El tema del que hablaremos hoy tiene que ver con el
pasado y el presente. Aunque el pasado haya sido pródigo,
el presente y el futuro son aún inciertos. Nadie sabe si
girará hacia algo peor o hacia algo mejor. La existencia
presente permite siempre sentir lo que nos falta para la
felicidad y perfección.
El hombre -desde
luego- tiene la esperanza de un futuro mejor, pero al mismo
tiempo, teme
lo incierto: la enfermedad, los inconvenientes serios, la
angustia, el dolor, las frustraciones, la ruptura de los afectos,
las pérdidas, todo anticipo de muerte. Pero
nosotros hoy hablaremos de un tema muy peculiar, de gran
actualidad, como es el que he dado en llamar "Crisis mundial
de valores en la era del olvido del corazón".
Crisis es hoy una palabra de uso cotidiano. Es raro el
día que no la decimos o escuchamos y no falta quien la ve
como una oportunidad.
Pero crisis significa etimológicamente "separar",
"discernir"; y va unida siempre a la urgencia de tener que tomar
una decisión. Decisión a menudo dolorosa, porque
implica ejercer un mandato de libertad y,
por lo tanto, de responsabilidad. Dice Jean Guitton que hoy vivimos
la "crisis de las esencias": se refiere a la crisis de las ideas
que hasta ahora formaban el lazo entre las civilizaciones.
Hoy no hay crisis solitarias, todas se comunican entre si, se
reabastecen recíprocamente para lo mejor o para lo peor. Y
esta es una de las razones de la angustia profunda, que ocupa el
inconsciente de los hombres – pues todo hombre digno es
intransigente sobre lo esencial.
Ese hombre piensa con las categorías, idioma,
circunstancia del momento que vive, de acuerdo con la programación recibida de su cultura, que
le transmite los valores de
su comunidad.
Sabemos que la causa formal de la sociedad es el
vínculo moral de
quienes la componen, su intención de buscar juntos el Bien
Común.
Cuando este vínculo moral deja de existir por el
egoísmo e individualismo, acentuado en una búsqueda
desenfrenada de si mismo por encima de todo, la sociedad entra en
crisis y en riesgo de
disolución. Se genera un estado de
violencia,
verdadera regresión humana, que abandona la racionalidad
natural para conducirse con rasgos de animalidad, propios de una
infracultura.
Este "desorden social" conlleva la violación de los
derechos
esenciales de la persona, el
desprecio de la vida, propia y ajena, puesto de manifiesto en
formas innumerables: desde la industria del
secuestro y la
apropiación de los bienes ajenos
a través del hurto, del robo, hasta asimismo como una
indebida carga social de impuestos
claramente injustos.
Es también consecuencia de una sociedad en crisis la
desenfrenada búsqueda del tener, que somete al ser humano
a un consumismo de lo superfluo y aún de lo perjudicial,
materializando valor y virtud
cual si fueran nuevas mercancías de la oferta y la
demanda.
"Valor" traduce el término clásico de "bien" o
"bondad"; es por lo tanto equivalente a axioma (en lógica), dignidad (en
las cosas); es algo que vale de por sí y que merece ser
visto, admirado, poseído – y que no nos permite estar
ausentes al presente.
El primer valor es el don inestimable de la vida, valor
sagrado y hoy cuestionado al mismo tiempo. A este le sigue
el amor, lo
único capaz de llenar el corazón del hombre
-aún el amor no
correspondido- porque aunque se mezclen motivos de amargura quien
ama mucho es siempre feliz.
Otros valores – podríamos llamarlos tesoros – como
familia,
verdad, justicia,
patria, religión, libertad, honor, fidelidad y
algunos más, no son hoy enseñados ni mucho menos
promovidos. Al contrario, muchas veces se los ridiculiza y son
objeto de burla y de escarnio.
Pero son éstos los que movilizan, porque estamos
presentes sólo a aquello que nos comunica su valor y su
sentido profundo.
