- Resumen
- Entrando en
materia - Su violencia y otra
más - Por la razón o la fuerza,
dicen - Desde las máscaras al
rostro - Perdiéndose en la
biblioteca - Buscando la
puerta - La trastienda de los
símbolos - Entre Dickens y
Shakespeare - De nuevo, el
cuerpo
El presente ensayo
realiza una aproximación a la problemática de la
violencia
social y popular en el Chile de finales del siglo XX. Para
ello se centra en el análisis de una entidad simbólica,
característica de las manifestaciones populares: el uso
la capucha o la acción de ocultar el rostro. Se realizan
consideraciones históricas, estéticas y
comunicacionales sobre el problema de la violencia.
Luchamos ahora contra
una dirección.
Pero esta dirección morirá, eliminada por otras
direcciones
y entonces nadie entenderá nuestros argumentos en su
contra;
no comprenderá por qué hubo que decir todo
eso.
(Ludwig
Wittgenstein)
La humanidad no fue
traicionada por las empresas
intempestivas de los revolucionarios
sino por la sabiduría contemporizadora de los
realistas.
(Max Horkheimer)
Siempre tuve problemas con
el pañuelo. Problema estructural: una nariz
aguileña, que cae buscando el abismo, solía
llevarse el trozo de género en
su caída. De ahí la constante necesidad de anudar,
una y otra vez, sus extremos tras mi nuca.
Una vez exageré el nudo: al momento de volver a casa no
podía deshacerlo. Bajé el pañuelo de mi
rostro, y quedó instalado en mi cuello, con una
reminiscencia de vaquero. Vino en mi ayuda la Chica. Traía
entre sus manos una tijera, obtenida quizás dónde,
y una sonrisa. Luego, el helado metal rozando mi piel, y un
breve clic de hojas metálicas cerrándose y
cortando.
No lo boté, lo guardé en el bolsillo
–contraviniendo las normas–. Me
propuse acoger esa anécdota en mi baúl de memorias.
Ahora lo tengo ante mis ojos, y escribo. Recuerdo:
todos esos gestos ya no estarán.
quizás retornen en algún instante,
extenso o intenso como los que vivimos,
pero ya nunca serán los mismos,
ya nunca podrán ser lo que eran.
todos esos gestos:
tus ojos mis ojos solamente
únicos destellos en nuestros rostros cubiertos.
mi mano derecha en alto el dedo índice
acariciando el guardamonte,
mis labios moviéndose tras ese tejido de lana
todos esos gestos esos detalles
esos fugaces momentos en que nos observábamos
y todo parecía posible…
Me canso de recordar. Sirve, pero no basta.
Era la década de los ochenta, y los encapuchados no
suscitaban tanta emoción comunicacional como,
particularmente, ha ocurrido este año.
Extenso sería enumerar todos los lugares comunes al
respecto. Que los encapuchados son infiltrados o provocadores;
que no lo son, pero sus formas y métodos
invalidan sus opiniones; que no tienen opiniones, y por eso hacen
lo que hacen. En fin.
Son los noventa, y si es cierto que nadie se relaciona de
la misma manera en contextos idénticos, menos
podría intentar explicar el hoy únicamente
con el ayer. Todos esos gestos ya no estarán/
quizás retornen en algún instante,/ pero ya nunca
serán los mismos. ¿Acaso no era McLuhan el que
decía que acostumbramos entrar en el futuro, mirando en el
espejo retrovisor el pasado? Los riesgos de
accidente son evidentes.
Otro tiempo, otros
textos. No necesariamente otra direccionalidad del discurso; la
flecha perdura hacia el norte.
Partamos por la calle. Es decir, por manifestantes en la
calle. Precisemos. Manifestantes encapuchados en la calle.
¿Qué son?
Si era cierta la consigna de los manifestantes estadounidenses
que se oponían a la participación de su país
en Vietnam, a finales de los años sesenta, existe un
desplazamiento que va del disentimiento a la
resistencia.
Yo disiento. Peleo con el ministro que aparece en la pantalla
de mi televisor. Critico la política
económica en la intimidad de mi cocina.
Yo resisto. Me convoco a integrar una marcha, autorizada o no.
Escojo en ella la forma de manifestarme que me parece más
correcta.
Del disentimiento a la resistencia. Es
decir, del espacio de lo privado a lo público; de la
opinión a la acción material. (No me agotaré
en deslindar las sutilezas que ligan lo público con lo
privado o en explicar que la opinión puede ser una
de las formas de la acción, ni tampoco referirme a las
variadas formas que puede asumir la resistencia o el
disentimiento).
