Luis María Drago:Deuda externa y
soberanía
El otro tema que constituyó una
satisfacción fue el enunciado de la llamada Doctrina
Drago. Se difundió a fines de diciembre de 1902 […] En
mayo de aquel año había fallecido Amancio Alcorta y
yo pedí a Joaquín V. González que se hiciera
cargo provisoriamente de Relaciones Exteriores, lo que hizo hasta
agosto, cuando nombré al joven Luis M. Drago. Yo no lo
conocía pero me habían hablado de su
actuación como diputado y de su versación
jurídica […] Y bien: fue Drago quien me convenció
que la Argentina debía exponer su posición
contraria al uso de la fuerza en el
cobro de las deudas públicas. La nota estaba dirigida a
nuestro ministro en Washington para que la transmitiera al
Secretario de Estado.
Sosteníamos en el documento que, cuando un capitalista
presta dinero a un
gobierno, lo hace
midiendo sus riesgos y
evaluando la seriedad y solidez del deudor, por lo tanto no puede
llamar en su auxilio a su gobierno para que éste le oficie
de cobrador armado. Aunque suelo ser
bastante escéptico en materia de
declaraciones teóricas, la que redactó Drago tuvo
una sorprendente repercusión años después en
diversos congresos internacionales y ámbitos
académicos.[1]
Jurista, sociólogo, político.
Contribuyó con su accionar a dejarnos la enseñanza de una acendrada
consagración al respeto del
país, al ejercicio de las instituciones
y al imperio de las normas políticas
y jurídicas.
Su figura trascendió las fronteras de
Hispanoamérica asignándole singulares relieves
tanto como ministro de Relaciones Exteriores de Roca (2/8/1902 a
18/7/1903) cuanto con motivo de su actuación en la
Conferencia
Internacional de la Haya (1907) o en su misión
como árbitro en el pleito de las pesquerías del
Atlántico Norte -Terranova – suscitado entre Gran
Bretaña y Estados Unidos
(1910).
Drago fue convocado a la Cancillería luego de
haber realizado lo tradicional en los varones de su
generación.[2] Transitó el periodismo:
La Tribuna Nacional, de Andrade; El Diario, de
Lainez; El Censor, de Sarmiento; La Nación,
de Mitre. Trazó rumbos en la magistratura: juez, fiscal y
camarista de Mercedes y La Plata y – luego – fiscal
de Estado de la provincia de Buenos Aires.
Fijó posiciones en la cátedra (profesor de
Derecho Civil
en la Universidad de
Buenos Aires) y en el libro (varios
son sus ensayos sobre
jurisprudencia, sociología, antropología,
etc).[3]
En política (luego de un
breve paso por la Cámara Joven bonaerense) fue proclamado
candidato por el P.A.N. y elegido diputado nacional por Buenos
Aires en 1902 y, posteriormente, por la Capital
Federal en 1906 y 1912.
En un parlamento en el que se destacaron no pocos
talentos su labor se perfiló con nitidez. Palabra de
hombre de
leyes,
carácter independiente y enérgico,
llegado el caso no vaciló en defender sus ideas o declinar
posiciones expectantes para salvaguardar lo valioso y permanente:
la consideración que cada uno se debe a sí mismo y
a los demás.
Así, en la Cámara de Diputados, lo
expresó al salir al cruce de apasionadas – e
intencionadas – críticas formuladas a su
actuación internacional:
Yo no busco de ninguna manera el éxito;
he querido simplemente salvar mis opiniones. Creo que en
política y en circunstancias difíciles, la
verdadera destreza consiste en una valerosa buena fe. El
carácter salva a los hombres de muchos peligros en que la
sutileza naufraga, y es una firme sinceridad lo único que
puede dar solidez al éxito o dignificar la derrota […]
Los principios que se
ajustan al ideal inmanente de justicia valen
por sí y poco importa la fuerza de que se disponga cuando
son proclamados. Tarde o temprano se
imponen.[4]
La situación latinoamericana a comienzos de
diciembre de 1902 era extremadamente seria: naves inglesas,
alemanas e italianas bloqueaban y bombardeaban puertos
venezolanos (Maracaibo, La Guayra y Puerto Cabello), amenazando
con un desembarco y ocupación del territorio, configurando
un verdadero casus belli.
