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"Mi Lucha" ("Mein Kampf"), de Adolfo Hitler – Volumen 2




Enviado por alarconflores



    Transcripción del libro escrito por Adolf Hitler "Mi Lucha ("Mein
    Kampf")".
    El siguiente material es publicado solo a modo informativo.
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    recomienda la orientación de padres y profesores a la hora
    de su lectura para una
    comprensión adecuada.

    1. Ideología y
      Partido
    2. El Estado
    3. Súbditos y
      ciudadanos
    4. La personalidad y la
      concepción nacionalista del Estado
    5. Ideología y
      organización
    6. Nuestra lucha en los primeros
      tiempos.
    7. La lucha contra el frente
      rojo
    8. El fuerte es más fuerte
      cuanto está solo
    9. Ideas básicas sobre el
      objetivo y la organización de las S.A.
    10. La máscara del
      federalismo
    11. Propaganda y
      organización
    12. El problema de los sindicatos
      obreros
    13. La política aliancista de
      Alemania después de la guerra
    14. Orientación
      política hacia el este
    15. El derecho de la legítima
      defensa

    CAPÍTULO PRIMERO

    Ideología y
    Partido

    Era natural que el nuevo movimiento únicamente
    pudiese esperar asumir la importancia necesaria y obtener la
    fuerza requerida para su
    gigantesca lucha, en el caso de que desde el primer momento
    lograra despertar en el alma de sus partidarios, la
    sagrada convicción de que dicho movimiento no significaba
    imponer a la vida política un nuevo lema electoral, sino
    hacer que una concepción ideológica nueva, de
    trascendencia capital, llegara a
    preponderar.

    Se debe considerar cuán paupérrimos son los
    puntos de vista de los cuales emanan generalmente los llamados
    "programas políticos" y la
    forma cómo éstos son ataviados de tiempo en tiempo con ropajes
    nuevos. Siempre es el mismo e invariable motivo el que induce a
    formular nuevos programas o a modificar los existentes: la
    preocupación por el resultado de la próxima
    elección. Se reúnen comisiones que "revisan" el antiguo
    programa y redactan uno
    "nuevo", prometiendo a cada uno lo suyo. Al campesino, se le ofrece para
    su agricultura; al industrial,
    para su manufactura; al consumidor, facilidades de
    compra; los maestros de escuela recibirán aumento de
    sueldo; los funcionarios mejoramiento de pensiones; viudas y
    huérfanos gozarán de la ayuda del Estado en escala superlativa; el
    tráfico, será fomentado; las tarifas,
    experimentarán considerable reducción y hasta los
    impuestos quedarán poco
    menos que abolidos.

    Apoyados en estos preparativos y puesta la confianza en
    Dios y en la proverbial estulticia del cuerpo electoral, inician
    los partidos su campaña por la llamada "renovación" del
    Reich.

    Pasadas las elecciones, el "señor representante del
    pueblo", elegido por un período de cinco años, se
    encamina todas las mañanas al congreso y llega, por lo
    menos, hasta la antesala donde encuentra la lista de asistencia.
    Sacrificándose por el bienestar del pueblo, inscribe
    allí su ilustre nombre y toma, a cambio de ello, la muy
    merecida dieta que le corresponde como insignificante
    compensación por este su continuado y agobiante trabajo.

    Al finalizar el cuarto año de su mandato, o
    también en otras horas críticas, pero especialmente
    cuando se aproxima la fecha de la disolución de las cortes,
    invade súbitamente a los señores diputados un inusitado
    impulso y las orugas parlamentarias salen, cual mariposas de su
    crisálida, para ir volando al seno del "bien querido"
    pueblo. De nuevo se dirigen a sus electores, les cuentan de sus
    labores fatigantes y del malévolo empecinamiento de los
    adversarios. Dada la granítica estupidez de nuestra
    humanidad, el éxito no debe
    sorprendernos. Guiado por su prensa y alucinado por la
    seducción del nuevo programa, el rebaño electoral,
    tanto "burgués" como "proletario", retorna al establo
    común para volver a elegir a sus antiguos
    defraudadores.

    ¡Nada más decepcionante que observar todo este
    proceso en su desnuda
    realidad!

    La lucha política, en todos los partidos que se
    dicen de orientación burguesa, se reduce en verdad a la sola
    disputa de escaños parlamentarios, en tanto que las
    convicciones y los principios se echan por la borda
    cual sacos de lastre; los programas políticos están
    adaptados, por cierto, a tal estado de cosas. Esos partidos
    carecen de aquella atracción magnética que arrastra
    siempre a las masas bajo la dominante impresión de amplios
    puntos de vista y bajo la fuerza persuasiva de fe incondicional y
    de coraje fanático para luchar por ellos.

    Antes de entrar a ocuparte de los problemas y objetivos del Partido Obrero
    Alemán Nacionalsocialista deseo precisar el concepto "Völkish" (racista)
    y su relación con nuestro movimiento.

    El concepto "völkish" se presenta susceptible de
    una elástica interpretación y es
    ilimitado, tal como ocurre, por ejemplo, con el término
    "religiös" (religioso). También el concepto
    "völkish" entraña en sí ciertas verdades
    fundamentales, las cuales, aun teniendo la trascendencia más
    eminente, son sin embargo tan vagas en su forma, que cobran
    valor superior al de una
    simple opinión más o menos autorizada cuando se las
    engasta como elementos básicos en el marco de un partido
    político. La realización de aspiraciones de
    concepción ideológica y también la de los
    postulados que de ellas de derivan, no son resultado ni de la
    pura sensibilidad ni del solo anhelo del hombre, como tampoco V. Gr. la
    consecución de la libertad, es el fruto del
    ansia general por ella.

    Toda concepción ideológica, por mil veces
    justa y útil que fuese para la humanidad, quedará
    prácticamente sin valor en la vida de un pueblo, mientras
    sus principios no se hayan convertido en el escudo de un
    movimiento de acción, el cual a su vez,
    no pasará de ser un partido, mientras no haya coronado su
    obra con la victoria de sus ideas y mientras sus dogmas de
    partido no constituyan las leyes básicas del Estado
    dentro de la comunidad del
    pueblo.

    A la representación abstracta de una idea justa en
    principio, que da el teorizante, debe sumarse la experiencia
    práctica del político. Al investigador de la verdad
    tiene que complementarle el conocedor de la psiquis del pueblo
    para extraer y conformar del fondo de la verdad eterna y del
    ideal, lo humanamente posible para el simple mortal. Del seno de
    millones de hombres, donde el individuo adivina con más
    o menos claridad las verdades proclamadas y quizás, si hasta
    en parte las aprende, surgirá el hombre que con
    apodíctica energía forme de las vacilantes concepciones
    de la gran masa, principios graníticos por cuya verdad
    exclusiva luchará hasta que del mar ondeante de un mundo
    libre de ideas emerja la roca de un común sentimiento
    unitario de fe y voluntad.

    El derecho universal de obrar así, se funda en la
    necesidad, en tanto que tratándose del derecho individual es
    el éxito el que en ese caso justifica el proceder.

    La concepción política corriente en nuestros
    días, descansa generalmente sobre la errónea creencia
    de que, sin bien se le pueden atribuir al Estado energías
    creadoras y conformadoras de la cultura, el mismo, en cambio,
    nada tiene de común con premisas raciales, sino que
    podría ser más bien considerado como un producto de necesidades
    económicas o, en el mejor de los casos, el resultado natural
    del juego de fuerzas políticas. Este criterio,
    desarrollado lógica y
    consecuentemente, conduce no sólo al desconocimiento de
    energías primordiales de la raza, sino también a una
    deficiente valoración de la persona, ya que la negación
    de la diversidad de razas, en lo tocante a sus aptitudes
    generadoras de cultura, hace que ese error capital tenga
    necesariamente que influir también en la apreciación
    del individuo. Aceptar la hipótesis de la igualdad de razas,
    significaría proclamar la igualdad de los pueblos y
    consiguientemente la de los individuos.

