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La Paradoja. Un relato sobre la verdadera esencia del liderazgo. Hunter, James




Enviado por gnpozzo



    1. Las
      definiciones
    2. El paradigma
      antiguo
    3. El modelo
    4. El verbo
    5. El
      entorno
    6. La
      elección
    7. Los
      resultados
    8. Epílogo

    Hunter, James C. , La paradoja: Un relato sobre la
    verdadera esencia del liderazgo
    , Empresa Activa,
    Barcelona 2001.

    di Ana Mª Hernández
    Fernández

      Estamos ante un libro que
    intenta hacernos recordar de modo sencillo, los principios
    universales gracias a los cuales podemos llegar a colaborar con
    los demás. Éstos serán: No hay autoridad sin
    respeto. El
    respeto no se funda en la imposición.

    • El respeto no se funda en el miedo.
    • El respeto se funda en: La integridad, la
      sinceridad y la empatía con los
      demás
    • No podemos cambiar a nadie, sólo podemos
      cambiar nosotros.
    • El trabajo lo
      hacen las personas, y no puede hacerse un buen trabajo sin
      cuidar de las relaciones
      humanas.

    James C. Hunter en un primer momento intenta mostrar que
    lo material no es lo más importante, ya que el
    protagonista de su historia es una persona con un
    alto poder
    adquisitivo, es un individuo que
    cree tenerlo todo: una bonita casa, un importante trabajo, un
    buen coche y una familia. Pero de
    repente empieza a cuestionarse todo ello, ya que su familia(el
    elemento no material, si no humano, comienza a desmoronarse.
    Además dentro de su empresa las cosas se tambalean,y se da
    cuenta de que existen fallos, fundamentalmente porque no hay a
    penas empatía. Los recursos
    humanos hacen aguas, y él se está quedando
    sólo. El protagonista decide cambiar, así que un
    buen día se levanta con la intención de hacerlo, y
    siguiendo a su instinto se pone en
    marcha.

    El camino es complicado, sobre todo porque no se
    está acostumbrado a dar, si no,más bien, a recibir.
    Hay que empezar a mirar en los ojos de los demás, y a
    escuchar sus palabras. No sólo a este importante ejecutivo
    le ocurren estas cosas, yo me atrevería a decir que nos ha
    sucedido o nos pasa a más de uno.

    Vivimos unos tiempos en los que la competitividad
    tan tremenda que hay en el mercado laboral hace que
    las personas vivamos a 100x hora, sin percatarnos de aquello que
    nos rodea, tanto sea positivo como negativo. Hoy en día el
    individualismo ha hecho mella, está presente, y nos
    ciega.

    Aunque resulte duro decirlo hay mucha gente que carece
    de inquietudes y sobre todo hay muchísima gente que no
    siente a los demás, que no tiene conciencia de que
    a su alrededor hay personas con diferentes ideas, con diferente
    vida, que lo puede estar pasando mal.Creo que tenemos miedo al
    dolor, a sufrirlo en nuestras propias carnes. Y "la paradoja" es
    un bello relato que nos muestra como todo
    esto puede cambiar,siempre que seamos conscientes de que podemos
    realizar cambios, y que deseemos llevarlos a cabo.Aquellos mandan
    o lideran deben de ser conscientes que no son dueños del
    poder que sustentan.
    No debemos confundir la autoridad con el poder y el respeto con
    el miedo, ya que esto suele conducir a unas relaciones tensas
    entre jefes y subordinados , causando causando verdaderos
    problemas en
    el centro de trabajo.

    Pero esto lo podemos trasladar a las familias y a
    cualquier tipo de organización.

    Hay que invertir la estructura de
    las organizaciones,
    sean del corte que sean, dejando a un lado el viejo paradigma, o
    la vieja estructura de las organizaciones piramidales.

    Para ver el gráfico seleccione la
    opción "Descargar" del menú superior

    Viejo paradigma Nuevo paradigma

    Gracias a este libro aprenderemos que liderar consiste
    en servir a los demás ya que un buen líder
    ha de estar pendiente de las necesidades de sus subordinados para
    atender a sus legítimas necesidades, ayudándoles a
    cumplir sus aspiraciones y aprovechando sus capacidades al
    máximo, o sea haciendo una buena gestión del
    conocimiento.

    Prólogo

    Las ideas que defiendo no son mías. Las
    tomé prestadas de Sócrates,
    se las birlé a Chesterfield, se las robé a
    Jesús.
    Y si no os gustan sus ideas, ¿las de
    quién hubierais preferido utilizar?

    DALE CARNEGIE

    La decisión de ir fue mía; no se puede
    culpar a nadie más. Cuando me paro a
    reconsiderarlo, me resulta casi imposible pensar que yo, el
    atareado director de una importante instalación
    industrial, dejara la fábrica abandonada a su suerte para
    pasar una semana en un monasterio al norte de Michigan.
    Sí, así como suena: un monasterio. Un monasterio
    completo, con sus monjes, sus cinco servicios
    religiosos diarios, sus cánticos, sus liturgias, su
    comunión y sus alojamientos comunes; no faltaba
    detalle.

    Quiero que quede claro que me resistí como gato
    panza arriba. Pero, finalmente, la decisión de ir fue
    mía.

    «Simeón» es un nombre que me ha
    perseguido desde que nací. Me bautizaron en la parroquia
    luterana de mi barrio y, en la partida de bautismo, podía
    leerse que los versículos escogidos para la ceremonia eran
    del capítulo segundo del Evangelio de Lucas y hablaban de
    un tal Simeón. Según Lucas, Simeón era un
    «hombre justo y
    piadoso y el Espíritu
    Santo estaba sobre él». Al parecer había
    tenido una inspiración sobre la llegada inminente del
    Mesías; aquello era un lío que nunca llegué
    a entender. Ése fue mi primer encuentro con Simeón,
    pero desde luego no había de ser el
    último.

    Me confirmaron en la iglesia
    luterana al concluir el octavo grado. El pastor había
    escogido un versículo para cada uno de nosotros y, cuando
    me llegó el turno en la ceremonia, leyó en
    voz alta el mismo pasaje de Lucas sobre el personaje de
    Simeón. Recuerdo que en aquel momento pensé:
    «Qué coincidencia más
    curiosa…».

    Poco tiempo
    después —y durante los veinticinco años
    siguientes—, empecé a tener un sueño
    recurrente, que acabó causándome terror. En el
    sueño, es ya muy entrada la noche, yo estoy absolutamente
    perdido en un cementerio y corro para salvar mi vida. Aunque no
    puedo ver lo que me persigue, sé que es maligno, algo que
    quiere hacerme mucho daño.
    De repente, de detrás de un gran crucifijo de cemento sale
    frente a mí un hombre que lleva un hábito negro con
    capucha. Cuando me estampo contra él, este hombre
    viejísimo me coge por los hombros y, mirándome
    atentamente a los ojos, me grita: «¡Encuentra a
    Simeón, encuentra a Simeón y
    escúchale!». Llegado a ese punto del sueño me
    despertaba siempre bañado en sudor frío.

    La guinda fue que el día de mi boda, el
    sacerdote, en su breve homilía, se refirió al mismo
    personaje bíblico: Simeón. Me quedé tan
    estupefacto que me hice un lío al decir los votos y
    pasé bastante mal rato.

    Nunca estuve muy seguro de si
    todas aquellas «coincidencias con Simeón»
    tendrían algún sentido, de si significarían
    algo. Rachael, mi mujer, siempre ha
    estado
    convencida de que sí.

    A finales de los años noventa, según todas
    las apariencias, mi vida era un éxito
    absoluto.

    Trabajaba para una empresa de
    producción de vidrio plano, de
    categoría internacional, en la que ocupaba el puesto de
    director general de una fábrica de más de
    quinientos empleados, con unas cifras de facturación por
    encima de los cien millones de dólares al año. En
    la época en que me promocionaron al puesto, yo era el
    director general más joven en toda la historia de la
    compañía, hecho que todavía hoy me
    enorgullece. La empresa
    funcionaba de manera muy descentralizada yeso me concedía
    una gran autonomía, que yo apreciaba mucho. Además
    tenía un sueldo considerable, que incluía una
    cantidad significativa de dólares en primas sujeta a la
    consecución de objetivos
    determinados y evaluables en la fábrica.

    Rachael, que es mi bella esposa desde hace dieciocho
    años, y yo nos conocimos cuando estudiábamos en la
    Universidad de
    Valparaiso en el norte de Indiana, donde yo me gradué en
    Empresariales y ella se licenció en Psicología.
    Deseábamos con locura tener hijos, pero tuvimos que luchar
    contra la esterilidad durante varios años. Nos sometimos a
    todo tipo de tratamientos de fecundación, inyecciones, pruebas,
    exploraciones, punciones, acupuntura, todo lo habido y por
    haber… sin ningún resultado. El problema resultaba
    especialmente doloroso para Rachael, pero nunca desesperó
    de tener hijos. Con frecuencia, cuando me despertaba por la
    noche, la oía rezar en voz baja pidiendo un
    hijo.

    Más adelante, por una serie de circunstancias
    poco usuales pero maravillosas, adoptamos un niño
    recién nacido. Le llamamos John (por mí), y se
    convirtió para todos en nuestro niño
    «milagro». Dos años más tarde, Rachael
    se quedó embarazada cuando ya nadie lo esperaba, y
    nació nuestro segundo «milagro»:
    Sarah.

    John hijo, que hoy tiene catorce años, acababa de
    entrar en noveno grado, Sarah había empezado
    séptimo. Desde el día en que adoptamos a John,
    Rachael había reducido sus prácticas de terapia a
    un solo día a la semana, ya que pensamos que, a ser
    posible, era importante que pudiera dedicarse al hogar a tiempo
    completo. Además, ese día le daba un pequeño
    respiro en su «rutina diaria de Mami», amén de
    permitirle mantenerse profesionalmente activa. Estábamos
    encantados de poder bandear esta situación desde el punto
    de vista económico.

    Éramos propietarios (junto con el banco) de una
    casa muy agradable en la ribera noroeste del lago Erie, a unos
    cincuenta kilómetros al sur de Detroit. Teníamos
    una embarcación deportiva de nueve metros de eslora, que
    guardábamos al lado de la casa sobre el soporte adecuado
    (al lado de una moto acuática Sea—Doo); en el garaje
    había dos coches nuevos —sistema de
    leasing—; nos íbamos de vacaciones
    familiares como poco dos veces al año, y aún
    conseguíamos ahorrar una buena suma anual que quedaba en
    el banco para los estudios de los chicos y la
    jubilación.