La insólita – aunque tradicional –
agresión respondía al rechazo del presidente
Cipriano Castro al ultimátum de esas potencias para que,
en el perentorio término de cuarenta y ocho horas,
reconociera el pago de ciertas obligaciones
pecuniarias, cuyo cumplimiento reclamaban de tiempo
atrás comerciantes y financistas de esas nacionalidades.
Se trataba de indemnizaciones por perjuicios sufridos a causa de
las frecuentes revoluciones que se producían en Venezuela.
Después de arduas gestiones a las que Caracas
respondió asegurando que una vez restablecida la paz
interior honraría todas sus obligaciones, se produjo el
apresamiento de barcos de la pequeña armada local con la
abierta (y aviesa) intención de apoderarse de la aduana de la
ciudad de La Guayra.
El ataque conmocionó a toda Hispanoamérica
y, en especial, a la Argentina. El enojo y la zozobra eran
legítimos dado que la deuda externa – producto de
las grandes inversiones
foráneas, hechas al amparo de nuestro
enorme crédito
– y la constante prédica colonialista de las
naciones acreedoras hacían sospechar que, ante
algún eventual atraso en el pago de los servicios,
podía sucedernos lo mismo que a Venezuela.
Agresión que – por otra parte –
sólo había ocasionado el siguiente comentario del
presidente Theodore Roosevelt quien, con un lenguaje
profético y por demás elocuente, manifestó
ante el congreso norteamericano (1901) que:
…no había nada que comentar respecto de este
tipo de represalias contra un Estado que se conduce mal
…[5]
Todos estos hechos y otros similares acaecidos en las
entonces denominadas naciones débiles, hoy
países en vías de desarrollo o mercados
emergentes, no sólo en Latinoamérica sino también en
Egipto,
Túnez, Turquía, Grecia,
China, etc.
advirtieron y preocuparon a muchos. Drago, con posterioridad
diría:
… en aquella época, yo mismo en el
Ministerio de Relaciones Exteriores no hacía sino recibir
reclamaciones a cada instante, cada vez más violentas, con
cualquier pretexto.[6]
La opinión
pública, la prensa – en
general – y la mayoría de los intelectuales
y políticos execraron la actitud de la
coalición europea y la pasividad – casi
cómplice – de Estados Unidos. Exigieron, entonces,
acciones
decididas y solidarias con la república hermana. Manuel
Lainez avanzó sobre el problema con palabras que cobraron
vigencia perenne:
Los intereses nos vinculan más con Europa, pero el
corazón
y quizás algo más recóndito – la
adivinación de un peligro común que avanza
sordamente – nos vincula hacia la causa de
Venezuela.[7]
En este estado de cosas el gobierno de Caracas
envió a su par de Buenos Aires una comunicación denunciando los hechos
bélicos y solicitando apoyo diplomático. Por su
parte, Drago insistía al presidente para que nuestra
Cancillería estableciera oficialmente y de manera precisa
la casi unánime opinión del país ante la
coacción acreedora.
Roca vacilaba, con argumentos de peso, ante la postura
del ministro y sus seguidores (Pellegrini y Mitre, entre los
más notorios). Al fin – sopesando costo y beneficio
– accedió. Así, por la vía
diplomática de rigor, el 29 de diciembre de 1902, Drago en
nombre del gobierno argentino dirigió al representante en
Washington (Martín García Merou) una nota a la
Secretaría de Estado cuyo texto fijaba
de manera explícita nuestra posición ante los
sucesos.[8]
Ya en la última década del siglo XIX
la política imperialista de los países
fuertes – dado que el status quo del reparto
colonial en el resto del mundo estaba prácticamente
resuelto – se encaminó, sin dilaciones ni disimulos,
hacia los países atrasados de
Hispanoamérica; en los cuales la avidez de radicar
inversiones financieras era estimulante por múltiples
motivos, fundamentalmente por:
- Escasez de capitales nativos
- Baratura de las tierras
- Precio muy módico para los productos
primarios - Salario casi inexistente
- Fortísimo retorno de las colocaciones
pecuniarias
Esta política definirá el futuro de
nuestros estados y la definirá en consecuencia de los
réditos financieros de los grupos
internacionales, los que se encaminaron – desde un primer
momento – hacia los commodities, las comunicaciones
y la operatoria bancaria.