    Según eso, el marxismo internacional no es
    más que una noción hace tiempo existente y a la cual le
    dio el judío Karl Marx la forma de una
    definida profesión de fe política. Sin la previa
    existencia de ese emponzoñamiento de carácter general,
    jamás habría sido posible el asombroso éxito
    político de esa doctrina. Karl Marx fue, entre millones,
    realmente el único que con su visión de profeta
    descubriera en el fango de una humanidad paulatinamente
    envilecida, los elementos esenciales del veneno social, y supo
    reunirlos, cual un genio de la magia negra, en una solución
    concentrada para poder destruir así con
    mayor celeridad, la vida independiente de las naciones soberanas
    del orbe. Y todo esto, al servicio de su propia
    raza.

    Frente a esa concepción, ve la ideología
    nacionalracista, el valor de la humanidad en sus elementos
    raciales de origen. En principio considera el Estado sólo como un
    medio hacia un determinado fin y cuyo objetivo es la
    conservación racial del hombre. De ninguna manera, por
    tanto, en la igualdad de las razas, sino que por el contrario, al
    admitir su diversidad, reconoce también la diferencia
    cualitativa existente entre ellas. Esta persuasión de la
    verdad, le obliga a fomentar la preponderancia del más
    fuerte y a exigir la supeditación del inferior y del
    débil, de acuerdo con la voluntad inexorable que domina
    el universo. En el fondo,
    rinde así homenaje al principio aristocrático de la
    Naturaleza y cree en la
    evidencia de esa ley, hasta tratándose del
    último de los seres racionales. La ideología racista
    distingue valores, no sólo entre
    las razas, sino también entre los individuos. Es el
    mérito de la personalidad lo que para
    ella se destaca del conjunto de la masa obrando, por
    consiguiente, frente a la labor disociadora del marxismo, como
    fuerza organizadora. Cree en la necesidad de una
    idealización de la humanidad como condición previa para
    la existencia de ésta. Pero le niega la razón de ser a
    una idea ética, si es que, ella,
    racialmente, constituye un peligro para la vida de los pueblos de
    una ética superior, pues en un mundo bastardizado o
    amestizado, estaría predestinada a desaparecer para siempre
    toda noción de lo bello y digno del hombre, así como la
    idea de un futuro mejor para la humanidad.

    La cultura humana y la civilización están
    inseparablemente ligadas a la idea de la existencia del hombre
    ario. Su desaparición o decadencia sumiría de nuevo al
    globo terráqueo en las tinieblas de una época de
    barbarie. El socavamiento de la cultura humana por medio del
    exterminio de sus representantes, es para la concepción de
    la ideología racista el crimen más execrable.

    La concreción sistemática de una ideología,
    jamás podrá realizarse sobre otra base que no fuese una
    definición precisa de la misma y teniendo en cuenta que lo
    que para la fe religiosa representan los dogmas, son los
    principios políticos para un partido en formación.

    Por tanto, se impone dotar a la ideología racista de un
    instrumento que posibilite su propagación análogamente
    a la forma cómo la organización del partido
    marxista le abre paso al internacionalismo.

    Esta es la finalidad que persigue el partido obrero
    alemán nacionalsocialista.

    Personalmente, ví mi misión en la tarea de
    extraer del amplio e informe conjunto de una
    concepción ideológica general, los elementos que son
    substanciales y darles formas más o menos dogmáticas,
    de modo que, por su clara precisión, se presten para
    cohesionar unitariamente a aquellos que juren la idea. En otros
    términos: El partido obrero alemán nacionalsocialista
    toma del fondo de la idea básica de una concepción
    racista general, los elementos esenciales para formar con ellos
    -sin perder de vista la realidad práctica, la época que
    vivimos y el material humano existente, así como las
    flaquezas inherentes a éste- una profesión de fe
    política, la cual, a su vez, pueda hacer de la cohesión
    de las grandes masas, rígidamente organizadas, la
    condición previa para la victoriosa evidenciación de la
    ideología racista.

    CAPÍTULO SEGUNDO

    El Estado

    Ya en los años de 1920 y 1921, los círculos
    anticuados de la burguesía, acusaron incesantemente a
    nuestro movimiento de mantener una posición negativa frente
    al Estado actual, y de esta acusación la politiquería
    partidista de todos los sectores hizo derivar el derecho de
    iniciar, por todos los medios, la lucha opresora
    contra la joven e incómoda protagonista de una nueva
    concepción ideológica. Por cierto que deliberadamente
    se había olvidado de que el mismo burgués de nuestros
    días era ya incapaz de imaginar bajo el concepto "Estado" un
    organismo homogéneo y tampoco existía, ni podía
    existir, una definición concreta para el mismo. A esto se
    agrega que en nuestras universidades, suelen haber a menudo
    "difundidores" en forma de catedráticos de Derecho Público, cuya
    "suprema tarea" consiste en elucubrar explicaciones e
    interpretaciones sobre la existencia, más o menos dichosa
    del Estado al cual deben el pan cotidiano. Cuanto más
    abtrusa sea la contextura de un Estado, tanto más
    impenetrable, alambicado e incompresible, resulta el sentido de
    las definiciones de su razón de ser.

    En términos generales, se puede distinguir tres criterios
    diferentes:

    a) El grupo de los que ven en el
    Estado simplemente una asociación, más o menos
    espontánea, de gentes sometidas al poder de un gobierno. En el solo hecho de la
    existencia de un Estado, radica, para ellos, una sagrada
    inviolabilidad. Apoyar semejante extravío de cerebros
    humanos, supone rendir culto servil a la llamada autoridad del Estado. En un
    abrir y cerrar de ojos, se transforma en la mentalidad de esas
    gentes el medio en un fin.

    b) El segundo grupo, no admite que la autoridad del Estado
    represente la única y exclusiva razón de ser de
    éste, sino que, al mismo tiempo, le corresponde la
    misión de fomentar el bienestar de sus súbditos. La
    idea de "libertad", es decir, de una libertad generalmente mal
    entendida, se intercala en la concepción que esos
    círculos tienen del Estado. La forma de gobierno ya no
    parece inviolable por el solo hecho de su existencia; se la
    analiza más bien desde el punto de vista de su conveniencia.
    Por lo demás, es un criterio que espera del Estado, sobre
    todo, una favorable estructuración de la vida económica
    del individuo; un criterio, por tanto, que juzga desde puntos de
    vista prácticos y de acuerdo con nociones generales del
    rendimiento económico. A los representantes principales de
    esta escuela, los encontramos en los círculos de nuestra
    burguesía corriente y con preferencia en los de nuestra
    democracia liberal.

    c) El tercer grupo es numéricamente el más
    débil y cree ver en el Estado un medio para la
    realización de tendencias imperialistas, a menudo vagamente
    formuladas dentro de este Estado, de un pueblo homogéneo y
    del mismo idioma.

    Fue muy triste observar en los últimos cien años
    cómo infinidad de veces, pero con la mejor buena fe, se
    jugó con la palabra "germanizar". Yo mismo recuerdo
    cómo en mi juventud precisamente esta
    palabra sugería ideas increíblemente falsas. En los
    círculos pangermanistas mismos, se podía escuchar, en
    aquellos tiempos, la absurda opinión de que en Austria, los
    alemanes, llegarían buenamente a conseguir la
    germanización de los eslavos de dicho país.

    Es un error casi inconcebible creer que, por ejemplo, un negro
    o un chino se convierten en germanos porque aprendan el idioma
    alemán y estén dispuestos en lo futuro a hablar la
    nueva lengua o dar su voto por un
    partido político alemán.

    Desde luego, esto habría significado el comienzo de una
    bastardización y con ello, en el caso nuestro, no una
    germanización, sino más bien la destrucción del
    elemento germano.

    Como la nacionalidad o mejor dicho, la
    raza, no estriba precisamente en el idioma, sino en la sangre, se podría hablar de
    una germanización sólo en el caso de que, mediante tal
    proceso, se lograse cambiar la sangre de los sometidos, lo cual
    constituiría no obstante, un descenso del nivel de la raza
    superior.