Los valores son absolutos, en el sentido de que no son
relativos a algo. Y cuando están en contacto con la
realidad, hablan, sacuden, atraen, rompen la indiferencia, mueven
a acometer resueltamente grandes empresas y a
arrostrar con decisión los peligros que puedan
presentarse. Es el caso de los héroes y de los
mártires. Pensemos si no en Maximiliano Kolbe, por poner
un ejemplo relevante y significativo en cuanto a lo que
representa el valor más importante, como es el de la
vida.
El sentido y los valores se encuentran unidos en la realidad y
mueven la voluntad para producir la energía que se
necesita para la acción.
"Nada es mas útil al hombre en este mundo, que la
amistad",
decía Cicerón; pero la amistad se alcanza
únicamente cuando se olvida la utilidad.
El empobrecimiento vivencial y la indiferencia que se observan
hoy, sobre todo en una franja de personas aún
jóvenes, responde a una pérdida de valores no
utilitarios. Ya que cuando el dinero es
el primer valor la chatura es inevitable.
Aburrimiento, abulia, la falta de ideales, de heroísmo,
de ejemplos de calidad, son
todos consecuencia de una civilización incapaz de
descubrir el sentido de lo trascendente.
Es Nietzsche uno
de los primeros que cuestionan radicalmente los valores de
Occidente. Nietzsche propone una inversión radical de los mismos. Su
expresión "juicio de valor" es punto de partida de lo
parcial, de lo emotivo, de lo socialmente determinado.
Ciertamente el deber supremo del hombre es buscar la verdad,
aquella que negaban los sofistas, verdad que está envuelta
en belleza y en fuerza.
Resplandece y es más que poderosa. Se hace valer aunque se
la quiera sofocar y el hombre no
tiene dominio sobre
ella. Es exigente y profunda y por eso obliga y compromete. No
debe ser impuesta, sino expuesta, mostrada, descubierta. Y se la
descubre mirándola, viéndola – no razonando.
Mientras no hay verdad, no hay paz en el alma; en
cambio, quien
está en ella adquiere una seguridad enorme,
porque hay en el hombre voluntad natural de verdad y de unidad,
de coherencia, de continuidad y de lógica. Hablar de
verdad en la cultura contemporánea, en un ambiente
enrarecido por el nihilismo,
constituye una provocación.
Pero las grandes cuestiones de la existencia: Dios, el sentido
de la vida, la muerte, la
justicia, lo exigen y deben buscarse porque son las que realmente
importan. Y así como la verdad exige inmutabilidad, la
vida, exige variedad, cambio, adaptación. Por eso decimos
que una doctrina es "verdadera" cuando une variedad y
crecimiento, que son signos de
existencia, con la constancia y la identidad, que
son los caracteres de la esencia.
Hay transformaciones que ponen de manifiesto que la verdad
haya podido cambiar, permaneciendo idéntica, a fin de ser
propuesta a todos los tiempos. Esto lo percibimos claramente en
la edad adulta, cuando nos damos cuenta cómo hemos
cambiado a través del tiempo, permaneciendo siempre el
mismo "yo".
Los hombres se encuentran siempre en la verdad: no en la
mentira, ni en la ilusión, ni siquiera en los proyectos. Porque
la mentira – la inautenticidad – destruye la unidad,
fomenta y produce lo imaginario, es nada; y vivir de la nada
causa inseguridad y
angustia.
La aversión profunda hacia la mentira es algo que
resulta incomprensible a quienes no entienden la importancia de
este valor. En los sistemas
políticos, la mentira sólo puede mantenerse un
cierto tiempo – aunque para muchos hombres haya abarcado toda su
vida – pero siempre termina derrumbándose. Hay
múltiples ejemplos en la historia y todos los
aquí presentes lo hemos vivido de una u otra forma. La
mentira es lo que no es, por lo tanto no puede mantenerse.
