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Luis María Drago:Deuda externa y soberanía




Enviado por a.cabello



    Luis María Drago:Deuda externa y
    soberanía

    1. El estadista
    2. El hecho
    3. La causa
    4. La
      doctrina
    5. La
      advertencia

     El otro tema que constituyó una
    satisfacción fue el enunciado de la llamada Doctrina
    Drago. Se difundió a fines de diciembre de 1902 […] En
    mayo de aquel año había fallecido Amancio Alcorta y
    yo pedí a Joaquín V. González que se hiciera
    cargo provisoriamente de Relaciones Exteriores, lo que hizo hasta
    agosto, cuando nombré al joven Luis M. Drago. Yo no lo
    conocía pero me habían hablado de su
    actuación como diputado y de su versación
    jurídica […] Y bien: fue Drago quien me convenció
    que la Argentina debía exponer su posición
    contraria al uso de la fuerza en el
    cobro de las deudas públicas. La nota estaba dirigida a
    nuestro ministro en Washington para que la transmitiera al
    Secretario de Estado.
    Sosteníamos en el documento que, cuando un capitalista
    presta dinero a un
    gobierno, lo hace
    midiendo sus riesgos y
    evaluando la seriedad y solidez del deudor, por lo tanto no puede
    llamar en su auxilio a su gobierno para que éste le oficie
    de cobrador armado. Aunque suelo ser
    bastante escéptico en materia de
    declaraciones teóricas, la que redactó Drago tuvo
    una sorprendente repercusión años después en
    diversos congresos internacionales y ámbitos
    académicos.[1]

     EL
    ESTADISTA

     Jurista, sociólogo, político.
    Contribuyó con su accionar a dejarnos la enseñanza de una acendrada
    consagración al respeto del
    país, al ejercicio de las instituciones
    y al imperio de las normas políticas
    y jurídicas.

    Su figura trascendió las fronteras de
    Hispanoamérica asignándole singulares relieves
    tanto como ministro de Relaciones Exteriores de Roca (2/8/1902 a
    18/7/1903) cuanto con motivo de su actuación en la
    Conferencia
    Internacional de la Haya (1907) o en su misión
    como árbitro en el pleito de las pesquerías del
    Atlántico Norte -Terranova – suscitado entre Gran
    Bretaña y Estados Unidos
    (1910).

    Drago fue convocado a la Cancillería luego de
    haber realizado lo tradicional en los varones de su
    generación.[2] Transitó el periodismo:
    La Tribuna Nacional, de Andrade; El Diario, de
    Lainez; El Censor, de Sarmiento; La Nación,
    de Mitre. Trazó rumbos en la magistratura: juez, fiscal y
    camarista de Mercedes y La Plata y – luego – fiscal
    de Estado de la provincia de Buenos Aires.
    Fijó posiciones en la cátedra (profesor de
    Derecho Civil
    en la Universidad de
    Buenos Aires) y en el libro (varios
    son sus ensayos sobre
    jurisprudencia, sociología, antropología,
    etc).[3]

    En política (luego de un
    breve paso por la Cámara Joven bonaerense) fue proclamado
    candidato por el P.A.N. y elegido diputado nacional por Buenos
    Aires en 1902 y, posteriormente, por la Capital
    Federal en 1906 y 1912.

    En un parlamento en el que se destacaron no pocos
    talentos su labor se perfiló con nitidez. Palabra de
    hombre de
    leyes,
    carácter independiente y enérgico,
    llegado el caso no vaciló en defender sus ideas o declinar
    posiciones expectantes para salvaguardar lo valioso y permanente:
    la consideración que cada uno se debe a sí mismo y
    a los demás.