    Que enorme es ya el daño que, indirectamente,
    se ha ocasionado a nuestra nacionalidad, con el hecho de
    que debido a la falta de conocimiento de muchos
    americanos, se toma por alemanes a los judíos, que hablando
    alemán, llegan a América.

    Lo que a través de la historia pudo germanizarse provechosamente,
    fue el suelo que nuestros antepasados
    conquistaron con la espada y que colonizaron después con
    campesinos alemanes. Y si allí se infiltró sangre
    extraña en el organismo de nuestro pueblo, no se hizo
    más que contribuir con ello a la funesta disociación de
    nuestro carácter nacional, lo cual se manifiesta en el
    lamentable superindividualismo de muchos.

    Por eso el primer deber de un nuevo movimiento de
    opinión, basado sobre la ideología racista, es velar
    porque el concepto que se tiene del carácter y de la
    misión del Estado adquiera una forma clara y
    homogénea.

    No es el Estado en sí el que crea un cierto grado
    cultural; el Estado puede únicamente cuidar de la
    conservación de la raza de la cual depende esa cultura.

    En consecuencia, es la raza y no el Estado lo que constituye
    la condición previa de la existencia de una sociedad humana superior.

    Las naciones o mejor dicho las razas que poseen valores
    culturales y talento creador, llevan latentes en sí mismas,
    esas cualidades, aun cuando, temporalmente, circunstancias
    desfavorables no permitan su desarrollo. De eso se infiere
    también que es una temeraria injusticia presentar a los
    germanos de la época anterior al cristianismo como hombres "sin
    cultura", es decir, bárbaros, cuando jamás lo fueron,
    pues el haberse visto obligados a vivir bajo condiciones que
    obstaculizaron el desenvolvimiento de sus energías
    creadoras, debióse a la inclemencia de su suelo
    nórdico. De no haber existido el mundo clásico, si los
    germanos hubiesen llegado a las regiones meridionales de Europa, más propicias a la
    vida, y si, además, hubiesen contado con los primeros medios
    técnicos auxiliares, sirviéndose de pueblos de raza
    inferior, la capacidad creadora de cultura, latente en ellos,
    hubiera podido alcanzar un brillante florecimiento, como en el
    caso de los helenos. Pero la innata fuerza creadora de cultura
    que poseía el germano, puede atribuirse únicamente a su
    origen nórdico. Llevados a tierras del sur, ni el lapón
    ni el esquimal podrían desarrollar una elevada cultura. Fue
    el ario, precisamente a quien la Providencia dotó de la
    bella facultad de crear y organizar, sea porque él lleve
    latentes en sí mismo esas cualidades o porque las imprima a
    la vida que nace según las circunstancias propicias o
    desfavorables del medio geográfico que lo rodea.

    Nosotros los nacionalsocialistas, tenemos que establecer una
    diferencia rigurosa entre el Estado, como recipiente y la raza
    como su contenido. El recipiente tiene su razón de ser
    sólo cuando es capaz de abarcar y proteger el contenido; de
    lo contrario, carece de valor.

    El fin supremo de un Estado racista, consiste en velar por la
    conservación de aquellos elementos raciales de origen que,
    como factores de cultura, fueron capaces de crear lo bello y lo
    digno inherente a una sociedad humana superior. Nosotros, como
    arios, entendemos el Estado como el organismo viviente de un
    pueblo que no sólo garantiza la conservación de
    éste, sino que lo conduce al goce de una máxima
    libertad, impulsando el desarrollo de sus facultades morales e
    intelectuales.

    Aquello que hoy trata de imponérsenos como Estado,
    generalmente no es más que el monstruoso producto de un
    hondo desvarío humano que tiene por consecuencia una
    indecible miseria.

    Nosotros los nacionalsocialistas, sabemos que, debido a este
    modo de pensar, estamos colocados en el mundo actual en un plano
    revolucionario y llevamos, por tanto, el sello de esta revolución. Mas, nuestro
    criterio y nuestra manera de actuar, no deben depender, en caso
    alguno, del aplauso o de la crítica de nuestros
    contemporáneos, sino, simplemente, de la firme adhesión
    a la verdad, de la cual estamos persuadidos. Sólo así
    podremos mantener el convencimiento de que la visión
    más clara de la posteridad no solamente comprenderá
    nuestro proceder de hoy, sino que también reconocerá
    que fue justo, y lo ennoblecerá.

    Si nos preguntásemos cómo debería estar
    constituido el Estado que nosotros necesitamos, tendríamos
    que precisar, ante todo, la clase de hombres que ha de
    abarcar y cual es el fin al que debe servir.

    Desgraciadamente nuestra nacionalidad ya no descansa sobre un
    núcleo racial homogéneo. El proceso de la fusión de los diferentes
    componentes étnicos originarios, no está tampoco tan
    avanzado como para poder hablar de una nueva raza resultante de
    él. Por el contrario, los sucesivos envenenamientos
    sanguíneos que sufrió el organismo nacional
    alemán, en particular a partir de la guerra de los Treinta
    años, vinieron a alterar la homogeneidad de nuestra sangre y
    también de nuestro carácter. Las fronteras abiertas de
    nuestra patria al contacto de pueblos vecinos no germanos, a lo
    largo de las zonas fronterizas, y ante todo el infiltramiento
    directo de sangre extraña en el interior del Reich, no dan
    margen, debido a su continuidad, a la realización de una
    fusión completa.

    Al pueblo alemán le falta aquel firme instinto gregario
    que radica en la homogeneidad de la sangre y que en los trances
    de peligro inminente salvaguarda a las naciones de la ruina. El
    hecho de la inexistencia de una nacionalidad, sanguíneamente
    homogénea nos ha ocasionado daños dolorosos. Dio
    ciudades residenciales a muchos pequeños potentados, pero al
    pueblo mismo le arrebató en su conjunto el derecho
    señorial.

    Significa una bendición el que gracias a esa incompleta
    promiscuidad, poseamos todavía en nuestro organismo nacional
    grandes reservas del elemento nórdico germano de sangre
    incontaminada, y que podamos considerarlo como el tesoro más
    valioso de nuestro futuro.

    El Reich alemán, como Estado, tiene que abarcar a todos
    los alemanes e imponerse la misión, son sólo de
    cohesionar y de conservar las reservas más preciadas de los
    elementos raciales originarios de este pueblo, sino también,
    la de conducirlos, lenta y firmemente, a una posición
    predominante.

    Es posible que para muchos de nuestros actuales burocratizados
    dirigentes del gobierno, sea más tranquilizador laborar por
    el mantenimiento de un estado de
    cosas existente, que luchar por el advenimiento de uno nuevo.
    Más cómodo les parecerá siempre ver en el Estado
    un mecanismo destinado llanamente a conservarse a sí mismo y
    que, por ende, vela también por ellos, ya que su vida
    "pertenece al Estado", como acostumbran a decir.

    En consecuencia, al luchar nosotros por una nueva
    concepción que responde plenamente al sentido primordial de
    las cosas, encontraremos muy pocos camaradas en el seno de una
    sociedad envejecida no sólo orgánicamente, sino
    también espiritualmente, por desgracia. Por excepción,
    quizá algunos ancianos con el corazón joven y la mente
    fresca todavía, vendrán de esos círculos hacia
    nosotros, pero jamás aquéllos que ven el objeto
    esencial de su vida en la conservación de un estado de cosas
    ya establecido.

    Es un hecho que, cuando en una nación, con una finalidad
    común, un determinado contingente de máximas
    energías se segrega definitivamente del conjunto inerte de
    la gran masa, esos elementos de selección llegarán a
    exaltarse a la categoría de dirigentes del resto. Las
    minorías hacen la historia del mundo, toda vez que ellas
    encarnan, en su minoría numérica, una mayoría de
    voluntad y de entereza.

    Por eso lo que hoy a muchos les parece una dificultad, es, en
    realidad, la premisa de nuestro triunfo. Justamente en la
    magnitud y en las dificultades de nuestro cometido radica la
    posibilidad de que sólo los más calificados elementos
    de lucha han de seguirnos en nuestro camino. Esta selección
    será la que garantice el éxito.

