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CRISTIANISMO BÁSICO




Enviado por jabreu




    INTRODUCCIÓN

    En el mundo contemporáneo, hay muchos que
    rechazan a la Iglesia de
    Jesucristo pero aceptan amigablemente la figura de Jesús
    de Nazaret. Son personas que se oponen a cualquier cosa que huela
    a institución; detestan "lo establecido", y rechazan a la
    Iglesia, no
    sin cierta justificación, porque la consideran
    intolerante, corrompida, mundana.

    Muchos que rechazan a la Iglesia no
    rechazan a Jesucristo mismo. La actitud
    crítica de tales personas se debe en gran medida a que ven
    una gran contradicción entre la vida, obra y
    enseñanzas del fundador del cristianismo y
    la actuación histórica de las Iglesias que dicen
    ser fundadas por él.

    Sin embargo, la persona y la
    enseñanza de Jesucristo no han perdido ni vigencia ni
    atractivo. Tales personas leen en los Evangelios cómo
    Jesucristo mismo se opuso a la institución religiosa
    judía de su tiempo. Y
    simpatizan con Él.

    Descubren que muchas de sus enseñanzas encierran
    principios
    revolucionarios, y, sobre todo, que Jesucristo
    incuestionablemente no sólo enseñó sobre la
    paz y el amor, sino
    que practicó lo que enseñó. Por eso sus
    ideales han permanecido incorruptibles a través de los
    siglos.

    Pero, ¿Cuál es la verdad
    sobre Jesucristo? Muchas personas dan por sentado que el cristianismo
    es la verdad; pero con el correr del tiempo deciden
    que es mejor echar por la borda la fe de la niñez en lugar
    de esforzarse por profundizar en el
    conocimiento y en la vivencia de ella.

    Muchas otras personas no crecen en ambientes cristianos,
    y en su lugar absorben enseñanzas metafísicas de la
    mal llamada "nueva era", del espiritismo, de las religiones estáticas
    de la India o del
    Lejano Oriente, del secularismo humanista, del consumismo
    capitalista o de las últimas modas religiosas de misterio
    o de filosofías existenciales.

    Pero si tales personas pudieran profundizar en su
    estudio sobre Jesucristo hallarían que éste sigue
    ejerciendo una fascinación impresionante. Por esta
    razón, en esta serie de estudios que exponemos en las
    páginas siguientes y que hemos titulado Cristianismo
    Básico
    , haremos un absoluto énfasis en la
    persona
    histórica de Jesucristo.

    Un hecho innegable es que fue un ser humano en toda la
    extensión de la palabra. Nació, creció,
    trabajó, sudó, descansó y durmió,
    comió y bebió, sufrió y murió como
    todo ser humano. Tuvo cuerpo, sentimientos y emociones
    verdaderamente humanas.

    Pero, la Biblia también enseña que
    Él fue, en algún sentido, Dios mismo:
    ¿Podemos creer también que Dios estaba en
    Jesucristo? ¿Hay evidencias que apoyen tan sorprendente
    afirmación de que el carpintero de Nazaret era
    también el Hijo Unigénito de Dios hecho
    carne?

    Esta es la pregunta fundamental. No podemos esquivarla.
    Y a tratar de responderla nos dedicaremos en nuestras
    reflexiones. Para ello, trataremos de estudiar y compendiar las
    ideas expuestas por el teólogo evangélico
    británico John R. Stott, cuya amplísima
    obra, desconocida en gran parte de América
    Latina, trataremos de adaptar apropiadamente,
    acomodándolo a nuestra realidad hispanoamericana y a
    nuestros lectores de hoy.

    "EN EL PRINCIPIO
    DIOS…"

    "En el principio
    Dios
    …" son las primeras palabras de la Biblia.
    Son algo más que la introducción al libro de
    Génesis o la narración de la Creación. Estas
    palabras son la llave que abre nuestra comprensión de toda
    la Biblia. Ellas nos revelan que la Biblia es la historia de la iniciativa de
    Dios.

    Por definición, toda religión es el
    intento humano para buscar, acercarse y tratar de agradar a Dios.
    Pero la Biblia no nos habla de religión; nos habla
    de un Dios que ha tomado la iniciativa para buscar al hombre.

    Dios es quien ha dado el primer paso; antes de que
    el hombre
    existiera e intentara buscarlo, ya Dios había salido en su
    búsqueda. La Biblia no nos muestra al
    hombre
    tanteando por encontrar a Dios, sino a Dios saliendo de sí
    mismo para encontrar al hombre.

    Muchos tienen la idea de un Dios sentado en su trono,
    distante, separado, desinteresado e indiferente a las necesidades
    de los hombres, esperando hasta que los continuos gritos de
    éstos lo saquen de su profundo sueño para
    intervenir en su favor. Este concepto es
    falso, pero, ampliamente extendido.

    La Biblia revela a un Dios que toma la iniciativa, se
    levanta, deja su gloria, se rebaja, se humilla para buscar al
    hombre mucho
    antes de que a éste, que se encuentra envuelto en la
    oscuridad y hundido en el pecado, se le ocurra intentar volverse
    a Él.

    Esta actividad soberana de Dios se revela en varias
    maneras. Dios tomó la iniciativa en la Creación:
    "En el principio Dios creó los cielos y la tierra".
    Dios tomó la iniciativa de darse a conocer, de revelarse
    al hombre: "En
    tiempos antiguos Dios habló a nuestros antepasados muchas
    veces y de diversas maneras, por medio de los profetas; y ahora,
    en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio de su
    Hijo
    " (Carta a los
    Hebreos 1:1-2).

    Dios también tomó la
    iniciativa para salvar al hombre, porque "Dios estaba en
    Cristo reconciliando al mundo consigo mismo". "Dios… ha venido
    a nosotros y nos ha salvado
    " (Lucas
    1:68).

    Ésta es una síntesis del mensaje de la
    Biblia: Dios creó, Dios habló, Dios actuó.
    Ésta es toda la revelación bíblica. El
    cristianismo
    bíblico no es una religión, porque
    simplemente no es el producto del
    pensamiento
    humano. Es la revelación de que Dios habló y
    actuó en la figura histórica de
    Jesucristo.

    Si Dios habló, Jesucristo es la Palabra
    más grande pronunciada por Dios. Si Dios actuó,
    actuó en Jesucristo. Dios dijo algo, Dios hizo algo, el
    cristianismo
    no es simple piadosa palabrería humana. Tampoco es una
    colección de dichos de sabios o de leyes morales y
    religiosas.

    DIOS HA HABLADO

    El cristianismo
    es Cristo
    , una persona, no una
    religión;
    no es un catálogo de reglamentos morales. Es un Evangelio,
    es decir, una buena noticia; es la noticia de que Dios
    habló y actuó en Jesucristo para la
    redención del hombre.

    La fe bíblica no es una invitación al
    hombre para que haga algo para Dios; es la invitación para
    que el hombre
    reciba lo que Dios ya ha hecho por y para el
    hombre.

    El ser humano es insaciable en su búsqueda del
    saber. Su mente está estructurada de tal modo que nunca
    puede permanecer en reposo. Siempre busca lo desconocido, sin
    tregua ni descanso. Nunca se cansa de preguntar, como los
    niños, ¿Por qué?

    Sin embargo, cuando la mente humana empieza a
    preocuparse de Dios, se queda perpleja. Tantea en la oscuridad.
    Tropieza. Esto no debería extrañarnos, porque Dios
    es infinito, y nosotros criaturas finitas. Dios está
    totalmente fuera de nuestro alcance.

    Por consiguiente, nuestra mente no puede ayudarnos en
    este particular, no puede subir hasta la mente infinita de Dios;
    no hay escaleras, ni grandes ni chiquitas, para subir hasta la
    mente infinita de Dios. Entre Dios y los hombres sólo hay
    un vasto e inmensurable océano.

    Esta situación hubiera permanecido así
    eternamente, si Dios no hubiera tomado la iniciativa para
    remediarla. El hombre
    sería sin duda un adorador, un ser religioso, porque en su
    naturaleza
    está ser religioso, pero en todos sus altares
    estaría la inscripción que Pablo encontró en
    Atenas: "Al Dios no conocido"

    Pero, Dios ha hablado. Ha tomado la iniciativa de
    darse a conocer a sí mismo. Dios ha descubierto ante
    nuestra mente lo que de otro modo hubiera permanecido encubierto,
    escondido, porque sólo una parte de la revelación
    de Dios la encontramos en la naturaleza:

    "Los cielos cuentan la gloria de Dios; de su
    creación nos habla la bóveda celeste"
    (Salmo
    19:1)Pues, "lo invisible de Dios puede conocerse por medio de
    las cosas que Él ha hecho
    " (Romanos 1:19).

    Esta revelación natural sólo hace que
    el hombre
    conozca de la existencia, del poder y de la
    gloria de Dios. Pero si el ser humano quiere conocer
    personalmente a Dios y entrar en comunión personal con
    Él necesita otra clase de revelación.

    Esta revelación debe incluir su santidad, su
    amor y su
    poder para
    salvar del mal y del pecado. Y esta es la revelación que
    Dios nos ha dado de sí mismo en La Biblia, a través
    de la historia: de
    Israel, en el
    Antiguo Testamento, y de la Iglesia, en el
    Nuevo.

    La revelación que Dios hizo de sí mismo
    tuvo su máxima expresión en la persona, vida,
    obra y enseñanza de Jesucristo. El modo en que La Biblia
    explica y describe esta revelación es diciendo: "Dios
    ha hablado
    ". Cuando alguien habla llegamos a saber
    cómo es, qué piensa: "Habla, y te diré
    quién eres", dice un refrán popular. Si es
    absolutamente verdadero el deseo de los hombres de comunicarse
    entre sí, es tanto más verdadero el hecho de que
    Dios desea comunicar su pensamiento
    infinito a nuestras mentes finitas. Pero, jamás
    hubiéramos conocido a Dios si Él no hubiera
    revestido su pensamiento
    con palabras.

    Así es como habla La Biblia, con palabra humana.
    La Palabra de Dios fue revelada a los Profetas hasta que vino
    "aquel que es la Palabra", Jesucristo mismo. "Y el
    Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros
    ", por un
    poco de tiempo, "y
    vimos su Gloria"
    (Evangelio de Juan 1:14-18).

    El hombre no
    llega a conocer a Dios por medio de su propia sabiduría,
    sino por La Palabra de Dios; es decir, de "su mensaje". No por
    medio de la razón humana sino por la revelación que
    Él ha hecho de sí mismo.

    Una buena parte de la controversia entre la ciencia y
    la fe ha surgido porque no se tuvo en cuenta este punto de vista.
    El método
    científico no es adecuado en la esfera de lo
    espiritual.

    El pensamiento
    científico avanza empleando la observación y el experimento. Opera con los
    datos e
    informaciones que le suplen los cinco sentidos. Pero en el
    terreno de lo espiritual no hay datos
    inmediatamente disponibles.

    Hoy, Dios no es tangible, visible o audible; sin
    embargo, hubo un tiempo en que
    Él tuvo a bien hablar y revestirse de un cuerpo que
    podía verse, oírse y palparse.

    Así lo afirma el apóstol Juan: "Les
    escribimos de aquello que ya existía desde el principio,
    de lo que hemos oído y hemos visto con nuestros propios
    ojos; pues lo hemos mirado y lo hemos tocado con nuestras
    manos
    " (I de Juan 1:1).

    DIOS HA ACTUADO

    Pero, el mensaje del Evangelio no está limitado
    por la declaración del hecho de que Dios ha hablado. La
    Biblia muestra en forma
    rotunda y contundente que Dios también ha actuado.
    Dios tomó la iniciativa debido al doble carácter de
    la necesidad humana. No sólo somos ignorantes, somos
    también débiles y frágiles
    pecadores.

    Por eso no es suficiente que Dios haya visitado nuestra
    ignorancia, revelándose a Sí mismo. Él tuvo
    que tomar también la iniciativa de actuar para salvarnos
    de nuestra débil condición de pecadores.

    La historia de esta
    salvación comenzó con el llamamiento de Abraham,
    desde Ur de los Caldeos, para hacer de él y de sus
    descendientes una gran nación, a la cual liberó de
    la esclavitud en
    Egipto,
    haciendo un pacto o alianza con ellos en el Monte Sinaí, y
    los dirigió a través del desierto hasta la
    "Tierra
    Prometida" , guiándolos y enseñándolos como
    Pueblo suyo propio.

    Pero todo esto era simplemente una preparación
    para la obra mayor de Redención. Los hombres necesitaban
    ser liberados no de la esclavitud de
    Egipto o del
    destierro babilónico, sino del exilio y la esclavitud del
    pecado y de la
    muerte.

    Para esto vino Jesucristo, el "Dios-En-Carne", el
    "Dios-Con-Nosotros": "Y llamarás su Nombre
    Jesús, porque Él salvará a su pueblo de sus
    pecados
    " (Mateo 1:21). "Palabra fiel y digna de ser
    creída por todos: que Cristo Jesús vino al mundo
    para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero"

    (I Timoteo 1:15).

    "Porque el Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar
    lo que estaba perdido
    " (Lucas 19:10).

    Es la historia del pastor que
    perdió una de sus ovejas de su rebaño, y
    salió a buscarla por los montes hasta que la
    encontró (Lucas 15:3-7). La fe cristiana es un mensaje de
    salvación. En ninguna de las religiones del mundo hay
    algo que pueda compararse con el mensaje de un Dios que ama,
    sale, va en busca de un mundo de pecadores perdidos, se humilla y
    muere por él. Esto es el cristianismo.

    Dios habló. Dios actuó. El relato e
    interpretación de estas palabras y actuación
    divinas se encuentran en La Biblia. Pero, para muchas personas,
    allí está y allí debería
    quedarse.

    Para muchos, lo que Dios dijo e hizo pertenece al
    pasado, a la historia. No han permitido
    que estas palabras y estos hechos pasen de la Biblia a la vida,
    de la historia a la experiencia personal. Si Dios
    ha hablado, ¿hemos acaso escuchado su Palabra? Si Dios ha
    actuado, ¿de qué nos ha beneficiado lo que
    Él hizo?

    Frente a esto, ¿qué debemos hacer? Es
    necesario poner énfasis en lo siguiente: Dios nos ha
    buscado, todavía sigue buscándonos. Nosotros
    tenemos también que buscar. En efecto, la queja que Dios
    tiene contra el hombre es
    que éste no lo busca:

    "Dice el necio en su corazón:
    no hay Dios. Se han corrompido, hacen obras despreciables, no hay
    quien haga lo bueno. Dios miró desde los cielos sobre los
    hijos de los hombres, para ver si había algún
    entendido que buscara a Dios. Todos se desviaron, a una se han
    corrompido. No hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera
    uno"
    (Salmo 14:1-3).

    Y sin embargo, Jesucristo prometió: "Busquen y
    encontrarán"
    . Dios desea ser hallado, pero lo
    será únicamente de aquellos que lo buscan. Tenemos
    que buscar con diligencia, como la mujer que
    revolvió toda su casa hasta encontrar la moneda
    perdida.

    El problema que tenemos entre manos es muy serio, y
    tenemos que aplicarnos en cuerpo y alma a la búsqueda,
    porque Dios recompensa a los que lo buscan,

    Tenemos que buscar humildemente. Si para algunos, la
    apatía y la negligencia son impedimentos, para muchos el
    orgullo es el estorbo más común y mayor. Es preciso
    admitir con toda humildad que nuestra mente finita es incapaz de
    descubrir a Dios por su propio esfuerzo, sin la ayuda de la
    revelación que Él ha dado de Sí
    mismo.

    Esto no quiere decir que debemos renunciar a nuestro
    pensamiento
    racional; al contrario, Dios no quiere que seamos como el mulo
    sin entendimiento. Tenemos que usar nuestra mente, pero sabiendo
    nuestras limitaciones. Por eso Jesucristo mismo dijo:

    "Te alabo Padre, Señor del Cielo
    y de la Tierra,
    porque escondiste estas cosas de los sabios y de los entendidos,
    y las revelaste a los niños. Sí, Padre, porque
    así te agradó".
    (Mateo
    11:25).

    Esta es una de las razones por las que Jesús
    amó a los niños, porque son enseñables; no
    son orgullosos ni auto-suficientes. Para buscar y encontrar a
    Dios tenemos que poseer la mente abierta, humilde y receptiva de
    los niños.

    Tenemos que buscar honradamente. Al acer-carnos a
    la revelación de Dios debemos hacerlo libres de
    prejuicios, con una mente abierta. Muchos se acercan a la Biblia
    con juicios ya preconcebidos; pero la promesa de Dios es para los
    que le buscan con sinceridad: "Uds. me buscarán y me
    hallarán, porque me buscarán de todo corazón".

    Para buscar y encontrar a Dios no sólo tenemos
    que dejar a un lado los prejuicios y abrir nuestra mente, sino
    que debemos buscarlo obedientemente. Esta es la condición
    más difícil de llenar.

    No sólo tenemos que estar preparados para revisar
    nuestras ideas sino también para transformar y cambiar
    nuestra vida. El mensaje cristiano es un desafío
    ético. Si el cristianismo es la verdad, tenemos
    también que aceptar su radical desafío
    ético.

    Dios no es un objeto que el hombre
    pueda analizar fríamente. Uno no puede colocar a Dios en
    el extremo de un telescopio o de un microscopio y
    exclamar: ¡Oh, que interesante!". Dios no es intere-sante,
    es perturbador, trastornador, incómodo.

    Esto es lo que Jesucristo quiso decir cuando,
    dirigiéndose a ciertos judíos incrédulos,
    les dijo: "El que quiera hacer la voluntad de Dios,
    conocerá si la doctrina es de Dios o si yo hablo por mi
    propia cuenta".

    La promesa es clara, y significa que podemos saber si la
    doctrina cristiana es verdadera o falsa. Pero esta promesa
    descansa sobre la base de un compromiso ético: buscar la
    verdad para cambiar nuestro modo de vivir.

    Tenemos que estar dispuestos no sólo a creer sino
    a obedecer. Tenemos que estar preparados para obedecer la
    voluntad de Dios cuando Él nos la dé a
    conocer.

    Hay muchos que dicen que han dejado de ir a la Iglesia porque
    ya no pueden repetir el Credo Apostólico sin sentirse
    hipócritas. Pero cuando a tales personas uno les dice: "Si
    yo pudiera contestar a plena satisfacción todas sus dudas,
    ¿estarían Uds. dispuestos a cambiar su modo de
    vivir? Entonces se sonríen, un tanto avergonzados, porque
    saben que el problema no es intelectual sino
    ético.

    Este es el espíritu que mueve esta serie de
    reflexiones. Debemos dejar de lado la apatía, la
    negligencia, el orgullo, el prejuicio y nuestro estilo de vida,
    para buscar a Dios a pesar de las consecuencias.

    Reconocemos que las condiciones más
    difíciles de vencer son los prejuicios intelectuales y la
    rebeldía ética y
    moral. Ambas
    son expresiones del temor, y el temor es el peor enemigo de la
    verdad. El temor paraliza la búsqueda.

    A DIOS PODEMOS BUSCARLO

    Sabemos que la búsqueda y el encuentro de Dios, y
    la aceptación de Jesucristo como Señor y Salvador
    suponen una experiencia exigente. Suponen la re-evaluación
    de la totalidad de nuestra vida y el reajuste de la totalidad de
    nuestro modo de vivir.

    La combinación de nuestra cobardía
    intelectual y ética es
    lo que nos hace vacilar. No encontramos porque no buscamos. No
    buscamos porque no queremos encontrar.

    Así, pues, estimado lector, te pido que te abras
    a la posibilidad de que puedas estar equivocado. Podría
    ser que Cristo sí sea la Verdad, tal como Él lo
    dijo. Te invito a que te conviertas en un investigador sincero de
    la verdad; en un buscador diligente, humilde, honrado y, sobre
    todo, obediente a Dios.

    Acude a la Biblia, el Libro que dice
    ser la Revelación de Dios; lee los Evangelios, y dale a
    Jesucristo la oportunidad de confrontarte y autenticarse ante
    ti.

    Acude a Él con el libre y pleno
    consentimiento de tu voluntad, dispuesto a creer y, sobre todo, a
    obedecer a Dios, si Él te convence.

    ¿Por qué no puedes darte el trabajo de
    leer los Evangelios? Podrías leerlos despacio, con
    detenimiento, pero como un buscador sincero de la verdad. Puede
    que no creas que Dios exista; pero, piensa que si en verdad
    existe y Dios trae a tu mente una convicción firme de que
    Jesucristo es el único camino que conduce a la
    salvación, entonces debes estar en condición de
    confiar en Él y de entregar tu vida a Él,
    reconociéndolo como tu Salvador personal y
    siguiéndolo como tu Señor.

    ¿DÓNDE DEBO BUSCAR?

    Tal vez quieres hacerte la siguiente pregunta:
    ¿Dónde debo empezar la búsqueda de Dios?
    Déjame responderte diciéndote que el único
    lugar donde puedes encontrar a Dios no es una iglesia, ni una
    religión,
    ni una filosofía: ¡es en una persona¡

    Para encontrar a Dios es imprescindible empezar
    con la persona histórica de Jesús de Nazaret.
    Porque, si Dios habló, si Dios actuó, lo hizo
    entera, absoluta y finalmente en Jesucristo. Porque, a fin de
    cuentas, la
    pregunta crucial es ésta: ¿ Es realmente el
    carpintero de Nazaret lo que la Biblia dice que es? ¿Es
    Jesucristo realmente verdadero Dios y verdadero hombre? De la
    respuesta a esta pregunta depende absolutamente todo lo
    demás.

