Transcripción del libro escrito por Adolf Hitler "Mi Lucha ("Mein
Kampf")".
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- Ideología y
Partido - El Estado
- Súbditos y
ciudadanos - La personalidad y la
concepción nacionalista del Estado - Ideología y
organización - Nuestra lucha en los primeros
tiempos. - La lucha contra el frente
rojo - El fuerte es más fuerte
cuanto está solo - Ideas básicas sobre el
objetivo y la organización de las S.A. - La máscara del
federalismo - Propaganda y
organización - El problema de los sindicatos
obreros - La política aliancista de
Alemania después de la guerra - Orientación
política hacia el este - El derecho de la legítima
defensa
Era natural que el nuevo movimiento únicamente
pudiese esperar asumir la importancia necesaria y obtener la
fuerza requerida para su
gigantesca lucha, en el caso de que desde el primer momento
lograra despertar en el alma de sus partidarios, la
sagrada convicción de que dicho movimiento no significaba
imponer a la vida política un nuevo lema electoral, sino
hacer que una concepción ideológica nueva, de
trascendencia capital, llegara a
preponderar.
Se debe considerar cuán paupérrimos son los
puntos de vista de los cuales emanan generalmente los llamados
"programas políticos" y la
forma cómo éstos son ataviados de tiempo en tiempo con ropajes
nuevos. Siempre es el mismo e invariable motivo el que induce a
formular nuevos programas o a modificar los existentes: la
preocupación por el resultado de la próxima
elección. Se reúnen comisiones que "revisan" el antiguo
programa y redactan uno
"nuevo", prometiendo a cada uno lo suyo. Al campesino, se le ofrece para
su agricultura; al industrial,
para su manufactura; al consumidor, facilidades de
compra; los maestros de escuela recibirán aumento de
sueldo; los funcionarios mejoramiento de pensiones; viudas y
huérfanos gozarán de la ayuda del Estado en escala superlativa; el
tráfico, será fomentado; las tarifas,
experimentarán considerable reducción y hasta los
impuestos quedarán poco
menos que abolidos.
Apoyados en estos preparativos y puesta la confianza en
Dios y en la proverbial estulticia del cuerpo electoral, inician
los partidos su campaña por la llamada "renovación" del
Reich.
Pasadas las elecciones, el "señor representante del
pueblo", elegido por un período de cinco años, se
encamina todas las mañanas al congreso y llega, por lo
menos, hasta la antesala donde encuentra la lista de asistencia.
Sacrificándose por el bienestar del pueblo, inscribe
allí su ilustre nombre y toma, a cambio de ello, la muy
merecida dieta que le corresponde como insignificante
compensación por este su continuado y agobiante trabajo.
Al finalizar el cuarto año de su mandato, o
también en otras horas críticas, pero especialmente
cuando se aproxima la fecha de la disolución de las cortes,
invade súbitamente a los señores diputados un inusitado
impulso y las orugas parlamentarias salen, cual mariposas de su
crisálida, para ir volando al seno del "bien querido"
pueblo. De nuevo se dirigen a sus electores, les cuentan de sus
labores fatigantes y del malévolo empecinamiento de los
adversarios. Dada la granítica estupidez de nuestra
humanidad, el éxito no debe
sorprendernos. Guiado por su prensa y alucinado por la
seducción del nuevo programa, el rebaño electoral,
tanto "burgués" como "proletario", retorna al establo
común para volver a elegir a sus antiguos
defraudadores.
¡Nada más decepcionante que observar todo este
proceso en su desnuda
realidad!
La lucha política, en todos los partidos que se
dicen de orientación burguesa, se reduce en verdad a la sola
disputa de escaños parlamentarios, en tanto que las
convicciones y los principios se echan por la borda
cual sacos de lastre; los programas políticos están
adaptados, por cierto, a tal estado de cosas. Esos partidos
carecen de aquella atracción magnética que arrastra
siempre a las masas bajo la dominante impresión de amplios
puntos de vista y bajo la fuerza persuasiva de fe incondicional y
de coraje fanático para luchar por ellos.
Antes de entrar a ocuparte de los problemas y objetivos del Partido Obrero
Alemán Nacionalsocialista deseo precisar el concepto "Völkish" (racista)
y su relación con nuestro movimiento.
El concepto "völkish" se presenta susceptible de
una elástica interpretación y es
ilimitado, tal como ocurre, por ejemplo, con el término
"religiös" (religioso). También el concepto
"völkish" entraña en sí ciertas verdades
fundamentales, las cuales, aun teniendo la trascendencia más
eminente, son sin embargo tan vagas en su forma, que cobran
valor superior al de una
simple opinión más o menos autorizada cuando se las
engasta como elementos básicos en el marco de un partido
político. La realización de aspiraciones de
concepción ideológica y también la de los
postulados que de ellas de derivan, no son resultado ni de la
pura sensibilidad ni del solo anhelo del hombre, como tampoco V. Gr. la
consecución de la libertad, es el fruto del
ansia general por ella.
Toda concepción ideológica, por mil veces
justa y útil que fuese para la humanidad, quedará
prácticamente sin valor en la vida de un pueblo, mientras
sus principios no se hayan convertido en el escudo de un
movimiento de acción, el cual a su vez,
no pasará de ser un partido, mientras no haya coronado su
obra con la victoria de sus ideas y mientras sus dogmas de
partido no constituyan las leyes básicas del Estado
dentro de la comunidad del
pueblo.
A la representación abstracta de una idea justa en
principio, que da el teorizante, debe sumarse la experiencia
práctica del político. Al investigador de la verdad
tiene que complementarle el conocedor de la psiquis del pueblo
para extraer y conformar del fondo de la verdad eterna y del
ideal, lo humanamente posible para el simple mortal. Del seno de
millones de hombres, donde el individuo adivina con más
o menos claridad las verdades proclamadas y quizás, si hasta
en parte las aprende, surgirá el hombre que con
apodíctica energía forme de las vacilantes concepciones
de la gran masa, principios graníticos por cuya verdad
exclusiva luchará hasta que del mar ondeante de un mundo
libre de ideas emerja la roca de un común sentimiento
unitario de fe y voluntad.
El derecho universal de obrar así, se funda en la
necesidad, en tanto que tratándose del derecho individual es
el éxito el que en ese caso justifica el proceder.
La concepción política corriente en nuestros
días, descansa generalmente sobre la errónea creencia
de que, sin bien se le pueden atribuir al Estado energías
creadoras y conformadoras de la cultura, el mismo, en cambio,
nada tiene de común con premisas raciales, sino que
podría ser más bien considerado como un producto de necesidades
económicas o, en el mejor de los casos, el resultado natural
del juego de fuerzas políticas. Este criterio,
desarrollado lógica y
consecuentemente, conduce no sólo al desconocimiento de
energías primordiales de la raza, sino también a una
deficiente valoración de la persona, ya que la negación
de la diversidad de razas, en lo tocante a sus aptitudes
generadoras de cultura, hace que ese error capital tenga
necesariamente que influir también en la apreciación
del individuo. Aceptar la hipótesis de la igualdad de razas,
significaría proclamar la igualdad de los pueblos y
consiguientemente la de los individuos.
Según eso, el marxismo internacional no es
más que una noción hace tiempo existente y a la cual le
dio el judío Karl Marx la forma de una
definida profesión de fe política. Sin la previa
existencia de ese emponzoñamiento de carácter general,
jamás habría sido posible el asombroso éxito
político de esa doctrina. Karl Marx fue, entre millones,
realmente el único que con su visión de profeta
descubriera en el fango de una humanidad paulatinamente
envilecida, los elementos esenciales del veneno social, y supo
reunirlos, cual un genio de la magia negra, en una solución
concentrada para poder destruir así con
mayor celeridad, la vida independiente de las naciones soberanas
del orbe. Y todo esto, al servicio de su propia
raza.
