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elección - Los
resultados - Epílogo
Hunter, James C. , La paradoja: Un relato sobre la
verdadera esencia del liderazgo, Empresa Activa,
Barcelona 2001.
di Ana Mª Hernández
Fernández
Estamos ante un libro que
intenta hacernos recordar de modo sencillo, los principios
universales gracias a los cuales podemos llegar a colaborar con
los demás. Éstos serán: No hay autoridad sin
respeto. El
respeto no se funda en la imposición.
- El respeto no se funda en el miedo.
- El respeto se funda en: La integridad, la
sinceridad y la empatía con los
demás - No podemos cambiar a nadie, sólo podemos
cambiar nosotros. - El trabajo lo
hacen las personas, y no puede hacerse un buen trabajo sin
cuidar de las relaciones
humanas.
James C. Hunter en un primer momento intenta mostrar que
lo material no es lo más importante, ya que el
protagonista de su historia es una persona con un
alto poder
adquisitivo, es un individuo que
cree tenerlo todo: una bonita casa, un importante trabajo, un
buen coche y una familia. Pero de
repente empieza a cuestionarse todo ello, ya que su familia(el
elemento no material, si no humano, comienza a desmoronarse.
Además dentro de su empresa las cosas se tambalean,y se da
cuenta de que existen fallos, fundamentalmente porque no hay a
penas empatía. Los recursos
humanos hacen aguas, y él se está quedando
sólo. El protagonista decide cambiar, así que un
buen día se levanta con la intención de hacerlo, y
siguiendo a su instinto se pone en
marcha.
El camino es complicado, sobre todo porque no se
está acostumbrado a dar, si no,más bien, a recibir.
Hay que empezar a mirar en los ojos de los demás, y a
escuchar sus palabras. No sólo a este importante ejecutivo
le ocurren estas cosas, yo me atrevería a decir que nos ha
sucedido o nos pasa a más de uno.
Vivimos unos tiempos en los que la competitividad
tan tremenda que hay en el mercado laboral hace que
las personas vivamos a 100x hora, sin percatarnos de aquello que
nos rodea, tanto sea positivo como negativo. Hoy en día el
individualismo ha hecho mella, está presente, y nos
ciega.
Aunque resulte duro decirlo hay mucha gente que carece
de inquietudes y sobre todo hay muchísima gente que no
siente a los demás, que no tiene conciencia de que
a su alrededor hay personas con diferentes ideas, con diferente
vida, que lo puede estar pasando mal.Creo que tenemos miedo al
dolor, a sufrirlo en nuestras propias carnes. Y "la paradoja" es
un bello relato que nos muestra como todo
esto puede cambiar,siempre que seamos conscientes de que podemos
realizar cambios, y que deseemos llevarlos a cabo.Aquellos mandan
o lideran deben de ser conscientes que no son dueños del
poder que sustentan.
No debemos confundir la autoridad con el poder y el respeto con
el miedo, ya que esto suele conducir a unas relaciones tensas
entre jefes y subordinados , causando causando verdaderos
problemas en
el centro de trabajo.
Pero esto lo podemos trasladar a las familias y a
cualquier tipo de organización.
Hay que invertir la estructura de
las organizaciones,
sean del corte que sean, dejando a un lado el viejo paradigma, o
la vieja estructura de las organizaciones piramidales.
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Viejo paradigma Nuevo paradigma
Gracias a este libro aprenderemos que liderar consiste
en servir a los demás ya que un buen líder
ha de estar pendiente de las necesidades de sus subordinados para
atender a sus legítimas necesidades, ayudándoles a
cumplir sus aspiraciones y aprovechando sus capacidades al
máximo, o sea haciendo una buena gestión del
conocimiento.
Las ideas que defiendo no son mías. Las
tomé prestadas de Sócrates,
se las birlé a Chesterfield, se las robé a
Jesús. Y si no os gustan sus ideas, ¿las de
quién hubierais preferido utilizar?
DALE CARNEGIE
La decisión de ir fue mía; no se puede
culpar a nadie más. Cuando me paro a
reconsiderarlo, me resulta casi imposible pensar que yo, el
atareado director de una importante instalación
industrial, dejara la fábrica abandonada a su suerte para
pasar una semana en un monasterio al norte de Michigan.
Sí, así como suena: un monasterio. Un monasterio
completo, con sus monjes, sus cinco servicios
religiosos diarios, sus cánticos, sus liturgias, su
comunión y sus alojamientos comunes; no faltaba
detalle.
Quiero que quede claro que me resistí como gato
panza arriba. Pero, finalmente, la decisión de ir fue
mía.
«Simeón» es un nombre que me ha
perseguido desde que nací. Me bautizaron en la parroquia
luterana de mi barrio y, en la partida de bautismo, podía
leerse que los versículos escogidos para la ceremonia eran
del capítulo segundo del Evangelio de Lucas y hablaban de
un tal Simeón. Según Lucas, Simeón era un
«hombre justo y
piadoso y el Espíritu
Santo estaba sobre él». Al parecer había
tenido una inspiración sobre la llegada inminente del
Mesías; aquello era un lío que nunca llegué
a entender. Ése fue mi primer encuentro con Simeón,
pero desde luego no había de ser el
último.
Me confirmaron en la iglesia
luterana al concluir el octavo grado. El pastor había
escogido un versículo para cada uno de nosotros y, cuando
me llegó el turno en la ceremonia, leyó en
voz alta el mismo pasaje de Lucas sobre el personaje de
Simeón. Recuerdo que en aquel momento pensé:
«Qué coincidencia más
curiosa…».
Poco tiempo
después —y durante los veinticinco años
siguientes—, empecé a tener un sueño
recurrente, que acabó causándome terror. En el
sueño, es ya muy entrada la noche, yo estoy absolutamente
perdido en un cementerio y corro para salvar mi vida. Aunque no
puedo ver lo que me persigue, sé que es maligno, algo que
quiere hacerme mucho daño.
De repente, de detrás de un gran crucifijo de cemento sale
frente a mí un hombre que lleva un hábito negro con
capucha. Cuando me estampo contra él, este hombre
viejísimo me coge por los hombros y, mirándome
atentamente a los ojos, me grita: «¡Encuentra a
Simeón, encuentra a Simeón y
escúchale!». Llegado a ese punto del sueño me
despertaba siempre bañado en sudor frío.
La guinda fue que el día de mi boda, el
sacerdote, en su breve homilía, se refirió al mismo
personaje bíblico: Simeón. Me quedé tan
estupefacto que me hice un lío al decir los votos y
pasé bastante mal rato.
Nunca estuve muy seguro de si
todas aquellas «coincidencias con Simeón»
tendrían algún sentido, de si significarían
algo. Rachael, mi mujer, siempre ha
estado
convencida de que sí.
A finales de los años noventa, según todas
las apariencias, mi vida era un éxito
absoluto.
Trabajaba para una empresa de
producción de vidrio plano, de
categoría internacional, en la que ocupaba el puesto de
director general de una fábrica de más de
quinientos empleados, con unas cifras de facturación por
encima de los cien millones de dólares al año. En
la época en que me promocionaron al puesto, yo era el
director general más joven en toda la historia de la
compañía, hecho que todavía hoy me
enorgullece. La empresa
funcionaba de manera muy descentralizada yeso me concedía
una gran autonomía, que yo apreciaba mucho. Además
tenía un sueldo considerable, que incluía una
cantidad significativa de dólares en primas sujeta a la
consecución de objetivos
determinados y evaluables en la fábrica.
Rachael, que es mi bella esposa desde hace dieciocho
años, y yo nos conocimos cuando estudiábamos en la
Universidad de
Valparaiso en el norte de Indiana, donde yo me gradué en
Empresariales y ella se licenció en Psicología.
Deseábamos con locura tener hijos, pero tuvimos que luchar
contra la esterilidad durante varios años. Nos sometimos a
todo tipo de tratamientos de fecundación, inyecciones, pruebas,
exploraciones, punciones, acupuntura, todo lo habido y por
haber… sin ningún resultado. El problema resultaba
especialmente doloroso para Rachael, pero nunca desesperó
de tener hijos. Con frecuencia, cuando me despertaba por la
noche, la oía rezar en voz baja pidiendo un
hijo.
Más adelante, por una serie de circunstancias
poco usuales pero maravillosas, adoptamos un niño
recién nacido. Le llamamos John (por mí), y se
convirtió para todos en nuestro niño
«milagro». Dos años más tarde, Rachael
se quedó embarazada cuando ya nadie lo esperaba, y
nació nuestro segundo «milagro»:
Sarah.
John hijo, que hoy tiene catorce años, acababa de
entrar en noveno grado, Sarah había empezado
séptimo. Desde el día en que adoptamos a John,
Rachael había reducido sus prácticas de terapia a
un solo día a la semana, ya que pensamos que, a ser
posible, era importante que pudiera dedicarse al hogar a tiempo
completo. Además, ese día le daba un pequeño
respiro en su «rutina diaria de Mami», amén de
permitirle mantenerse profesionalmente activa. Estábamos
encantados de poder bandear esta situación desde el punto
de vista económico.
Éramos propietarios (junto con el banco) de una
casa muy agradable en la ribera noroeste del lago Erie, a unos
cincuenta kilómetros al sur de Detroit. Teníamos
una embarcación deportiva de nueve metros de eslora, que
guardábamos al lado de la casa sobre el soporte adecuado
(al lado de una moto acuática Sea—Doo); en el garaje
había dos coches nuevos —sistema de
leasing—; nos íbamos de vacaciones
familiares como poco dos veces al año, y aún
conseguíamos ahorrar una buena suma anual que quedaba en
el banco para los estudios de los chicos y la
jubilación.
Como decía, según todas las apariencias,
mi vida era un éxito absoluto.
Pero, por supuesto, las cosas no siempre son lo que
parecen. Lo cierto era que mi vida se estaba desmoronando.
