Monografias.com > Sin categoría
Descargar Imprimir Comentar Ver trabajos relacionados

El nuevo mundo: Civilización y barbarie (página 2)




Enviado por marcos cueva



Partes: 1, 2

Algunos colonos estadounidenses habían alcanzado a
reconocer en el indio al "buen salvaje", que vivía con
apego a la naturaleza y
en relativa paz, pero fueron los menos: para los más, el
indio vivía como los animales, y
debía ser "civilizado" o aniquilado. No hubo, en la
conquista del Norte de América, humanistas ni Iglesias que
atemperaran el fanatismo y la belicosidad del hombre blanco,
y que inclinaran la balanza hacia la "civilización" y la
integración social del nativo. Colonos y
pioneros huían de una Europa que veían en
decadencia y corrupta, y se proponían desde un principio
crear un "Nuevo Mundo" y una "civilización": en realidad,
arrasaron con las comunidades preestablecidas y se privaron, con
ello, de un pasado en suelo propio. Los
negros no corrieron mejor suerte: el tráfico de esclavos
era bárbaro por excelencia, aunque en él
colaboraran también tribus y reyezuelos africanos. En
Norteamérica, el "afroamericano" fue considerado por un
tiempo, hasta la Guerra de
Secesión, como el equivalente de una mercancía
más a disposición del aristócrata
sureño. Sorprende, a fin de cuentas, que el
negro haya logrado adaptarse y hacer un aporte invaluable a la
cultura
norteamericana, como en la música, del blues al
jazz, o como en la lucha por los Derechos Civiles de un
Martin Luther King. Pero hasta bien entrado en el siglo XX,
cuando aún se acostumbraba linchar y quemar negros, no
faltaron blancos que pensaran en repatriarlos al Africa (como
ocurrió con el experimento liberiano, de fatales
consecuencias en los años ’90 del siglo pasado), ni
líderes negros, como Marcus Garvey, que acariciaran
idéntico sueño, el mismo que más tarde
idealizaran desde los barrios marginales de Kingston, en Jamaica,
los adeptos al culto rastafari. Con el tiempo, el reclamo de los
Derechos Civiles quedó en el abandono y muchos negros
estadounidenses se reorientaron hacia el Islam, con el
fanatismo de un Louis Farrakhan. El pasado africano había
sido borrado con el transplante de un continente a otro, y con
ello la identidad
primigenia. No quedaban comunidades preestablecidas que
reivindicar: quedaban sobre todo mitos.

Norteamérica, que luego habría de reclamar su
pertenencia a Occidente, se fundó así sobre dos
barbaries, una practicada contra el indio y otra contra el negro,
sin demérito del empeño que pusieron colonos y
pioneros en fundar un "Nuevo Mundo", la "ciudad sobre la colina"
para el "pueblo elegido de Dios", y los logros que fueron
forjando los pequeños y medianos granjeros, antes de
desaparecer de la escena a finales del siglo XIX, con el populismo agrario
contra los grandes monopolios del ferrocarril. Probablemente este
populismo, junto con los aportes negros a los que ya nos hemos
referido, hayan sido los últimos vestigios de una cultura
popular –que no de masas- en Estados Unidos.
En efecto, la cultura popular en Estados Unidos tuvo que
enfrentarse en el siglo XX con el auge de la cultura de masas, y
por ende con grandes dificultades para sobrevivir. En su desarrollo,
Estados Unidos también arrasó, aunque ahora lo
reivindique, con el pasado colonial, de corta duración, en
particular con las formas de colectividad que podían haber
creado pequeños y medianos granjeros.

En el Sur, la fundación de América tampoco fue
ajena a la barbarie, en la cual un puñado de hombres, con
frecuencia de dudosa procedencia en España,
arrasaron primero con los indios de las Antillas (como
ocurrió con los tainos en la actual Cuba) y luego,
de manera sorprendente y en un tiempo muy breve, con dos grandes
civilizaciones, la azteca y la inca. No sólo utilizaron la
espada y la cruz: como lo atestiguan los episodios de la
Conquista en el árbol de la Noche Triste (México) y
en la traición a la palabra dada por el inca Atahualpa,
los españoles no dudaron en utilizar el engaño,
como no dudaron más tarde, durante cerca de un siglo, en
provocar una hecatombe demográfica a fuerza de
brutalidad, de toda suerte de abusos (como el uso de la coca para
que el indio aguantara el trabajo en
la mina) y de la introducción de epidemias desconocidas para
los nativos. Salvo excepciones, como la de Las Casas o las
misiones jesuitas entre
los guaraníes, tampoco hubo, entre los
Conquistadores, mayor preocupación por preservar las
riquezas materiales y
espirituales que encontraban a su paso. Las civilizaciones
prehispánicas apenas intuían por profecías
que su fin se acercaba, y se encontraban por lo demás
divididas, como las tribus del norte americano. Ya casi agotada
la mano de obra india, en el Sur también se
recurrió al bárbaro tráfico de esclavos. A
diferencia del Norte, en el Sur la necesidad de mano de obra, que
no era colmada por inmigraciones masivas, impidió el
aniquilamiento final del indio en Mesoamérica y los Andes,
aunque éste se produjo, ya en el siglo XIX, en las
fronteras de la Pampa o de la Amazonia. Nunca quiso reconocer
España, como tampoco lo ha querido hacer la historia oficial de
América Latina y el Caribe, que el acto fundador,
más que de civilización, fue de barbarie, pese a la
conversión de los sometidos al catolicismo: la espada se
había adelantado a la cruz. Los Conquistadores
habían adquirido algo de "cruzados".

