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Seguridad: ¿Que hacemos ante la inseguridad?




Enviado por davidcarhuamaca




    "El que gana un combate es fuerte, el que vence
    antes de combatir es poderoso. La verdadera sabiduría es
    vencer sin combatir"

    Anónimo

    Cuando un observador reflexiona sobre lo que significa
    ser un ciudadano, una de las imágenes
    que se destaca es la de una predominante inseguridad.

    El sentido de la vulnerabilidad que existe entre los
    ciudadanos se extiende a cada faceta de sus vidas, abarcando
    desde preocupaciones sobre el empleo y el
    cuidado de la salud, hasta percepciones
    que van de mal en peor sobre la degradación ambiental y la
    seguridad
    personal. Pero
    en si la realidad de América
    Latina, no sólo nos ha permitido observar con
    meridiana claridad la situación de indefensión en
    la cual se encuentran los ciudadanos, frente al problema de la
    inseguridad, sino también constatar el divorcio entre
    el Estado y la
    Sociedad.

    Por ello hablamos de "seguridad del ciudadano", aunque
    la frase en sí misma puede no ser utilizada en la
    conversación cotidiana entre la multiplicidad de los
    pobladores, ella refleja un sentimiento que se comprende y se
    expresa en niveles anecdóticos: la problemática de
    viajar con seguridad desde el hogar hacia el trabajo o
    la escuela, el temor
    a ser atacado en su propia residencia, una desconfianza severa en
    las instituciones
    responsables de la seguridad pública (la policía,
    los militares, el sistema judicial,
    etc.), y el sentido de vulnerabilidades crecientes contra una
    violencia
    aparentemente incontrolable, entre otras
    preocupaciones.

    Mientras la delincuencia,
    la violencia y otros factores alcanzan niveles nunca vistos, el
    asunto de la seguridad –o la inseguridad– del
    ciudadano se han convertido en un tema constante en el quehacer
    cotidiano de los pobladores.

    La extensión de la violencia se ha desbordado en
    un clima
    generalizado de criminalidad.

    En si las cifras sobre delincuencia, criminalidad,
    victimización y otros, muestran lo que simplemente es la
    magnitud absoluta de diversos tipos de violencia, ya sea
    doméstica, comunitaria, social, política, o
    económica.

    Ellas señalan un asunto que es mucho más
    profundo y que se encuentra en la médula de la creciente
    preocupación por la disminución de la seguridad
    ciudadana.

    Es importante distinguir, entre las razones del
    porqué hemos sido incapaces de controlar esta oleada
    creciente de violencia. Podemos señalar sin embargo que la
    incapacidad del Estado es un
    resultado de las dimensiones geográficas tanto como de las
    deficiencias e incompetencias institucionales.

    No es lo mismo comparar Lima con Puno, Piura con
    Arequipa, Amazonas con el Callao, ya que el desplazamiento de la
    delincuencia (es decir, contrabando,
    narcotráfico, violencia
    familiar y otros) ha abrumado a las instituciones y otros
    relacionados con el mantenimiento
    de la seguridad del ciudadano.

    Sería engañoso, y además
    incorrecto, comparar a dichos Departamentos entre sí por
    que cada uno tiene una problemática diferente y en algunos
    casos el problema es la inhabilidad de poder
    rectificar el problema de la violencia y el crimen, que aumentan
    vertiginosamente: el primero tiene desventajas por su
    tamaño y escala, mientras
    que las ineficiencias institucionales y las debilidades
    estructurales del último han minado su capacidad de
    respuesta.

    Aparte de la extensión de la delincuencia, el
    tamaño del país y su vasta geografía
    también ha condicionado la seguridad de los ciudadanos en
    términos de los efectos que los programas han
    tenido sobre los índices domésticos de
    criminalidad.