Rachael me había dicho un mes antes que llevaba
algún tiempo sintiéndose infeliz en nuestro
matrimonio e
insistía en que las cosas no podían seguir
así. Me dijo que no se estaba atendiendo a sus
«necesidades». ¡Yo no daba crédito
a lo que estaba oyendo! «Mira tú
—pensé—, le doy todo lo que una mujer
podría pedir, ¡Y todavía me dice que no
atiendo a sus necesidades! Pero, ¿qué más
necesidades puede tener?»
Con los chicos tampoco iban bien las cosas. John estaba
cada vez más contestón y había llegado a
llamar «bruja» a Rachael tres semanas antes. Yo me
enfurecí tanto que casi le pego y acabé por
castigarle una semana sin salir después de aquel
incidente. No había manera que obedeciera, desafiaba toda
autoridad y llegó incluso a ponerse un pendiente en la
oreja. De no ser por Rachael, le habría echado a patadas
de casa. Mi trato con mi hijo John se había deteriorado
hasta el punto de que nuestra comunicación se limitaba a algún que
otro gesto o gruñido.
También mi relación con mi hija Sarah
parecía ir de mal en peor. Siempre hemos tenido una
unión muy especial y todavía se me humedecen los
ojos cuando la recuerdo de niña. Pero parecía
distante, e incluso un poco enfadada a veces conmigo, sin razones
aparentes. Rachael me sugirió en muchas ocasiones que
hablara con Sarah sobre mis sentimientos, pero al parecer yo
nunca «tenía tiempo» o, para ser más
sincero, no tenía valor para
hacerlo.
Incluso en mi trabajo, que era la faceta de mi vida en
.la que el éxito parecía más asegurado, las
cosas habían empezado a estropearse. En los últimos
tiempos los empleados por horas de la fábrica
habían estado haciendo campaña para conseguir una
representación sindical. Los ánimos habían
estado muy alterados durante las elecciones, pero afortunadamente
la empresa consiguió ganar por cincuenta votos. Yo estaba
encantado, pero a mi jefe le preocupaba el mero hecho de que
hubieran tenido lugar las elecciones, y sugirió que
estábamos ante un problema de dirección, que era responsabilidad mía. Yo no acababa de
entender a qué se refería, porque estaba convencido
de que el problema no era yo, sino los sindicalistas de la
fábrica, ¡que siempre andan pidiendo más por
menos! La directora de recursos humanos
de la fábrica llegó incluso a sugerirme que
reconsiderara mi estilo de liderazgo. Me llevé un buen
varapalo… Pero, claro, ella era una chica liberal, sensible y
concienciada, y, además, ¿qué sabía
ella de llevar un negocio tan importante? Lo suyo eran las
teorías; en cambio, lo que
a mí me interesaba eran los resultados.
Hasta el equipo de béisbol Little League que yo
llevaba entrenando seis años de forma voluntaria iba mal.
Ganábamos más partidos de los indispensables y
solíamos acabar con un puesto digno en la liga, pero
varios padres se habían quejado al presidente de la liga
porque decían que, sencillamente, los chicos ya no se lo
pasaban bien. Yo era consciente de que a veces podía
resultar un entrenador algo agobiante y competitivo, pero
¿y qué? Incluso hubo dos parejas que pidieron que
cambiaran a sus hijos a otros equipos. Yeso fue un duro golpe
para mi ego.
Pero todavía había más. Yo siempre
había sido un tipo alegre, feliz y confiado, sin
demasiadas preocupaciones, pero en aquella época me di
cuenta de que me pasaba el día agobiándome por
todo. A pesar de mi desahogada situación y de todos los
juguetes
materiales que
poseía, en mi interior todo era conflicto y
confusión. Vivir se convirtió en un fútil
ejercicio de ir despachando obligaciones.
Me estaba convirtiendo en un ser triste y taciturno. Cualquier
inconveniente o molestia, por pequeño que fuera, me
causaba una desazón totalmente desproporcionada respecto a
la realidad. De hecho, era como si me fastidiara todo el mundo;
ni yo mismo me aguantaba.
Por supuesto, era demasiado orgulloso para hacer
partícipe a nadie de lo que me ocurría, así
que me las arreglé para tenerlos a todos engañados;
a todos menos a Rachael.
Sacando fuerzas de flaqueza, Rachael me instó a
que hablara de todo ello con el pastor de nuestra parroquia.
Acepté en un momento de debilidad, aunque fue más
bien por quitarme a Rachael de encima. Hay que hacerse cargo de
que yo nunca he sido del tipo religioso. Siempre había
creído que la iglesia tenía su lugar, mientras no
interfiriera demasiado con la vida de uno.
El pastor sugirió que pasara unos días
solo y que intentara aclarar las cosas. Me recomendó un
retiro en un pequeño monasterio cristiano no muy conocido,
John of the Cross, emplazado a orillas del Lago Michigan, cerca
de la ciudad de Leeland, en el noroeste de la Península de
Michigan. El pastor explicó que el monasterio albergaba a
unos treinta o cuarenta monjes de la orden de San Benito,
célebre monje del siglo VI que concibió la vida
monástica «equilibrada». Aún hoy, como
hace catorce siglos, la vida de los monjes se ordena en torno a tres
prioridades: oración, trabajo y silencio.
En términos generales aquello me pareció
una bobada, algo que no estaba dispuesto a llevar adelante, pero,
justo cuando me iba a marchar, el pastor mencionó que uno
de los monjes, llamado Leonard Hoffman, había figurado en
su día en la lista de «los quinientos
ejecutivos» que publica la revista
Fortune. Eso sí que me llamó la atención. Siempre me había
preguntado qué habría sido del legendario Len
Hoffman.
Cuando llegué a casa y le conté a Rachael
el consejo del pastor, me sonrió. «¡Justo lo
que yo había pensado proponerte, John!», dijo.
«Precisamente la semana pasada, en la tele, hablaron en
El show de Oprah sobre hombres y mujeres de negocios que
hacían retiros espirituales para tratar de ordenar sus
atareadas vidas. Estás llamado a ir.»
Rachael solía hacer con frecuencia comentarios de
este tipo, que me irritaban extremadamente.
«¿Llamado a ir?» ¿Cómo
había que entender aquello?
En resumen: acepté a regaña dientes ir al
monasterio John of the Cross en la primera semana de octubre,
más que nada porque tenía miedo de que Rachael me
abandonara si no hacía algo. Mi esposa llevó el
coche durante las seis horas de trayecto hasta el monasterio y yo
estuve callado casi todo el viaje. Yo ponía mala cara para
comunicar que no me sentía nada feliz de ir camino de un
aburrido monasterio para pasar allí una semana entera y
que sólo por ella me había resuelto a este gran
sacrificio personal que tan
infeliz me hacía. Lo de poner mala cara era un arma que
había empleado desde mi más tierna infancia.
Llegamos a la entrada de John of the Cross al anochecer.
Cogimos el camino con dos rodadas, subimos por la colina y
bajamos en dirección al lago, que estaba a menos de
quinientos metros. Dejamos el coche en un pequeño
aparcamiento arenoso al lado de una antigua edificación de
madera que
ostentaba un letrero de «Recepción» clavado en
uno de los altos pilares blancos del porche.
Diseminadas aquí y allá había unas
cuantas construcciones más pequeñas, edificadas
todas sobre un magnífico acantilado de piedra arenisca
unos sesenta metros más arriba, dominando el lago
Michigan. El paraje era muy bello, pero no hice mención de
ello a Rachael. Después de todo, se suponía que yo
sufría.
—Cuida de los chicos y de la casa, cariño
—dije en un tono bastante frío mientras sacaba la
bolsa del maletero, ya te llamaré el miércoles por
la noche. Quién sabe, ¡igual después de esta
semana me convierto en el hombre
perfecto que quieres que sea y lo dejo todo para hacerme
fraile!
—Muy chistoso, John —respondió ella,
al tiempo que me daba un beso y un abrazo. Dicho lo cual se
metió en el coche y desapareció tras una nube de
polvo.
Me eché la bolsa al hombro y me dirigí al
edificio de recepción. Al entrar me encontré con
una oficina amueblada
con sencillez e inmaculadamente limpia, atendida por un hombre de
mediana edad que hablaba por teléfono. Llevaba un hábito negro
que le cubría de la barbilla a los pies, atado a la
cintura por un cordón negro.
Nada más colgar el teléfono se
volvió hacia mí y me dio un caluroso apretón
de manos.
—Soy el padre Peter; me ocupo de la intendencia de
la casa de huéspedes. Usted debe de ser John Daily, del
sur del estado.
—Ha acertado usted, Peter. ¿Cómo lo
ha sabido? —repliqué, firmemente decidido a no
dirigirme a nadie llamándole
«hermano».
—Lo supuse por la solicitud que nos envió
su pastor —contestó, con una cálida
sonrisa.
—¿Quién es aquí el
responsable? —salió en mí el
directivo.
—El hermano James nos ha servido como abad en los
últimos veintidós años.
—¿Y puede saberse qué es eso de
abad?
—El abad es el director que elegimos y tiene la
última palabra sobre todo lo que afecta a nuestra
pequeña comunidad. Tal
vez tenga ocasión de conocerlo.
—Quisiera pedir una habitación individual,
Peter, si no tiene inconveniente. Me he traído algo de
trabajo y me vendría bien un poco de intimidad.
—Desgraciadamente, John, sólo disponemos de
tres habitaciones para huéspedes en la planta de arriba.
Esta semana entre nuestros huéspedes hay tres hombres y
tres mujeres, así que las mujeres compartirán la
habitación número uno, que es la más amplia.
Nuestro huésped del ejército dispondrá de la
número dos, y usted se alojará con Lee Buhr
—un pastor baptista de Pewaukee, Wisconsin— en la
habitación número tres. Lee ha llegado hace un par
de horas y ya está instalado. ¿Tiene alguna otra
pregunta?