A veces tampoco han querido reconocer los descendientes de
indios que las civilizaciones prehispánicas y las
comunidades primitivas del Sur americano tampoco estaban exentas
de elementos bárbaros. Si la Colonia sobrevivió y
dejó huella hasta hoy, como lo atestiguan monumentales
sedes arquitectónicas todavía funcionales, pero
también cierta cultura popular (curiosamente mezclada con
elementos aristocráticos), de las civilizaciones
prehispánicas sólo quedaron ruinas para el trabajo de los
arqueólogos y la curiosidad del turismo, "patrimonios
culturales" muertos. Como en el Norte, a indios y negros, en
sociedades
ultrajerarquizadas en castas, jamás se les
reconoció una Humanidad que fuera hasta la plena
integración social. Aún así, la Colonia
iberoamericana logró una mayor sedimentación que la
breve Colonia británica del Norte. En el Sur, la Colonia
creó culturas
populares, con huellas aristocráticas y cristianas,
que tendrían a la larga una mayor capacidad de
sobrevivencia que en el Norte. No todo fue "barbarie" en la
Colonia española.

La Historia puede salir de sus mitos: la fundación del
"Nuevo Mundo", una de las primeras empresas modernas
de Occidente, se distinguió por el afincamiento de la
barbarie, aunque fuera disimulada por la promesa de la abundancia
material y, sobre todo, del ascenso social para los recién
llegados: la Tierra
Prometida para los colonos en el Norte, el anhelo de pertenencia
a la Corte para les "venidos a menos" en el Sur. Hasta hoy,
la empresa de
la movilidad social ascendente es uno de los elementos que
distinguen al Nuevo Mundo de otras latitudes, donde las
jerarquías son mucho más fijas (baste con pensar en
las inamovibles castas en India). El puritanismo en el Norte y el
catolicismo en el Sur ofrecieron la hoja de parra civilizada,
pero colonos y Conquistadores habían llegado,
fundamentalmente, para enriquecerse a como diera lugar. Se
fundaron así, a la par, la soberbia y la ignorancia que
juntas han acompañado siempre a las "invasiones
bárbaras": los mongoles, por ejemplo, probablemente no
entendían lo que hacían cuando destruyeron las
riquezas del actual Irak, Bagdad
incluida, riquezas que, por cierto, también fueran
saqueadas recientemente por las tropas estadounidenses.

En ambos casos, el del Norte y el del Sur americanos, los
bárbaros se habían quedado sin pasado ni
tradiciones colectivas sobre las cuales afianzarse y en las
cuales ampararse: destruyeron culturas y civilizaciones
milenarias cuyos orígenes –asiáticos, por
cierto, si ha de darse por cierta la hipótesis del cruce por el estrecho de
Behring- interesan poco hasta hoy, en una perspectiva comparativa
de estudio de las civilizaciones. Desafortunadamente, es probable
que la insularidad de América también haya pesado
en este saldo: los intercambios de los indios, aunque existieran
dentro del continente americano, no iban más allá
de éste, si se exceptúan también los
hallazgos de la isla chilena de Pascua y la hipótesis del
intercambio Pacífico, que algunos científicos
buscaron reconstruir con la expedición del Kon-Tiki.

Todas las civilizaciones del mundo conocieron, en algún
momento u otro de su historia, el peso de la barbarie, ya fuera
por descomposición interna o por invasiones
foráneas, fenómenos que solían coincidir.
Pero si drama hay en América, es que, a diferencia de
otras civilizaciones, aquí las preexistentes a la barbarie
fundadora se hayan hundido, y que con ellas se hayan perdido
culturas milenarias, capacidades de resistencia al
exterior y de conservar jerarquías históricas, por
rígidas que fueran. A la llegada de los occidentales,
Japón
supo cerrarse, luego abrirse con prudencia y conservar un pasado
feudal jerárquico con sus tradiciones.

