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Dictamen sobre el amor y el matrimonio homosexual




Enviado por irichc23



    El lobby gay y la
    heterosexualidad degenerada (la homosexualidad
    siempre lo es) quieren que el sexo sea algo
    indiferente, neutro, relativo, convencional, intercambiable. Pero
    el sexo es algo más que echar una cana al aire.

    En cierto modo es la esencia del hombre, tanto
    del vulgar y sensual como del extraordinario y espiritual. Ambos
    se definen en base a su relación con el sexo, sea
    ésta inercial o racional, obvia o
    problemática.

    Negar esta condición constitutiva del sexo es
    negar al hombre y convertir la humanidad en una especie animal
    más. Con la diferencia de que, para colmo, se la condena a
    la más vergonzante y egoísta de las extinciones en
    el altar de la lujuria.

    Los homosexuales tienen un vicio por su
    condición, pero no pecan si no consienten a él.
    Absolutamente nadie puede ignorar indefinidamente las tendencias
    viciosas, y ningún mortal está libre de
    pecado.

    Ahora bien, ¿qué pensaríais de un
    obeso que intentase elevar la gula a la categoría de
    privilegio civil? Una cosa es respetar a los homosexuales y otra
    muy distinta es reconocer a los gays, capitular frente a la
    bajeza.

    Antes he dicho que el sexo, como valor
    psicológico, es la esencia del hombre, ya que no hay
    manera de sustraerse de él mientras se está
    vivo.

    Sin embargo, el sexo como valor moral es
    voluntad de descomposición, de desintegración y de
    vacío. Es una protesta contra el peso de la existencia. Se
    opone, entonces, al amor, del que
    resulta lo contrario: la voluntad de unión, de integración y de lleno, la
    afirmación de la vida.

    Un monstruo no es tal por su carácter improbable, es decir, por la
    parvedad de casos de su tipo, pues, si así fuera,
    también serían monstruos los seres excepcionales,
    Jesucristo a la cabeza. Ahora bien, el fenómeno monstruoso
    se da cuando un ser está dotado de órganos o
    facultades que no corresponden a fin alguno, como por ejemplo,
    tres ojos en un mismo rostro (que rompen el eje de
    simetría de la visión), la bicefalia (que impide
    ejercer autónomamente el control sobre los
    miembros) o la atracción por personas del mismo sexo,
    destinada a eliminar el amor de la faz de la tierra,
    como preámbulo macabro a la desaparición de la raza
    humana.

    Primero fue el amor sin descendencia ("libre"), luego el
    amor sin compromiso (al que habría que llamar
    "libérrimo"). Ahora sólo queda el "amor" sin amor,
    entiéndase, la cópula libertina, esgrimiendo el
    mero goce escatológico del propio cuerpo en perjuicio de
    cualquier otra consideración.

    Hay heterosexuales que "aman" así, pero no
    están obligados a hacerlo. La institución
    jurídica del "matrimonio
    homosexual", por contra, crea un paradigma que
    desecha cualquier forma de relación que no sea la fundada
    en el banal interés
    erótico.

    No puede haber comunión de ideales ni
    afirmación de la vida (esto es, familia) desde la
    perspectiva de la caducidad, como tampoco puede darse la amistad desde la
    instrumentalización sexual del otro ("Para considerar a
    una mujer nuestra
    'amiga' sería preciso que nos inspirase alguna suerte de
    antipatía física", dejó
    escrito Nietzsche).

    Los homosexuales degradan el amor, rebajándolo
    hasta el nivel de la amistad, para acto seguido arruinar la
    amistad, encerrándola en la mazmorra del sexo.

    Y bien, el origen de la homosexualidad es
    sociológico, a saber: una mala disposición del
    padre para que el hijo se identifique con él. Y como el
    error engendra error, de familias malas pueden salir familias
    peores y hasta antifamilias o pseudofamilias.

    ¿Cuál es el quid del descalabro? Una
    sociedad
    débil, egoísta e individualizada daría lugar
    a esta clase de
    fenómenos inexplicables.

    Hoy los jacobinos, antes iusnaturalistas, olvidan ese
    límite que el mismo Parlamento inglés
    se puso: "La ley lo puede
    todo, excepto convertir a un hombre en mujer".

    La medida legislativa que se comenta no ha sido acordada
    por ser un avance en materia
    alguna, sino por resultar electoralmente sabrosa. No
    ataquéis, pues, a la Iglesia, que
    siempre dijo lo mismo: atacad al partidillo que desde su
    fundación hasta la fecha ha tardado 125 años en
    reconocer y proclamar un "derecho inalienable", como parece al
    fin que lo es el concubinato
    homosexual. Mas adelantemos algo de teoría.