    A pesar de distinguir entre las fuentes de
    violencia de los distritos de Huancavelica con los de Lima o el
    Callao, los resultados destructivos son iguales, sin importar el
    tamaño. El efecto multiplicador de la violencia y la
    criminalidad excesivas –los desbordamientos negativos
    económicos, políticos y sociales– es casi
    incalculable cuantitativamente.

    En términos económicos, el costo del crimen
    se refleja en el Producto Bruto
    Interno (PBI), si uno considera la destrucción y el
    traslado de recursos
    resultantes. Si simplemente se considera la partida del presupuesto
    público asignada a la Policía y las Fuerzas
    Armadas, instantáneamente las implicaciones financieras
    del problema –para cada región geográfica que
    ya padece una escasez de
    recursos– son dimensionadas.

    Podemos señalar que el presupuesto para
    Defensa es mayor que para la Policía, teniendo en
    consideración que la inversión en las FFAA son para actividades
    de control externo,
    pero la Policía va a la par con la que se separa para
    gastar en la salud y la educación,
    respectivamente. Además, el crimen y la violencia
    entorpecen el crecimiento económico y la reducción
    de la pobreza debido
    a sus efectos en los capitales, material humano y social, y
    también perjudican la capacidad de gobierno.

    En términos políticos, la insensibilidad
    del Estado de proveer seguridad pública a sus ciudadanos,
    a través de una policía eficaz e instituciones
    eficientes, ha resultado en la pérdida de su
    legitimidad.

    Existe la tendencia a ver como debilidad la
    incompetencia del Gobierno para responder apropiadamente a la
    delincuencia, mientras que al mismo tiempo el uso
    constante de la fuerza
    pública para combatir la violencia (es decir,
    respondiéndole a la violencia con más violencia) lo
    coloca bajo una luz de
    ineficiencia y carencias democráticas. La percepción
    de que el Estado le ha fallado a la sociedad en sus deberes
    explícitos se agrava especialmente cuando las
    instituciones dotadas para proteger y preservar la seguridad
    pública se convierten en las fuerzas mismas que la
    minan.

    Por otro lado, en nuestra región el crimen
    violento, la violencia delincuencial y la violencia juvenil
    llegan a producir, en algunas ciudades, verdaderos espacios
    urbanos de guerra social
    cotidiana; áreas de una violencia sin causa ni
    fin.

    Pero además, la expansión de la
    criminalidad, ha evolucionado de la mano con un creciente
    desorden público e inseguridad pública y ciudadana,
    como lo demuestran los diferentes estudios de este
    fenómeno elaborados en distintas ciudades del
    Continente

    Podemos señalar diversos casos que son
    representativos del problema estructural y generalmente
    histórico, donde la fuerza pública es a la vez el
    actor principal en la protección de la sociedad, y en la
    perpetración de la violencia contra esa misma
    sociedad.

    Ese fracaso del Estado en el cumplimiento de su deber
    público de mantener el orden social ha conducido a un
    fenómeno creciente y perturbador lo que conlleva: al
    surgimiento de fuerzas de seguridad privadas. Ya sean Serenos,
    Ronderos, Comités de Autodefensa o la Guardia de Seguridad
    contratada que monitorea un edificio de departamentos, una cuadra
    o un barrio; esas fuerzas colectivas en algunos casos solo han
    empeorado el asunto de la inseguridad. Debiendo siempre de tener
    en cuenta que como la violencia genera más violencia, el
    exceso de seguridad privada genera más
    inseguridad.

    En muchos casos, esa "privatización" de la seguridad ha conducido
    a políticas locales de seguridad ciudadana
    desarticuladas, incoherentes e inconsecuentes.

    Además, los sectores más pobres de la
    sociedad son los que más sufren dada su carencia de
    recursos para proveer su propia seguridad. Cuando el Estado
    abandona su deber de proteger a los ciudadanos se agrava la ya
    cruda vulnerabilidad de los pobres, quienes como grupo social
    constituyen la mayor parte de la población en el país.