En fin.
Las dos palabrejas señalan un tránsito, un
desplazamiento. No son excluyentes, por el contrario, se
complementan y extienden mutuamente.
¿Cuándo surge la resistencia?
Supone la reacción frente a algo, o un movimiento en
favor de algo. En cualquiera de los dos casos, estamos ante las
consecuencias de un conflicto.
Habría que indagar, entonces, sobre las condiciones
generales de emergencia y presentación de un
conflicto social. Busco apoyo en Ramón
Reyes (que, si supiera algo de él, se los
contaría).
Para Reyes, una situación se cataloga como conflictiva
cuando las "condiciones originarias de relación cambian,
las condiciones de fijación de esa relación,
asimismo, varían, o el beneficio gratificante deja de
tener el interés,
intensidad, amplitud u oportunidad que inicialmente
poseyera".
Surgen dos visiones de textos: la propuesta
programática de los dos gobiernos de la
Concertación de Partidos por la Democracia y
los bandos de la dictadura
militar. ¿A cuál de los dos discursos,
ofrecidos al país, le colgaremos el ropaje de un acuerdo
social propuesto y no cumplido?
"El conflicto [prosigue Reyes] puede ser provocado
unilateralmente, cuando una de las partes, por ejemplo, entiende
que esas condiciones [de relación] no se cumplen o ese
beneficio no se da. La otra parte, a su vez, podría acusar
dicha provocación, como desarraigo del interlocutor en
crisis".
Interlocutores desarraigados: todos aquellos manifestantes
que, utilizando determinadas formas de lucha, terminan con el
estigma sobre sus cuerpos: desadaptados, delincuentes,
irracionales, etcétera doble.
"Cuando el equilibrio no
puede mantenerse por más tiempo, la tolerancia se
convierte en denuncia militante y se busca con urgencia un
nuevo orden de relación y disfrute en condiciones
diferentes y, si es preciso, también con otros agentes",
propone Reyes.
Piedras, bombas
incendiarias, rostros cubiertos, no son las formas de
manifestarse, se señala desde las oficinas del
Poder. No
lo son, reitera el coro monocorde de la mayoría de los
medios de
comunicación. Entonces,
¿cuáles serían esas formas aceptables o
tradicionales de expresar una disidencia, esto es, hacerla
resistencia? Uno puede suponer que la solicitud de una entrevista,
una conferencia de
prensa, una
sentada en la vía pública o desnudarse en pleno
Paseo Ahumada, (todo ello a rostro descubierto, obvio),
podrían ser formas más soportables para la buena
imagen de una
democracia que todavía no se realiza en su
definición mínima; para una
transición que se eterniza en el transcurso del
tiempo, y que me hace recordar los carteles en los negocios del
barrio: Hoy no se fía, mañana sí.
El mañana, sin embargo, no necesariamente puede
significar lo mismo para todos. Para unos el mañana puede
ser la prolongación de una espera que, de tanto
extenderse, se torna en natural. Para otros, el
mañana es tarde, porque su última carta se la
están jugando en el hoy.
¿Y si se acaba la paciencia?, ¿entonces,
qué?
Un piedrazo es un ejercicio de violencia, dice el
poder. ¡Por supuesto que lo es! Pero un ejercicio ilegal
e irracional, precisa el mismo rostro.
Vamos por partes.
Podría continuar con las repetidísimas frases
que preguntan si acaso un orden económico como el actual
no es, también, violento; así como la censura
cinematográfica, o tantas otras violencias que se
podrían inventariar en la actualidad de esta geografía. Estamos
hablando de una violencia que no se ejerce, necesaria y
frecuentemente, con disparos o electricidad,
pero que existe, y quienes la sufren o resisten lo saben mejor
que nadie. Pero esa violencia (estructural, aunque se
acuse de trasnochado el concepto) no es
el gran problema nacional. Ese lo constituye esta otra
violencia, la que se ejerce desde abajo o desde fuera de los
espacios del poder instituido. Yo prefiero el caos, porque es
violento tu orden, cantan/vociferan Los Miserables.
Antes que ellos, pero muy cercano, el poeta Mauricio
Redolés había lanzado su Yo prefiero el caos, a
esta realidad tan charcha.
Trataré de evitar la mala leche y los
lugares comunes; las frases, de tanto reiterarlas, van gastando
su significado.
La condición de legal/ilegal la define la autoridad y la
consolida en el sentido común. Violencias buenas
versus malas violencias. Precisemos.