    Como decía, según todas las apariencias,
    mi vida era un éxito absoluto.

    Pero, por supuesto, las cosas no siempre son lo que
    parecen. Lo cierto era que mi vida se estaba desmoronando.
    Rachael me había dicho un mes antes que llevaba
    algún tiempo sintiéndose infeliz en nuestro
    matrimonio e
    insistía en que las cosas no podían seguir
    así. Me dijo que no se estaba atendiendo a sus
    «necesidades». ¡Yo no daba crédito
    a lo que estaba oyendo! «Mira tú
    —pensé—, le doy todo lo que una mujer
    podría pedir, ¡Y todavía me dice que no
    atiendo a sus necesidades! Pero, ¿qué más
    necesidades puede tener?»

    Con los chicos tampoco iban bien las cosas. John estaba
    cada vez más contestón y había llegado a
    llamar «bruja» a Rachael tres semanas antes. Yo me
    enfurecí tanto que casi le pego y acabé por
    castigarle una semana sin salir después de aquel
    incidente. No había manera que obedeciera, desafiaba toda
    autoridad y llegó incluso a ponerse un pendiente en la
    oreja. De no ser por Rachael, le habría echado a patadas
    de casa. Mi trato con mi hijo John se había deteriorado
    hasta el punto de que nuestra comunicación se limitaba a algún que
    otro gesto o gruñido.

    También mi relación con mi hija Sarah
    parecía ir de mal en peor. Siempre hemos tenido una
    unión muy especial y todavía se me humedecen los
    ojos cuando la recuerdo de niña. Pero parecía
    distante, e incluso un poco enfadada a veces conmigo, sin razones
    aparentes. Rachael me sugirió en muchas ocasiones que
    hablara con Sarah sobre mis sentimientos, pero al parecer yo
    nunca «tenía tiempo» o, para ser más
    sincero, no tenía valor para
    hacerlo.

    Incluso en mi trabajo, que era la faceta de mi vida en
    .la que el éxito parecía más asegurado, las
    cosas habían empezado a estropearse. En los últimos
    tiempos los empleados por horas de la fábrica
    habían estado haciendo campaña para conseguir una
    representación sindical. Los ánimos habían
    estado muy alterados durante las elecciones, pero afortunadamente
    la empresa consiguió ganar por cincuenta votos. Yo estaba
    encantado, pero a mi jefe le preocupaba el mero hecho de que
    hubieran tenido lugar las elecciones, y sugirió que
    estábamos ante un problema de dirección, que era responsabilidad mía. Yo no acababa de
    entender a qué se refería, porque estaba convencido
    de que el problema no era yo, sino los sindicalistas de la
    fábrica, ¡que siempre andan pidiendo más por
    menos! La directora de recursos humanos
    de la fábrica llegó incluso a sugerirme que
    reconsiderara mi estilo de liderazgo. Me llevé un buen
    varapalo… Pero, claro, ella era una chica liberal, sensible y
    concienciada, y, además, ¿qué sabía
    ella de llevar un negocio tan importante? Lo suyo eran las
    teorías; en cambio, lo que
    a mí me interesaba eran los resultados.

    Hasta el equipo de béisbol Little League que yo
    llevaba entrenando seis años de forma voluntaria iba mal.
    Ganábamos más partidos de los indispensables y
    solíamos acabar con un puesto digno en la liga, pero
    varios padres se habían quejado al presidente de la liga
    porque decían que, sencillamente, los chicos ya no se lo
    pasaban bien. Yo era consciente de que a veces podía
    resultar un entrenador algo agobiante y competitivo, pero
    ¿y qué? Incluso hubo dos parejas que pidieron que
    cambiaran a sus hijos a otros equipos. Yeso fue un duro golpe
    para mi ego.

    Pero todavía había más. Yo siempre
    había sido un tipo alegre, feliz y confiado, sin
    demasiadas preocupaciones, pero en aquella época me di
    cuenta de que me pasaba el día agobiándome por
    todo. A pesar de mi desahogada situación y de todos los
    juguetes
    materiales que
    poseía, en mi interior todo era conflicto y
    confusión. Vivir se convirtió en un fútil
    ejercicio de ir despachando obligaciones.
    Me estaba convirtiendo en un ser triste y taciturno. Cualquier
    inconveniente o molestia, por pequeño que fuera, me
    causaba una desazón totalmente desproporcionada respecto a
    la realidad. De hecho, era como si me fastidiara todo el mundo;
    ni yo mismo me aguantaba.

    Por supuesto, era demasiado orgulloso para hacer
    partícipe a nadie de lo que me ocurría, así
    que me las arreglé para tenerlos a todos engañados;
    a todos menos a Rachael.

    Sacando fuerzas de flaqueza, Rachael me instó a
    que hablara de todo ello con el pastor de nuestra parroquia.
    Acepté en un momento de debilidad, aunque fue más
    bien por quitarme a Rachael de encima. Hay que hacerse cargo de
    que yo nunca he sido del tipo religioso. Siempre había
    creído que la iglesia tenía su lugar, mientras no
    interfiriera demasiado con la vida de uno.

    El pastor sugirió que pasara unos días
    solo y que intentara aclarar las cosas. Me recomendó un
    retiro en un pequeño monasterio cristiano no muy conocido,
    John of the Cross, emplazado a orillas del Lago Michigan, cerca
    de la ciudad de Leeland, en el noroeste de la Península de
    Michigan. El pastor explicó que el monasterio albergaba a
    unos treinta o cuarenta monjes de la orden de San Benito,
    célebre monje del siglo VI que concibió la vida
    monástica «equilibrada». Aún hoy, como
    hace catorce siglos, la vida de los monjes se ordena en torno a tres
    prioridades: oración, trabajo y silencio.

    En términos generales aquello me pareció
    una bobada, algo que no estaba dispuesto a llevar adelante, pero,
    justo cuando me iba a marchar, el pastor mencionó que uno
    de los monjes, llamado Leonard Hoffman, había figurado en
    su día en la lista de «los quinientos
    ejecutivos» que publica la revista
    Fortune. Eso sí que me llamó la atención. Siempre me había
    preguntado qué habría sido del legendario Len
    Hoffman.

    Cuando llegué a casa y le conté a Rachael
    el consejo del pastor, me sonrió. «¡Justo lo
    que yo había pensado proponerte, John!», dijo.
    «Precisamente la semana pasada, en la tele, hablaron en
    El show de Oprah sobre hombres y mujeres de negocios que
    hacían retiros espirituales para tratar de ordenar sus
    atareadas vidas. Estás llamado a ir.»

    Rachael solía hacer con frecuencia comentarios de
    este tipo, que me irritaban extremadamente.
    «¿Llamado a ir?» ¿Cómo
    había que entender aquello?

    En resumen: acepté a regaña dientes ir al
    monasterio John of the Cross en la primera semana de octubre,
    más que nada porque tenía miedo de que Rachael me
    abandonara si no hacía algo. Mi esposa llevó el
    coche durante las seis horas de trayecto hasta el monasterio y yo
    estuve callado casi todo el viaje. Yo ponía mala cara para
    comunicar que no me sentía nada feliz de ir camino de un
    aburrido monasterio para pasar allí una semana entera y
    que sólo por ella me había resuelto a este gran
    sacrificio personal que tan
    infeliz me hacía. Lo de poner mala cara era un arma que
    había empleado desde mi más tierna infancia.

    Llegamos a la entrada de John of the Cross al anochecer.
    Cogimos el camino con dos rodadas, subimos por la colina y
    bajamos en dirección al lago, que estaba a menos de
    quinientos metros. Dejamos el coche en un pequeño
    aparcamiento arenoso al lado de una antigua edificación de
    madera que
    ostentaba un letrero de «Recepción» clavado en
    uno de los altos pilares blancos del porche.

    Diseminadas aquí y allá había unas
    cuantas construcciones más pequeñas, edificadas
    todas sobre un magnífico acantilado de piedra arenisca
    unos sesenta metros más arriba, dominando el lago
    Michigan. El paraje era muy bello, pero no hice mención de
    ello a Rachael. Después de todo, se suponía que yo
    sufría.

    —Cuida de los chicos y de la casa, cariño
    —dije en un tono bastante frío mientras sacaba la
    bolsa del maletero, ya te llamaré el miércoles por
    la noche. Quién sabe, ¡igual después de esta
    semana me convierto en el hombre
    perfecto que quieres que sea y lo dejo todo para hacerme
    fraile!

    —Muy chistoso, John —respondió ella,
    al tiempo que me daba un beso y un abrazo. Dicho lo cual se
    metió en el coche y desapareció tras una nube de
    polvo.

    Me eché la bolsa al hombro y me dirigí al
    edificio de recepción. Al entrar me encontré con
    una oficina amueblada
    con sencillez e inmaculadamente limpia, atendida por un hombre de
    mediana edad que hablaba por teléfono. Llevaba un hábito negro
    que le cubría de la barbilla a los pies, atado a la
    cintura por un cordón negro.

    Nada más colgar el teléfono se
    volvió hacia mí y me dio un caluroso apretón
    de manos.

    —Soy el padre Peter; me ocupo de la intendencia de
    la casa de huéspedes. Usted debe de ser John Daily, del
    sur del estado.

    —Ha acertado usted, Peter. ¿Cómo lo
    ha sabido? —repliqué, firmemente decidido a no
    dirigirme a nadie llamándole
    «hermano».

    —Lo supuse por la solicitud que nos envió
    su pastor —contestó, con una cálida
    sonrisa.

    —¿Quién es aquí el
    responsable? —salió en mí el
    directivo.

    —El hermano James nos ha servido como abad en los
    últimos veintidós años.

    —¿Y puede saberse qué es eso de
    abad?

    —El abad es el director que elegimos y tiene la
    última palabra sobre todo lo que afecta a nuestra
    pequeña comunidad. Tal
    vez tenga ocasión de conocerlo.

    —Quisiera pedir una habitación individual,
    Peter, si no tiene inconveniente. Me he traído algo de
    trabajo y me vendría bien un poco de intimidad.