Frente a esa concepción, ve la ideología
nacionalracista, el valor de la humanidad en sus elementos
raciales de origen. En principio considera el Estado sólo como un
medio hacia un determinado fin y cuyo objetivo es la
conservación racial del hombre. De ninguna manera, por
tanto, en la igualdad de las razas, sino que por el contrario, al
admitir su diversidad, reconoce también la diferencia
cualitativa existente entre ellas. Esta persuasión de la
verdad, le obliga a fomentar la preponderancia del más
fuerte y a exigir la supeditación del inferior y del
débil, de acuerdo con la voluntad inexorable que domina
el universo. En el fondo,
rinde así homenaje al principio aristocrático de la
Naturaleza y cree en la
evidencia de esa ley, hasta tratándose del
último de los seres racionales. La ideología racista
distingue valores, no sólo entre
las razas, sino también entre los individuos. Es el
mérito de la personalidad lo que para
ella se destaca del conjunto de la masa obrando, por
consiguiente, frente a la labor disociadora del marxismo, como
fuerza organizadora. Cree en la necesidad de una
idealización de la humanidad como condición previa para
la existencia de ésta. Pero le niega la razón de ser a
una idea ética, si es que, ella,
racialmente, constituye un peligro para la vida de los pueblos de
una ética superior, pues en un mundo bastardizado o
amestizado, estaría predestinada a desaparecer para siempre
toda noción de lo bello y digno del hombre, así como la
idea de un futuro mejor para la humanidad.
La cultura humana y la civilización están
inseparablemente ligadas a la idea de la existencia del hombre
ario. Su desaparición o decadencia sumiría de nuevo al
globo terráqueo en las tinieblas de una época de
barbarie. El socavamiento de la cultura humana por medio del
exterminio de sus representantes, es para la concepción de
la ideología racista el crimen más execrable.
La concreción sistemática de una ideología,
jamás podrá realizarse sobre otra base que no fuese una
definición precisa de la misma y teniendo en cuenta que lo
que para la fe religiosa representan los dogmas, son los
principios políticos para un partido en formación.
Por tanto, se impone dotar a la ideología racista de un
instrumento que posibilite su propagación análogamente
a la forma cómo la organización del partido
marxista le abre paso al internacionalismo.
Esta es la finalidad que persigue el partido obrero
alemán nacionalsocialista.
Personalmente, ví mi misión en la tarea de
extraer del amplio e informe conjunto de una
concepción ideológica general, los elementos que son
substanciales y darles formas más o menos dogmáticas,
de modo que, por su clara precisión, se presten para
cohesionar unitariamente a aquellos que juren la idea. En otros
términos: El partido obrero alemán nacionalsocialista
toma del fondo de la idea básica de una concepción
racista general, los elementos esenciales para formar con ellos
-sin perder de vista la realidad práctica, la época que
vivimos y el material humano existente, así como las
flaquezas inherentes a éste- una profesión de fe
política, la cual, a su vez, pueda hacer de la cohesión
de las grandes masas, rígidamente organizadas, la
condición previa para la victoriosa evidenciación de la
ideología racista.
Ya en los años de 1920 y 1921, los círculos
anticuados de la burguesía, acusaron incesantemente a
nuestro movimiento de mantener una posición negativa frente
al Estado actual, y de esta acusación la politiquería
partidista de todos los sectores hizo derivar el derecho de
iniciar, por todos los medios, la lucha opresora
contra la joven e incómoda protagonista de una nueva
concepción ideológica. Por cierto que deliberadamente
se había olvidado de que el mismo burgués de nuestros
días era ya incapaz de imaginar bajo el concepto "Estado" un
organismo homogéneo y tampoco existía, ni podía
existir, una definición concreta para el mismo. A esto se
agrega que en nuestras universidades, suelen haber a menudo
"difundidores" en forma de catedráticos de Derecho Público, cuya
"suprema tarea" consiste en elucubrar explicaciones e
interpretaciones sobre la existencia, más o menos dichosa
del Estado al cual deben el pan cotidiano. Cuanto más
abtrusa sea la contextura de un Estado, tanto más
impenetrable, alambicado e incompresible, resulta el sentido de
las definiciones de su razón de ser.
En términos generales, se puede distinguir tres criterios
diferentes:
a) El grupo de los que ven en el
Estado simplemente una asociación, más o menos
espontánea, de gentes sometidas al poder de un gobierno. En el solo hecho de la
existencia de un Estado, radica, para ellos, una sagrada
inviolabilidad. Apoyar semejante extravío de cerebros
humanos, supone rendir culto servil a la llamada autoridad del Estado. En un
abrir y cerrar de ojos, se transforma en la mentalidad de esas
gentes el medio en un fin.
b) El segundo grupo, no admite que la autoridad del Estado
represente la única y exclusiva razón de ser de
éste, sino que, al mismo tiempo, le corresponde la
misión de fomentar el bienestar de sus súbditos. La
idea de "libertad", es decir, de una libertad generalmente mal
entendida, se intercala en la concepción que esos
círculos tienen del Estado. La forma de gobierno ya no
parece inviolable por el solo hecho de su existencia; se la
analiza más bien desde el punto de vista de su conveniencia.
Por lo demás, es un criterio que espera del Estado, sobre
todo, una favorable estructuración de la vida económica
del individuo; un criterio, por tanto, que juzga desde puntos de
vista prácticos y de acuerdo con nociones generales del
rendimiento económico. A los representantes principales de
esta escuela, los encontramos en los círculos de nuestra
burguesía corriente y con preferencia en los de nuestra
democracia liberal.
c) El tercer grupo es numéricamente el más
débil y cree ver en el Estado un medio para la
realización de tendencias imperialistas, a menudo vagamente
formuladas dentro de este Estado, de un pueblo homogéneo y
del mismo idioma.
Fue muy triste observar en los últimos cien años
cómo infinidad de veces, pero con la mejor buena fe, se
jugó con la palabra "germanizar". Yo mismo recuerdo
cómo en mi juventud precisamente esta
palabra sugería ideas increíblemente falsas. En los
círculos pangermanistas mismos, se podía escuchar, en
aquellos tiempos, la absurda opinión de que en Austria, los
alemanes, llegarían buenamente a conseguir la
germanización de los eslavos de dicho país.
Es un error casi inconcebible creer que, por ejemplo, un negro
o un chino se convierten en germanos porque aprendan el idioma
alemán y estén dispuestos en lo futuro a hablar la
nueva lengua o dar su voto por un
partido político alemán.
Desde luego, esto habría significado el comienzo de una
bastardización y con ello, en el caso nuestro, no una
germanización, sino más bien la destrucción del
elemento germano.
Como la nacionalidad o mejor dicho, la
raza, no estriba precisamente en el idioma, sino en la sangre, se podría hablar de
una germanización sólo en el caso de que, mediante tal
proceso, se lograse cambiar la sangre de los sometidos, lo cual
constituiría no obstante, un descenso del nivel de la raza
superior.
Que enorme es ya el daño que, indirectamente,
se ha ocasionado a nuestra nacionalidad, con el hecho de
que debido a la falta de conocimiento de muchos
americanos, se toma por alemanes a los judíos, que hablando
alemán, llegan a América.