No en vano, durante nuestra crisis de
1890, Miguel Cané-ministro en París-
alertaba:
Estamos al borde del abismo […] el gobierno
inglés
se está poniendo de acuerdo con Alemania para
imponernos la intervención de Europa bajo la forma de una
comisión financiera encargada de recaudar nuestros
impuestos
[…] El golpe está montado y es terrible. Si llegan a
poner las manos sobre nuestro país, por más
promesas que hagan de pronta desocupación, adiós independencia.[9]
Además, este avance del neocolonialismo
encontró terreno propicio en la situación casi
feudal – supérstite del período
hispánico – imperante en los países
iberoamericanos.
En el caso de Venezuela, luego de 1830, acaecida la
balcanización de la Gran Colombia
bolivariana y ante la carencia de poder efectivo
los subordinados del Libertador, sumergieron la situación
política en un inacabable desacuerdo donde los intereses
regionales, sectoriales y personales terminaron por hundir al
país en el aquelarre de las luchas intestinas durante
setenta años.
En un paisaje plagado de conspiraciones, con una
realidad económico – política y socio –
cultural anclada aún en la época colonial, las
presiones de las distintas zonas productivas disputaron el poder
de las autoridades que – malamente – ejercían el
control
gubernamental. Entre 1830 y 1899 estallaron treinta y siete
revoluciones acaudilladas por señores de la guerra
que respondían – o eran ellos mismos – banes
de los llanos, de Coro o del oriente los que según su
habilidad y suerte se alternaron en el poder central.
Finalmente, en 1899, la escena política
mostró un profundo cambio. De la
forma tradicional – es decir: por las armas– se
impusieron los hombres de los Andes, cuyo líder
el general Cipriano Castro tomó el gobierno apoyado por
los estados cordilleranos y su, entonces,poderosa economía basada en el
monocultivo del café.
Este producto inclinó la balanza regional hacia el oeste
donde Tachira, Mérida y Trujillo relegaron al resto del
país manteniendo su control
administrativo hasta 1945.
Castro desde su llegada a la presidencia enfrentó
las consabidas revoluciones. Con los métodos de
la época (palo y palo) a los que sumó algunos
rasgos de su personalidad y
la importante e interesada ayuda de su lugarteniente Juan Vicente
Gómez (luego presidente per se o por
delegación desde diciembre de 1908 hasta su muerte, en
diciembre de 1935) las venció unas tras otra.
Debió, además, arrastrar una dificultad extrema. En
los primeros años del siglo XX la situación
financiera atravesaba una crisis terminal: el Estado no
podía cumplir sus compromisos con la banca extranjera.
Al segregarse de la Gran Colombia, Venezuela tomó a su
cargo los servicios que le correspondían y continuó
adquiriendo nuevos empréstitos que – leoninamente
acordados e interesadamente administrados – la llevaron a
la virtual cesación de pagos. Para colmo se sumó,
en el mercado
internacional, la baja a casi un tercio de la cotización
del café.
Ante el caótico hecho, Castro apeló a la
toma de deuda interna. Los banqueros nativos a los que
acudió – en forma poco atenta – utilizaron la
situación para complotar. Con la aquiescencia de intereses
extranjeros se coaligaron con todos los sectores de
oposición (la Libertadora) con el fin de deponer
– por las armas – a la Restauradora. Castro
descubrió que sus adversarios habían sido
financiados por capitales foráneos y accionó,
entonces, en forma decidida y audaz: desligó al Estado del
resarcimiento a terceros – tanto nativos cuanto extranjeros
– por los perjuicios no producidos por su gobierno. Luego
(marzo, 1902) declaró la cesación temporaria de
pagos de la totalidad de los servicios de la deuda, con el
compromiso de honrarlos posteriormente. De inmediato, obtuvo como
respuesta el envío de una armada de las potencias
implicadas que actuaron – cuando menos – con la
anuencia implícita del gobierno de
Roosevelt.[10]
A su vez, en medio del desarrollo del
desatado problema externo, en el frente interno, Juan V.
Gómez logró aniquilar la sublevación de la
Libertadora con la captura de Ciudad Bolívar,
en julio de 1903.[11]
Sin embargo, los problemas de
los inversores europeos se mantuvieron a lo largo de todo el
mandato de Castro, que duró hasta diciembre de 1908. Sin
dudas, paradigma de
los caudillos latinoamericanos de la época, Castro
asumió una política exterior de respeto hacia los
intereses nacionales frente a la desmesura y rapiña de los
países fuertes. Cerril, su díscola postura
hacia el capitalismo
neocolonialista, su animosidad contra las divisas lo
convirtieron en un estorbo para el mundo civilizado que no
hesitó en bajarle el pulgar para luego entenderse y medrar
durante los largos y tristes años de la dictadura
gomecista.[12]
Al proclamar los postulados de Monroe, el
gobierno de Estados Unidos no requirió el apoyo argentino.