Lo punible, lo ilegal, –nos dice el tal Reyes– es
"cualquier desviación con respecto a un determinado
equilibrio o a una determinada organización del sistema de
relaciones e intercambio.
Esa distribución de funciones dentro
del sistema puede convertir lo punible en loable/premiable y
viceversa, según se tenga encomendado o no el ejercicio de
una puntual o sectorial represión (…).
Ahora bien, ya que las leyes necesitan
de infractores potenciales, reconocibles, en consecuencia, por
sus culpas –aunque la inculpación sea
competencia de
una alteridad cualificada–, los controladores del
sistema han de mantener la amenaza de su aplicabilidad
discrecional, si desean que las correspondientes leyes sigan
manteniendo su vigencia más allá de su eficacia.
La tolerancia no es aquí otra cosa que la
demostración de impotencia o ignorancia –real o
supuesta– de los tolerantes, por lo que al campo de
aplicación de las leyes se refiere: las leyes dejaron de
cumplir su función
originaria tan pronto como los administrados superaron las
condiciones que originariamente las motivaron.
Es por ello, que con frecuencia se finge la igualdad. A
base de repetirlo, es posible que al menos alguien –el
legislador, por supuesto– termine creyéndose que
efectivamente ‘todos son iguales ante la ley’".
Si creen que están en lo correcto, ¿por
qué se tapan la cara?, fue el emplazamiento a
muchachos encapuchados, por parte de una señora que
marchaba rumbo al cementerio general, en la romería del
once de septiembre recién pasado. He ahí
funcionando la lógica
de la igualdad en su totalidad. Curiosamente, es un
reconocimiento que acepta la existencia de una igualdad originada
en la "recuperación" de una democracia formal e
incompleta. Una igualdad contextualizada por un acuerdo
–consenso, le llaman– que, probablemente, esa
misma señora rechazaría en varios de sus
componentes, a saber: la existencia de la impunidad, la
ley electoral, otro etcétera.
Otra expresión de esta mirada es lo que ocurrió
en la universidad
privada ARCIS, cuando algunos de sus integrantes propusieron el
lema: Yo doy la cara. (Que original no es, se corresponde
con la campaña televisiva del gobierno de
Aylwin, ¿la recuerdan?, esa donde salía John
Lennon, Pablo Neruda y
Mahatma
Gandhi, inicialmente cubiertos por un pañuelo o un
gorro pasamontañas –aquí me naufraga la
memoria–, para luego quedar al descubierto. El lema era
algo así como: ellos lucharon por sus ideas y no
ocultaron su rostro). Y, bueno.
Por cierto, la ilegalidad de determinadas formas de
lucha no sólo se determina desde un punto de vista
jurídico. También se puede construir esta misma
significación desde la moral o la
política,
incluso, desde la psicología.
De ahí las adjetivaciones que, por ejemplo, intentan
quitarle toda connotación política al uso de la
violencia en las manifestaciones. Sólo son
delincuentes, dicen los ministros. Y si no es la
calificación, es la cuantificación: son grupos
minoritarios, dice el presidente. Actos irracionales
son, diagnostica el obispo.
Precisamente aquí, Noam Chomsky tiene algo que
decir:
"La resistencia puede ser emprendida, y creo que lo es muy
generalmente, como un acto político. Cabe afirmar que
está mal orientada, pero no que es
apolítica".
Pero, el reconocer la condición de
política a toda forma de resistencia, no obliga a
definir rígidamente a las distintas maneras de expresarse
en las manifestaciones. "En realidad, [sostiene Chomsky] carece
de sentido hablar –como hacen muchos– de
tácticas y de acciones a las
que se atribuye el calificativo de ‘radicales’,
‘liberales’, ‘conservadoras’ o
‘reaccionarias’. Una acción no puede ser
colocada por sí misma en una dimensión
política plena. Puede tener éxito o
no en la consecución de un fin susceptible de ser descrito
en términos políticos".
Resumiendo, toda forma de resistencia es política y
podemos evaluar su efectividad o pertinencia, según la
relación que tenga con los fines que se propone alcanzar;
no a partir de una definición estática,
(la que tiende al establecimiento inmediato de juicios de
valor: la
violencia es mala, o buena, depende quien esté
hablando; o elaboraciones taxonómicas, con sus tendencias
a la rigidez, que no se compadecen con el desarrollo de
los procesos
sociales).
Desde Alemania
(país donde, en la actualidad, el uso de la capucha
está penalizado legalmente), Jürgen Habermas extiende
la observación de Chomsky.