Ser justo y veraz supone siempre esencialmente la prudencia,
que exige de quien obra que conozca. Y el
conocimiento objetivo de la
realidad es decisivo, ya que quien no considere todos sus
aspectos caerá en la injusticia.
La prudencia está hecha de la memoria del
pasado, de la inteligencia y
comprensión del presente y de la previsión del
futuro. En la Edad Media, se
consideraba sabio al prudente, al que obraba bien, aquél a
quien las cosas le parecían tal como son. Decía
Eckhart que "las personas no deben pensar tanto en lo que han de
hacer como en lo que deben ser". Es que la vida debe estar
subordinada al bien común y – en la medida que el hombre
no pierde la conciencia, es
decir en la medida que la moral es,
sobre todo, y ante todo, doctrina sobre su verdadero ser – se
produce el cambio que asocia la moral a una doctrina del hacer, y
sobre todo del no hacer: de lo mandado y de lo prohibido.
Pero la moral no es social, es ontológica; y su gran
aliada es la lucidez. Cuando se experimenta el sentido de algo
valioso siempre se tiene la voluntad de realizarlo, ya que la
percepción del mismo está envuelta
en una vivencia valoral.
El esfuerzo que se realiza para descubrir ese sentido se opone
a la pereza intelectual, aliada de la cobardía y de la
indecisión. Estas al contrario se unen a la creciente
despersonalización actual, donde no tiene cabida la
justicia y donde se va perdiendo la luz de la
conciencia – la mas grave de todas las enfermedades, la que suprime
la libertad interior.
En cuanto a la moral cristiana, su esencia no es un conjunto
de principios, ni
de normas morales,
sino una persona real e histórica que ha vivido en esta
tierra y en un
tiempo determinado: Jesús de Nazareth, Jesucristo. Cada
uno tiene un estilo de vida
propio, que puede ser mediocre – guiado por lo mínimo – o
pleno – guiado por lo máximo. Son estas opciones las que
acaban creando hábitos y modos de ser, que dan forma a la
libertad y configuran una manera de situarse en el mundo.
Ningún hombre puede realizar todas las potencialidades que
ha recibido de Dios, como dones gratuitos, y elevarlas al
más pleno rendimiento. Ello depende siempre de saber
renunciar, conscientemente, a determinadas posibilidades de
desarrollo.
El hombre más perfecto es aquél que está
lo más sencillamente presente a todo lo que hace y a todo
lo que es. La vida humana es algo muy hondo; y si no se vive
así, con profundidad, no hay sabiduría, ni
participación, ni acceso posible a la verdad total. Aquel
para quien sólo existe el momento actual no puede tener
visión suficientemente amplia – y quien no ve es persona
peligrosa, capaz de toda clase de
error: moral e intelectual.
Es necesario, pues, que la conciencia funcione bien: que
descubra la verdad y que ponga orden entre los bienes y deberes.
Al crecer las virtudes, ésta se ensancha, tiene más
holgura, está menos ocupada por los sentimientos y crece
la libertad interior.
Para ejercer esta libertad hay que vencer la ignorancia y las
distintas manifestaciones de la debilidad. La ignorancia apaga la
voz de la conciencia, la deja a oscuras, no puede decidir bien –
porque no sabe decidir. Una conciencia deformada o con poca
formación moral es incapaz de acertar; y quien no sabe
qué tiene que hacer sólo tiene la libertad de
equivocarse.
Por otro lado, el que es débil se deja arrebatar la
libertad por el desorden de sus sentimientos o por la
coacción externa del "qué dirán".
Hoy es imprescindible superar los automatismos
económicos y enterarse, hasta donde sea posible, de las
implicaciones morales de cada decisión, ya que vivir de
acuerdo con la conciencia es vivir en la verdad. Dice Juan Pablo
II en "Centesimus Annus" que "quienes están convencidos de
conocer la verdad y se adhieren a ella con firmeza, no son
fiables desde el punto de vista democrático, al no aceptar
que la verdad sea determinada por la mayoría o que sea
variable según los diversos equilibrios
políticos".