Lo que a través de la historia pudo germanizarse provechosamente,
fue el suelo que nuestros antepasados
conquistaron con la espada y que colonizaron después con
campesinos alemanes. Y si allí se infiltró sangre
extraña en el organismo de nuestro pueblo, no se hizo
más que contribuir con ello a la funesta disociación de
nuestro carácter nacional, lo cual se manifiesta en el
lamentable superindividualismo de muchos.
Por eso el primer deber de un nuevo movimiento de
opinión, basado sobre la ideología racista, es velar
porque el concepto que se tiene del carácter y de la
misión del Estado adquiera una forma clara y
homogénea.
No es el Estado en sí el que crea un cierto grado
cultural; el Estado puede únicamente cuidar de la
conservación de la raza de la cual depende esa cultura.
En consecuencia, es la raza y no el Estado lo que constituye
la condición previa de la existencia de una sociedad humana superior.
Las naciones o mejor dicho las razas que poseen valores
culturales y talento creador, llevan latentes en sí mismas,
esas cualidades, aun cuando, temporalmente, circunstancias
desfavorables no permitan su desarrollo. De eso se infiere
también que es una temeraria injusticia presentar a los
germanos de la época anterior al cristianismo como hombres "sin
cultura", es decir, bárbaros, cuando jamás lo fueron,
pues el haberse visto obligados a vivir bajo condiciones que
obstaculizaron el desenvolvimiento de sus energías
creadoras, debióse a la inclemencia de su suelo
nórdico. De no haber existido el mundo clásico, si los
germanos hubiesen llegado a las regiones meridionales de Europa, más propicias a la
vida, y si, además, hubiesen contado con los primeros medios
técnicos auxiliares, sirviéndose de pueblos de raza
inferior, la capacidad creadora de cultura, latente en ellos,
hubiera podido alcanzar un brillante florecimiento, como en el
caso de los helenos. Pero la innata fuerza creadora de cultura
que poseía el germano, puede atribuirse únicamente a su
origen nórdico. Llevados a tierras del sur, ni el lapón
ni el esquimal podrían desarrollar una elevada cultura. Fue
el ario, precisamente a quien la Providencia dotó de la
bella facultad de crear y organizar, sea porque él lleve
latentes en sí mismo esas cualidades o porque las imprima a
la vida que nace según las circunstancias propicias o
desfavorables del medio geográfico que lo rodea.
Nosotros los nacionalsocialistas, tenemos que establecer una
diferencia rigurosa entre el Estado, como recipiente y la raza
como su contenido. El recipiente tiene su razón de ser
sólo cuando es capaz de abarcar y proteger el contenido; de
lo contrario, carece de valor.
El fin supremo de un Estado racista, consiste en velar por la
conservación de aquellos elementos raciales de origen que,
como factores de cultura, fueron capaces de crear lo bello y lo
digno inherente a una sociedad humana superior. Nosotros, como
arios, entendemos el Estado como el organismo viviente de un
pueblo que no sólo garantiza la conservación de
éste, sino que lo conduce al goce de una máxima
libertad, impulsando el desarrollo de sus facultades morales e
intelectuales.
Aquello que hoy trata de imponérsenos como Estado,
generalmente no es más que el monstruoso producto de un
hondo desvarío humano que tiene por consecuencia una
indecible miseria.
Nosotros los nacionalsocialistas, sabemos que, debido a este
modo de pensar, estamos colocados en el mundo actual en un plano
revolucionario y llevamos, por tanto, el sello de esta revolución. Mas, nuestro
criterio y nuestra manera de actuar, no deben depender, en caso
alguno, del aplauso o de la crítica de nuestros
contemporáneos, sino, simplemente, de la firme adhesión
a la verdad, de la cual estamos persuadidos. Sólo así
podremos mantener el convencimiento de que la visión
más clara de la posteridad no solamente comprenderá
nuestro proceder de hoy, sino que también reconocerá
que fue justo, y lo ennoblecerá.
Si nos preguntásemos cómo debería estar
constituido el Estado que nosotros necesitamos, tendríamos
que precisar, ante todo, la clase de hombres que ha de
abarcar y cual es el fin al que debe servir.
Desgraciadamente nuestra nacionalidad ya no descansa sobre un
núcleo racial homogéneo. El proceso de la fusión de los diferentes
componentes étnicos originarios, no está tampoco tan
avanzado como para poder hablar de una nueva raza resultante de
él. Por el contrario, los sucesivos envenenamientos
sanguíneos que sufrió el organismo nacional
alemán, en particular a partir de la guerra de los Treinta
años, vinieron a alterar la homogeneidad de nuestra sangre y
también de nuestro carácter. Las fronteras abiertas de
nuestra patria al contacto de pueblos vecinos no germanos, a lo
largo de las zonas fronterizas, y ante todo el infiltramiento
directo de sangre extraña en el interior del Reich, no dan
margen, debido a su continuidad, a la realización de una
fusión completa.
Al pueblo alemán le falta aquel firme instinto gregario
que radica en la homogeneidad de la sangre y que en los trances
de peligro inminente salvaguarda a las naciones de la ruina. El
hecho de la inexistencia de una nacionalidad, sanguíneamente
homogénea nos ha ocasionado daños dolorosos. Dio
ciudades residenciales a muchos pequeños potentados, pero al
pueblo mismo le arrebató en su conjunto el derecho
señorial.
Significa una bendición el que gracias a esa incompleta
promiscuidad, poseamos todavía en nuestro organismo nacional
grandes reservas del elemento nórdico germano de sangre
incontaminada, y que podamos considerarlo como el tesoro más
valioso de nuestro futuro.
El Reich alemán, como Estado, tiene que abarcar a todos
los alemanes e imponerse la misión, son sólo de
cohesionar y de conservar las reservas más preciadas de los
elementos raciales originarios de este pueblo, sino también,
la de conducirlos, lenta y firmemente, a una posición
predominante.
Es posible que para muchos de nuestros actuales burocratizados
dirigentes del gobierno, sea más tranquilizador laborar por
el mantenimiento de un estado de
cosas existente, que luchar por el advenimiento de uno nuevo.
Más cómodo les parecerá siempre ver en el Estado
un mecanismo destinado llanamente a conservarse a sí mismo y
que, por ende, vela también por ellos, ya que su vida
"pertenece al Estado", como acostumbran a decir.
En consecuencia, al luchar nosotros por una nueva
concepción que responde plenamente al sentido primordial de
las cosas, encontraremos muy pocos camaradas en el seno de una
sociedad envejecida no sólo orgánicamente, sino
también espiritualmente, por desgracia. Por excepción,
quizá algunos ancianos con el corazón joven y la mente
fresca todavía, vendrán de esos círculos hacia
nosotros, pero jamás aquéllos que ven el objeto
esencial de su vida en la conservación de un estado de cosas
ya establecido.
Es un hecho que, cuando en una nación, con una finalidad
común, un determinado contingente de máximas
energías se segrega definitivamente del conjunto inerte de
la gran masa, esos elementos de selección llegarán a
exaltarse a la categoría de dirigentes del resto. Las
minorías hacen la historia del mundo, toda vez que ellas
encarnan, en su minoría numérica, una mayoría de
voluntad y de entereza.
Por eso lo que hoy a muchos les parece una dificultad, es, en
realidad, la premisa de nuestro triunfo. Justamente en la
magnitud y en las dificultades de nuestro cometido radica la
posibilidad de que sólo los más calificados elementos
de lucha han de seguirnos en nuestro camino. Esta selección
será la que garantice el éxito.
