculación entre los valores
    heroicos y los valores sociales es básica para comprender
    la transformación que se produce al llegar a la
    época contemporánea. Señalemos un punto de
    partida: para que aparezca el héroe la sociedad ha de
    tener un grado de cohesión suficiente como para que
    existan unos valores reconocidos y comunes. Sin valores no hay
    héroe; sin valores compartidos, precisando más, no
    puede existir un personaje que permita la ejemplificación
    heroica. El héroe es siempre una propuesta, una
    encarnación de ideales. La condición de
    héroe, por tanto, proviene tanto de sus acciones como
    del valor que los
    demás le otorgan.

    Esto permite que la dimensión heroica
    varíe en cada situación histórica
    dependiendo de los valores imperantes. La sociedad engendra sus
    héroes a su imagen y
    semejanza o, para ser más exactos, conforme a la imagen
    idealizada que tiene de sí misma. Independientemente del
    grado de presencia real de las virtudes en una sociedad
    determinada, ésta debe tener un ideal, una meta hacia la
    que dirigirse o hacia la que podría dirigirse.

    Teniendo en cuenta este principio, la existencia del
    héroe depende de la adhesión social a los valores,
    esto es, del grado de acuerdo que exista en torno a la
    virtud, independientemente de lo que se entienda por
    ésta.

    En la época medieval, por ejemplo, los valores
    eran los cristianos y se personificaban en el ideal caballeresco.
    Si es cierto que la existencia de los héroes depende de lo
    señalado anteriormente, en las épocas en que no
    existe esa cohesión será más difícil
    su presencia. El héroe tendrá entonces que luchar
    no sólo contra sus enemigos, sino contra la opinión
    de sus lectores. Tendrá que convencerles a ellos, en
    primer lugar, de que es un héroe.

    Esta idea permitiría elaborar una gran
    distinción entre los héroes que han existido a lo
    largo de la historia: los héroes de lo establecido y los
    héroes alternativos o enfrentados. Los primeros son
    producto del
    acuerdo existente en torno a los valores que encarnan; los
    segundos luchan por sustituir a los primeros.

    Sin embargo, no es tan sencillo, pues existen otros
    factores de gran importancia en la constitución de los héroes. Uno de
    carácter capital es la
    distancia. La creación del héroe es siempre una
    forma de añoranza. El héroe es el gran ausente, el
    que entra en la Leyenda y, por lo tanto, escapa de la realidad.
    El héroe es el que ya no está o nunca ha estado, el
    desaparecido o el que sólo ha vivido en los sueños
    y ficciones.

    La distancia permite ennoblecer a los personajes
    históricos y olvidar su auténtica existencia. Hace
    mejores a los amigos y peores a los enemigos. Purifica las
    intenciones de los hombres desvistiéndolas de los ropajes
    de la ambición y el deseo.

    El tiempo que
    analizamos es, probablemente, el último que quiso tener
    héroes y, además, se propuso vivirlos o hacerlos
    vivir, casi siempre trágicamente.

    El héroe romántico se mueve en el terreno
    de la ambigüedad. Tanto desea ser seguido por la sociedad,
    como rechaza a ésta de plano. Se presenta de la manera
    más estruendosa ante los demás y reclama ser
    seguido por todos. Su vocación es la de líder,
    pero los demás ignoran su voz.

    Si alguien ha sentido en su interior el deseo de ser un
    héroe, éste ha sido un romántico. Frente a
    la espontaneidad de los héroes de antaño, el
    romántico desea serlo fervientemente. El romántico
    -y no es casual que reivindicaran a Don Quijote como
    uno de sus antepasados y modelos- se lanza a la búsqueda
    de su destino de héroe y casi siempre tiene un referente,
    un ídolo más o menos declarado al que se propone
    imitar, de la misma manera que Alonso Quijano se lanzó al
    camino con la cabeza llena de héroes librescos a los que
    deseaba emular.