A la llegada de los occidentales, también, China
conservó una cultura milenaria campesina en el interior,
mientras los occidentales saqueaban sobre todo las zonas
costeras. Los rusos supieron pactar con los mongoles, con la
sagacidad de un Alejandro Nevski, hasta expulsarlos y expandir el
imperio, como, ya en el siglo XX, consiguieron derrotar la
empresa
bárbara del nazismo,
proveniente de una Alemania donde
aún sobrevivía el feudalismo
prusiano. Pese a la profunda penetración británica
y las divisiones que provocó, India supo conservar una
cultura milenaria de castas. Europa, la "vieja" Europa, conserva
hasta hoy cierto cuño aristocrático y la herencia de la
larga sedimentación de una Edad Media
rica en enseñanzas: aún con la belleza
arquitectónica, ésta no es un pasado muerto, sino
que conserva toda su funcionalidad urbana y rural. Igualmente
acosado por Occidente, por lo menos desde las cruzadas, el Islam
ha conservado sus propias tradiciones y formas de resistencia al
exterior. Incluso el Imperio Romano,
destruido al final por la decadencia interna y las invasiones
bárbaras, dejó una herencia imperecedera en el
mundo latino. Muchas civilizaciones, aunque acosadas, han logrado
proyección universal: las del continente americano,
arrasadas, ya no pudieron hacerlo. Enfrentamientos entre
"civilización" y "barbarie", por ende, marcan buena parte
de la Historia de la Humanidad.

Sólo la pretendida superioridad de Occidente, que hoy
quisiera encarnar Estados Unidos, ha relegado al olvido esta
dualidad presente en todas las civilizaciones, que llevan en su
interior gérmenes de barbarie y que pueden ser igualmente
amenazadas desde el exterior.

¿Acaso la cruzada contra el "Imperio del Mal" del
comunismo, como
lo llamara Ronald Reagan, fue la última de la
"civilización occidental" contra la "barbarie roja", para
que triunfara definitivamente la primera sobre los atavismos
asiáticos que se atribuían al bolchevismo? Si el
tema suscita polémica, es en la medida en que, incluso
pese a la prueba irrefutable del fascismo
alemán, a Occidente le preocupó por casi todo el
siglo XX, más que nada (más incluso que el
fascismo), una muy supuesta "amenaza soviética": por lo
menos en Europa, entre 1917 y la Segunda Guerra Mundial, el
bolchevismo se identificaba con el temor atávico a la
invasión de la "barbarie". En la propaganda
occidental, el "ruso", ni siquiera reconocido como
soviético, era fácilmente retratado cual ser
sanguinario y cruel, cuchillo en boca, al son de danzas
bárbaras y dispuesto a destruir con brutalidad toda
sacralidad y propiedad
privada, como si de hunos o mongoles se tratara.

El siglo XX, desde este punto, fue un siglo atávico, de
contienda entre "civilización" y "barbarie": bien es
cierto que, en la Unión Soviética, Stalin tuvo algo
de un Tamerlán bárbaro; cierto, también, que
los bárbaros nazis, protegidos por Occidente mientras
lucharan contra el bolchevismo, llevaban a cabo sus incursiones
bélicas con símbolos tan bestiales como las calaveras en los
uniformes y amuletos primitivos en sus cuerpos. En el siglo XX,
como en otros anteriores, la dualidad interna entre
civilización y barbarie no se perdió.
Existían elementos de civilización y barbarie en
los dos bandos encontrados. Y el acto de mayor "progreso" en el
siglo pasado, el de la invención del arma atómica,
dejó en claro desde Nagasaki e Hiroshima que podía
retrotraer a la Humanidad a la Edad de Piedra.

Si drama hay en América, éste consiste en que la
fundación del Nuevo Mundo acabó con las
resistencias colectivas del pasado y las civilizaciones y
comunidades preestablecidas, a diferencia de lo ocurrido en lo
que algunos llaman el continente "euroasiáticoafricano",
donde lo antiguo se preservó hasta hoy, aunque ya
transfigurado.

El Nuevo Mundo se fundó no sobre el enfrentamiento de
civilizaciones y su "hibridación", sino en gran medida
sobre el aniquilamiento de las sociedades preestablecidas,
cualquiera fuera su grado de evolución. Vencidas estas resistencias, y
pese a los sincretismos y los mestizajes en el Sur, el Nuevo
Mundo se convirtió en el lugar donde los atavismos, las
jerarquías y las resistencias, aunque parezcan serlo, no
son las de un pasado ya arrasado, sino las del presente y el
futuro occidentales. Estados Unidos, como América
Latina y el Caribe, representan el "Extremo Occidente". Es
como si, más allá de la eterna promesa de
modernización y occidentalización, no encontrara el
Nuevo Mundo por donde replegarse para resistir o asidero de
civilización alguno. Es así que la pregunta salta
al aire:
¿existe una civilización en el Nuevo Mundo?¿
existe una civilización capaz de perdurar y reclamar un
pasado que no sea bárbaro en su fundación? La
pregunta se ha vuelto, sin duda, más pertinente ahora que
Occidente, con el fin del enfrentamiento bipolar, se ha
convertido en una noción más vaga, y que la
fractura entre Estados Unidos y Europa no dista mucho de ser una
posibilidad. El alejamiento de Europa representaría, para
el Nuevo Mundo, el confinamiento en un "Extremo Occidente" donde
el sentido de colectividad del pasado fue arrasado. El
individualismo a ultranza, contrario al sentido de colectividad,
existe en el Norte, pero también el Sur, aunque
aquí sea más anárquico.

