"El escenario del mundo es la madre
de
todas las ciencias que
un caballero debe
comprender y de los que nunca han
oído
nuestras escuelas y
colegios".
Anthony Ashler (1711)
"[…]Ya no con la espada, sino con la
pluma
y el cuaderno de notas .Ya no en pos de
la
riqueza material, sino buscando la
comprensión
y el análisis […]".
Alexander von Humboldt.
"Del Orinoco al Amazonas".
Del mismo modo en que la manera de transmitir la
realidad cambia con el paso del tiempo, las
motivaciones del viaje también lo han hecho; y, en este
aspecto, el siglo XVIII europeo se constituye en un momento
crucial.
Mojón impostergable de nuestra cosmovisión
contemporánea, la centuria aludida fue una época de
modificaciones estructurales en todos los planos. La revolución
científica, el inicio de la industrialización en
Inglaterra y el
asentamiento del racionalismo
como producto del
movimiento
ilustrado, son sus notas más destacadas.
En este sentido fue una siglo bisagra; y, con el
advenimiento de la razón como "piedra de toque"
para interpretar lo real, se da el ingreso a la
modernidad.
Valores libertarios, fraternidad, nacionalismo
y, al mismo tiempo un exacerbado sentir individual e
imperialista, contribuyeron —junto con el avance
tecnológico— a que occidente continuara con renovado
ímpetu su expansión por todo el orbe.
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El mundo se hizo más chico y, desde
entonces, no dejó de empequeñecerse. Los largos
brazos de los intereses europeos alcanzaron los sitios más
recónditos que faltaban por conocer y un espíritu
de confianza y optimismo impregnó el accionar de
exploradores, viajeros, comerciantes, diplomáticos,
espías y sabios.
Todos se sintieron capaces de controlar el planeta,
armados con la razón. Sólo quedaba, pues, embarcar
para conocer y dominar.
Y así lo hicieron guiados por nuevos instrumentos
de navegación y la confianza que les daba la creencia de
ser los representantes del progreso y la verdadera
civilización.
De este modo, el viaje se convirtió en la suma de
una serie de acciones,
exacerbadas hasta un punto nunca antes alcanzado.
Era la hora de medir, palpar, ver,
observar en directo, guiados por la ciencia y
la experiencia. El afán de "ser testigos", de
"estar ahí", de "experimentar en carne
propia" el
conocimiento de tierras lejanas —o recorrer las viejas
con nuevos ojos—, convirtieron al viajero del neoclasicismo
en un devorador y transmisor de información y datos
útiles.
La búsqueda de testimonios veraces, que
desecharan las febriles fantasías de las crónicas
de siglos pasados, condujeron a la elaboración de un
lenguaje
científico que clasificaba y catalogaba el mundo;
herramienta indispensable de conocimiento y
control.
La experiencia se asoció con la verdad y el nuevo
horizonte teórico buscó la objetividad fría
y exacta, desechando la emoción y el
sentimentalismo.
La descripción, desprovista de adjetivos,
permitía generar orden, cálculo,
explicación; que, para el viajero ilustrado del
siglo XVIII —"viajero newtoniano", como lo han
denominado— fueron sinónimo de verdad y
certeza.
Así, empezaron a extraerle a la naturaleza
leyes
universales y el lenguaje se
volvió medido, poco colorido, con pretensiones de
exactitud. Las referencias a las culturas clásicas de la
antigüedad, "cunas del racionalismo", se volvieron
frecuentes; y los viajes a
Italia o Grecia, una
obligación en el cursus honorum de los
más pudientes.
El mundo natural y social necesitaba ser domesticado y
los hombres de la
ilustración se sintieron con el poder y la
obligación moral de
hacerlo. Pero primero había que empaparse de saber; y el
viaje se transformó en el principal vehículo de
conocimiento.
Una de las instituciones
culturales más significativas de mediados y fines del
siglo XVIII fue el Grand Tour.
Bajo ese nombre se conocieron los viajes que
frecuentemente hacían por Europa los hijos
de los personajes más ricos de Inglaterra, para completar
su educación.