    —Desgraciadamente, John, sólo disponemos de
    tres habitaciones para huéspedes en la planta de arriba.
    Esta semana entre nuestros huéspedes hay tres hombres y
    tres mujeres, así que las mujeres compartirán la
    habitación número uno, que es la más amplia.
    Nuestro huésped del ejército dispondrá de la
    número dos, y usted se alojará con Lee Buhr
    —un pastor baptista de Pewaukee, Wisconsin— en la
    habitación número tres. Lee ha llegado hace un par
    de horas y ya está instalado. ¿Tiene alguna otra
    pregunta?

    —¿Cuáles son las festividades
    previstas para esta semana? —pregunté, con cierto
    sarcasmo.

    —Además de nuestros cinco servicios
    religiosos diarios, tendremos siete días de clase que
    empiezan mañana por la mañana y acabarán el
    sábado por la mañana. Las clases tendrán
    lugar en este edificio de nueve a once por la mañana y de
    dos a cuatro por la tarde. En su tiempo libre puede pasearse por
    el monasterio, leer, estudiar, hablar con nuestros guías
    espirituales, descansar o hacer lo que le apetezca. La
    única zona reservada es la zona del claustro donde los
    monjes comen y duermen. ¿Hay algo más sobre lo que
    pueda informarle, John?

    —Tengo una curiosidad, ¿por qué se
    refiere a algunos monjes como «hermanos» y a otros
    como «padres»?

    —Llamamos «padre» a los
    clérigos que han recibido órdenes sagradas,
    mientras que los «hermanos» son seglares de toda
    condición. Todos nosotros nos hemos comprometido a
    trabajar y compartir nuestras vidas. Los treinta y tres padres y
    hermanos tienen aquí la misma categoría. El abad
    nos pone un nombre cuando tomamos los votos. Yo vine de un
    orfanato hace cuarenta años, y tras mi formación y
    mis votos se me asignó el nombre de Peter.

    Finalmente, hice la pregunta que más me
    interesaba. —Me gustaría conocer a Len Hoffman y
    charlar de algunas cosas con él. Tengo entendido que
    llegó hace algunos años a su pequeña
    comunidad.

    —Len Hoffman, Len Hoffman… —repitió
    Peter escudriñando el techo, mientras hacía
    memoria—. Ah, sí, creo que ya
    sé a quién se refiere. También tiene otro
    nombre ahora. Estoy seguro de que le encantaría hablar con
    usted. Le pondré una nota en su casillero con su
    petición. A decir verdad, va a impartir el curso sobre
    liderazgo esta semana. Estoy seguro de que sacará gran
    provecho de sus clases, todo el mundo lo hace. Buenas noches, que
    descanse, John, y espero verle en el servicio de
    las cinco treinta, mañana por la mañana.

    «Por cierto, Jahn —siguió diciendo
    mientras yo subía la escalera—, hace diez
    años el abad le puso a Len Hoffman el nombre de hermano
    Simeón.

    Me quedé pasmado en el rellano de la escalera y
    asomé la cabeza por la ventana abierta para aspirar unas
    bocanadas de aire fresco.
    Fuera, era ya casi noche cerrada y pude percibir el ruido de las
    olas del lago Michigan rompiendo allá abajo sobre la
    costa. Se oía el ulular de un fuerte viento que
    venía del este, y las hojas secas del otoño
    crujían en los grandes árboles; eran sonidos que, desde
    niño, me habían encantado. Pude distinguir el
    destello de los relámpagos sobre el gran lago oscuro, y
    sentir a lo lejos el retumbar de los truenos.

    Tenía una extraña sensación, nada
    inquietante ni desagradable, era simplemente una impresión
    de déja vu. «¿El hermano
    Simeón?», pensé, «Esto ya es más
    que raro».

    Cerré la ventana y recorrí lentamente el
    corredor buscando mi habitación. Abrí con cuidado
    la puerta señalada con el número tres.

    A la difusa y anaranjada luz de una
    lámpara de noche distinguí una pequeña pero
    acogedora habitación con dos camas gemelas, dos mesas y un
    pequeño sofá. Una puerta entreabierta mostraba el
    cuarto de baño adyacente. El pastor baptista se
    había dormido ya y roncaba suavemente, arrebujado en la
    cama del lado de la ventana.

    De pronto me sentí muy cansado. Me
    desvestí rápidamente, me puse el pijama,
    ajusté el despertador a las cinco y me metí en la
    cama. Con el cansancio que tenía, dudaba mucho que pudiera
    estar listo para el servicio de las cinco treinta de la
    mañana, pero pensé que poner el despertador era un
    gesto de buena fe por mi parte.

    Recosté mi cabeza sobre la almohada para
    dormirme, pero no podía dejar de darle vueltas a la
    cabeza: « ¡Encuentra a Simeón y
    escúchale! ¿El hermano Simeón?
    ¿Habré dado por fin con él?
    ¿Qué extraña coincidencia es ésta?
    ¿Cómo me habré metido en este lío?
    Estás llamado a ir; cinco servicios religiosos al
    día, ¡Yo, que a duras penas aguanto dos al mes!
    ¿Pero, qué voy a hacer yo aquí una semana
    entera? y mi sueño, ¿cómo será
    Simeón? ¿Qué será lo que tiene que
    decirme? Pero, ¿qué hago yo aquí?
    ¡Encuentra a Simeón y
    escúchale!».

    Mi siguiente recuerdo es que sonó el
    despertador.

    CAPÍTULO UNO
    Las
    definiciones

    Lo de tener poder es como lo de ser una
    señora. Si tienes que recordárselo a la gente,
    malo.

    MARGARET THATCHER

    —Buenos días —me saludó mi
    compañero de habitación antes de que me diera
    tiempo a apagar el despertador—, soy el padre Lee, vengo de
    Wisconsin. ¿Con quién tengo el gusto…?

    —John Daily, vengo del sur del estado.

    —Encantado de conocerte, Lee— a este tampoco
    le dije «padre».

    —Más vale que nos vistamos si queremos
    llegar al servicio de las cinco treinta.

    —Ve tú delante. Yo voy a quedarme un ratito
    más en la piltra —murmuré con voz
    cansada.

    —A tu aire, socio —dijo Lee,
    guaseándose; no tardó ni dos minutos en vestirse y
    salir por la puerta.

    Me di media vuelta y me tapé la cabeza con la
    almohada, pero pronto descubrí que estaba completamente
    despierto y que me sentía bastante culpable. Opté
    por no luchar contra ello, me arreglé rápidamente y
    salí a buscar la capilla. Todavía no había
    amanecido y el suelo estaba
    húmedo, debía de haber caído una tormenta
    durante la noche.

    Apenas si podía distinguir la silueta del
    campanario a la luz del alba, de
    camino a la capilla. Una vez dentro, reparé en que la
    antigua estructura hexagonal de madera estaba perfectamente
    conservada. Las paredes estaban ricamente adornadas con vidrieras
    que representaban diferentes escenas. Las seis paredes
    convergían en el centro en un alto techo, al estilo de las
    catedrales, formando la aguja. Había cientos de cirios
    encendidos por todo el santuario, y las vacilantes sombras que
    bailaban en las paredes y las vidrieras formaban un interesante
    calidoscopio de manchas y colores. Al otro
    extremo de la puerta de la iglesia se alzaba un sencillo altar
    compuesto por una pequeña mesa de madera con los objetos
    de la liturgia. Justo en frente del altar había tres
    hileras de bancos dispuestos
    en semicírculo, y en cada una once sencillos asientos de
    madera, donde obviamente se sentaban los treinta y tres monjes.
    Sólo uno de ellos tenía brazos, así como un
    gran crucifijo tallado en el respaldo; supuse que era el que
    correspondía al abad. Dispuestas a lo largo de una de las
    paredes adyacentes al altar había seis sillas plegables,
    que deduje rápidamente estaban allí para los
    participantes del retiro. Me acerqué discretamente hasta
    una de las tres que quedaban libres y me senté.

    Mi reloj marcaba las cinco y veinticinco, y sólo
    la mitad de los treinta y nueve asientos estaban ocupados. Nadie
    hablaba y, mientras la gente entraba en silencio a la capilla,
    sólo se oía el melódico tictac de un enorme
    reloj de caja en la esquina de atrás de la capilla. Los
    monjes llevaban sus largos sayales cogidos a la cintura con una
    cuerda; los participantes iban vestidos de sport. Hacia las cinco
    treinta todos y cada uno de los asientos estaban
    ocupados.

    De repente, la enorme campana a nuestras espaldas
    empezó a tocar la media. Inmediatamente los monjes se
    levantaron y empezaron con unos cantos litúrgicos,
    afortunadamente en inglés.
    A los participantes del retiro se nos había dado unas
    hojitas para seguirlos, pero pronto me hice un lío y me
    perdí entre tantos salmos, antífonas, himnos y respuestas cantadas.
    Finalmente desistí y me limité a sentarme y
    escuchar.

    Recordé que nuestro párroco había
    dicho que los monjes practicaban los antiguos cantos gregorianos.
    El año anterior, Rachael había comprado un compact
    del popular Cántico (grabado por unos monjes
    españoles) y yo le había tomado mucha
    afición. Los cánticos aquellos eran parecidos,
    aunque la letra era en inglés.

    Algunos de los monjes más jóvenes miraban
    de vez en cuando sus libros de
    himnos y sus misales, pero había otros muchos que no
    necesitaban ese tipo de ayuda, recitaban con soltura las
    distintas partes del complicado servicio que parecían
    saberse de memoria. Resultaba muy impresionante.

    A los veinte minutos, más o menos, el servicio
    concluyó, tan repentinamente como había empezado, y
    los monjes salieron en fila detrás del abad por la parte
    trasera de la iglesia. Me fijé en cada una de las caras,
    intentando identificar a Len Hoffman. ¿Cuál de
    ellos sería?…

    Nada más acabar el servicio me dirigí a la
    pequeña biblioteca, que
    estaba cerca de la capilla. Quería hacer una
    búsqueda en Internet, y un monje de edad
    venerable, extremadamente servicial, me ayudó a
    conectarme.

    Encontré más de mil referencias sobre
    Leonard Hoffmano Después de una hora de búsqueda di
    con un artículo de hacía diez años sobre
    Leonard Hoffman, publicado en Fortune, y empecé a
    leer fascinado.