Estados Unidos, que se definía en sus orígenes
contra la "vieja Europa" corrupta y decadente, se
adueñó del liderazgo de
"Occidente" durante el periodo de la Guerra Fría, aunque
hablara por ése Occidente y no por el conjunto de la
Humanidad: no podía hacerlo, puesto que la "barbarie roja"
no era considera humana. Antes, Occidente era sobre todo una
parte de Europa y de una cristiandad católica primigenia.
Cuando Estados Unidos se apropió de la "idea de
Occidente", tampoco lo hizo ya en términos de
civilización, ni mucho menos por la defensa de una larga
herencia que se remontaba por lo menos hasta la Edad Media,
inexistente de este lado del Atlántico.

Estados Unidos asoció sobre todo "Occidente" con el
"mundo libre", noción que permitía incluso que se
incluyera a un país asiático como Japón.
"Occidente", en manos de Estados Unidos, dejó de ser una
Historia civilizatoria, para convertirse sin más en la
defensa del "libre mercado" y la
"democracia". Lo curioso, para un país que nada
conoció de la Edad Media europea, es que desde Ronald
Reagan, en los años ’80 del siglo pasado,
"Occidente" haya vuelto a ser el equivalente de las
cruzadas.

Los años ’80 del siglo pasado eran los de la gran
cruzada contra el "Imperio del Mal". "Cruzada" fue también
el término que empleó George W. Bush para
justificar la segunda guerra del Golfo Pérsico. La
fijación con el terrorismo
islámico, aunque los atentados del 11 de septiembre de
2001 hayan constituido sin duda un acto de barbarie, sorprende
del mismo modo que el énfasis en la "cruzada". Insistamos
por lo pronto en que, por sí solos, el "libre mercado" y
la "democracia" nunca han civilizado a nadie.

Con el fin del enfrentamiento bipolar, y mientras la ahora
extinta Unión Soviética hacía – por boca de
su intelligentsia liberal- esfuerzos por "reintegrarse a
la civilización", Estados Unidos perdió la
capacidad para definirla, como lo atestigua Samuel P. Huntington:
muy lejos ya de la herencia europea, "civilización" pasa a
identificarse con religión, y las
cruzadas ya no son entonces las del catolicismo, sino las de un
puritanismo exacerbado en un país sumido en una fuerte
crisis moral, y que
bordea el fanatismo en sus más diversas expresiones. Es el
fanatismo de masas y mediático, aún con el ropaje
religioso. No es, cabe decirlo, un fanatismo que represente la
cultura popular estadounidense.

Estados Unidos es uno de los países con mayor fervor
religioso del planeta, y dicho fervor ha renacido desde los
años Reagan, hasta llegar al fanatismo de quienes apoyaron
la elección y la reelección de George W. Bush. Casi
la mitad de los estadounidenses (47%) se define como "cristiano
redivivo". Por momentos, ello pareciera probar la
hipótesis de Max Weber: la
"ética
protestante" es la que mejor se ajusta al "espíritu del
capitalismo".
Si en otras latitudes el capitalismo tuvo que hacer con
civilizaciones preestablecidas, sin lograr vencerlas, en Estados
Unidos consiguió su forma más "pura". No
sólo es cuestión de fe casi ciega en el mercado y
la forma de democracia estadounidense: es, con mucho, la fe en un
país que, desde St. John Crévecoeur, consideraba
que sería el paraíso de las clases medias y no de
las terribles desigualdades feudales europeas.

Hasta hoy, sea rico o pobre, el estadounidense se considera
fundamentalmente de "clase media" o
"aspirante a rico", y como tal considera su estilo de vida, no
exento de opulencia, aunque sí de "honrada
medianía". Es una noción que, aunque sugiera lo
contrario, es plenamente capitalista: la "clase media" supone el
desconocimiento de las desigualdades entre ricos y pobres, la
idealización de las "terceras vías" y el
desdén por las jerarquías sociales de origen
medieval y antiguo, como supone el individualismo y la competencia por
ascender en la escala social,
así existan "ganadores" y "perdedores".