En 1987, el gobierno dio a conocer los resultados del estudio
encomendado a la Comisión de Violencia. Dicha
comisión examinó, como un todo, distintas
categorías de violencia, las:
– explosiones violentas de carácter apolítico
(vandalismo),
– explosiones violentas de carácter
político (disturbios públicos),
– violaciones simbólicas de las leyes
(sentadas y cortes de tráfico),
– manifestaciones no pacíficas, y
los
– actos de violencia políticamente
motivados (ocupaciones de casas y edificios, asaltos,
atentados),
eran todos algo similar. Esto le llama la atención a Habermas, y señala: "es
evidente que el mandante político sospecha que se dan
relaciones entre la crítica
radical, la inquietud de la opinión
público-política, las manifestaciones de masas, las
protestas que toman la forma de violación simbólica
de las leyes, los disturbios sin ninguna clase de
objetivos y la
violencia de motivación
política. Desde este punto de vista, una difusa y
difícilmente aprehensible crítica, que discute al
Estado su
legitimidad y desestabiliza la conciencia
jurídica general, constituiría el primer
eslabón en una cadena de acumulativa generación de
violencia".
Por cierto, del mismo modo como Chomsky sostiene que toda
forma de resistencia es política, el Poder pervierte la
relación, y afirma que toda forma de desobediencia civil
es violenta. Al menos, eso ocurre en el informe de la
Comisión de Violencia, de Alemania. En él, "toda
forma de desobediencia civil queda subsumida, sin más,
bajo el concepto de violencia de motivación política". Este juicio lo
justifica la Comisión al considerar que muchas formas
legales de participación (manifestaciones autorizadas),
devienen en actividades ilegales (sentadas, cortes de
tráfico) e, incluso a veces, en acciones ilegales
violentas (enfrentamientos con la policía, daños a
la propiedad
pública o privada).
¿Será por ello que, en la actualidad, los
organizadores de algunas marchas estructuran su propio anillo de
seguridad
interno, para evitar los desmanes de infiltrados,
provocadores o exaltados?, ¿aquí
estará sedimentada la lógica del ministro que llama
al estudiantado a dejar solos a los encapuchados, en un
discurso que recuerda las estrategias de
contrainsurgencia de los años sesenta (por eso de
quitarle el agua al
pez)?
Por la
razón o la fuerza,
dicen
La piedra y la molotov, pero también el gesto de
cubrirse el rostro en las manifestaciones, son las formas de la
violencia que se pretenden desterrar.
Para ello se han intentado varios caminos.
Uno de ellos ha sido mirar la historia de
Chile, y proponer una lectura de
remanso, de nostálgico atardecer en la playa. La
tradición de Chile ha sido el diálogo,
la negociación, se dice. Y, bueno, es cierto,
si nos olvidamos de los períodos de la Conquista; la
Colonia; la Independencia;
los ensayos
constitucionales; todos los enfrentamientos entre liberales y
conservadores, a mediados del siglo pasado; la Guerra Civil
de 1891; los golpes de Estado en el primer cuarto de siglo; el
Gobierno de González Videla y la historia reciente que todos
conocemos. Sí, en realidad, nos deben quedar algunas
decenas de vida nacional en paz, con el agravante de que no son
años continuos. En fin, nada es perfecto.
Cuando a uno le traen a colación la historia nacional,
la idiosincrasia y otras yerbas similares, definitivamente
termina anodadado, ¡es demasiado! Pero, ¿qué
son todas esas palabras?, la identidad, el
patrimonio
cultural que ha construido una sociedad,
¿qué es?
Walter Benjamin dice, por ahí, algo interesante:
"Quienquiera haya conducido la victoria hasta el día de
hoy participa en el cortejo triunfal en el cual los actuales
dominadores caminan sobre los que yacen en tierra. La
presa como es costumbre es arrastrada en el triunfo. Se la
denomina patrimonio cultural".
Deseo compartir aquí el comentario de Carlos Pereda
sobre esta cita. "Parte del botín que los poderosos dejan
a sus herederos es el ‘patrimonio cultural’ en tanto
‘presa’ de triunfo. (…) En la escuela de lo
sublime nos hemos habituado a pensar en el ‘patrimonio
cultural’ como aquello que redime y reconcilia con los
horrores y las miserias de la historia, no como un
fragmento más de esos horrores y miserias".
Una presa. Eso es el patrimonio cultural. Pero una presa, no
un cadáver. Una presa puede estar agónica, pero
aún puede liberarse. Por eso es problematizante un rostro
cubierto. Si no, mírese el caso de Chiapas.