    Porque el cristianismo es Jesucristo: su persona y su
    obra son la roca fundamental sobre la cual se construye la fe
    cristiana. Si Jesucristo no es lo que él dijo que era, si
    Jesucristo no realiza la obra para la cual él
    declaró que había venido a este mundo, entonces
    todo eso que llamamos fe cristiana o cristianismo, toda esa
    imponente estructura
    teológica, eclesial, intelectual, histórica,
    cultural, material, que llamamos cristianismo, se
    derrumbaría estrepitosamente por el suelo.

    Cristo es el único centro de la fe cristiana.
    Todo lo demás es circunferencia. Si quitamos a
    Jesús de Nazaret del centro del cristianismo simplemente
    lo que quedaría es un cascarón vacío. No
    quedaría absolutamente nada. Si quitáramos a la
    persona de Cristo del centro de la fe cristiana, seríamos,
    como dijo el Apóstol Pablo: " Los más dignos de
    lástima de todos los hombres"
    ( I Corintios
    15:19).

    LAS PRETENSIONES DE JESUCRISTO

    El Nuevo Testamento demuestra que Jesucristo tuvo una
    relación con Dios única, eterna y esencial, la cual
    ninguna otra persona humana tuvo ni antes ni después de
    Él. La doctrina unánime de la Biblia es que
    Jesucristo es una persona histórica que poseyó en
    sí mismo, en una forma perfecta y distinta, la naturaleza divina
    y la naturaleza
    humana, de un modo absoluto y único.

    Jesucristo no era un disfraz humano de Dios, ni tampoco
    un hombre con cualidades divinas. Era Dios-hombre. Solo
    existiendo en esta forma tiene sentido su exigencia de ser
    adorado, y no simplemente admirado.

    Una de las características más sobresaliente de
    la enseñanza de Jesucristo es que él habla
    frecuentemente de sí mismo. Ciertamente
    enseñó sobre la paternidad de Dios, sobre el Reino
    de Dios. Pero esto sólo sería una bella
    enseñanza de un maestro religioso más si a esta
    enseñanza no la hubiera seguido su rotunda
    afirmación de que quien lo había visto a él,
    había visto a Dios mismo (Juan 14:1-11) y de que la
    entrada al Reino de Dios dependía de la actitud de los
    hombres frente a él mismo. Por eso nunca vaciló al
    referirse al Reino de Dios como "mi Reino".

    Lo que desconcierta, entonces, de la enseñanza de
    Jesús es su carácter profundamente centrado en su
    propia persona, lo cual lo coloca en abierto contraste con todos
    los demás maestros religiosos que han existido en el
    mundo. Estos grandes maestros religiosos o de sabiduría se
    borran a sí mismos.

    En cambio
    Jesús se colocó a sí mismo en el mero centro
    de su enseñanza. Los maestros de religión o de
    filosofía suelen decir: "Allí está la
    verdad, Uds. deben seguirla". En cambio,
    Jesucristo afirmó sorprendentemente: "Yo soy la
    verdad
    : Uds. deben seguirme a mí".
    Ningún fundador de religiones, ni de escuela
    filosófica, en el mundo se atrevió a tal
    afirmación.

    En la enseñanza de Jesús el pronombre de
    primera persona singular se repite constantemente. Veamos algunos
    ejemplos: "Yo soy el pan de vida, el que viene a mí,
    nunca tendrá hambre. Yo soy la luz del mundo; el
    que me sigue tendrá la luz de la vida.
    Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en
    mí, aunque esté muerto vivirá. Yo soy el
    camino, la verdad y la vida. Vengan a mí todos los que
    estén cansados que Yo les daré descanso, y aprendan
    de mí".

    Aún más sorprendente es que Jesús
    afirmó que Abraham se había alegrado porque vio su
    día; que Moisés había escrito sobre
    Él, y que toda la Escritura daba
    testimonio sobre Él; que la Ley, los Salmos y
    los Profetas hablaban de Él.

    Un día sábado, cuando Jesús se
    presentó en la Sinagoga de Nazareth, y leyó un
    pasaje del Profeta Isaías, cap. 6:1-2, que dice: "El
    Espíritu de Dios está sobre mí, porque me ha
    consagrado para dar buenas nuevas a los pobres
    ", los ojos de
    todos estaban fijos en Él, y se quedaron asombrados, sin
    dar crédito
    a lo que escuchaban cuando pronunció estas sorprendentes
    palabras: "Hoy mismo se ha cumplido esta Escritura
    delante de Uds
    ."; lo que Jesús quiso decir fue: "Esto
    es lo que Isaías escribió de mí".

    Por eso no debemos sorprendernos que Jesús no
    llamó a los hombres para que siguieran un conjunto de
    verdades; los llamó para que lo siguieran a Él.
    Cuando les dijo. "Vengan a mí", no les estaba
    cursando una invitación, les estaba dando una orden:
    "Síganme".

    Alguien podría decir: ¡Caramba, esas son
    pretensiones totalitarias". ¡Claro que sí!
    Absolutamente totalitarias. Sólo Dios mismo podría
    tener tales pretensiones. Jesucristo tenía plenos derecho
    de tener tales pretensiones totalitarias.

    No sólo había que creer en Él, sino
    que sus discípulos tenían que amarlo a Él
    por encima de cualquier otro amor en la
    vida. Sólo Dios podía exigir tal clase de amor absoluto:
    "amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón,
    con todas tus fuerzas y con toda tu mente
    ". Este fue la clase
    de amor que
    Jesucristo exigió para sí mismo a sus
    discípulos. Sólo siendo Dios puede esto tener
    sentido.

    En las páginas anteriores hemos afirmados que las
    pretensiones de Jesucristo fueron absolutas, totalitarias, y que
    sólo Dios podía tener tales pretensiones. Pero lo
    más notable de este hecho es que tales pretensiones fueron
    mantenidas por alguien que insistió en que todos los
    hombres debían ser humildes, que reprendió a los
    discípulos porque buscaban su propio engrandecimiento y
    deseos de grandeza.

    Acaso ¿tenía Jesús normas distintas
    para sí mismo? No. Sus pretensiones correspondían
    exactamente con lo que Él era. Jesucristo siempre
    practicó lo que enseñó. Él dijo que
    era manso y humilde, y sin embargo reclamó para sí
    mismo el título de Mesías, conforme a las
    expectativas formadas en el Antiguo Testamento.

    Es evidente que Jesús se consideró el
    Mesías prometido a Israel, y su
    ministerio lo consideró como el cumplimiento de todas las
    profecías mesiánicas del Antiguo Testamento.
    Afirmó rotundamente que había venido para
    establecer el Reino de Dios en la tierra.
    Empezó su ministerio público afirmando que todos
    los tiempos proféticos se habían cumplido en
    Él y que en Él el Reino de Dios se había
    acercado a los hombres.

    Jesucristo adoptó el título de "Hijo del
    Hombre", título mesiánico derivado del Profeta
    Daniel. Cuando el Sumo Sacerdote judío le preguntó
    si Él era el "Hijo de Dios", aceptó esta
    designación con absoluta normalidad. También
    interpretó su misión a
    la luz de la figura
    del Siervo Sufriente que aparece en la última parte del
    libro del
    profeta Isaías.

    Todo el ministerio de Jesucristo resalta esta
    pretensión mesiánica. En cierta ocasión les
    dijo a sus discípulos, en privado, "Felices los que ven
    con sus ojos lo que ustedes están viendo; porque les digo
    que muchos profetas y reyes quisieron ver esto que Uds. ven, pero
    no lo vieron; quisieron oír lo que ustedes oyen, pero no
    lo oyeron"
    (Lucas 10:23-24).

    Pero la pretensión más radical que Cristo
    hizo para sí mismo no se refiere a su mesianismo, sino a
    su deidad. Jesucristo pretendió ser el Hijo de Dios por su
    relación eterna y única que mantuvo con el Padre.
    Constantemente habló de esta íntima relación
    que mantuvo con Dios como su Padre.

    Esta asociación íntima con Dios la mantuvo
    desde su más temprana edad, cuando sorprendió a sus
    propios padres mostrándoles un celo insobornable por los
    asuntos de su Padre celestial (Lucas 2:9). Al inicio de su
    ministerio público hizo afirmaciones como estas: "Mi
    Padre hasta ahora trabaja, y Yo también". "Yo y el Padre
    somos uno". "Yo estoy en el Padre, y el Padre está en
    mí" (
    Juan 5:17; 10:30; 14:11).

    Es verdad que Jesucristo enseñó a los
    discípulos a dirigirse a Dios como "Padre", pero su
    relación con Dios como Padre era tan distinta a la
    nuestra, que se vio obligado a distinguirse llamándolo
    "Mi Padre".

    Después de la resurrección, le dijo a
    María Magdalena: "Subo a donde está Mi Padre y
    Padre de ustedes
    "; no le dijo: "Subo a donde está
    "nuestro" Padre"
    .

    La indignación que Jesús provocó
    entre los judíos comprueba que Él pretendió
    tener una relación exclusiva e íntima con Dios.
    Elos dijeron de Él: "Se ha hecho Hijo de Dios"(Juan
    19:7). Tan absoluta era esta identificación, que para
    Él era totalmente natural comparar las actitudes de
    los hombres hacia Él y hacia Dios mismo; por eso dijo que:
    Conocerlo a Él era conocer a Dios. Verlo a Él
    era ver a Dios. Creer en Él era creer en Dios. Honrarlo a
    Él era honrar a Dios.

    Jesucristo estaba tan consciente de que Él
    tenía una relación especial con Dios, que en su
    controversia con los judíos les dijo: "En verdad les
    digo, que el que cree lo que Yo digo, nunca
    morirá"
    .

    Esto resultó demasiado para sus críticos,
    quienes le replicaron: "Abraham y todos los profetas murieron,
    ¿acaso eres tú más que nuestro padre
    Abraham? ¿Quién eres tú?
    Jesús
    les respondió: "Abraham, el antepasado de ustedes, se
    alegró porque iba a ver mi día
    ".

    Los judíos se quedaron perplejos:
    "Todavía no tienes ni 50 años, y dices que has
    visto a Abraham?".
    Entonces Jesús les respondió
    con una de las afirmaciones más asombrosas que
    jamás hizo: "En verdad les digo, que desde antes de que
    Abraham existiera, Yo Soy"
    (Juan 8:51-58). Entonces tomaron
    piedras para matarlo, porque consideraron que había
    blasfemado contra Dios. ¿Por qué lo consideraron
    blasfemo? Porque Jesús no dijo que Él
    "existía" antes que Abraham; Él dijo: "Yo
    Soy"
    .

    En la lengua hebrea,
    estas palabras son las mismas usadas para designar el Nombre de
    Dios revelado a Moisés desde la zarza ardiente: "Yo Soy
    el que Soy".
    Este fue el título que Jesús
    tomó para sí mismo con la más absoluta
    naturalidad. Por eso los judíos quisieron matarlo, porque
    entendieron que Él se estaba llamando a sí mismo:
    "Yo Soy el que Soy"; es decir, DIOS.

    Otro ejemplo profundamente impactante de esta
    pretensión divina, lo tenemos cuando después de la
    resurrección, Jesús se aparece a los
    discípulos, y el incrédulo Tomás está
    entre ellos. Jesús lo invitó para que metiera los
    dedos en sus heridas, y Tomás, sobrecogido de
    admiración le gritó: "Mi Señor y mi
    Dios
    ". Jesús aceptó tranquilamente tal
    designación; censuró a Tomás por su
    incredulidad, pero ni una sola palabra de reproche por haberlo
    llamado Dios, ni por haberlo adorado postrado de rodillas ante
    Él.

    Esta pretensión de ser Dios mismo se muestra en
    numerosos testimonios durante todo su ministerio público.
    En muchas ocasiones ejerció funciones que
    sólo se correspondía a Dios. Así, por
    ejemplo, asumió la prerrogativa de perdonar
    pecados
    .

    La primera fue cuando un grupo de
    amigos le trajeron a un paralítico, tendido en una cama y
    lo bajaron por el techo. Jesús vio la necesidad física, pero
    sorprendió a todo el mundo diciéndole al
    paralítico: "Hijo, tus pecados quedan perdonados"
    (Marcos 2:1-12). En otra ocasión, una mujer de mala
    reputación se acercó a dónde estaba
    Jesús cenando con un fariseo, y, colocándose
    detrás de Jesús, lavó sus pies con sus
    lágrimas y los secó con sus cabellos, y luego los
    ungió con un costoso ungüento perfumado, y
    Jesús le dijo: "Tus pecados te son
    perdonados"
    .

    En ambas ocasiones, los presentes arrugaron el rostro y
    se preguntaron: "¿Quién es este hombre?
    ¿Qué blasfemia es ésta? ¿Quién
    puede perdonar pecados sino sólo Dios?"

    Las preguntas estaban bien formuladas y justificadas,
    porque sólo Dios podía perdonar las ofensas
    cometidas contra Él. Jesucristo estaba haciendo
    exactamente eso: perdonando los pecados cometidos contra Dios.
    Sólo siendo Dios podía esto tener
    sentido.

    Igual de atrevida fue su pretensión de que
    Él tenía poder para
    otorgar la vida. Él se llamó "El Pan de
    vida
    ", y la resurrección y la vida. A los
    discípulos les dijo que Él era la savia que da vida
    a las ramas de la vid; y a la samaritana le dijo que Él
    era el agua de la
    vida. Dios es vida.

    En numerosas oportunidades Jesús se
    declaró dador de la vida. La vida es un enigma, ya sea
    física o
    espiritual. Su naturaleza es tan
    desconcertante como su origen. No sabemos ni siquiera definir lo
    que es ni de dónde viene. Sólo sabemos que la vida
    es un don de Dios. Y esto es precisamente lo que Jesucristo
    pretendió ser y otorgar: Él es el buen pastor que
    da su vida por las ovejas. Él declaró que
    tenía el poder de
    otorgar la vida a todo aquel a quien Él quisiera
    darla.

    Esta pretensión fue tan rotunda y contundente que
    esto fue lo que hizo que los discípulos no se separaran de
    Él. Cuando todos lo abandonaron, sus discípulos
    confesaron: "Señor, ¿a quién iremos? Tus
    palabras son palabras de vida eterna?
    (Juan 6:68).

    Pero Jesús no sólo pretendió ser la
    vida; también dijo que Él era la verdad. Lo que
    más impresionó a quienes lo escucharon, no fue
    tanto las verdades que enseñaba sino la forma como
    enseñaba. Sus contemporáneos quedaron impresionados
    por su sabiduría y decían:

    "Dónde aprendió este hombre todo esto?
    ¿Qué es esta sabiduría que se le ha dado?
    ¿No es este es el carpintero? ¿Cómo sabe
    éste tantas cosas sin haber estudiado?
    Y todos,
    impresionados por la autoridad con
    la que enseñaba, exclamaban: "¡Nunca nadie ha
    hablado como ese hombre! Y se admiraban de cómo les
    enseñaba, porque les enseñaba con autoridad"

    (Marcos 6:3; Mateo 7:28-29).

    Si la autoridad de
    Jesús no era como la de los demás maestros de la
    Ley ni como la
    de los profetas antiguos, ¿de dónde le venía
    tal autoridad?
    Jesús no predicó diciendo: "Así dice
    Jehová-Dios"; Él enseñaba diciendo:
    "Así digo Yo". Su autoridad no
    era derivada sino propia.

    Es cierto que Él enseñaba lo que Su Padre
    le había ordenado enseñar, pero Él estaba
    absolutamente convencido de que Él era el órgano
    inmediato y final de la revelación de Dios. Nunca
    titubeó. Nunca se disculpó. Nunca se contradijo.
    Nunca se corrigió. Nunca modificó lo que
    había dicho. Habló cómo habló Dios
    mismo en el Antiguo Testamento.

    Habló del futuro con absoluta convicción.
    Estableció nuevos mandamientos y nuevas normar morales en
    la misma forma como las estableció Dios en los Diez
    Mandamientos. Afirmó que sus palabras eran eternas como la
    Ley, y que el
    destino personal de sus
    oyentes (o lectores) dependía de cómo respondieran
    a sus palabras, tal como el destino del Israel antiguo
    dependería de cómo respondieran a la Palabra de
    Dios mismo.

    Pero Jesús fue aún más atrevido. El
    afirmó que Él tenía autoridad para juzgar
    al mundo
    . Esta es su afirmación más
    extraordinaria. En sus parábolas enseñó que
    Él volverá al final de la historia para juzgar al
    mundo. Dijo que el día del juicio final será
    postergado hasta que Él regrese. Él mismo
    resucitará a los muertos y todas las naciones se
    postrarán delante de Él. Y Él será
    quien juzgue a todas las naciones.

    Pero no solamente esto nos asombra. Él
    afirmó que el juicio a las naciones dependerá de la
    actitud que
    los hombres hayan tenido para con sus "hermanos más
    pequeños", que son sus discípulos, y de cómo
    hayan respondido a sus enseñanzas. Aquellos que lo hayan
    reconocido delante de los hombres Él los reconocerá
    delante de Dios. A los que lo hayan negado delante de los
    hombres, Él les dirá: "Apártense de
    mí; nunca les conocí"
    . Semejante predicador, o
    era Dios mismo o debió haber sido llevado ante
    algún psiquiatra.

    LOS MILAGROS: DRAMATIZACIÓN DE LAS
    PRETENSIONES DE JESUCRISTO

    En las anteriores páginas, hemos considerado las
    extraordinarias pretensiones de Jesucristo: ser la vida, la
    verdad, perdonar los pecados, ser juez del mundo, etc. Nos queda
    por considerar lo que podríamos llamar la
    dramatización
    de tales pretensiones: sus
    milagros.

    Es imposible aquí analizar a fondo la posibilidad
    o el propósito de los milagros. Debemos señalar que
    el verdadero valor de los
    milagros no es tanto su naturaleza como el significado
    espiritual, porque los milagros son "signos", "señales" de
    una realidad más trascendente.

    Sus milagros nunca fueron realizados por motivos
    egoístas, o por sensacionalismos carentes de sentido.
    Jesús nunca hizo un milagro para hacer alarde de su
    poder ni para
    exigir que se le sometieran. Los milagros son ilustraciones de su
    autoridad espiritual; son parábolas dramatizadas,
    actuadas, para mostrar visiblemente todas las pretensiones de las
    que hemos hablado. Es decir, sus obras dramatizan sus
    palabras.

    El evangelista Juan comprendió profundamente esta
    verdad; por eso construyó el Cuarto Evangelio, en torno a siete
    "señales", seleccionadas con un propósito bien
    definido (Evangelio de Juan 20:30-31). Juan asoció cada
    una de estas "señales" a una declaración
    pública de Jesús que comienza con las palabras "YO
    SOY".

    La primera "señal" que aparece en este Cuarto
    Evangelio es la transformación del agua en vino,
    en una boda en el pueblo de Caná de Galilea. En sí
    mismo, no parece ser un milagro muy "edificante", pero su
    significado está debajo de la superficie.

    El evangelista dice que en la casa había seis
    tinajas de las usadas para el agua de la
    "purificación". Esta es la clave para entender este
    milagro. El agua
    representaba la antigua religión
    judía, con sus leyes y ritos,
    con sus sacrificios de animales para
    buscar el perdón de Dios. El vino representaba el mensaje
    del Evangelio traído por Jesús.

    El significado es este: así como Jesucristo
    cambió el agua en
    vino, así el Evangelio superará a la antigua
    Ley de
    Moisés. De esta forma, Jesucristo demostraba que Él
    estaba autorizado para inaugurar un nuevo orden, una verdadera
    nueva era: la era del Espíritu, la era del Reino de Dios.
    Jesús estaba diciendo: "Yo Soy el Mesías". Y sus
    discípulos creyeron en Él.

    En otra ocasión, Jesús alimentó a
    cinco mil personas con la multiplicación de los panes. Con
    este milagro Jesús se proclama como "el Pan de vida" que
    puede saciar el hambre del corazón
    humano. Un poco más adelante, Jesús abrió
    los ojos a un hombre que había nacido ciego. Él
    había gritado públicamente: "Yo Soy la Luz del mundo".
    Con esta señal estaba enseñando que Él era
    capaz de abrir los ojos del corazón
    humano para que vieran quién era Él y lo
    reconocieran como Dios mismo.

    Finalmente, trajo de nuevo a la vida a uno que antes
    había estado muerto.
    Lázaro, su amigo, estaba muerto. Jesucristo había
    dicho: "Yo Soy la Resurrección y la Vida". Jesús
    resucitó a Lázaro como señal de que
    Él era la vida del creyente antes y después de
    la muerte.
    La muerte
    nunca podrá prevalecer sobre la fe en Jesucristo, porque
    quien esté unido a Él vivirá para
    siempre.

    Todos estos milagros eran parábolas: porque los
    seres humanos están hambrientos, ciegos y muertos
    espiritualmente, sólo Jesucristo puede satisfacer su
    hambre, restaurarles la vista y levantarlos a una nueva
    vida.

