Según Hegel, el
calificativo parmenidiano fue acuñado por Cebes
para ejemplificar una vida honorable y recta. Hoy casi
podríamos añadir a ese primer significado una
segunda serie de caracteres singulares e igualmente compatibles
con la figura del de Elea: misterioso, místico,
poético, profético e inmortal.
Labrada también gracias al calificativo de
temible que perennemente le prodigó Platón,
la imagen de
Parménides se conserva incólume, y la tradicional
polémica con Heráclito que se le pretendió
endilgar, hoy ha sido replanteada en términos de
comunión íntima con las doctrinas del Efesio.
Así pues, la historia de
Parménides y particularmente la de su poema o canto a la
physis es la historia de la múltiple interpretación que se eleva en potencias de
movimiento
hacia el Olimpo de las incontables
doxas.
El poema sospecha de las cambiantes opiniones de los hombres,
y las cambiantes opiniones juzgan al poema a lo largo de los
siglos, confiriéndole un nuevo sentido cada vez. Dos
espejos, uno enfrente de otro, se observan multiplicando sus
figuras; reflejando imágenes
que el espectador verá distintas en virtud del lugar que
ocupe (nunca sabrá cuál es la imagen que se forma
justo enfrente de cada espejo).
A la ciencia
moderna le molestará esta perífrasis y la
conclusión que sigue, pero Parménides intuye y
siente que la sabiduría es una vía intransitable
sin el auxilio y consentimiento de los dioses; la
revelación y el favor divino confirman el talante
misterioso del más digno camino, el del conocimiento
verdadero, el de la mística*.
Atendamos a este pasaje del proemio: "Las doncellas
seduciéndola con tiernas palabras la persuadieron
hábilmente de que para ellas los cerrojos con pestillo
volando retirara de las puertas. (…). Por allí
pues, a través de las puertas en línea recta
dirigieron las doncellas, por el camino, carro y yeguas."
El rasgo más visible evidentemente es la presencia de
las doncellas, que guían al joven. Es inevitable, a su
vez, notar el paralelismo con los relatos de Kafka sobre el hombre que
espera en las afueras del Castillo. La entrada encierra el
misterio de la verdad, de la luz, del destino,
del encuentro. Kafka aguarda siempre ante las puertas, temeroso
de traspasar el umbral que conmina a la vida nueva.
Parménides es deslizado o conducido al otro lado.
En uno y otro caso brilla con tímida curiosidad la
misma pregunta: ¿Podría haber ingresado Kafka al
Castillo o podría Parménides haberse abstenido de
entrar?
Postulamos la pregunta como signo de una conclusión que
aventuraremos luego. Pero añadamos con la profesora
Posada: "Los genios que aquí participan no son más
que los Hados que guían porque proporcionan todas las
posibilidades al filósofo en su búsqueda de la luz.
El viaje emprendido queda así apoyado por el Destino,
única autoridad a
quien compete permitir el peregrinar hacia la
sabiduría."
Las primeras señales
del buen camino encierran una tensión. El peregrino no
puede ir ciego sino vidente, atendiendo a las señales.
Pero debe contar con la suerte de haber sido favorecido por los
dioses para no extraviarse y alcanzar la luz. Se deja oír
aquí el eco del silencio acusmático del Pitagorismo
o la categoría del despierto en Heráclito, aunque
queda claro que también hay en el camino hacia la
sabiduría una decisión que le huye al capricho de
la volición humana.
El camino del Ser taxativamente excluye al del No Ser. De este
segundo, Parménides indica: "… y aquél donde
el No Es (es) y donde necesariamente el Es (es) no ser,
ciertamente te digo que este es un sendero completamente
inaprensible; pues no podrías conocer Lo que no es (porque
no es posible), ni tampoco explicarlo."
El principio de no-contradicción formulado por Aristóteles siglos después quiere
cimentar la arquitectura de
un gran edificio, al que indistintamente podríamos llamar
lógica
o verdad, cuidando de que los futuros razonamientos se erigiesen
sobre fundamentos sólidos e inquebrantables. Agripa el
escéptico lanzó una suerte de amenaza cuando
razonó que nada podría probarse, pues toda prueba
requeriría a su vez una prueba anterior, y ésta,
otra, ad infinitum. Inmersos en esta aporía,
queremos entender aquí a Parménides como el
hombre que
describe la diáfana aparición del Todo, no como
aquel que prescribe o recomienda las normas del buen
pensar.