Además, el patrimonio cultural no es universal para un
país. Mi patrimonio cultural será evidentemente
distinto al del que haya resistido hasta aquí la lectura. En
las clases y sectores sociales ocurre lo mismo. El tan mentado
patrimonio cultural, la identidad, la idiosincrasia, la historia,
será muy distinto para el campesino que
trabajaba en la hacienda, que para el dueño de ella. Y si
eso es más o menos obvio, ¿por qué se
propone que existe una manera de hacer las cosas?,
¿una forma de expresar la disidencia?
Los símbolos juegan aquí un papel
relevante. Un rostro cubierto en una manifestación es un
símbolo. De muchas cosas. Por un lado, evidentemente, es
un recurso técnico. Se le dice al Poder: he perdido la
ingenuidad con respecto a tus intenciones; me protejo. Pero
además se construye, en el propio cuerpo, un territorio de
poder, de un contra-poder –si se permite la
figura–, en donde se desplaza al que se confronta, se le
desaloja en el momento en que no se acepta la lógica
formal del adversario, en el instante en que no se cree en su
forma única de confrontación.
Por otro lado, la ausencia del rostro posee un efecto
multiplicador: cualquiera de los allí presentes
podría ser, y eso extiende aún más lo
anterior, por cuanto inicia el proceso de
construcción de una referencial identitaria
que cualifica el gesto individual, y lo expande hacia el
colectivo en el cual se ha generado. Si no fuera así, el
plural perdería su significación: obreros
portuarios causaron graves disturbios en Valparaíso,
señala la prensa. No un sindicato, o
una organización política, o algunos
trabajadores portuarios. La referencia es al cuerpo social,
independientemente de que la totalidad del mismo se haya
expresado de la misma manera
Otras cosas se pueden decir sobre el ocultar el rostro.
Tal vez recordar que la primera causal para aplicar la,
legalmente caducada, detención por sospecha, se
refería "al que anduviere con disfraz o disimulando
su verdadera identidad y se negara a proporcionarla cuando
ésta le sea requerida". En el caso del encapuchado, el
reconocimiento, o la interpretación del concepto de
disfraz no es una sospecha; el propio cuerpo que disiente
le señala al Poder que se ha disfrazado, lo hace
explícito, manifiesto, como una proclama o un inmenso
anuncio publicitario. Así, el Poder no tiene la necesidad
de sospechar o dudar: se encuentra, efectivamente, ante un
disfrazado, quien no se oculta a la mirada del orden, se
enfrenta a ella, precisamente en ese ocultamiento, éste se
realiza, precisamente, para destacar, para señalar.
——–
La capucha se ha instalado como un código
social. Ella se lleva sobre el cuerpo, y eso es interesante,
porque, al decir de Pierre Guiraud, "el hombre es
el vehículo y la sustancia del signo, es a la vez el
significante y el significado". Si esto es así, –y
la capucha es el código escogido para participar, para
estar-en-el-mundo, a través de ella–, quien la usa,
pone de manifiesto su identidad y su pertenencia a un grupo
determinado, al mismo tiempo que reivindica e instituye esa
pertenencia. Así, la persona con su
rostro cubierto es tanto el portador del código, como el
referente del mismo.
De hecho, lo que más le complica al Poder es la
posibilidad de la instalación de esa pertenencia y esa
referencialidad. Todo cambia, y lo sabe. "Es necesario no
olvidar, que los códigos jamás tuvieron validez
universal, ni que la potencialidad de ser vehículo
que todo código contiene no es mayor porque sea
precisamente ése el código considerado vigente por
una generalidad cualificada", sostiene Reyes.
Pero volvamos. Los símbolos también construyen
poder, algo que el Poder sabe muy bien, y por ello trabaja para
que sean sus símbolos los que sean aceptados por
toda la comunidad
nacional como los únicos.
Miremos ahora hacia atrás un momento, a ver qué
encontramos.
Surge, nítido, el Poder reprimiendo los símbolos
que construyen otro discurso, por lo tanto, otra dirección
de acción posible y, eventualmente, otra manera de
resolver los problemas.