    El buen Estado debe
    reconocer los máximos derechos, que son finitos y
    consustanciales, y al menos garantizar las libertades, infinitas
    y de carácter accidental, en tanto que éstas no
    frustren a los primeros.

    Es de notar que los derechos se complementan mutuamente
    (al integrar la noción de hombre), mientras que las
    libertades de signo contrario (que constituyen al individuo) se
    limitan recíprocamente.

    Los derechos, a su vez, constriñen las libertades
    adversas a su realización, pero ninguna libertad,
    ejecutada para el caso, puede disminuir un derecho en general
    reconocido.

    Visto esto, pocos negarán que el trocar una
    libertad en derecho positivo
    "erga omnes" equivale a debilitar por un tiempo
    indeterminado todas las libertades y también todos los
    derechos naturales que se le oponen (verbigracia, el derecho a
    la
    familia).

    Aquí se une el inconveniente de que con ello no
    se protege nada duradero que justifique tal gravamen,
    quedándose la cosa en un mero refrendo "a posteriori" de
    la voluntad de Zutano y Mengano, privadamente respetable, si bien
    inútil y redundante en lo público.

    El individualismo institucional, además de ser
    una suerte de oxímoron, empobrece la esencia del
    hombre.

    Un Estado que garantice todos los derechos será o
    bien perfecto, si los armoniza con la libertad, o bien
    tiránico, si no lo logra. En adición, un Estado que
    reconozca todas las libertades se destruirá a sí
    mismo, convirtiéndose en anarquía.

    Por último, el que sólo reconozca parte de
    ellas cederá una fracción de su soberanía a grupos de
    poder, cual
    oligocracia.

    Las parejas estables gays, las poquísimas que hay
    y que habrá, no dan nada a la sociedad, luego la sociedad
    no les debe nada en tanto que parejas. Ello aún sin entrar
    a juzgar su aptitud moral, que, por supuesto, yo también
    discuto.

    El amor, en efecto, es la unión perpetua (o
    así pretendida) de dos seres y, en el caso de hombre y
    mujer, unión en cuerpo y espíritu. "Que sean una
    sola carne": cualquier otra definición lo
    desvirtúa. Así pues, el amor erótico, a
    diferencia del amor intelectual o místico, implica que esa
    perpetuidad se extienda al cuerpo mediante la
    descendencia.

    Y no puede decirse que el "amor" entre homosexuales sea
    místico, pues es carnal. Entonces, al carecer de fines
    carnales, es falso amor erótico, es mera lujuria y
    sometimiento a las pasiones, lo cual -si bien no basta para
    incapacitar o desacreditar a nadie- tampoco debe conceder
    derechos de más.

    La sodomía no tiene ningún fin, ni
    próximo ni remoto, que no sea la obtención de
    placer. Rascarse un brazo -se me contestará- tampoco
    cuenta con fines adicionales, y no por ello entra en la
    categoría de lo anormal o deforme.

    Pero nadie consagra una parte importante de su vida a
    rascarse, ni aspira a edificar algo superior a partir de este
    fundamento. Por ello es un abuso crear instituciones
    jurídicas "ad hoc" que, más allá de la
    protección contractual, amparen derechos inexistentes,
    como el que puedan tener los zurdos a trepar escaleras violetas.
    Máxime cuando tales prerrogativas individuales se oponen a
    derechos inalienables de la sociedad, por ejemplo, el de fundar
    una verdadera familia.

    Pero advirtamos este extremo: El matrimonio civil es el
    sometimiento del compromiso eterno a la contingencia contractual,
    la permuta de la fidelidad de dos por la voluntad de uno y
    otro.

    Sólo hay un matrimonio: el que nace queriendo
    durar para siempre; sólo Dios puede refrendar pactos
    incondicionales, indisolubles en sí y superiores a todo
    albedrío una vez consumados.

    Si el matrimonio civil ha logrado prosperar ha sido dado
    su parasitarismo con respecto al católico, empezando por
    el nombre.

    A pesar de ello, ha supuesto una brecha en la
    noción sacramental de la familia, que ahora se concibe con
    los trazos pragmáticos de una sociedad en comandita. No es
    extraño que ya muchos vean en esa versión
    descafeinada y falsa de matrimonio, y por extensión
    también en el matrimonio católico, un "papeleo
    inútil", prefiriendo a cualquier vínculo formal la
    ausencia completa de sujeción, el mero estado de facto, la
    idílica beatitud primitiva.

    Viene entonces cuando, en un ataque de inconsecuencia,
    "el pueblo", el atolondrado pueblo, exige que se legisle sobre
    las parejas de hecho porque la razón natural y la
    "igualdad" lo
    requieren. Salimos, pues, de una regulación para caer en
    otra. ¿Con qué fin? Protegernos de nuestra propia
    voluntad, aunque lo hagamos de manera artificiosa mediante la
    ley, que imaginamos no impuesta, sino emanada de nuestras
    conciencias.