    Todo cruzamiento de razas conduce fatalmente, tarde o
    temprano, a la extinción del producto híbrido mientras
    en el ambiente coexista, en alguna
    forma de unidad racial, el elemento cualitativamente superior
    representado en este cruzamiento. El peligro que amenaza al
    producto híbrido desaparece en el preciso momento de la
    bastardización del último elemento puro de raza
    superior.

    En esto se dunda el proceso de la regeneración natural
    que, aunque lentamente, contando con un núcleo de elementos
    de raza pura y siempre que haya cesado la bastardización,
    llega a absorver, poco a poco, los gérmenes del
    envenenamiento racial.

    Un estado de concepción racista, tendrá en primer
    lugar, el deber de librar al matrimonio del plano de una
    perpétua degradación racial y consagrarlo como la
    institución destinada a crear seres a la imagen del Señor y no
    monstruos, mitad hombre, mitad mono.

    Toda protesta contra esta tesis, fundándose en
    razones llamadas humanitarias, están en una abierta
    oposición con una época en la que, por un lado, se da a
    cualquier degenerado la posibilidad de multiplicarse, lo cual
    supone imponer a sus descendientes y a los contemporáneos de
    éstos indecibles penalidades, en tanto que, por el otro, se
    ofrece en droguerías y hasta en puestos de venta ambulante, los medios
    destinados a evitar la concepción en la mujer, aún
    tratándose de padres completamente sanos. En el Estado
    actual de "orden y tranquilidad", es pues un crimen ante los ojos
    de las famosas personalidades nacional-burguesas el tratar de
    anular la capacidad de procreación de los sifilíticos,
    tuberculosos, tarados atávicos, defectuosos y cretinos;
    inversamente, nada tiene para ellos de malo ni afecta a las
    "buenas costumbres" de dicha sociedad, constituida de puras
    apariencias y miope por inercia, el hecho de que millones de los
    más sanos restrinjan prácticamente la natalidad.

    ¡Qué infinitamente huérfano de ideas y de
    nobleza es todo este sistema! Nadie se inquieta ya por
    legar a la posteridad lo mejor, sino que llanamente, se deja que
    las cosas sigan su curso…

    Es deber del Estado racista, reparar los daños
    ocasionados en este orden. Tiene que comenzar por hacer de la
    cuestión raza el punto central de la vida general. Tiene que
    velar por la conservación de su pureza y tiene también
    que consagrarse al niño como al tesoro más preciado de
    su pueblo. Está obligado a cuidarse de que solo los
    individuos sanos tengan descendencia. Debe inculcar que existe un
    oprobio único: engendrar estando enfermo o siendo
    defectuoso; pero que frente a esto, hay una acción que
    dignifica: renunciar a la descendencia. Por el contrario
    deber`´a considerar execrable el privar a la nación de niños sanos. El Estado
    tendrá que ser el garantizador de un futuro milenario frente
    al cual nada significan, y no harán más que doblegarse,
    el deseo y el egoísmo individuales. El Estado tiene que
    poner los más modernos recursos médicos al servicio
    de esta necesidad. Todo individuo notoriamente enfermo y
    atávicamente tarado, y como tal, susceptible de seguir
    trasmitiendo por herencia sus defectos, debe ser
    declarado inepto para la procreación y sometido al
    tratamiento práctico. Por otro lado, el Estado tiene que
    velar por que no sufra restricciones la fecundidad de la mujer sana como consecuencia de
    la pésima administración
    económica de un régimen de gobierno que ha convertido
    en una maldición para los padres la dicha de tener una prole
    numerosa.

    Aquel que física y mentalmente no es sano, no
    debe, no puede perpetuar sus males en el cuerpo de su hijo.
    Enorme es el trabajo educativo que pesa
    sobre el Estado racista en este orden, pero su obra
    aparecerá un día como un hecho más grandioso que
    la más gloriosa de las guerras de esta nuestra
    época burguesa. El Estado tiene que persuadir al individuo,
    por medio de la educación, de que estar enfermo y
    endeble no es una afrenta, sino simplemente una desgracia digna
    de compasión; pero que es un crimen y por consiguiente, una
    afrenta, infamar por propio egoísmo esa desgracia,
    trasmitiéndola a seres inocentes.

    El Estado deberá obrar prescindiendo de la
    comprensión o incompresión, de la popularidad o
    impopularidad que provoque su modo de proceder en este
    sentido.

    Apoyada en el Estado, la ideología racista logrará,
    a la postre, el advenimiento de una época mejor, en la cual
    los hombres, no se preocuparán más que de la
    selección de perros, caballos y gatos, sino de
    levantar el nivel racial del hombre mismo; una época en la
    cual unos, reconociendo su desgracia, renuncien silenciosamente,
    en tanto que los otros den gozosos su tributo a la
    descendencia.

    Que esto es factible, no se puede negar en un mundo donde
    cientos de miles se imponen voluntariamente el celibato sin otro
    compromiso que el precepto de una religión.

    Cuando una generación adolece de defectos y los reconoce
    y hasta los confiesa, para luego conformarse con la cómoda
    disculpa de que nada se puede remediar, quiere decir que esa
    sociedad hace tiempo que inició su decadencia.

    Nosotros no debemos hacernos ninguna ilusión. ¡No!
    Bien sabemos que nuestro mundo burgués de hoy es ya incapaz
    de ponerse al servicio de ninguna elevada misión de la
    humanidad porque, sencillamente, en cuanto a calidad, es pésima su
    condición. Y es pésima debido menos a una maldad
    intencionada, que a una incalificable indolencia y a todo lo
    nocivo que de ello emana. He aquí también la razón
    porque aquellos clubs que abundan bajo la denominación
    genérica de "partidos burgueses", hace tiempo que no son
    otra cosa que comunidades de intereses creados de determinados
    grupos profesionales y clases,
    de suerte que su máximo objetivo se concreta ya sólo a
    la defensa más apropiada de intereses egoístas. Ocioso
    es, por cierto, querer explicar que un gremio tal de "burgueses
    políticos" pueda prestarse a todo menos a la lucha,
    especialmente si el sector adversario no se compone de timoratos
    sino de masas proletarias fuertemente aleccionadas y dispuestas a
    todo.

    Si consideremos como el primer deber del Estado la
    conservación, el cuidado y el desarrollo de nuestros
    elementos sociales, en servicio y por el bien de la nacionalidad,
    lógico es pues que ese celo protector no debe acabar con el
    nacimiento del pequeño congénere, sino que el Estado
    tiene que hacer de él un elemento valioso, digo de
    reproducirse después.

    Fundándose en esta convicción, el Estado racista no
    particulariza su misión educadora a la mera tarea de
    insuflar conocimientos del saber humano. No, su objetivo
    consiste, en primer término, en formar hombres
    físicamente sanos. Seguidamente, en segundo plano, está
    el desarrollo de las facultades mentales y aquí, a su vez,
    en el fomento de la fuerza de voluntad y de decisión,
    habituando al educando a asumir gustoso la responsabilidad de sus actos.
    Como corolario viene la instrucción científica.

    El Estado racista debe partir del punto de vista de que un
    hombre, si bien de instrucción modesta pero de cuerpo sano y
    de carácter firme, rebosante de voluntad y de espíritu
    de acción, vale más para la comunidad del pueblo que un
    superintelectual enclenque.

    Por tanto, el entrenamiento físico, en el
    Estado racista, no constituye una cuestión individual, ni
    menos algo que incumbe sólo a los padres, interesando a la
    comunidad sólo en segundo o tercer término, sino que es
    una necesidad de la conservación nacional representada y
    garantizada por el Estado. Del mismo modo que en lo tocante a la
    instrucción escolar interviene hoy el Estado en el derecho
    de la autodeterminación del individuo y le supedita al
    derecho de la colectividad, sometiendo al niño a la
    instrucción obligatoria, sin previo consentimiento de los
    padres, así también, pero en una escala mayor, tiene el
    Estado racista que imponer un día su autoridad frente al
    desconocimiento o a la incomprensión del individuo en
    cuestiones que afectan a la conservación del acervo
    nacional. Su labor educativa deberá estar organizada de tal
    suerte, que el cuerpo del niño sea tratado convenientemente
    desde la primera infancia, para que así
    adquiera el temple físico necesario al desarrollo de su
    vida. Tendrá que velar, ante todo, porque no se forme una
    generación de sedentarios.