En otras latitudes, la clase media (distinta de la
"pequeña burguesía" europea) ha tenido siempre
menor importancia que en Estados Unidos. En China o Rusia, por
ejemplo, las aperturas al mercado se han preocupado por crear
nuevos ricos (¡enrichissez vous!), antes que por
ampliar las clases medias. Tampoco Europa se considera el
paraíso de la clase media. La cruzada estadounidense por
el "libre mercado" y la "democracia" no ha dejado de ser una
"cruzada" por los valores de
la clase media, que deberían propagarse por el mundo
entero. Cierto es que, en América Latina y el Caribe, esos
"valores",
fuertemente "americanizados", se difundieron desde la segunda
posguerra del siglo XX, al grado que en distintos países,
populismos, dictaduras y democracias parecían
fundamentalmente políticas
destinadas a mantener, por la vía que fuera, satisfechas a
esas clases medias . No era el caso en el siglo XIX, cuando en el
subcontinente americano eran sobre todo las élites las que
imitaban los estilos francés o inglés.
La "clase media" es uno de los grandes inventos del
siglo XX, y todavía hacen falta estudios para detectar si
el capitalismo reciente, con sus mutaciones, ha disminuido la
fuerza de esa clase o, por el contrario, le ha dado un
protagonismo de masas que no tenía antes, en particular
con la "revolución
de los servicios" y
el declive del campesinado y la clase obrera. Lo probable es que
las clases medias, como lo han mostrado ahora, sean en el fondo
inseguras y profundamente conservadoras, por lo menos en Estados
Unidos: pueden buscar ascender, pero nunca "caerse". Suelen
considerarse agentes del progreso, pero ya en la Alemania de los
años ’30 del siglo pasado habían demostrado
sus preferencias en caso de crisis.

En los países periféricos, ante la pobreza y la
ostentación de las élites, suelen considerarse
portadoras de la civilización y las "buenas maneras", y
llegan a ser medianamente liberales: pero en más de una
ocasión, como con las dictaduras conosureñas, se
han mostrado dispuestas a la componenda con la barbarie. En
Estados Unidos, por otra parte, las clases medias parecieran hoy
haber perdido la medida de las cosas: consumistas, incapaces de
ahorrar y con la vida a crédito, son también la masa
más manipulable. Si en la segunda posguerra del siglo XX
fueron liberales, luego del New Deal y con las promesas de
la Great Society de Johnson, hoy son conservadoras,
incultas, adictas al espectáculo y presa de fanatismos
religiosos. La descomposición de hoy es la de las clases
medias a las que se les prometía el paraíso en la
segunda posguerra del siglo XX, y hasta finales de los
años ’60.

Durante el siglo XX, no es únicamente el comportamiento
de "masas" el que ha llegado a sorprender e incluso a causar
temor, como ocurriera en los años ’30 del siglo
pasado con Alemania, sino el hecho de que ése mismo
comportamiento haya encerrado algo de un profundo gregarismo, no
muy alejado del que, con o sin razón, se ha prestado a las
comunidades primitivas, y desde luego que a las "hordas
bárbaras". El comportamiento fascista era sin duda el de
una "horda". Hoy, las clases medias estadounidenses reproducen
mucho de ese comportamiento gregario, que se opone a los valores
más caros a la Modernidad.

Dentro de ese gregarismo, ciertamente, cada quien intenta "ser
más igual que los demás", y arreglárselas
para conseguir ventajas, prebendas y privilegios en provecho
propio o de sus allegados: es, hasta cierto punto, el cuadro
normal de la competencia, sobre todo en una sociedad poco
rígida en las jerarquías. Pero si ésta
empieza a adquirir rasgos patológicos, es en la medida en
que se reivindica la libertad
absoluta del individuo:
cualquier freno, cualquier control es
interpretado como un atentado contra la libertad, y cualquier
reglamentación es "liberticida". No es infrecuente que se
formen grupos de
presión
que contribuyen precisamente, desde el amparo del
gregarismo –frecuente en las clases medias- a ver en
cualquier "control" una forma de "represión" y de
"autoritarismo", como si cualquier forma de autoridad
negara por principio de cuentas esa "libertad absoluta".

Con ello, el individuo puede llegar a olvidar- en un contexto
de anomia como el que describiera Durkheim– las
reglas y los límites
propios de la vida colectiva, y comportarse como el "zorro libre
en un corral libre". De igual forma, a través de lo
"políticamente correcto", Estados Unidos ha incubado otra
forma de negación de la colectividad: las culturas
particulares y arcaicas se fomentan en detrimento de la
universalidad, y, en vez de los sentimientos compartidos y las
solidaridades entre sujetos colectivos, aparece la
idolatría –que no la admiración- por las
"identidades comunitarias" (igualmente gregarias), que fomentan
la atomización del cuerpo social, siempre para beneficio
de estos particularismos, de raza, étnicos, de género u
otros.