Aún resuena en el siglo XX el ímpetu de su
originaria sencillez, formulada de este modo por el ingeniero de
Viena: El mundo es todo lo que acaece (Wittgenstein.
Tractatus lógico-philosophicus).
¿Cómo podría pensarse lo que no es?
¿De qué forma podría el pensamiento
cavilar sobre aquello que le es imposible concebir?
Y pese a la sencillez que percibimos en la sentencia, los
excesos y las interpretaciones múltiples han prosperado;
desde quienes conciben a Parménides como precursor del
famoso principio del Estagirita, hasta quienes ven en el de Elea
al gestor del idealismo
subjetivo formulado para asombro y temblor de los hombres por
Berkeley hacia 1710.
Es bien conocida la refutación del Ser concebida por
Gorgias, quizás pensada como divertimento o
provocación, y que Mondolfo retoma parcialmente de este
modo: "…contra la tesis de que
las cosas pensadas deben existir, objeta que no es verdad
absolutamente, que si uno piensa un hombre que vuela o carros de
carrera en el mar, suceda que un hombre vuelve y que los carros
corran por el mar; así como no es cierto que lo no
existente sea impensable, pues se piensan también a Scila
y la Quimera y otras muchas cosas irreales."
Aquí el baremo de medida es la neta distinción
entre real e irreal, que supone a su vez una dicotomía
entre material e inmaterial. Lo que Es, en Parménides,
tiene su horizonte quizás más allá del mero
aparecer material, y extiende sus redes a todo aquello que
puede concebirse y hacerse presente como pensamiento, sentimiento
o intuición. Ya Heidegger, hablando de Anaximandro,
había hecho extensiva la categoría de Ente a
"… todo lo presente a la manera de cada vez: dioses y
hombres, templos y ciudades, mar y tierra,
águila y serpiente, árbol y arbusto, viento y luz,
piedra y arena, día y noche."*
Y Gadamer había precisado a su vez: "Nosotros
traducimos este término [noein] con <pensar>, pero
debemos recordar que su significado primario no es el de pensamiento
racional, sino el de percibir mentalmente, no es un
preguntarse qué es esto, sino el afirmar que hay
algo."
Estas aclaraciones allanan el camino para comprender lo que el
poema formulará de manera enfática y retumbante
como un remordimiento más tarde: que lo mismo es Ser y
Pensar. Esta relación plantea no pocas dudas, y es la
piedra de toque para las posibles críticas y excesos que
se han advertido anteriormente.
Es claro que no pueden entenderse Ser y Pensar en una
relación de absoluta identidad,
sino como los correspondientes que cohabitan en Lo que es, en lo
Ente.
El natural connubio que se establece de este modo se expresa
especialmente confuso para nuestra forma de comprender el mundo y
de ubicarnos en él. En efecto, la separación
estricta que hemos realizado entre sujeto y objeto, interior y
exterior, y, en fin, las delimitaciones objetivas que realizamos
cada vez que emprendemos una investigación, una tentativa de ciencia, nos
obligan a observar con recelo y extrañeza esta
paridad.
Escuchemos de nuevo a Gadamer:
Ellos [los griegos] no intentaron fundamentar la objetividad
del conocimiento desde la subjetividad y para ella. Al
contrario, su pensamiento se consideró siempre desde el
principio como un momento del ser mismo (…). La
dialéctica, este antagonista del logos, no era para los
griegos, como ya hemos dicho, un movimiento que lleva a cabo el
pensamiento, sino el movimiento de la cosa misma que
aquél percibe.
Esta mismidad comporta una relación fundamental,
atendiendo a lo que el adjetivo nos dice en su más arcano
sentido: ambos advienen a la presencia en el aparecer. El Ser es
en el aparecer, el Pensar es en el aparecer. "Lo que es, no puede
concebirse sin el decir y sin el pensar, como también, ni
el decir ni el pensar serán sin el ser."