    Así, en la Cámara de Diputados, lo
    expresó al salir al cruce de apasionadas – e
    intencionadas – críticas formuladas a su
    actuación internacional:

    Yo no busco de ninguna manera el éxito;
    he querido simplemente salvar mis opiniones. Creo que en
    política y en circunstancias difíciles, la
    verdadera destreza consiste en una valerosa buena fe. El
    carácter salva a los hombres de muchos peligros en que la
    sutileza naufraga, y es una firme sinceridad lo único que
    puede dar solidez al éxito o dignificar la derrota […]
    Los principios que se
    ajustan al ideal inmanente de justicia valen
    por sí y poco importa la fuerza de que se disponga cuando
    son proclamados. Tarde o temprano se
    imponen.[4]

    EL
    HECHO

     La situación latinoamericana a comienzos de
    diciembre de 1902 era extremadamente seria: naves inglesas,
    alemanas e italianas bloqueaban y bombardeaban puertos
    venezolanos (Maracaibo, La Guayra y Puerto Cabello), amenazando
    con un desembarco y ocupación del territorio, configurando
    un verdadero casus belli.

    La insólita – aunque tradicional –
    agresión respondía al rechazo del presidente
    Cipriano Castro al ultimátum de esas potencias para que,
    en el perentorio término de cuarenta y ocho horas,
    reconociera el pago de ciertas obligaciones
    pecuniarias, cuyo cumplimiento reclamaban de tiempo
    atrás comerciantes y financistas de esas nacionalidades.
    Se trataba de indemnizaciones por perjuicios sufridos a causa de
    las frecuentes revoluciones que se producían en Venezuela.

    Después de arduas gestiones a las que Caracas
    respondió asegurando que una vez restablecida la paz
    interior honraría todas sus obligaciones, se produjo el
    apresamiento de barcos de la pequeña armada local con la
    abierta (y aviesa) intención de apoderarse de la aduana de la
    ciudad de La Guayra.

    El ataque conmocionó a toda Hispanoamérica
    y, en especial, a la Argentina. El enojo y la zozobra eran
    legítimos dado que la deuda externa – producto de
    las grandes inversiones
    foráneas, hechas al amparo de nuestro
    enorme crédito
    – y la constante prédica colonialista de las
    naciones acreedoras hacían sospechar que, ante
    algún eventual atraso en el pago de los servicios,
    podía sucedernos lo mismo que a Venezuela.

    Agresión que – por otra parte –
    sólo había ocasionado el siguiente comentario del
    presidente Theodore Roosevelt quien, con un lenguaje
    profético y por demás elocuente, manifestó
    ante el congreso norteamericano (1901) que:

    …no había nada que comentar respecto de este
    tipo de represalias contra un Estado que se conduce mal
    …[5]

    Todos estos hechos y otros similares acaecidos en las
    entonces denominadas naciones débiles, hoy
    países en vías de desarrollo o mercados
    emergentes
    , no sólo en Latinoamérica sino también en
    Egipto,
    Túnez, Turquía, Grecia,
    China, etc.
    advirtieron y preocuparon a muchos. Drago, con posterioridad
    diría:

    … en aquella época, yo mismo en el
    Ministerio de Relaciones Exteriores no hacía sino recibir
    reclamaciones a cada instante, cada vez más violentas, con
    cualquier pretexto.[6]

    La opinión
    pública, la prensa – en
    general – y la mayoría de los intelectuales
    y políticos execraron la actitud de la
    coalición europea y la pasividad – casi
    cómplice – de Estados Unidos. Exigieron, entonces,
    acciones
    decididas y solidarias con la república hermana. Manuel
    Lainez avanzó sobre el problema con palabras que cobraron
    vigencia perenne:

    Los intereses nos vinculan más con Europa, pero el
    corazón
    y quizás algo más recóndito – la
    adivinación de un peligro común que avanza
    sordamente – nos vincula hacia la causa de
    Venezuela.[7]

    En este estado de cosas el gobierno de Caracas
    envió a su par de Buenos Aires una comunicación denunciando los hechos
    bélicos y solicitando apoyo diplomático. Por su
    parte, Drago insistía al presidente para que nuestra
    Cancillería estableciera oficialmente y de manera precisa
    la casi unánime opinión del país ante la
    coacción acreedora.