    En lo expuesto hasta ahora, hemos concluido afirmando
    que sólo Jesucristo puede llenar las ansias del corazón
    humano, restaurándonos la vista y llevándonos a una
    nueva experiencia de vida. Sus milagros no son otra cosa que
    parábolas de esta realidad espiritual. Es imposible
    eliminar de los Evangelios las pretensiones radicales y absolutas
    que el carpintero de Nazaret formuló sobre sí mismo
    y sobre su misión en
    el mundo.

    No es posible decir que estas pretensiones fueron
    inventadas por los evangelistas o que fueron exageraciones
    inconscientes, por cuanto no tenían precedentes que
    pudieran revelar en ellos tal grado de potencia
    imaginativa y las pretensiones resultan tan radicales que
    chocaban de frente con las concepciones religiosas de los
    evangelistas mismos.

    Además, tan absolutas pretensiones de
    Jesús se hallan distribuidas profusa y equitativamente en
    los cuatro evangelios y el retrato de Jesús que resulta de
    las narraciones presentadas por los evangelistas es demasiado
    consistente y equilibrado como para haber sido creado por la
    imaginación de humildes pescadores artesanales.

    Las pretensiones están allí. Alguien
    podría argumentar diciendo que por sí solas no
    constituyen una evidencia de la deidad de Jesús, que tal
    vez pudieran ser pretensiones falsas. Pero, las pretensiones
    están allí y es necesario encontrar alguna
    explicación. Porque no podríamos seguir
    considerando a Jesús como un gran maestro si estaba
    equivocado en alguno de los puntos capitales de su
    enseñanza, la más importante de todas: la
    enseñanza sobre sí mismo.

    Algunos eruditos han señalado que, humanamente
    hablando, existe en Jesús una especial
    "megalomanía", y que esta "megalomanía" nunca ha
    dejado de ser realmente perturbadora para todos los que se asoman
    sin prejuicios al Jesús retratado en los Cuatro
    Evangelios.

    Un cierto crítico señaló, y con
    razón, que "tales pretensiones en un mero hombre
    serían la expresión máxima de la
    megalomanía imperial". En efecto, en un simple mortal, las
    pretensiones expresadas por Jesús tendrían que ser
    consideradas como un signo de evidente locura.

    Sin embargo, como afirma también otro
    crítico: "la discrepancia que existe entre la profundidad,
    la cordura y la astucia de las enseñanzas de Cristo, por
    una parte, y la megalomanía que trasunta su
    enseñanza teológica, por otra parte, nunca ha sido
    superada completamente, a menos que Él sea
    Dios".

    ¿Acaso fue deliberadamente un impostor?
    ¿Trató de conseguir la adhesión de los
    hombres a sus puntos de vista asumiendo una autoridad divina que
    nunca tuvo? Es muy difícil creer esto. En la vida de
    Jesús, tal como está descrita en los Cuatro
    Evangelios, todo resulta ser transparente, diáfano,
    sencillo.

    Predicó fuertemente contra la hipocresía
    en otros, y fue absolutamente exigente y transparente para
    consigo mismo. Si hubiera sido un impostor habría salvado
    su vida simplemente plegándose a las expectativas que el
    pueblo tenía sobre el Mesías esperado por Israel. Pero
    Jesús fue absolutamente coherente consigo mismo y se
    negó a satisfacer las falsas expectativas despertadas en
    el pueblo. Esto no lo hace un impostor demagogo.

    ¿Estuvo acaso sinceramente equivocado?
    ¿Tenía una ilusión fija sobre sí
    mismo? Jesús no da nunca la impresión de poseer la
    anormalidad que uno espera descubrir en un iluso. El
    carácter de Cristo parece respaldar sus pretensiones. Y
    este es el terreno donde debemos seguir investigando.

    Siempre han existido pretendientes a la grandeza y a la
    divinidad. Los manicomios están llenos de enfermos que se
    creyeron Julio César, Napoleón o Jesucristo.
    Emperadores hubo que se creyeron divinos y fueron muertos por la
    lanza de uno de sus guardaespaldas. Nadie les creyó. Nunca
    tuvieron discípulos. No convencieron a nadie, porque nunca
    parecieron ser aquello que pretendieron ser. Su carácter
    no avaló nunca sus pretensiones.

    Con Cristo no sucedió lo mismo. Las convicciones
    que como cristianos tenemos acerca de Cristo reciben su fuerza por el
    hecho de que Él parece ser lo que pretende ser. Entre sus
    palabras y sus acciones nunca
    existió discrepancia. Indudablemente, para que alguien
    pudiera autenticar las pretensiones que Jesús
    manifestó necesitaría poseer un carácter
    extraordinario. Sólo Jesús de Nazaret puede
    presentar el carácter que nosotros aspiramos a encontrar
    en alguien radicalmente distinto de nosotros mismos.

    Es cierto que su carácter no prueba de manera
    concluyente que sus pretensiones fueran verídicas, pero
    las confirma definitivamente. Sus preten-siones fueron
    exclusivas. Su carácter es único en su
    género. Es tan único que nadie, ni sus predecesores
    ni sus seguidores, pueden comparársele. Jesús de
    Nazaret no pertenece al grupo de los
    "grandes de la historia". Podemos hablar de Alejandro el Grande,
    de Napoleón el Grande, de Bolívar el Grande, pero a
    Jesucristo tenemos que ponerlo aparte. Jesucristo no es Grande,
    Él es UNICO.

    Nada puede añadirse a su nombre. Él
    desafía todo análisis, confunde todos los cánones
    de la naturaleza humana. Bien podríamos decir que si
    Cervantes entrara en nuestra casa, nos pondríamos de pie
    para aplaudirle; pero si fuera Jesucristo quien entrara, todos
    caeríamos de rodillas para adorarle y besar el ruedo de su
    manto.

    La categoría de Jesús de Nazaret es
    única. No nos satisface decir que Él "es el hombre
    más grande que ha existido"; ni que es " el más
    excelso maestro jamás escuchado". Con Jesucristo no
    podemos usar términos comparativos, ni aun
    superlativos.

    En cierta ocasión vino a Él un hombre muy
    rico y piadoso, y le dijo: "Maestro bueno". Jesús
    le respondió: ¿Por qué me llamas bueno?
    No hay más que uno bueno, y ese es Dios
    ."

    ¡Exacto! Hubiéramos exclamado nosotros. No
    se trata de que Jesús haya sido mejor que los demás
    hombres, ni siquiera el mejor de todos los hombres. Jesús
    es Bueno en la exacta dimensión de la absoluta bondad de
    Dios mismo.

    La trascendencia de esta absoluta pretensión debe
    ser puesta en evidencia. Todos sabemos que el pecado es la
    naturaleza universal de todos los hombres. Todos los hombres
    somos pecadores. Esta es la verdad universal más evidente
    en el mundo. El pecado no es un accidente en la vida, es parte de
    nuestra naturaleza. No somos pecadores porque pecamos; pecamos
    porque somos peca-dores. Nuestra naturaleza está
    dañada por el mal. ¡Quién diga que no tiene
    pecado que tire la primera piedra!

    En cambio,
    Jesucristo en varias ocasiones afirmó que no tenía
    pecado. Él desafió a sus adversarios
    preguntándoles: ¿Quién de ustedes puede
    demostrar que yo tengo algún pecado?
    (Juan
    8:46).

    Nadie le contestó. Cuando Él los
    acusó, todos se fueron; cuando los invitó a que lo
    acusaran a Él, Él se quedó a esperar el
    veredicto. La vida de Jesús de Nazaret es el más
    perfecto milagro que jamás haya sido hecho. Su
    carácter es más maravilloso que el más
    grande de todos los milagros.

    JESUCRISTO: UNA CATEGORÍA MORAL
    ÚNICA

    En las páginas anterior afirmamos que el
    carácter de Jesucristo es más maravilloso que el
    más grande de los milagros. La Biblia afirma que Él
    fue probado y tentado en todo, pero que no cometió pecado:
    "Porque no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse
    de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo
    según nuestra semejanza, pero sin pecado"
    (Carta a Los
    Hebreos, 4:15).

    De manera que Jesús de Nazaret se colocó
    en una categoría moral
    única. Todos los demás hombres eran ovejas
    perdidas, pero Él había venido como el buen pastor,
    a dar su vida por las ovejas. Todos los demás hombres
    estaban plagados de la enfermedad mortal del pecado, pero
    Él era el médico que había venido para
    sanarlos.

    Todos los demás hombres estaban hundidos en las
    tinieblas de la ignorancia y del pecado, pero Él era la
    Luz que
    resplandecía en medio de esas densas tinieblas. Todos los
    demás hombres eran pecadores, pero Él había
    venido para derramar su sangre y
    perdonarles todos sus pecados.

    Todos los demás hombres tenían hambre,
    pero Él era el Pan de Vida que saciaría esa hambre.
    Todos los hombres estaban muertos en delitos y
    pecados, pero Él había venido para darles vida, y
    vida en abundancia, aquí y ahora, y más allá
    de la eternidad.

    Todas estas metáforas expresaban la plena
    conciencia que
    Jesús tenía del carácter único y
    singular de su propia persona. Por eso no debemos sorprendernos
    que los Evangelios, aunque nos narran todas sus tentaciones,
    nunca dicen nada de sus pecados.

    Jesús nunca confesó pecado alguno ni
    pidió perdón, aunque ordenó a sus
    discípulos que debían hacerlo. Nunca
    manifestó tener conciencia de
    fra-caso moral,
    conciencia de
    culpa ni de enajenación con Dios ni con sus
    semejantes.

    Fue bautizado por Juan, a pesar de la resistencia de
    éste, no porque Él necesitara arrepentimiento, sino
    porque fue necesario para cumplir todo lo ordenado por Dios y
    como comienzo de su identificación solidaria con los
    pecados del mundo. Por eso, Pablo afirma: "Cristo no
    cometió pecado alguno; pero por causa nuestra, Dios lo
    hizo pecado, para hacernos a nosotros justicia de
    Dios en Cristo"
    (II Cor.5:21).

    Este sentimiento de una diáfana y trans-parente
    comunión con Dios es realmente notable por dos razones. La
    primera, porque Jesucristo dio muestra de poseer
    un juicio moral
    sumamente agudo y penetrante. Los evangelistas señalan
    varias veces que Él "sabía lo que hay en el
    corazón
    del hombre
    ".

    Con frecuencia, Jesús leía los problemas y
    perplejidades más íntimos de la multitud. Tal
    cla-ridad de percepción, le permitió denunciar
    con la fuerza de un
    trueno, la hipocresía de los religiosos
    fariseos.

    La ostentación y el simulacro eran para Él
    una abominación. Sin embargo, su mirada pene-trante no
    descubrió ni un solo pecado en su propia
    persona.

    En segundo lugar, nos asombra la absoluta conciencia que
    Jesucristo tuvo de su pureza porque es radicalmente distinta a la
    experiencia de todos los santos místicos de todo el mundo.
    Por expe-riencia, el verdadero cristiano sabe que cuanto
    más cerca se siente de Dios, mucho más profunda es
    su conciencia de su
    pecado. Es como el verdadero científico: cuanto más
    investiga, más consciente está de su profunda
    ignorancia.

    Cuanto más el cristiano trata de ser como Cristo,
    más aguda es su propia conciencia de la distancia que lo
    separa de Dios. En cambio,
    Jesucristo vivió plenamente libre de este sentimiento de
    pecado.

    Hemos tratado de poner en evidencia que Jesucristo
    creyó en todo momento estar libre de pecado, del mismo
    modo que creyó ser el Mesías y El Hijo de Dios.
    Pero, es legítimo que nos hagamos la pregunta: ¿No
    pudo haber estado
    equivocado en cuanto a estas pretensiones? ¿Qué
    pensaban sus contemporáneos acerca de Él?
    ¿Tendrían la misma percepción?

    Se podría pensar que los discípulos de
    Cristo fueron testigos imperfectos, o que fueron parciales, o que
    deliberadamente pintaron un retrato de Jesús con colorares
    más hermosos de los que Él mismo merecía.
    Sin embargo, no podemos echar por la borda sus afirmaciones.
    Existen varias razo-nes por las cuales podemos descansar
    confiada-mente en la evidencia que presentan.

    En primer lugar, los discípulos de Cristo
    vivieron en compañía íntima con Él
    durante algo más de tres años. Comían y
    dormían juntos; experimentaban la estrechez del mismo
    bote. Tenían una caja chica común, y todos sabemos
    que una cuenta bancaria común puede convertirse
    fácilmente en una manzana de la discordia.

    Los discípulos se molestaban entre sí;
    disputaban agriamente; pero nunca encontraron en Jesús los
    defectos que ellos encontraban en sí mismos. Por lo
    general, la familiaridad y el roce continuo terminan engendrando
    menosprecio. Pero en esta caso no fue así.

    En segundo lugar, podemos confiar en el testimonio de
    los apóstoles porque ellos eran judíos que, desde
    la infancia,
    tenían sus mentes empapadas de las doctrinas y
    enseñanzas del Antiguo Testamento, y una de estas
    doctrinas que no podían ignorar era que el pecado es
    universal en toda la naturaleza humana. A la luz de la doctrina
    del Antiguo Testamento en la que fueron criados, jamás
    hubieran atribuido impecabilidad a ningún
    hombre.

    En tercer lugar, el testimonio apostólico sobre
    la impecabilidad de Jesús es creíble porque ellos
    nunca se propusieron deliberadamente enseñar tal cosa. Sus
    observaciones fueron hechas como de paso; estaban tratando otros
    asuntos o temas y, como entre paréntesis, se refirieron a
    su impecabilidad.

    Esto es lo que dicen personas que lo vieron día
    tras día y en todas las circunstancias de la vida diaria:
    Pedro describió a Jesús como "un cordero sin
    defecto ni mancha"
    , y luego testificó que Jesús
    no cometió pecado ni jamás engañó a
    nadie.

    El apóstol Juan declara enfáticamente que
    todos los hombres son pecadores, y que si alguien dice lo
    contrario es un mentiroso y hacemos a Dios mentiroso; pero
    después dice que Jesús se manifestó para
    quitar nuestros pecados porque Él no tenía pecado
    alguno.

    A este testimonio podemos añadir el de Pablo.
    Él era un enemigo de Cristo, no tenía ningún
    motivo para hablar bien de Él. Persiguió a los
    cristianos con violencia y
    odio irracional. Pero llegó a la misma conclusión
    de quienes convivieron con Él íntimamente. Pablo
    dijo: Jesucristo no cometió pecado, aunque fue hecho
    pecado por causa de nosotros.

    Jesucristo, que fue puro y sin maldad, en quien no hubo
    nunca engaño en su boca, el que fue apartado de todo
    pecado, fue convertido en pecado por Dios, para recibir en su
    cuerpo la descarga de toda la ira que Dios debía descargar
    sobre nosotros. El justo murió por los injustos,
    dirá Pablo.

    ACUSACIONES CONTRA JESUCRISTO

    Es posible que Ud. piense que esto lo dijeron los amigos
    de Jesús. ¿Qué habrán pensado sus
    enemigos? Estos no tenían ninguna inclinación
    favorable hacia Jesús. Esto lo expondremos en nuestra
    próxima entrega.

    Como es bien sabido, cuando no podemos ganar un debate por la
    vía de la argumentación solemos caer en el terreno
    de las acusaciones personales. Cuando nos faltan las razones, el
    fango es un buen sustituto. Ni siquiera la historia de la Iglesia
    se ha podido salvar de esta condición humana. Los enemigos
    de Jesús no podían ser una
    excepción.

    El evangelista Marcos acumula cuatro de las
    críticas que lanzaron contra Jesús (ver Marcos 2:1
    al 3:6). La primera acusación fue "Jesús es un
    blasfemo".

    En una cierta ocasión, Jesús había
    perdonado los pecados de un hombre; los enemigos de Jesús
    consideraron que Él estaba invadiendo los terrenos de Dios
    mismo. Era, según ellos, una arrogancia blasfema. Pero
    esta acusación pone en evidencia una cuestión de
    principios, si
    Jesús se atrevía a perdonar pecados, era porque
    Él se veía a sí mismo como
    divino.

    La segunda acusación fue: "Jesús anda con
    malas amistades". ¿Cómo puede ser de origen divino
    alguien que confraterniza, come y bebe, con hombres
    impíos, rameras y pecadores? Ningún maestro de la
    Ley hubiera jamás soñado con hacer semejantes
    amistades. Un Rabino era capaz de recoger el manto alrededor de
    su cuerpo para evitar el más leve roce con semejantes
    escorias. Y, además, le habría dado las gracias a
    Dios por haberlo hecho. Por eso, los religiosos judíos,
    los Sacerdotes y Fariseos, no pudieron reconocer la gracia y la
    ternura de Jesús, el cual, aunque no cometió pecado
    alguno se honraba en ser llamado "amigo de pecadores".

    La tercera acusación contra Jesús fue:
    "Jesús predica una religión
    frívola y muy poco seria". Él no ayunaba como los
    Fariseos, ni siquiera como los discípulos de Juan el
    Bautista. Él gustaba de los banquetes; era, según
    ellos, "un comilón y bebedor de vino". ¿Cómo
    podía ser un verdadero Maestro de la Ley un hombre que
    comía con gente de tan mala fama?

    La cuarta acusación fue: "Jesús corrompe
    las costumbres violando la ley del Sábado". Esto
    enfurecía a los Fariseos. Jesús sanaba a los
    enfermos en el día de reposo, y sus discípulos no
    tenían escrúpulos en comer sin lavarse las manos,
    tremendo pecado para los Fariseos.

    Cualquier serio investigador de la Biblia sabe que
    Jesús fue un cumplidor estricto de la Ley y que incluso
    afirmó que Él había venido para dar pleno
    significado a la Ley; por eso enseñó que el
    día de reposo estaba al servicio de
    los hombres y no los hombres al servicio del
    día de reposo, porque Él era "Señor del
    día de reposo", y por eso tenía derecho a dejar de
    lado las falsas tradiciones religiosas de los
    Fariseos.

    Todas estas acusaciones resultaban realmente triviales,
    pero nuevamente expresaban una cuestión de principio: los
    Fariseos no tenían nada que pudiera enlodar la
    reputación de Jesús. Por eso, cuando lo juzgaron en
    el proceso de la
    crucifixión, tuvieron que buscar testigos falsos, y ni
    aún ellos pudieron ponerse de acuerdo; de hecho, la
    única acusación que pudieron formular contra
    él no fue moral ni religiosa, sino política.

    Cuando Jesús fue llevado al tribunal, una y otra
    vez fue declarado inocente; Pilato , cobardemente, se lavó
    las manos, reconociendo que él no era culpable por
    la muerte de
    un hombre inocente. Judas mismo devolvió a los Sacerdotes
    las monedas de plata, lleno de remordimiento por haber entregado
    a un hombre inocente. El ladrón en la cruz
    reconoció que Jesús no había hecho nada
    malo, y hasta el centurión romano, después de ver
    la agonía de Jesús en la cruz, exclamó:
    "Verdaderamente, este hombre no hizo nada malo".

    Al valorar la vida de Jesús de Nazaret, nosotros
    mismos podemos hacer nuestra propia evaluación. En los Evangelios aparece
    claramente afirmada la perfección moral de Jesucristo,
    expresada sin ningún alarde, afirmada confiadamente por
    sus amigos, y reconocida de mala gana por sus mismos
    enemigos.

    Lo vemos actuando en un sin fin de situaciones, durante
    unos tres años, que dan clara idea del poderoso impacto
    que provocó en las masas de toda Palestina. Los
    evangelistas concluyen diciendo: "Tenía la
    aprobación de Dios y de toda la gente".

    Lo vemos mezclarse en medio del bullicio de las
    multitudes, siendo aclamado como un héroe y, sin embargo,
    rechazando a las turbas que querían hacerlo Rey a la
    fuerza. Ya sea
    ascendiendo a la cresta de la popularidad, o descendiendo a las
    profundidades del abandono, lo vemos siempre el mismo. No es
    cambiante ni temperamental.

    Su personalidad
    es absolutamente equilibrada en todas las mil situaciones que
    enfrentó. No es un fanático religioso, tampoco un
    maniático obsesionado por la conquista del poder. Su
    doctrina no es popular, ni mucho menos populista, pero ama al
    pueblo, y les enseñó sin darle importancia a la
    opinión que los hombres tuvieran de Él.

    En el retrato que de Él dibujan los Evangelios
    hay evidencias tanto de su humanidad como de su divinidad.
    Experimentó plenamente todas las emociones y
    necesidades humanas: el amor y la
    ira, el gozo y el dolor, el hambre y el cansancio. Es enteramente
    humano. Sin embargo, no es meramente un hombre.

    Esta es la paradoja, o aparente contradicción,
    que asombra y desconcierta: se sabe distinto pero nunca se
    mostró pomposo entre los hombres; se sabe importante, pero
    siempre fue humilde. Su persona fue el centro mismo de su
    enseñanza, y sin embargo su conducta fue de
    absoluta abnegación por los demás.

    En cuanto al pensamiento, se puso siempre Él de
    primero; en cuanto a la acción, siempre estuvo de
    último. Demostró tanto la más alta esti-ma
    de sí mismo como el más grande sacrificio de su
    propia persona. Tenía plena conciencia de que era El
    Señor de todo, pero se hizo el Esclavo de todos. Dijo que
    Él era el Juez de todo el mundo, pero se arrodilló
    para lavarle los pies a sus discípulos.