A su vez, en ningún momento, Argentina brindó
oficialmente su respaldo.
Nuestro país afianzó, entonces, el
liderazgo de
la desaprobación latinoamericana contra cualquier
manifestación de injerencia extranjera que-a la postre-
intentara conllevar la puesta en juego de la
soberanía. Así, en 1868, Carlos
Calvo expresó su postura doctrinaria acerca de las
inversiones foráneas: los financistas sólo
podrían acudir a los tribunales correspondientes al estado
deudor.
Con posterioridad (Primera Conferencia Panamericana,
1889) ambos países acordaron el principio de arbitraje para el
hemisferio pero únicamente enunciaron un esbozo blando e
improductivo, debido a que – en pleno desarrollo interno
– otras prioridades, probablemente, hayan debilitado el
interés
en tal empresa.
En un clima de
desconfianza – como hemos visto – dadas las
situaciones creadas por la política expansionista europea
en diversos países débiles de otras partes
del mundo, estalló el problema de Venezuela. Problema que
estableció una provocación tanto a la Doctrina
Monroe como a la postura iberoamericana contraria a la
intromisión armada de las potencias centrales. La idea de
que Venezuela podía llegar a convertirse en un enclave
enfocado contra la hegemonía norteamericana en el Caribe y
la posición Argentina en América
del Sur fue muy meditada en los círculos políticos
y diplomáticos de Washington y Buenos Aires. Drago –
entre otros – estaba persuadido del apetito que los
colonialistas europeos tenían por los territorios
latinoamericanos. Así expresó sus sospechas de que
la gestión
oficial de esos gobiernos – con el objeto de hacer
efectivos los intereses de los empréstitos a naciones cuyo
desequilibrio político y económico condenaba a la
insolvencia – encubriera la intención de apoderarse
de espacios estratégicos.[13]
En consecuencia manifestó que: El cobro
militar de los empréstitos supone la ocupación
territorial para hacerlo efectivo y la ocupación
territorial significa la supresión o subordinación
de los Gobiernos locales en los países a que se
extiende.
Tal situación aparece contrariando
visiblemente los principios muchas veces proclamados por las
naciones de América y muy particularmente la doctrina de
Monroe con tanto celo sostenida y defendida en todo tiempo por
los Estados Unidos, doctrina a la que la República
Argentina ha adherido solemnemente antes de ahora. Y,
puntualizó:
… lo único que la República Argentina
sostiene y lo que vería con gran satisfacción
consagrado con motivo de los sucesos de Venezuela, por una
nación
que como los Estados Unidos goza de tan grande autoridad y
poderío, es el principio ya aceptado de que no puede haber
expansión territorial europea en América, ni
opresión de los pueblos de este hemisferio, porque una
desgraciada situación financiera pudiese llevar a alguno
de ellos a diferir el cumplimiento de sus compromisos. En una
palabra, el principio que quisiera ver reconocido, es el de que
la deuda
pública no puede dar lugar a la intervención
armada, ni menos a la ocupación material del suelo de las
naciones americanas por una potencia
europea.[14]
La nota despertó el interés del
departamento de Estado no sólo por su contenido sino
también por proceder de una cancillería que
había dado largas a las proposiciones panamericanistas
que, en un primer momento, emanaron de la Doctrina Monroe.
Empero, en torno de la
agresión europea a Venezuela, Washington no
internalizó – según la opinión de
algunos autores – el alcance de la
comunicación argentina. O, suponemos, hizo caso omiso
de la misma, dado que al reducir su geopolítica a evitar contrariedades con las
potencias bloqueadoras (en particular con el acuerdo que
intentaban acuñar Chamberlain y Guillermo II) Estados
Unidos no captó -o, mejor, no le interesó captar –
el propósito de Drago. Propósito que – entre
otros – pretendía ser una consecuencia de la
Doctrina Monroe.[15]
Además, entendemos, que Washington tenía
muy en claro que su propio expansionismo lo llevaría a
terciar en el desenvolvimiento de los gobiernos caribeños.
Quería mantener las manos libres en la zona que
consideraba de su exclusiva influencia (su mare nostrum);
por lo tanto no aceptaba un cambio a la lectura
unilateral de la Doctrina Monroe.