Todo cruzamiento de razas conduce fatalmente, tarde o
temprano, a la extinción del producto híbrido mientras
en el ambiente coexista, en alguna
forma de unidad racial, el elemento cualitativamente superior
representado en este cruzamiento. El peligro que amenaza al
producto híbrido desaparece en el preciso momento de la
bastardización del último elemento puro de raza
superior.
En esto se dunda el proceso de la regeneración natural
que, aunque lentamente, contando con un núcleo de elementos
de raza pura y siempre que haya cesado la bastardización,
llega a absorver, poco a poco, los gérmenes del
envenenamiento racial.
Un estado de concepción racista, tendrá en primer
lugar, el deber de librar al matrimonio del plano de una
perpétua degradación racial y consagrarlo como la
institución destinada a crear seres a la imagen del Señor y no
monstruos, mitad hombre, mitad mono.
Toda protesta contra esta tesis, fundándose en
razones llamadas humanitarias, están en una abierta
oposición con una época en la que, por un lado, se da a
cualquier degenerado la posibilidad de multiplicarse, lo cual
supone imponer a sus descendientes y a los contemporáneos de
éstos indecibles penalidades, en tanto que, por el otro, se
ofrece en droguerías y hasta en puestos de venta ambulante, los medios
destinados a evitar la concepción en la mujer, aún
tratándose de padres completamente sanos. En el Estado
actual de "orden y tranquilidad", es pues un crimen ante los ojos
de las famosas personalidades nacional-burguesas el tratar de
anular la capacidad de procreación de los sifilíticos,
tuberculosos, tarados atávicos, defectuosos y cretinos;
inversamente, nada tiene para ellos de malo ni afecta a las
"buenas costumbres" de dicha sociedad, constituida de puras
apariencias y miope por inercia, el hecho de que millones de los
más sanos restrinjan prácticamente la natalidad.
¡Qué infinitamente huérfano de ideas y de
nobleza es todo este sistema! Nadie se inquieta ya por
legar a la posteridad lo mejor, sino que llanamente, se deja que
las cosas sigan su curso…
Es deber del Estado racista, reparar los daños
ocasionados en este orden. Tiene que comenzar por hacer de la
cuestión raza el punto central de la vida general. Tiene que
velar por la conservación de su pureza y tiene también
que consagrarse al niño como al tesoro más preciado de
su pueblo. Está obligado a cuidarse de que solo los
individuos sanos tengan descendencia. Debe inculcar que existe un
oprobio único: engendrar estando enfermo o siendo
defectuoso; pero que frente a esto, hay una acción que
dignifica: renunciar a la descendencia. Por el contrario
deber`´a considerar execrable el privar a la nación de niños sanos. El Estado
tendrá que ser el garantizador de un futuro milenario frente
al cual nada significan, y no harán más que doblegarse,
el deseo y el egoísmo individuales. El Estado tiene que
poner los más modernos recursos médicos al servicio
de esta necesidad. Todo individuo notoriamente enfermo y
atávicamente tarado, y como tal, susceptible de seguir
trasmitiendo por herencia sus defectos, debe ser
declarado inepto para la procreación y sometido al
tratamiento práctico. Por otro lado, el Estado tiene que
velar por que no sufra restricciones la fecundidad de la mujer sana como consecuencia de
la pésima administración
económica de un régimen de gobierno que ha convertido
en una maldición para los padres la dicha de tener una prole
numerosa.
Aquel que física y mentalmente no es sano, no
debe, no puede perpetuar sus males en el cuerpo de su hijo.
Enorme es el trabajo educativo que pesa
sobre el Estado racista en este orden, pero su obra
aparecerá un día como un hecho más grandioso que
la más gloriosa de las guerras de esta nuestra
época burguesa. El Estado tiene que persuadir al individuo,
por medio de la educación, de que estar enfermo y
endeble no es una afrenta, sino simplemente una desgracia digna
de compasión; pero que es un crimen y por consiguiente, una
afrenta, infamar por propio egoísmo esa desgracia,
trasmitiéndola a seres inocentes.
El Estado deberá obrar prescindiendo de la
comprensión o incompresión, de la popularidad o
impopularidad que provoque su modo de proceder en este
sentido.
Apoyada en el Estado, la ideología racista logrará,
a la postre, el advenimiento de una época mejor, en la cual
los hombres, no se preocuparán más que de la
selección de perros, caballos y gatos, sino de
levantar el nivel racial del hombre mismo; una época en la
cual unos, reconociendo su desgracia, renuncien silenciosamente,
en tanto que los otros den gozosos su tributo a la
descendencia.
Que esto es factible, no se puede negar en un mundo donde
cientos de miles se imponen voluntariamente el celibato sin otro
compromiso que el precepto de una religión.
Cuando una generación adolece de defectos y los reconoce
y hasta los confiesa, para luego conformarse con la cómoda
disculpa de que nada se puede remediar, quiere decir que esa
sociedad hace tiempo que inició su decadencia.
Nosotros no debemos hacernos ninguna ilusión. ¡No!
Bien sabemos que nuestro mundo burgués de hoy es ya incapaz
de ponerse al servicio de ninguna elevada misión de la
humanidad porque, sencillamente, en cuanto a calidad, es pésima su
condición. Y es pésima debido menos a una maldad
intencionada, que a una incalificable indolencia y a todo lo
nocivo que de ello emana. He aquí también la razón
porque aquellos clubs que abundan bajo la denominación
genérica de "partidos burgueses", hace tiempo que no son
otra cosa que comunidades de intereses creados de determinados
grupos profesionales y clases,
de suerte que su máximo objetivo se concreta ya sólo a
la defensa más apropiada de intereses egoístas. Ocioso
es, por cierto, querer explicar que un gremio tal de "burgueses
políticos" pueda prestarse a todo menos a la lucha,
especialmente si el sector adversario no se compone de timoratos
sino de masas proletarias fuertemente aleccionadas y dispuestas a
todo.
Si consideremos como el primer deber del Estado la
conservación, el cuidado y el desarrollo de nuestros
elementos sociales, en servicio y por el bien de la nacionalidad,
lógico es pues que ese celo protector no debe acabar con el
nacimiento del pequeño congénere, sino que el Estado
tiene que hacer de él un elemento valioso, digo de
reproducirse después.
Fundándose en esta convicción, el Estado racista no
particulariza su misión educadora a la mera tarea de
insuflar conocimientos del saber humano. No, su objetivo
consiste, en primer término, en formar hombres
físicamente sanos. Seguidamente, en segundo plano, está
el desarrollo de las facultades mentales y aquí, a su vez,
en el fomento de la fuerza de voluntad y de decisión,
habituando al educando a asumir gustoso la responsabilidad de sus actos.
Como corolario viene la instrucción científica.
El Estado racista debe partir del punto de vista de que un
hombre, si bien de instrucción modesta pero de cuerpo sano y
de carácter firme, rebosante de voluntad y de espíritu
de acción, vale más para la comunidad del pueblo que un
superintelectual enclenque.
Por tanto, el entrenamiento físico, en el
Estado racista, no constituye una cuestión individual, ni
menos algo que incumbe sólo a los padres, interesando a la
comunidad sólo en segundo o tercer término, sino que es
una necesidad de la conservación nacional representada y
garantizada por el Estado. Del mismo modo que en lo tocante a la
instrucción escolar interviene hoy el Estado en el derecho
de la autodeterminación del individuo y le supedita al
derecho de la colectividad, sometiendo al niño a la
instrucción obligatoria, sin previo consentimiento de los
padres, así también, pero en una escala mayor, tiene el
Estado racista que imponer un día su autoridad frente al
desconocimiento o a la incomprensión del individuo en
cuestiones que afectan a la conservación del acervo
nacional. Su labor educativa deberá estar organizada de tal
suerte, que el cuerpo del niño sea tratado convenientemente
desde la primera infancia, para que así
adquiera el temple físico necesario al desarrollo de su
vida. Tendrá que velar, ante todo, porque no se forme una
generación de sedentarios.