—¿Cuáles son las festividades
previstas para esta semana? —pregunté, con cierto
sarcasmo.
—Además de nuestros cinco servicios
religiosos diarios, tendremos siete días de clase que
empiezan mañana por la mañana y acabarán el
sábado por la mañana. Las clases tendrán
lugar en este edificio de nueve a once por la mañana y de
dos a cuatro por la tarde. En su tiempo libre puede pasearse por
el monasterio, leer, estudiar, hablar con nuestros guías
espirituales, descansar o hacer lo que le apetezca. La
única zona reservada es la zona del claustro donde los
monjes comen y duermen. ¿Hay algo más sobre lo que
pueda informarle, John?
—Tengo una curiosidad, ¿por qué se
refiere a algunos monjes como «hermanos» y a otros
como «padres»?
—Llamamos «padre» a los
clérigos que han recibido órdenes sagradas,
mientras que los «hermanos» son seglares de toda
condición. Todos nosotros nos hemos comprometido a
trabajar y compartir nuestras vidas. Los treinta y tres padres y
hermanos tienen aquí la misma categoría. El abad
nos pone un nombre cuando tomamos los votos. Yo vine de un
orfanato hace cuarenta años, y tras mi formación y
mis votos se me asignó el nombre de Peter.
Finalmente, hice la pregunta que más me
interesaba. —Me gustaría conocer a Len Hoffman y
charlar de algunas cosas con él. Tengo entendido que
llegó hace algunos años a su pequeña
comunidad.
—Len Hoffman, Len Hoffman… —repitió
Peter escudriñando el techo, mientras hacía
memoria—. Ah, sí, creo que ya
sé a quién se refiere. También tiene otro
nombre ahora. Estoy seguro de que le encantaría hablar con
usted. Le pondré una nota en su casillero con su
petición. A decir verdad, va a impartir el curso sobre
liderazgo esta semana. Estoy seguro de que sacará gran
provecho de sus clases, todo el mundo lo hace. Buenas noches, que
descanse, John, y espero verle en el servicio de
las cinco treinta, mañana por la mañana.
«Por cierto, Jahn —siguió diciendo
mientras yo subía la escalera—, hace diez
años el abad le puso a Len Hoffman el nombre de hermano
Simeón.
…
Me quedé pasmado en el rellano de la escalera y
asomé la cabeza por la ventana abierta para aspirar unas
bocanadas de aire fresco.
Fuera, era ya casi noche cerrada y pude percibir el ruido de las
olas del lago Michigan rompiendo allá abajo sobre la
costa. Se oía el ulular de un fuerte viento que
venía del este, y las hojas secas del otoño
crujían en los grandes árboles; eran sonidos que, desde
niño, me habían encantado. Pude distinguir el
destello de los relámpagos sobre el gran lago oscuro, y
sentir a lo lejos el retumbar de los truenos.
Tenía una extraña sensación, nada
inquietante ni desagradable, era simplemente una impresión
de déja vu. «¿El hermano
Simeón?», pensé, «Esto ya es más
que raro».
Cerré la ventana y recorrí lentamente el
corredor buscando mi habitación. Abrí con cuidado
la puerta señalada con el número tres.
A la difusa y anaranjada luz de una
lámpara de noche distinguí una pequeña pero
acogedora habitación con dos camas gemelas, dos mesas y un
pequeño sofá. Una puerta entreabierta mostraba el
cuarto de baño adyacente. El pastor baptista se
había dormido ya y roncaba suavemente, arrebujado en la
cama del lado de la ventana.
De pronto me sentí muy cansado. Me
desvestí rápidamente, me puse el pijama,
ajusté el despertador a las cinco y me metí en la
cama. Con el cansancio que tenía, dudaba mucho que pudiera
estar listo para el servicio de las cinco treinta de la
mañana, pero pensé que poner el despertador era un
gesto de buena fe por mi parte.
Recosté mi cabeza sobre la almohada para
dormirme, pero no podía dejar de darle vueltas a la
cabeza: « ¡Encuentra a Simeón y
escúchale! ¿El hermano Simeón?
¿Habré dado por fin con él?
¿Qué extraña coincidencia es ésta?
¿Cómo me habré metido en este lío?
Estás llamado a ir; cinco servicios religiosos al
día, ¡Yo, que a duras penas aguanto dos al mes!
¿Pero, qué voy a hacer yo aquí una semana
entera? y mi sueño, ¿cómo será
Simeón? ¿Qué será lo que tiene que
decirme? Pero, ¿qué hago yo aquí?
¡Encuentra a Simeón y
escúchale!».
Mi siguiente recuerdo es que sonó el
despertador.
CAPÍTULO UNO
Las
definiciones
Lo de tener poder es como lo de ser una
señora. Si tienes que recordárselo a la gente,
malo.
MARGARET THATCHER
—Buenos días —me saludó mi
compañero de habitación antes de que me diera
tiempo a apagar el despertador—, soy el padre Lee, vengo de
Wisconsin. ¿Con quién tengo el gusto…?
—John Daily, vengo del sur del estado.
—Encantado de conocerte, Lee— a este tampoco
le dije «padre».
—Más vale que nos vistamos si queremos
llegar al servicio de las cinco treinta.
—Ve tú delante. Yo voy a quedarme un ratito
más en la piltra —murmuré con voz
cansada.
—A tu aire, socio —dijo Lee,
guaseándose; no tardó ni dos minutos en vestirse y
salir por la puerta.
Me di media vuelta y me tapé la cabeza con la
almohada, pero pronto descubrí que estaba completamente
despierto y que me sentía bastante culpable. Opté
por no luchar contra ello, me arreglé rápidamente y
salí a buscar la capilla. Todavía no había
amanecido y el suelo estaba
húmedo, debía de haber caído una tormenta
durante la noche.
Apenas si podía distinguir la silueta del
campanario a la luz del alba, de
camino a la capilla. Una vez dentro, reparé en que la
antigua estructura hexagonal de madera estaba perfectamente
conservada. Las paredes estaban ricamente adornadas con vidrieras
que representaban diferentes escenas. Las seis paredes
convergían en el centro en un alto techo, al estilo de las
catedrales, formando la aguja. Había cientos de cirios
encendidos por todo el santuario, y las vacilantes sombras que
bailaban en las paredes y las vidrieras formaban un interesante
calidoscopio de manchas y colores. Al otro
extremo de la puerta de la iglesia se alzaba un sencillo altar
compuesto por una pequeña mesa de madera con los objetos
de la liturgia. Justo en frente del altar había tres
hileras de bancos dispuestos
en semicírculo, y en cada una once sencillos asientos de
madera, donde obviamente se sentaban los treinta y tres monjes.
Sólo uno de ellos tenía brazos, así como un
gran crucifijo tallado en el respaldo; supuse que era el que
correspondía al abad. Dispuestas a lo largo de una de las
paredes adyacentes al altar había seis sillas plegables,
que deduje rápidamente estaban allí para los
participantes del retiro. Me acerqué discretamente hasta
una de las tres que quedaban libres y me senté.
Mi reloj marcaba las cinco y veinticinco, y sólo
la mitad de los treinta y nueve asientos estaban ocupados. Nadie
hablaba y, mientras la gente entraba en silencio a la capilla,
sólo se oía el melódico tictac de un enorme
reloj de caja en la esquina de atrás de la capilla. Los
monjes llevaban sus largos sayales cogidos a la cintura con una
cuerda; los participantes iban vestidos de sport. Hacia las cinco
treinta todos y cada uno de los asientos estaban
ocupados.
De repente, la enorme campana a nuestras espaldas
empezó a tocar la media. Inmediatamente los monjes se
levantaron y empezaron con unos cantos litúrgicos,
afortunadamente en inglés.
A los participantes del retiro se nos había dado unas
hojitas para seguirlos, pero pronto me hice un lío y me
perdí entre tantos salmos, antífonas, himnos y respuestas cantadas.
Finalmente desistí y me limité a sentarme y
escuchar.
Recordé que nuestro párroco había
dicho que los monjes practicaban los antiguos cantos gregorianos.
El año anterior, Rachael había comprado un compact
del popular Cántico (grabado por unos monjes
españoles) y yo le había tomado mucha
afición. Los cánticos aquellos eran parecidos,
aunque la letra era en inglés.
Algunos de los monjes más jóvenes miraban
de vez en cuando sus libros de
himnos y sus misales, pero había otros muchos que no
necesitaban ese tipo de ayuda, recitaban con soltura las
distintas partes del complicado servicio que parecían
saberse de memoria. Resultaba muy impresionante.
A los veinte minutos, más o menos, el servicio
concluyó, tan repentinamente como había empezado, y
los monjes salieron en fila detrás del abad por la parte
trasera de la iglesia. Me fijé en cada una de las caras,
intentando identificar a Len Hoffman. ¿Cuál de
ellos sería?…
Nada más acabar el servicio me dirigí a la
pequeña biblioteca, que
estaba cerca de la capilla. Quería hacer una
búsqueda en Internet, y un monje de edad
venerable, extremadamente servicial, me ayudó a
conectarme.
Encontré más de mil referencias sobre
Leonard Hoffmano Después de una hora de búsqueda di
con un artículo de hacía diez años sobre
Leonard Hoffman, publicado en Fortune, y empecé a
leer fascinado.