    En 1941 Len Hoffman obtuvo una diplomatura en
    Empresariales por el Lake Forest State College. Poco
    después, los japoneses atacaron Pearl Harbor, segando la
    vida de su mejor amigo de infancia; esto fue un golpe terrible
    para Hoffman y le llevó a unirse a los miles de muchachos
    que se alistaron en aquella época. Hoffman ingresó
    en la Armada como oficial y ascendió rápidamente a
    capitán de un torpedero cuya misión era
    patrullar islas en Filipinas. En una misión de rutina se
    le ordenó que hiciera prisioneros a doce japoneses,
    incluidos tres oficiales, que se habían rendido tras una
    feroz batalla en una pequeña isla de la zona que Hoffman
    patrullaba. Las instrucciones eran ordenar a los oficiales
    japoneses y a sus hombres que se desnudaran antes de salir de la
    jungla en fila de uno, para ser esposados, cargados en el
    torpedero y transportados hasta un destructor que se encontraba a
    algunas millas de la costa. A pesar de la animadversión
    que Hoffman podía tener contra los japoneses, que
    habían matado a su amigo en Pearl Harbor, no exigió
    a los soldados ni a los oficiales que se desnudaran por no
    humillarlos. Les autorizó a salir de la jungla
    perfectamente uniformados, con las manos en alto, conducidos por
    un oficial dignamente subido a caballo.

    Esta desobediencia le costó un pequeño
    chaparrón, pero no tuvo mayores consecuencias. El
    único comentario de Hoffman a propósito de este
    suceso fue: «Es importante tratar a otros seres humanos
    exactamente como desearías que ellos te trataran».
    Hoffman llegó a ser condecorado varias veces antes de
    abandonar la Armada cuando acabó la guerra.

    Como hombre de negocios, decía el
    artículo, Hoffman fue un ejecutivo muy conocido y muy
    respetado, y su capacidad para dirigir y motivar a la gente
    llegó a ser legendaria en los círculos
    empresariales. Se le acabó conociendo como un genio del
    cambio, por su habilidad para coger empresas al borde
    del colapso y transformarlas en empresas saneadas y con futuro.
    Era también un autor consumado, gracias a un solo librillo
    de unas cien páginas titulado La gran paradoja: para
    mandar hay que servir,
    que se mantuvo tres años en la
    lista de best-sellers del New York Times, y cinco en la de
    best-sellers sobre dinero de la
    revista USA Today.

    El mayor éxito de Hoffman en el área
    empresarial fue que consiguió resucitar una
    corporación gigantesca, la entonces moribunda Southeast
    Air. A pesar de una facturación anual de más de
    5.000 millones de dólares, la Southeast era el
    hazmerreír de las compañías aéreas
    por su pésima calidad y
    servicio y por el desánimo de sus empleados. Muchos
    expertos financieros estaban convencidos de que la quiebra era
    inminente y la suspensión de pagos inevitable. La
    compañía había conseguido perder 1.500
    millones de dólares en los cinco años anteriores a
    que Hoffman se hiciera cargo de ella como presidente
    ejecutivo.

    Contra todo pronóstico, Hoffman consiguió
    re flotar la Southeast en sólo tres años. La
    satisfacción de los clientes
    creció a la par que la puntualidad de las llegadas, y
    llevó a la empresa, de los últimos puestos que
    ocupaba en el sector, a un sólido segundo lugar en todos
    los aspectos.

    En el artículo entrevistaban a varias personas
    que habían trabajado o estaban trabajando para Hoffman, a
    colegas de la empresa y compañeros de armas, y a
    algunos amigos. Los había que hablaban sin reparos del
    afecto y el aprecio que le tenían. Algunos le consideraban
    un hombre profundamente espiritual aunque no particularmente
    religioso. Otros le consideraban un hombre de gran integridad,
    con rasgos de carácter muy evolucionados «que no
    son de este mundo». Todos hablaban de la alegría de
    vivir que parecía embargarle. El autor del artículo
    de Fortune llegaba incluso a insinuar que Len Hoffman
    parecía haber «dado con la clave para una vida
    afortunada» pero no daba más
    explicaciones.

    El último artículo que encontré en
    Internet había sido publicado en Fortune, a finales
    de la década de 1980, y completaba el anterior. Al parecer
    Hoffman, con sesenta y tantos años y en el cenit de su
    carrera, de pronto dimitió y desapareció. Su mujer
    había fallecido repentinamente de un aneurisma cerebral a
    los cuarenta años, un año antes de que él
    dimitiera, y muchos pensaron que fue este acontecimiento el que
    provocó la desaparición de Hoffman. El breve
    artículo concluía diciendo que la
    desaparición de Hoffman era un misterio, pero que
    corrían rumo—

    res sobre su adscripción a algún tipo de
    secta o culto secreto. Ninguno de sus cinco hijos, todos ya
    casados y con descendencia, había informado sobre su
    paradero; se habían limitado a decir que estaba feliz y en
    buena salud y que deseaba que se le dejara en paz.

    Después de la misa de las siete treinta,
    tenía algo de frío y decidí volver a mi
    habitación para ponerme un jersey antes del desayuno. Al
    entrar, oí que alguien andaba en el minúsculo
    cuarto de aseo, así que grité:

    —¿Cómo va todo, Lee? —No soy
    Lee —me respondieron—. Estoy aquí intentando
    arreglar esta taza que pierde agua.

    Asomé la cabeza en el cuarto de baño y me
    encontré con un monje ya mayor, a cuatro patas en su
    hábito negro, que trataba de ajustar una de las
    tuberías del váter con una llave inglesa. Se
    incorporó lentamente y me encontré frente a un
    hombre que le sacaba al menos medio palmo a mi metro ochenta. Se
    secó la mano con un trapo antes de
    dármela.

    —Hola, soy el hermano Simeón. Encantado de
    conocerte John.

    Reconocí a un envejecido Len Hoffman por la foto
    de Internet, con la cara cruzada de arrugas, los pómulos
    bien dibujados, la nariz y la barbilla prominentes y el pelo
    blanco no muy corto. Parecía estar en plena forma,
    tenía las mejillas sonrosadas y un cuerpo fuerte y enjuto.
    Pero lo que más me sorprendió fueron sus ojos; unos
    ojos muy azules, de mirada limpia y penetrante. Nunca
    había mirado a otro par de ojos más compasivos y
    receptivos que aquellos. Simeón presentaba además
    una paradójica apariencia de juventud y
    ancianidad. Por sus canas y sus arrugas quedaba claro a primera
    vista que era un hombre mayor, pero sus ojos brillantes
    transmitían un espíritu y una energía que yo
    sólo había percibido en los niños.

    Sentí que mi mano se perdía en su enorme y
    poderosa mano Y me encontré de pronto mirándome los
    zapatos sin saber qué hacer. No era para menos, ahí
    estaba una leyenda viva de los negocios, un hombre que en el
    cenit de su carrera no ganaba menos de una cifra de siete
    números en dólares al año…
    ¡arreglándome la taza del
    váter!

    —Hola, me llamo John Daily… es un placer
    conocerle, señor —me presenté
    humildemente.

    —Ah, sí, John. El padre Peter
    mencionó que querías hablar conmigo en
    este…

    —Sólo en el caso de que encuentre usted un
    momento, por supuesto. Entiendo que debe ser usted un hombre muy
    ocupado.

    Me preguntó con verdadero interés:
    —¿Cuándo quieres que nos reunamos, John?
    Podría tal vez sugerir…

    —Si no es mucho pedir, señor, me
    gustaría poder pasar un rato todos los días con
    usted, mientras dure mi estancia. Tal vez pudiéramos
    desayunar juntos o algo así. Verá,
    últimamente no se me dan muy bien las cosas y creo que me
    vendrían bien algunos consejos. Además está
    también lo del sueño ese y algunas otras
    coincidencias bastante raras que querría
    contarle.

    ¡No podía dar crédito a mis propias
    palabras! Yo —Don Todo—lo—controlo, Don
    Compostura en persona—, ¿yo contándole a otro
    hombre que lo estaba pasando mal y que necesitaba consejos? Yo
    mismo me había dejado estupefacto, ¿o sería
    Simeón? No había pasado ni medio minuto en
    compañía de aquel hombre y ya había bajado
    la guardia.

    —Déjame ver qué puedo hacer, John.
    Verás, los monjes comen juntos en la parte del claustro y
    necesitaría un permiso especial para reunirme contigo.
    Nuestro abad, el hermano James, suele ser muy razonable ante este
    tipo de demandas. Mientras consigo el permiso, ¿qué
    te parece si nos encontramos a las cinco de la mañana
    antes del primer servicio? Creo que tendríamos tiempo
    de…

    —Estaría encantado —dije
    interrumpiéndole de nuevo, aunque lo de las cinco de la
    mañana me parecía más bien
    excesivo.

    —Pero de momento tengo que acabar con esto si no
    quiero llegar tarde al desayuno. Te veo en clase a las nueve en
    punto.

    —Nos vemos entonces allí, señor
    —dije, retrocediendo torpemente de espaldas hasta salir del
    baño. Agarré mi jersey y me dirigí a
    desayunar, pero me sentía algo aturdido.

    Ese primer domingo por la mañana llegué a
    la sesión cinco minutos antes de la hora y me
    agradó ver el aula, de mediano tamaño, moderna y
    confortable. Había dos paredes cubiertas por unas
    estanterías soberbiamente talladas, un trabajo de
    ebanistería digno de un maestro artesano. En el lado oeste
    de la habitación, que daba al lago Michigan, había
    una impresionante chimenea de piedra, en la que ardían
    unos fragantes leños de abedul. El suelo estaba cubierto
    por una moqueta barata, pero bien cuidada, que contribuía
    al confort de la habitación. Había dos viejos
    sofás de aspecto confortable, un diván y un par de
    sillas dé madera de respaldo duro (afortunadamente con
    cojines), todo ello dispuesto en círculo cerrado, de forma
    que era imposible decir cuál era la parte delantera de la
    clase.

    Cuando llegué, el profesor,
    Simeón, se hallaba de pie mirando por la ventana hacia el
    lago, con aspecto de estar sumido en sus pensamientos. Los otros
    cinco participantes estaban ya sentados en el círculo y
    fui a sentarme en uno de los sofás al lado de mi
    compañero de habitación. Mi reloj sonó justo
    en el momento en que el gran reloj de la esquina daba las nueve.
    Apagué rápidamente la alarma al tiempo que
    Simeón cogía una de las sillas de madera y la
    acercaba a nuestro pequeño grupo.