La escuela, en el Estado racista, deberá dedicar a la
educación física
infinitamente más tiempo del actualmente fijado. No
debería transcurrir un solo día sin que el adolescente
deje de consagrarse por lo menos durante una hora por la
mañana y durante otra por la tarde al entrenamiento de su
cuerpo, mediante deportes y ejercicios gimnásticos. En
particular, no puede prescindirse de un deporte que justamente ante los ojos de muchos que
se dicen "racistas" es rudo e indigno: el pugilato. Es
increíble cuán erróneas son las opiniones
difundidas en este respecto en las esferas "cultas", donde se
considera natural y honorable que el joven aprenda esgrima y
juegue a la espada, en tanto que el boxeo lo conceptúan como
una torpeza. ¿Y por qué? No existe deporte alguno que
fomente como este él espíritu de ataque y la facultad
de rápida decisión, haciendo que el cuerpo adquiera la
flexibilidad del acero. No es más brutal que
dos jóvenes diluciden un altercado con los puños que
con una lámina de aguzado acero. Tampoco es menos noble que
un hombre agredido se defienda de su agresor con los puños,
en vez de huir para apelar a la policía.
El tipo humano ideal que busca el Estado racista, no está
representado por el pequeño moralista burgués o la
solterona virtuosa, sino por la retemplada encarnación de la
energía viril y por mujeres capaces de dar a luz verdaderos hombres. Es
así como el deporte no sólo está destinado a hacer
del individuo un hombre fuerte, diestro y audaz, sino
también a endurecerle y enseñarle a soportar
inclemencias.
Si toda nuestra esfera superior de intelectuales no hubiese
sido educada tan exclusivamente en medio de reglas de atildado
trato y hubiese aprendido también a boxear, jamás
habría sido posible la revolución de 1918,
revolución hecha por rufianes, desertores y otros maleantes.
Porque lo que a estos les dio el triunfo no fue el fruto de su
osadía, ni de su fuerza de acción, sino más bien
el resultado de la cobarde y miserable falta de entereza por
parte de los que entonces dirigían el Estado y eran los
responsables.
Nuestro pueblo alemán, que actualmente yace en la ruina
expuesta a las patadas del resto del mundo, necesita justamente
aquella fuerza de sugestión que engendra la confianza en
sí mismo. Este sentimiento de confianza en sí mismo,
tiene que ser inculcado desde la niñez. Toda la
educación y la instrucción del joven deben estribar en
la tarea de cimentar la convicción de que en ningún
caso él es menos que otros. Mediante su vigor físico y
su agilidad, debe recobrar la fe en la invencibilidad de su raza,
pues, aquello que otrora condujera al ejército alemán a
la victoria, fue la suma de confianza que poseía en sí
mismo cada uno de sus componentes y, a su vez, todos en el
comando. Lo que ha de levantar de nuevo la pueblo alemán, es
sin duda la convicción de la posibilidad de volver al goce
de su libertad. Pero esta convicción no puede ser sino el
resultado de un sentimiento común arraigado en el alma de
millones.
Tampoco en esto debemos hacernos ilusiones, porque si enorme
fue en magnitud el desastre sufrido por nuestro pueblo, no menos
enorme tienen que ser el esfuerzo que hagamos para que un
día quede dominada la calamidad que nos aflige. Sólo
gracias a un supremo esfuerzo de la voluntad nacional y sólo
gracias, también, a un sumum de ansia libertaria y de
pasión ardiente, ha de poderse compensar lo que hoy nos
falta.
El Estado racista tiene que llevar a cabo y supervigilar el
entrenamiento físico de la juventud, no únicamente
durante los años de la vida escolar; su obligación se
extiende también al periodo postescolar, en que debe velar
que mientras el joven se halle en el desarrollo, ese desarrollo
se efectúe en bien suyo. Es un absurdo admitir que terminado
el periodo escolar cese súbitamente el derecho de
supervigilancia del Estado sobre la vida de sus jóvenes
ciudadanos, para volver a ponerlo en práctica cuando el
individuo entra a prestar su servicio militar. Ese derecho es una
obligación y como tal tiene carácter permanente.
Es indiferente la forma en que el Estado prosiga esta
educación. Lo esencial es que lo haga buscando los medios
más convenientes. En líneas generales, esa
educación podría constituir una especie de
preparación previa para el servicio militar, de manera que
el ejército no tenga ya necesidad, como hasta ahora, de
iniciar al joven en las más elementales nociones de los
ejercicios reglamentarios, y así no incorporaría ya
reclutas del tipo corriente de hoy, sino que, simplemente,
convertiría en soldado al conscripto ya de antemano
excelentemente entrenado.
El objetivo principal de la instrucción militar
tendrá que ser, empero, el mismo que otrora constituyera el
mayor mérito del antiguo ejército: el lograr que esa
escuela haga del joven un hombre; allí no aprenderá a
obedecer solamente, sino a adquirir asimismo las condiciones que
lo capaciten para poder mandar un día. Deberá aprender
a callar no sólo cuando se le reprenda con razón, sin
también -si es necesario- en el caso inverso.
Cumplido el servicio militar, dos documentos deben
extendérsele: Iº) su diploma de ciudadano, como
título jurídico que lo habilite para ejercer en
adelante una actividad pública; 2º) su certificado de
salubridad, como testimonio de sanidad corporal para el
matrimonio.
Análogamente al procedimiento que se emplea con
el muchacho, el Estado racista puede orientar la educación
de la muchacha, partiendo de puntos de vista iguales.
También en este caso tiene que recaer la atención ante todo sobre
el entrenamiento físico; inmediatamente después,
conviene fomentar las facultades morales y por último las
intelectuales. La finalidad de la educación femenina es
inmutablemente, moldear a la futura madre.
con qué frecuencia había motivo en la guerra para
quejarse de que nuestro pueblo fuese tan poco capaz de guardar
discreción. ¿Cuán difícil fue por esto
substraer al conocimiento del enemigo secretos importantes?. Pero
debemos preguntarnos, ¿qué hizo la educación
alemana de la anteguerra para inculcar en el individuo la
noción de la discreción y si se trató siquiera de
presentarla como una varonil y valiosa virtud? Para el criterio
de nuestros educadores actuales todo esto es sólo una
bagatela, una bagatela sin embargo que le cuesta al Estado
innumerables millones en concepto de gastos judiciales, ya que el 90
por 100 de todos los procesos por difamación o
motivos análogos, proviene únicamente de la falta de
discreción. Expresiones irresponsablemente lanzadas van de
boca en boca con igual desparpajo; nuestra economía nacional sufre constantemente
perjuicios, debido a imprudentes revelaciones sobre métodos especiales de
fabricación, etc., a tal punto que, hasta los mismos
preparativos secretos relacionados con la defensa del país,
resultan ilusorios, porque sencillamente el pueblo no
aprendió a guardar reserva, sino, más bien, a
divulgarlo todo. Por cierto que en una guerra ese prurito de
hablar puede conducir a la pérdida de batallas y a
contribuir así notablemente al desenlace desfavorable de la
contienda. También aquí se debe compartir la
persecución de que aquello que no se ejercitó en la
juventud mal puede saberse practicar en la vejez. Hoy en día, en la
escuela, es igual a cero el desarrollo consciente de las buenas y
nobles cualidades del carácter. En lo futuro, se impone
darle a este aspecto toda la significación que merece.