    La escuela, en el Estado racista, deberá dedicar a la
    educación física
    infinitamente más tiempo del actualmente fijado. No
    debería transcurrir un solo día sin que el adolescente
    deje de consagrarse por lo menos durante una hora por la
    mañana y durante otra por la tarde al entrenamiento de su
    cuerpo, mediante deportes y ejercicios gimnásticos. En
    particular, no puede prescindirse de un deporte que justamente ante los ojos de muchos que
    se dicen "racistas" es rudo e indigno: el pugilato. Es
    increíble cuán erróneas son las opiniones
    difundidas en este respecto en las esferas "cultas", donde se
    considera natural y honorable que el joven aprenda esgrima y
    juegue a la espada, en tanto que el boxeo lo conceptúan como
    una torpeza. ¿Y por qué? No existe deporte alguno que
    fomente como este él espíritu de ataque y la facultad
    de rápida decisión, haciendo que el cuerpo adquiera la
    flexibilidad del acero. No es más brutal que
    dos jóvenes diluciden un altercado con los puños que
    con una lámina de aguzado acero. Tampoco es menos noble que
    un hombre agredido se defienda de su agresor con los puños,
    en vez de huir para apelar a la policía.

    El tipo humano ideal que busca el Estado racista, no está
    representado por el pequeño moralista burgués o la
    solterona virtuosa, sino por la retemplada encarnación de la
    energía viril y por mujeres capaces de dar a luz verdaderos hombres. Es
    así como el deporte no sólo está destinado a hacer
    del individuo un hombre fuerte, diestro y audaz, sino
    también a endurecerle y enseñarle a soportar
    inclemencias.

    Si toda nuestra esfera superior de intelectuales no hubiese
    sido educada tan exclusivamente en medio de reglas de atildado
    trato y hubiese aprendido también a boxear, jamás
    habría sido posible la revolución de 1918,
    revolución hecha por rufianes, desertores y otros maleantes.
    Porque lo que a estos les dio el triunfo no fue el fruto de su
    osadía, ni de su fuerza de acción, sino más bien
    el resultado de la cobarde y miserable falta de entereza por
    parte de los que entonces dirigían el Estado y eran los
    responsables.

    Nuestro pueblo alemán, que actualmente yace en la ruina
    expuesta a las patadas del resto del mundo, necesita justamente
    aquella fuerza de sugestión que engendra la confianza en
    sí mismo. Este sentimiento de confianza en sí mismo,
    tiene que ser inculcado desde la niñez. Toda la
    educación y la instrucción del joven deben estribar en
    la tarea de cimentar la convicción de que en ningún
    caso él es menos que otros. Mediante su vigor físico y
    su agilidad, debe recobrar la fe en la invencibilidad de su raza,
    pues, aquello que otrora condujera al ejército alemán a
    la victoria, fue la suma de confianza que poseía en sí
    mismo cada uno de sus componentes y, a su vez, todos en el
    comando. Lo que ha de levantar de nuevo la pueblo alemán, es
    sin duda la convicción de la posibilidad de volver al goce
    de su libertad. Pero esta convicción no puede ser sino el
    resultado de un sentimiento común arraigado en el alma de
    millones.

    Tampoco en esto debemos hacernos ilusiones, porque si enorme
    fue en magnitud el desastre sufrido por nuestro pueblo, no menos
    enorme tienen que ser el esfuerzo que hagamos para que un
    día quede dominada la calamidad que nos aflige. Sólo
    gracias a un supremo esfuerzo de la voluntad nacional y sólo
    gracias, también, a un sumum de ansia libertaria y de
    pasión ardiente, ha de poderse compensar lo que hoy nos
    falta.

    El Estado racista tiene que llevar a cabo y supervigilar el
    entrenamiento físico de la juventud, no únicamente
    durante los años de la vida escolar; su obligación se
    extiende también al periodo postescolar, en que debe velar
    que mientras el joven se halle en el desarrollo, ese desarrollo
    se efectúe en bien suyo. Es un absurdo admitir que terminado
    el periodo escolar cese súbitamente el derecho de
    supervigilancia del Estado sobre la vida de sus jóvenes
    ciudadanos, para volver a ponerlo en práctica cuando el
    individuo entra a prestar su servicio militar. Ese derecho es una
    obligación y como tal tiene carácter permanente.

    Es indiferente la forma en que el Estado prosiga esta
    educación. Lo esencial es que lo haga buscando los medios
    más convenientes. En líneas generales, esa
    educación podría constituir una especie de
    preparación previa para el servicio militar, de manera que
    el ejército no tenga ya necesidad, como hasta ahora, de
    iniciar al joven en las más elementales nociones de los
    ejercicios reglamentarios, y así no incorporaría ya
    reclutas del tipo corriente de hoy, sino que, simplemente,
    convertiría en soldado al conscripto ya de antemano
    excelentemente entrenado.

    El objetivo principal de la instrucción militar
    tendrá que ser, empero, el mismo que otrora constituyera el
    mayor mérito del antiguo ejército: el lograr que esa
    escuela haga del joven un hombre; allí no aprenderá a
    obedecer solamente, sino a adquirir asimismo las condiciones que
    lo capaciten para poder mandar un día. Deberá aprender
    a callar no sólo cuando se le reprenda con razón, sin
    también -si es necesario- en el caso inverso.

    Cumplido el servicio militar, dos documentos deben
    extendérsele: Iº) su diploma de ciudadano, como
    título jurídico que lo habilite para ejercer en
    adelante una actividad pública; 2º) su certificado de
    salubridad, como testimonio de sanidad corporal para el
    matrimonio.

    Análogamente al procedimiento que se emplea con
    el muchacho, el Estado racista puede orientar la educación
    de la muchacha, partiendo de puntos de vista iguales.
    También en este caso tiene que recaer la atención ante todo sobre
    el entrenamiento físico; inmediatamente después,
    conviene fomentar las facultades morales y por último las
    intelectuales. La finalidad de la educación femenina es
    inmutablemente, moldear a la futura madre.

    con qué frecuencia había motivo en la guerra para
    quejarse de que nuestro pueblo fuese tan poco capaz de guardar
    discreción. ¿Cuán difícil fue por esto
    substraer al conocimiento del enemigo secretos importantes?. Pero
    debemos preguntarnos, ¿qué hizo la educación
    alemana de la anteguerra para inculcar en el individuo la
    noción de la discreción y si se trató siquiera de
    presentarla como una varonil y valiosa virtud? Para el criterio
    de nuestros educadores actuales todo esto es sólo una
    bagatela, una bagatela sin embargo que le cuesta al Estado
    innumerables millones en concepto de gastos judiciales, ya que el 90
    por 100 de todos los procesos por difamación o
    motivos análogos, proviene únicamente de la falta de
    discreción. Expresiones irresponsablemente lanzadas van de
    boca en boca con igual desparpajo; nuestra economía nacional sufre constantemente
    perjuicios, debido a imprudentes revelaciones sobre métodos especiales de
    fabricación, etc., a tal punto que, hasta los mismos
    preparativos secretos relacionados con la defensa del país,
    resultan ilusorios, porque sencillamente el pueblo no
    aprendió a guardar reserva, sino, más bien, a
    divulgarlo todo. Por cierto que en una guerra ese prurito de
    hablar puede conducir a la pérdida de batallas y a
    contribuir así notablemente al desenlace desfavorable de la
    contienda. También aquí se debe compartir la
    persecución de que aquello que no se ejercitó en la
    juventud mal puede saberse practicar en la vejez. Hoy en día, en la
    escuela, es igual a cero el desarrollo consciente de las buenas y
    nobles cualidades del carácter. En lo futuro, se impone
    darle a este aspecto toda la significación que merece.
    Lealtad, espíritu de sacrificio y discreción son
    virtudes indispensables a un gran pueblo; virtudes cuya enseñanza y cultivo, en
    la escuela, tienen más importancia que muchas de las
    asignaturas que llenan los programas escolares.