    Nadie jamás renunció a tanto.
    Renunció a los más grandes goces y placeres para
    asumir los do-lores de la tierra;
    cambió la infinita pureza de su carácter por el
    contacto doloroso con el pecado de todo el mundo. Nació de
    una humilde madre hebrea en un sucio pesebre de Belén. Fue
    criado y educado en un oscuro rincón de Palestina y su
    escuela fue un
    humilde banco de
    carpintería, para sostener a su madre y a los otros
    niños de la casa.

    A su debido tiempo, se
    presentó como predicador ambulante, sin ninguna
    posesión mate-rial, con comodidades muy limitadas y sin
    hogar. Hizo amistades entre sencillos pescadores y publi-canos;
    puso sus manos sobre sucios leprosos, y permitió que
    prostitutas lo tocaran y acariciaran. Se entregó
    absolutamente ayudar, enseñar y curar a todos los
    enfermos, y nunca exigió nada a cambio.

    No fue comprendido, se le calumnió, y fue
    víctima de los prejuicios religiosos y de los intereses
    creados. Fue despreciado y rechazado por su pro-pio pueblo, y
    abandonado por sus más íntimos amigos. Puso la
    espalda para ser flagelada, y la cara para ser escupida, las
    manos y los pies para ser clavados en una cruz romana. Mientras
    sufría horrible tortura, oraba por sus verdugos
    implo-rando el perdón para ellos, porque ignoraban lo que
    hacían.

    Tal hombre está fuera de nuestra
    comprensión. Él triunfó donde nosotros
    fracasamos inva-riablemente. En todo momento, mantuvo absoluto
    control sobre
    sí mismo. Jamás mostró resen-timiento por lo
    que le hacían, y de su boca jamás salió ni
    una palabra corrompida por el odio o la venganza.

    Se negó absolutamente a sí mismo,
    renunciando a lo que todos los demás hombres aman y
    buscan: la gloria y la satisfacción personal. Nunca
    se agradó a sí mismo, porque solamente
    anheló hacer todo aquello que fuera para el bienestar de
    los demás.

    La vida de Jesús de Nazaret irradió tanta
    luz incandescente que jamás ni las más tenebrosas
    tinieblas han podido ni podrán
    empañarla.

    La conclusión de su vida es ésta:
    venció al pecado porque estuvo libre del egoísmo, y
    esta libertad es la
    esencia del amor. Porque
    el amor es el
    sacrificio de uno mismo. Sólo siendo Dios podía
    amar de esta manera, porque Dios es amor.

    Con razón, millones de hombres y mujeres de todas
    las épocas, razas, lenguas y naciones sobre la tierra se
    han sentido indignos de Él, y por amor a Él han
    sido capaces de entregar con gozo y alegría sus cuerpos,
    sus mentes, sus corazones y sus vidas.

    LA OBRA DE JESUCRISTO

    En las páginas precedentes hemos dedicado
    considerable espacio al examen de la evidencia de la deidad de
    Jesucristo. Es posible que algunos se hayan convencido de que
    Jesucristo es El Señor, Dios mismo manifestado en carne.
    Sin embargo, el NT no se ocupa únicamente de la a de
    Cristo sino también de su obra. En este sentido,
    Jesucristo es presentado como aquel que vino para buscar y salvar
    a los pecadores. En realidad, estos dos aspectos son
    indisolubles, pues la validez de su obra depende de la divinidad
    de su persona.

    Para poder precisar la naturaleza de la obra realizada
    por Jesucristo, es indispensable que comprendamos quiénes
    somos nosotros mismos así como quién es Él.
    Lo que Jesucristo hizo, lo hizo por nosotros. Fue una obra
    ejecutada por una persona a favor de otras personas; una misión
    llevada a cabo por la única persona competente y capaz
    para llenar las necesidades de personas necesitadas. Esta
    capacidad de Jesucristo se basa en la naturaleza de su persona,
    en su divinidad. Nuestra necesidad se basa en nuestra naturaleza:
    somos pecadores.

    En las páginas siguientes nos volvemos desde la
    persona de Cristo hacia la necesidad humana. Pasamos de la
    impecabilidad y gloria que hay en Él hacia el pecado y la
    vergüenza que hay en nosotros. Sólo entonces, cuando
    hayamos comprendido cabalmente lo que somos, estaremos en
    condiciones de percibir la maravilla de lo que Él ha hecho
    por nosotros y lo que nos ofrece. Sólo cuando hayamos
    diagnosticado la enfermedad con toda precisión, estaremos
    dispuestos a tomar la medicina
    recetada.

    EL PROBLEMA DEL PECADO

    Primero, hay que reconocer que el pecado no es un tema
    muy popular, y muchas veces se nos critica porque insistimos en
    este asunto. El cristianismo no es ni pesimista ni optimista en
    este asunto, es sencillamente realista frente a este hecho. El
    pecado no es un invento de maestros religiosos que quieren
    mantenerse en sus puestos de trabajo. El pecado es el hecho
    más universal de la experiencia humana.

    La historia de los últimos siglos nos ha
    convencido de que el problema del mal no radica ni en los
    sistemas
    económicos, sociales y educativos, sino en el hombre
    mismo. El pecado no es meramente un problema social. En el siglo
    XIX floreció poderosamente un optimismo filosófico
    basado en la creencia en la bondad innata de la naturaleza
    humana.

    Se creía que la naturaleza del hombre era
    fundamentalmente buena, pero que el mal generado en la sociedad era
    causado por la ignorancia, por la pobreza, por
    la falta de educación; y que
    bastaba una reforma social y educativa para que el hombre
    alcanzara el estado
    perfecto de felicidad, paz y progreso.

    Demás está decir que esta ilusión
    se estrelló frente a los hechos ineludibles de la
    historia. Jamás en la historia del hombre se ha ampliado
    tanto el horizonte de las oportunidades de estudio, el avance
    científico y tecnológico han alcanzado niveles sin
    precedentes en todos los siglos anteriores. Casi todas las
    naciones se han lanzado a grandes programas de
    bienestar y seguridad
    social, y en los países industrializados la vida de
    los niños al nacer parece perfectamente bien
    asegurada.

    Sin embargo, las atrocidades que han caracterizado a las
    últimas guerras
    mundiales y los subsecuentes conflictos
    bélicos internacionales, la supervivencia de
    regímenes políticos de opresión y barbarie,
    las discriminaciones raciales, políticas
    y económicas, el incremento espantoso de la violencia y
    del crimen, en todas las estructuras de
    la sociedad, nos ha
    llevado a la convicción de que la raíz del mal no
    está fuera sino dentro del hombre. Y esta raíz
    tiene un nombre, aunque no nos guste: el pecado. El
    egoísmo humano.

    Muchas de las cosas que hoy admitimos como
    señales incuestionables de una vida "civilizada"
    están profundamente sustentadas y penetradas por el
    pecado. Tomemos, por ejemplo, el campo de la Ley. En todas partes
    hay un clamor por el incremento de leyes para
    proporcionar defensa a la sociedad. Toda
    esta amplia y variada legislación, expresada en el
    ordenamiento jurídico de una nación, supone la
    existencia del pecado.

    Los seres humanos no pueden confiar los unos en los
    otros; nadie cree que las diferencias y disputas entre los seres
    humanos se puedan resolver con justicia y sin
    que cada cual busque sacar el máximo provecho
    económico a sus propios intereses.

    No basta prometer algo, se requiere firmar un contrato; no son
    suficientes puertas y ventanas, hay que cubrirlas con rejas y
    candados. No basta con cobrar los impuestos, hay
    que poner inspectores para que vigilen a los cobradores, y
    vigilantes para que controlen a los inspectores. No basta la Ley
    y el Orden, no basta una Constitución Nacional ni un Código
    Penal.

    Hay que tener un poder policial fuerte para obligar al
    cumplimiento de la Ley. No podemos confiar en nadie, ni siquiera
    en la persona que duerme a nuestro lado. Nadie confía en
    nadie, porque necesitamos protegernos de los demás. Esta
    es la más terrible acusación contra la naturaleza
    humana. Todo esto se debe a esa palabra incómoda que nadie
    quiere pronunciar hoy: pecado.

    Para la Biblia es absolutamente evidente que el pecado
    es una experiencia universal. La sentencia que resume esta
    convicción es: "Ciertamente no hay hombre justo en
    la tierra, que
    haga el bien y nunca peque
    ", dice el libro del
    Eclesiastés. La conciencia de los escritores
    bíblicos les dice que si Dios se levantara en juicio
    contra los hombres, ni uno sólo escaparía a la
    condenación, porque ante Dios nadie es
    inocente.

    El profeta Isaías lo dice categóricamente:
    "Todos nosotros nos descarriamos como ovejas; cada cual se
    apartó por su camino… todos nosotros somos como
    suciedad, y nuestra justicia es
    como trapo de inmundicia".

    Nada de esto es fantasía. El apóstol Pablo
    inicia su carta a los
    Romanos argumentando minuciosamente que todos los hombres, sin
    discriminaciones de razas ni de religiones, somos pecadores.
    Pablo describe la moral
    degradada de la sociedad
    greco-romana del primer siglo, pero luego afirma que los
    judíos, quienes poseían la Ley Santa de Dios, no
    eran mejores porque la quebrantaban diariamente.

    Por eso, Pablo sentencia rotundamente: "Por cuanto
    todos pecaron y están destituidos de la Gloria de
    Dios
    ". La sentencia es aún más enfática
    en las palabras del Apóstol Juan: "Si decimos que no
    hemos pecado, hacemos a Dios mentiroso, y nos engañamos a
    nosotros mismos y somos unos falsos"
    .

    Pero, debemos preguntarnos, ¿qué es,
    entonces, el pecado? Que es algo universal, eso está
    claro; pero, ¿cuál es su naturaleza? La Biblia usa
    para designar al pecado varias palabras; una representa algo
    así como una falla, un desliz, un lapsus, un error. Otra
    es una palabra que significa "no dar en el blanco". Desde otro
    punto de vista, el pecado es una transgresión; aquello que
    traspasa un límite, un acto que viola la ley y la justicia. Es
    decir, pecado es un ideal que no alcanzamos o una ley que
    violamos. La Biblia remata diciendo que pecamos cuando, sabiendo
    lo que es el bien, no lo hacemos.

    EL PECADO Y LA ÉTICA DE
    LOS DIEZ MANDAMIENTOS

    La Biblia acepta como un hecho normal que todas las
    sociedades
    humanas tengan normas morales y
    éticas diferentes. Los judíos tienen la Ley de
    Moisés. Los romanos, el derecho
    romano; muchos otros pueblos tienen la Ley de la conciencia.
    Pero todas tienen algo en común: todas quebrantan la ley
    que tengan, sea cual sea. Nadie llega al cumplimiento de sus
    propias normas.
    ¿Cuál es nuestro código
    ético?

    Puede que sea la Ley de Moisés o el Evangelio de
    Jesús; tal vez sea el sentido de la decencia, o lo que
    hace la mayoría, o las convenciones sociales, o tal vez
    sean las 8 sendas nobles de los budistas o los 5 pilares de la
    conducta de los
    musulmanes. Pero, sea lo que sea, hay una constante: No hemos
    logrado cumplir con nuestros propios códigos
    éticos. Todos nos condenamos a nosotros mismos.

    Puede que para ciertas personas que viven, o creen
    vivir, "correctamente", estas afirmaciones les cause una genuina
    sorpresa. Ellos tienen sus propios ideales y creen que los
    cumplen al pie de la letra. Pero muchas de estas personas no son
    autocríticas, no son dadas a la introspección.
    Saben que de vez en cuando han cometido sus deslices, reconocen
    sus deficiencias de carácter; pero no sienten mayor alarma
    por eso. Todos terminan autojustificándose y se pican el
    ojo con cierta condescendencia. Solemos ser muy duros con los
    demás, pero muy blandengues y permisivos con nosotros
    mismos.

    Esto es muy comprensible, nadie se considera peor que
    los demás. Sin embargo, es bueno recordar dos cosas:
    primera, que nuestro sentido del fracaso depende de la altura a
    que hemos colocado la varilla de nuestras normas. Es muy
    fácil considerarse un buen saltador de altura si uno nunca
    levanta la varilla más allá de un metro de
    altura.

    Segunda, que a Dios le interesa el pensamiento que mueve
    a la acción y la
    motivación que impulsa a la obra.

    Esto lo dejó claramente expresado el Señor
    Jesucristo y plenamente establecido en su Sermón del
    Monte. Podemos examinar cuáles son las normas que Dios
    nos ha puesto, a cuál altura Dios ha colocado la varilla.
    Por eso, haríamos bien si consideramos los tan conocidos y
    muchas veces violados 10 Mandamientos como la norma de nuestra
    ética.
    Así podríamos ver hasta dónde falla cada uno
    de nosotros.

    Según el primero de los Diez Mandamientos, Dios
    demanda
    adoración exclusiva. "No tendrás otros dioses
    delante de mí"
    significa que ya no es necesario adorar
    al sol, a la luna, a las estrellas porque son cosas. Sin embargo,
    este mandamiento es violado cada vez que otorgamos a algo o a
    alguien el primer lugar en nuestros pensamientos, sentimientos y
    afectos. Puede ser incluso alguna actividad aparentemente muy
    buena o inocente, pero que puede llegar a convertirse en una
    ambición obsesionante o egoísta. A esto, la Biblia
    lo llama idolatría.

    Podemos adorar a dioses de oro y de plata que tienen la
    forma de acciones
    financieras, o de cuentas
    bancarias; o a dioses de madera y
    barro, que tienen la forma de posesiones materiales, de
    casas y edificios; también podemos adorar a los dioses del
    placer, de la búsqueda desenfrenada del sexo, de la
    pornografía.

    En fin, hemos hecho de las cosas, que en sí
    mismas no son malas, divinidades que ocupan el centro de nuestras
    vidas. Millones de personas viven para esos dioses de la
    satisfacción egoísta de todos los instintos, y se
    inmolan y se sacrifican diariamente en sus altares. A esta
    idolatría, la Biblia la llama el pecado; cuando el
    hombre se ha hecho su propio creador y termina adorándose
    a sí mismo.

    SIGNIFICADO DE LOS DIEZ MANDAMIENTOS

    Si el primero de los Diez Mandamientos se refiere al
    objeto de nuestra adoración, el segundo: "No te
    harás imagen ni ninguna
    semejanza de lo que esté arriba en el cielo, ni abajo en
    la tierra, ni
    en las aguas debajo de la tierra. No
    te inclinarás ante ellas ni las honrarás…"

    expresa la manera en cómo debemos adorarlo. En el primer
    mandamiento, Dios demanda la
    adoración exclusiva; en el segundo nos enseña que
    la verdadera adoración a Dios debe ser sincera y
    espiritual: "Dios es espíritu, y los que le adoran
    deben hacerlo espiritualmente y en verdad
    " (Juan
    4:24).

    Es posible que ninguno de nosotros llegue jamás a
    forjar con las manos una tosca imagen de metal,
    de madera o de
    piedra; pero, ¿cuál es la imagen de Dios
    que guardamos en la mente? Aunque Dios no prohibe el uso de
    formas externas en la adoración, éstas son
    inútiles si no están acompañadas por una
    realidad interna.

    Es posible que asistamos frecuentemente a los actos
    sagrados, misas y cultos, pero, ¿adoramos realmente a
    Dios? Es posible que pronunciemos oraciones, pero, ¿oramos
    realmente? Es posible que llevemos la Biblia bajo el brazo, pero,
    ¿dejamos que Dios nos hable por medio de ella?
    ¿acaso hacemos lo que ella nos dice?

    De nada vale hablar a Dios con los labios si nuestro
    corazón
    está lejos de Él. Nuestra adoración puede
    convertirse en una pérdida de tiempo y en un formalismo
    vacío si nuestro corazón no
    tiene un profundo deseo de obedecerlo.

    Esto es lo que enseña el tercero de los
    Mandamientos: "No tomarás el Nombre de Dios en
    vano"
    . La Biblia nos manda reverenciar el Nombre de Dios. El
    Nombre es la naturaleza y la persona misma de Dios; tomar el
    Nombre de Dios en vano es un asunto mucho más profundo que
    meras palabras: incluye nuestras acciones,
    nuestra conducta. Cada
    vez que nuestras acciones y
    nuestras conductas contradigan las creencias, o la fe, que
    decimos profesar, o nuestras prácticas sean inconsecuentes
    con lo que predicamos, estamos profanando el Nombre del
    Señor.

    En vano llamamos "Señor, Señor" si no
    hacemos lo que Él nos ha ordenado hacer. Llamar a Dios
    Padre y llenar nuestro corazón de
    odio o rencor hacia sus hijos, es profanar el Nombre de Dios.
    Hablar de un modo y actuar de otro, es tomar el Nombre de Dios en
    vano.

    Dios también nos ordena que debemos santificar el
    día de descanso. Este es El Día del Señor,
    no es nuestro. Es un día para descanso físico,
    mental y espiritual, no sólo para disfrute egoísta
    de nosotros mismos, sino para el bien común de todos los
    demás; debemos hacer todo lo posible para que nadie tenga
    que trabajar innecesariamente en el Día del
    Señor.

    Es un Día Santo que no debemos emplear para
    nuestro placer egoísta; este día le pertenece al
    Señor no a nosotros. Pero al afán de lucro y de
    placer de esta sociedad moderna
    ha conducido al hombre a un estado de
    esclavitud en
    la que el trabajo
    sólo se concibe como un medio para lograr fines
    egoístas.

    Cuando una sociedad no es capaz de proporcionar un
    trabajo bien remunerado a la mayor parte de sus integrantes,
    también está profanando el Día del
    Señor, porque para poder santificar el día de
    reposo es necesario que cada persona tenga en qué ocuparse
    los seis días restantes de la semana.

    Santificar el Día del Señor, entonces,
    obliga a proporcionar fuentes de
    trabajo y recompensar con salarios justos y
    protección social adecuada a todos los trabajadores, para
    que así puedan dedicarse con reposo, sin angustias y
    afanes, a la adoración y al servicio de
    Dios. Porque esto es algo más que una disposición
    humana, es un verdadero Plan de
    Dios.

    En las páginas anteriores llamábamos la
    atención al mandamiento de santificar el día del
    Señor, día santo apartado para Dios y que debemos
    emplear para su servicio y
    adoración y no para nuestro placer
    egoísta.

    Ahora queremos comentar el primer mandamiento que
    incluye una promesa: "Honra a tu padre y a tu madre, para que
    tus días se alarguen en la tierra que
    El Señor, tu Dios, te da"
    . Este mandamiento, el
    quinto, es como la bisagra que une las dos tablas de la Ley. La
    primera parte está consagrada a los deberes para con Dios
    y la segunda a los deberes con los demás, con el
    prójimo. El honrar a padre y madre hoy día forma
    parte ya del folklore de
    nuestra sociedad de consumo; todo
    se ha reducido a pensar que honrar padre y madre es llenarlos de
    regalos en sus respectivos días, para beneplácito
    de nuestros comerciantes.

    Pero lo que la Biblia nos enseña es que nuestros
    padres ocupan el lugar de la autoridad de Dios en la familia.
    Hoy día esta imagen
    está muy deteriorada; son millares de niños y
    jóvenes que crecen sin una presencia paterna a quien deban
    honrar; en otros miles la imagen de la
    madre cumple ambos significados, mientras que, por las
    condiciones de la vida moderna, en millones de hogares hay
    ausencia de padres y madres, y los niños y jóvenes
    son criados y educados por personas ajenas al hogar y por otras
    fuentes de
    autoridad, como la TV o los videojuegos.

    El resultado es algo que se ha repetido hasta el
    cansancio: hay una profunda crisis en el
    hogar, en la familia, y
    esto ha provocado enormes y catastróficas consecuencias
    para toda la sociedad, tanto en países ricos como en los
    pobres.

    Si examinamos a nuestra sociedad con la piedra de toque
    de estos 10 Mandamientos la conclusión es muy simple: la
    naturaleza humana está sumergida en lo que la Biblia llama
    PECADO, no importa cómo quieran llamarlo los
    comunicadores sociales.

    Si el quinto mandamiento nos acusa, ¿qué
    podríamos decir del sexto?: NO MATARÁS. Este
    mandamiento no sólo tiene que ver con la violencia
    física,
    esa que todos los días, y cada vez más, se retrata
    en las páginas de nuestros periódicos y en las
    pantallas de los televisores. Hay miradas que matan.

    Hay muchos que desearían matar con tan
    sólo la mirada de odio. Y ¿ a cuántos no
    hemos asesinado con nuestras palabras hirientes? Sin duda,
    tendríamos que concluir que simplemente todos hemos sido
    asesinos alguna vez. ¿Podrá alguien decir que la
    Biblia miente cuando afirma que "por cuanto todos pecaron
    están destituidos de la presencia de Dios?

    Jesucristo enseñó que el enojarse contra
    alguien sin razón alguna o insultarlo es tan serio como un
    asesinato. Todo el que odia es un asesino, dice el Apóstol
    Juan. Cada arranque de ira, cada explosión de
    pasión incontrolada, cada irritación de mal humor,
    cada amargo resentimiento y la sed de venganza son formas de
    homicidio.
    Podemos matar con el arma de los chismes maliciosos; podemos
    matar con el arma del desprecio; matamos cuando exponemos a
    alguien al escarnio público y cuando traficamos con
    mentiras, con promesas no cumplidas, con el dolor de la tragedia
    de los demás, sobre todo si estos son pobres.

