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Hijo mío, ten cuidado con tu trabajo,
porque es un trabajo divino; si omites una sola letra o si
escribes una de más, destruyes el mundo
entero…
Erubin, 13ª
1
Gershom Scholem, en La Cábala y su simbolismo, hace
referencia a los tres principios
básicos de las concepciones cabalísticas sobre la
naturaleza
real de la Torá. Ellos son: 1. Principio del nombre de
Dios; 2. Principio de la Torá como organismo; 3. Principio
de la infinita multiplicidad de sentidos de la palabra divina.
Cada uno de estos principios, dice Scholem, no tienen el mismo
origen histórico.
Desde las épocas más antiguas los autores hablan de
una estructura y
de una esencia mágicas. Pero la magia contenida en sus
páginas no es accesible a cualquiera, sino a los elegidos.
El propio Scholem transcribe un comentario a un versículo
de Job (Ningún mortal conoce su precio): Los
diferentes capítulos de la Torá no han sido dados
según su secuencia correcta. Porque si hubieran sido dados
en un orden correcto, entonces cualquiera que los leyese
podría resucitar muertos y hacer
milagros.
Por eso han sido ocultados el orden correcto y la
sucesión precisa de la Torá, y sólo los
conoce —alabado sea— el Ser Santo, del que
está escrito (Isaías 44:7): Quién como yo
puede leerla, anunciarla y ponérmela en orden. Se trata de
un libro de prodigiosas propiedades, ocultas a los ojos de la
mayoría, porque, según el libro de los usos
litúrgicos de la Torá, fue recibido por
Moisés de manos de Dios quien, también, le
reveló las combinaciones secretas de letras que, en
conjunto, representan la otra lectura,
diferente de la que lee cualquier persona.
Obviamente, todo copista de la Torá debía ser
preciso en su trabajo. No podía haber error en su oficio
porque en el libro cada palabra cuenta, es más: cada letra
cuenta, cada signo ortográfico. Porque se trata de un
libro que posee un valor
infinito, un texto divino
que no permite la más mínima anomalía en su
transmisión ya que, como aseguran las concepciones
más extremas, constituye en su conjunto el único y
sublime nombre de Dios. De allí que un error en una letra
o en un signo sería trágico para el mundo. Ya no
estamos, dice Scholem, en la tesis
mágica sino en la mística: Dios expresa a
través del libro su ser trascendente. Es más,
según ciertos autores, la Torá es el instrumento de
la creación por medio del que el mundo comenzó a
existir —Dios miró en la Torá y creó
al mundo.
Este libro absoluto y perfecto, constituye un organismo vivo. Con
un cuerpo y un alma. Algunos
lo definen como un edificio tallado con el nombre de Dios; otros,
con miembros y articulaciones
ninguno de los cuales, aunque parezcan superfluos, deben
desecharse; otros, como una pieza de arte sin error a
la que nada le falta ni nada le sobra.
El cuerpo de la Torá es el sentido literal, el
exotérico, y el alma, su sentido secreto, el
esotérico. Ambos conforman una unidad, a la que ciertos
autores denominan Árbol de la Vida, porque, a semejanza
del árbol, que posee ramas, hojas, corteza, médula
y raíces y ninguna es una realidad sustancialmente
separada de las otras, la Torá contiene una suma de
elementos interiores y exteriores que, aunque a veces parezcan
contradictorias, son una sola, única cosa.
Una alegoría de ambos sentidos es la del libro escrito por
dentro y por fuera. Y otra, con el mismo significado, es la de la
espada de dos filos que sale de la boca.
Una figura que me atrae sobre las otras es la de la Torá
como una fuente a la que ningún cántaro
podrá jamás agotar. Imagen bella que
indica una sabiduría divina cuyos misterios apenas es
posible comprender en una muy mínima parte.
Ahora, la Torá dada por Dios a Moisés fue
sólo leída por el profeta, ya que Moisés
rompió las tablas al comprobar la adoración del
pueblo al becerro de oro. Esta
Torá era absolutamente espiritual, previa al pecado,
entregada a un mundo en que revelación y salvación
habrían sido realidades coincidentes.
Esta Torá, utópica, provenía del
Árbol de la Vida y debió ser reemplazada por otra,
derivada del Árbol de la Ciencia,
donde el aspecto espiritual abandonó lo escrito menos para
el que posee ojos para percibirlo bajo el denso y complejo ropaje
externo. Es la Torá histórica, la que llega hasta
nosotros, enmascarada para la mayoría y que pocos pueden
perforar para conocer sus secretos.