    Roca vacilaba, con argumentos de peso, ante la postura
    del ministro y sus seguidores (Pellegrini y Mitre, entre los
    más notorios). Al fin – sopesando costo y beneficio
    – accedió. Así, por la vía
    diplomática de rigor, el 29 de diciembre de 1902, Drago en
    nombre del gobierno argentino dirigió al representante en
    Washington (Martín García Merou) una nota a la
    Secretaría de Estado cuyo texto fijaba
    de manera explícita nuestra posición ante los
    sucesos.[8]

    LA
    CAUSA

     Ya en la última década del siglo XIX
    la política imperialista de los países
    fuertes
    – dado que el status quo del reparto
    colonial en el resto del mundo estaba prácticamente
    resuelto – se encaminó, sin dilaciones ni disimulos,
    hacia los países atrasados de
    Hispanoamérica; en los cuales la avidez de radicar
    inversiones financieras era estimulante por múltiples
    motivos, fundamentalmente por:

    1. Escasez de capitales nativos
    2. Baratura de las tierras
    3. Precio muy módico para los productos
      primarios
    4. Salario casi inexistente
    5. Fortísimo retorno de las colocaciones
      pecuniarias

    Esta política definirá el futuro de
    nuestros estados y la definirá en consecuencia de los
    réditos financieros de los grupos
    internacionales, los que se encaminaron – desde un primer
    momento – hacia los commodities, las comunicaciones
    y la operatoria bancaria.

    No en vano, durante nuestra crisis de
    1890, Miguel Cané-ministro en París-
    alertaba:

    Estamos al borde del abismo […] el gobierno
    inglés
    se está poniendo de acuerdo con Alemania para
    imponernos la intervención de Europa bajo la forma de una
    comisión financiera encargada de recaudar nuestros
    impuestos
    […] El golpe está montado y es terrible. Si llegan a
    poner las manos sobre nuestro país, por más
    promesas que hagan de pronta desocupación, adiós independencia.[9]

    Además, este avance del neocolonialismo
    encontró terreno propicio en la situación casi
    feudal – supérstite del período
    hispánico – imperante en los países
    iberoamericanos.

    En el caso de Venezuela, luego de 1830, acaecida la
    balcanización de la Gran Colombia
    bolivariana y ante la carencia de poder efectivo
    los subordinados del Libertador, sumergieron la situación
    política en un inacabable desacuerdo donde los intereses
    regionales, sectoriales y personales terminaron por hundir al
    país en el aquelarre de las luchas intestinas durante
    setenta años.

    En un paisaje plagado de conspiraciones, con una
    realidad económico – política y socio –
    cultural anclada aún en la época colonial, las
    presiones de las distintas zonas productivas disputaron el poder
    de las autoridades que – malamente – ejercían el
    control
    gubernamental. Entre 1830 y 1899 estallaron treinta y siete
    revoluciones acaudilladas por señores de la guerra
    que respondían – o eran ellos mismos – banes
    de los llanos, de Coro o del oriente los que según su
    habilidad y suerte se alternaron en el poder central.

    Finalmente, en 1899, la escena política
    mostró un profundo cambio. De la
    forma tradicional – es decir: por las armas– se
    impusieron los hombres de los Andes, cuyo líder
    el general Cipriano Castro tomó el gobierno apoyado por
    los estados cordilleranos y su, entonces,poderosa economía basada en el
    monocultivo del café.
    Este producto inclinó la balanza regional hacia el oeste
    donde Tachira, Mérida y Trujillo relegaron al resto del
    país manteniendo su control
    administrativo hasta 1945.

    Castro desde su llegada a la presidencia enfrentó
    las consabidas revoluciones. Con los métodos de
    la época (palo y palo) a los que sumó algunos
    rasgos de su personalidad y
    la importante e interesada ayuda de su lugarteniente Juan Vicente
    Gómez (luego presidente per se o por
    delegación desde diciembre de 1908 hasta su muerte, en
    diciembre de 1935) las venció unas tras otra.
    Debió, además, arrastrar una dificultad extrema. En
    los primeros años del siglo XX la situación
    financiera atravesaba una crisis terminal: el Estado no
    podía cumplir sus compromisos con la banca extranjera.
    Al segregarse de la Gran Colombia, Venezuela tomó a su
    cargo los servicios que le correspondían y continuó
    adquiriendo nuevos empréstitos que – leoninamente
    acordados e interesadamente administrados – la llevaron a
    la virtual cesación de pagos. Para colmo se sumó,
    en el mercado
    internacional, la baja a casi un tercio de la cotización
    del café.