Este proceso, que
desemboca en la negación de la ciudadanía compartida y la universalidad
del Hombre, probablemente haya incubado en el mismo
enfrentamiento bipolar al que nos hemos referido, y que en
principio oponía la "civilización occidental" a la
"barbarie roja". Si ésta última era colectivista,
la reivindicación de Occidente terminó por negar no
solo el "colectivismo", sino, ya en el extremo, la posibilidad
misma de la existencia de cualquier forma de colectividad , al
grado de poner en peligro la idea misma de sociedad: no es casual
que muchos se pregunten ahora, como Samuel P. Huntington, por la
"identidad nacional estadounidense". De este modo, el Occidente
que pretende encarnar Estados Unidos puede terminar confundiendo
gregarismo arcaico y colectividad. En otros términos, al
triunfar en la Guerra
Fría, Estados Unidos acabó por ver un peligro
en cualquier solidaridad y
resabio de colectividad: no es del todo casual que, en esta
perspectiva, hasta John Maynard Keynes y
cualquier resto de Estado de
Bienestar puedan aparecer como "de izquierda" para los
ultraconservadores. La desaparición de la idea de
colectividad, la liberación de todo impulso y el
gregarismo no dejan de asomar como rasgos preocupantes en Estados
Unidos, sobre todo si, como ya hemos sugerido, la
fundación bárbara de este país
aniquiló cualquier posibilidad de sobrevivencia de las
colectividades preestablecidas. Dicho de otro modo, en Estados
Unidos, al término del enfrentamiento bipolar, se han
venido derrumbando las formas de vida colectiva sin que
ningún componente civilizatorio antiguo pueda frenar la
disgregación o servir de
"compensación".

No es el caso de América Latina y el Caribe. Por mucho
tiempo, y aunque ya José Martí,
Domingo Faustino Sarmiento o Pedro Henríquez Ureña
dejaran entrever elementos de barbarie en el Norte (sobre todo
por contraste con Europa), unos Estados Unidos "civilizados",
adelantados y en el camino de la abundancia material veían
en el subcontinente los rasgos del atraso. Samuel P. Huntington
los encuentra hasta hoy, en la medida en que, según
él, los hispanos amenazan con "invasiones bárbaras"
al mundo anglosajón y protestante. Antes, la barbarie
estaba instalada en el Sur, y se caracterizaba por la pobreza
ancestral, las enormes desigualdades en la distribución de la riqueza y otros
factores, pero sobre todo por las pugnas intestinas, que
hacían a las naciones inviables, y por la existencia,
desde las independencias del siglo XIX, de "caudillos
bárbaros". No en vano el México porfiriano, por
ejemplo, era descrito por John Kenneth Turner como un
"México bárbaro", en el cual la opresión
colonial y el maltrato a los indios parecía no tener fin.
Ciertamente, esa opresión colonial, practicada por
minorías privilegiadas, prolongó por mucho tiempo
la herencia colonial, en la que convivían el esplendor
aristocrático y la barbarie, y América Latina y el
Caribe no parecían capaces de "civilizarse" hasta bien
entrado el siglo XX. Pero desde el fin del enfrentamiento bipolar
internacional, las cosas también cambiaron en el Sur. Dada
la envergadura de la crisis de los años ’80, muchos
Estados nacionales del subcontinente, como colectividades,
comenzaron a resquebrajarse, aunque las dictaduras hayan quedado
atrás y se haya emprendido el camino de la democracia.

Mucho más frágiles que en Estados Unidos, las
clases medias también sufrieron el embate de la crisis.
Las oligarquías, por su parte, recrearon el comportamiento
extranjerizante, pero esta vez con la vista puesta en Estados
Unidos y ya no en Europa. El sentido de colectividad que
comenzó a resquebrajarse en América Latina y el
Caribe es el único que podía haberse heredado del
pasado: el de la sociedad colonial. Desde este punto de vista, y
a contracorriente de lo que ocurre en Estados Unidos (que no
vivió un largo esplendor colonial), el subcontinente
americano, en algunos aspectos, se ha vuelto menos conservador y
más liberal, aún bajo influencia norteamericana. La
liberalización –que incluye la de las costumbres- y
las nuevas formas de movilidad social, aún por estudiar,
han resquebrajado las jerarquías de origen colonial.

Esta trayectoria puede tener rasgos "civilizadores": existen
cierto cansancio por el comportamiento señorial y de casta
de las oligarquías, el anhelo de una mayor igualdad y
mayores libertades (contra las rigideces coloniales), y en
algunos casos la búsqueda de genuinas democracias. Hasta
donde la influencia norteamericana es fuerte, este proceso
"civilizador", de corte liberal, no afianza empero el civismo, ni
afirma una ciudadanía plena. El subcontinente americano,
contra las rigideces de origen colonial, busca sobre todo la
confirmación de los Derechos Civiles.