Lealtad, espíritu de sacrificio y discreción son
virtudes indispensables a un gran pueblo; virtudes cuya enseñanza y cultivo, en
la escuela, tienen más importancia que muchas de las
asignaturas que llenan los programas escolares.
El Estado racista, en consecuencia, al lado del trabajo de
entrenamiento corporal debe dar, dentro de su labor educativa,
una máxima significación a la formación del
carácter. Numerosos defectos morales que en la actualidad
pesan sobre nuestro pueblo, podrían ser, si no extirpados
completamente, por lo menos atenuados en gran parte, gracias a
las ventajas de un sistema de educación bien orientado.
Todos nos hemos lamentado a menudo de que en aquellos funestos
tiempos de noviembre y diciembre de 1918, todas las autoridades
hubieran claudicado y de que, desde el monarca al último
divisionario ya nadie tuviese la entereza de obrar por propia
iniciativa. También este terrible hecho fue el resultado de
nuestra educación, pues, en esta catástrofe, no hizo
más que revelarse, en una medida desfigurada hasta la
enormidad, aquella falla que, en pequeño, era común a
todos. Esa falta de voluntad y no precisamente la carencia de
armas, es lo que hoy nos hace
incapaces de una resistencia verdadera. Tal
defecto está arraigado en el alma de nuestro pueblo,
oponiéndose a toda decisión que entrañe un
riesgo y como si lo magno de
una acción no se manifestase justamente en la osadía.
Sin darse cuenta, un general alemán encontró la
fórmula clásica para definir semejante ausencia de
voluntad: "Yo acostumbro a obrar -decía- sólo cuando
cuento con 51 por 100 de
probabilidades de éxito". Aquí, en estos "51 por 100"
radica la causa del trágico desastre alemán. Aquél
que exige previamente del destino la garantía del
éxito, renuncia desde luego al mérito de una
acción heroica, ya que ésta estriba precisamente en la
persuasión de que, ante el peligro fatal de una
situación dada, se opta por el paso que quizás pudiera
resultar salvador.
Bien se puede decir que corresponde a la misma línea de
conducta el temor a la
responsabilidad que flota en el ambiente. También en este
caso el error está en la falsa educación de nuestra
juventud, error que después llega a saturar el conjunto de
la vida pública y que encuentra, por último, su
culminación inmortal en la institución del gobierno
parlamentario.
Del mismo modo que el Estado racista tendrá un día
que dedicar una máxima atención a la educación de
la voluntad y del espíritu de decisión, deberá
igualmente imbuir, desde un comienzo, en los corazones de la
juventud la satisfacción de la responsabilidad y el valor de
reconocer la propia culpa.
Con escasas modificaciones, podrá el Estado racista
incorporar a su sistema educacional el plan de la instrucción
científica vigente que constituye en realidad el principio y
el fin de toda labor educativa del Estado actual.
Ante todo, el cerebro juvenil no debe, por lo
general, ser sobrecargado de conocimientos que, en una
proporción de un 95 por 100, no son aprovechados por él
y son, por consiguiente, olvidados.
Tómese, por ejemplo, el tipo normal del empleado
público de 35 a 40 años de edad, que haya cursado en un
Gymnasium o en otro establecimiento de humanidades
(Oberrealschule); si se examinan los conocimientos que
penosamente adquirió en la escuela, se verá cuán
poco quedó de todo aquello!
En particular, se impone una reforma en el método de enseñar la
historia. Probablemente en país alguno se aprende más
historia que en Alemania, y tampoco, en el
mundo, habrá un pueblo que, a semejanza del nuestro, sepa
servirse tan pésimamente de las lecciones que ella ofrece.
En un 99 por 100 de los casos, es ínfimo el resultado de la
forma actual de la enseñanza en este ramo de la ciencia. A menudo la memoria retiene sólo
algunas fechas y nombres, en tanto que es notoria la falta
absoluta de una orientación grande y clara. Todo lo
esencial, es decir, aquello que en realidad debe aprenderse,
sencillamente, no se enseña; queda librado a la
intuición más o menos genial del alumno, deducir de un
cúmulo de fechas y de la sucesión de los hechos, las
causas determinantes de los procesos históricos.
Es justamente en la enseñanza de la historia en la que se
debe proceder a una simplificación de los programas. La
utilidad de este estudio
consiste en precisar las grandes líneas de la evolución humana, ya que no
se aprende historia con la sola finalidad de enterarse de lo que
fue, sino para encontrar en ella una fuente de enseñanza
necesaria al porvenir y a la conservación de la propia
nacionalidad. No se diga que el estudio a fondo de la historia
supone el conocimiento minucioso de
fechas, como base para la deducción de las grandes
líneas. Esta deducción incumbe a los investigadores
científicos.
Por lo demás, es tarea de un Estado racista, velar
porque, al fin, se llegue a escribir una historia universal donde el
problema racial ocupe lugar predominante.
En la enseñanza de la historia cabe sobre todo no
prescindir del estudio de la época clásica. La historia
romana, debidamente apreciada en sus grandes aspectos, es y
será siempre el mejor maestro de todos los tiempos.
La segunda modificación indispensable en los programas
escolares, bajo el Estado racista, se refiere a lo siguiente:
Signo característico de la época materialista en que
vivimos es el hecho de que nuestra instrucción se concrete
más y más a las ciencias exactas, es decir,
las matemáticas, la
física, la química, etc. Por necesario que esto
fuese en tiempos en que dominan la técnica y la
química, no por eso deja de entrañar un inminente
peligro el exclusivismo científico creciente de la
instrucción general, en una nación. Por el contrario,
la instrucción general debería ser siempre de
índole idealista.
Conviene establecer una diferenciación precisa entre la
instrucción general y las especializaciones profesionales; y
por lo mismo que estas últimas están amenazadas de
descender cada vez más a un plano de servicio exclusivo al
dios Mamon, la instrucción general de orientación
idealista debería ser mantenida a manera de contrapeso.
También, en este caso, es necesario grabar firmemente el
principio de que la industria y la técnica,
el comercio y las profesiones,
pueden florecer solamente mientras una comunidad nacional,
inspirada en fines idealistas, les dé las condiciones
inherentes a su desarrollo. Pero estas condiciones no radican en
el egoísmo materialista, sino en un espíritu altruista,
dispuesto al sacrificio.
Como el Estado actual no representa en sí más que
una simple forma, es muy difícil educar hombres con esa
orientación y menos aun imponerles deberes. Una forma es
susceptible de romperse fácilmente. De todos modos, el
concepto "Estado" carece hoy de un sentido claro y no queda otro
camino que el de la educación "patriótica" corriente.
En la Alemania de la anteguerra, descansaba este "patriotismo" en
una glorificación poco inteligente y a menudo muy sosa de
minúsculos potentados, lo cual implicaba desde luego
renunciar al culto que se debía a las figuras realmente
eminentes de nuestro pueblo.
Es obvio anotar que en estas condiciones no era posible
concebir un entusiasmo nacional verdadero. A nuestros
hombres-símbolos no se les supo
presentar como a héroes máximos ante los ojos de la
generación del presente, haciendo que la atención
general se concretase a ellos, creándose así un
sentimiento cívico común.