    El heroísmo romántico procede, en gran
    medida, de su soledad. El héroe se encuentra dolorosamente
    solo con una verdad que le llena pero que es incapaz de hacer
    comprender a los otros. Se asemeja a la figura de los profetas,
    cuya voz retumba en los espacios pero no conmueve el corazón de
    los hombres. La función
    profética del héroe romántico es la de
    transmitir a los demás hombres la verdad que le ha sido
    revelada. Cuál sea esta verdad es algo que varía de
    unos románticos a otros, pero es común en la
    mayoría sentirse despreciados por una sociedad insensible
    que se ríe de su patetismo.

    El héroe romántico por excelencia es el
    artista. Nunca se había elevado tan alto como durante el
    romanticismo
    la consideración del genio artístico. Su propia
    naturaleza de
    genio le convierte ya en un rebelde: no sigue las normas de los
    otros, son los otros los que deben seguirle a
    él.

    El romántico, prefiere dejarse matar antes que
    fingir ante los otros que se pliega a sus designios si cree que
    éstos son falsos. Cualquier hipocresía, cualquier
    convencionalismo, es motivo de lucha.

    La locura es contemplada como la marca del
    héroe, como el signo de una superioridad trágica
    que destruye a quien lo lleva. Como sucederá más de
    cien años después con los personajes de Hemingway,
    el hombre
    está condenado a la destrucción, pero es en ella en
    la que se redime. Destruido, pero no derrotado. Participar en la
    batalla salva al héroe y le permite entrar en la leyenda.
    El sino del héroe romántico es necesariamente su
    destrucción, pero con ella se garantiza la pervivencia en
    el recuerdo. La verdadera lucha del hombre es
    contra el olvido, nada devoradora que atrae a la mayoría
    de los hombres. La lucha es el juego que los
    elegidos practican para sustraerse a esa nada. Por eso, si algo
    asusta al héroe romántico es la ausencia de
    diferencia, el verse confundido, atrapado por el infierno de la
    igualdad; en
    definitiva, el ser uno más en un coro anónimo que
    pregona su vaciedad a lo largo de la historia. El canto
    romántico es el del cisne, la voz trágica que
    precede a la destrucción y resuena como un eco en la memoria de
    los hombres. La soledad, el aislamiento, la diferencia… es
    preferible ser el acusado único que uno más entre
    los jueces.

    Desarrollo

    Ugo Foscolo nos presenta a fines de 1798 un héroe
    con matices románticos en Últimas cartas de
    Jacopo Ortis.
    La impresión del texto original
    fue suspendida por el librero por temor a que las ideas
    sustentadas por el autor le acarrearan persecución
    oficial. Desde aquí ya nos encontramos frente al conflicto
    político que, luego, encarnará nuestro
    héroe.

    Jacopo es un joven idealista que vivencia el naufragio
    de sus ideales, tanto los de patria como de libertad,
    justicia,
    amor y paz
    familiar. Vendida Venecia por Napoleón a los austriacos, Jacopo se
    refugia en una aldea de Montes Eugáneos donde se enamora
    de una campesina, Teresa, prometida ya por su padre al rico
    Odoardo.

    Perseguido por la policía austriaca y atormentado
    por su pasión, Jacopo vaga por diversas regiones de
    Italia. Vuelto al
    Véneto, verá una vez más a Teresa ya casada.
    En el colmo de la desesperación, el joven Jacopo regresa
    precipitadamente a Venecia, se despide del mundo de sus afectos y
    se suicida.

    Nuestro héroe es el espejo de una adolescencia
    apasionada, romántica, movida por ideales que fracasan.
    Foscolo se desahoga en sus meditaciones y pone de manifiesto los
    naufragios de tantos ideales; esta pérdida de fe en la
    vida termina con el suicidio,
    la muerte como
    única solución. Se quita la vida por una
    desilusión amorosa complicada, es cierto, pero alimentada
    y completada con el desengaño por la caída de
    Venecia.