    El Estado racista, en consecuencia, al lado del trabajo de
    entrenamiento corporal debe dar, dentro de su labor educativa,
    una máxima significación a la formación del
    carácter. Numerosos defectos morales que en la actualidad
    pesan sobre nuestro pueblo, podrían ser, si no extirpados
    completamente, por lo menos atenuados en gran parte, gracias a
    las ventajas de un sistema de educación bien orientado.

    Todos nos hemos lamentado a menudo de que en aquellos funestos
    tiempos de noviembre y diciembre de 1918, todas las autoridades
    hubieran claudicado y de que, desde el monarca al último
    divisionario ya nadie tuviese la entereza de obrar por propia
    iniciativa. También este terrible hecho fue el resultado de
    nuestra educación, pues, en esta catástrofe, no hizo
    más que revelarse, en una medida desfigurada hasta la
    enormidad, aquella falla que, en pequeño, era común a
    todos. Esa falta de voluntad y no precisamente la carencia de
    armas, es lo que hoy nos hace
    incapaces de una resistencia verdadera. Tal
    defecto está arraigado en el alma de nuestro pueblo,
    oponiéndose a toda decisión que entrañe un
    riesgo y como si lo magno de
    una acción no se manifestase justamente en la osadía.
    Sin darse cuenta, un general alemán encontró la
    fórmula clásica para definir semejante ausencia de
    voluntad: "Yo acostumbro a obrar -decía- sólo cuando
    cuento con 51 por 100 de
    probabilidades de éxito". Aquí, en estos "51 por 100"
    radica la causa del trágico desastre alemán. Aquél
    que exige previamente del destino la garantía del
    éxito, renuncia desde luego al mérito de una
    acción heroica, ya que ésta estriba precisamente en la
    persuasión de que, ante el peligro fatal de una
    situación dada, se opta por el paso que quizás pudiera
    resultar salvador.

    Bien se puede decir que corresponde a la misma línea de
    conducta el temor a la
    responsabilidad que flota en el ambiente. También en este
    caso el error está en la falsa educación de nuestra
    juventud, error que después llega a saturar el conjunto de
    la vida pública y que encuentra, por último, su
    culminación inmortal en la institución del gobierno
    parlamentario.

    Del mismo modo que el Estado racista tendrá un día
    que dedicar una máxima atención a la educación de
    la voluntad y del espíritu de decisión, deberá
    igualmente imbuir, desde un comienzo, en los corazones de la
    juventud la satisfacción de la responsabilidad y el valor de
    reconocer la propia culpa.

    Con escasas modificaciones, podrá el Estado racista
    incorporar a su sistema educacional el plan de la instrucción
    científica vigente que constituye en realidad el principio y
    el fin de toda labor educativa del Estado actual.

    Ante todo, el cerebro juvenil no debe, por lo
    general, ser sobrecargado de conocimientos que, en una
    proporción de un 95 por 100, no son aprovechados por él
    y son, por consiguiente, olvidados.

    Tómese, por ejemplo, el tipo normal del empleado
    público de 35 a 40 años de edad, que haya cursado en un
    Gymnasium o en otro establecimiento de humanidades
    (Oberrealschule); si se examinan los conocimientos que
    penosamente adquirió en la escuela, se verá cuán
    poco quedó de todo aquello!

    En particular, se impone una reforma en el método de enseñar la
    historia. Probablemente en país alguno se aprende más
    historia que en Alemania, y tampoco, en el
    mundo, habrá un pueblo que, a semejanza del nuestro, sepa
    servirse tan pésimamente de las lecciones que ella ofrece.
    En un 99 por 100 de los casos, es ínfimo el resultado de la
    forma actual de la enseñanza en este ramo de la ciencia. A menudo la memoria retiene sólo
    algunas fechas y nombres, en tanto que es notoria la falta
    absoluta de una orientación grande y clara. Todo lo
    esencial, es decir, aquello que en realidad debe aprenderse,
    sencillamente, no se enseña; queda librado a la
    intuición más o menos genial del alumno, deducir de un
    cúmulo de fechas y de la sucesión de los hechos, las
    causas determinantes de los procesos históricos.

    Es justamente en la enseñanza de la historia en la que se
    debe proceder a una simplificación de los programas. La
    utilidad de este estudio
    consiste en precisar las grandes líneas de la evolución humana, ya que no
    se aprende historia con la sola finalidad de enterarse de lo que
    fue, sino para encontrar en ella una fuente de enseñanza
    necesaria al porvenir y a la conservación de la propia
    nacionalidad. No se diga que el estudio a fondo de la historia
    supone el conocimiento minucioso de
    fechas, como base para la deducción de las grandes
    líneas. Esta deducción incumbe a los investigadores
    científicos.

    Por lo demás, es tarea de un Estado racista, velar
    porque, al fin, se llegue a escribir una historia universal donde el
    problema racial ocupe lugar predominante.

    En la enseñanza de la historia cabe sobre todo no
    prescindir del estudio de la época clásica. La historia
    romana, debidamente apreciada en sus grandes aspectos, es y
    será siempre el mejor maestro de todos los tiempos.

    La segunda modificación indispensable en los programas
    escolares, bajo el Estado racista, se refiere a lo siguiente:

    Signo característico de la época materialista en que
    vivimos es el hecho de que nuestra instrucción se concrete
    más y más a las ciencias exactas, es decir,
    las matemáticas, la
    física, la química, etc. Por necesario que esto
    fuese en tiempos en que dominan la técnica y la
    química, no por eso deja de entrañar un inminente
    peligro el exclusivismo científico creciente de la
    instrucción general, en una nación. Por el contrario,
    la instrucción general debería ser siempre de
    índole idealista.

    Conviene establecer una diferenciación precisa entre la
    instrucción general y las especializaciones profesionales; y
    por lo mismo que estas últimas están amenazadas de
    descender cada vez más a un plano de servicio exclusivo al
    dios Mamon, la instrucción general de orientación
    idealista debería ser mantenida a manera de contrapeso.

    También, en este caso, es necesario grabar firmemente el
    principio de que la industria y la técnica,
    el comercio y las profesiones,
    pueden florecer solamente mientras una comunidad nacional,
    inspirada en fines idealistas, les dé las condiciones
    inherentes a su desarrollo. Pero estas condiciones no radican en
    el egoísmo materialista, sino en un espíritu altruista,
    dispuesto al sacrificio.

    Como el Estado actual no representa en sí más que
    una simple forma, es muy difícil educar hombres con esa
    orientación y menos aun imponerles deberes. Una forma es
    susceptible de romperse fácilmente. De todos modos, el
    concepto "Estado" carece hoy de un sentido claro y no queda otro
    camino que el de la educación "patriótica" corriente.
    En la Alemania de la anteguerra, descansaba este "patriotismo" en
    una glorificación poco inteligente y a menudo muy sosa de
    minúsculos potentados, lo cual implicaba desde luego
    renunciar al culto que se debía a las figuras realmente
    eminentes de nuestro pueblo.

    Es obvio anotar que en estas condiciones no era posible
    concebir un entusiasmo nacional verdadero. A nuestros
    hombres-símbolos no se les supo
    presentar como a héroes máximos ante los ojos de la
    generación del presente, haciendo que la atención
    general se concretase a ellos, creándose así un
    sentimiento cívico común.