Es en medio del resquebrajamiento del Estado nacional como
colectividad que aparecieron, en distintos países del
subcontinente, reivindicaciones indígenas de distinta
índole. 1992 marcó un
parteaguas, hasta donde se conmemoraban 500 años del
Descubrimiento de América. Contra lo que las clases medias
locales o el turismo pudieran pensar, la experiencia
indígena en el Sur nunca fue homogénea, ni antes ni
después de la Conquista. Los grupos indígenas, en
algunos países, fueron nucleados con frecuencia, desde la
segunda posguerra del siglo XX, por sectas evangélicas
provenientes del Norte (como las que se instalaron entre los
shuar del Ecuador o en el Cauca colombiano) o por organismos de
dudosos procedimientos,
como el Instituto Lingüístico del Verano: en estos
casos, el "renacer" indígena podía subvertir los
cimientos, de por sí endebles, del Estado nacional,
incapaz de integrar a los indios en una ciudadanía plena y
de poner límites a la manipulación transnacional de
los nativos.

Entre algunos, hay que decirlo, a la larga la
asociación con organizaciones
internacionales (como las organizaciones no gubernamentales) se
convirtió en un modus vivendi que llegó a
sustituir a las precarias instituciones
nacionales. En otros casos, fue el aporte humanista de la
Iglesia, en
particular el cercano a la Teología de la
Liberación, el que contribuyó a la vez a respetar
la comunidad indígena y a "despertarla", como ocurriera en
Riobamba (Ecuador) con Leonidas Proaño. En algunos casos
más, como en la costa Atlántica nicaragüense,
los indígenas (miskitos, sumos, ramas) fueron abiertamente
manipulados para fines más o menos separatistas, o en todo
caso para "achicar" las funciones del
Estado nacional.

Hasta hoy, la experiencia indígena en el subcontinente
no está unificada, y ello, en parte, por la extrema
diversidad evolutiva de los grupos indios. De ahí que,
hasta ahora, haya básicamente dos tipos de resurgimiento
indígena en el Sur. En el Ecuador, por ejemplo, los
indígenas de la Confederación de Nacionalidades
Indígenas del Ecuador, sin perder su sentido colectivo
(que se expresa en la minga o en los principios del
ama suwa, ama llulla y ama qhilla: no robar,
no mentir, no holgazanear), han reivindicado un Estado
pluriétnico o multinacional (como lo hicieran en su
momento los indios del Norte americano), pero no por ello han
renunciado al reconocimiento del mismo Estado y sus
instituciones, en peligro por el achicamiento neoliberal. En
Bolivia, en
cambio, el
katarismo entre los aymaras, en nombre de una historia de
resistencia ancestral, ha propuesto la reconstitución de
la sociedad del Qullasuyo, que prácticamente
desconoce la realidad del Estado nacional boliviano e intenta
sustituírsele.

En síntesis,
aparecen dos tipos de reivindicaciones: las colectivas, que no se
contraponen a la plena integración ciudadana, y las
comunitaristas y fuertemente "identitarias", en donde no deja de
encontrarse cierto "estilo estadounidense" (el "comunitarismo"
contra la colectividad). De poco serviría, a estas
alturas, idealizar el pasado indígena: pese a sus
indudables aportes, fue tan contradictorio como cualquier otro
pasado civilizatorio, y se encontraba dividido –como ya se
ha dicho- desde antes de la llegada de los españoles.
Así las cosas, pareciera importar sobre todo que, en medio
de la fuerte crisis del Estado nacional, los resurgimientos
indígenas puedan recordar la existencia de lo colectivo y
de las solidaridades básicas: en esto, por lo
demás, el indio probablemente deje de ser visto como
bárbaro por las clases medias o las oligarquías
nacionales. Las reivindicaciones de tipo "comunitarista", en
cambio, sólo pueden contribuir a una mayor
descomposición de la colectividad y a la endeblez del
Estado nacional. Si las clases medias han llegado a idealizar las
resistencias indígenas, seguramente sea por la
intuición de que, en medio del resquebrajamiento de las
jerarquías coloniales de antaño, el neoliberalismo
y el achicamiento del Estado han extraviado el sentido de
colectividad.

Pero éste no puede reconstituirse sobre un pasado
arrasado y repleto de mitos: si acaso, el único sentido de
sociedad sobre el que podían replegarse América
Latina y el Caribe es el que surgiera de los tiempos coloniales.
¿Cómo deshacerse de la herencia de la Colonia sin
caer en la anarquía y la pérdida completa del
aprecio por lo colectivo? La pregunta no es nueva en el
subcontinente: tampoco ha encontrado todas sus respuestas en la
democracia, aunque sea ahí donde las esté
buscando.

A diferencia de Estados Unidos, donde se ha convertido en
pieza de museo o en distracción exótica, en
América Latina y el Caribe no ha desaparecido del todo la
cultura popular: por su experiencia de siglos, contiene elementos
sedimentados, y sobrevivió gracias a la
prolongación de la herencia colonial, bárbara y
"civilizadora" a la vez, de tal modo que hasta los populismos
tuvieron que hacer con ella hasta bien entrado el siglo XX.