    El "matrimonio homosexual", en fin, es un paso
    más en este montaje metafísico-jurídico,
    nacido para vaciar al hombre de sus responsabilidades
    irrenunciables en favor de un Estado omniabarcante, cuyo proceder
    no debe cuestionarse ni siquiera en el fuero interno.

    Se trata en definitiva del sueño de un
    déspota como Napoleón, perpetuado en el ideario
    fáustico del ateo.

    Además, el placer sexual es una pasión y,
    por consiguiente, carece de fines propios. Los homosexuales no
    reinvindican el derecho al amor (eso iba a ser como reinvindicar
    el derecho a la alegría: una estupidez), sino al
    placer.

    La capacidad de amar no puede regularse de forma
    directa, pues es de naturaleza
    interna. Sólo se regulan los actos externos, a saber, la
    consecución de una descendencia, a cuyo núcleo
    afectivo llamamos familia, o en su caso, la búsqueda del
    mero goce, a la que nos referimos como concubinato.

    La homosexualidad queda forzosamente reducida a este
    último supuesto.

    El sexo es siempre promiscuo, el amor es lo único
    que le pone freno. Y el amor necesita un cauce o fin duradero
    para no extraviarse ni agotarse demasiado pronto. Así
    pues, el "amor homosexual", aun si existiese, cosa que niego, no
    tendría nada que ver con el matrimonio al no contar con
    fines naturales.

    Los gays reclaman el derecho al matrimonio para
    escarnecer el amor y, mediante su marginación, parecer
    ellos menos enfermos. Se intenta dar una solución
    sociológica a un problema psicológico,
    arrastrándose a todo el cuerpo social en una caída
    en picado hacia la animalidad.

    En resumen:

    1) El "amor homosexual" es un acto natural (la
    cópula) carente de fines naturales (la reproducción).

    2) Todo amor busca unir a perpetuidad (el amor entre
    madre e hijo, padre e hijo, etc. no busca unir a perpetuidad,
    porque ya nace unido por el parentesco), pero el "amor
    homosexual" no sólo no lo logra, sino que no puede
    lograrlo desde sí mismo.

    3) Luego, o bien el "amor homosexual" no busca unir a
    perpetuidad, o bien lo busca sin fruto.

    4) Si no lo busca, no es amor.

    5) Ahora bien, si lo busca sabiendo que no puede
    lograrlo, también es engaño.

    6) Ergo, se elija lo que se elija, aceptadas las
    premisas, el "amor homosexual" sólo impropiamente puede
    llamarse amor.

    7) Y, si no se aceptan las premisas, entonces llamad
    amor a cualquier entretenimiento pasajero, con lo que
    demostraréis que, para conseguir vuestro cometido
    habéis tenido que degradar el concepto, tal y
    como se entiende de ordinario.

    Ahora el único freno contra la poligamia es la
    "dignidad de
    la mujer", que se
    esgrimiría como indisponible frente a aquellas a las que
    no les importase compartir marido.

    Pero parece que a nadie le preocupa la dignidad de la
    familia. Es hipócrita: permitimos uniones contra natura,
    minoritarias en nuestra sociedad, y les negamos a los inmigrantes
    sus uniones tradicionales que, siendo incorrectas, al menos no
    carecen de fines.

    Debo insistir: los gays no buscan ser naturalmente
    iguales que el resto de parejas, porque es imposible, ya que su
    condición física y espiritual se lo
    niega.

    Buscan que esas parejas sean iguales a ellos: eso
    sí es posible, y la ley aquí es sólo un
    instrumento para perpetuar esa práctica marginal. Por lo
    común la ley reafirma la costumbre generalmente aceptada;
    en España
    se ve que también nace para negarla y pervertirla a golpe
    de chantaje moral.

    No deja de ser sintomático el que muchos os
    hayáis tomado a modo de cruzada la invención de
    derechos, queriendo dotar de una dignidad especial a quien de por
    sí no la tiene. Como el que maquilla a una
    rana.

    Sólo hacer notar que el "amor homosexual", como
    el supuesto amor de los animales, carece
    de fines conscientes o inconscientes. Con la misma autoridad con
    que hoy se casan hombres con hombres y mujeres con mujeres,
    podrían "casarse" caballos con yeguas y hasta yeguas con
    novillos, amparándose la extravagancia en la libre
    voluntad del campesino.

    Ahora bien, el consentimiento sin derecho no obliga a
    terceros, pues es pacto entre criminales; y España y
    Portugal bien pueden dividirse el mundo en Tordesillas, que el
    mundo seguirá su curso.

    Autor:

    Daniel Vicente
    Abogado.

    Materia: Derecho / Filosofía

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