    Desde que la revolución derrotista de 1918 hiciera su
    entrada triunfal en Alemania y el patriotismo monárquico
    tocara, con ello, a su fin, el objeto de la enseñanza de la
    historia en nuestras escuelas no es otro realmente que la mera
    adquisición de conocimientos. El Estado, tal como ahora
    existe, no requiere del sentimiento nacional y lo que anhela
    tampoco lo logrará jamás. Si en una época regida
    por el principio de las nacionalidades, no pudo existir un
    decidido patriotismo dinástico, mucho menos factible es
    ahora el entusiasmo republicano. Y no debe caber duda alguna de
    que, bajo el lema "Por la república" el pueblo alemán
    nunca habría permanecido cuatro largos años en los
    campos de batalla.

    Es evidente que la república alemana debe su tranquila
    existencia a la docilidad con que por doquier acepta
    voluntariamente cuanto tributo se le impone o la facilidad con
    que suscribe todo pacto que implique un renunciamiento
    nacional.

    Es lógico que esta república goce de simpatías
    en el resto del mundo; un débil es siempre más
    agradable para los que de él se sirven, que un espíritu
    fuerte. A la república alemana se la quiere y se la deja
    vivir por la sencilla razón de que no se podría
    encontrar un mejor aliado para la obra de esclavización de
    nuestro pueblo. El Estado alemán racista tendrá que
    luchar por su existencia. Es evidente que no podrá
    mantenerse ni defender su vida por la sola virtud de suscribir un
    Plan Dawes. El Estado racista requerirá para su existencia y
    seguridad justamente de todo eso
    de lo cual hoy se cree que se puede prescindir. Cuanto más
    incomparable y valioso se haga este Estado en su forma y en su
    fondo, mayor será la emulación y la resistencia que le
    opongan sus detractores. Sus ciudadanos mismos y no sus armas,
    serán entonces sus mejores medios de defensa; no lo
    protegerán barricadas sino la muralla viva de hombres y
    mujeres plenos de amor supremo a la patria y de
    fanático entusiasmo nacional.

    El tercer aspecto a considerar en lo concerniente a la
    instrucción es este:

    También la ciencia tiene que servir al
    Estado racista como un medio hacia el fomento del orgullo
    nacional. Se debe enseñar desde este punto de vista no
    sólo la historia universal, sino toda la historia de la
    cultura humana. No bastará que un inventor aparezca grande
    únicamente como inventor, sino que debe aparecer
    todavía más grande como hijo de su nación. La
    admiración que inspira todo hecho magno, debe transformarse
    en el orgullo de saber que el promotor del mismo fue un
    compatriota. Del innumerable conjunto de los grandes hombres que
    llenan la historia alemana, se impone seleccionar los más
    eminentes para inculcarlos en la mente de la juventud, de tal
    modo que esos nombres se conviertan en columnas inconmovibles del
    sentimiento nacional.

    Para que este sentimiento nacional sea legítimo desde un
    comienzo y no consiste en una mera apariencia, justo es que en
    los cerebros plasmables de la juventud se cimente un férreo
    principio: Quién ama a su patria prueba ese amor sólo
    mediante el sacrificio que por ella está dispuesto a hacer.
    Un patriotismo que no aspira sino al beneficio personal, no es patriotismo.
    Tampoco es nacionalismo, el nacionalismo
    que abarca sólo determinadas clases sociales. Los hurras
    nada prueban y no le dan derecho a llamarse patriota a quien
    así exclama, si no está imbuido de la noble solicitud
    de velar por la conservación de su raza. Solamente puede uno
    sentirse orgulloso de su pueblo cuando ya no tenga que
    avergonzarse de ninguna de las clases sociales que forman este
    pueblo. Pero cuando una mitad de él vive en condiciones
    miserables e incluso se ha depravado, el cuadro es tan triste,
    que no hay razón para sentir orgullo. Sólo cuando una
    nación es, material y moralmente, sana en todas sus partes
    constitutivas, puede la satisfacción de pertenecer a ella,
    que experimenta el individuo, exaltarse con derecho a la
    categoría del elevado sentimiento que denominamos orgullo
    nacional. Pero este noble orgullo puede sentirlo únicamente
    aquél que es consciente de la grandeza de su pueblo.

    El miedo que el "chauvinismo" le inspira a nuestra época
    constituye el signo de su impotencia. Es evidente que el mundo de
    hoy va camino de una gran revolución. Y todo se reduce al
    interrogante de si ella resultará en bien de la humanidad
    aria o en provecho del judío errante.

    Mediante una apropiada educación de la juventud,
    podrá el Estado racista contar con una generación capaz
    de resistir la prueba en la hora de las supremas decisiones.

    Será vencedor aquel pueblo que primero opte por este
    camino.

    La culminación de toda labor educacional del Estado
    racista consistirá en infiltrar instintiva y racionalmente
    en los corazones y los cerebros de la juventud que le está
    confiada, la noción y el sentimiento de raza. Ningún
    adolescente, sea varón o mujer, deberá dejar la escuela
    antes de hallarse plenamente compenetrado con lo que significa la
    puridad de la sangre y su necesidad. Además, esta
    educación, desde el punto de vista racial, tiene que
    alcanzar su perfección en el servicio militar, es decir, que
    el tiempo que dure este servicio hay que considerarlo como la
    etapa final del proceso normal de la educación del
    alemán en general.

    Si en el Estado racista ha de tener capital importancia la
    forma de la educación física e intelectual, no menos
    esencial será para él la selección de los
    elementos mejores. Este aspecto se toma hoy en cuenta muy
    superficialmente. Por lo general, es sólo a los hijos de
    familias de alta situación económica y social a
    quienes, desde luego, se conceptúa dignos de recibir una
    instrucción superior. El talento juega aquí un rol
    secundario. Propiamente se puede apreciar sólo de modo
    relativo. Es posible, por ejemplo, que un muchacho campesino,
    aunque de instrucción inferior con respecto al hijo de una
    familia que ocupa desde
    generaciones atrás un rango elevado, posea más talento
    que éste. El hecho de que el niño burgués revele
    mayores conocimientos, nada tiene que ver en el fondo con el
    talento mismo, sino que radica en el cúmulo notoriamente
    más grande de impresiones que este niño recibe
    ininterrumpidamente como resultado de su múltiple
    educación y del cómodo ambiente de vida que le
    rodea.

    En la actualidad existe quizá un solo campo de actividad
    donde realmente influye menos el origen social que el talento
    innato: el Arte. En él se evidencia
    manifiestamente que el genio no es atributo de las esferas
    superiores y ni de la fortuna. No es raro que los más
    grandes artistas procedan de las más pobres familias.

    Se pretende afirmar que lo que tratándose del arte es
    innegable, no cabe en las llamadas ciencias exactas. Si bien, a
    base de un cierto entrenamiento mental, es posible infiltrar en
    el cerebro de un hombre de tipo corriente, conocimientos
    superiores a los de su medio; pero todo esto no es más que
    ciencia muerta y, por tanto, estéril. Este hombre
    resultará una enciclopedia viviente, mas, será un
    perfecto inútil en todas las situaciones difíciles y
    momentos decisivos de la vida.

    Solo allí donde se aunen la capacidad y el saber, pueden
    surgir obras de impulso creador. Si en los últimos decenios
    el número de inventos importantes aumentó
    extraordinariamente, sobre todo en los Estados Unidos, no fue sin duda
    por otra razón que por la circunstancia de que allí
    -más que en Europa- un porcentaje considerable de talentos
    procedentes de las esferas sociales inferiores, tiene la
    posibilidad de lograr una instrucción superior. La facultad
    inventiva no depende, pues, de la simple acumulación de
    conocimientos, sino de la inspiración del talento.

    También en este orden el Estado racista tendrá un
    día que dejar sentir su acción educativa. El Estado
    racista no tiene por misión el mantenimiento de la
    influencia de una determinada clase social; su tarea consiste
    más bien en la selección de los más capacitados
    dentro del conjunto nacional, para luego promoverlos a la
    posición de dignidad que merecen.

    Además, el rol del Estado racista no se reduce solamente
    a la obligación de dar al niño en la escuela primaria
    una determinada instrucción, sino que le incumbe
    también el deber de fomentar el talento, orientándolo
    convenientemente. Ante todo, tiene que considerar como su
    más alto cometido, el abrir las puertas de los
    establecimientos fiscales de instrucción superior a todos
    los dotados de talento, sea cual fuere su origen social.