    Matamos cuando hablamos de otras personas toda clase de
    mal, mintiendo; matamos cuando despreciamos y tratamos con
    crueldad a otros por su condición social, raza, color, sexo o
    creencias intelectuales. Matamos cuando nos creemos superiores a
    los demás, cuando miramos la paja en el ojo ajeno y no
    contemplamos la viga que hay en el nuestro. Podemos matar con el
    arma del rencor y de la envidia. Probablemente, todos alguna vez
    lo hemos hecho.

    Un principio fundamental del cristianismo básico
    es que la enseñanza bíblica va siempre hacia las
    raíces más profundas y no se limita meramente a las
    cuestiones de la superficie. Los cinco mandamientos finales del
    Decálogo tienen un centro común: todos expresan la
    necesidad de respetar los derechos de los
    demás. Quebrantar uno cualquiera de estos mandamientos es
    violar alguno de los derechos fundamentales de
    humanidad.

    Es violar al prójimo las cosas más
    preciosas que cualquier persona puede poseer: La vida ("No
    matarás"); su hogar y su honor ("No cometerás
    adulterio"); su propiedad ("No
    robarás") y, por último, pero no menos importante,
    su reputación, su dignidad ("No dirás falso
    testimonio contra tu prójimo").

    Por su puesto, todos estos mandamientos tienen una
    aplicación mucho más profunda que la expresada en
    su letra. Así, "No adulterarás" va
    más allá de la mera infidelidad conyugal. En
    realidad, abarca cualquier clase de relación sexual fuera
    de la esfera para la cual tal tipo de relación fue
    diseñada: el matrimonio, la
    vida en comunidad de una
    pareja. Incluye toda perversión de algo que, aunque es un
    instinto natural, está bajo nuestra responsabilidad.

    La profundidad de este mandamiento, más
    allá de cualquier relación física, fue expresada
    por el mismo Señor Jesucristo cuando dijo
    contundentemente: "Cualquiera que mira a una mujer para
    codiciarla, ya adulteró con ella en el
    corazón"
    .

    Así como albergar cualquier clase de sentimientos
    de odio o de venganza en el corazón, es cometer homicidio,
    así también cualquier abuso que se cometa contra un
    don tan maravilloso, dado por Dios, santo y hermoso, como el
    sexo, es
    cometer adulterio, aunque éste se cometa en el mundo de
    las miradas; porque de la pureza de nuestros ojos depende la
    pureza de nuestras acciones.

    "No robarás", dice el octavo mandamiento.
    Robar a una persona cualquier cosa que le pertenezca o a la que
    tenga derecho. Pero éste no es el único sentido. La
    evasión de impuestos
    también es un robo; el trabajar menos horas de las
    estipuladas en el contrato, perder
    el tiempo de trabajo en cuestiones personales o en tontas
    conversaciones; hacer trabajar demasiado a los obreros y pagarles
    menos de lo que merecen; cabalgar los horarios en los hospitales;
    no atender correctamente las necesidades de los servicios
    públicos y los reclamos de los usuarios; retener las
    prestaciones
    sociales y desviarlas para otros usos; a todo esto la Biblia lo
    llama: ROBAR.

    Cuando nos examinamos críticamente a la luz de
    estos mandamientos, ¿Quién de nosotros puede
    sentirse absolutamente libre de pecado? Sin duda, el pecado es la
    verdad más evidente en nuestra naturaleza. Tal es la
    enseñanza de La Biblia.

    Los últimos dos mandamientos: "No dirás
    falso testimonio"
    y "No codiciarás", incluyen
    todas las formas de escándalo, de difamación, de
    perjurio; toda clase de habladurías, de chismes, de
    charlatanería, toda mentira y exageración o
    distorsión deliberada de la verdad; cuando escu-chamos
    rumores despiadados e hirientes y los hacemos correr, cuando
    hacemos chistes a
    costillas de otros, cuando creamos deliberadamente falsas
    impresiones.

    Por último, y quizás el más
    profundo de todos: No codiciarás. Porque es el que
    más revela nuestra condición humana. Porque va
    más allá de las leyes civiles,
    hasta el plano de la ética
    profunda. Las leyes civiles no
    pueden hacer nada contra la codicia, porque ésta pertenece
    a la vida íntima, a la vida interior. Acecha y se esconde
    en nuestro corazón.

    Un examen cuidadoso de los Diez Mandamientos ha sacado a
    luz un feo catálogo de peca-dos. ¡Tantas cosas
    tienen lugar debajo de la superficie de nuestras vidas, en los
    rincones de nuestra mente, que los demás no ven y que
    muchas veces logramos ocultar hasta de nosotros mismos! Pero Dios
    sí lo ve; su mirada penetra todas las cosas, hasta los
    recodos más profundos del corazón. No hay nada que
    pueda esconderse de Dios; todo está descubierto y abierto
    a la vista de aquel ante quien tenemos que rendir
    cuenta.

    Dios nos ve tal cual como somos y su Ley pone de
    manifiesto la seriedad de nuestros pecados. La Ley de Dios sirve
    solamente para hacernos saber que somos pecadores. Cuando
    examinamos los Diez Mandamientos dos verdades saltan a nuestros
    ojos: la Santidad de Dios y la pecaminosidad del
    hombre.

    Sin duda este tema de la naturaleza y universalidad del
    pecado nos resulta desagradable y chocante, porque a ninguno de
    nosotros nos gusta que nos digan cómo somos realmente.
    Pero a esto hay que añadir que el pecado no solo es feo y
    desagradable sino que tiene profundas conse-cuencias.
    Consecuencias en relación con Dios, en relación con
    uno mismo y en relación con los demás.

    Aunque quizás ni nos damos cuenta, la
    consecuencia más catastrófica del pecado es que nos
    aparta de la relación con Dios. El destino más
    elevado del ser humano es conocer a Dios y entrar en una
    relación personal con Él. La Biblia nos dice que
    somos hechos a imagen y semejanza de Dios, y esto es lo que le
    otorga nobleza y dignidad a todo ser humano. Esto es lo que hace
    posible que tengamos la capacidad de conocer y tener una
    relación personal con Dios.

    Pero ese Dios a quien podemos conocer es infinitamente
    Justo y Santo. En las historias de todos los hombres que en la
    Biblia tuvieron la experiencia de ver la gloria de Dios, podemos
    observar cómo todos ellos desaparecieron de delante de su
    Presencia abrumados por la inmensidad de sus propios pecados.
    Moisés, a quien Dios se le apareció en la zarza que
    ardía pero que no se consumía, escondió su
    rostro porque sintió miedo de mirar directamente a
    Dios.

    Job, a quien Dios habló desde un torbellino,
    exclamó: "De oídas había yo sabido de ti,
    pero ahora mis ojos te ven, por eso me aborrezco a mí
    mismo y me arrepiento en polvo y ceniza"
    . El gran profeta
    Isaías vio la Gloria y la Santidad de Dios y tuvo que
    gritar: "¡Pobre de mí, estoy perdido! Porque soy
    hombre de labios impuros y vivo en medio de un pueblo que
    también tiene labios impuras. Y mis ojos han visto al Rey,
    el Señor de los Ejércitos"
    .

    Saulo de Tarso, mientras viajaba a Damasco lleno de ira
    contra los cristianos, fue arrojado al suelo y cegado
    por una luz del cielo más brillante que la luz del sol del
    mediodía. La misma experiencia la tuvo Juan, el vidente de
    Patmos, cuando vio la visión de Jesucristo Resucitado, y
    al verlo cayó a sus pies como muerto.

    Si pudiéramos descorrer por un momento la cortina
    que cubre la invisible majestad de Dios, ninguno de nosotros
    podría soportar la terrible visión, porque sabemos
    que mientras permanezcamos en nuestra condición de pecado
    jamás podremos acercarnos a la Santidad de Dios. Un gran
    abismo se abre entre el Dios Justo y Santo y el hombre
    pecador.

    En realidad, a duras penas podemos imaginar lo pura y
    brillante que debe ser la Gloria de Dios, pero sí sabemos
    demasiado de las tinieblas en las que estamos nosotros
    sumergidos, y la Biblia dice: "¿Qué
    comunión tiene la luz con las tinieblas?

    LAS CONSECUENCIAS DEL PECADO

    En las páginas anteriores hemos señalado
    que la consecuencia más catastrófica del pecado es
    la separación o ruptura radical entre Dios y los hombres.
    Esta verdad bíblica está ilustrada en la misma
    construcción del Tabernáculo en el
    desierto, tal como se describe en el libro del
    Exodo, en el AT, y, posteriormente, del grandioso Templo de
    Jerusalén, una de las grandes maravillas de la
    antigüedad. Ambas construcciones se hicieron con dos
    divisiones: El Lugar Santo, que era el más grande, y el
    Lugar Santísimo, en donde residía la Presencia de
    Dios.

    En el Lugar Santísimo, recinto más
    pequeño, estaba la "La Gloria de Dios", símbolo
    visible de la Presencia de Dios. Entre los dos recintos estaba
    una gruesa cortina o Velo, que impedía la entrada al Lugar
    Santísimo. Nadie podía pasar hacia la Presencia de
    Dios, excepto al Sumo Sacerdote, y sólo una vez al
    año, en el Día de la Expiación, siempre que
    llevara consigo la sangre de los
    sacrificios por los pecados.

    Esta demostración visible de esta tremenda verdad
    fue enseñada literariamente por todos los escritores del
    Antiguo Testamento: el pecado significa separación
    inevitable con Dios, y esta separación acarrea la muerte,
    la muerte
    espiritual, pues estar separado de Dios es estar separado de la
    fuente de la Vida. Por eso, la Biblia afirma lapidariamente:
    "La paga del pecado es la
    muerte"
    .

    Esta muerte
    espiritual la Biblia la llama "Infierno", es decir, la muerte
    eterna. Dejando de lado las representaciones imaginarias del
    Infierno, es importante señalar que nadie debe llamarse a
    engaños. La Biblia llama al Infierno como una horrenda y
    terrible realidad: Las tinieblas de afuera, porque el
    Infierno no es más que la separación eterna con
    Dios que es la Luz.

    También la Biblia lo llama: La Muerte
    Segunda
    , o "lago de fuego", términos que describen
    simbólicamente la pérdida definitiva de la vida y
    la sed espantosa que supone el destierro irrevocable y eterno de
    la presencia de Dios.

    Esta separación con Dios causada por el pecado no
    sólo se enseña en la Biblia, sino que se confirma
    en la experiencia humana. Cuando los hombres intentan, por ritos,
    oraciones y sacrificios, acercarse a la Presencia de Dios,
    sólo logran experimentar la sensación como si Dios
    estuviera envuelto en densas tinieblas. La razón
    está en lo que dice el Profeta Isaías: "Vuestros
    pecados han hecho separación entre vosotros y Dios;
    vuestros pecados han hecho ocultar su rostro de
    vosotros"
    .

    Sin embargo, Dios no es el responsable de esta
    separación, nosotros sí. Nuestros pecados esconden
    de nosotros el rostro de Dios de la misma manera como las nubes
    cubren el rostro del sol. Muchas personas han experimentado esta
    horrible separación y se han sentido desamparados. Esto no
    es sólo un sentimiento, es un hecho. Hasta que el hombre
    no experimente el perdón de sus pecados, hasta que todos
    nuestros pecados sean perdonados, somos unos exiliados, estamos
    como echados fuera, como perdidos, como muertos.

    Esto es lo que nos causa la inquietud en nuestros
    corazones. Esto es lo que causa la inquietud que existe en el
    mundo de hoy. En el corazón humano existe un hambre
    espiritual que sólo Dios puede satisfacer, un vacío
    que sólo Dios puede llenar. Las noticias que aparecen en
    los medios de
    comunicación son solo los síntomas de la
    búsqueda humana. Reflejan la sed de Dios que hay en el
    corazón del hombre contemporáneo y la
    separación que experimentan de Él.

    Razón tuvo Agustín de Hipona, cuando dijo:
    "Tú nos has creado para ti y nuestro corazón
    estará inquieto hasta que encuentre su descanso en
    ti".
    Esta situación es indescriptiblemente
    trágica porque el hombre no logra alcanzar el destino para
    el cual fue hecho por Dios.

    El pecado no sólo nos separa y nos aparta de la
    relación con Dios: nos esclaviza, nos lleva cautivos. Por
    esta razón necesitamos examinar la naturaleza interna del
    pecado. Pecado no es solamente un acto o hábito
    desafortunado y externo. La Biblia enseña que es una
    corrupción
    alojada en las profundidades de nuestro ser.

    En efecto, los pecados que cometemos son meramente las
    manifestaciones externas y visibles de esta enfermedad interior
    invisible, son los síntomas de una enfermedad moral. Para
    enseñar esta verdad, Jesucristo usó la
    metáfora o la imagen del árbol y su fruto. La clase
    de fruto que el árbol produce (mangos o guayabas) y su
    condición (bueno o malo) depende de la naturaleza y la
    sanidad del árbol. Jesucristo también dijo que la
    boca habla lo que abunda en el corazón.

    En este sentido, Jesucristo está en total
    desacuerdo con muchos reformadores sociales de hoy día. Es
    cierto que para bien o para mal, todos estamos condicionados por
    nuestra condición social, educación, medio
    ambiente, sistema
    político y económico en que vivimos. También
    es cierto que debemos luchar por la justicia, la
    libertad y el
    bienestar de todos los hombres.

    Sin embargo, Jesucristo no atribuye los males de la
    sociedad a la falta de mejores condiciones de vida sino a la
    naturaleza misma del hombre, lo que en lenguaje de la
    Biblia Él llamó "el corazón". Esto es lo que
    Él dijo: "Porque de dentro, es decir, del
    corazón de los hombres, salen los malos pensamientos, el
    adulterio, la inmoralidad, los asesinatos, el deseo de tener lo
    ajeno, las maldades, el engaño, la vida viciosa, los
    chismes, el orgullo, la falta de juicio. Todas estas cosas malas
    vienen de adentro, y hacen impuro al hombre"
    (Marcos
    7:21-23).

    El Antiguo Testamento ya había también
    enseñado la misma verdad. El profeta Jeremías
    había dicho: "El corazón del hombre es
    engañoso y perverso más que todas las cosas.
    ¿Quién podrá comprenderlo?

    (Jeremías 17:9).

    Lo que se llama "pecado original" es una tendencia o
    predisposición hacia el egocentrismo, tendencia que
    heredamos y que está arraigada en lo profundo de nuestra
    personalidad y
    que se manifiesta de mil modos perversos. Esta naturaleza
    corrompida el apóstol Pablo lo llamó "la
    carne"
    , de la cual trazó un impresionante inventario de sus
    obras o subproductos:

    "Porque manifiestas son las cosas que hacen los que
    siguen la naturaleza humana: adulterios, fornicaciones,
    inmundicia, cosas impuras, idolatría, hechicerías,
    enemistades, pleitos, celos, ira, contiendas, disensiones,
    herejías, envidias, homicidios, borracheras,
    orgías, y cosas semejantes a éstas"

    (Gálatas 5:19-21).

    Este impresionante inventario de la
    corrupción
    humana está profusamente ilustrado en las páginas
    de todos los diarios y en las pantallas de todos nuestros
    televisores. Porque el pecado es una corrupción
    profunda de nuestra naturaleza, estamos en esclavitud. Lo
    que nos esclaviza no son ciertos hábitos o acciones en
    sí, sino más bien la infección de la cual
    ellos emanan.

    Aunque tal designación nos cause desagrado, la
    Biblia nos describe como esclavos. Jesucristo se lo
    declaró abiertamente a los fariseos cuando estos
    protestaron porque los había llamado esclavos.
    Jesús les dijo: "En verdad les digo que todo el que
    comete pecado es esclavo del pecado".

    Todos conocemos esta tremenda verdad. Tenemos grandes
    ideales, pero somos débiles y estamos encadenados a la
    prisión de nuestros egoísmos. No importa cuanto nos
    jactemos de nuestra libertad, en
    realidad somos esclavos. La educación del
    intelecto no es suficiente si no hay un cambio en el
    corazón. Por eso necesitamos de la libertad que
    sólo Jesucristo puede darnos.

    La separación del hombre con Dios, aunque es la
    más catastrófica consecuencia del pecado, no es la
    única. Todavía quedan las consecuencias del pecado
    en nuestras relaciones con los demás.

    Hemos definido el pecado como una infección
    alojada en lo más profundo de nuestra propia naturaleza;
    es decir, está en la raíz misma de nuestra personalidad,
    controlando nuestro YO, nuestro "EGO". En síntesis, todos
    los pecados que a diario cometemos son reafirmaciones del YO
    contra Dios o contra el hombre mismo.

    El resumen que Jesucristo hizo de toda la Ley establece
    el orden contra el cual atenta el pecado: "Amarás al
    Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma
    y con toda tu mente". Este es el más importante y el
    primero de los mandamientos. Y el segundo es semejante y dice:
    Amarás a tu prójimo como te amas a ti mismo" (Mateo
    22:37-40).

    Este es el orden establecido por Dios es: Dios, los
    demás y YO. Pero el pecado invierte este orden. Primeros
    nos colocamos nosotros mismos, después a los demás
    y por último, si queda tiempo, a Dios, en algún
    rincón. Hay un libro cuyo título es el siguiente:
    MI QUERIDO YO. El autor de este libro no hizo otra cosa
    que expresar lo que todos pensamos de nosotros mismos. Cuando
    niños íbamos a una fiesta y al momento de repartir
    los helados gritábamos: "a mí primero, a mí
    primero".

    Cuando crecimos, aprendimos que eso no se debía
    decir, pero continuamos actuando y pensando lo mismo. Por eso el
    pecado describe perfectamente esta verdad. Yo soy el centro del
    mundo. La educación puede
    ampliar el horizonte de mis intereses y hacer que mi egocentrismo
    sea menos desastroso, pero la educación no me
    impide que siga viéndome como el centro y la norma de
    referencia para los demás.

    Este egocentrismo o egoísmo básico afecta
    toda nuestra conducta. No nos
    es fácil adaptarnos a los demás. Tendemos a
    despreciarlos o a envidiarlos; somos víctimas del
    sentimiento de superioridad o de inferioridad.

    Es verdad que todas las relaciones
    humanas son complicadas. Entre padres e hijos, entre esposo y
    esposa, entre empleador y empleado. La delincuencia
    tiene muchas causas, en gran medida originadas en la falta de
    seguridad y
    afectos en el hogar. Pero toda delincuencia,
    sea cual sea su causa, es una afirmación del YO contra la
    sociedad.

    Si sólo fuésemos humildes como para
    admitir nuestras culpas y errores más que las de los
    demás, se podría evitar centenares de conflictos. La
    mayoría de los pleitos se deben a malos entendidos, y los
    malos entendidos se deben a nuestra falta de comprensión
    del punto de vista de los otros. Para la mayoría de
    nosotros, es más importante hablar que escuchar,
    argumentar que comprender. Esto ocurre desde las disputas entre
    intelectuales hasta la más prosaica rencilla
    doméstica.

    Todos nuestros conflictos
    personales, sociales, familiares, o internacionales, ponen de
    manifiesto que la verdadera causa de todos estos problemas es
    el egocentrismo humano. El pecado nos mete en conflicto unos
    contra otros. El pecado es posesivo, es todo lo contrario al
    amor. El centro del pecado es el deseo de obtener. El amor es el
    deseo de dar.

    Necesitamos un cambio radical de nuestra naturaleza,
    pero esto no lo podemos realizar por nosotros mismos. Otra vez,
    necesitamos un Salvador. La presencia del pecado en nuestra vida
    personal y en nuestras relaciones
    humanas es para convencernos de la necesidad que tenemos de
    Jesucristo.

    La fe nace de nuestra necesidad. Para poder tener
    confianza en Jesucristo tenemos que desilusionarnos de nosotros
    mismos. Sólo los que están enfermos necesitan de
    médicos. Solamente cuando hayamos admitido que el pecado
    es la causa de la grave enfermedad que nos aqueja, podremos
    admitir la urgente necesidad de nuestra curación en
    Jesucristo.

    CRISTIANISMO Y SALVACIÓN

    El cristianismo es una doctrina de salvación. Su
    mensaje es muy claro y simple: declara que Dios tomó la
    iniciativa en Jesucristo para darnos la libertad de
    nuestros pecados. Este es el tema central de toda la Biblia.
    Jesucristo mismo lo declara: "El hijo del hombre vino al mundo
    a buscar y a salvar lo que se había
    perdido
    ".

    Como ya hemos explicado en los artículos
    anteriores, el pecado tiene tres consecuencias
    catastróficas; por lo tanto, la Salvación incluye
    la liberación de todas estas consecuencias. Por medio de
    Jesucristo, podemos ser traídos del exilio y ser
    reconciliados con Dios; podemos nacer de nuevo y recibir una
    nueva naturaleza y ser liberados de nuestra esclavitud moral.
    Podemos lograr que las viejas discordias sean reemplazadas por
    una hermandad de amor.

    Cristo hizo posible esta liberación mediante su
    muerte
    expiatoria en la Cruz del Calvario, mediante la entrega del Don
    del Espíritu Santo y mediante la edificación de una
    comunidad de
    fe: su Iglesia.

    Pablo concibe su apostolado como el Ministerio de la
    Reconciliación, y el mensaje del Evangelio como un mensaje
    de reconciliación. Pablo declara que esta
    reconciliación es obra de Dios mismo a través de
    Jesucristo. La Biblia declara que en Jesucristo Dios estaba
    poniendo al mundo en paz con Él por medio de
    Jesucristo.