En la catedral de Gerona se conserva un tapiz: una figura
geométrica formada por dos círculos
concéntricos, en el menor de los cuales está
Jesús que sostiene en una mano un libro con la
inscripción Sanctus Deu. El libro es la Torá,
relacionado, según la Cábala, con la Imagen de
Adán, y reservorio de la misteriosa sabiduría. Este
Libro, se dice, fue entregado por Dios a Adán a
través de un ángel, Raziel, Secreto del
Altísimo, y el primer hombre lo conservó mientras
permaneció en el Paraíso. Con la expulsión,
el Libro desapareció volando. Para que el hombre
pueda volver a leerlo, recuperar el secreto perdido,
deberá curarse, y entonces otro ángel, Rafael,
Curación del Altísimo, se lo devolverá.
2
Me detuve bastante, no lo necesario confieso, en la Torá
porque me parece un adecuado umbral para este trabajo. Borges siempre
tuvo interés en
esta concepción judía por el libro y, sobre todo,
en el libro venido de Dios, por ello sin error, infinito. En
Discusión escribe: Un libro impenetrable a la
contingencia, un mecanismo de infinitos propósitos, de
variaciones infalibles, de revelaciones que acechan, de
superposiciones de luz.
Sin duda, Borges entendió cabalmente la idea
cabalística de la Torá como un organismo compuesto
por diferentes planos de sentido en su interior. Hay quien
compara el libro con una nuez, con cáscara externa, dos
envolturas sucesivas y el núcleo. Y, también,
vienen a confirmarlo otras frases de cabalistas: En cada palabra
brillan muchas luces… luz de la luz inagotable… René
Guenón relaciona al libro con el simbolismo del tejido,
mezcla de trama y urdimbre, ligazón de lo inmortal con lo
que es mortal, trama a la que es necesario penetrar para tener la
visión de lo verdadero y lo profundo.
Borges justifica al cabalista: ¿Cómo no
interrogarlo (al libro) hasta lo absurdo, hasta lo prolijo
numérico, según hizo la cábala?
Este libro de Dios se funde, según Ana María
Barrenechea, en una idea posterior del escritor, con el libro de
la naturaleza —o libro del mundo, como el Liber Mundi de
los rosacruces y el Liber Vitae del Apocalipsis. Esta
metáfora tiene su desarrollo en
un ensayo, Del
culto de los libros, incluido en Otras inquisiciones.
Allí Borges cita un texto de León Bloy que
no disgustaría a ningún cabalista: La historia es un inmenso texto
litúrgico, donde las iotas y los puntos no valen menos que
los versículos o capítulos íntegros, pero la
importancia de unos y de otros es indeterminable y está
profundamente escondida (el subrayado es mío). La figura
del mundo como libro tiene una abundante cronología y
Borges comenta algunos aspectos de ella, tanto en la
concepción musulmana y judía como en la
cristiana.
A la noción de un Dios, escribe, que habla con los hombres
para ordenarles algo o prohibirles algo, se superpone la del
Libro Absoluto, la de una Escritura
Sagrada. De inmediato nos dice que, para los musulmanes, el
Alcorán (o Al Kitab, El Libro), no es sólo obra
divina sino, también, uno de sus atributos. El texto
original, La Madre del Libro, está depositado en el Cielo,
prosigue. Esta idea o arquetipo, no diferente de la
concepción platónica, es invariable, inalterable,
permanece sin error ni cambio, por
más que los hombres la copien en un libro, lean ese libro
y capten su mensaje a través de sus entendimientos.
(Transcribo un resumen de la doctrina de Mohyddin ibn Arabi,
citado por Cirlot: El universo es un
inmenso libro; los caracteres de este libro están
escritos, en principio, con la misma tinta y transcritos en la
tabla eterna por la pluma divina… por eso los fenómenos
esenciales divinos escondidos en el secreto de los secretos
tomaron el nombre de letras trascendentes. Y esas mismas letras
trascendentes, es decir, todas las criaturas, después de
haber sido virtualmente condensadas en la omnisciencia divina,
fueron, por el soplo divino, descendidas a las líneas
inferiores, donde dieron lugar al universo
manifestado.)