A este propósito hay que observar que, si no existe una
verdad última, la cual guía y orienta la
acción política, entonces
todas las ideas y las convicciones humanas pueden ser
instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Aunque
hoy se predique la democracia
como sistema
político inclusivo y de participación, la
realidad nos indica que estamos viviendo en un sociologismo
horizontal, formado por masas y no por sociedades,
sociologismo que la mayoría de las veces desemboca en
totalitarismo profundo y excluyente, visible o encubierto, fruto
de esas pseudodemocracias hodiernas y del relativismo moral,
desde donde se las dirige y mantiene juntas, por medio o bien de
la propaganda –
todo es consenso, encuestas – o
bien del terror. En la masa, el hombre pierde la libertad de
decidir por si mismo, caducan todos sus derechos.
Se convierte en cosa, medio, se puede tasar, es parte del
Estado o recurso natural, es sustituible, descartable. Existe una
profunda desconfianza de la realidad y este vacío moviliza
para la evasión, para la fuga. No hay metas, pero
sí sustitutos: alcohol,
drogas,
sexo,
crímenes, o su visualización a través de
los medios de
comunicación: excitaciones fuertes, que nacen del
tedio y de una
vida sin sentido, y que una vez logradas vuelve al mismo tedio,
ya que los placeres buscados por excitación o
evasión son siempre efímeros. En la cultura de la
muerte el Estado instrumenta los medios para
resolver los problemas
humanos matando. Aduce razones económicas, sociales,
sentimentales; no encuentra trabas de orden moral o religioso,
siempre el consenso; si no verdadero, falso.
En tales amontonamientos tolerantes, preocupados más
que antes por una concepción falsa de la libertad, se hace
constante el conflicto
entre el ideal de libertad y de solidaridad. Y
mientras tanto los medios de
comunicación nos condenan a la apariencia, callando lo
esencial.
No sucede así con la sociedad compuesta por personas
que poseen y se reconocen la dignidad que da consistencia al
tejido social, donde cada hombre es sujeto, portador de derechos
inalienables; donde su libertad no se reduce a la mera
participación electoral sino se ejerce
desempeñándose con responsabilidad en
múltiples asociaciones, con trascendencia política,
social, cultural o artística, avanzando hacia posiciones
mas elevadas en un orden de grandeza donde prevalece la calidad y
el equilibrio – y
donde los mayores riesgos
preludian mayores triunfos.
Muy rara vez escuchamos hoy ponderar a alguien por sus
virtudes. Casi podríamos decir que las palabras "virtud" o
"virtuoso" han perdido vigencia en el lenguaje
cotidiano. Y sin embargo, "virtud" denota la más elevada
actividad del alma, lo máximo a que puede aspirar el
hombre, o sea la realización plena de sus
potencialidades.
Dice Max Scheler que la sociedad se aglutina alrededor de
personalidades superiores, jerárquicas, virtuosas, ya que
su vida es poderosamente sociógena, porque vincula la
interioridad con la afectividad.
El tema de la afectividad es central en la antropología de todos los tiempos, pero
particularmente en el nuestro, donde la tendencia actual, de
total independencia
de valores, se dirige a las masas, no a las sociedades; y
prescinde de lo afectivo.
Pascal diagnostica la era moderna como la del olvido del
corazón. "Corazón", entendido como núcleo de
la
personalidad: como centro de la libertad de la persona, ya
que es también luz, no solo afecto, porque cuando el amor
es ciego es siempre fatalmente falso. El hombre de hoy necesita
que le hablen no sólo a la "razón" sino
también al "corazón", a sus afectos.