En 1941 Len Hoffman obtuvo una diplomatura en
Empresariales por el Lake Forest State College. Poco
después, los japoneses atacaron Pearl Harbor, segando la
vida de su mejor amigo de infancia; esto fue un golpe terrible
para Hoffman y le llevó a unirse a los miles de muchachos
que se alistaron en aquella época. Hoffman ingresó
en la Armada como oficial y ascendió rápidamente a
capitán de un torpedero cuya misión era
patrullar islas en Filipinas. En una misión de rutina se
le ordenó que hiciera prisioneros a doce japoneses,
incluidos tres oficiales, que se habían rendido tras una
feroz batalla en una pequeña isla de la zona que Hoffman
patrullaba. Las instrucciones eran ordenar a los oficiales
japoneses y a sus hombres que se desnudaran antes de salir de la
jungla en fila de uno, para ser esposados, cargados en el
torpedero y transportados hasta un destructor que se encontraba a
algunas millas de la costa. A pesar de la animadversión
que Hoffman podía tener contra los japoneses, que
habían matado a su amigo en Pearl Harbor, no exigió
a los soldados ni a los oficiales que se desnudaran por no
humillarlos. Les autorizó a salir de la jungla
perfectamente uniformados, con las manos en alto, conducidos por
un oficial dignamente subido a caballo.
Esta desobediencia le costó un pequeño
chaparrón, pero no tuvo mayores consecuencias. El
único comentario de Hoffman a propósito de este
suceso fue: «Es importante tratar a otros seres humanos
exactamente como desearías que ellos te trataran».
Hoffman llegó a ser condecorado varias veces antes de
abandonar la Armada cuando acabó la guerra.
Como hombre de negocios, decía el
artículo, Hoffman fue un ejecutivo muy conocido y muy
respetado, y su capacidad para dirigir y motivar a la gente
llegó a ser legendaria en los círculos
empresariales. Se le acabó conociendo como un genio del
cambio, por su habilidad para coger empresas al borde
del colapso y transformarlas en empresas saneadas y con futuro.
Era también un autor consumado, gracias a un solo librillo
de unas cien páginas titulado La gran paradoja: para
mandar hay que servir, que se mantuvo tres años en la
lista de best-sellers del New York Times, y cinco en la de
best-sellers sobre dinero de la
revista USA Today.
El mayor éxito de Hoffman en el área
empresarial fue que consiguió resucitar una
corporación gigantesca, la entonces moribunda Southeast
Air. A pesar de una facturación anual de más de
5.000 millones de dólares, la Southeast era el
hazmerreír de las compañías aéreas
por su pésima calidad y
servicio y por el desánimo de sus empleados. Muchos
expertos financieros estaban convencidos de que la quiebra era
inminente y la suspensión de pagos inevitable. La
compañía había conseguido perder 1.500
millones de dólares en los cinco años anteriores a
que Hoffman se hiciera cargo de ella como presidente
ejecutivo.
Contra todo pronóstico, Hoffman consiguió
re flotar la Southeast en sólo tres años. La
satisfacción de los clientes
creció a la par que la puntualidad de las llegadas, y
llevó a la empresa, de los últimos puestos que
ocupaba en el sector, a un sólido segundo lugar en todos
los aspectos.
En el artículo entrevistaban a varias personas
que habían trabajado o estaban trabajando para Hoffman, a
colegas de la empresa y compañeros de armas, y a
algunos amigos. Los había que hablaban sin reparos del
afecto y el aprecio que le tenían. Algunos le consideraban
un hombre profundamente espiritual aunque no particularmente
religioso. Otros le consideraban un hombre de gran integridad,
con rasgos de carácter muy evolucionados «que no
son de este mundo». Todos hablaban de la alegría de
vivir que parecía embargarle. El autor del artículo
de Fortune llegaba incluso a insinuar que Len Hoffman
parecía haber «dado con la clave para una vida
afortunada» pero no daba más
explicaciones.
El último artículo que encontré en
Internet había sido publicado en Fortune, a finales
de la década de 1980, y completaba el anterior. Al parecer
Hoffman, con sesenta y tantos años y en el cenit de su
carrera, de pronto dimitió y desapareció. Su mujer
había fallecido repentinamente de un aneurisma cerebral a
los cuarenta años, un año antes de que él
dimitiera, y muchos pensaron que fue este acontecimiento el que
provocó la desaparición de Hoffman. El breve
artículo concluía diciendo que la
desaparición de Hoffman era un misterio, pero que
corrían rumo—
res sobre su adscripción a algún tipo de
secta o culto secreto. Ninguno de sus cinco hijos, todos ya
casados y con descendencia, había informado sobre su
paradero; se habían limitado a decir que estaba feliz y en
buena salud y que deseaba que se le dejara en paz.
Después de la misa de las siete treinta,
tenía algo de frío y decidí volver a mi
habitación para ponerme un jersey antes del desayuno. Al
entrar, oí que alguien andaba en el minúsculo
cuarto de aseo, así que grité:
—¿Cómo va todo, Lee? —No soy
Lee —me respondieron—. Estoy aquí intentando
arreglar esta taza que pierde agua.
Asomé la cabeza en el cuarto de baño y me
encontré con un monje ya mayor, a cuatro patas en su
hábito negro, que trataba de ajustar una de las
tuberías del váter con una llave inglesa. Se
incorporó lentamente y me encontré frente a un
hombre que le sacaba al menos medio palmo a mi metro ochenta. Se
secó la mano con un trapo antes de
dármela.
—Hola, soy el hermano Simeón. Encantado de
conocerte John.
Reconocí a un envejecido Len Hoffman por la foto
de Internet, con la cara cruzada de arrugas, los pómulos
bien dibujados, la nariz y la barbilla prominentes y el pelo
blanco no muy corto. Parecía estar en plena forma,
tenía las mejillas sonrosadas y un cuerpo fuerte y enjuto.
Pero lo que más me sorprendió fueron sus ojos; unos
ojos muy azules, de mirada limpia y penetrante. Nunca
había mirado a otro par de ojos más compasivos y
receptivos que aquellos. Simeón presentaba además
una paradójica apariencia de juventud y
ancianidad. Por sus canas y sus arrugas quedaba claro a primera
vista que era un hombre mayor, pero sus ojos brillantes
transmitían un espíritu y una energía que yo
sólo había percibido en los niños.
Sentí que mi mano se perdía en su enorme y
poderosa mano Y me encontré de pronto mirándome los
zapatos sin saber qué hacer. No era para menos, ahí
estaba una leyenda viva de los negocios, un hombre que en el
cenit de su carrera no ganaba menos de una cifra de siete
números en dólares al año…
¡arreglándome la taza del
váter!
—Hola, me llamo John Daily… es un placer
conocerle, señor —me presenté
humildemente.
—Ah, sí, John. El padre Peter
mencionó que querías hablar conmigo en
este…
—Sólo en el caso de que encuentre usted un
momento, por supuesto. Entiendo que debe ser usted un hombre muy
ocupado.
Me preguntó con verdadero interés:
—¿Cuándo quieres que nos reunamos, John?
Podría tal vez sugerir…
—Si no es mucho pedir, señor, me
gustaría poder pasar un rato todos los días con
usted, mientras dure mi estancia. Tal vez pudiéramos
desayunar juntos o algo así. Verá,
últimamente no se me dan muy bien las cosas y creo que me
vendrían bien algunos consejos. Además está
también lo del sueño ese y algunas otras
coincidencias bastante raras que querría
contarle.
¡No podía dar crédito a mis propias
palabras! Yo —Don Todo—lo—controlo, Don
Compostura en persona—, ¿yo contándole a otro
hombre que lo estaba pasando mal y que necesitaba consejos? Yo
mismo me había dejado estupefacto, ¿o sería
Simeón? No había pasado ni medio minuto en
compañía de aquel hombre y ya había bajado
la guardia.
—Déjame ver qué puedo hacer, John.
Verás, los monjes comen juntos en la parte del claustro y
necesitaría un permiso especial para reunirme contigo.
Nuestro abad, el hermano James, suele ser muy razonable ante este
tipo de demandas. Mientras consigo el permiso, ¿qué
te parece si nos encontramos a las cinco de la mañana
antes del primer servicio? Creo que tendríamos tiempo
de…
—Estaría encantado —dije
interrumpiéndole de nuevo, aunque lo de las cinco de la
mañana me parecía más bien
excesivo.
—Pero de momento tengo que acabar con esto si no
quiero llegar tarde al desayuno. Te veo en clase a las nueve en
punto.
—Nos vemos entonces allí, señor
—dije, retrocediendo torpemente de espaldas hasta salir del
baño. Agarré mi jersey y me dirigí a
desayunar, pero me sentía algo aturdido.
Ese primer domingo por la mañana llegué a
la sesión cinco minutos antes de la hora y me
agradó ver el aula, de mediano tamaño, moderna y
confortable. Había dos paredes cubiertas por unas
estanterías soberbiamente talladas, un trabajo de
ebanistería digno de un maestro artesano. En el lado oeste
de la habitación, que daba al lago Michigan, había
una impresionante chimenea de piedra, en la que ardían
unos fragantes leños de abedul. El suelo estaba cubierto
por una moqueta barata, pero bien cuidada, que contribuía
al confort de la habitación. Había dos viejos
sofás de aspecto confortable, un diván y un par de
sillas dé madera de respaldo duro (afortunadamente con
cojines), todo ello dispuesto en círculo cerrado, de forma
que era imposible decir cuál era la parte delantera de la
clase.
Cuando llegué, el profesor,
Simeón, se hallaba de pie mirando por la ventana hacia el
lago, con aspecto de estar sumido en sus pensamientos. Los otros
cinco participantes estaban ya sentados en el círculo y
fui a sentarme en uno de los sofás al lado de mi
compañero de habitación. Mi reloj sonó justo
en el momento en que el gran reloj de la esquina daba las nueve.
Apagué rápidamente la alarma al tiempo que
Simeón cogía una de las sillas de madera y la
acercaba a nuestro pequeño grupo.
—Buenos días. Soy el hermano Simeón.