    La última dimensión de la delincuencia
    está relacionada con su dinámica social. Demasiado a menudo el
    asunto de la corrupción
    y del delito de alto
    vuelo se pierde en el debate
    inmediato sobre el número de homicidios o
    la tasa de criminalidad.

    Sin embargo, tales actos de delincuencia hablan
    directamente de la fracasada capacidad de las instituciones
    diseñadas para apoyar el aparato estatal.

    Pero sin embargo, es necesario señalar que la
    presencia de la corrupción y el grado en que resulta
    endémica en una sociedad amenazan al propio Estado debido
    a su naturaleza
    estructural. La incorporación de prácticas
    corruptas en el comportamiento
    y las normas sociales
    –a través de las ahora bien conocidas
    características del clientelismo, el corporatismo, y el
    patrocinio– refleja una construcción social que acoge la
    criminalidad, o que es por lo menos reticente a
    combatirla.

    Existe una interacción negativa innegable entre la
    violencia, el capital
    social, y el desarrollo
    económico. Como en una reacción en cadena, una
    escalada en los índices de violencia y crimen,
    generalmente asociados a condiciones económicas
    deteriorantes destruye el capital social al erosionar la
    sociedad.

    Al mismo tiempo, precisamente las estructuras
    sociales son indispensables para enfrentar y frustrar la
    inseguridad creciente y, más importante, para promover el
    desarrollo
    económico de un país, el cual a la larga
    romperá uno de los vínculos principales del ciclo
    de violencia: el económico. Estudios recientes sobre este
    tópico, así como datos de observación, subrayan las importantes
    implicaciones de garantizar la seguridad ciudadana para todos los
    miembros de una sociedad.

    Por otro lado, los sentimientos de vulnerabilidad y de
    carencia de seguridad pública son más bien una
    percepción que una realidad inmediata, los efectos sobre
    la sociedad y el Estado son iguales: la desintegración del
    tejido social de una ciudad o de un país, instituciones
    debilitadas (específicamente los sistemas
    judiciales y penales), y pérdida de la legitimidad
    política de un gobierno, o aún peor, de una
    nación
    entera.

    Durante las últimas dos décadas ha habido
    una tendencia innegable al empeoramiento de la inseguridad. Esto
    ha sido lo más notable en la "regionalización" del
    crimen (es decir, el tráfico de de drogas,
    contrabando, y de vehículos robados) y en la
    percepción de los ciudadanos de que este es uno de los
    principales problemas
    sociales, solo sobrepasado por las preocupaciones
    económicas.

    Como resultado de la declinación aparentemente
    perpetua en la seguridad pública, se deben encontrar
    nuevas perspectivas y modelos.
    Tenemos que pensar en alejarnos de las soluciones
    puramente preventivas y vengativas que han dominado el
    área de la seguridad ciudadana, e incorporar una
    orientación dirigida más hacia lo "situacional" y
    lo "social". Donde la noción de "seguridad ciudadana" se
    debe amplificar para equiparar la seguridad con la
    protección de la libertad, de
    los derechos humanos,
    de la democracia, y
    del orden público.

    Es pertinente señalar que la dinámica
    urbana de la violencia es diferente a la rural y dentro de ella
    misma cada espacio es diferente, es por ello que los ciudadanos
    que residen en las ciudades sus efectos de la violencia son
    múltiples.

    Su incremento ha conducido a una transformación
    del paisaje (el muro de separación de las vecindades en
    "ricas" y "pobres"), a un empeoramiento de la salud física y mental de
    los habitantes de la ciudad (desórdenes nerviosos y de
    ansiedad, así como infecciones respiratorias), a la
    erosión
    de la ciudadanía y de la socialización, y a la guachimización
    de los barrios.

    En este sentido, la población se ha convertido en
    "víctima colectiva". Sin embargo, el empeoramiento de la
    violencia no se puede clasificar como un suceso puramente urbano,
    ni se puede correlacionar con la magnitud geográfica de la
    ciudad. Para atacar las raíces del problema, es necesario
    incorporar al público en general a la batalla contra la
    violencia.