Borges afirma que los judíos
fueron más extravagantes que los musulmanes porque
llevaron aun más lejos el culto por las letras y las
palabras. Y da, entre otros ejemplos, el del Sefer Yetsirah o
Libro de la Formación: ..revela que Jehová de los
Ejércitos, Dios de Israel y Dios
Todopoderoso, creó el universo mediante los números
cardinales que van del uno al diez y las veintidós letras
del alfabeto… Veintidós letras fundamentales: Dios las
dibujó, las grabó, las combinó, las
pesó, las permutó, y con ellas produjo todo cuanto
es y todo lo que será. Borges concluye este pasaje
diciendo: Luego se revela qué letra tiene poder sobre el
aire, y
cuál sobre el agua, y
cuál sobre el fuego… y cómo (por ejemplo) la
letra kaf, que tiene poder sobre la vida, sirvió para
formar el sol en el
mundo, el miércoles en el año y la oreja izquierda
en el cuerpo.
Pero, continúa Borges, los cristianos fueron
todavía más lejos. El pensamiento de
que la divinidad había escrito un libro los movió a
imaginar que había escrito dos y que el otro era el
universo, afirma, y enseguida trae las ideas de Bacon, Browne,
Carlyle y el ya citado Bloy para confirmar la suya.
De Bacon cuenta que, a principios del siglo XVII, declaró
que Dios nos ofrece dos libros, para alejarnos del error, uno,
las Escrituras, que es revelación de Su voluntad, y, otro,
el volumen de las
criaturas, revelación de Su poderío, este
último llave de aquél. En el Epílogo, Borges
corrige esta afirmación: En un ensayo he
atribuido a Bacon el pensamiento de que Dios compuso dos
libros… Bacon se limitó a repetir un lugar común
escolástico… Cosa, me parece, que no varía el
asunto. Incluso, Bacon opinaba que el mundo era reducible a
formas esenciales que integraban, en cantidad precisa, limitada,
una serie de letras con que se escribe el texto universal. En una
nota al pie, Borges agrega el nombre de Galileo a la lista y
transcribe, entre otras, esta frase suya: La lengua de ese
libro es matemática
y los caracteres son triángulos, círculos y otras figuras
geométricas.
De Browne cita unos párrafos, escritos hacia 1642: Dos son
los libros en que suelo aprender
teología: la Sagrada Escritura y aquel universo y
público manuscrito que está patente a todos los
ojos. Quienes nunca lo vieron en el primero, lo descubrieron en
el otro.
La concepción de la naturaleza como un libro tiene, entre
otras múltiples manifestaciones, la suposición muy
antigua de las semejanzas entre los órganos del cuerpo humano
y de los animales y las
formas externas de las plantas. Estas
semejanzas eran llamadas signaturas, la naturaleza las
había impreso, se creía, en las plantas para
señalar sus propiedades y su uso en el tratamiento de las
enfermedades.
3
Ahora, para que estas tres concepciones pudieran darse
debió acontecer un hecho fundamental: la aparición
de una cultura de la
palabra escrita, con el subsiguiente culto de la escritura y,
sobre todo, de lo escrito en un libro. No sólo la Biblia,
el Corán y la Torá resultan sagrados,
también, como bien observa Borges, muchos libros
participan de algún modo de esa sacralidad: El Quijote,
Hamlet, La Divina
Comedia… Borges dice: Un libro, cualquier libro, es para
nosotros un objeto sagrado, con lo que extrema ese culto.
La sacralización del libro hubiese sido imposible en la
época de la palabra oral. Aun cuando ya había
libros, la mente antigua consideraba, según Borges, a la
palabra escrita como un sucedáneo de la palabra oral. Y
ejemplifica: Pitágoras no escribió, Jesús
escribió unas palabras en la arena que el viento
borró sin que ningún hombre pudiese leerlas,
Clemente de Alejandría prefería hablar a sus
discípulos porque lo escrito puede caer en manos
malvadas… El proceso
opuesto comenzó a darse a fines del siglo IV y llega hasta
nosotros, desarrollo que produjo una extraordinaria consecuencia:
el concepto del
libro como fin, no como instrumento de un fin.
Tuvo que ser un hombre de la nueva época, Mallarmé,
el que dijera: El mundo existe para llegar a un libro.
4
En La flor de Coleridge, texto contenido en Otras inquisiciones,
Borges comenta lo que, me parece, es un correlato del Libro y de
su Autor. Así como éste fue escrito por el
Espíritu, cada libro sería, según
Valéry, al que Borges cita en el comienzo de sus
páginas, no el fruto de la historia de los autores y de
los accidentes de
su carrera o de la carrera de sus obras sino la Historia del
Espíritu como productor o consumidor de
literatura. Esa
historia podría llevarse a término sin mencionar un
solo escritor (el subrayado es mío).