En los próximos siete días voy a tener el
privilegio de compartir algunos de los principios del liderazgo
que cambiaron mi vida. Quiero que sepáis que estoy
impresionado por la sabiduría colectiva que hay reunida en
esta habitación y que estoy ansioso por lo que puedo
aprender de ella. Pensadlo bien. Si tuviéramos que echar
la cuenta de los años de experiencia en el liderazgo
reunidos en este círculo, ¿cuántos
creéis que saldrían? Probablemente uno o dos
siglos, ¿verdad? Así pues vamos a aprender mucho
unos de otros porque, de veras, para ser sincero, yo no tengo
respuesta para todo. Pero estoy firmemente convencido de que
entre todos sabemos mucho más de lo que puede saber uno
solo, y entre todos vamos a conseguir hacer algunos progresos
esta semana. ¿Estáis por la labor?
Todos asentimos educadamente con la cabeza, pero yo
pensaba «sí, seguro que Len Hoffman podría
aprender mucho de mí en materia de
liderazgo!».
El profesor nos pidió a los seis que nos
presentáramos con una breve biografía y que
diéramos las razones que nos habían llevado a
asistir al retiro.
Mi compañero de habitación, el pastor Lee,
fue el primero en presentarse, seguido por Greg, un sargento de
instrucción del Ejército de los Estados Unidos
bastante gallito. Theresa, una hispana, directora de una escuela
pública del sur del estado fue la siguiente en hablar,
y luego le tocó a Chris, una mujer de color alta y
atractiva que era entrenadora del equipo femenino de baloncesto de
la Universidad Estatal de Michigan. Antes de mi
intervención se presentó una mujer llamada Kim, y
empezó a contamos algo sobre ella, pero no le
presté atención. Estaba demasiado ocupado pensando
en qué iba a decir sobre mí mismo cuando me llegara
el turno.
Nada más acabar ella, el profesor me miró
y dijo: —John, antes de que empieces, quisiera pedirte que
nos hicieras un resumen sobre las razones de Kim para asistir a
este retiro.
Me quedé helado y me di cuenta de que me estaba
poniendo como un tomate.
¿Cómo iba a salir de aquel atolladero? La verdad es
que no había oído una
sola palabra de la presentación de Kim.
—Lamento tener que confesar que no me he enterado
mucho de lo que ha dicho —murmuré, con la cabeza
gacha—. Te ruego que me disculpes, Kim.
—Gracias por ser tan sincero, John
—respondió el profesor—. Escuchar es uno de
las capacidades más importantes que un líder puede
decidir desarrollar. Vamos a dedicar bastante tiempo a hablar del
tema esta semana.
—Prometo hacerlo mejor —dije yo.
Después de mi breve presentación el
profesor dijo: —Sólo hay una regla para esta semana
que vamos a compartir: si en algún momento sentís
ganas de hablar, quiero que me prometáis que lo
haréis.
—¿Qué es eso de «si
sentís ganas de hablar»? —preguntó el
sargento con tono escéptico.
—Creo que lo sabrás cuando te suceda, Greg.
Suele ser una sensación que le hace a uno rebullirse en el
asiento, que hace que el corazón
nos vaya más aprisa o que nos empiecen a sudar las manos.
Es esa sensación que tenemos cuando pensamos que podemos
contribuir en algo. No perdáis ocasión de potenciar
esta sensación durante esta semana, aunque penséis
que al grupo puede no hacerle gracia oír lo que
tenéis que decir, aunque no os apetezca decirlo. Si
sentís ganas, hablad. Lo contrario es igualmente
válido. Si no sentís ganas de hablar, probablemente
es mejor que no habléis, así dais ocasión a
otro de hacerlo. Confiad en mí, ya lo entenderéis
más adelante. ¿De acuerdo entonces?
—Asentimos de nuevo educadamente, y el profesor
continuó—: Todos vosotros estáis en puestos
de liderazgo y tenéis gente a vuestro cargo. Durante esta
semana me gustaría plantearos un reto que consiste en que
iniciéis una reflexión sobre la abrumadora
responsabilidad que habéis adquirido al elegir ser
líderes. Porque, efectivamente, cada uno de vosotros ha
elegido voluntariamente ser papá, mamá, esposa,
jefe, entrenador, profesor, o lo que sea. Nadie os ha obligado a
adoptar estos papeles y tenéis la libertad de
dejarlos en el momento que queráis. En el ámbito
laboral, por ejemplo, los empleados pasan casi la mitad del
tiempo en que están despiertos trabajando y viviendo en el
ambiente que
vosotros, como líderes, habéis creado. Cuando yo
estaba en el mundo del trabajo me dejaba estupefacto la
indiferencia, incluso la frivolidad de la gente ante esta
responsabilidad. Es mucho lo que está en juego y la
gente cuenta con uno. El papel de líder es una
vocación de lo más alto.
Empecé a sentirme incómodo. La verdad es
que nunca me había parado a considerar las repercusiones
que yo podía tener en las vidas de aquellos a quienes
dirigía. Pero tanto como «una vocación de lo
más alto»… No estaba muy convencido. El profesor
continuó:
—Los principios sobre liderazgo de los que os voy
a hacer partícipes, ni son nuevos, ni son cosa mía.
Son tan antiguos como las Sagradas Escrituras y a la vez tan
nuevos y frescos como este amanecer. Son principios aplicables a
todos y cada uno de los roles de líderes en los que
tenéis el privilegio de servir. Os conviene saber, por si
no os habíais dado cuenta ya, que vuestra presencia hoy en
esta habitación no es mera casualidad. Estáis
aquí con un propósito y espero que podáis
descubrirlo en el tiempo que vamos a pasar juntos esta
semana.
Mientras el profesor hablaba, yo no podía dejar
de pensar en las «coincidencias con Simeón»,
en las palabras de Rachael y en la serie de acontecimientos que
me habían llevado hasta allí.
—Hoy tengo buenas y malas noticias para
vosotros —continuó Simeón—. Las buenas
son que voy a pasarme siete días dándoos las claves
del liderazgo. Como todos vosotros servís como
líderes, confío en que eso os parecerá una
buena noticia. Recordad que siempre que dos o más personas
se reúnen con un propósito, hay una oportunidad de
liderazgo. Las malas noticias son que cada uno de vosotros va a
tener que tomar decisiones personales respecto a la
aplicación de esos principios a su vida. El tener
influencia sobre los otros, el verdadero liderazgo, está
al alcance de cualquiera, pero requiere un tremendo esfuerzo
personal. Desgraciadamente, muchos de los que ocupan puestos de
liderazgo lo rehuyen.
Mi compañero de habitación, el pastor,
levantó la mano para hablar y el profesor le hizo una
seña con la cabeza.
—Advierto que usas mucho los términos
«líder» y «liderazgo», y pareces
evitar «gerente»
y «gestión». ¿Hay alguna
razón para ello?
—Buena observación, Lee. La gestión no es
algo que hagas con la gente. Puedes gestionar tu inventario, tu
talonario de cheques, tus
recursos. Pero no gestionas otros seres humanos. Se gestionan
cosas, se lidera a la gente.
El hermano Simeón se levantó, se
dirigió a la pizarra y escribió
«Liderazgo» arriba del todo y nos pidió que le
ayudáramos a dar una definición de esa palabra.
Tardamos unos veinte minutos en llegar a una definición
consensuada:
Liderazgo —El arte de influir
sobre la gente para que trabaje con entusiasmo en la
consecución de objetivos en pro del bien
común.
De vuelta a su asiento el profesor comentó:
—Una de las palabras clave es «arte»,'hemos
definido el liderazgo como un arte, y yo he tenido ocasión
de ver que así es. Un arte es simplemente una destreza
aprendida o adquirida. Yo mantengo que el liderazgo, el
influenciar a los otros, consiste en una serie de destrezas que
cualquiera puede aprender y desarrollar si une al deseo apropiado
las acciones
apropiadas. La segunda palabra clave de nuestra definición
es «influir». Si el liderazgo tiene que ver con
influir sobre los otros, ¿cómo conseguiremos
desarrollar esta influencia sobre los demás?
¿Cómo conseguiremos que la gente haga nuestra
voluntad? ¿Cómo conseguiremos sus ideas, su
compromiso, su excelencia, que son, por definición, dones
voluntarios?
—En otras palabras
—interrumpí—, ¿cómo puede
conseguir el líder que se involucren también
mentalmente, y no según la vieja mentalidad de «no
nos interesa lo que puedas pensar». ¿Te refieres a
eso, Simeón?
—Exactamente, John —respondió
Simeón—. Uno de los fundadores de la sociología, Max Weber,
escribió hace muchos años un libro llamado Sobre
la teoría
de las ciencias
sociales. En este libro, Weber articula
las diferencias entre poder y autoridad, y las definiciones que
da son todavía perfectamente válidas. Voy a
intentar reproducirlas lo mejor posible. —Volvió a
la pizarra y escribió:
Poder —La capacidad de forzar o coaccionar a
alguien, para que éste, aunque preferiría no
hacerla, haga tu voluntad debido a tu posición o tu
fuerza.
—Todos sabemos lo que es el poder, ¿verdad?
El mundo está lleno de poderosos. «O lo haces o te
echo a la calle.» «O lo hacen o les
bombardeamos.» «O lo haces o te doy una
paliza.» «O lo haces o te arresto dos
semanas»… ¡No hay más que poner «o lo
haces o lo que sea»! ¿Todo el mundo está de
acuerdo con esta definición?
Todos asentimos con la cabeza. Simeón se
volvió otra vez a la pizarra y escribió:
Autoridad —El arte de conseguir que la gente haga
voluntariamente lo que tú quieres debido a tu influencia
personal.
—Bueno, esto ya es otra cosa, ¿verdad? La
autoridad consiste en conseguir que la gente haga tu voluntad
voluntariamente, porque tú les has pedido que lo hagan.