    —Buenos días. Soy el hermano Simeón.
    En los próximos siete días voy a tener el
    privilegio de compartir algunos de los principios del liderazgo
    que cambiaron mi vida. Quiero que sepáis que estoy
    impresionado por la sabiduría colectiva que hay reunida en
    esta habitación y que estoy ansioso por lo que puedo
    aprender de ella. Pensadlo bien. Si tuviéramos que echar
    la cuenta de los años de experiencia en el liderazgo
    reunidos en este círculo, ¿cuántos
    creéis que saldrían? Probablemente uno o dos
    siglos, ¿verdad? Así pues vamos a aprender mucho
    unos de otros porque, de veras, para ser sincero, yo no tengo
    respuesta para todo. Pero estoy firmemente convencido de que
    entre todos sabemos mucho más de lo que puede saber uno
    solo, y entre todos vamos a conseguir hacer algunos progresos
    esta semana. ¿Estáis por la labor?

    Todos asentimos educadamente con la cabeza, pero yo
    pensaba «sí, seguro que Len Hoffman podría
    aprender mucho de mí en materia de
    liderazgo!».

    El profesor nos pidió a los seis que nos
    presentáramos con una breve biografía y que
    diéramos las razones que nos habían llevado a
    asistir al retiro.

    Mi compañero de habitación, el pastor Lee,
    fue el primero en presentarse, seguido por Greg, un sargento de
    instrucción del Ejército de los Estados Unidos
    bastante gallito. Theresa, una hispana, directora de una escuela
    pública del sur del estado fue la siguiente en hablar,
    y luego le tocó a Chris, una mujer de color alta y
    atractiva que era entrenadora del equipo femenino de baloncesto de
    la Universidad Estatal de Michigan. Antes de mi
    intervención se presentó una mujer llamada Kim, y
    empezó a contamos algo sobre ella, pero no le
    presté atención. Estaba demasiado ocupado pensando
    en qué iba a decir sobre mí mismo cuando me llegara
    el turno.

    Nada más acabar ella, el profesor me miró
    y dijo: —John, antes de que empieces, quisiera pedirte que
    nos hicieras un resumen sobre las razones de Kim para asistir a
    este retiro.

    Me quedé helado y me di cuenta de que me estaba
    poniendo como un tomate.
    ¿Cómo iba a salir de aquel atolladero? La verdad es
    que no había oído una
    sola palabra de la presentación de Kim.

    —Lamento tener que confesar que no me he enterado
    mucho de lo que ha dicho —murmuré, con la cabeza
    gacha—. Te ruego que me disculpes, Kim.

    —Gracias por ser tan sincero, John
    —respondió el profesor—. Escuchar es uno de
    las capacidades más importantes que un líder puede
    decidir desarrollar. Vamos a dedicar bastante tiempo a hablar del
    tema esta semana.

    —Prometo hacerlo mejor —dije yo.

    Después de mi breve presentación el
    profesor dijo: —Sólo hay una regla para esta semana
    que vamos a compartir: si en algún momento sentís
    ganas de hablar, quiero que me prometáis que lo
    haréis.

    —¿Qué es eso de «si
    sentís ganas de hablar»? —preguntó el
    sargento con tono escéptico.

    —Creo que lo sabrás cuando te suceda, Greg.
    Suele ser una sensación que le hace a uno rebullirse en el
    asiento, que hace que el corazón
    nos vaya más aprisa o que nos empiecen a sudar las manos.
    Es esa sensación que tenemos cuando pensamos que podemos
    contribuir en algo. No perdáis ocasión de potenciar
    esta sensación durante esta semana, aunque penséis
    que al grupo puede no hacerle gracia oír lo que
    tenéis que decir, aunque no os apetezca decirlo. Si
    sentís ganas, hablad. Lo contrario es igualmente
    válido. Si no sentís ganas de hablar, probablemente
    es mejor que no habléis, así dais ocasión a
    otro de hacerlo. Confiad en mí, ya lo entenderéis
    más adelante. ¿De acuerdo entonces?
    —Asentimos de nuevo educadamente, y el profesor
    continuó—: Todos vosotros estáis en puestos
    de liderazgo y tenéis gente a vuestro cargo. Durante esta
    semana me gustaría plantearos un reto que consiste en que
    iniciéis una reflexión sobre la abrumadora
    responsabilidad que habéis adquirido al elegir ser
    líderes. Porque, efectivamente, cada uno de vosotros ha
    elegido voluntariamente ser papá, mamá, esposa,
    jefe, entrenador, profesor, o lo que sea. Nadie os ha obligado a
    adoptar estos papeles y tenéis la libertad de
    dejarlos en el momento que queráis. En el ámbito
    laboral, por ejemplo, los empleados pasan casi la mitad del
    tiempo en que están despiertos trabajando y viviendo en el
    ambiente que
    vosotros, como líderes, habéis creado. Cuando yo
    estaba en el mundo del trabajo me dejaba estupefacto la
    indiferencia, incluso la frivolidad de la gente ante esta
    responsabilidad. Es mucho lo que está en juego y la
    gente cuenta con uno. El papel de líder es una
    vocación de lo más alto.

    Empecé a sentirme incómodo. La verdad es
    que nunca me había parado a considerar las repercusiones
    que yo podía tener en las vidas de aquellos a quienes
    dirigía. Pero tanto como «una vocación de lo
    más alto»… No estaba muy convencido. El profesor
    continuó:

    —Los principios sobre liderazgo de los que os voy
    a hacer partícipes, ni son nuevos, ni son cosa mía.
    Son tan antiguos como las Sagradas Escrituras y a la vez tan
    nuevos y frescos como este amanecer. Son principios aplicables a
    todos y cada uno de los roles de líderes en los que
    tenéis el privilegio de servir. Os conviene saber, por si
    no os habíais dado cuenta ya, que vuestra presencia hoy en
    esta habitación no es mera casualidad. Estáis
    aquí con un propósito y espero que podáis
    descubrirlo en el tiempo que vamos a pasar juntos esta
    semana.

    Mientras el profesor hablaba, yo no podía dejar
    de pensar en las «coincidencias con Simeón»,
    en las palabras de Rachael y en la serie de acontecimientos que
    me habían llevado hasta allí.

    —Hoy tengo buenas y malas noticias para
    vosotros —continuó Simeón—. Las buenas
    son que voy a pasarme siete días dándoos las claves
    del liderazgo. Como todos vosotros servís como
    líderes, confío en que eso os parecerá una
    buena noticia. Recordad que siempre que dos o más personas
    se reúnen con un propósito, hay una oportunidad de
    liderazgo. Las malas noticias son que cada uno de vosotros va a
    tener que tomar decisiones personales respecto a la
    aplicación de esos principios a su vida. El tener
    influencia sobre los otros, el verdadero liderazgo, está
    al alcance de cualquiera, pero requiere un tremendo esfuerzo
    personal. Desgraciadamente, muchos de los que ocupan puestos de
    liderazgo lo rehuyen.

    Mi compañero de habitación, el pastor,
    levantó la mano para hablar y el profesor le hizo una
    seña con la cabeza.

    —Advierto que usas mucho los términos
    «líder» y «liderazgo», y pareces
    evitar «gerente»
    y «gestión». ¿Hay alguna
    razón para ello?

    —Buena observación, Lee. La gestión no es
    algo que hagas con la gente. Puedes gestionar tu inventario, tu
    talonario de cheques, tus
    recursos. Pero no gestionas otros seres humanos. Se gestionan
    cosas, se lidera a la gente.

    El hermano Simeón se levantó, se
    dirigió a la pizarra y escribió
    «Liderazgo» arriba del todo y nos pidió que le
    ayudáramos a dar una definición de esa palabra.
    Tardamos unos veinte minutos en llegar a una definición
    consensuada:

    Liderazgo —El arte de influir
    sobre la gente para que trabaje con entusiasmo en la
    consecución de objetivos en pro del bien
    común.

    De vuelta a su asiento el profesor comentó:
    —Una de las palabras clave es «arte»,'hemos
    definido el liderazgo como un arte, y yo he tenido ocasión
    de ver que así es. Un arte es simplemente una destreza
    aprendida o adquirida. Yo mantengo que el liderazgo, el
    influenciar a los otros, consiste en una serie de destrezas que
    cualquiera puede aprender y desarrollar si une al deseo apropiado
    las acciones
    apropiadas. La segunda palabra clave de nuestra definición
    es «influir». Si el liderazgo tiene que ver con
    influir sobre los otros, ¿cómo conseguiremos
    desarrollar esta influencia sobre los demás?
    ¿Cómo conseguiremos que la gente haga nuestra
    voluntad? ¿Cómo conseguiremos sus ideas, su
    compromiso, su excelencia, que son, por definición, dones
    voluntarios?

    —En otras palabras
    —interrumpí—, ¿cómo puede
    conseguir el líder que se involucren también
    mentalmente, y no según la vieja mentalidad de «no
    nos interesa lo que puedas pensar». ¿Te refieres a
    eso, Simeón?

    —Exactamente, John —respondió
    Simeón—. Uno de los fundadores de la sociología, Max Weber,
    escribió hace muchos años un libro llamado Sobre
    la teoría
    de las ciencias
    sociales.
    En este libro, Weber articula
    las diferencias entre poder y autoridad, y las definiciones que
    da son todavía perfectamente válidas. Voy a
    intentar reproducirlas lo mejor posible. —Volvió a
    la pizarra y escribió:

    Poder —La capacidad de forzar o coaccionar a
    alguien, para que éste, aunque preferiría no
    hacerla, haga tu voluntad debido a tu posición o tu
    fuerza.

    —Todos sabemos lo que es el poder, ¿verdad?
    El mundo está lleno de poderosos. «O lo haces o te
    echo a la calle.» «O lo hacen o les
    bombardeamos.» «O lo haces o te doy una
    paliza.» «O lo haces o te arresto dos
    semanas»… ¡No hay más que poner «o lo
    haces o lo que sea»! ¿Todo el mundo está de
    acuerdo con esta definición?

    Todos asentimos con la cabeza. Simeón se
    volvió otra vez a la pizarra y escribió:

    Autoridad —El arte de conseguir que la gente haga
    voluntariamente lo que tú quieres debido a tu influencia
    personal.