Ibáñez no tuvo el inconveniente de los
rostros cubiertos. Él se enfrentó a las banderas,
bueno, no a todas, a una sola que le inquietaba. Estamos en
1925:
"La bandera roja no puede usarse como insignia dentro
del territorio de Chile porque ella simboliza la anarquía
y el desorden, el libertinaje y los peores horrores; en
consecuencia, los oficiales de todos los grados instruirán
a su personal de estas
actividades capitales porque ha llegado la hora de darle una
batida a los que creyeron que Chile había perdido hasta su
dignidad. En
el futuro el personal de Carabineros procederá de hecho
contra los manifestantes que ostenten banderas rojas y les
impedirá toda clase de manifestación, procediendo a
destruir esas banderas". ¡Pobres banderas!, nunca en su
metafísica textil imaginaron tanto alboroto
por su existencia. Ya suficientes problemas tenían con la
mitología de los toros, y ahora esto.
Ahora bien, el Poder no sólo necesita eliminar o
neutralizar algunos símbolos. También requiere
instalar los propios, aun cuando no siempre logre que todos
comprendan su verdadero sentido. De eso nos da cuenta el
escritor Carlos Pezoa Véliz:
"Por aquellos días de 1891, los periódicos
clandestinos que hacían la propaganda
revolucionaria con artículos dogmáticos y
maldiciones en verso, pusieron de rabiosa actualidad la palabra
Constitución. El vocablo de labio en labio, como si
se hubiera intentado reunir en el modo de pronunciarla todo el
respeto que
guardaron por ella los estadistas de los primeros tiempos, desde
Portales hasta Aníbal Pinto.
El Presidente Balmaceda había violado la Constitución. Las huestes libertadoras del
general Canto defendían los derechos
constitucionales… (¡Oh, la
Constitución!).
Hubo campesinos de las provincias australes que se la
imaginaron un templo donde se guardaban los estandartes tomados
en la guerra contra el Perú y Bolivia, o las
cenizas de Arturo Prat. Y los niños,
que allá en su inocencia hacen más bellas las
cosas, figurábansela una inmensa mujer de cabellos
rubios… ¡Hermosísima!
Aun escuché esta frase: ‘El Presidente Balmaceda
se ha ido con todo el dinero que
había en la Constitución’".
En fin, a qué seguir.
A estas alturas, uno quiere entender algo, y como la
inmensidad del espectáculo abruma, se solicita ayuda.
Desde Inglaterra,
Graham Murdock viene solícito.
Murdock sostiene que el establecimiento de un consenso
nacional supone no sólo un acuerdo con respecto a las
cuestiones de fondo, sino que también respecto a las
formas en que éstas se encaran (discuten, negocian,
confrontan). De este modo, por ejemplo, la actividad
política puede llegar a identificarse exclusivamente con
la actividad parlamentaria o la negociación sindical.
Así, los sectores sociales involucrados quedan
inicialmente marginados del debate, a no
ser que deleguen su representación en otros, o bien que se
expresen para ser considerados; expresión que debiera
realizarse en las formas construidas y propuestas por el espacio
del consenso.
Sin embargo, tanto la supuesta comunidad de intereses,
como las formas de relacionarlos o confrontarlos están
dadas. Por lo tanto, cualquier nueva forma que surja corre el
riesgo de ser
definida como inapropiada o "radical". La discusión se
centra, entonces, en las formas de acción, y no en las
causas que las originan. Los mapuches no deben tomarse las
tierras, se reitera una y otra vez. Pero, ¿por
qué se las toman?, ¿por gusto? Ocurre que el
establecimiento del consenso tiende a ocultar las causas
estructurales del disenso. Y aquí no estamos
hablando de platas más o platas menos, estamos hablando de
las causas últimas que llevan a ese requerimiento.
¿Qué parte del Estado, o es su totalidad, la que
falla, para que se produzcan las manifestaciones
violentas?
En resumen, ¿por qué se busca convencer respecto
a cuáles son las formas válidas de
expresión?, ¿por qué se proponen formas
únicas? Aquí, a riesgo de parecer anticuado,
le cedo la palabra a Carlitos, el alemán ese que andaba
–junto a Engels– desatando fantasmas por
el mundo:
"Cada nueva clase que pasa ocupar el puesto de la que
dominó antes de ella se ve obligada, para poder sacar
adelante los fines que persigue, a presentar su propio
interés como el interés común de toda la
sociedad, es decir, expresando esto mismo en términos
ideales, a imprimir a sus ideas la forma de lo general, a
presentar estas ideas como las únicas racionales y
dotadas de vigencia absoluta".
"Mayonesos protagonizaron incidentes", grita el popular
diario La Cuarta. Mayonesos = Locos = Conducta
Irracional. Manifestaciones públicas: expresiones de dicha
conducta.
No es culpa exclusiva del periodista, años lleva el
Poder tratando de convencernos de que determinadas formas de
expresar la opinión son irracionales. Las formas
razonables son las que el Poder indica, no otras.