A esta especial reciprocidad todavía le advienen
más consecuencias. Preguntamos, por ejemplo,
¿qué relación guarda el Ser con el Tiempo y el
Pensar?
Cuando contemplo la cuestión no puedo dejar de sugerir
que vivimos en una especie de eterno presente*.
Parménides anotaba casi con cariño: "Mira
cómo lo que está ausente, a pesar de ello,
está firmemente presente para el pensamiento; el cual no
apartará lo que es de su estar siendo." Eterno presente,
digo, o un ahora intemporal según prefiere la profesora
Posada.
En el decir, en el recuerdo, en la invocación o en la
orden el Ser se patentiza como presente. El logos nos
revela su íntima acepción de unificador,
presentando lo que de otra forma permanecería
disperso**.
Hasta aquí examinaremos este camino. El poema ofrece
generosas características del Ser (ingénito,
imperecedero, entero, imperturbable, sin fin, todo, uno,
continuo, indivisible, inmóvil, sin principio, acabado)
que pueden derivarse del descubrimiento y asombro inicial: El Ser
es, El No Ser no es.
Concluyamos de nuevo con la profesora Posada: "A lo que es no
le llamaremos ni Agua, ni
Fuego, ni Aire, ni Apeiron,
porque todos estos nombres aluden a la multiplicidad y en su
misma fijación óptica,
radicará siempre la posibilidad de pensar un
contrario."
La definición del ser comporta una tautología.
Qué es el ser, se pregunta, Lo que es, respondemos. Este
anonimato representa su más noble dignidad.
El otro camino es el de las denominadas doxas u opiniones. Un
pensador como Hegel presentó así a
Parménides y a su filosofía: "… la verdadera
filosofía comienza, en rigor, con Parménides.
Aparece un hombre que se libera de todas las opiniones y
representaciones, que les niega todo valor de
verdad y afirma que sólo la necesidad, el ser, es lo
verdadero. (…). A esto va unida la dialéctica de
que lo mudable no encierra ninguna verdad, pues aceptando estas
determinaciones tal y como rigen, se llega siempre a la
contradicción."
Es difícil objetar a un pensador del tamaño de
Hegel, con una sentencia de este calibre. Efectivamente
Parménides no hace una apología de las doxas, pero
queda en suspenso si en ellas no hay en absoluto verdad, o en
qué se fundamenta su ausencia.
Atengámonos a lo que nos dice el poeta: "…
llevados lo mismo que sordos y ciegos, estupefactos, cual
muchedumbre irreflexiva para quienes el acaecer y el no ser son
considerados como lo mismo y no lo mismo; entre todos este
sendero es un desandar de pasos."
Creo que la dificultad está inscrita en una supuesta
equivalencia echa por los hombres bicéfalos entre aparecer
y no-ser. La apariencia o acaecimiento es, y la
confusión es identificarla como no-ser en virtud de su
devenir o cambio.
La crítica
a las doxas incluye también un recelo frente al lenguaje que
pervivirá en la tradición posterior, de la que
recordamos los Idola fori de Francis Bacon. Dice
Parménides: "Así, según la opinión,
nacieron estas cosas, ahora son y más tarde, habiendo
crecido, por esto terminarán; para ellas los hombres
determinaron un nombre, emblema para cada una", y también:
"Será mero nombre todo cuanto los mortales, persuadidos de
que era verdad, determinaron: el nacer y el perecer, el ser y el
no ser, el cambiar de lugar y el mudar el aparente color."
Los nombres, pues, los ónomas, encierran un primer
momento de engaño, persuadiendo a los hombres de que
saben, conocen, poseen la verdad. Resumido: "Los mortales, cual
Edipos, tendrán la oportunidad de escuchar un mitos, y de
contemplar los signos de la
verdad pero cuando se dispongan a interpretar y conocer con su
logos, caerán presos del lenguaje, en la vía de las
doxas."
Ahora, cuestionando a Hegel, ¿por qué le
dedicaría Parménides tantas líneas a las
opiniones, siendo que podía desecharlas de principio para
postular para siempre la vía de la verdad? Los versos
rezaban de este modo: "Pues después de todo también
aprenderás esto, cómo las apariencias es necesario
que aparentemente sean, mostrándose todas a través
de todo."