    —Bueno, esto ya es otra cosa, ¿verdad? La
    autoridad consiste en conseguir que la gente haga tu voluntad
    voluntariamente, porque tú les has pedido que lo hagan.
    «Lo haré porque Bill me ha pedido que lo haga, yo
    por Bill haría cualquier cosa» o «lo
    haré porque mami me ha pedido que lo haga». Y fijaos
    que el poder se define como una capacidad, mientras que la
    autoridad se define como un arte. Ejercer el poder no exige
    inteligencia
    ni valor. Los niños de dos años acostumbran a
    gritar órdenes a sus padres y a sus animalitos de
    compañía. Ha habido muchos gobernantes viles y
    estúpidos a lo largo de la historia. En cambio, conseguir
    tener autoridad sobre la gente requiere una serie de destrezas
    especiales.

    ——.,—Por lo que yo entiendo
    —dijo la entrenadora—, estás
    diciéndonos que se puede estar en una posición de
    poder y no tener autoridad sobre la gente. Y, a la inversa, se
    puede tener autoridad sobre la gente y no estar en una
    posición de poder. Así pues, ¿el objetivo
    sería estar en el poder y, además, tener autoridad
    sobre la gente?

    —¡Lo has expresado perfectamente, Chris!
    Podemos también ver la diferencia entre poder y autoridad
    porque el poder se puede comprar y vender, se puede dar y quitar.
    Puedes tener poder por el hecho de ser el cuñado o el
    amiguete de alguien, o por haber heredado dinero o poder. Esto no
    vale para la autoridad. La autoridad tiene que ver con lo que
    tú eres como persona, con tu carácter y con la
    influencia que has ido forjando sobre la gente.

    —Eso puede que valga para la iglesia o la familia,
    ¡pero no funciona nunca en el mundo real!
    —afirmó el sargento.

    Simeón se dirigía casi siempre a la gente
    por su nombre de pila:

    —Vamos a ver si eso que dices es realmente
    así, Greg. En casa, por ejemplo, ¿queremos que
    nuestra esposa e hijos respondan a nuestro poder o a nuestra
    autoridad?

    —A nuestra autoridad, claro está
    —intervino la directora de escuela.

    —¿Y por qué te parece tan claro,
    Theresa? —replicó inmediatamente el profesor—.
    ¿Bastaría con el poder, no? «Hijo, ¡O
    sacas la basura, o te
    doy unos azotes!» ¿Qué, a que seguro que esa
    noche se llevarían la basura?

    Kim, que, según me enteré la segunda vez
    que me lo dijo, era enfermera jefe del hospital maternal
    Providence en el sur del estado, intervino diciendo:

    —Sí, pero ¿cuánto
    duraría esa situación? ¡Porque en cuanto el
    chico crezca se defenderá!

    —Exactamente, Kim, porque el poder desgasta las
    relaciones. Se puede estar una temporada en el poder, incluso se
    pueden llevar a cabo unos cuantos proyectos, pero a
    la larga, el poder llega a deteriorar seriamente las relaciones.
    El fenómeno habitual con los adolescentes,
    lo que llamamos rebeldía, responde en muchos casos al
    hecho de que han estado demasiado tiempo «sometidos al
    poder» en casa. Lo mismo ocurre en la empresa. El
    descontento de los empleados es con frecuencia una
    «rebeldía» encubierta.

    De repente me empecé a sentir fatal recordando el
    comportamiento
    de mi hijo y el pulso con el sindicato en
    la fábrica.

    —Por supuesto —siguió diciendo el
    profesor—, mucha gente sensata estará de acuerdo en
    que es importante mandar con autoridad en casa. Pero,
    ¿qué hay de las organizaciones voluntarias? Lee,
    tú que eres párroco supongo que tienes que lidiar
    con un montón de voluntarios, ¿no es
    así?

    —Desde luego —contestó el pastor.
    —y según tú, ¿esos voluntarios
    responden mejor al poder o a la autoridad?

    El pastor dijo riéndose: —¡No creo
    que nos fueran a durar mucho los voluntarios si tratáramos
    de utilizar el poder con ellos!

    —Desde luego que no —continuó
    Simeón—. Porque sólo están dispuestos
    a trabajar como voluntarios en una organización que
    satisface sus necesidades. Veamos qué pasa en la empresa;
    ¿tratamos también con voluntarios en el mundo de
    los negocios?

    Tuve que pararme a pensarlo un momento. Mi primera
    respuesta fue «por supuesto que no son voluntarios»,
    pero Simeón me hizo reconsiderar mi postura.

    —Piénsalo un poco. Podemos contratar sus
    manos, sus brazos, sus piernas y sus espaldas, y el mercado nos
    ayuda a determinar la tarifa. Pero, ¿no son también
    voluntarios en el sentido más estricto del término?
    ¿Acaso no tienen libertad para irse? ¿No pueden
    irse a la empresa de enfrente por cinco centavos más por
    hora?, ¿o incluso por cinco centavos menos, caso de que
    realmente no les gustemos nada? Por supuesto que pueden. y
    ¿qué hay de su corazón, de su mente, de su
    compromiso, de su creatividad,
    de sus ideas? Todo eso no puede exigirse, sólo ofrecerse
    voluntariamente. ¿O es que se pueden ordenar o exigir
    cosas como el compromiso, la excelencia o la
    creatividad?

    La entrenadora objetó: —Simeón, creo
    que vives en un mundo irreal. ¡Si no se ejerce el poder, la
    gente no te respeta!

    —Puede ser, Chris. No quiero que creáis que
    soy un lunático, sé perfectamente que hay ocasiones
    en que uno tiene que ejercer el poder. Porque no queda más
    remedio que echar mano de los medios de
    educación
    más tradicionales en casa, o porque hay que despedir a un
    empleado desastroso, hay veces en que necesitamos recurrir al
    poder. Lo que os estoy sugiriendo es que cuando no queda
    más remedio que ejercer el poder, el líder debe
    dejar claro por qué se ha visto obligado a ello y es que
    si hay que recurrir al ejercicio del poder es porque ha fallado
    nuestra autoridad. O peor aún, ¡puede que, para
    empezar, no tuviéramos ninguna autoridad!

    —Pero la gente sólo responde al poder
    —insistió el sargento.

    —Eso puede haber sido cierto en alguna
    época, Greg —asintió el profesor—. Pero
    hoy en día la respuesta de la gente al poder ha cambiado
    mucho. Piensa por todo lo que ha pasado este país en los
    últimos treinta años. Hemos vivido la década
    de 1960, hemos visto cómo se ponían en tela de
    juicio el poder y las instituciones.
    Hemos sido testigos de abusos de poder por parte del gobierno:
    Watergate, Irangate, Whitewatergate, en fin, todos los
    «gate» que se te ocurran. Ha habido varios casos de
    importantes prebostes de la iglesia mezclados en
    escándalos tan escabrosos como vergonzosos. Hemos pillado
    a los militares mintiéndonos sobre My Lai, el Agente
    Naranja, y no está claro si también mienten en lo
    del Síndrome de la Guerra del Golfo. Los medios de
    comunicación y Hollywood nos han presentado a grandes
    líderes del mundo empresarial como insaciables
    depredadores del medio
    ambiente, malhechores que no merecen ninguna confianza. Creo
    que nunca ha habido tanto escepticismo como hoy en
    relación con la gente que ocupa posiciones de
    poder.

    Intervino el pastor: —La semana pasada leí
    en USA Today que hace treinta años tres de cada
    cuatro ciudadanos decían confiar en el gobierno. Hoy en
    día las estadísticas hablan de uno de cada cuatro.
    Me parece bastante significativo.

    —Todo esto está muy bien en teoría
    —volvió a objetar la entrenadora—. Pero si,
    según dices, la autoridad y la influencia son la manera de
    conseguir que la gente haga lo que tiene que hacer,
    ¿cómo puedes conseguir forjarte esa autoridad,
    teniendo en cuenta la diversidad de gente con la que tenemos que
    lidiar hoy en día?

    —Paciencia, Chris, paciencia
    —respondió riéndose el profesor—. Ahora
    llegamos a ello.

    El sargento echó una ojeada al reloj y
    pidió la palabra: —Simeón, tengo ganas de
    hablar, así que como buen alumno que soy voy a hacerlo.
    ¿Podemos dar por terminada la sesión de la
    mañana?, necesito ir al servicio.

    Nos servían tres sustanciosas comidas diarias:
    desayuno a las ocho quince (tras la misa de la mañana),
    comida a las doce treinta (tras el oficio de nona), y cena a las
    seis de la tarde (tras vísperas). La comida era sana,
    simplemente condimentada y deliciosa, y la servía un monje
    simpático y muy servicial, el hermano Andrew.

    Para mi sorpresa, conseguí asistir a todos y cada
    uno de los cinco servicios diarios durante mi estancia en el
    monasterio. Todos los días empezaban con los maitines a
    las cinco treinta, seguía la misa a las siete treinta,
    luego el oficio de mediodía, las vísperas a las
    siete treinta y las completas se rezaban a las ocho treinta. Los
    oficios solían durar entre veinte y treinta minutos, y
    todos eran ligeramente distintos según la hora. Al
    principio me parecieron bastante monótonos, pero
    según iba pasando la semana me sorprendí a
    mí mismo deseando que llegara la hora del siguiente. Los
    oficios conseguían centrarme, me regulaban el día y
    me otorgaban tiempo para reflexionar, algo que hacía
    años que no practicaba demasiado.

    Mi compañero de habitación y yo nos
    llevábamos bien. Descubrí que Lee era una persona
    muy abierta, sin demasiadas pretensiones, a diferencia de muchas
    personas religiosas que yo había conocido. Aunque no
    pasábamos mucho tiempo juntos, solíamos cambiar
    impresiones antes de retiramos, al final de cada jornada. De
    todas formas, generalmente estábamos tan cansados del
    madrugón y de las actividades cotidianas que nos
    quedábamos dormidos en seguida. En conjunto era un
    compañero de habitación ideal.

    Como era de esperar, cada uno de los seis participantes
    del retiro teníamos distinta procedencia; nuestro
    denominador común era el hecho de que cada uno de nosotros
    tenía un puesto de liderazgo en nuestras respectivas
    organizaciones. Todos teníamos gente a nuestro
    cargo.

    El día estaba organizado en torno a los cinco
    oficios, las tres comidas y las cuatro horas de clase, con alguna
    pequeña pausa. El resto del tiempo solíamos
    dedicarlo a la lectura, la
    conversación, los paseos por aquellos espléndidos
    parajes, o a bajar los 243 escalones que llevaban hasta el
    maravilloso lago Michigan, para dar una vuelta por la
    playa.