Absorto por la estrategia
trazada por Roosevelt, el Departamento de Estado no
apreció que al procurar para el hemisferio una acción
multilateral contraria a cualquier intromisión ajena al
mismo – encaminada al cobro punitivo de los servicios de la
deuda – Drago y Roca se aproximaban más que todos
los gobiernos anteriores al concepto
interamericanista de cooperación
mutua.[16]
En su nota el canciller no requirió a Estados
Unidos que ratificara sus opiniones y – luego de un
meduloso estudio de la misma – el secretario, John Hay, le
respondió cuando Venezuela ya había pasado por lo
peor y la situación bélica se encontraba cercana a
solucionarse (febrero de 1903). En su contestación se
limitó a acusar el envío del memorándum,
reiterando las seguridades que Roosevelt había brindado a
los estados latinoamericanos sobre su integridad física; aunque –
cuidadoso – alertó sobre posibles desaprobaciones
por mala conducta, pero desechó puntillosamente
toda ratificación o rectificación de la propuesta
argentina.
La nota de Drago no coadyuvó en forma efectiva a
la solución del conflicto. No
obstante, fue muy oportuna y positiva: la prensa norteamericana
recibió – casi en su totalidad – calurosamente
la propuesta. Y, más aún, alertó al
Departamento de Estado a que notara que la misma mostraba un
cambio de actitud a tenerse en cuenta.[17]
A su vez, en nuestro país y en el resto de
iberoamerica la propuesta suscitó un beneplácito
análogo en la mayoría de las redacciones, en la
opinión pública y en los círculos afines al
poder. Roca – como hemos visto – expresó su
agrado por el recibimiento que tuvo la nota, aún cuando
los Estados Unidos se habían reservado el modus
operandi a seguir ante las exigencias de las potencias
respecto al cobro compulsivo de la deuda pública.
Desde luego, no faltaron posiciones contrarias (incluso
en Venezuela). Algunos especialistas estimaron – y estiman
– que el manifiesto de Drago no fue especialmente innovador
ni una consecuencia forzosa de la Doctrina
Monroe.[18]
Si bien entendemos que el numen de la proposición
fue lograr réditos políticos y diplomáticos
para nuestro país – lo que de por sí es ya
valioso – lo cierto e importante fue que se
aprovechó una coyuntura específica e inexcusable
para fijar ante el mundo una actitud precisa, mediante la cual
los frágiles países del sur del Río Grande
procuraban rechazar la prepotencia de las capitostes de
turno.
Por otra parte, la respuesta de Hay – redactada a
mezza voce – posibilitó que Washington
enunciara una norma contundente y a su medida: el mezquino e
hipócrita Corolario de Roosevelt a la Doctrina
Monroe. De acuerdo con su contenido los Estados Unidos se
arrogaban la reserva del Caribe, la tutela de sus
tambaleantes regímenes políticos y sus vacilantes
finanzas.
También – de paso – autodecretaban el
ejercicio de un poder de policía
internacional.
Al disponer en forma unilateral y exclusiva la
fiscalización dejaron las puertas abiertas para las
más diversas tropelías, que no tardarían en
llevar a la práctica.[19]
Era evidente, en aquellos años, que la
política norteamericana para el hemisferio no manifestaba
la menor intención de apoyar la Doctrina Drago.
Los manejos diplomáticos del Departamento de
Estado se notaron claramente en la Conferencia de Río de
Janeiro (1906). Allí, la misión estadounidense
sostuvo que la Doctrina era apropiada para imputarse al mantenimiento
del orden universal con el objeto de retacear de la zona de
influencia hemisférica la aplicación de la norma.
Drago que – entre otros motivos – sospechaba esta
jugada, no asistió al encuentro.
Los dimes y diretes diplomáticos continuaron en
la Conferencia de La Haya (1907) donde Washington formuló
una interpretación reducida de la doctrina
argentina. La moción del general Porter vedaba las medidas
punitivas para satisfacer los servicios exclusivamente en los
casos en que el estado moroso no aceptara la mediación de
terceros. Ante la magnitud del manipuleo de su teoría,
Drago intervino manifestando que:
… la República Argentina proclamó la
doctrina que excluye del continente americano las operaciones
militares y la ocupación de territorios, derivadas de
empréstitos de Estado. Aun cuando se apoya en
consideraciones muy serias y muy fundamentales, se trata de un
principio de política, y de política militante, que
no puede ser, y que no admitiríamos que fuera discutido ni
votado en esta Asamblea.