La modalidad alcanzó su apogeo en la
década de 1770 —por más que encontremos
antecedentes a fines del siglo XVII— y se convirtió
en una práctica rápidamente imitada en otros
países del viejo mundo y en ciertos sectores europeizados
de América.
Según Luis A. Garay Tamajón, el Grand Tour
"fue el fenómeno precursor del turismo"; aunque no
turismo propiamente dicho, por ser un movimiento de escasa
magnitud numérica que no alcanzaba a ser masivo, como la
práctica contemporánea del viaje de placer
exige.
El Grand Tour pretendía ilustrar; enseñar
a los futuros funcionarios del Imperio los logros conseguidos por
las grandes civilizaciones pasadas, más allá de lo
estudiado en los libros de
texto. La
necesidad de "estar allí", como dijimos antes, se
volvió imperativa.
Pusieron en estado de
alerta sus oídos para captar toda la información
que consideraban estratégicamente vital para alcanzar sus
objetivos de
dominación mundial.
Monumentos y ruinas arqueológicas; costumbres,
formas de gobierno;
potencialidad económica, creencias y prácticas
sociales, temperatura,
presión
atmosférica, mareas, alturas, etc, fueron descriptas y
catalogadas con determinación.
Nada podía —o debía— quedar al
margen de la mirada ilustrada; y así el arte, la literatura y la ciencia se
cargaron de fríos datos y medidas, evidenciando el nuevo
espíritu de la época.
El género del
diario de viajes se volvió muy popular; del mismo modo que
las "Geografías", término se usó para
describir la compilación de extractos obtenidos de
diferentes libros de viajes y que se convirtieron en verdaderos
éxitos editoriales, reclamando una y más
reediciones debido al consumo
masivo.
En Inglaterra, durante el siglo XVIII, la geografía se
convirtió en la ciencia estrella y numerosas publicaciones
sobre el tema —editadas en enciclopedias, diccionarios y
guías— difundieron y perpetuaron la imagen del mundo;
glorificando ciertas zonas del planeta, como Italia y Grecia, y
difundiendo estereotipos de atraso y superstición, como en
el caso de España y
América
Latina.
El libro de viaje
se transformó en una herramienta de control y el
viaje, en sí mismo, transmutó en
ciencia.
Había que leer el mundo con nuevas
categorías de análisis; recorrer los caminos ya
andados para comprobar las verdades dichas y desechar lo
falso.
El viaje fue experimentación pura y no
ocio o divertimento. La aventura fue, en su
mayoría, de suceso y no de itinerario; por
más que muchas veces se dijera lo contrario con el
afán de aparecer como "los primeros" en llegar y
recorrer un determinado lugar.
El impulso de catalogar el mundo, inaugurado por Carl
Linneo —que llevara a la creación de un exitoso
método de
clasificación de la Naturaleza (Homo Sapiens
incluido— derivó en el deseo por encontrar, fichar,
recolectar y coleccionar, con serias intenciones
científicas, las especies vegetales y animales
(conocidas y desconocidas) que poblaban la Tierra.
Surgió así la figura del viajero por
excelencia, el naturalista; representante del más
acabado academicismo que, contrariamente al conquistador,
pretendía ejercer sobre el entorno estudiado una acción
aséptica y neutra.
Su misión
consistía sólo en observar, describir, traducir en
palabras las características del universo material
que lo rodeaba.
Pretendía ser imparcial, sin ser consciente de
que su mirada era parte de la voluntad occidental por retraducir
y controlar el mundo.
Era inevitable, que en esa recolección, los
cánones y paradigmas de
la vieja Europa se impusieran.
Junto con el naturalista se originó toda
una literatura de viajes que lo mostraba como la imagen viva del
antihéroe, un individuo
culto y pacífico que debía soportar mil y un
inconvenientes entre sociedades y
parajes extraños, mientras transitaba en pos del
conocimiento. Y fue el afán de originalidad y prestigio
—asociado a todo descubrimiento— el que
empujó a encontrar, en las regiones aisladas del planeta,
esa especie perdida, ese espécimen extraño y
no catalogado, que le permitiera a su potencial descubridor
quedar en los anales de la Historia Natural.
Por
Fernando Jorge Soto Roland
Profesor Universitario en Historia