En La flor de Coleridge, Borges considera el pensamiento de
Valéry y Emerson, en el sentido que todos los libros
fueron escritos por un único amanuense, un
Espíritu, y la de Shelley, que habla de que hay un solo
poema, infinito, del que los poemas
resultan fragmentos o episodios, como panteístas; dice que
si las evoca es para ejecutar un modesto propósito: la
historia de la evolución de una idea a través de
textos de tres autores. En el primero y el último párrafo
de un texto inmediatamente anterior, La esfera de Pascal, Borges
desliza la sospecha de que tal vez la historia
universal es la historia de unas cuantas metáforas o
la diversa entonación de algunas metáforas.
Borges asegura, que si fuera válida la doctrina de que
todos los autores son uno, que un escritor conozca, o no, a otro
es insignificante. Porque para las mentes clásicas, la
literatura es lo esencial; así George Moore y James Joyce
han incorporado en sus obras, páginas y sentencias ajenas;
Oscar Wilde solía revelar argumentos para que otros los
ejecutaran… Y nombra a Ben Jonson, otro testigo de la unidad
profunda del Verbo, quien se propuso juntar fragmentos de otros
en la tarea de formular su testamento literario y los
dictámenes propicios o adversos que sus
contemporáneos le merecían.
Y deja su confesión: Durante muchos años, yo
creí que la casi infinita literatura estaba en un hombre.
Ese hombre fue Carlyle, fue Johannes Becher, fue Whitman, fue
Rafael Cansinos Assens, fue De Quincey.
Fue precisamente Carlyle quien, en 1883, sostiene Borges en
Magias parciales del Quijote, aseguró que la historia
universal es un infinito libro sagrado que todos los hombres
escriben y leen y tratan de entender, y en el que también
los escriben. Cosa ésta que domina muchos pasajes de la
obra borgiana, muchas veces recurriendo a citas como la de
Stevenson en El pseudoproblema de Ugolino: los personajes de un
libro son puras creaciones literarias, para luego advertir que
también los seres reales son sartas de palabras.
La idea del mundo como escritura sufre, en el relato Tlön,
Uqbar, Orbis Tertius, contenido en Ficciones, una
modificación sustancial. Las lecturas gnósticas
impactan en el pensamiento de Borges y en estas páginas
aparece el mundo como resultado de la escritura de un dios
inferior destinada a la
comunicación con el demonio. Además, surge la
angustia, dice Ana María Barrenechea, de no entender el
mensaje celeste —la autora cita: …el universo es
comparable a esas criptografías en las que no valen todos
los símbolos y que sólo es verdad lo que
sucede cada trescientas noches.
En este mundo, en el libro del mundo, están vivos y
muertos, los personajes que el arte y la literatura crearon:
Aquiles, Peer Gynt, Robinson Crusoe, el Barón de Charlus,
Alejandro, Atila… Muchos y diversos, o acaso uno solo: Todos
los hombres, en el vertiginoso instante del coito, son el mismo
hombre; todos los hombres que repiten una línea de
Shakespeare,
son William Shakespeare; una nota al pie de página en La
flor de Coleridge, recurre al panteísta Angelus Silesius:
…todos los bienaventurados son uno y todo cristiano debe ser
Cristo.
Bibliografía
Scholem, Gershom. La
Cábala y su simbolismo. Buenos Aires:
Editor Proyectos
Editoriales, 1988. Raíces, Biblioteca de
Cultura Judía, 11.
Cirlot, Juan Eduardo. Diccionario de
símbolos. 3ª ed. Madrid:
Ediciones Siruela, 1998.
Barrenechea, Ana María. La expresión de la
irrealidad en la obra de Borges. Buenos Aies: Editorial
Paidós, 1967. Letras Argentinas, 5.
Borges, Jorge Luis. Obra poética 1923-1976. Edición
dirigida y realizada por Carlos V. Frías. Buenos Aires:
Emecé Editores, 1977.
Borges, Jorge Luis. Obras completas 1923-1972. Edición
dirigida y realizada por Carlos V. Frías. Buenos Aires:
Emecé Editores, 1974.
© Carlos Barbarito,
Agosto de 1999