    Durante la sesión de la tarde, el profesor nos
    pidió que nos pusiéramos por parejas. Kim me
    sonrió y me senté con ella, esta vez dispuesto a
    escucharla.

    —Vamos a intentar completar un poco esta idea de
    forjar autoridad, o influencia, si preferís, en los
    demás. Quiero que cada uno de vosotros piense en una
    persona que, en algún momento de vuestra vida, haya tenido
    sobre vosotros una autoridad, de acuerdo con la definición
    que dimos esta mañana. Puede ser un profesor, un
    entrenador, una esposa, un jefe…, da lo mismo. Pensad en
    alguien que haya sido una autoridad en vuestra vida, alguien por
    quien estaríais dispuestos a hacer cualquier cosa
    —pensé de inmediato en mi querida madre, que
    había muerto diez años antes—.

    —Luego —continuó
    Simeón—, me gustaría que hicierais con
    vuestra pareja una lista de las cualidades de esa persona.
    Escribidlas según se os vayan ocurriendo, como la lista de
    la compra, y luego juntad las dos listas. A continuación
    quiero que cada equipo reduzca a tres, máximo cinco, las
    cualidades que os parecen esenciales para desarrollar autoridad
    sobre la gente, sobre la base de esa experiencia
    personal.

    El ejercicio me resultó fácil porque mi
    madre ha tenido gran influencia en mi vida, y me habría
    hecho realmente feliz haber podido hacer lo que fuera por ella,
    pero desgraciadamente ya no era posible. Escribí
    rápidamente: «paciente, comprometida,
    cariñosa, atenta, digna de confianza» y le
    pasé la hoja a Kim. Me sorprendió descubrir que la
    lista de Kim era muy parecida a la mía. Su elección
    había recaído sobre un antiguo profesor de
    instituto que había tenido mucha influencia en su
    vida.

    Simeón se acercó a la pizarra y
    pidió a cada grupo su lista. Otra vez me quedé
    estupefacto de la similitud que presentaban las listas de los
    diferentes equipos. Las diez respuestas más recurrentes
    eran:

    Honrado, digno de confianza

    Ejemplar

    Pendiente de los demás

    Comprometido

    Atento

    Exige responsabilidad a la gente

    Trata a la gente con respeto

    Anima a la gente

    Actitud positiva, entusiasta

    Aprecia a la gente

    Simeón se volvió de espaldas a la pizarra
    y comentó: —Una lista estupenda, estupenda.
    Volveremos sobre ella más adelante a lo largo de la semana
    y la compararemos con otra que muchos de vosotros
    conocéis. Pero, de momento, tengo dos preguntas que
    haceros sobre vuestra lista. La primera es:
    ¿cuántas de estas características, que a
    vuestro juicio son esenciales para mandar con autoridad, son
    innatas?

    Todos dedicamos un momento a mirar la lista con
    atención hasta que Kim dijo escuetamente:

    —Ninguna. —Yo no estoy tan seguro
    —objetó el sargento—. La actitud
    positiva, entusiasta, la capacidad de apreciar son probablemente
    innatas. Yo nunca he sido ese tipo de persona, ni tengo especial
    interés en serlo.

    —¿Ah, no? Pues puede que cambiaras de idea
    por 25.000 dólares —replicó el
    pastor.

    —¿A qué viene eso, predicador?
    —Supón que te digo que te doy una prima de 25.000
    dólares si, de aquí a seis meses, muestras una
    actitud más positiva, de mayor entusiasmo y aprecio hacia
    la tropa. La pregunta que te hago es la siguiente, Greg:
    ¿veríamos aumentar por tu parte «el
    peloteo» hacia la tropa, o no?

    El sargento asintió, con la cabeza tan gacha que
    casi le llegaba a las deportivas, y dijo:

    —Entiendo tu punto de vista, Lee. Simeón
    salió al quite diciendo:

    —Todas esas características que
    habéis dado son comportamientos; y el comportamiento es
    materia de elección. Vamos con la segunda pregunta:
    ¿cuántas de estas características, de estos
    comportamientos, practicáis normalmente?

    —Todas ellas —respondió la directora
    de escuela—. En mayor o menor medida las practicamos todas.
    Algunas mejor que otras, y algunas casi nada. Por muy mal que se
    le dé a uno escuchar, alguna vez no queda más
    remedio que hacerlo; y el más sinvergüenza puede ser
    un honrado padre de familia.

    —Fantástico, Theresa —dijo el
    profesor sonriendo——. Estos rasgos de carácter
    se desarrollan muchas veces a una edad temprana y se convierten
    en comportamientos habituales. Algunos de nuestros
    hábitos, de nuestros rasgos de carácter, siguen
    madurando, evolucionan hasta niveles superiores, mientras que
    otros no cambian prácticamente nada desde la adolescencia.
    El reto para el líder consiste en identificar aquellos
    rasgos en los que necesita trabajar y en aplicarles el reto de
    los 25.000 dólares de Lee. Es un reto que tenemos que
    aceptar para cambiar nuestros hábitos, nuestro
    carácter, nuestra naturaleza.
    Yeso requiere un gran esfuerzo.

    —Nadie puede cambiar su naturaleza —dijo el
    sargento en tono desafiante. "'

    —No cambies de canal, Greg, volvemos en seguida:
    —replicó el profesor con un guiño.

    Después de la pausa de la comida, dedicamos el
    resto del día a discutir la importancia de las relaciones
    humanas.

    Empezó el profesor: —Dicho en
    términos sencillos, el liderazgo consiste en conseguir que
    la gente haga una serie de cosas. Cuando trabajamos con gente,
    cuando queremos conseguir que la gente haga cosas, nos
    encontramos siempre con dos dinámicas: la tarea y la
    relación humana. Es fácil que los líderes
    desequilibren la balanza en favor de una de las dinámicas,
    y claro está, en detrimento de la otra. Por ejemplo, si
    nos centramos sólo en que se lleve a cabo la tarea y
    descuidamos la relación, ¿qué
    síntomas van a aparecer?

    —¡Huy, qué fácil!
    —respondió la enfermera—. Para detectar a los
    más tiranos en el hospital no hay más que fijarse
    en quién tiene más movimiento de
    personal en su área. Nadie quiere trabajar para
    ellos.

    —Exacto, Kim. Si nos centramos sólo en la
    tarea y no en la relación humana, nos encontramos con
    cambios permanentes de personal, rebeldía, falta de
    calidad, bajo nivel de compromiso, bajo nivel de confianza y
    otros síntomas igualmente indeseables.

    —Sí, sí —me encontré
    diciendo—; hace poco en mi empresa tuvimos que pararle los
    pies al sindicato, tal vez porque nos habíamos centrado
    demasiado en la tarea. Lo único que me importaba era el
    resultado final, y las relaciones humanas probablemente se
    resintieron de ello.

    —¡Pero la tarea es importante!
    —señaló el sargento—. No creo que
    ninguno de nosotros dure mucho en su trabajo si no consigue que
    se haga lo que hay que hacer.

    —Eso es absolutamente cierto, Greg
    —asintió Simeón—. Si el líder no
    consigue que se lleven a cabo las tareas asignadas, y sólo
    se ocupa de la relación humana, puede que sea estupendo
    como canguro, pero desde luego no será lo que se dice un
    líder. Por lo tanto, la clave del liderazgo es llevar a
    cabo las tareas asignadas fomentando las relaciones
    humanas.

    Se me ocurrió una idea que quise poner en
    común. —Yo pienso que es posible que esto
    esté cambiando un poco, pero muchos, por no decir la
    mayoría de la gente que asciende hoy en día a
    puestos de liderazgo, llega a ellos por sus capacidades técnicas o
    relacionadas con el trabajo. Es
    una trampa muy habitual en la que he reparado muchas veces a lo
    largo de mi carrera. Promovemos a nuestro mejor conductor de
    carretillas elevadoras al puesto de supervisor, y de paso creamos
    dos problemas nuevos: ¡perdemos a nuestro mejor conductor y
    nos encontramos con un supervisor infame! Así que debido a
    esta perniciosa tendencia, los que se encuentran en la
    mayoría de los puestos de liderazgo son probablemente en
    su mayoría gente orientada hacia la técnica o la
    tarea.

    —Bien puede ser que estés en lo cierto,
    John —replicó el profesor—. Antes dijimos que
    el poder puede acabar con las relaciones humanas. Ahora la
    pregunta que tenemos que planteamos es la siguiente: ¿son
    importantes las relaciones humanas en vuestro ámbito de
    liderazgo? Me ha llevado prácticamente toda la vida el
    aprender que la gran verdad de todo en esta vida son las
    relaciones, las relaciones con Dios, con uno mismo y con los
    demás. y esto es especialmente cierto en los negocios,
    porque si no hay gente, no hay negocio. Las familias que
    funcionan, los equipos que funcionan, las iglesias que funcionan,
    los negocios que funcionan, todos tienen que ver con relaciones
    humanas que funcionan. Los grandes líderes de verdad
    poseen el arte de construir relaciones que funcionan.

    —¿Podrías ser más concreto,
    Simeón? —pidió la entrenadora—. Para
    mí los negocios tienen que ver con ladrillos,
    hormigón y máquinas.
    ¿A qué relaciones exacta mente te
    refieres?

    —Para tener un negocio que funcione y que
    prospere, tienen que funcionar las relaciones con los A.C.E.P en
    la
    organización. Y no me estoy refiriendo a los Altos
    Cargos de Empresa Pistonudos, precisamente. Me refiero a los
    Accionistas (o Propietarios), a los Clientes, a los Empleados y a
    los Proveedores.
    Por ejemplo, si nuestros clientes se nos van, o se van a la
    competencia,
    tenemos un problema de relación. No estamos identificando
    y satisfaciendo sus necesidades legítimas. y la :regla
    número uno de todo negocio es que si no somos capaces de
    satisfacer las necesidades de nuestros clientes, otros lo
    harán.

    Estas palabras me hicieron reaccionar: —Desde
    luego, se acabó la época en que bastaba con hacerle
    unas fiestas al cliente e
    invitarle a comer para firmar el contrato. Ahora
    lo importante es la calidad, el servicio y los precios.