    Ante el caótico hecho, Castro apeló a la
    toma de deuda interna. Los banqueros nativos a los que
    acudió – en forma poco atenta – utilizaron la
    situación para complotar. Con la aquiescencia de intereses
    extranjeros se coaligaron con todos los sectores de
    oposición (la Libertadora) con el fin de deponer
    – por las armas – a la Restauradora. Castro
    descubrió que sus adversarios habían sido
    financiados por capitales foráneos y accionó,
    entonces, en forma decidida y audaz: desligó al Estado del
    resarcimiento a terceros – tanto nativos cuanto extranjeros
    – por los perjuicios no producidos por su gobierno. Luego
    (marzo, 1902) declaró la cesación temporaria de
    pagos de la totalidad de los servicios de la deuda, con el
    compromiso de honrarlos posteriormente. De inmediato, obtuvo como
    respuesta el envío de una armada de las potencias
    implicadas que actuaron – cuando menos – con la
    anuencia implícita del gobierno de
    Roosevelt.[10]

    A su vez, en medio del desarrollo del
    desatado problema externo, en el frente interno, Juan V.
    Gómez logró aniquilar la sublevación de la
    Libertadora con la captura de Ciudad Bolívar,
    en julio de 1903.[11]

    Sin embargo, los problemas de
    los inversores europeos se mantuvieron a lo largo de todo el
    mandato de Castro, que duró hasta diciembre de 1908. Sin
    dudas, paradigma de
    los caudillos latinoamericanos de la época, Castro
    asumió una política exterior de respeto hacia los
    intereses nacionales frente a la desmesura y rapiña de los
    países fuertes. Cerril, su díscola postura
    hacia el capitalismo
    neocolonialista, su animosidad contra las divisas lo
    convirtieron en un estorbo para el mundo civilizado que no
    hesitó en bajarle el pulgar para luego entenderse y medrar
    durante los largos y tristes años de la dictadura
    gomecista.[12]

    LA
    DOCTRINA

      Al proclamar los postulados de Monroe, el
    gobierno de Estados Unidos no requirió el apoyo argentino.
    A su vez, en ningún momento, Argentina brindó
    oficialmente su respaldo.

    Nuestro país afianzó, entonces, el
    liderazgo de
    la desaprobación latinoamericana contra cualquier
    manifestación de injerencia extranjera que-a la postre-
    intentara conllevar la puesta en juego de la
    soberanía. Así, en 1868, Carlos
    Calvo expresó su postura doctrinaria acerca de las
    inversiones foráneas: los financistas sólo
    podrían acudir a los tribunales correspondientes al estado
    deudor.

    Con posterioridad (Primera Conferencia Panamericana,
    1889) ambos países acordaron el principio de arbitraje para el
    hemisferio pero únicamente enunciaron un esbozo blando e
    improductivo, debido a que – en pleno desarrollo interno
    – otras prioridades, probablemente, hayan debilitado el
    interés
    en tal empresa.

    En un clima de
    desconfianza – como hemos visto – dadas las
    situaciones creadas por la política expansionista europea
    en diversos países débiles de otras partes
    del mundo, estalló el problema de Venezuela. Problema que
    estableció una provocación tanto a la Doctrina
    Monroe como a la postura iberoamericana contraria a la
    intromisión armada de las potencias centrales. La idea de
    que Venezuela podía llegar a convertirse en un enclave
    enfocado contra la hegemonía norteamericana en el Caribe y
    la posición Argentina en América
    del Sur fue muy meditada en los círculos políticos
    y diplomáticos de Washington y Buenos Aires. Drago –
    entre otros – estaba persuadido del apetito que los
    colonialistas europeos tenían por los territorios
    latinoamericanos. Así expresó sus sospechas de que
    la gestión
    oficial de esos gobiernos – con el objeto de hacer
    efectivos los intereses de los empréstitos a naciones cuyo
    desequilibrio político y económico condenaba a la
    insolvencia – encubriera la intención de apoderarse
    de espacios estratégicos.[13]

    En consecuencia manifestó que: El cobro
    militar de los empréstitos supone la ocupación
    territorial para hacerlo efectivo y la ocupación
    territorial significa la supresión o subordinación
    de los Gobiernos locales en los países a que se
    extiende.