    Aun por otra razón tiene que obrar en este sentido la
    previsión del Estado: Los círculos intelectuales en
    Alemania, se han hecho tan exclusivistas y están tan
    esclerosados que han perdido todo contacto vivo con las clases
    inferiores. Este exclusivismo resulta doblemente nefasto:
    primero, porque estos círculos carecen de comprensión y
    simpatía para la gran masa, y segundo, porque les falta
    fuerza de voluntad, la cual es siempre menos firme en los
    círculos intelectuales con espíritu de casta, que en la
    pueblo mismo.

    La preparación política, así como el
    pertrechamiento técnico para la guerra mundial, fueron
    deficientes, no porque nuestros hombres de gobierno hubiesen
    tenido escasa instrucción, sino justamente por lo contrario,
    pues, aquellos hombres eran superinstruídos, atestados de
    saber y de espiritualidad, pero huérfanos de todo instinto
    sano y privados de energía y audacia. Fue una fatalidad que
    nuestro pueblo hubiera tenido que luchar por su existencia bajo
    el gobierno de un canciller que era un filósofo sin
    carácter. Si en lugar de un Bethmann-Hollweg hubiésemos
    tenido por Führer a un hombre popular de recia contextura,
    no se habría vertido en vano la sangre heroica del granadero
    raso. Ese mismo exagerado culto de lo puramente intelectual entre
    nuestros elementos dirigentes, fue el mejor aliado para la chusma
    revolucionaria de 1918.

    La iglesia católica ofrece
    un ejemplo del cual se puede aprender mucho. En el celibato de
    sus sacerdotes radica la obligada necesidad de reclutar siempre
    las generaciones del clero entre las clases del pueblo y no de
    entre sus propias filas. Pero precisamente este aspecto de la
    institución del celibato no se sabe apreciar a menudo en su
    verdadera importancia. Al celibato se debe la asombrosa
    lozanía del gigantesco organismo de la iglesia
    católica, con su ductilidad espiritual y su férrea
    fuerza de voluntad.

    Será misión del Estado racista, velar porque su
    sistema educacional permita una constante renovación de las
    capas intelectuales subsistentes mediante el aflujo de elementos
    jóvenes procedentes de las clases inferiores.

    El Estado tiene la obligación de seleccionar del conjunto
    del pueblo, con máximo cuidado y suma minuciosidad, aquel
    material humano notoriamente dotado de capacidad por la
    naturaleza, para luego utilizarlo en servicio de la
    colectividad.

    Cuando dos pueblos de índole idéntica entran en
    competencia, el triunfo le
    corresponderá al que en la dirección del Estado
    tenga representados a sus mejores valores, y el vencido será
    en cambio aquel cuyo gobierno no semeje más que una gran
    pesebrera común para determinar dos grupos o clases
    sociales, sin que se hayan tomado en cuenta las aptitudes innatas
    que debería reunir cada uno de los elementos dirigentes.

    En cuanto al concepto trabajo, el Estado racista tendrá
    que formar un criterio absolutamente diferente del que hoy
    existe. Valiéndose, si es necesario, de un proceso educativo
    que dure siglos, dará al traste con la injusticia que
    significa menospreciar el trabajo del obrero. Como cuestión
    de principio, tendrá que juzgar al individuo no conforme al
    género de su
    ocupación, sino de acuerdo con la forma y la bondad del
    trabajo realizado. Esto parecerá monstruoso en una
    época en que el amanuense más estúpido, por el
    solo hecho de que trabaja con la pluma, está por encima del
    más hábil mecánico-técnico. Esta errónea
    apreciación no estriba, como ya se ha dicho, en la
    naturaleza de las cosas, sino que es el producto de una
    educación artificial, que no existió antes. La actual
    situación anti-natural se funda pues en los morbosos
    síntomas generales que caracterizan el materialismo de nuestros
    tiempos.

    En su ausencia, todo trabajo tienen un doble valor: el
    puramente material y el ideal. El primero no depende de la
    importancia del trabajo hecho, materialmente aquilatado, sino de
    su necesidad intrínseca. La comunidad tiene que reconocer,
    idealmente hablando, la igualdad de todos, desde el momento en
    que cada uno, dentro de su radio de acción -sea cual
    fuere- se esfuerza por cumplir lo mejor que puede.

    La recompensa material le será acordada a aquél cuyo
    trabajo esté en relación con el provecho que redunde a
    favor de la comunidad; la recompensa ideal, en cambio, debe
    consistir en la apreciación que puede reclamar para sí
    todo aquel que consagre al servicio de su pueblo las aptitudes
    que le dio la naturaleza y que la colectividad se encargó de
    fomentar.

    Es posible que el oro se haya convertido hoy en
    el soberano exclusivo de la vida, pero no cabe duda de que un
    día el hombre volverá a inclinarse ante dioses
    superiores. Y es posible también que muchas cosas del
    presente deban su existencia a la sed de dinero y de fortuna; mas, es
    evidente que muy poco de todo esto representa valores cuya
    no-existencia podría hacer más pobre a la
    humanidad.

    También en esto, le corresponde un cometido especial al
    movimiento nacionalsocialista, que, en la actualidad, predice el
    advenimiento de una época que daría a cada uno lo que
    necesite para su existencia, cuidando, sin embargo, como
    cuestión de principio, que el hombre no viva pendiente
    únicamente del goce de bienes materiales. Esto
    encontrará un día su expresión en forma de una
    gradación sabiamente limitada de los salarios, de tal suerte que hasta
    el último de los que trabajen honradamente pueda contar en
    todo caso, como ciudadano y como hombre, con una existencia
    honesta y ordenada.

    Y qué no se diga que éste sería un estado de
    cosas ideal, impracticable en el mundo en que vivimos, e
    imposible de ser jamás logrado.

    Tampoco nosotros somos tan ingenuos como para creer que se
    podría llegar a crear una época exenta de
    anomalías. Pero esta consideración no salva el
    imperativo que se tiene de combatir errores reconocidos como
    tales, corregir defectos y aspirar a la consecución de lo
    ideal. La dura realidad se encargará por sí sola de
    imponernos múltiples limitaciones. Y justamente por eso, el
    hombre debe empeñarse en servir al fin supremo sin dejarse
    arredrar en su propósito, por la misma razón que no se
    puede renunciar a los tribunales de justicia, porque estos
    incurren en errores, ni menos detestar los medicamentos porque,
    pese a ellos, siguen existiendo enfermedades.

    Cuidese mucho de saber apreciar debidamente la fuerza de un
    ideal.

    CAPÍTULO TERCERO

    Súbditos y
    ciudadanos
    (*)

    CAPÍTULO CUARTO

    La personalidad y la
    concepción nacionalista del Estado

    (*)

    CAPÍTULO QUINTO

    Ideología y organización
    (*)

    CAPÍTULO SEXTO

    Nuestra lucha en los primeros
    tiempos.
    (*)

    CAPÍTULO SÉPTIMO

    La lucha contra el frente
    rojo
    (*)

    CAPÍTULO OCTAVO

    El fuerte es más fuerte
    cuanto está solo
    (*)

    CAPÍTULO NOVENO

    Ideas básicas sobre el
    objetivo y la organización de las S.A.

    (*)

    CAPÍTULO DÉCIMO

    La máscara del federalismo
    (*)

    CAPÍTULO ONCE

    Propaganda y
    organización
    (*)

    CAPÍTULO DOCE

    El problema de los sindicatos obreros
    (*)

    CAPÍTULO TRECE

    La política aliancista de
    Alemania después de la guerra
    (*)

    CAPÍTULO CATORCE

    Orientación
    política hacia el este
    (*)

    CAPÍTULO QUINCE

    El derecho de la legítima
    defensa
    (*)

    (*) Para ver el texto completo seleccione la
    opción "Descargar" del menú superior

    Enviado por:
    Dr. Luis Afredo Alarcón Flores

    Perú

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