    Se piensa que la implementación de la
    policía comunitaria de un reciente modelo de
    seguridad pública pueden ser múltiples, por ello se
    exhibe el mismo deseo de fomentar relaciones civiles-policiales
    mejoradas.

    El modelo de la policía comunitaria –que se
    ha adoptado ya en Colombia, El
    Salvador, Guatemala,
    Haití y Venezuela– implica la amplificación
    del mandato tradicional del policía, de fuerza puramente
    reactiva, a tener un papel civil creciente en la sociedad. En
    este sentido, se pone un mayor énfasis en sus funciones
    preventivas que en sus respuestas reactivas o
    vengativas.

    En la temática de inseguridad ciudadana, el
    Estado ha perdido el control sobre el monopolio de
    la violencia y es cada vez más incapaz de combatir con
    eficacia la
    usurpación de este poder por individuos, cuadrillas
    criminales, traficantes de droga, y aun
    por representantes del Estado, es decir, los militares, la
    policía, los funcionarios gubernamentales, entre otros. Es
    por ello que la percepción resultante del "caos" solo ha
    reforzado la característica de ser una cultura
    autoritaria.

    Además, la incapacidad de los Estados de dar una
    respuesta oportuna y democrática a los pedidos de
    seguridad por parte de la sociedad, ha llevado a la
    pérdida de la credibilidad de los habitantes en sus
    propios Estados y al incremento de la ilegitimidad de las
    instituciones.

    Por otro lado, a pesar de los esfuerzos significativos
    que se puedan hacer, en algunos casos miembros de la
    Policía generan situaciones que los compromete seriamente
    en el ámbito delincuencial y ello generalmente va a llevar
    a una imagen de
    función
    negativa.

    Lo que se tiene que hacer es mirar hacia las necesidades
    del pueblo y no las del gobernante de turno.

    Por ello es necesario establecer una fuerza policial
    independiente, que con lleva al pensamiento
    combinado con el papel histórico de la policía y
    ayuda a explicar el porqué un cuerpo auténticamente
    civil tiene todavía que ser acuartelado para preservar la
    seguridad ciudadana.

    Teniendo en consideración lo anotado, es
    necesario bosquejar las estructuras legales y los marcos
    institucionales que han condicionado el asunto de la seguridad
    ciudadana, para ello debemos apoyarnos en la Constitución como el prisma a través
    del cual se considera el debate.

    Para una democracia nueva, existe el doble
    desafío de resolver eficazmente los problemas del
    conflicto
    social, como es evidente en el crimen y la violencia, sin
    dañar la existencia del Estado de
    derecho. La modernización del Estado no ha podido
    modificar la visión de la policía funcionando como
    una fuerza de alta seguridad, que puede excluir la
    participación de la comunidad.

    Para ello hay que considerar que las nuevas estructuras
    institucionales, desde la policía hasta los códigos
    legales que se le aplican, necesitan ser reformuladas para la
    seguridad ciudadana.

    Queda por reflexionar sobre cómo vamos a alcanzar
    alguna vez el futuro de la ciudadanía, la seguridad
    personal y nuestro rol en la democracia, si las sociedades
    continúan perdiendo la batalla contra la criminalidad,
    generación tras generación.

    Por ello, es necesario establecer como lo han dicho
    varios analistas, como el colombiano Alvaro Camacho que coinciden
    en cuestionar las políticas de seguridad que trazan
    algunos Estados, en las cuales pareciera que su
    preocupación no fuera tanto la seguridad de las personas,
    sino la seguridad del propio Estado, incluso por encima de los
    intereses de la ciudadanía y en contra de ella
    misma.

    Por ello, tenemos que buscar soluciones efectivas que
    permitan confrontar el crimen y la violencia. Con miras a esos
    fines, la noción de "seguridad ciudadana" tiene que ser
    equiparada con la protección de la libertad, los derechos humanos, la
    democracia y el orden público.