«Lo haré porque Bill me ha pedido que lo haga, yo
por Bill haría cualquier cosa» o «lo
haré porque mami me ha pedido que lo haga». Y fijaos
que el poder se define como una capacidad, mientras que la
autoridad se define como un arte. Ejercer el poder no exige
inteligencia
ni valor. Los niños de dos años acostumbran a
gritar órdenes a sus padres y a sus animalitos de
compañía. Ha habido muchos gobernantes viles y
estúpidos a lo largo de la historia. En cambio, conseguir
tener autoridad sobre la gente requiere una serie de destrezas
especiales.
——.,—Por lo que yo entiendo
—dijo la entrenadora—, estás
diciéndonos que se puede estar en una posición de
poder y no tener autoridad sobre la gente. Y, a la inversa, se
puede tener autoridad sobre la gente y no estar en una
posición de poder. Así pues, ¿el objetivo
sería estar en el poder y, además, tener autoridad
sobre la gente?
—¡Lo has expresado perfectamente, Chris!
Podemos también ver la diferencia entre poder y autoridad
porque el poder se puede comprar y vender, se puede dar y quitar.
Puedes tener poder por el hecho de ser el cuñado o el
amiguete de alguien, o por haber heredado dinero o poder. Esto no
vale para la autoridad. La autoridad tiene que ver con lo que
tú eres como persona, con tu carácter y con la
influencia que has ido forjando sobre la gente.
—Eso puede que valga para la iglesia o la familia,
¡pero no funciona nunca en el mundo real!
—afirmó el sargento.
Simeón se dirigía casi siempre a la gente
por su nombre de pila:
—Vamos a ver si eso que dices es realmente
así, Greg. En casa, por ejemplo, ¿queremos que
nuestra esposa e hijos respondan a nuestro poder o a nuestra
autoridad?
—A nuestra autoridad, claro está
—intervino la directora de escuela.
—¿Y por qué te parece tan claro,
Theresa? —replicó inmediatamente el profesor—.
¿Bastaría con el poder, no? «Hijo, ¡O
sacas la basura, o te
doy unos azotes!» ¿Qué, a que seguro que esa
noche se llevarían la basura?
Kim, que, según me enteré la segunda vez
que me lo dijo, era enfermera jefe del hospital maternal
Providence en el sur del estado, intervino diciendo:
—Sí, pero ¿cuánto
duraría esa situación? ¡Porque en cuanto el
chico crezca se defenderá!
—Exactamente, Kim, porque el poder desgasta las
relaciones. Se puede estar una temporada en el poder, incluso se
pueden llevar a cabo unos cuantos proyectos, pero a
la larga, el poder llega a deteriorar seriamente las relaciones.
El fenómeno habitual con los adolescentes,
lo que llamamos rebeldía, responde en muchos casos al
hecho de que han estado demasiado tiempo «sometidos al
poder» en casa. Lo mismo ocurre en la empresa. El
descontento de los empleados es con frecuencia una
«rebeldía» encubierta.
De repente me empecé a sentir fatal recordando el
comportamiento
de mi hijo y el pulso con el sindicato en
la fábrica.
—Por supuesto —siguió diciendo el
profesor—, mucha gente sensata estará de acuerdo en
que es importante mandar con autoridad en casa. Pero,
¿qué hay de las organizaciones voluntarias? Lee,
tú que eres párroco supongo que tienes que lidiar
con un montón de voluntarios, ¿no es
así?
—Desde luego —contestó el pastor.
—y según tú, ¿esos voluntarios
responden mejor al poder o a la autoridad?
El pastor dijo riéndose: —¡No creo
que nos fueran a durar mucho los voluntarios si tratáramos
de utilizar el poder con ellos!
—Desde luego que no —continuó
Simeón—. Porque sólo están dispuestos
a trabajar como voluntarios en una organización que
satisface sus necesidades. Veamos qué pasa en la empresa;
¿tratamos también con voluntarios en el mundo de
los negocios?
Tuve que pararme a pensarlo un momento. Mi primera
respuesta fue «por supuesto que no son voluntarios»,
pero Simeón me hizo reconsiderar mi postura.
—Piénsalo un poco. Podemos contratar sus
manos, sus brazos, sus piernas y sus espaldas, y el mercado nos
ayuda a determinar la tarifa. Pero, ¿no son también
voluntarios en el sentido más estricto del término?
¿Acaso no tienen libertad para irse? ¿No pueden
irse a la empresa de enfrente por cinco centavos más por
hora?, ¿o incluso por cinco centavos menos, caso de que
realmente no les gustemos nada? Por supuesto que pueden. y
¿qué hay de su corazón, de su mente, de su
compromiso, de su creatividad,
de sus ideas? Todo eso no puede exigirse, sólo ofrecerse
voluntariamente. ¿O es que se pueden ordenar o exigir
cosas como el compromiso, la excelencia o la
creatividad?
La entrenadora objetó: —Simeón, creo
que vives en un mundo irreal. ¡Si no se ejerce el poder, la
gente no te respeta!
—Puede ser, Chris. No quiero que creáis que
soy un lunático, sé perfectamente que hay ocasiones
en que uno tiene que ejercer el poder. Porque no queda más
remedio que echar mano de los medios de
educación
más tradicionales en casa, o porque hay que despedir a un
empleado desastroso, hay veces en que necesitamos recurrir al
poder. Lo que os estoy sugiriendo es que cuando no queda
más remedio que ejercer el poder, el líder debe
dejar claro por qué se ha visto obligado a ello y es que
si hay que recurrir al ejercicio del poder es porque ha fallado
nuestra autoridad. O peor aún, ¡puede que, para
empezar, no tuviéramos ninguna autoridad!
—Pero la gente sólo responde al poder
—insistió el sargento.
—Eso puede haber sido cierto en alguna
época, Greg —asintió el profesor—. Pero
hoy en día la respuesta de la gente al poder ha cambiado
mucho. Piensa por todo lo que ha pasado este país en los
últimos treinta años. Hemos vivido la década
de 1960, hemos visto cómo se ponían en tela de
juicio el poder y las instituciones.
Hemos sido testigos de abusos de poder por parte del gobierno:
Watergate, Irangate, Whitewatergate, en fin, todos los
«gate» que se te ocurran. Ha habido varios casos de
importantes prebostes de la iglesia mezclados en
escándalos tan escabrosos como vergonzosos. Hemos pillado
a los militares mintiéndonos sobre My Lai, el Agente
Naranja, y no está claro si también mienten en lo
del Síndrome de la Guerra del Golfo. Los medios de
comunicación y Hollywood nos han presentado a grandes
líderes del mundo empresarial como insaciables
depredadores del medio
ambiente, malhechores que no merecen ninguna confianza. Creo
que nunca ha habido tanto escepticismo como hoy en
relación con la gente que ocupa posiciones de
poder.
Intervino el pastor: —La semana pasada leí
en USA Today que hace treinta años tres de cada
cuatro ciudadanos decían confiar en el gobierno. Hoy en
día las estadísticas hablan de uno de cada cuatro.
Me parece bastante significativo.
—Todo esto está muy bien en teoría
—volvió a objetar la entrenadora—. Pero si,
según dices, la autoridad y la influencia son la manera de
conseguir que la gente haga lo que tiene que hacer,
¿cómo puedes conseguir forjarte esa autoridad,
teniendo en cuenta la diversidad de gente con la que tenemos que
lidiar hoy en día?
—Paciencia, Chris, paciencia
—respondió riéndose el profesor—. Ahora
llegamos a ello.
El sargento echó una ojeada al reloj y
pidió la palabra: —Simeón, tengo ganas de
hablar, así que como buen alumno que soy voy a hacerlo.
¿Podemos dar por terminada la sesión de la
mañana?, necesito ir al servicio.
…
Nos servían tres sustanciosas comidas diarias:
desayuno a las ocho quince (tras la misa de la mañana),
comida a las doce treinta (tras el oficio de nona), y cena a las
seis de la tarde (tras vísperas). La comida era sana,
simplemente condimentada y deliciosa, y la servía un monje
simpático y muy servicial, el hermano Andrew.
Para mi sorpresa, conseguí asistir a todos y cada
uno de los cinco servicios diarios durante mi estancia en el
monasterio. Todos los días empezaban con los maitines a
las cinco treinta, seguía la misa a las siete treinta,
luego el oficio de mediodía, las vísperas a las
siete treinta y las completas se rezaban a las ocho treinta. Los
oficios solían durar entre veinte y treinta minutos, y
todos eran ligeramente distintos según la hora. Al
principio me parecieron bastante monótonos, pero
según iba pasando la semana me sorprendí a
mí mismo deseando que llegara la hora del siguiente. Los
oficios conseguían centrarme, me regulaban el día y
me otorgaban tiempo para reflexionar, algo que hacía
años que no practicaba demasiado.
Mi compañero de habitación y yo nos
llevábamos bien. Descubrí que Lee era una persona
muy abierta, sin demasiadas pretensiones, a diferencia de muchas
personas religiosas que yo había conocido. Aunque no
pasábamos mucho tiempo juntos, solíamos cambiar
impresiones antes de retiramos, al final de cada jornada. De
todas formas, generalmente estábamos tan cansados del
madrugón y de las actividades cotidianas que nos
quedábamos dormidos en seguida. En conjunto era un
compañero de habitación ideal.
Como era de esperar, cada uno de los seis participantes
del retiro teníamos distinta procedencia; nuestro
denominador común era el hecho de que cada uno de nosotros
tenía un puesto de liderazgo en nuestras respectivas
organizaciones. Todos teníamos gente a nuestro
cargo.
El día estaba organizado en torno a los cinco
oficios, las tres comidas y las cuatro horas de clase, con alguna
pequeña pausa. El resto del tiempo solíamos
dedicarlo a la lectura, la
conversación, los paseos por aquellos espléndidos
parajes, o a bajar los 243 escalones que llevaban hasta el
maravilloso lago Michigan, para dar una vuelta por la
playa.