    Es más, la novela comienza
    precisamente con la fuga de Ortis de Venecia y con su refugio en
    las colinas Eugáneas, e incluso se abre con un paisaje de
    carácter manifiestamente político: "El sacrificio
    de nuestra patria se ha consumado: todo se ha perdido; la vida,
    si es que se nos concede, no nos quedará sino para llorar
    nuestras desgracias y nuestra infamia". Lo que lo lleva a morir
    es sobre todo, la pérdida de la patria y la ausencia de un
    tejido político-social en el que integrarse.

    Junto con el tema de la patria está en de la
    pasión, contrapuesta al intelecto gobernado por la
    razón. Odoardo es la antitesis de Ortis, un anti-Ortis
    modesta y prudentemente mediocre, sin ambiciones ni pasiones,
    mientras que aquél es todo fervor y tumulto, incapaz de
    preparar planes y de organizar su vida.

    Propio del héroe romántico, la postura de
    Ortis es antisocial: "Cada individuo es
    enemigo nato de la Sociedad, porque la Sociedad es necesaria
    enemiga de los individuos". Un liberalismo
    desesperado que, al ver derrumbarse a su alrededor toda la
    razón de vivir, no tiene otra salida que el suicidio, sin
    tan siquiera el sentido heroico y ejemplar que podía haber
    en el suicidio de un héroe del siglo XVIII.

    Ortis se sabe dueño de una verdad y la defiende
    frente a los otros. Se rebela ante las injusticias sobre la base
    de sus convicciones y de sus verdades: "Perdonaría todo el
    mal que me han hecho; pero cuando pasa ente mi la venerable
    pobreza que
    mientras sufre trabajos muestra sus venas
    chupadas por la omnipotente opulencia; cuando veo tantos hombres
    enfermos, encarcelados, hambrientos, suplicantes bajo el terrible
    flagelo de las leyes, ¡ah,
    no! no puedo reconciliarme. Entonces grito venganza, con la turba
    de miserables con los que divido el pan y las lágrimas, y
    ardo por exigir en su nombre la porción que heredaron de
    la Naturaleza madre, benéfica e imparcial."

    En la historia de Lauretta, el narrador afirma sin
    dudar: "… creo que el Destino del hombre ha sido escrito en los
    libros
    eternos: El hombre será infeliz." La vehemencia de
    sus palabras y el tono melancólico de su relato comprueban
    la soledad en la que está sumergido nuestro héroe.
    Una soledad estoica, dolorosa, elegida, placentera, orgullosa,
    resignada: "Así, pues, suframos entonces, hasta los
    últimos extremos. Huiré, huiré del infierno
    de la vida; me basto yo solo; y a esta idea me río de la
    fortuna de los hombres, y aun de la misma omnipotencia de Dios."
    Una clara encarnación de ideales que se consolidan en la
    soledad, en la misma ausencia de Dios: "Despunta el día,
    quizá para exasperar mis males. Dios no me oye. Me condena
    cada minuto a la agonía de la muerte, y me
    obliga a maldecir mis días…"

    La persecución, el exilio es otra forma de
    soledad, de lucha, de resistencia
    solitaria: "En aquel tiempo comenzaron a enfurecer las
    persecuciones en Venecia. No había leyes, sino tribunales
    arbitrarios; no acusadores ni defensores, sino espías de
    pensamientos, delitos
    nuevos, desconocidos para los mismos que eran castigados por
    ellos; y penas inesperadas, inapelables. Los mas sospechosos
    gemían encarcelados; los otros, aunque de antigua e
    inmaculada fama, eran arrancados de noche a su propia casa,
    sometidos a los esbirros, arrastrados hasta las fronteras y
    abandonados a la ventura, sin el adiós a sus
    prójimos, destituidos de todo socorro humano. Para
    algunos, al expatriación severa sin estas violencias e
    infamias, fue prueba de suma clemencia."