    De manera similar las causas de la "inseguridad
    ciudadana" han de ser identificadas, si se quieren crear
    soluciones efectivas para el problema. Debiendo de incluir no
    solo actos criminales contra el individuo,
    sino también la violencia institucionalizada, la conducta ilegal,
    la ausencia de controles, y la carencia de protección
    social, así como la perpetuación de enclaves
    autoritarios.

    El reclamo de un nuevo entendimiento de los componentes
    de la seguridad ciudadana y las fuerzas que la amenazan debe ser
    visto como un proceso que
    conserva siempre la promoción de los derechos civiles como meta
    final. Si no la sociedad crea métodos
    para combatir el crimen que realmente debilitan el orden
    sociopolítico que se supone debe ser protegido. En este
    sentido, la decisión de establecer un estado de emergencia
    o de sitio, en vez de un estado de leyes, como
    respuesta al incremento del crimen y la violencia, a la larga
    solo servirá para perpetuar la inseguridad.

    Experiencias anteriores sugieren mantener el delicado
    equilibrio
    entre la preservación del orden público y la
    promoción de los derechos civiles como el mejor paso,
    aunque sea un reto especialmente difícil para la sociedad
    que apenas han retornado a un régimen democrático.

    Cuando se discuten recomendaciones sobre
    políticas de seguridad ciudadana, se debe adoptar un
    enfoque de análisis y evaluación
    que pueda responder a las necesidades de cada zona de manera
    individual. Ya que, la dimensión y la naturaleza de dicha
    zona es lo que a la larga condiciona la efectividad de las
    respuestas políticas a las antes mencionadas causas de la
    inseguridad ciudadana.

    Desde el punto de vista de las políticas,
    sería inapropiado y de poca visión tratar a todas
    los sectores como a una misma entidad. Cada una tiene una
    dinámica histórica, cultural, institucional y
    geográfica propia, que amerita reconocimiento e
    incorporación en las políticas que son formuladas e
    implementadas.

    Por ejemplo, no se puede esperar que las soluciones para
    enfrentar el incremento del crimen en Madre de Dios sean
    aplicables a la ola de criminalidad en Lima. De la misma manera
    que las causas que originan la violencia en ambos departamentos
    son divergentes, asimismo lo son las razones de la inhabilidad
    del Estado para combatirlas.

    No obstante, se puede realizar un estudio comparativo de
    varias experiencias regionales, departamentales, provinciales o
    distritales, que desde ya sugiere la existencia de
    características, así como deficiencias, comunes
    entre ellas, que indican posibles opciones de
    políticas.

    Para comenzar, en todos los casos podrán aparecer
    un enfoque desde abajo hacia arriba que involucra a la sociedad civil
    como la única vía de llegar a la raíz de las
    causas de la creciente criminalidad y violencia.

    Este proceso debería comenzar con el
    fortalecimiento de las instituciones democráticas sobre
    dos ejes principales: las reformas dirigidas a modernizar los
    códigos institucionales y legales, es decir, aquellos
    relacionados con las fuerzas civiles policiales y al sistema
    judicial, y una mejor coordinación interinstitucional entre las
    organizaciones
    dotadas de un diseño
    de políticas afines a escala nacional (como el Poder
    Legislativo), además de actores sociales como lo son
    los medios de
    comunicación, que contribuyen directamente
    a la forma como la ciudadanía percibe el
    problema.

    El mensaje contenido aquí es que la
    asunción de una visión integrada de la seguridad
    ciudadana –con los intereses de la sociedad civil en el
    centro y un reconocimiento realista de las fuerzas que la
    amenazan– posibilitará la reformulación del
    modelo institucional que actualmente caracteriza a los sistemas
    de seguridad, judicial y penal. Solamente así
    podrán ser echadas las bases que les permitan a los
    ciudadanos y las ciudadanas avanzar más allá de la
    violencia e inseguridad que actualmente nos rodea.

    David Carhuamaca Zereceda

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