Durante la sesión de la tarde, el profesor nos
pidió que nos pusiéramos por parejas. Kim me
sonrió y me senté con ella, esta vez dispuesto a
escucharla.
—Vamos a intentar completar un poco esta idea de
forjar autoridad, o influencia, si preferís, en los
demás. Quiero que cada uno de vosotros piense en una
persona que, en algún momento de vuestra vida, haya tenido
sobre vosotros una autoridad, de acuerdo con la definición
que dimos esta mañana. Puede ser un profesor, un
entrenador, una esposa, un jefe…, da lo mismo. Pensad en
alguien que haya sido una autoridad en vuestra vida, alguien por
quien estaríais dispuestos a hacer cualquier cosa
—pensé de inmediato en mi querida madre, que
había muerto diez años antes—.
—Luego —continuó
Simeón—, me gustaría que hicierais con
vuestra pareja una lista de las cualidades de esa persona.
Escribidlas según se os vayan ocurriendo, como la lista de
la compra, y luego juntad las dos listas. A continuación
quiero que cada equipo reduzca a tres, máximo cinco, las
cualidades que os parecen esenciales para desarrollar autoridad
sobre la gente, sobre la base de esa experiencia
personal.
El ejercicio me resultó fácil porque mi
madre ha tenido gran influencia en mi vida, y me habría
hecho realmente feliz haber podido hacer lo que fuera por ella,
pero desgraciadamente ya no era posible. Escribí
rápidamente: «paciente, comprometida,
cariñosa, atenta, digna de confianza» y le
pasé la hoja a Kim. Me sorprendió descubrir que la
lista de Kim era muy parecida a la mía. Su elección
había recaído sobre un antiguo profesor de
instituto que había tenido mucha influencia en su
vida.
Simeón se acercó a la pizarra y
pidió a cada grupo su lista. Otra vez me quedé
estupefacto de la similitud que presentaban las listas de los
diferentes equipos. Las diez respuestas más recurrentes
eran:
Honrado, digno de confianza
Ejemplar
Pendiente de los demás
Comprometido
Atento
Exige responsabilidad a la gente
Trata a la gente con respeto
Anima a la gente
Actitud positiva, entusiasta
Aprecia a la gente
Simeón se volvió de espaldas a la pizarra
y comentó: —Una lista estupenda, estupenda.
Volveremos sobre ella más adelante a lo largo de la semana
y la compararemos con otra que muchos de vosotros
conocéis. Pero, de momento, tengo dos preguntas que
haceros sobre vuestra lista. La primera es:
¿cuántas de estas características, que a
vuestro juicio son esenciales para mandar con autoridad, son
innatas?
Todos dedicamos un momento a mirar la lista con
atención hasta que Kim dijo escuetamente:
—Ninguna. —Yo no estoy tan seguro
—objetó el sargento—. La actitud
positiva, entusiasta, la capacidad de apreciar son probablemente
innatas. Yo nunca he sido ese tipo de persona, ni tengo especial
interés en serlo.
—¿Ah, no? Pues puede que cambiaras de idea
por 25.000 dólares —replicó el
pastor.
—¿A qué viene eso, predicador?
—Supón que te digo que te doy una prima de 25.000
dólares si, de aquí a seis meses, muestras una
actitud más positiva, de mayor entusiasmo y aprecio hacia
la tropa. La pregunta que te hago es la siguiente, Greg:
¿veríamos aumentar por tu parte «el
peloteo» hacia la tropa, o no?
El sargento asintió, con la cabeza tan gacha que
casi le llegaba a las deportivas, y dijo:
—Entiendo tu punto de vista, Lee. Simeón
salió al quite diciendo:
—Todas esas características que
habéis dado son comportamientos; y el comportamiento es
materia de elección. Vamos con la segunda pregunta:
¿cuántas de estas características, de estos
comportamientos, practicáis normalmente?
—Todas ellas —respondió la directora
de escuela—. En mayor o menor medida las practicamos todas.
Algunas mejor que otras, y algunas casi nada. Por muy mal que se
le dé a uno escuchar, alguna vez no queda más
remedio que hacerlo; y el más sinvergüenza puede ser
un honrado padre de familia.
—Fantástico, Theresa —dijo el
profesor sonriendo——. Estos rasgos de carácter
se desarrollan muchas veces a una edad temprana y se convierten
en comportamientos habituales. Algunos de nuestros
hábitos, de nuestros rasgos de carácter, siguen
madurando, evolucionan hasta niveles superiores, mientras que
otros no cambian prácticamente nada desde la adolescencia.
El reto para el líder consiste en identificar aquellos
rasgos en los que necesita trabajar y en aplicarles el reto de
los 25.000 dólares de Lee. Es un reto que tenemos que
aceptar para cambiar nuestros hábitos, nuestro
carácter, nuestra naturaleza.
Yeso requiere un gran esfuerzo.
—Nadie puede cambiar su naturaleza —dijo el
sargento en tono desafiante. "'
—No cambies de canal, Greg, volvemos en seguida:
—replicó el profesor con un guiño.
…
Después de la pausa de la comida, dedicamos el
resto del día a discutir la importancia de las relaciones
humanas.
Empezó el profesor: —Dicho en
términos sencillos, el liderazgo consiste en conseguir que
la gente haga una serie de cosas. Cuando trabajamos con gente,
cuando queremos conseguir que la gente haga cosas, nos
encontramos siempre con dos dinámicas: la tarea y la
relación humana. Es fácil que los líderes
desequilibren la balanza en favor de una de las dinámicas,
y claro está, en detrimento de la otra. Por ejemplo, si
nos centramos sólo en que se lleve a cabo la tarea y
descuidamos la relación, ¿qué
síntomas van a aparecer?
—¡Huy, qué fácil!
—respondió la enfermera—. Para detectar a los
más tiranos en el hospital no hay más que fijarse
en quién tiene más movimiento de
personal en su área. Nadie quiere trabajar para
ellos.
—Exacto, Kim. Si nos centramos sólo en la
tarea y no en la relación humana, nos encontramos con
cambios permanentes de personal, rebeldía, falta de
calidad, bajo nivel de compromiso, bajo nivel de confianza y
otros síntomas igualmente indeseables.
—Sí, sí —me encontré
diciendo—; hace poco en mi empresa tuvimos que pararle los
pies al sindicato, tal vez porque nos habíamos centrado
demasiado en la tarea. Lo único que me importaba era el
resultado final, y las relaciones humanas probablemente se
resintieron de ello.
—¡Pero la tarea es importante!
—señaló el sargento—. No creo que
ninguno de nosotros dure mucho en su trabajo si no consigue que
se haga lo que hay que hacer.
—Eso es absolutamente cierto, Greg
—asintió Simeón—. Si el líder no
consigue que se lleven a cabo las tareas asignadas, y sólo
se ocupa de la relación humana, puede que sea estupendo
como canguro, pero desde luego no será lo que se dice un
líder. Por lo tanto, la clave del liderazgo es llevar a
cabo las tareas asignadas fomentando las relaciones
humanas.
Se me ocurrió una idea que quise poner en
común. —Yo pienso que es posible que esto
esté cambiando un poco, pero muchos, por no decir la
mayoría de la gente que asciende hoy en día a
puestos de liderazgo, llega a ellos por sus capacidades técnicas o
relacionadas con el trabajo. Es
una trampa muy habitual en la que he reparado muchas veces a lo
largo de mi carrera. Promovemos a nuestro mejor conductor de
carretillas elevadoras al puesto de supervisor, y de paso creamos
dos problemas nuevos: ¡perdemos a nuestro mejor conductor y
nos encontramos con un supervisor infame! Así que debido a
esta perniciosa tendencia, los que se encuentran en la
mayoría de los puestos de liderazgo son probablemente en
su mayoría gente orientada hacia la técnica o la
tarea.
—Bien puede ser que estés en lo cierto,
John —replicó el profesor—. Antes dijimos que
el poder puede acabar con las relaciones humanas. Ahora la
pregunta que tenemos que planteamos es la siguiente: ¿son
importantes las relaciones humanas en vuestro ámbito de
liderazgo? Me ha llevado prácticamente toda la vida el
aprender que la gran verdad de todo en esta vida son las
relaciones, las relaciones con Dios, con uno mismo y con los
demás. y esto es especialmente cierto en los negocios,
porque si no hay gente, no hay negocio. Las familias que
funcionan, los equipos que funcionan, las iglesias que funcionan,
los negocios que funcionan, todos tienen que ver con relaciones
humanas que funcionan. Los grandes líderes de verdad
poseen el arte de construir relaciones que funcionan.
—¿Podrías ser más concreto,
Simeón? —pidió la entrenadora—. Para
mí los negocios tienen que ver con ladrillos,
hormigón y máquinas.
¿A qué relaciones exacta mente te
refieres?
—Para tener un negocio que funcione y que
prospere, tienen que funcionar las relaciones con los A.C.E.P en
la
organización. Y no me estoy refiriendo a los Altos
Cargos de Empresa Pistonudos, precisamente. Me refiero a los
Accionistas (o Propietarios), a los Clientes, a los Empleados y a
los Proveedores.
Por ejemplo, si nuestros clientes se nos van, o se van a la
competencia,
tenemos un problema de relación. No estamos identificando
y satisfaciendo sus necesidades legítimas. y la :regla
número uno de todo negocio es que si no somos capaces de
satisfacer las necesidades de nuestros clientes, otros lo
harán.
Estas palabras me hicieron reaccionar: —Desde
luego, se acabó la época en que bastaba con hacerle
unas fiestas al cliente e
invitarle a comer para firmar el contrato. Ahora
lo importante es la calidad, el servicio y los precios.