    El profesor asintió: —Eso es, John, se
    trata de satisfacer sus legítimas necesidades. Y el mismo
    principio vale para los empleados. La agitación obrera, el
    malestar, las huelgas, la moral baja,
    a falta de confianza y el bajo nivel de compromiso son meros
    síntomas de un problema de relación. Las
    legítimas .1ecesidades de los empleados no están
    siendo satisfechas.

    Recordé inmediatamente a mi jefe cuando me dijo
    que a campaña sindicalista en la fábrica era un
    problema de gestión y yo preferí no hacerle
    caso.

    —Voy a ir incluso más allá. Si no
    satisfacemos las necesidades de los propietarios o de los
    accionistas, también se verá la empresa en un serio
    problema. Los accionistas tienen la legítima necesidad de
    conseguir unos dividendos justos de su inversión, y si, como empresa, no
    satisfacemos su necesidad, las relaciones con los accionistas no
    van a ser precisamente buenas. Intervino el pastor:

    —Eso es cierto, hermano Simeón… y si los
    accionistas están contentos, no creo que vayamos a durar
    mucho como empresa. Tuve ocasión de aprender esto de forma
    bastante dolorosa hace muchos años, cuando era director
    general de un gran centro turístico en Arizona. Todos nos
    o pasábamos muy bien trabajando y no prestábamos
    mucha atención a los resultados económicos, hasta
    que se terminó la bonanza. Fui directamente de la cola del
    paro al seminario.

    El profesor siguió con su argumento. —El
    mismo principio de relación es válido para nuestros
    vendedores y proveedores, para los recursos financieros, y para
    cualquier área o servicio en nuestra empresa. En resumen,
    una relación de simbiosis que funcione con os clientes,
    los empleados, los propietarios y los proveedores, es el seguro
    para que un negocio funcione. Los verladeros líderes
    entienden perfectamente este sencillo principio.

    El sargento seguía sin convencerse:

    —Pero, a fin de cuentas,
    Simeón, ¿quieres que te diga lo que realmente hace
    que la tropa, los empleados y todos los demás estén
    contentos? La respuesta siempre es la misma: «la
    pasta».

    —Por supuesto que el dinero es
    importante, Greg. Retén un cheque de paga
    y verás si el dinero es importante. Sin embargo, en las
    encuestas que
    se han hecho en este país desde hace décadas, el
    dinero ocupa sistemáticamente el cuarto o el quinto lugar
    en la lista de lo que la gente espera de su empresa. El ser
    tratados con
    dignidad y
    respeto, el ser capaces de contribuir al éxito de la
    empresa, el sentirse parte de ella, siempre aparecen por encima
    del dinero. Desgraciadamente, los líderes, en su
    mayoría, han optado por no dar crédito a las
    encuestas.

    El pastor, que no paraba de rebullirse en la silla y que
    a todas luces estaba deseando hablar, dijo finalmente:

    —Pensemos en la institución del matrimonio
    en este país; casi la mitad de esas asociaciones, que
    podríamos definir como organizaciones, fracasan.
    ¿Sabéis cuál es la razón
    número uno que se esgrime para explicar el fracaso?
    ¡Dinero y problemas financieros! Pero vamos,
    ¿quién de vosotros puede creérselo?
    ¡Eso es como decir que los pobres no pueden estar
    felizmente casados! ¡Qué absurdo! He sido consejero
    matrimonial durante años en mi oficio pastoral y puedo
    asegurar os que todo el mundo le echa la culpa siempre al dinero
    porque es algo tangible, a lo que se pueden agarrar. Pero la
    raíz de estos problemas es siempre la pobreza de las
    relaciones.

    —Buen punto —salté yo—. En una
    reciente reunión con los sindicatos en
    nuestra fábrica todo el mundo insistía en que el
    problema principal era el económico, hasta el punto de que
    llegué a convencerme de que así era. Pero el asesor
    de asuntos sindicales que contratamos para que nos ayudara ante
    la campaña sindicalista no paraba de decirme que el
    problema no era el dinero. Insistía en que se trataba de
    un problema de relaciones, pero yo no le creí. Puede que
    tuviera razón.

    La directora de escuela preguntó:
    —Simeón, si las relaciones humanas son tan
    importantes en la empresa y en la vida, y en eso estoy de acuerdo
    contigo, ¿cuál es, a tu juicio, el ingrediente
    más importante para conseguir una relación que
    funcione?

    —Me alegro de que lo preguntes, Theresa
    ——contestó en el acto el profesor—. La
    respuesta es muy sencilla: confianza. Sin confianza es
    difícil, por no decir imposible, mantener una buena
    relación. La confianza es lo que permite cimentar los
    distintos elementos de una relación. Si no estás
    muy segura de que esto sea así, por qué no te
    preguntas cuántas buenas relaciones mantienes tú
    con gente de la que no te fías ¿Te apetece salir a
    cenar con esa gente un sábado por la noche? Sin unos
    niveles básicos de confianza, los matrimonios se rompen,
    las familias se descomponen, las empresas se arruinan, los
    países se vienen abajo. Y la confianza llega cuando uno se
    la merece. Hablaremos más del tema en esta
    semana.

    Estoy seguro de que, en esa primera lección de
    aquel primer domingo de octubre, discutimos sobre muchas
    más cosas, pero esos son los puntos que recuerdo con
    más claridad. Me venían a la cabeza tantos
    pensamientos y me embargaban tantas emociones a la
    vez que me costó mucho trabajo mantener la atención
    hasta el final del día. No dejaba de pensar en las
    responsabilidades que había asumido: jefe, padre, marido,
    entrenador… Y estas responsabilidades, unidas a mi estilo de
    liderazgo de poder, me daban verdadero vértigo. Cuando me
    derrumbé aquella noche sobre la cama me sentía
    deprimido y absolutamente exhausto.

    CAPÍTULO DOS
    El paradigma
    antiguo
    (*)

    CAPÍTULO TRES
    El modelo (*)

    CAPÍTULO CUATRO
    El verbo (*)

    CAPÍTULO CINCO
    El entorno (*)

    CAPÍTULO
    SEIS
    La
    elección
    (*)

    CAPÍTULO SIETE
    Los resultados
    (*)

    (*)Para ver el texto completo
    seleccione la opción "Descargar" del menú
    superior

    Epílogo

    Un viaje de tres mil leguas empieza con
    un solo paso.

    PROVERBIO CHINO

    Los seis participantes del retiro comimos juntos por
    última vez antes de decimos adiós. Corrieron muchas
    lágrimas. Hasta el pastor y el sargento se abrazaban y
    reían a carcajadas.

    El sargento propuso que nos volviéramos a reunir
    en un plazo exacto de seis meses, y todos prometimos asistir con
    gran entusiasmo. Greg se ofreció también para hacer
    de secretario del grupo y prometió que nos
    informaría a todos de la fecha y el lugar de la
    reunión. El mismo que tantos problemas había tenido
    con el retiro era el que no quería que se
    acabara.

    Estaba empezando a ver con claridad que las cualidades
    que más me irritaban en los otros, en gente como el
    sargento, eran las que más aborrecía en mí
    mismo. En Greg estaban sencillamente un poco más a la
    vista, porque al menos él era auténtico y no se
    engañaba a sí mismo. Uno de los muchos
    propósitos que me había hecho esa semana era
    engañarme un poco menos y esforzarme un poco por ser
    auténtico con la gente. «Humildad» creo que
    fue la palabra que empleó el profesor.

    —Espero que Simeón pueda asistir a nuestra
    reunión —apuntó la enfermera—. Greg, no
    vayas a olvidarte de invitarle, ¿de acuerdo?

    —Eso está hecho —prometió el
    sargento—. Por cierto, ¿ha visto alguien a
    Simeón? Realmente esperaba tener ocasión de
    despedirme de él.

    Di una vuelta buscando al profesor, pero parecía
    haberse esfumado.

    Cogí la bolsa de mi habitación y
    salí a sentarme en el banco cercano al aparcamiento
    arenoso. Sabía que Rachael asomaría en cualquier
    momento, y me entró cierto pánico.
    Tenía que despedirme de Simeón como
    fuera.

    Dejé la bolsa y fui hasta las escalinatas que
    bajaba al lago Michigan. A lo lejos divisé una figura
    humana y bajé las escaleras gritando:
    «¡Simeón, Simeón!». Se
    paró y se volvió hacia mí, que llegaba a la
    carrera.

    Nos quedamos uno frente a otro y nos dimos un abrazo de
    despedida.

    —No sé como agradecerte esta semana,
    Simeón —murmuré azarado——. He
    aprendido tantas cosas importantes… Espero ser capaz de poner
    en práctica algo de lo que he aprendido cuando vuelva a
    casa.

    El profesor me dijo mirándome a los
    ojos:

    —Hace mucho tiempo, un hombre llamado Siro dijo
    que de nada vale haber aprendido bien algo si no se hace bien. Lo
    harás bien, John, estoy seguro.

    Sus ojos me comunicaban que sabía que yo
    lo haría bien, y aquello me dio esperanzas.

    —Pero, ¿por dónde empiezo,
    Simeón? —Empiezas con una elección.
    .

    Subí lentamente los 243 escalones y me
    senté de nuevo en el banco, junto a mi bolsa, a esperar a
    Rachael. Acababa de salir el último coche y los jardines
    del monasterio se habían quedado desiertos y silenciosos.
    Yo escuchaba crujir las hojas secas arrastradas por el
    cálido viento de otoño que soplaba desde el lago.
    Pronto me quedé abismado en mis pensamientos.

    No sé cuánto tiempo pasó antes de
    que el lejano sonido de un
    coche que se acercaba me hiciera volver a la realidad. Pude ver
    la nube de polvo que arrastraba nuestro Mercury Mountaineer
    blanco mientras subía lentamente por la pista y giraba en
    la arena del aparcamiento.

    Me levanté lentamente y se me llenaron los ojos
    de lágrimas al mirar por última vez el lago
    Michigan. En mi fuero interno hice un
    propósito.

    Oí el golpe de la puerta de la furgoneta y me di
    la vuelta para ver a una radiante Rachael corriendo hacia
    mí. En aquel momento me pareció más hermosa
    que nunca.

    Se echó en mis brazos y la mantuve abrazada hasta
    que ella deshizo el abrazo.

    —¡Qué sorpresa!
    —bromeó—. ¡No recordaba cuándo
    fue la última vez que te solté yo primero! Me ha
    encantado.

    —Pues es sólo el primer paso de un nuevo
    viaje —le contesté con orgullo.

    FIN

     

    Gastón Pozzo

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