    Todo lo que se logró por medio del sacrificio de
    Jesucristo tuvo lugar en el corazón de Dios mismo.
    Cualquier explicación de la muerte de
    Cristo que no reconozca esta verdad, no el fiel a la
    enseñanza de la Biblia, la cual declara rotundamente: "
    Porque de tal manera amó Dios al mundo que ha dado a su
    Hijo Unigénito, para que todo aquel que en Él cree
    no se pierda más tenga vida eterna".

    Lo que Dios planificó, Jesucristo lo llevó
    a cabo por medio de su muerte en la
    Cruz.. Por medio de su muerte hemos
    recibido la reconciliación. Esto no es producto de
    nuestro propio esfuerzo; la reconciliación la hemos
    recibido como un regalo de Dios, como una dádiva de
    Dios.

    El pecado introdujo la ruptura y la separación
    con Dios, la Cruz ha realizado la recon-ciliación. El
    pecado engendra enemistad y odio, la Cruz ha traído la Paz
    al corazón humano. El pecado ha abierto un abismo entre el
    hombre y Dios; la Cruz es el puente tendido sobre ese abismo para
    unirnos con Dios. El pecado ha producido la
    incomunicación; por eso la Biblia dice que la paga del
    pecado es la muerte, no
    sólo la física sino la muerte
    espiritual. Pero el regalo de Dios es vida y vida en
    abundancia.

    Pero, alguien podría preguntarse ¿por
    qué la Cruz es tan vital para la fe cristiana?
    ¿Para qué sirvió realmente la Cruz?
    ¿Por qué la Biblia le concede tanta centralidad?
    Para poder entender que la muerte de Jesucristo como un
    Sacrificio por el pecado está en el meollo del mensaje de
    toda la Biblia, tenemos que examinar primeramente el Antiguo
    Testamento.

    Desde el principio de su revelación, desde que
    Abel ofreció ovejas de su rebaño y Dios lo
    miró con agrado, los hombres han ofrecido sacrificios para
    tratar de reconciliarse con Dios. Mucho antes de las leyes de
    Moisés, los hombres levantaron altares, sacrificaron
    animales y
    derramaron la sangre.
    Después de Moisés, estos sacrificios quedaron
    regulados mediante las leyes del culto divino en el Antiguo
    Testamento.

    Los grande Profetas de los siglos XIII y VII antes de
    Cristo protestaron fuertemente ante la inmoralidad de quienes
    pretendían adorar a Dios mediante los sacrificios de
    animales. Este
    sistema de
    sacrificios continuó hasta la destrucción del
    Templo de Jerusalén en el año 70 de nuestra era. La
    enseñanza del Antiguo Testamento se podría resumir
    diciendo que sin derramamiento de sangre no
    habría salvación, porque la vida del hombre
    está en la sangre, y sin
    derramamiento de sangre no hay perdón de
    pecados.

    El pecado abrió un abismo entre Dios y el hombre,
    y la Cruz del Calvario es el puente tendido sobre ese abismo. El
    pecado rompió la
    comunicación, la Cruz la restauró. La
    única paga del pecado es la muerte, pero la Cruz de Cristo
    nos regaló la vida eterna.

    Cuando Jesucristo vino al mundo supo muy bien
    cuál era su destino, entendió claramente que
    Él tenía que morir. Reconoció que las
    Escrituras del Antiguo Testamento daban testimonio de Él y
    que las grandes expectativas predichas por los grandes Profetas
    tendrían su cumplimiento en Él. Cuando Jesucristo
    empezó su ministerio público, llamando al
    arrepentimiento y a la conversión porque el Reino de Dios
    había irrumpido en la historia a través de sus
    milagros, de sus sanidades y portentos, Él sabía
    que al final lo esperaba el sufrimiento.

    Cuando se encontró con sus discípulos en
    un pueblo llamado Cesarea de Filipo, después que Pedro lo
    reconoció y lo confesó con el Mesías
    prometido a Israel, como el
    Hijo del Dios Bendito, Jesucristo cambió por completo el
    rumbo de su ministerio público, y empezó a
    enseñarles abiertamente que Él tendría que
    sufrir y ser rechazado por su pueblo. Jesucristo tuvo plena
    conciencia de que su sufrimiento era parte de la Voluntad del
    Padre; sabía que tendría que ser probado por un
    "bautismo de muerte" y no se sintió plenamente satisfecho
    hasta que lo cumplió en la Cruz del Calvario.

    Desde ese momento siguió avanzando a pie firme y
    fijamente hacia lo que Él llamó "Su Hora", la cual
    se cumplió poco antes de ser arrestado, y con los ojos
    puestos en la Cruz pudo decir: "Padre, la hora ha
    llegado"
    . Pero esta convicción de la prueba a la que
    tenía que ser sometido lo llenó de terribles
    sentimientos.

    Cuando llegó el momento del bautismo final,
    Él exclamó: "Mi alma está angustiada
    hasta la muerte, y ¿qué voy a decir? ¿Acaso
    voy a decir: Padre sálvame de lo que me va a suceder
    ahora? No, pues para esto precisamente he venido".

    Los escritores del Nuevo Testamento reconocen plenamente
    la suprema importancia y la absoluta centralidad de la Cruz del
    Calvario. Los cuatro evangelistas dedican a la última
    semana y a la muerte de Cristo un espacio mucho mayor que todo el
    que dedican al resto de su ministerio público de casi tres
    años. Las Epístolas, especialmente las de San
    Pablo, lo afirman abierta y categóricamente. San Pablo no
    se cansa de recordar a sus lectores la centralidad de la Cruz.
    Él tiene un sentimiento de profunda gratitud hacia
    Jesucristo, y por eso pudo escribir: "El Hijo de Dios me
    amó y se entregó a la muerte por mí"
    , y
    por eso su único motivo de orgullo fue la muerte de
    Jesucristo en la Cruz.

    A los cristianos de la ciudad de Corintio, envueltos en
    las sutilezas de la filosofía griega, Pablo les dijo:
    "los judíos buscan señales milagrosas y los
    griegos la sabiduría, pero nosotros predicamos a
    Jesucristo que fue crucificado… poder y sabiduría de
    Dios para salvación"
    . Y San Pablo se negó a
    conocer de otra cosa que no fuera de este Jesucristo
    crucificado.

    Todo el resto del Nuevo Testamento enseña la
    misma verdad. La carta llamada
    "A los Hebreos" afirma: "Ahora, cuando se están
    cumpliendo los tiempos, Cristo apareció una sola vez por
    todas, ofreciéndose a sí mismo como sacrificio para
    quitar el pecado"
    . Y en el Apocalipsis, Jesucristo es
    presentado como un Cordero Crucificado, y escuchamos a las
    multitudes de santos y de ángeles cantando: "El Cordero
    que fue crucificado es digno de tomar el poder, la gloria y la
    alabanza".

    En conclusión, desde los primeros
    capítulos del Génesis hasta los últimos del
    Apocalipsis, la Cruz de Cristo es el hilo escarlata que nos
    permite encontrar el camino en el laberinto de la historia de la
    humanidad narrada en la Biblia.

    El SIGNIFICADO DE LA CRUZ

    Antes de explicar el significado de la Cruz del Calvario
    es necesario reconocer que todavía sigue siendo un
    misterio. Para la fe cristiana, la Cruz del Calvario es el
    acontecimiento central de la historia de la humanidad. No es de
    extrañar, por lo tanto, que nuestra propia mente no pueda
    abarcar todo el significado de un acontecimiento tan
    trascedental. Como dice el mismo Apóstol Pablo: "Ahora
    vemos las cosas de una forma confusa, como reflejos borrosos en
    un espejo; pero entonces veremos con toda claridad. Ahora
    solamente conozco en parte, pero entonces voy a conocer
    completamente, como Dios me conoce a mí".

    Nos limitaremos a exponer lo que el Apóstol Pedro
    escribió acerca de la muerte de Jesús en la Cruz.
    Pedro fue miembro del círculo de apóstoles que se
    relacionaron más íntimamente con Jesucristo.
    "Pedro, Santiago y Juan" formaron un trío que
    disfrutó de un compañerismo más estrecho con
    el Maestro que el resto de los Apóstoles. Por eso, Pedro
    estaba en excelente condiciones para captar lo que Cristo
    pensó y enseñó acerca de su
    muerte.

    Pero además, podemos confiar en la
    enseñanza de Pedro porque al principio se resistió
    a aceptar la necesidad de los sufrimientos de Jesucristo.
    Él había sido el primero en reconocer la
    singularidad de la persona de Cristo, pero también fue el
    primero en negar la necesidad de su muerte. Después de
    haber declarado "Tú eres el Mesías", enseguida
    exclamó con mucha fuerza: "
    No, Señor", cuando Jesús comenzó a
    enseñar que el Mesías tenía que sufrir.
    Durante el resto del ministerio público de Jesús,
    Pedro se opuso rotundamente a la idea de verlo sufriendo hasta la
    muerte.

    Cuando Jesucristo fue arrestado en el Jardín,
    Pedro trató de defenderlo, pero después lo
    siguió de lejos. En medio de la desilusión que lo
    embargaba, lo negó tres veces y las lágrimas que
    derramó fueron no sólo de remordimiento sino de
    desesperación. Solo después de la
    Resurrección, cuando Jesús enseñó a
    los Apóstoles que según las Escrituras Él
    tenía que sufrir antes de ser Glorificado, Simón
    Pedro comenzó por fin a entender y a creer.

    A los pocos días, estaba tan aferrado a esta
    verdad que pudo hablar a las multitudes reunidas en el atrio del
    Templo de Jerusalén y decirles que Dios había
    cumplido lo que ya había antes dicho por medio de los
    Profetas: que el Mesías tenía que morir.

    Por eso, en su Primera Carta encontramos
    varias referencias a "los sufrimientos y Gloria de Cristo". Es
    posible que nosotros también vacilemos en admitir la
    necesidad de la Cruz, y seamos lentos para profundizar en su
    significado, pero si alguien puede enseñarnos sobre este
    asunto es Simón Pedro.

    Para Simón Pedro, Jesucristo murió para
    nuestro ejemplo. El trasfondo de su Primera Carta es la
    persecución. La hostilidad del Emperador Nerón
    hacia los cristianos provocó temor y desfallecimiento en
    el corazón de muchos cristianos, ya habían ocurrido
    violentos ataques, pero lo peor estaba por venir.

    Frente a esta amenaza, el consejo de Simón Pedro
    es directo. Si los cristianos son maltratados deben asegurarse
    que no sea por causa de hacer algún mal, sino que deben
    sufrir por causa de la justicia y recibir la persecución
    por causa del Nombre de Cristo. Los cristianos no debían
    ofrecer resistencia ni
    mucho menos desquitarse. El sobrellevar padecimientos injustos
    por causa del Nombre de Cristo contaba con la aprobación
    de Dios.

    Para explicar esto, la mente de Simón Pedro vuela
    hacia la Cruz del Calvario. El sufrimiento inmerecido es parte de
    la vocación del cristiano, afirma, "porque Cristo
    sufrió por nosotros dándonos un ejemplo, para que
    nosotros podamos seguir sus pisadas"
    .

    Jesucristo no hizo pecado ni hubo engaño en su
    boca, y sin embargo sufrió sin amenazar ni insultar a
    nadie. El significado de la Cruz de Cristo es tan incómodo
    en el siglo XX como lo fue en el siglo I.

    Así mostramos cómo el Apóstol Pedro
    afirmó que la muerte de Jesucristo en la Cruz del Calvario
    fue para darnos un ejemplo, para que nosotros pudiéramos
    seguir sus pisadas. La palabra "ejemplo", usada una sola vez en
    el Nuevo Testamento, se refiere al cuaderno en donde el maestro
    griego dibujaba el alfabeto perfecto, para que sirviera como
    modelo al
    alumno que estaba aprendiendo a escribir.

    Lo que el Apóstol Pedro quiso
    enseñar es que si nosotros queremos aprender a vivir,
    tenemos que trazar nuestra vida copiando el modelo de
    Jesucristo. Es decir, poniendo nuestros pasos sobre la huella de
    sus pisadas. Pero esto no es tan sencillo. Ya lo afirmamos antes:
    el desafío de la Cruz es tan incómodo ahora, en el
    siglo XX o en el XXI, como lo fue en el siglo I, y tiene tanta
    vigencia hoy como la tuvo en el pasado.

    Quizás no hay nada tan opuesto a nuestros
    instintos naturales como el mandamiento de soportar el
    sufrimiento injusto sin oponer resistencia, para
    vencer el mal con el bien. Pero la Cruz de Cristo nos llama a
    aceptar la injuria, a amar a nuestros enemigos, a orar por
    aquellos que nos persiguen, a dejar en manos de Dios los deseos
    de venganza.

    Sin embargo, la muerte de Jesucristo en la Cruz es algo
    mucho más que un ejemplo inspirador. Si fuera solamente un
    buen ejemplo, buena parte de los relatos de los Evangelios
    serían inexplicables. Por ejemplo: allí
    están esas extrañas afirmaciones de Jesucristo de
    que Él daría su vida como precio por la
    libertad de muchos, y derramaría su sangre para el
    perdón de los pecados. En un ejemplo no hay
    redención. Un modelo no
    puede asegurarle el perdón de los pecados a
    nadie.

    Además, ¿Por qué Jesucristo se
    sintió tan oprimido por sentimientos terribles y
    angustiosos a medida que se aproximaba a la Cruz?
    ¿Cómo explicar la inmensa agonía en el
    Jardín de Getsemaní: sus lágrimas, su clamor
    y su sudor de sangre? ¿ Fue acaso la Cruz el trago amargo
    ante el cual quiso retroceder? ¿Sintió miedo ante
    el dolor y la muerte? Si esto es así, entonces su ejemplo
    no sería tan digno de imitar. Más coraje
    mostró el filósofo Sócrates
    cuando, según Platón,
    bebió el veneno con alegría y de buena
    gana.

    ¿Qué significado entonces tendrían
    las densas tinieblas que cubrieron la tierra, el
    grito de desamparo, la ruptura del velo del Templo de
    Jerusalén, partido de arriba abajo? Todas estas cosas
    carecerían de significado si la muerte de Jesucristo fuera
    solamente para darnos un buen ejemplo.

    Pero nuestra necesidad humana no requiere solamente de
    un buen ejemplo para ser satisfecha. No necesitamos solamente de
    un buen ejemplo. Necesitamos de un SALVADOR. Un buen
    ejemplo puede motivar nuestra imaginación, avivar nuestro
    idealismo,
    fortalecer nuestra capacidad de decisión y deseos de
    luchar, pero nunca podrá limpiarnos la mancha de nuestros
    pecados, ni dar paz a nuestra conciencia atribulada ni
    reconciliarnos con Dios.

    La enseñanza apostólica contenida en el
    Nuevo Testamento es contundente, unánime y sin asomo de la
    menor duda al afirmar que la presencia de Jesucristo en el mundo
    y su muerte en la Cruz del Calvario fue para el perdón de
    nuestros pecados. Todos afirman a una voz que Jesucristo vino al
    mundo para quitar nuestros pecados y que murió para darnos
    perdón y vida eterna, la vida abundante.

    En su primera carta, el Apóstol Pedro describe la
    relación entre la muerte de Cristo y nuestros pecados en
    los siguientes términos: "Jesucristo mismo llevó
    nuestros pecados en su cuerpo sobre la cruz"
    (cap. 2:24).
    Esta expresión "llevar el pecado" puede que nos resulte
    extraña y para entenderla tenemos que remitirnos al
    Antiguo Testamento, en donde en varios textos se dice que quien
    quebrante los mandamientos de Dios "llevará su
    pecado"
    . Esta expresión sólo puede significar
    una cosa: es sufrir las consecuencias del pecado propio, soportar
    la sentencia y el castigo.

    Los sacrificios de animales
    ordenados en la Ley mosaica, y que hoy nos resultan totalmente
    incomprensibles, tenían la finalidad de ilustrar la
    posibilidad de que otra persona pudiera aceptar la responsabilidad de llevar las consecuencias de los
    pecados ajenos.

    En el gran Día de la Expiación, el Sumo
    Sacerdote de Israel debía colocar sus manos sobre un chivo
    macho, acto por el cual él y el pueblo se identificaban en
    el animal, y entonces tenía que confesar sus pecados
    propios y los de la nación, transfiriéndolos
    simbólicamente al chivo macho, el cual era arrojado al
    desierto hasta morir.

    Es decir, "el chivo expiatorio" llevaría sobre
    sí los pecados de toda la nación. Esto muestra que
    "llevar el pecado de otro" significa transformarse
    en su sustituto, sufrir el castigo del pecado en su
    lugar.

    Sin embargo, como lo afirma el Nuevo Testamento, la
    sangre de los toros y de los chivos expiatorios nunca pudo quitar
    el pecado de los hombres. Por eso, el Profeta Isaías,
    capítulo 53, anuncia que el sufrimiento de un inocente,
    que es llevado "como oveja al
    matadero
    " sobre la cual Dios puso
    todas las iniquidades de todos nosotros, será la ofrenda
    que Dios aceptará para expiar nuestras culpas.

    Cuando al fin de los tiempos llegó Jesucristo,
    después de siglos de espera y preparación, Juan el
    Bautista lo presentó públicamente con estas
    palabras extraordinarias: "Miren, este es el Cordero de Dios,
    que quita el pecado del mundo"
    . Más tarde, cuando se
    escribió el Nuevo Testamento, todos sus autores no
    tuvieron dificultad en reconocer que la muerte de Jesucristo era
    el sacrificio final en el cual todos los sacrificios del Antiguo
    Testamento alcanzaron su pleno cumplimiento.

    Esta verdad es una parte fundamental del mensaje de todo
    el Nuevo Testamento: Cristo se ofreció a sí mismo,
    una sola vez para siempre, como sacrificio vivo para quitar el
    pecado de todos nosotros. Él se identificó con los
    pecados de todos nosotros. No sólo se contentó con
    asumir nuestra propia naturaleza; también tomó
    sobre sí mismo todas nuestras iniquidades. No sólo
    se hizo hombre en el vientre de María, fue hecho
    pecado
    en la Cruz del Calvario en sustitución de todos
    nosotros.

    Esta sorprendente afirmación encierra uno de los
    misterios más abismales: Dios no quiso hacernos
    responsables de nuestras iniquidades, y entonces, en su amor por
    nosotros, un amor que nadie merecía, descargó sobre
    Jesucristo, la víctima inocente, el pecado de todos
    nosotros y lo trató como el chivo expiatorio para que
    nosotros, unidos e identificados con Él, lleguemos a tener
    la Vida que Dios siempre ha querido darnos.

    "Cristo fue hecho pecado en la Cruz del
    Calvario
    ", es una de las
    expresiones más sorprendentes de toda la enseñanza
    de la Biblia. Cuando contemplamos la Cruz del Calvario comenzamos
    a comprender las terribles implicaciones de estas palabras del
    Apóstol Pablo. Recordemos que cuando Jesucristo entregaba
    su vida en el Calvario, en pleno mediodía, dice la
    Escritura que
    "hubo tinieblas sobre toda la
    tierra"
    , que continuaron durante tres horas.

    La oscuridad estuvo acompañada por el silencio.
    Nadie podía ver ni describir con palabras el terrible
    espectáculo: el Inmaculado Cordero de Dios estaba llevando
    voluntariamente sobre su cuerpo los pecados acumulados de toda la
    historia humana. En ese marco de desamparo espiritual, de
    angustia y desolación, de sus labios surgió un
    gemido desgarrador: "Dios mío, Dios mío,
    ¿por qué me has abandonado?

    Estas palabras son parte de una cita del Salmo 22 del
    Antiguo Testamento, lo que indica que durante su agonía
    Jesucristo estuvo meditando en este salmo de David que habla de
    los sufrimientos y gloria del Mesías. Pero, por qué
    citó Él ese verso? ¿Por qué no
    citó algunos de los versículos que hablan del
    triunfo del Mesías? ¿Hemos de pensar que fue un
    grito de debilidad, de desesperación humana o de
    extravío mental por causa de la agonía?.

    NO. A estas palabras hay que darles el peso que tienen.
    Jesucristo gritó esas palabras de las Escrituras porque
    entendió que se estaba cumpliendo en Él, que
    Él estaba llevando sobre su cuerpo todos los pecados de la
    humanidad, y Dios el Padre no pudo contemplar la agonía de
    Jesu-cristo porque todos nuestros pecados se estaban
    interponiendo entre el Padre y el Hijo.

    El Hijo de Dios, que estaba eternamente con el Padre y
    gozó de plena comunión con Él durante su
    vida terrena, estaba siendo momentáneamente abandonado.
    Por causa de los pecados de toda la historia humana, Jesucristo
    estaba siendo sepultado en el infierno, saboreando el tormento de
    ser separado de la comunión con su Padre.

    Al cargar con todos los pecados de la historia humana,
    Jesucristo murió nuestra propia muerte. Soportó en
    nuestro lugar el terrible castigo que merecíamos todos
    nosotros.