El profesor asintió: —Eso es, John, se
trata de satisfacer sus legítimas necesidades. Y el mismo
principio vale para los empleados. La agitación obrera, el
malestar, las huelgas, la moral baja,
a falta de confianza y el bajo nivel de compromiso son meros
síntomas de un problema de relación. Las
legítimas .1ecesidades de los empleados no están
siendo satisfechas.
Recordé inmediatamente a mi jefe cuando me dijo
que a campaña sindicalista en la fábrica era un
problema de gestión y yo preferí no hacerle
caso.
—Voy a ir incluso más allá. Si no
satisfacemos las necesidades de los propietarios o de los
accionistas, también se verá la empresa en un serio
problema. Los accionistas tienen la legítima necesidad de
conseguir unos dividendos justos de su inversión, y si, como empresa, no
satisfacemos su necesidad, las relaciones con los accionistas no
van a ser precisamente buenas. Intervino el pastor:
—Eso es cierto, hermano Simeón… y si los
accionistas están contentos, no creo que vayamos a durar
mucho como empresa. Tuve ocasión de aprender esto de forma
bastante dolorosa hace muchos años, cuando era director
general de un gran centro turístico en Arizona. Todos nos
o pasábamos muy bien trabajando y no prestábamos
mucha atención a los resultados económicos, hasta
que se terminó la bonanza. Fui directamente de la cola del
paro al seminario.
El profesor siguió con su argumento. —El
mismo principio de relación es válido para nuestros
vendedores y proveedores, para los recursos financieros, y para
cualquier área o servicio en nuestra empresa. En resumen,
una relación de simbiosis que funcione con os clientes,
los empleados, los propietarios y los proveedores, es el seguro
para que un negocio funcione. Los verladeros líderes
entienden perfectamente este sencillo principio.
El sargento seguía sin convencerse:
—Pero, a fin de cuentas,
Simeón, ¿quieres que te diga lo que realmente hace
que la tropa, los empleados y todos los demás estén
contentos? La respuesta siempre es la misma: «la
pasta».
—Por supuesto que el dinero es
importante, Greg. Retén un cheque de paga
y verás si el dinero es importante. Sin embargo, en las
encuestas que
se han hecho en este país desde hace décadas, el
dinero ocupa sistemáticamente el cuarto o el quinto lugar
en la lista de lo que la gente espera de su empresa. El ser
tratados con
dignidad y
respeto, el ser capaces de contribuir al éxito de la
empresa, el sentirse parte de ella, siempre aparecen por encima
del dinero. Desgraciadamente, los líderes, en su
mayoría, han optado por no dar crédito a las
encuestas.
El pastor, que no paraba de rebullirse en la silla y que
a todas luces estaba deseando hablar, dijo finalmente:
—Pensemos en la institución del matrimonio
en este país; casi la mitad de esas asociaciones, que
podríamos definir como organizaciones, fracasan.
¿Sabéis cuál es la razón
número uno que se esgrime para explicar el fracaso?
¡Dinero y problemas financieros! Pero vamos,
¿quién de vosotros puede creérselo?
¡Eso es como decir que los pobres no pueden estar
felizmente casados! ¡Qué absurdo! He sido consejero
matrimonial durante años en mi oficio pastoral y puedo
asegurar os que todo el mundo le echa la culpa siempre al dinero
porque es algo tangible, a lo que se pueden agarrar. Pero la
raíz de estos problemas es siempre la pobreza de las
relaciones.
—Buen punto —salté yo—. En una
reciente reunión con los sindicatos en
nuestra fábrica todo el mundo insistía en que el
problema principal era el económico, hasta el punto de que
llegué a convencerme de que así era. Pero el asesor
de asuntos sindicales que contratamos para que nos ayudara ante
la campaña sindicalista no paraba de decirme que el
problema no era el dinero. Insistía en que se trataba de
un problema de relaciones, pero yo no le creí. Puede que
tuviera razón.
La directora de escuela preguntó:
—Simeón, si las relaciones humanas son tan
importantes en la empresa y en la vida, y en eso estoy de acuerdo
contigo, ¿cuál es, a tu juicio, el ingrediente
más importante para conseguir una relación que
funcione?
—Me alegro de que lo preguntes, Theresa
——contestó en el acto el profesor—. La
respuesta es muy sencilla: confianza. Sin confianza es
difícil, por no decir imposible, mantener una buena
relación. La confianza es lo que permite cimentar los
distintos elementos de una relación. Si no estás
muy segura de que esto sea así, por qué no te
preguntas cuántas buenas relaciones mantienes tú
con gente de la que no te fías ¿Te apetece salir a
cenar con esa gente un sábado por la noche? Sin unos
niveles básicos de confianza, los matrimonios se rompen,
las familias se descomponen, las empresas se arruinan, los
países se vienen abajo. Y la confianza llega cuando uno se
la merece. Hablaremos más del tema en esta
semana.
Estoy seguro de que, en esa primera lección de
aquel primer domingo de octubre, discutimos sobre muchas
más cosas, pero esos son los puntos que recuerdo con
más claridad. Me venían a la cabeza tantos
pensamientos y me embargaban tantas emociones a la
vez que me costó mucho trabajo mantener la atención
hasta el final del día. No dejaba de pensar en las
responsabilidades que había asumido: jefe, padre, marido,
entrenador… Y estas responsabilidades, unidas a mi estilo de
liderazgo de poder, me daban verdadero vértigo. Cuando me
derrumbé aquella noche sobre la cama me sentía
deprimido y absolutamente exhausto.
CAPÍTULO DOS
El paradigma
antiguo (*)
CAPÍTULO TRES
El modelo (*)
CAPÍTULO CUATRO
El verbo (*)
CAPÍTULO CINCO
El entorno (*)
CAPÍTULO SIETE
Los resultados
(*)
(*)Para ver el texto completo
seleccione la opción "Descargar" del menú
superior
Un viaje de tres mil leguas empieza con
un solo paso.
PROVERBIO CHINO
Los seis participantes del retiro comimos juntos por
última vez antes de decimos adiós. Corrieron muchas
lágrimas. Hasta el pastor y el sargento se abrazaban y
reían a carcajadas.
El sargento propuso que nos volviéramos a reunir
en un plazo exacto de seis meses, y todos prometimos asistir con
gran entusiasmo. Greg se ofreció también para hacer
de secretario del grupo y prometió que nos
informaría a todos de la fecha y el lugar de la
reunión. El mismo que tantos problemas había tenido
con el retiro era el que no quería que se
acabara.
Estaba empezando a ver con claridad que las cualidades
que más me irritaban en los otros, en gente como el
sargento, eran las que más aborrecía en mí
mismo. En Greg estaban sencillamente un poco más a la
vista, porque al menos él era auténtico y no se
engañaba a sí mismo. Uno de los muchos
propósitos que me había hecho esa semana era
engañarme un poco menos y esforzarme un poco por ser
auténtico con la gente. «Humildad» creo que
fue la palabra que empleó el profesor.
—Espero que Simeón pueda asistir a nuestra
reunión —apuntó la enfermera—. Greg, no
vayas a olvidarte de invitarle, ¿de acuerdo?
—Eso está hecho —prometió el
sargento—. Por cierto, ¿ha visto alguien a
Simeón? Realmente esperaba tener ocasión de
despedirme de él.
Di una vuelta buscando al profesor, pero parecía
haberse esfumado.
Cogí la bolsa de mi habitación y
salí a sentarme en el banco cercano al aparcamiento
arenoso. Sabía que Rachael asomaría en cualquier
momento, y me entró cierto pánico.
Tenía que despedirme de Simeón como
fuera.
Dejé la bolsa y fui hasta las escalinatas que
bajaba al lago Michigan. A lo lejos divisé una figura
humana y bajé las escaleras gritando:
«¡Simeón, Simeón!». Se
paró y se volvió hacia mí, que llegaba a la
carrera.
Nos quedamos uno frente a otro y nos dimos un abrazo de
despedida.
—No sé como agradecerte esta semana,
Simeón —murmuré azarado——. He
aprendido tantas cosas importantes… Espero ser capaz de poner
en práctica algo de lo que he aprendido cuando vuelva a
casa.
El profesor me dijo mirándome a los
ojos:
—Hace mucho tiempo, un hombre llamado Siro dijo
que de nada vale haber aprendido bien algo si no se hace bien. Lo
harás bien, John, estoy seguro.
Sus ojos me comunicaban que sabía que yo
lo haría bien, y aquello me dio esperanzas.
—Pero, ¿por dónde empiezo,
Simeón? —Empiezas con una elección.
.
Subí lentamente los 243 escalones y me
senté de nuevo en el banco, junto a mi bolsa, a esperar a
Rachael. Acababa de salir el último coche y los jardines
del monasterio se habían quedado desiertos y silenciosos.
Yo escuchaba crujir las hojas secas arrastradas por el
cálido viento de otoño que soplaba desde el lago.
Pronto me quedé abismado en mis pensamientos.
No sé cuánto tiempo pasó antes de
que el lejano sonido de un
coche que se acercaba me hiciera volver a la realidad. Pude ver
la nube de polvo que arrastraba nuestro Mercury Mountaineer
blanco mientras subía lentamente por la pista y giraba en
la arena del aparcamiento.
Me levanté lentamente y se me llenaron los ojos
de lágrimas al mirar por última vez el lago
Michigan. En mi fuero interno hice un
propósito.
Oí el golpe de la puerta de la furgoneta y me di
la vuelta para ver a una radiante Rachael corriendo hacia
mí. En aquel momento me pareció más hermosa
que nunca.
Se echó en mis brazos y la mantuve abrazada hasta
que ella deshizo el abrazo.
—¡Qué sorpresa!
—bromeó—. ¡No recordaba cuándo
fue la última vez que te solté yo primero! Me ha
encantado.
—Pues es sólo el primer paso de un nuevo
viaje —le contesté con orgullo.
FIN
Gastón Pozzo