Es necesario que aparentemente sean,
subrayo.
Siempre me ha causado simpatía y horror la misión que
se obligó Flaubert durante años. Consignó en
la parte trasera de un cuadernito las opiniones de la gente de su
tiempo, así como los lugares comunes registrados por las
expresiones cotidianas y literarias. Bajo la forma de un diccionario,
documentó la opinión corriente que debía
esgrimirse sobre cada palabra. Escribía por ejemplo:
"Aquiles: decirlo al lado de "el de los pies ligeros",
para dar la impresión de que se ha leído la
Ilíada", "Odiseo: acompañarlo de "el de
multiforme ingenio" por la misma razón que el
anterior" o "Fontainebleau: no mencionar esta localidad sin dejar
de recordar sus atardeceres y tristes despedidas".
Heidegger en el parágrafo 35 de Ser y Tiempo,
exponía las habladurías como aquellos lugares
comunes en el que se manifestaba el ser del lenguaje, en un
constante juego de
ocultamiento y aparición.
El hecho fundamental aquí es que en las opiniones hay
como un doble movimiento constante, que encubre y permite el
acaecer de la verdad. Por ello es menester "…considerar el
problema verdad – opiniones, no horizontalmente en el plano
de los contrarios sino verticalmente en el nivel de las
jerarquías."
En el fondo de ambas, de verdad y opinión, el ser
subyacerá siempre. De esta forma buscamos reconciliar las
dos vías, que habían sido juzgadas por Hegel como
verdadera y falsa respectivamente. Heidegger anotó en la
Introducción a la Metafísica: "El saber
meditado –y todo saber es meditación- sólo le
es dado al que haya experimentado el alado impulso del camino
hacia el ser, al que no le haya sido extraño el espanto
del segundo camino hacia el abismo de la nada, y al que haya
aceptado, como constante necesidad, el tercero, el de la
apariencia."
Werner Jaeger en La Teología de los primeros
filósofos griegos concluía su
exposición de este modo: "… bien
pudiera estar más en consonancia con el carácter de su pensamiento el que hablemos
de su Misterio del Ser. Esto hará por lo menos justicia a la
forma en que presenta su doctrina."
La vindicación del misterio no es baladí. El
poema insinúa y sugiere, y su expresión delata una
intención que se erige más allá de la mera
exposición lógica o descripción formal. Observemos tres
indicios sobre el camino de la revelación. Al comienzo:
"Las yeguas que arrastran…", luego la declaración
de la diosa: "… no te impulsó un mal hado a tomar
este sendero" y mucho después, en aclaración de la
naturaleza del
noein: "Según cada uno tiene la mezcla de sus miembros
inestables, así el pensamiento a los hombres se presenta,
pues lo mismo es lo que piensa y la naturaleza de los miembros
para los hombres, en todos y cada uno, pues lo más
abundante es el pensamiento."
Como ya decía al principio, el camino de la verdad no
está sujeto al deseo humano. Demanda la
asistencia divina, que hemos entendido también en el
decurso de nuestra historia como azar o suerte. Y más
aún, queda en entredicho si el camino de la verdad culmina
en la sosegada paz o si su luz puede adquirir la brillantez de lo
terrible.
"Edipo se resuelve a quitar los velos de lo que se oculta. Al
hacerlo se tiene que poner, a sí mismo, paso a paso, en
estado de
desocultamiento, al que por fin sólo puede soportar
arrancándose los ojos, es decir, privándose de toda
luz, haciendo caer la noche en su torno, la cual lo
cubre de velos."
Esta tensión del Ser entre la más luminosa
claridad y el brillo más cegador nos invita a pensar el
Ser como una tragedia. Tragedia que encierra en sí misma
la dialéctica del determinismo y del libre
albedrío, y que De Quincey resume así: "Es singular
que en todos los casos como éste, y son muchos, las partes
amenazadas por el destino creen en la amenaza: y si no
¿por qué tratan de evitarla? Y, sin embargo, no
creen: y si no, ¿por qué se imaginan que son
capaces de evitarla?"
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Santiago Gallego Franco