Una verdad, un sentido que no sea a la vez un bien o un valor,
que no genere una resonancia afectiva plenificante de nuestras
ansias profundas, no tendrá ninguna capacidad de llegada,
no será palabra para el hombre de nuestro tiempo. Esta
necesidad de suscitar una respuesta afectiva con nuestras
palabras y acciones,
además de ser propia de la naturaleza
humana, tiene sus raíces más cercanas en el seco y
árido racionalismo
que domina la cultura occidental de los últimos siglos – y
que de ninguna manera ha sido superado por el hecho de estar
caducas sus versiones clásicas.
Por eso una visión "intelectualista", que valorice
únicamente el ámbito cognoscitivo y no preste
atención al mundo afectivo de la persona,
es totalmente insatisfactoria. Necesitamos una
antropología "cálida" para el hombre actual,
ahogado por la frialdad del racionalismo moderno y
postmoderno.
La afectividad no consiste en fuerzas ciegas puramente
instintivas, enemigas del espíritu. Por el contrario,
reclama luz y medida, para encontrar en ellas su quicio y
fecundidad existencial. El conocimiento
frío, un saber que no produce reacciones afectivas, o una
vida superficial, que manifiesta falsas afectividades, puede
hacer coexistir la libertad exterior, con la esclavitud
interior.
Solo llega hondo lo que importa, lo que llega al
corazón, de ahí la cordialidad – que es,
además, el hábito de ser amable, sincero y sobre
todo cuidadoso. Poner en marcha el corazón es demostrarle
al prójimo la posibilidad de ser amado.
Esta palabra, "amor", está hoy totalmente devaluada. Se
la ha cargado de asociaciones físicas que la
desvirtúan y que llevan a confusión. Amar a alguien
significa ampliarle sus valores, sus virtudes, sus capacidades –
y disimular sus defectos.
Y ser "cuidadoso" consiste en respetar en primer lugar la
libertad del otro, libertad que lo hace responsable, porque lo
hace capaz de dar razón de su obrar. Consiste
también en reconocer el modo de ser del prójimo; en
adecuar la amabilidad y la sinceridad a la sensibilidad de cada
persona, a su ritmo, a las características que lo
singularizan, que hacen de ella o él una persona con
nombre y apellido, diferente de todas las demás y con la
misma dignidad.
La cordialidad transforma y ubica la relación y el
trato entre personas, lo que equivale a decir que humaniza. La
vida actual parece haber olvidado este recurso de
humanización, en pos de una rivalidad, una competitividad, que no tiende a un ordenamiento
por mérito sino a ver quien se impone con mayor
prepotencia.
Es como si la amabilidad produjese una pérdida de
derechos, una disposición a ser atropellados. A la
cordialidad se opone la crudeza, la dureza en el trato o, lo que
es peor aún, la indiferencia.
Por lo tanto la cordialidad ha de comenzar y aprenderse en el
hogar, sabiendo que es allí donde nacen los
sentimientos.
Sentimientos que llegan y brotan del corazón, donde
reina la espontaneidad. Es allí, en el hogar, donde
también se aprende a amar, a perdonar, a reparar las
ofensas. El amor es siempre sacrificio y gozo. El amor es,
además, misterio, una realidad que supera la razón,
sin contradecirla; es más, exalta sus potencialidades.
Digamos por último, que la persona humana sólo se
realiza plenamente en el amor.
Y cuando esta virtud se instala en el hombre, instala casi
como segunda naturaleza las satisfacciones cualitativas, las del
espíritu, hoy cada vez más raras.
Y se produce así la felicidad: presente en esas mismas
realidades espirituales, en el gozo intelectual, fecundidad,
generosidad, plenitud, alegría incomparable y encuentro
consigo mismo y con los demás.
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social
ser-en- el-mundo
(In-der-Welt-Sein)
solidaridad
verdad (definición)
vínculo moral
Santiago Héctor Valdés
Filósofo, médico, ex-viceministro de
Salud de la
República Argentina.
Conferencia pronunciada el dos de julio de
2005