    Tal situación aparece contrariando
    visiblemente los principios muchas veces proclamados por las
    naciones de América y muy particularmente la doctrina de
    Monroe con tanto celo sostenida y defendida en todo tiempo por
    los Estados Unidos, doctrina a la que la República
    Argentina ha adherido solemnemente antes de ahora.
    Y,
    puntualizó:

    … lo único que la República Argentina
    sostiene y lo que vería con gran satisfacción
    consagrado con motivo de los sucesos de Venezuela, por una
    nación
    que como los Estados Unidos goza de tan grande autoridad y
    poderío, es el principio ya aceptado de que no puede haber
    expansión territorial europea en América, ni
    opresión de los pueblos de este hemisferio, porque una
    desgraciada situación financiera pudiese llevar a alguno
    de ellos a diferir el cumplimiento de sus compromisos. En una
    palabra, el principio que quisiera ver reconocido, es el de que
    la deuda
    pública no puede dar lugar a la intervención
    armada, ni menos a la ocupación material del suelo de las
    naciones americanas por una potencia
    europea.[14]

    La nota despertó el interés del
    departamento de Estado no sólo por su contenido sino
    también por proceder de una cancillería que
    había dado largas a las proposiciones panamericanistas
    que, en un primer momento, emanaron de la Doctrina Monroe.
    Empero, en torno de la
    agresión europea a Venezuela, Washington no
    internalizó – según la opinión de
    algunos autores – el alcance de la
    comunicación argentina. O, suponemos, hizo caso omiso
    de la misma, dado que al reducir su geopolítica a evitar contrariedades con las
    potencias bloqueadoras (en particular con el acuerdo que
    intentaban acuñar Chamberlain y Guillermo II) Estados
    Unidos no captó -o, mejor, no le interesó captar –
    el propósito de Drago. Propósito que – entre
    otros – pretendía ser una consecuencia de la
    Doctrina Monroe.[15]

    Además, entendemos, que Washington tenía
    muy en claro que su propio expansionismo lo llevaría a
    terciar en el desenvolvimiento de los gobiernos caribeños.
    Quería mantener las manos libres en la zona que
    consideraba de su exclusiva influencia (su mare nostrum);
    por lo tanto no aceptaba un cambio a la lectura
    unilateral de la Doctrina Monroe.

    Absorto por la estrategia
    trazada por Roosevelt, el Departamento de Estado no
    apreció que al procurar para el hemisferio una acción
    multilateral contraria a cualquier intromisión ajena al
    mismo – encaminada al cobro punitivo de los servicios de la
    deuda – Drago y Roca se aproximaban más que todos
    los gobiernos anteriores al concepto
    interamericanista de cooperación
    mutua.[16]

    En su nota el canciller no requirió a Estados
    Unidos que ratificara sus opiniones y – luego de un
    meduloso estudio de la misma – el secretario, John Hay, le
    respondió cuando Venezuela ya había pasado por lo
    peor y la situación bélica se encontraba cercana a
    solucionarse (febrero de 1903). En su contestación se
    limitó a acusar el envío del memorándum,
    reiterando las seguridades que Roosevelt había brindado a
    los estados latinoamericanos sobre su integridad física; aunque –
    cuidadoso – alertó sobre posibles desaprobaciones
    por mala conducta, pero desechó puntillosamente
    toda ratificación o rectificación de la propuesta
    argentina.