A lo anterior se suma lo cuantitativo. Si no son expresiones
mayoritarias, no importan. Ante ello, recuerdo lo que
señalaba un sociólogo estadounidense: este
año sólo fueron asesinados dos negros por causas
raciales en nuestro país, ¿eso implica que no
debemos reflexionar al respecto?, ¿se debe esperar a que,
estadísticamente, estas expresiones sociales sean
interesantes? Parece reiterativo, pero es necesario
señalar que, en los procesos sociales, las situaciones de
minoría o mayoría son perfectamente
intercambiables.
Desde nuestro continente, Ramón Reyes continúa
el diálogo.
Si el uso de la capucha, y las manifestaciones asociadas a
ella, son una expresión de disenso, éste se origina
por que el consenso se ha fracturado, o porque los contenidos del
mismo ya no logran convocar y conmover a la totalidad de los
ciudadanos llamados a asumirlo. Se inaugura entonces el
conflicto.
"Uno tiende, no obstante, [señala Reyes] a eludir toda
crisis
detectada. Los sistemas para
eludirlas y las técnicas
que las desarrollan se confunden con los modelos
habituales de comportamiento: dejar que el riesgo de la denuncia
lo corran otros. Mientras tanto, actúo como si nada
anómalo sucediera, como si ello no me afectara. Los
que se arriesgan son los otros, los de siempre: aquellos
grupos que, en defensa de intereses particulares, optan por la
denuncia o corrupción
del sistema. Como intermediario óptimo actúan
los medios de
comunicación, herramientas
poderosas en manos de educadores, es igual la connotación
represiva que se les asigne y el nivel de represión que se
les reconozca.
La opinión acreditada y la
‘autoridad’ que emita/legitime esa opinión,
actúan como filtros de la crisis: uno termina juzgando lo
real, desde los parámetros del discurso noble,
situándonos en el nivel de palabra erudita.
(…).
De esta forma, la responsabilidad va a ser siempre problema de los
demás: son ellos los que a diario cambian nuestro
entorno, construyéndolo con su discurso y con sus
actuaciones consecuentes.
(…)
Pero, al ciudadano normal, ciertamente, esto le importa
poco. Le basta el discurso público y autorizado a
propósito de lo real, es igual que ese discurso no
conduzca a parte ni a objetivo
alguno. La ficción se convierte para él en arma
poderosa y en razón principal: lo que importa es
prolongar la existencia –sabiéndose de alguna
manera sujeto de la misma–, en condiciones lo menos
traumáticas posible".
Palabras que ilustran, pero, ¿y lo real?
( )
Quiero invitar a recordar. No muy atrás, sólo
algunos años. Érase una vez, un gobierno que
quería reemplazar un feriado por otro. Un once de
septiembre por el día cinco, del mismo mes.
¡Qué de cosas no se dijeron en ese momento!
Para comprender la totalidad del discurso que se construye, es
necesario considerar varias de sus expresiones fragmentadas. Las
características más comunes a todas ellas es su
voluntad generalizante, presentando conceptos vaciados de
significados.
Frente al último once (es decir, el que
iba en rojo en el calendario, en 1997), Frei propuso: "El
único llamado es a que lo recordemos con gestos de unidad
y de reflexión. Hay que aplacar las
espíritus y contribuir a que este sea un día de
reflexión". El triunfo de la razón por sobre la
emoción: los sentimientos se domestican reflexionando; la
reflexión nos llevará, única y
exclusivamente a la unidad. ¿Y si uno, por esas cosas de
la vida, comienza reflexionando, y termina más enardecido
o apesadumbrado que antes, y con sentimientos muy poco fraternos
con respecto a algunos compatriotas? Porque compatriotas
también son, al menos formalmente, aquellos ciudadanos que
portan uniforme.
Como el comandante en jefe del ejército quien, ante el
enjambre periodístico, señalaba: "hay que dejar
atrás los sentimientos mezquinos que no llevan al
bien común de una nación".
Una vez más encontramos aquí a los pobres
sentimientos protagonizando el papel de los chicos malos de la
película, como si no pudieran existir razones para
oponerse a la construcción de un símbolo de unidad
nacional. Esto, sin considerar la profunda ambigüedad que
implica la noción que se pretende alcanzar.
¿Qué debe comprenderse por bien
común?, ¿quién o quiénes deben
definir sus contenidos?