Desde que la revolución derrotista de 1918 hiciera su
entrada triunfal en Alemania y el patriotismo monárquico
tocara, con ello, a su fin, el objeto de la enseñanza de la
historia en nuestras escuelas no es otro realmente que la mera
adquisición de conocimientos. El Estado, tal como ahora
existe, no requiere del sentimiento nacional y lo que anhela
tampoco lo logrará jamás. Si en una época regida
por el principio de las nacionalidades, no pudo existir un
decidido patriotismo dinástico, mucho menos factible es
ahora el entusiasmo republicano. Y no debe caber duda alguna de
que, bajo el lema "Por la república" el pueblo alemán
nunca habría permanecido cuatro largos años en los
campos de batalla.
Es evidente que la república alemana debe su tranquila
existencia a la docilidad con que por doquier acepta
voluntariamente cuanto tributo se le impone o la facilidad con
que suscribe todo pacto que implique un renunciamiento
nacional.
Es lógico que esta república goce de simpatías
en el resto del mundo; un débil es siempre más
agradable para los que de él se sirven, que un espíritu
fuerte. A la república alemana se la quiere y se la deja
vivir por la sencilla razón de que no se podría
encontrar un mejor aliado para la obra de esclavización de
nuestro pueblo. El Estado alemán racista tendrá que
luchar por su existencia. Es evidente que no podrá
mantenerse ni defender su vida por la sola virtud de suscribir un
Plan Dawes. El Estado racista requerirá para su existencia y
seguridad justamente de todo eso
de lo cual hoy se cree que se puede prescindir. Cuanto más
incomparable y valioso se haga este Estado en su forma y en su
fondo, mayor será la emulación y la resistencia que le
opongan sus detractores. Sus ciudadanos mismos y no sus armas,
serán entonces sus mejores medios de defensa; no lo
protegerán barricadas sino la muralla viva de hombres y
mujeres plenos de amor supremo a la patria y de
fanático entusiasmo nacional.
El tercer aspecto a considerar en lo concerniente a la
instrucción es este:
También la ciencia tiene que servir al
Estado racista como un medio hacia el fomento del orgullo
nacional. Se debe enseñar desde este punto de vista no
sólo la historia universal, sino toda la historia de la
cultura humana. No bastará que un inventor aparezca grande
únicamente como inventor, sino que debe aparecer
todavía más grande como hijo de su nación. La
admiración que inspira todo hecho magno, debe transformarse
en el orgullo de saber que el promotor del mismo fue un
compatriota. Del innumerable conjunto de los grandes hombres que
llenan la historia alemana, se impone seleccionar los más
eminentes para inculcarlos en la mente de la juventud, de tal
modo que esos nombres se conviertan en columnas inconmovibles del
sentimiento nacional.
Para que este sentimiento nacional sea legítimo desde un
comienzo y no consiste en una mera apariencia, justo es que en
los cerebros plasmables de la juventud se cimente un férreo
principio: Quién ama a su patria prueba ese amor sólo
mediante el sacrificio que por ella está dispuesto a hacer.
Un patriotismo que no aspira sino al beneficio personal, no es patriotismo.
Tampoco es nacionalismo, el nacionalismo
que abarca sólo determinadas clases sociales. Los hurras
nada prueban y no le dan derecho a llamarse patriota a quien
así exclama, si no está imbuido de la noble solicitud
de velar por la conservación de su raza. Solamente puede uno
sentirse orgulloso de su pueblo cuando ya no tenga que
avergonzarse de ninguna de las clases sociales que forman este
pueblo. Pero cuando una mitad de él vive en condiciones
miserables e incluso se ha depravado, el cuadro es tan triste,
que no hay razón para sentir orgullo. Sólo cuando una
nación es, material y moralmente, sana en todas sus partes
constitutivas, puede la satisfacción de pertenecer a ella,
que experimenta el individuo, exaltarse con derecho a la
categoría del elevado sentimiento que denominamos orgullo
nacional. Pero este noble orgullo puede sentirlo únicamente
aquél que es consciente de la grandeza de su pueblo.
El miedo que el "chauvinismo" le inspira a nuestra época
constituye el signo de su impotencia. Es evidente que el mundo de
hoy va camino de una gran revolución. Y todo se reduce al
interrogante de si ella resultará en bien de la humanidad
aria o en provecho del judío errante.
Mediante una apropiada educación de la juventud,
podrá el Estado racista contar con una generación capaz
de resistir la prueba en la hora de las supremas decisiones.
Será vencedor aquel pueblo que primero opte por este
camino.
La culminación de toda labor educacional del Estado
racista consistirá en infiltrar instintiva y racionalmente
en los corazones y los cerebros de la juventud que le está
confiada, la noción y el sentimiento de raza. Ningún
adolescente, sea varón o mujer, deberá dejar la escuela
antes de hallarse plenamente compenetrado con lo que significa la
puridad de la sangre y su necesidad. Además, esta
educación, desde el punto de vista racial, tiene que
alcanzar su perfección en el servicio militar, es decir, que
el tiempo que dure este servicio hay que considerarlo como la
etapa final del proceso normal de la educación del
alemán en general.
Si en el Estado racista ha de tener capital importancia la
forma de la educación física e intelectual, no menos
esencial será para él la selección de los
elementos mejores. Este aspecto se toma hoy en cuenta muy
superficialmente. Por lo general, es sólo a los hijos de
familias de alta situación económica y social a
quienes, desde luego, se conceptúa dignos de recibir una
instrucción superior. El talento juega aquí un rol
secundario. Propiamente se puede apreciar sólo de modo
relativo. Es posible, por ejemplo, que un muchacho campesino,
aunque de instrucción inferior con respecto al hijo de una
familia que ocupa desde
generaciones atrás un rango elevado, posea más talento
que éste. El hecho de que el niño burgués revele
mayores conocimientos, nada tiene que ver en el fondo con el
talento mismo, sino que radica en el cúmulo notoriamente
más grande de impresiones que este niño recibe
ininterrumpidamente como resultado de su múltiple
educación y del cómodo ambiente de vida que le
rodea.
En la actualidad existe quizá un solo campo de actividad
donde realmente influye menos el origen social que el talento
innato: el Arte. En él se evidencia
manifiestamente que el genio no es atributo de las esferas
superiores y ni de la fortuna. No es raro que los más
grandes artistas procedan de las más pobres familias.
Se pretende afirmar que lo que tratándose del arte es
innegable, no cabe en las llamadas ciencias exactas. Si bien, a
base de un cierto entrenamiento mental, es posible infiltrar en
el cerebro de un hombre de tipo corriente, conocimientos
superiores a los de su medio; pero todo esto no es más que
ciencia muerta y, por tanto, estéril. Este hombre
resultará una enciclopedia viviente, mas, será un
perfecto inútil en todas las situaciones difíciles y
momentos decisivos de la vida.
Solo allí donde se aunen la capacidad y el saber, pueden
surgir obras de impulso creador. Si en los últimos decenios
el número de inventos importantes aumentó
extraordinariamente, sobre todo en los Estados Unidos, no fue sin duda
por otra razón que por la circunstancia de que allí
-más que en Europa- un porcentaje considerable de talentos
procedentes de las esferas sociales inferiores, tiene la
posibilidad de lograr una instrucción superior. La facultad
inventiva no depende, pues, de la simple acumulación de
conocimientos, sino de la inspiración del talento.
También en este orden el Estado racista tendrá un
día que dejar sentir su acción educativa. El Estado
racista no tiene por misión el mantenimiento de la
influencia de una determinada clase social; su tarea consiste
más bien en la selección de los más capacitados
dentro del conjunto nacional, para luego promoverlos a la
posición de dignidad que merecen.