    Pero no todo fue tinieblas y silencio. En medio de esa
    espantosa oscuridad, emergió un grito de triunfo: "Todo
    está consumado: Padre, en tus manos encomiendo mi
    espíritu".
    Así había completado la obra
    para la cual había venido. Los pecados de todos nosotros
    habían sido quitados. La reconciliación con Dios
    estaba ahora al alcance de todos los que decidieran confiar en
    ese Sacrificio Eterno. Todos los que creyeran en Él como
    Su Salvador tendrían la oportunidad de restablecer la
    comunión con el Padre.

    Inmediatamente después de morir en la Cruz, como
    una demostración pública de su triunfo, la Biblia
    nos dice que la mano invisible de Dios rasgó el velo del
    Templo de Jerusalén y lo echó a un lado. Ya no
    había separación del Lugar Santísimo. El
    camino hacia la Presencia Santa de Dios estaba abierto para
    nosotros. Treinta y seis horas después de haber sido
    sepultado, Jesucristo se levantó triunfante de la tumba
    para demostrar que su muerte no había sido en vano. La
    Vida triunfó sobre la muerte.

    El tema de Jesucristo muriendo en la Cruz del Calvario
    por nuestros pecados, llevando sobre su cuerpo el pecado de toda
    la historia humana para reconciliarnos con Dios, no es muy
    popular hoy. Vivimos en tiempos de religión de ofertas:
    muchas ofertas religiosas para alcanzar la felicidad, la paz
    mental, la prosperidad, para aprender un curso de milagros, para
    "parar de sufrir", para aprender a cómo obtener nuestro
    propio auto-perdón y una cantidad incontable de ofertas
    que llenan el moderno supermercado de la metafísica y el
    esoterismo religioso de la "nueva era". Próspero negocio
    para unos cuantos vivos.

    Predicar y enseñar hoy sobre la Cruz de Cristo
    parece estar fuera de moda.
    También en el pasado lo estaba. La Cruz de Cristo fue un
    escándalo para los judíos, y una locura para la
    sabiduría de los griegos. Pero esta locura de la Cruz ha
    sido y es la Gloria de la Iglesia de Cristo, porque Dios
    escogió salvar a la humanidad mediante la
    predicación de esta locura. El Apóstol Pablo lo
    proclamó con orgullo santo:
    "Lejos esté de mí gloriarme
    sino en la Cruz de nuestro Señor Jesucristo"

    (Gálatas 6:14).

    Desde entonces el mensaje de la Iglesia de Cristo ha
    sido el mismo: "Nosotros predicamos
    a Jesucristo y a éste crucificado",

    porque "Dios estaba en Cristo poniendo al mundo en paz
    con Él"
    . No podemos explicar cómo Dios pudo
    estar reconciliando al mundo y, al mismo tiempo en la Cruz,
    convirtiendo a Cristo en pecado por nosotros. Pero aunque no
    podamos ni siquiera sondear este misterio, debemos proclamar esta
    verdad: Jesucristo sufrió el castigo de nuestros pecado en
    nuestro lugar.

    La enseñanza bíblica es absolutamente
    consistente. El pecado nos había separado de Dios, pero
    Cristo nos ha reconciliado nuevamente con Dios, nos ha llevado de
    vuelta a la Casa del Padre Celestial. Por eso sufrió la
    muerte en la Cruz en nuestro lugar, y lo hizo una sola vez y para
    siempre, de una vez por todas, de modo que no puede repetirse, ni
    mejorarse, ni añadírsele nada, ni suplementarse con
    nada.

    Pero ¿qué significa todo esto? Significa
    que ninguna observancia o práctica religiosa ni ninguna
    "buena obra", ni ninguna indulgencia
    , por más Jubileo
    del año 2000 al cual asistamos, podrán jamás
    "ganar nuestro perdón".

    Mucha gente en nuestro contexto cultural considera que
    la religión
    es un sistema de
    méritos humanos, y han terminado haciendo del cristianismo
    una caricatura comparable a cual-quiera de las religiones orientales.
    Muchos no ven la diferencia entre el Evangelio y las religiones
    orientales, porque están enseñados a pensar que
    para agradar a Dios tienen que hacer méritos.

    Mucha gente ha sido criada y enseñada en este
    sistema de
    religión por méritos y piensan que para obtener el
    perdón de Dios tienen que hacer algo, tienen que acumular
    méritos. Esta enseñanza es contradictoria con el
    mensaje de la Cruz de Cristo.

    Jesucristo murió para expiar nuestros pecados
    sencillamente porque jamás nosotros podemos expiarlos por
    nuestra propia cuenta. Si pudiéramos hacerlo, el
    Sacrificio de Jesucristo en la Cruz sería una redundancia.
    Afirmar que podemos alcanzar el perdón de Dios por
    nuestros propios méritos y esfuerzos es un insulto a
    Jesucristo porque equivale a decir que podemos
    arreglárnosla sin Él, que no era necesario que
    Él muriera.

    Si pudiéramos ganar el perdón de Dios por
    nuestras propias obras, por muy buenas que éstas sean,
    entonces de nada serviría la muerte de Cristo en la Cruz.
    El mensaje de la Cruz, aunque parezca una tontería para
    muchos, es la única fuente eterna de nuestra paz y de
    nuestra salvación. Aunque para muchos parezca una
    tontería, la Cruz de Cristo es y seguirá siendo la
    única fuente de eterna salvación, y, nos guste o
    no, ése es y debe seguir siendo el mensaje proclamado por
    la Iglesia de Cristo. Pero, ¿qué queremos decir con
    SALVACIÓN?

    "Salvación" es un término
    sumamente amplio, y es un gran error suponer que se refiere
    única y exclusivamente al perdón de nuestros
    pecados. Dios se interesa no sólo por nuestro pasado y por
    nuestro futuro, sino también por nuestro presente. El
    propósito de la muerte de Jesucristo en la Cruz es, en
    primer lugar, reconciliarnos con Dios, pero esta
    reconciliación tiene por finalidad liberarnos
    progresivamente de nuestros egoísmos y ego-centrismo para
    llevarnos a una vida de plena armonía y
    reconciliación con nuestros semejantes.

    LA IGLESIA DE CRISTO

    Ciertamente Cristo, por su Sacrificio
    Eterno en la Cruz, nos libera de la muerte, pero
    ¿Quién nos libera de nosotros mismos? La Biblia nos
    enseña que la liberación de nuestros
    egoísmos es obra del Espíritu de Dios. Por causa de
    nuestra salvación, Dios nos incorpora a una comunidad nueva,
    a una comunidad de amor
    y de fraternidad. Esta Nueva Humanidad es LA IGLESIA. Pero,
    ¿qué entendemos por "Iglesia"?

    No debemos concebir el pecado como una serie de accidentes
    morales desconectados entre sí; nuestros pecados son los
    síntomas de una grave enfermedad interna. El árbol
    se conoce por sus frutos; la calidad de los
    frutos depende de la calidad del
    árbol que los produce. El árbol bueno da buenos
    frutos, el árbol malo produce malos frutos. Por
    consiguiente la causa profunda de nuestros pecados es nuestra
    naturaleza. Y esta naturaleza es egocéntrica. Por lo
    tanto, para cambiar nuestra conducta
    pecaminosa se requiere un cambio de naturaleza.

    Pero, ¿acaso puede ser cambiada esta naturaleza?
    ¿Es posible que una persona colérica llegue a ser
    una persona dulce? ¿Es posible que un orgulloso llegue a
    ser humilde? ¿Es posible que un egoísta llegue a
    ser una persona generosa y altruista?

    La Biblia dice que estos milagros sí pueden
    suceder, y ésta es parte de la Gloria del Evangelio.
    Jesucristo ofrece cambiar no sólo nuestra relación
    con Dios sino también nuestra propia naturaleza.
    Jesucristo habló de la necesidad de un NUEVO NACIMIENTO y
    sus palabras mantienen absoluta vigencia: "En verdad les digo,
    que el que no nace de nuevo no puede ver el Reino de Dios…
    todos tienen que nacer de nuevo".

    Esto mismo lo afirma categóricamente
    el Apóstol Pablo: "De modo que si alguno está en
    Cristo, nueva creación es".
    Estamos frente a la
    posibilidad de tener un nuevo corazón, una nueva vida, una
    nueva naturaleza. Pero este tremendo cambio profundo es obra del
    Espíritu de Dios. El "nuevo nacimiento" viene del
    Espíritu de Dios.

    El Espíritu de Dios ha estado siempre
    activo y presente en el mundo, desde antes de la creación
    misma. Los Profetas del Antiguo Testamento hablaron de una
    época cuando la presencia del Espíritu Santo se
    derramaría sobre toda carne, sobre todos los pueblos y
    naciones.

    Jesucristo, al partir de este mundo, prometió que
    el Espíritu Santo vendría a ocupar su lugar en el
    mundo. El ES EL ÚNICO Y VERDADERO VICARIO DE CRISTO EN LA
    TIERRA.

    Esta presencia especial del Espíritu Santo se
    derramó sobre los discípulos de Cristo en el
    día llamado de Pentecóstés. Desde entonces,
    Cristo no sólo está "CON nosotros", sino que
    Él "estará siempre EN nosotros". Esta presencia y
    habitación de Cristo CON y EN nosotros, por medio de su
    Espíritu Santo, es lo que ha creado esa nueva comunidad llamada
    IGLESIA. La comunión de los que han nacido de nuevo.
    Hablaremos de ella en las próximas
    páginas.

    En un cierto sentido, la enseñanza de Jesucristo
    fue un fracaso. Muchas veces, en sus tres años de
    ministerio público, Él había enseñado
    a sus discípulos sobre la humildad, que debían ser
    humildes como él. Pero, al final de su vida terrenal,
    Pedro, por ejemplo, seguía siendo un orgulloso, prepotente
    y soberbio. Muchas fueron las veces en que les
    enseñó que debían tratar con amor a todos;
    sin embargo, sus discípulos Juan y Santiago, hasta el
    final, hicieron honor a sus apodos de "hijos del
    trueno".

    Sin embargo, cuando continuamos leyendo el
    Nuevo Testamento, nos encontramos en la Primera Carta de Pedro
    con significativas enseñanzas sobre la humildad, y cuando
    leemos las Cartas de Juan
    vemos cómo sobreabundan en la experiencia del amor.
    ¿A qué se debe esta tremenda diferencia? La
    respuesta la encontramos en el llamado "Día de
    Pentecostés". Ese día El Espíritu de Dios se
    derramó en forma especial sobre los discípulos; ese
    día nació a la luz pública la Iglesia de
    Cristo.

    ¡Pero, cuidado! Cuando escuchamos o leemos la
    palabra "IGLESIA" estamos acostumbrados a pensar en la poderosa e
    impresionante estructura
    vertical conformada por los Sacerdotes, por los Obispos, los
    religiosos y religiosas, por la Jerarquía, a cuya cabeza
    reina soberano el Papa, y de la cual el pueblo, los laicos, los
    de demás, forman a penas un apéndice llamado "los
    fieles".

    Nadie piense que el Día de Pentecostés fue
    una experiencia única y exclusivamente reservada para los
    Apóstoles y algunos santos supereminentes. En el Nuevo
    Testamento hay un mandato determinante y claro para todos los que
    quieren seguir a Jesucristo como sus discípulos: "Sed
    llenos del Espíritu Santo"
    .

    La presencia interna del Espíritu de Dios en cada
    persona que se dice ser cristiano es el certificado de nacimiento
    de la Iglesia. Si el Espíritu Santo no habita, no ha
    fijado su residencia, en cada uno de nosotros, en todos los que
    decimos creer en Jesucristo, simplemente no hay
    Iglesia
    .

    Así de sencillo. Sin el Espíritu de Dios
    morando en cada corazón, no existe Iglesia, aunque
    tengamos las más poderosas estructuras
    religiosas, los más espectaculares Templos y Catedrales,
    las más impresionantes ceremonias religiosas y las
    más pomposas y lujosas vestiduras.

    Esto no lo decimos los evangélicos. Lo afirma
    rotundamente el Apóstol Pablo: "Si alguno no tiene el
    Espíritu de Cristo, no es de Cristo"
    (Romanos 8:9) y
    es una enseñanza consistente de todo el Nuevo Testamento.
    Cuando ponemos nuestra fe y confianza absolutamente en Jesucristo
    y nos entregamos a Él para ser sus discípulos,
    entonces el Espíritu de Dios toma posesión de
    nosotros y hace de nuestros cuerpos su Templo. Nosotros somos,
    pues, Templo del Espí-ritu Santo, si es que el
    Espíritu de Dios mora en nosotros.

    No se crea que esto es una papaya. Por el contrario,
    esto significa entrar en un conflicto, en
    una tremenda lucha. Por una lado, la presencia del
    Espíritu Santo en nosotros abre un camino hacia la
    libertad y la victoria sobre el pecado, pero al mismo tiempo nos
    introduce en un verdadero campo de batalla. San Pablo nos da una
    dramática descripción de esta batalla en el cap. 5
    de su Carta a los Gálatas.

    En esta forma, los cristianos somos convertidos en campo
    de batalla. Los combatientes en esta batalla son nuestra
    naturaleza egoísta y ególatra, que el
    Apóstol llama "La Carne", y el Espíritu de Dios que
    nos anhela celosamente. Esto no es una árida teoría
    teológica. Es la experiencia diaria de todo verdadero
    discípulo de Cristo. De esta batalla seguiremos
    hablando.

    Terminamos las páginas anteriores
    hablando de la gran batalla espiritual que se desarrolla en la
    vida de toda persona que permite que el Espíritu de Dios
    more en él. En su carta a los Gálatas, cap. 5,
    Pablo afirma que los deseos de nuestra naturaleza egoísta
    batallan contra los deseos del Espíritu, y los deseos del
    Espíritu se oponen a nuestros deseos egocéntricos.
    Es decir, ambas naturalezas, la espiritual y la meramente humana,
    están enfrentadas en nosotros a fin de que no podamos
    hacer lo que nos dé la gana.

    Esta es una experiencia diaria de todo verdadero
    cristiano. Somos absolutamente cons-cientes de que los deseos de
    nuestra naturaleza ejercen una poderosa presión sobre
    nosotros, pero también de que una poderosa fuerza tira en
    sentido contrario. Si dejamos sueltas las riendas de nuestros
    deseos, nos lanzamos a la más profunda oscuridad moral, a
    una verdadera "selva moral", cuyos resultados están a la
    vista a diario en las páginas de los periódicos y
    en las pantallas de la TV, en la cultura de la
    muerte que nos rodea.

    Pero si permitimos que el Espíritu sea quien nos
    gobierne, el resultado será una vida de amor,
    alegría, gozo, paciencia, amabilidad, bondad, dominio propio,
    fidelidad, humildad y paz. A esto la Biblia lo llama "el fruto
    del Espíritu". Si el árbol es bueno, dará
    buenos frutos; pero si el árbol es malo, no puede dar
    nunca buenos frutos.

    ¿Cómo podemos dominar a nuestra naturaleza
    egoísta de manera que los buenos frutos nazcan, crezcan y
    maduren en nosotros? La respuesta está en la actitud que
    adoptemos frente a cada una de estas fuerzas que combaten en
    nosotros. Nuevamente encontramos la clave en la Biblia, la
    Palabra de Dios: "Los que son de
    Cristo, ya han crucificado la naturaleza humana junto con sus
    pasiones y deseos"
    (Gálatas
    5:24).

    Frente a la naturaleza puramente humana, tenemos que
    vivir según la naturaleza del Espíritu. Es
    necesario adoptar una actitud de
    duro rechazo y resistencia
    frente a la dominación ejercida por los apetitos de
    nuestra naturaleza egoísta y egocéntrica. Pero
    debemos rendirnos confiadamente al dominio
    indiscutido de nuestra naturaleza espiritual para que los frutos
    del Espíritu maduren y brillen en nuestra vida.

    San Pablo expone esta profunda verdad en su
    Segunda Carta a los Corintios, cap. 3:18: "Por tanto, nosotros
    todos, mirando con el rostro descubierto y reflejando como en un
    espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria
    en gloria en su misma imagen por la acción del
    Espíritu del Señor".

    Esto es lo que hace el Espíritu de
    Dios cuando dejamos que tome el dominio absoluto
    de nuestra naturaleza humana: nos transforma a la imagen y
    semejanza de Jesucristo mismo.

    Mientras continuemos mirando fijamente a Jesucristo, el
    poder de su Espíritu nos va trans-formando conforme a su
    imagen y semejanza. De nuestra parte, sólo nos toca el
    arrepentimiento, la fe y la disciplina, la
    entrega incondicional a Él. El resultado, esos frutos que
    hemos mencionado, será la obra exclusivamente del
    Espíritu de Dios.

    Ningún escritor podrá escribir obras como
    las de Cervantes con tan solo mirar o leer algunos de sus obras.
    Sólo Cervantes pudo escribir sus obras. Pero, si el genio
    de Cervantes pudiera venir y vivir en mí, entonces yo
    podría escribir obras como las que él
    escribió. De igual modo, nada ganamos con tener por
    delante de nosotros la vida de Jesucristo. Yo no podría
    vivir vida semejante con tan solo leer de ella en los
    Evangelios.

    Sólo Jesús de Nazareth pudo vivir como
    Jesús de Nazareth. Pero, si el Espíritu de Cristo
    pudiera venir y vivir en mí, entonces yo podría
    vivir una vida semejante a la de Jesucristo. En esto consiste
    sencillamente el concepto de la
    santidad según la enseñanza de la Biblia. En vivir
    una vida semejante a la de Jesús de Nazaret. Y este es el
    secreto de una vida auténticamente cristiana.

    No se trata de que nosotros nos vamos a esforzar por
    vivir una vida semejante a la de Él. No es que nosotros
    vamos a copiar su estilo de vida. Jamás lo
    podríamos hacer. Se trata de permitir que Jesucristo venga
    a mí y viva en mí, por medio de su Espíritu.
    No basta tener a Jesucristo como un buen ejemplo de vida; es
    necesario que Él viva en nosotros como Salvador y
    Señor. Si por su muerte tenemos el perdón de
    nuestros pecados, por su presencia viva en nosotros, por su
    Espíritu, tenemos el poder de romper con el dominio de
    nuestra egocéntrica naturaleza y de vencerla.

    El pecado tiene un poder centrífugo. El pecado es
    un poder que interfiere en todas las relaciones
    humanas, de cualquier tipo. Es una fuerza que separa, que
    rompe amistades, destruye familias, genera conflictos
    sociales y guerras entre
    naciones. El pecado separa al hombre de su relación con
    Dios. También lo separa de relación con los
    demás hombres. Y además destruye su relación
    consigo mismo.

    Todos conocemos por experiencia como cualquier
    comunidad, ( sea una escuela, un
    hospital, una fábrica, un sindicato, una
    universidad, un
    equipo deportivo, una Iglesia, un partido político, etc.),
    puede convertirse en un hervidero de rivalidades, contiendas,
    conflictos y
    enemistades. Vivir juntos y en armonía es posiblemente la
    experiencia más difícil de lograr en la sociedad
    humana.

    Pero, desde el principio de la Creación, el
    propósito de Dios es poner fin a las enemistades y
    contiendas entre los hombres. Dios ha querido reconciliarse con
    nosotros y reconciliarnos entre nosotros mismos. Pero esta
    reconciliación no es una conquista aislada. Dios no nos ha
    salvado de la enemistad para que vivamos aislados, cada quien por
    su lado, desconectados entre nosotros mismos. Desde el principio,
    Dios se propuso formar para sí mismo un pueblo suyo
    propio.

    Esta historia comienza con el llamamiento de Abraham
    para que abandonara su tierra y su
    familia y se
    fuera a una tierra que
    Dios le había prometido. Dios le dio a Abraham la promesa
    de bendecirlo y de multiplicarlo, y de bendecir a todos los
    pueblos de la tierra a
    través de él y de su descendencia.
    ¿Cómo serían bendecidas todas las naciones
    de la tierra a través de Abraham?

    Siglo tras siglo, en el desarrollo de
    la historia, el pueblo nacido de Abraham, en lugar de ser
    bendición para todos las naciones, parecía
    más bien una maldición. Encerrado detrás de
    sus altos muros religiosos, el Pueblo de Dios se reparó de
    los otros pueblos para no contaminarse por el contacto con los "
    gentiles inmundos". En varias etapas de su historia,
    parecía que el Pueblo de Israel había perdido su
    destino como bendición para las demás naciones.
    ¿Habría sido la promesa de Dios para Abraham una
    mentira?

    De ninguna manera. Los Profetas
    bíblicos vislumbraron un tiempo cuando, desde todos los
    confines de la tierra, vendrían todos los pueblos en
    búsqueda del Reino de Dios. Cuando vino el cumplimiento
    del tiempo, apareció Jesús de Nazaret y
    anunció la llegada del tan largamente esperado Reino.
    Desde ese momento, el Pueblo de Dios ya no sería una
    nación apartada, sino una comunidad cuyos miembros
    procederían de todas las razas, naciones, tribus y
    lenguas.

    Para lograr ese propósito, El Señor
    Resucitado ordenó a sus discípulos. "Id por todo
    el mundo, y haced discípulos en todas las
    naciones
    ". A la totalidad de estos
    discípulos, Jesús los llamó: "MI IGLESIA". Y
    así es como la promesa de Dios hecha a Abraham y a sus
    descendientes se está cumpliendo hoy, con el desarrollo y
    expansión del Pueblo de Dios en todo el mundo.