    La nota de Drago no coadyuvó en forma efectiva a
    la solución del conflicto. No
    obstante, fue muy oportuna y positiva: la prensa norteamericana
    recibió – casi en su totalidad – calurosamente
    la propuesta. Y, más aún, alertó al
    Departamento de Estado a que notara que la misma mostraba un
    cambio de actitud a tenerse en cuenta.[17]

    A su vez, en nuestro país y en el resto de
    iberoamerica la propuesta suscitó un beneplácito
    análogo en la mayoría de las redacciones, en la
    opinión pública y en los círculos afines al
    poder. Roca – como hemos visto – expresó su
    agrado por el recibimiento que tuvo la nota, aún cuando
    los Estados Unidos se habían reservado el modus
    operandi
    a seguir ante las exigencias de las potencias
    respecto al cobro compulsivo de la deuda pública.

    Desde luego, no faltaron posiciones contrarias (incluso
    en Venezuela). Algunos especialistas estimaron – y estiman
    – que el manifiesto de Drago no fue especialmente innovador
    ni una consecuencia forzosa de la Doctrina
    Monroe.[18]

    Si bien entendemos que el numen de la proposición
    fue lograr réditos políticos y diplomáticos
    para nuestro país – lo que de por sí es ya
    valioso – lo cierto e importante fue que se
    aprovechó una coyuntura específica e inexcusable
    para fijar ante el mundo una actitud precisa, mediante la cual
    los frágiles países del sur del Río Grande
    procuraban rechazar la prepotencia de las capitostes de
    turno.

    Por otra parte, la respuesta de Hay – redactada a
    mezza voce – posibilitó que Washington
    enunciara una norma contundente y a su medida: el mezquino e
    hipócrita Corolario de Roosevelt a la Doctrina
    Monroe
    . De acuerdo con su contenido los Estados Unidos se
    arrogaban la reserva del Caribe, la tutela de sus
    tambaleantes regímenes políticos y sus vacilantes
    finanzas.
    También – de paso – autodecretaban el
    ejercicio de un poder de policía
    internacional
    .

    Al disponer en forma unilateral y exclusiva la
    fiscalización dejaron las puertas abiertas para las
    más diversas tropelías, que no tardarían en
    llevar a la práctica.[19]

    Era evidente, en aquellos años, que la
    política norteamericana para el hemisferio no manifestaba
    la menor intención de apoyar la Doctrina Drago.

    Los manejos diplomáticos del Departamento de
    Estado se notaron claramente en la Conferencia de Río de
    Janeiro (1906). Allí, la misión estadounidense
    sostuvo que la Doctrina era apropiada para imputarse al mantenimiento
    del orden universal con el objeto de retacear de la zona de
    influencia hemisférica la aplicación de la norma.
    Drago que – entre otros motivos – sospechaba esta
    jugada, no asistió al encuentro.

    Los dimes y diretes diplomáticos continuaron en
    la Conferencia de La Haya (1907) donde Washington formuló
    una interpretación reducida de la doctrina
    argentina. La moción del general Porter vedaba las medidas
    punitivas para satisfacer los servicios exclusivamente en los
    casos en que el estado moroso no aceptara la mediación de
    terceros. Ante la magnitud del manipuleo de su teoría,
    Drago intervino manifestando que:

    … la República Argentina proclamó la
    doctrina que excluye del continente americano las operaciones
    militares y la ocupación de territorios, derivadas de
    empréstitos de Estado. Aun cuando se apoya en
    consideraciones muy serias y muy fundamentales, se trata de un
    principio de política, y de política militante, que
    no puede ser, y que no admitiríamos que fuera discutido ni
    votado en esta Asamblea.

    Lo enuncio, sin embargo, para reservarlo
    expresamente, y para declarar en nombre de la Delegación
    Argentina, que ella entiende mantenerlo como doctrina de su
    país en toda la integridad del despacho del 29 de
    diciembre de 1902, que nuestro gobierno dirigió a su
    representante en Washington, con ocasión de los sucesos de
    Venezuela. Con esa reserva, que será debidamente
    consignada y que versa sobre la deuda pública o deuda
    nacional proveniente de empréstitos de Estado, la
    Delegación Argentina aceptará el arbitraje,
    rindiendo así nuevo homenaje al principio que tantas veces
    su país ha consagrado.