La Colonia no fue, únicamente, "represión" y
"autoritarismo": leerla de este modo implica asumir el "estilo
estadounidense" contrario a cualquier norma "liberticida".
¡Las sociedades coloniales no eran sociedades de masas!.
Cuando la clase media exalta lo indígena, seguramente
corra el riesgo de
confundir lo popular con lo "exótico": es lo que pudiera
haber ocurrido con el Ejército Zapatista de
Liberación Nacional, no exento de anarquismo, en el caso
de México. Dentro de la cultura popular cabe mucho
más que el particularismo indígena, y existen
mayores posibilidades para la expresión colectiva:
probablemente sea éste el ingrediente que explica que,
mientras Estados Unidos se instala en el gregarismo y el
conservadurismo a ultranza, en América Latina y el Caribe,
un poco como en la Balsa de Piedra de José Saramago, la
democracia esté tomando otros carices: en Venezuela, en
Brasil, en
Uruguay y en
Argentina, como podría tomarlos mañana en otros
países. El sentido colectivo y popular, en el
subcontinente americano, heredado de la Colonia, no ha sido por
completo destruido por los particularismos, ni por la crisis de
la modernidad. Si ha de retomarse la curiosa propuesta de Samuel
P. Huntington, es altamente probable que las mayorías
latinoamericanas y caribeñas sigan aspirando a la
modernidad y la occidentalización: el pasado que
apuntalaría este proceso no es el prehispánico, que
fue arrasado, sino el popular, que se creó y
sobrevivió en la Colonia. En el pasado, la modernidad no
fue una aspiración de las élites latinoamericanas y
caribeñas, aunque la occidentalización si lo fuera:
era el equivalente de la "civilización" frente a la
"barbarie" interna. Hoy, la modernización sigue siendo una
aspiración popular, aunque no forzosamente deba
acompañarse de una occidentalización forzada. Con
un mayor liberalismo,
el anhelo de modernización y el resguardo popular de la
democracia, el Sur bien podría seguir hoy una senda menos
bárbara que la del Norte, si en ello se reconstituye el
sentido de colectividad y se minimizan los efectos de los
comunitarismos. Después de todo , ya Diderot
escribía: "el mundo puede envejecer mucho,pero no cambia;
es posible que el individuo se perfecciones, pero el conjunto de
la especie ni mejora, ni empeora". En resumen, nada se pierde,
nada se crea, todo se transforma.

México D.F., abril de 2005

BIBLIOGRAFÍA

-Escárzaga, Fabiola y Gutiérrez, Raquel
(coords.). Movimiento
indígena en América Latina: resistencia y proyecto
alternativo. Gobierno del
Distrito Federal/Casa Juan Pablos/Benemérita Universidad
Autónoma de Puebla/Universidad Nacional Autónoma de
México, Universidad Autónoma de la Ciudad de
México., 2005.

-Fagan, Brian M. El gran viaje. El poblamiento de la antigua
América. Madrid, EDAF,
1988.

-Fournier, Anne y Picard, Catherine. La falsa espititualidad y
la manipulación de los individuos. Sectas, democracia y
mundialización. Barcelona, Piados, 2004.

-Huntington, Samuel P. El choque de civilizaciones y la
reconfiguración del orden mundial. Barcelona,
Paidós, 19976.

-Huntington, Samuel P. ¿Quienes somos? Los
desafíos de la identidad
nacional estadounidense, México, Paidós,
2004.

-Marienstras, Elise. Les mythes fondateurs de la nation
américaine. Paris, Maspéro, 1977.

-Marienstras, Elise. La resistencia india en los Estados
Unidos. México, Siglo XXI, 1982.

-Roszak, Theodore. ‘Alerta Mundo. El nuevo imperialismo
norteamericano Barcelona, Kairós, 2004.

Dr. Marcos Cueva Perus

Instituto de Investigaciones
Sociales

Universidad Nacional Autónoma de México

Categoría : Historia

Partes: 1, 2
 Página anterior Volver al principio del trabajoPágina siguiente 

Nota al lector: es posible que esta página no contenga todos los componentes del trabajo original (pies de página, avanzadas formulas matemáticas, esquemas o tablas complejas, etc.). Recuerde que para ver el trabajo en su versión original completa, puede descargarlo desde el menú superior.

Todos los documentos disponibles en este sitio expresan los puntos de vista de sus respectivos autores y no de Monografias.com. El objetivo de Monografias.com es poner el conocimiento a disposición de toda su comunidad. Queda bajo la responsabilidad de cada lector el eventual uso que se le de a esta información. Asimismo, es obligatoria la cita del autor del contenido y de Monografias.com como fuentes de información.

Categorias
Newsletter