    El Nuevo Testamento presenta a este Pueblo de Dios, la
    Iglesia de Jesucristo, como una unidad de todos los creyentes en
    un cuerpo. La Iglesia, dice San Pablo, es El Cuerpo de Cristo.
    Cada cristiano es un miembro de ese Cuerpo, y Jesucristo mismo es
    la Cabeza que controla todas las actividades de ese organismo. No
    todos los órganos del cuerpo tienen las mismas funciones, pero
    todos los miembros del cuerpo son indispensables para mantener la
    salud y la
    utilidad del
    cuerpo.

    A todo este cuerpo lo anima la misma vida. La unidad
    del cuerpo depende de la presencia de Su Cabeza, que es
    Cristo
    . Hay un solo Cuerpo, un solo Señor y un solo
    Espíritu que le da la vida al Cuerpo. Esta unidad
    espiritual interna del Cuerpo no es destruida ni siquiera por las
    divisiones organizacionales externas de la Iglesia. La unidad de
    la Iglesia es indisoluble porque es la Unidad en el
    Espíritu de Cristo, presente y activo en medio de su
    Cuerpo. La Iglesia es, entonces, la Comunidad del
    Espíritu
    , no la
    organización humana, ni la Jerarquía religiosa,
    ni sus instituciones
    políticas o sociales.

    Pero esta participación en un Solo y
    Único Cuerpo
    , que se extiende por todo el mundo,
    solamente es posible mediante nuestra incorporación y
    participación en una comunidad local, que es la
    manifestación particular de la Iglesia Total
    Universal.

    La unidad de ese Cuerpo Universal que es la Iglesia
    depende de la Presencia en ella de Jesucristo, Su única
    Cabeza. Ni siquiera las divisiones institucionales, con todo lo
    lamentables que son, destruyen la unidad del Cuerpo de Cristo
    pues esta unidad consiste en la común participación
    en la vida en unión con Cristo, como Cabeza.

    Solamente participando en la vida de una comunidad
    local, en una Iglesia local, podemos afirmar nuestra
    participación en la vida de la Iglesia Total Universal, la
    que se extiende por todo el mundo. Esta participación es
    la oportunidad de adorar a Dios en comunión con otros
    cristianos y de servir a la sociedad en la manifestación
    de los dones con los que Dios ha dotado a la Iglesia Universal.
    Esto es lo que el Credo llama La Comunión de los
    Santos".

    Muchos reaccionan contra la Iglesia Jerárquica
    institucional y la rechazan por completo. A menudo la Iglesia
    como institución se muestra arcaica, volcada sobre
    sí misma, reaccionaria. Pero es necesario recordar que la
    Iglesia está integrada por gente, no por ángeles,
    por pecadores que no son infalibles. No tenemos que alejarnos de
    la Iglesia por esa razón, porque los mismos que la
    rechazan son igualmente pecadores y falibles. La Iglesia, por lo
    tanto, no es infalible, y lo que debemos repudiar es precisamente
    la pretendida infalibilidad que alguna organización eclesiástica se
    atribuyó desde cuna cierta etapa de su desarrollo
    ideológico.

    También tenemos que reconocer que no todos los
    que pertenecen a la Iglesia-Institución son,
    necesariamente, miembros de la Iglesia real, del Cuerpo de
    Cristo. Algunos cuyos nombres están escritos en los
    libros de la
    Iglesia visible no están inscritos en "el Libro de la
    Vida". A nosotros no nos corresponde juzgar, pues sólo el
    Señor de la Iglesia, como Cabeza, conoce quiénes
    son verdaderamente suyos. Las Iglesias locales admiten como
    miembros, por el bautismo, a personas que dicen o profesan
    tener fe en Cristo
    , pero sólo Dios conoce si son
    verdaderos creyentes, puesto que sólo Él conoce el
    corazón humano.

    El Espíritu Santo no sólo es el autor de
    la vida en común de la Iglesia, sino el creador del
    vínculo común de esa vida: el amor. Es el
    primer fruto del Espíritu de Cristo en su Cuerpo. El amor es la
    naturaleza misma de la vida del Cuerpo de Cristo.

    La verdadera unidad de la Iglesia es la vivencia de ese
    amor que permite que los verda-deros cristianos se sientan
    atraídos los unos a los otros sin importar la
    condición social y econó-mica, la formación
    cultural ni distinción racial. La relación que
    existe entre los miembros del Cuerpo de Cristo tiene que ser
    mucho más profunda, más íntima y cordial que
    las relaciones consanguíneas, porque el parentesco del
    Espíritu es mucho más fuerte que el de la
    carne.

    El parentesco del Espíritu es el de la Familia de
    Dios. La Biblia dice: "Nosotros
    sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a
    nuestros hermanos
    ". Este amor no es
    sentimental ni emotivo, se manifiesta en el sacrificio del
    servicio, en
    el deseo de enriquecer y ayudar a los demás. El amor en el
    Espíritu de Cristo es el que contrarresta la fuerza
    centrífuga del pecado, porque el amor une
    allí donde el pecado divide, el amor
    reconcilia allí donde el pecado separa y
    dispersa.

    Desgraciadamente, las páginas de la historia de
    la Iglesia han sido manchadas muy a menudo por la estupidez y el
    egoísmo, en franca desobediencia a la enseñanza de
    Cristo. Hay Iglesias que parecen estar muertas o a punto de morir
    por no vibrar llenas de la vida del amor en el Espíritu de
    Cristo. No todos los que se dicen ser cristianos manifiestan la
    vida del amor en Jesucristo.

    Con todo, el lugar del cristiano está en la
    comunidad de fe local, pese a sus imperfecciones y manchas. Es
    allí donde debe buscarse la calidad de la
    relación de Jesucristo con su pueblo, participando de la
    adoración a Dios y del testimonio de su
    Iglesia.

    Terminamos con las palabras del Apóstol Pablo a
    la Iglesia de Éfeso:

    "Yo, pues, preso en el Señor, os ruego que
    andéis como es digno de la vocación con que
    fuisteis llamados, con toda humildad y mansedumbre,
    soportándoos con paciencia los unos a los otros en amor,
    solícitos en guardar la unidad del Espíritu, como
    fuisteis también llamados en una misma esperanza de
    vuestra vocación; un Señor, una fe, un bautismo,
    un Dios y Padre de todos, el cual es sobre todo, y por todos, y
    en todos
    ". EFESIOS 4 : 1-7

    EL COSTO DE SER
    DISCÍPULOS

    El gran escándalo de la llamada cristiandad es lo
    que conocemos como el "cristianismo nominal". En países
    como los nuestros, en donde se ha desarrollado una
    civilización o cultura
    orientada por prácticas y doctrinas cristianas, hay
    millones de personas que se cubren con un barniz, con una
    apariencia de cristianismo, vistoso, cultural, folclórico,
    muy religioso, pero superficial, bobo y bofo.

    Nuestro cristianismo es una capa de pintura lo
    suficientemente visible como para cubrir las apariencias, para
    hacer que muchos aparezcan como personas e instituciones
    muy respetables. Este cristianismo cultural es como un
    almohadón de plumas, grande y blando, que sirve para
    protegernos de las situaciones desagradables de la vida, pero que
    es cambiado de lugar y de forma según las conveniencias de
    cada persona o situación.

    ¿Cómo sorprendernos, entonces, de que los
    críticos de la fe cristiana hablen de los
    hipócritas que hay en las iglesias y rechacen las
    enseñanzas de Jesucristo por considerarlas pura
    apariencia? En gran medida tienen sobradas razones para rechazar
    este barniz de cristianismo que cubre nuestra
    sociedad.

    El mensaje de Jesucristo fue muy diferente. Nunca
    rebajó sus normas ni modificó sus condiciones para
    que su llamado fuera más aceptable. A sus primeros
    discípulos les exigió, y a todos nos sigue
    exigiéndonos desde entonces, una entrega total y
    consciente. Y hoy no pide nada menos que eso. El dice:

    Si alguno me quiere seguir, debe olvidarse de
    sí mismo y seguirme aun a costa de su propia vida.
    Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el
    que pierda su vida por mi causa y por el mensaje de
    salvación, la salvará. ¿Pues de qué
    le sirve al hombre ganar el mundo entero y perder su alma?
    Porque ¿cuánto puede pagar el hombre para
    recobrar su alma?

    En su forma más simple el llamado de Cristo era:
    "Sígueme a mí". Él pedía a la gente
    una adhesión personal. Los invitaba a aprender de
    él, a obedecer sus palabras, a identificarse con él
    y con su causa.

    No se puede seguir a Jesucristo sin un abandono previo
    de algo. Seguir a Cristo significa renunciar a lealtades de menor
    importancia. Cuando él vivía entre los hombres
    aquí en la tierra, esto significaba un abandono literal
    del hogar y el trabajo.
    Simón y Andrés "dejaron sus redes y se fueron con
    él". Jacobo y Juan "dejaron a su padre Zebedeo en el barco
    con sus ayudantes, y se fueron con Jesús". Mateo, que
    escuchó el llamado de Cristo mientras estaba "sentado en
    el lugar donde se pagaban los impuestos… se
    levantó y, dejándolo todo, siguió a
    Jesús".

    Hoy, en principio, el llamado de Jesucristo no ha
    cambiado ni cambiará en el tercer milenio. Todavía
    Jesucristo sigue diciéndonos y llamándonos:
    "Sígueme". Y agrega: "Cualquiera de ustedes que no deje
    todo lo que tiene no puede ser mi discípulo."

    Es verdad que, para la mayoría de los cristianos,
    esto no significa que en la práctica tengamos que
    abandonar nuestros hogares o nuestros empleos. Significa,
    más bien, la entrega a Él de todo lo que somos y
    tenemos. Es renunciar a que la familia,
    el trabajo,
    los bines o la ambición personal ocupen el primer lugar en
    nuestra vida.

    Hoy, como ayer y como siempre, Jesucristo nos llama a un
    compromiso total con su persona, a una renuncia de la
    religión superficial y bofa, para vivir el compromiso
    radical de ser sus discípulos.

    Actualmente en ciertos círculos se ha puesto de
    moda la
    sorprendente idea de que es posible gozar de los beneficios de la
    salvación que Cristo ofrece, sin aceptar las exigencias de
    su señorío soberano. El Nuevo Testamento no
    contiene tal noción desafortunada. "Jesús es el
    Señor
    " es la formulación más temprana
    del credo cristiano.

    En tiempos en que la Roma imperial
    presionaba a los ciudadanos a declarar "César es el
    señor", la confesión cristiana resultaba peligrosa.
    Pero los cristianos no titubearon. No podían ofrecer al
    César su lealtad máxima, puesto que ya se la
    habían dado al Emperador Jesús. Dios había
    exaltado a su hijo Jesús por encima de todo principado y
    potestad y lo había investido con un rango superior a todo
    otro, a fin de que se doble toda rodilla y "todos reconozcan y
    confiesen que Jesucristo es Señor, para honra de Dios el
    Padre".

    Reconocer a Cristo como Señor es colocar cada
    departamento de nuestra vida pública y privada bajo su
    control. Esto
    incluye nuestra profesión. Dios tiene un
    propósito para cada vida. Nuestra obligación es
    descubrirlo y realizarlo. El plan de Dios
    puede ser distinto al plan que tengan
    nuestros padres o tengamos nosotros mismos. Si el cristiano es
    sensato, no hará nada apuradamente. Es posible que ya
    estemos comprometidos en la tarea que Dios quiere que hagamos, o
    nos estemos preparando para ella. Pero tal vez no. Si Cristo es
    nuestro Señor, debemos estar dispuestos a un cambio, si
    fuere necesario.

    Lo cierto es que Dios llama a cada cristiano a un
    "ministerio", es decir al servicio, a ser siervo de otros por
    causa de Cristo. El cristiano ya no puede vivir para sí
    mismo. No es claro qué forma ha de tomar este servicio.
    Podría ser el ministerio oficial de la iglesia o
    algún otro tipo de trabajo eclesiástico en el
    propio país o en el exterior. Pero es un gran error
    suponer que todo cristiano que toma en serio su entrega
    está llamado a la vida religiosa o al ministerio
    eclesiástico.

    Hay muchas formas de servicio que pueden llamarse o
    describirse como "ministerio cristiano".

    Por ejemplo, el llamado de una mujer a ser
    esposa y madre es un llamado al "ministerio cristiano" puesto que
    así servirá a Cristo, a su familia y a la
    comunidad. Esto se aplica a todo tipo de trabajo -la medicina, la
    investigación, las leyes, la educación, el
    servicio social, la política, la industria, los
    negocios y el
    comercio- en
    el cual el trabajador se dé a sí mismo como un
    colaborador de Dios en el servicio al hombre.

    No te apures demasiado en descubrir la voluntad de Dios
    para tu vida. Si te has rendido a él y esperas que
    él te muestre el camino, él te la dará a
    conocer a su debido tiempo. Cualesquiera sean las circunstancias,
    el cristiano no puede permanecer ocioso. Sea como jefe, como
    empleado o como profesional u obrero autónomo, tiene un
    Amo celestial. Aprende a ver el propósito de Dios en su
    trabajo y cualquier cosa que haga, la hace de buena gana "porque
    sirve al Señor y no a los hombres".

    Otro departamento de la vida que también se
    coloca bajo el dominio de
    Jesucristo es nuestro matrimonio y nuestro hogar.
    Jesús dio en cierta ocasión: "No crean que yo he
    venido a traer paz al mundo; pues no he venido a traer paz, sino
    lucha
    ." Siguió hablando del choque de lealtades que a
    veces surge en el seno de la familia
    cuando uno de sus miembros comienza a seguirlo.

    Tales conflictos familiares se producen todavía
    en nuestro tiempo. El cristiano nunca debe provocarlos. Tiene el
    deber específico de amar y honrar a sus padres y a otros
    miembros de la familia.
    Está llamado a ser un pacificador y por lo tanto, debe
    ceder en cuanto sea posible sin comprometer su deber para con
    Dios. Pero nunca puede olvidar las palabras de Cristo: "El que
    quiere a su padre o a su madre… a su hijo o a su hija
    más que a mí, no merece ser mi
    discípulo
    ."

    Además, el cristiano sólo tiene libertad
    para casarse con una persona creyente. La Biblia es bien clara al
    respecto: "No se unan ustedes con personas que no creen, pues
    así vendrían a formar una yunta
    desigual.

    Este mandamiento puede traer gran angustia a
    quien ya esté comprometido para contraer matrimonio, o a
    punto de hacerlo; pero hay que encarar el hecho honradamente. El
    matrimonio no
    es meramente una conveniente costumbre social. Es una
    institución divina. Y la relación matrimonial es la
    relación humana más íntima y profunda. Dios
    ha dispuesto que sea una unión íntima, no
    sólo desde el punto de vista espiritual.

    El cristiano o la cristiana que se casa con una persona
    con quien no puede ser "uno" espiri-tualmente, no sólo
    desobedece a Dios sino que no alcanza en su plenitud la vida
    matrimonial.

    El dinero y el
    tiempo son aspectos que suelen considerarse como asuntos
    privados, pero que cuando nos entregamos a Jesucristo se colocan
    bajo su completa soberanía. Jesucristo habló a menudo
    acerca del dinero y del
    peligro de las riquezas. Mucha de su enseñanza al respecto
    es sumamente perturbadora. A veces da la impresión de
    haber recomendado a sus discípulos deshacerse de su
    capital y
    regalarlo todo. Es indudable que todavía a ciertos
    discípulos hoy les pide eso. Pero para la mayoría
    el mandamiento implica un desprendimiento interior más que
    una renuncia literal. El Nuevo Testamento no da la idea de que
    las posesiones de por si sean pecaminosas.

    Ciertamente Cristo enseñó que debemos
    ponerlo a él por encima de las posesiones materiales
    así como por encima de las relaciones familiares. No
    podemos servir a Dios y a las riquezas. Además, tenemos
    que tomar conciencia del uso que hacemos de nuestro dinero. Este
    ya no nos pertenece: nos ha sido encargado para que lo
    administremos.

    Hoy el tiempo se ha convertido en un problema
    para cada ser humano, y el cristiano recientemente convertido
    indudablemente tendrá que reajustar sus prioridades. Para
    el que estudia, el trabajo
    académico tendrá que ocupar uno de los primeros
    lugares en la lista. El cristiano debe destacarse siempre por su
    laboriosidad y honradez. Pero también tendrá que
    darse tiempo para nuevas actividades. Tendrá que hallar
    tiempo dentro de su ocupado horario para la lectura
    bíblica y la oración, para guardar el domingo como
    el día del Señor instituido para la
    adoración y el descanso, para la comunión con otros
    cristianos, para la lectura de
    literatura
    cristiana y para realizar algún tipo de servicio en la
    iglesia y en la comunidad.

    Todo esto está incluido en la exigencia del
    Señor de que nos olvidemos de nosotros mismos y lo
    sigamos.

    EL LLAMADO A CONFESAR A CRISTO

    El mandato no es sólo que sigamos a Cristo en
    privado, sino que lo confesemos públicamente. Y no es
    suficiente que nos neguemos a nosotros mismos en secreto si a la
    vez lo negarnos a él delante de los demás. El
    dijo:

    "Si alguno se avergüenza de mi y de mi mensaje
    delante de esta gente infiel y pecadora, el Hijo del Hombre se
    avergonzará también de él cuando venga con
    la gloria de su Padre y con los santos ángeles. A todos
    los que se declaran a mi favor delante de la gente, yo
    también me declararé a favor de ellos delante de
    mi Padre que está en los cielos; pero a los que me
    nieguen delante de la gente, yo también los
    negaré delante de mi Padre que está en los
    Cielos".

    Ahora bien, el mismo hecho de que Jesús dijera
    que no debemos avergonzarnos de él demuestra que
    sabía que seríamos tentados a hacerlo, y el hecho
    de que añadiera "delante de esta gente infiel y pecadora"
    apunta a la razón de la posible negación.
    Evidentemente vio que su iglesia sería una minoría
    y hay que tener valor para
    alistarse con los pocos contra los muchos, especialmente si los
    pocos no gozan de popularidad y uno no se siente naturalmente
    atraído hacia ellos. Sin embargo, no se puede evitar una
    confesión abierta de Jesucristo.

    Según Pablo esta es la condición para la
    salvación. Para obtener la salvación -dijo- no
    basta que creamos en nuestro sentimientos internos: es necesario
    confesar con nuestros labios que Jesús es el Señor
    puesto que "con el corazón se cree para ser aceptado
    por Dios, y con la boca se reconoce a Jesucristo para ser
    salvado
    ".

    El apóstol puede haber querido
    referirse al bautismo. Y, si aun no ha sido bautizado, el
    creyente debe bautizarse, en parte para recibir, por medio de la
    aplicación del agua, una
    señal -un sello visible- de su limpieza interior y su
    nueva vida en Cristo, y en parte para reconocer
    públicamente que ha confiado en Jesucristo como su
    Salvador.

    Pero la confesión pública del cristiano no
    termina con su bautismo. Tiene que estar dispuesto a que sus
    familiares y amigos sepan que es cristiano, especialmente por la
    vida que lleva.

    Esto lo conducirá a una oportunidad para el
    testimonio hablado aunque, cuando ésta se presente,
    tendrá que ser humilde y honrado y no entremeterse
    disparatadamente en la vida privada de sus semejantes.

    Al mismo tiempo, se unirá a alguna iglesia local,
    se asociará con otros cristianos en su escuela o lugar
    de trabajo y no temerá reconocer su compromiso con
    Jesucristo cuando se lo desafíe a hacerlo, y
    comenzará a tratar de ganar a sus amigos para Cristo
    mediante la oración, el ejemplo y su testimonio
    personal.

    BIBLIOGRAFÍA

    John Stott. Basic Christianity. Inter-Varsity
    Press. Londres, 1958. Traduccido al castellano:
    Editorial Certeza, Buenos Aires.
    Numerosas ediciones.

    ________. Evangelical Thuth. Inter-Varsity Press.
    Londres, 1999.

    ________. The Cross of Christ and The Contemporary
    Christian
    . Inter-Varsity Pres. Londres, 1999.

    Autor:

    Prof. José M. Abreu O. (59
    años)

    Depto. De Filosofía y Letras

    Universidad de Oriente

    Estado Sucre, Venezuelaj

    Maestría en Literaturas
    Hispánicas

    Maestría en Literatura
    Bíblica

    RESUMEN:

    En este ensayo se
    intenta dar una visión de la fe cristiana, no desde las
    categorías de la historia eclesiástica y del
    desarrollo de
    los dogmas, sino desde la perspectiva del pensamiento
    bíblico, en el cual el cristianismo no es presentado como
    un sistema religioso
    sino como un compromiso de vida con la persona misma de
    Jesucristo y la práctica de sus enseñanzas. Se
    examinan las evidencias de las más significativas
    pretensiones expuestas por el mismo Jesucristo: la naturaleza de
    su persona, sus enseñanzas, sus demandas. A la luz de
    estas propuestas contenidas en los Evangelios se reflexiona sobre
    el problema de la presencia del mal, el pecado y las exigencias
    éticas de los Diez Mandamientos en relación con las
    enseñanzas de Jesús. Se concluye con la
    convicción de que el cristianismo bíblico,
    más que una religión, es una vida de
    relación personal con Jesucristo, en lo que el Nuevo
    Testamento llama el Discipulado.

    PALABRAS CLAVES:

    Jesucristo, Divinidad de Jesús, Evangelios, Nuevo
    Testamento, Cristianismo, Cruz, Diez Mandamientos, Pecado,
    Discipulado Cristiano.

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