    Drago, con antelación, no había logrado la
    admisión de una enmienda que acordara que el arbitraje se
    emplearía únicamente luego de acudir a los estrados
    judiciales del país deudor, que – como vimos –
    era lo estipulado por Calvo casi cuarenta años
    atrás.

    Solicitó, entonces, claramente, se reservara
    que:

    …los empréstitos públicos con
    emisión de bonos, que
    constituyen la deuda nacional, no podrán dar lugar a
    ningún caso de agresión militar ni a la
    ocupación material del suelo de las naciones
    americanas.[20]

    No quedaron dudas: durante el lustro 1902 – 1907
    la gestión de Roosevelt mantuvo la intención de
    sostener el derecho de intervención exclusivo. Al no
    aceptar la posición argentina abortó una actitud
    que hubiera favorecido la política de la región.
    Claro que esa intención tenía largos antecedentes:
    aplicado a expandirse en América del Norte,
    enmarañado en la disputa en derredor de la esclavitud y la
    Guerra de
    Secesión[21]; Washington fue mezquinando,
    progresivamente, la amplia trascendencia que en 1823 produjo la
    declaración del presidente Monroe.

    Del mismo modo – acuciados por su
    problemática, aislados – los gobiernos argentinos de
    entonces poco y nada efectuaron por ampliar los lazos
    continentales. Si bien, en su momento, recibieron la Doctrina con
    afabilidad, renunciaron a su refrendo. Luego, notaron que la
    interpretación del postulado difería de la que
    él tenían las sucesivas administraciones asentadas
    en las riberas del Potomac. Así, el departamento de Estado
    denegó la apelación argentina en ocasión de
    la guerra con Brasil y en el
    caso de la ocupación de Malvinas e
    ignoró las intervenciones francesa (1833 – 40) y
    anglo – francesa (1845 – 50).

    En síntesis:
    ambos países no lograron amenguar sus rivalidades. La nota
    argentina de 1902, de rechazo continental a las intromisiones de
    las potencias extranjeras, fue un exhorto a la acción
    multilateral , asentado en un principio geopolítico de
    concepción panamericanista. Modificó el tratamiento
    que sobre el tema mantuvieron durante casi noventa años
    los gobiernos nacionales.

    Lamentablemente vio la luz en el momento
    en que los Estados Unidos proyectaban, inexorablemente, su
    Destino Manifiesto. Teoría que implicaba
    colonialismo a ultranza apoyado en un aparato bélico
    puesto a su servicio.

    LA
    ADVERTENCIA

    La Doctrina Drago, es cierto, suscitó (y
    suscita) opiniones controvertidas entre los tratadistas. Pero, a
    no vacilar, emana de ella un rotundo espíritu americanista
    y un llamado de atención aún vigente. Hoy – a
    poco de cumplirse su centenario – es notorio que la
    mayoría de nuestras Repúblicas, deudoras de
    poderosas corporaciones supranacionales cada vez más
    exigentes, se debaten en situaciones nada felices.

    Sus relaciones de intercambio comercial con los
    países centrales – proteccionistas a ultranza
    – basadas en la exportación de commodities y
    productos, en general, de bajo valor agregado
    se torna cada vez menos favorable. Acosados por los atrasos de
    los servicios financieros, con mercados internos
    pauperizados, inseguridad y
    desigualdad
    social crecientes, conflictos
    políticos de desenlace incierto (o, mejor, insertos en las
    bondades de la
    globalización, aprendiendo a balbucear el lenguaje
    común
    y a la espera de los beneficios de la
    teoría del derrame) se impone de manera capital una
    nueva y reflexiva lectura de la
    Doctrina que ha de servir de urgente aviso y necesario
    consejo.

    Drago nació en Buenos Aires en 1859 y
    falleció, en la misma ciudad, en
    1921.[22]

     Por

    Ángel Gregorio Cabello

    Docente e investigador.

    Profesor de Historia.

    Profesor en Letras.

    Director de la Biblioteca
    Popular "Ítalo Américo Foradori" y de la
    Escuela N° 13
    "Francisca Jacques",etc.

    Buenos Aires.R.Argentina.

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