Lo enuncio, sin embargo, para reservarlo
expresamente, y para declarar en nombre de la Delegación
Argentina, que ella entiende mantenerlo como doctrina de su
país en toda la integridad del despacho del 29 de
diciembre de 1902, que nuestro gobierno dirigió a su
representante en Washington, con ocasión de los sucesos de
Venezuela. Con esa reserva, que será debidamente
consignada y que versa sobre la deuda pública o deuda
nacional proveniente de empréstitos de Estado, la
Delegación Argentina aceptará el arbitraje,
rindiendo así nuevo homenaje al principio que tantas veces
su país ha consagrado.
Drago, con antelación, no había logrado la
admisión de una enmienda que acordara que el arbitraje se
emplearía únicamente luego de acudir a los estrados
judiciales del país deudor, que – como vimos –
era lo estipulado por Calvo casi cuarenta años
atrás.
Solicitó, entonces, claramente, se reservara
que:
…los empréstitos públicos con
emisión de bonos, que
constituyen la deuda nacional, no podrán dar lugar a
ningún caso de agresión militar ni a la
ocupación material del suelo de las naciones
americanas.[20]
No quedaron dudas: durante el lustro 1902 – 1907
la gestión de Roosevelt mantuvo la intención de
sostener el derecho de intervención exclusivo. Al no
aceptar la posición argentina abortó una actitud
que hubiera favorecido la política de la región.
Claro que esa intención tenía largos antecedentes:
aplicado a expandirse en América del Norte,
enmarañado en la disputa en derredor de la esclavitud y la
Guerra de
Secesión[21]; Washington fue mezquinando,
progresivamente, la amplia trascendencia que en 1823 produjo la
declaración del presidente Monroe.
Del mismo modo – acuciados por su
problemática, aislados – los gobiernos argentinos de
entonces poco y nada efectuaron por ampliar los lazos
continentales. Si bien, en su momento, recibieron la Doctrina con
afabilidad, renunciaron a su refrendo. Luego, notaron que la
interpretación del postulado difería de la que
él tenían las sucesivas administraciones asentadas
en las riberas del Potomac. Así, el departamento de Estado
denegó la apelación argentina en ocasión de
la guerra con Brasil y en el
caso de la ocupación de Malvinas e
ignoró las intervenciones francesa (1833 – 40) y
anglo – francesa (1845 – 50).
En síntesis:
ambos países no lograron amenguar sus rivalidades. La nota
argentina de 1902, de rechazo continental a las intromisiones de
las potencias extranjeras, fue un exhorto a la acción
multilateral , asentado en un principio geopolítico de
concepción panamericanista. Modificó el tratamiento
que sobre el tema mantuvieron durante casi noventa años
los gobiernos nacionales.
Lamentablemente vio la luz en el momento
en que los Estados Unidos proyectaban, inexorablemente, su
Destino Manifiesto. Teoría que implicaba
colonialismo a ultranza apoyado en un aparato bélico
puesto a su servicio.
La Doctrina Drago, es cierto, suscitó (y
suscita) opiniones controvertidas entre los tratadistas. Pero, a
no vacilar, emana de ella un rotundo espíritu americanista
y un llamado de atención aún vigente. Hoy – a
poco de cumplirse su centenario – es notorio que la
mayoría de nuestras Repúblicas, deudoras de
poderosas corporaciones supranacionales cada vez más
exigentes, se debaten en situaciones nada felices.
Sus relaciones de intercambio comercial con los
países centrales – proteccionistas a ultranza
– basadas en la exportación de commodities y
productos, en general, de bajo valor agregado
se torna cada vez menos favorable. Acosados por los atrasos de
los servicios financieros, con mercados internos
pauperizados, inseguridad y
desigualdad
social crecientes, conflictos
políticos de desenlace incierto (o, mejor, insertos en las
bondades de la
globalización, aprendiendo a balbucear el lenguaje
común y a la espera de los beneficios de la
teoría del derrame) se impone de manera capital una
nueva y reflexiva lectura de la
Doctrina que ha de servir de urgente aviso y necesario
consejo.
Drago nació en Buenos Aires en 1859 y
falleció, en la misma ciudad, en
1921.[22]
Por
Ángel Gregorio Cabello
Docente e investigador.
Profesor de Historia.
Profesor en Letras.
Director de la Biblioteca
Popular "Ítalo Américo Foradori" y de la
Escuela N° 13
"Francisca Jacques",etc.
Buenos Aires.R.Argentina.