Además, el rol del Estado racista no se reduce solamente
a la obligación de dar al niño en la escuela primaria
una determinada instrucción, sino que le incumbe
también el deber de fomentar el talento, orientándolo
convenientemente. Ante todo, tiene que considerar como su
más alto cometido, el abrir las puertas de los
establecimientos fiscales de instrucción superior a todos
los dotados de talento, sea cual fuere su origen social.
Aun por otra razón tiene que obrar en este sentido la
previsión del Estado: Los círculos intelectuales en
Alemania, se han hecho tan exclusivistas y están tan
esclerosados que han perdido todo contacto vivo con las clases
inferiores. Este exclusivismo resulta doblemente nefasto:
primero, porque estos círculos carecen de comprensión y
simpatía para la gran masa, y segundo, porque les falta
fuerza de voluntad, la cual es siempre menos firme en los
círculos intelectuales con espíritu de casta, que en la
pueblo mismo.
La preparación política, así como el
pertrechamiento técnico para la guerra mundial, fueron
deficientes, no porque nuestros hombres de gobierno hubiesen
tenido escasa instrucción, sino justamente por lo contrario,
pues, aquellos hombres eran superinstruídos, atestados de
saber y de espiritualidad, pero huérfanos de todo instinto
sano y privados de energía y audacia. Fue una fatalidad que
nuestro pueblo hubiera tenido que luchar por su existencia bajo
el gobierno de un canciller que era un filósofo sin
carácter. Si en lugar de un Bethmann-Hollweg hubiésemos
tenido por Führer a un hombre popular de recia contextura,
no se habría vertido en vano la sangre heroica del granadero
raso. Ese mismo exagerado culto de lo puramente intelectual entre
nuestros elementos dirigentes, fue el mejor aliado para la chusma
revolucionaria de 1918.
La iglesia católica ofrece
un ejemplo del cual se puede aprender mucho. En el celibato de
sus sacerdotes radica la obligada necesidad de reclutar siempre
las generaciones del clero entre las clases del pueblo y no de
entre sus propias filas. Pero precisamente este aspecto de la
institución del celibato no se sabe apreciar a menudo en su
verdadera importancia. Al celibato se debe la asombrosa
lozanía del gigantesco organismo de la iglesia
católica, con su ductilidad espiritual y su férrea
fuerza de voluntad.
Será misión del Estado racista, velar porque su
sistema educacional permita una constante renovación de las
capas intelectuales subsistentes mediante el aflujo de elementos
jóvenes procedentes de las clases inferiores.
El Estado tiene la obligación de seleccionar del conjunto
del pueblo, con máximo cuidado y suma minuciosidad, aquel
material humano notoriamente dotado de capacidad por la
naturaleza, para luego utilizarlo en servicio de la
colectividad.
Cuando dos pueblos de índole idéntica entran en
competencia, el triunfo le
corresponderá al que en la dirección del Estado
tenga representados a sus mejores valores, y el vencido será
en cambio aquel cuyo gobierno no semeje más que una gran
pesebrera común para determinar dos grupos o clases
sociales, sin que se hayan tomado en cuenta las aptitudes innatas
que debería reunir cada uno de los elementos dirigentes.
En cuanto al concepto trabajo, el Estado racista tendrá
que formar un criterio absolutamente diferente del que hoy
existe. Valiéndose, si es necesario, de un proceso educativo
que dure siglos, dará al traste con la injusticia que
significa menospreciar el trabajo del obrero. Como cuestión
de principio, tendrá que juzgar al individuo no conforme al
género de su
ocupación, sino de acuerdo con la forma y la bondad del
trabajo realizado. Esto parecerá monstruoso en una
época en que el amanuense más estúpido, por el
solo hecho de que trabaja con la pluma, está por encima del
más hábil mecánico-técnico. Esta errónea
apreciación no estriba, como ya se ha dicho, en la
naturaleza de las cosas, sino que es el producto de una
educación artificial, que no existió antes. La actual
situación anti-natural se funda pues en los morbosos
síntomas generales que caracterizan el materialismo de nuestros
tiempos.
En su ausencia, todo trabajo tienen un doble valor: el
puramente material y el ideal. El primero no depende de la
importancia del trabajo hecho, materialmente aquilatado, sino de
su necesidad intrínseca. La comunidad tiene que reconocer,
idealmente hablando, la igualdad de todos, desde el momento en
que cada uno, dentro de su radio de acción -sea cual
fuere- se esfuerza por cumplir lo mejor que puede.
La recompensa material le será acordada a aquél cuyo
trabajo esté en relación con el provecho que redunde a
favor de la comunidad; la recompensa ideal, en cambio, debe
consistir en la apreciación que puede reclamar para sí
todo aquel que consagre al servicio de su pueblo las aptitudes
que le dio la naturaleza y que la colectividad se encargó de
fomentar.
Es posible que el oro se haya convertido hoy en
el soberano exclusivo de la vida, pero no cabe duda de que un
día el hombre volverá a inclinarse ante dioses
superiores. Y es posible también que muchas cosas del
presente deban su existencia a la sed de dinero y de fortuna; mas, es
evidente que muy poco de todo esto representa valores cuya
no-existencia podría hacer más pobre a la
humanidad.
También en esto, le corresponde un cometido especial al
movimiento nacionalsocialista, que, en la actualidad, predice el
advenimiento de una época que daría a cada uno lo que
necesite para su existencia, cuidando, sin embargo, como
cuestión de principio, que el hombre no viva pendiente
únicamente del goce de bienes materiales. Esto
encontrará un día su expresión en forma de una
gradación sabiamente limitada de los salarios, de tal suerte que hasta
el último de los que trabajen honradamente pueda contar en
todo caso, como ciudadano y como hombre, con una existencia
honesta y ordenada.
Y qué no se diga que éste sería un estado de
cosas ideal, impracticable en el mundo en que vivimos, e
imposible de ser jamás logrado.
Tampoco nosotros somos tan ingenuos como para creer que se
podría llegar a crear una época exenta de
anomalías. Pero esta consideración no salva el
imperativo que se tiene de combatir errores reconocidos como
tales, corregir defectos y aspirar a la consecución de lo
ideal. La dura realidad se encargará por sí sola de
imponernos múltiples limitaciones. Y justamente por eso, el
hombre debe empeñarse en servir al fin supremo sin dejarse
arredrar en su propósito, por la misma razón que no se
puede renunciar a los tribunales de justicia, porque estos
incurren en errores, ni menos detestar los medicamentos porque,
pese a ellos, siguen existiendo enfermedades.
Cuidese mucho de saber apreciar debidamente la fuerza de un
ideal.
La personalidad y la
concepción nacionalista del Estado
(*)
CAPÍTULO QUINTO
Nuestra lucha en los primeros
tiempos. (*)
La lucha contra el frente
rojo (*)
El fuerte es más fuerte
cuanto está solo (*)
CAPÍTULO NOVENO
Ideas básicas sobre el
objetivo y la organización de las S.A.
(*)
La máscara del federalismo
(*)
El problema de los sindicatos obreros
(*)
La política aliancista de
Alemania después de la guerra (*)
Orientación
política hacia el este (*)
CAPÍTULO QUINCE
El derecho de la legítima
defensa (*)
(*) Para ver el texto completo seleccione la
opción "Descargar" del menú superior
Enviado por:
Dr. Luis Afredo Alarcón Flores
Perú