    El entrecruzamiento de los ideales y la soledad que
    prima en Jacopo da como resultado la impotencia: "Estos son,
    Italia, tus confines. Pero cada día los viola la avaricia
    pertinaz de las naciones. ¿Dónde están tus
    hijos? Nada te falta, excepto la fuerza de la
    concordia. Entonces daría por ti mi infeliz vida; pero,
    ¿qué puede ahora mi brazo único y mi
    solitaria voz?" Y para finalizar, Jacopo justifica su muerte de
    manera contundente haciendo referencia a esa impotencia frente a
    sus ideales, siempre abrazado a su soledad: "No he robado el pan
    de los huérfanos y a la viudas, no he perseguido al
    infeliz, no he cometido traición, no he abandonado al
    amigo, no he turbado la felicidad de los amantes, ni contaminado
    la inocencia, ni enemistado a los hermanos, ni postrado mi
    alma a las
    riquezas. He partido mi pan con el indigente, he confundido mis
    lágrimas del afligido, he llorado sobre las miserias de la
    humanidad. Si me hubieras concedido una patria, habría
    derramado mi sangre y me
    ingenio por ella; sin embargo, mi débil voz ha gritado
    valerosamente la verdad. Casi corrompido por el mundo (…) he
    buscado la virtud en la soledad."

    Sabemos que esta obra no escapa a las vinculaciones
    autobiográficas. Foscolo se entregó de lleno al
    entusiasmo político y poético, y es significativo
    el recuerdo que de él guardaba un amigo de entonces, Mario
    Pieri: "Asombraba verlo por las calles y los cafés,
    vestido con un raído y remendado abrigo verde, pero lleno
    de audacia, jactándose de su pobreza incluso ante quien no
    mostraba cuidarse de conocerla, y sin embargo mimado por mujeres
    de notoria nobleza y hermosura, y por todo el mundo". Obligado a
    abandonar el Reino itálico, se trasladó a
    Florencia, pero, cuando el Estado
    organizado por Napoleón comenzó a tambalearse, se
    reincorporó al ejército de aquel Reino de Italia en
    el que cifraba sus esperanzas de independencia.

    Cronológicamente Foscolo fue el poeta de la
    época que coincidió con la revolución
    y los años napoleónicos. Esta ubicación
    cronológica de Foscolo explica también la
    ubicación cultural. A sus espaldas estaba el siglo XVIII;
    pero ese siglo ya no representaba para él la Arcadia ni
    tampoco el racionalismo
    que había dominado en la primera mitad del siglo y que
    tantos habían conservado en su interior
    combinándolo de diversos modos con la cultura
    sensualista.

    Conclusión

    Los valores de la sociedad de comienzos del siglo XIX en
    Italia se desencuentran en la figura de Ortis y con su
    posición ante la vida. Ortis es, sin duda, la
    encarnación de los ideales de una época; es el gran
    ausente, una voz que grita su verdad ─atribulado por una
    pasión amorosa imposible– amalgamando pasión,
    patriotismo, libertad, justicia, rebeldía, paz,
    sinceridad, amor…

    Foscolo quiere mostrar, entre otras cosas, cómo
    siente un joven romántico en una Italia fragmentada,
    invadida, desunida y perdida. No hay más salida que la
    muerte para un ser que lo ha intentado todo. Si la verdad es solo
    propiedad de
    unos pocos que no son escuchados sino más bien
    perseguidos, ¿qué deben hacer?

    El hombre está condenado a la destrucción
    y en la muerte de Jacopo Ortis somos testigos de una
    destrucción individual en oposición a la colectiva.
    Participar en la batalla lo salva pero igualmente no alcanza:
    Foscolo mismo alza su voz al mundo, ruega, implora: No
    permitamos que nos maten.

    Bibliografía

    Aristóteles: Poética, Madrid,
    Editora Nacional, 1982

    Foscolo, U.: Ultimas carta de Jacopo
    Ortis
    . Buenos Aires,
    Editorial Tor, 1958.

    Molina, A.: Literatura Italiana. Madrid,
    Eumo-Octaedro, 2001

    Petronio, G.: Historia de la literatura italiana.
    Madrid, Cátedra, 1990.

    Trabajo realizado por

    Prof. Daniel Varela Bulla

    Universidad del Salvador

    Buenos Aires

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