Pero la discusión no es solamente por la
ubicación de un día feriado en el calendario. Lo
que se desplaza tras estas representaciones simbólicas son
los contenidos que se le pretenden asignar a ellas.
(La
trastienda de los símbolos)
Realizada la puesta en escena de la ritualidad del once de
septiembre, se sucedieron las observaciones de los opinantes, que
comentaron la movilización, el evento o el
espectáculo, dependiendo de dónde se instala
su sensibilidad.
Desde la derecha se culpó al PC de instigar a la
violencia; dicho partido aseguró que jamás
había convocado a ningún acto de violencia;
democratacristanos afirmaron que las organizaciones de
derechos humanos fueron sobrepasadas por infiltrados del
lumpen; por último, los socialistas se preocupaban
de los actos vandálicos ocurridos en Santiago,
durante la noche de ese día. El senador socialista Carlos
Ominami, por ejemplo, afirmó que las acciones de
violencia nada tienen que ver con la actividad
política, están reñidas con la
democracia y sostuvo que son el producto de
personas que son o están muy próximas a la delincuencia,
"de otra forma no se explican actitudes que
no tienen ninguna justificación". Claro, si se propone
que una acción determinada no tiene ninguna
justificación, es evidente que el otro, el que la
realiza, se encuentra incapacitado a priori para poder
explicarla.
Es interesante notar cómo los discursos emitidos se
centraron en la problemática del uso de la violencia.
Todos asumían que los rituales del once de septiembre
sólo habían confirmado la certeza de que los
gestos por la unidad nacional aún no lograban
encarnar en toda la ciudadanía. Dos países construyeron
sus propios espacios simbólicos ese día, pero
ése no era el problema. Lo grave estaba en que, en
ese contexto, varios habían optado por el uso de la
violencia, justificada o no. La adjetivación de
editoriales y artículos de opinión fue evidente:
penoso, lamentable, vandálico,
vergonzoso. (Al menos para mí, penoso, lamentable y
vergonzoso es este proceso de transición, esta
ordinariez intelectual, como la calificara el poeta
Armando Uribe, pero bueno…).
"La violencia le hace mal a nuestra sociedad", decía
La Nación, la violencia de abajo o de afuera, se
entiende. (Esto, si los abajos y los afueras son
espacios realmente existentes). "Que nadie [continuaba afirmando]
piense que de la violencia puede surgir algo provechoso para el
pueblo, como a veces parece deducirse de ciertas proclamas. (…)
Necesitamos la paz y la libertad sin vacilaciones,
pues tales son las condiciones para que el pluralismo sea
posible", dice el diario. ¿Cuáles son los
contenidos de esos conceptos? ¿La paz es igual al olvido,
intercambiable por impunidad? ¿La desigual
distribución de la riqueza no es una forma de violencia
social y, por lo tanto, atentatoria contra la paz de los pobres?,
o bien, esa misma desigualdad, ¿es una de las expresiones
de la libertad a la
que podemos aspirar? Una libertad sin vacilaciones,
¿es el equivalente de la justicia en la
medida de lo posible? ¿Acaso una libertad sin
vacilaciones no tendría que haber investigado, no
sólo los casos de violaciones a los derechos humanos,
sino también los negocios fraudulentos del hijo de
Pinochet, por ejemplo? ¿Cómo se entiende el
pluralismo, cuando se pretende imponer un consenso, en el tema de
los derechos humanos, basado en la privacidad de su
construcción, como propone "una alta fuente de Gobierno"?
Demasiadas preguntas para un pobre ciudadano; sí,
todavía lo soy.
(Entre
Dickens y Shakespeare)
"Tiempos difíciles", decía uno. "Algo huele mal
en Dinamarca", el otro. Así nos encontramos en este
paisito.
Una editorial de La Tercera señaló que
"es de esperar que este esfuerzo parlamentario, en el que
destacan la sensatez, la vocación de servicio
público y el sentido de futuro y de nación,
[se refiere a la eliminación del día once como
feriado], no sea malogrado ni malentendido por aquellos que,
felizmente en minoría [ahí nos encontramos
nosotros y, en cuanto minoría, susceptibles de ser
avasallados por un consenso, mayoritario, por cierto],
insisten en anteponer sus rencores y recelos
[¿serán estos nuestros anhelos de justicia?] a los
intereses superiores del país
[¿cuáles serán éstos?]. Ello a pesar
de que nadie ignora que Chile no puede pretender vencer sus retos
venideros en medio de la discordia, más aún si
ésta adquiere visos de esterilidad y
obsolescencia". Claro, estéril, por cuanto la Ley
de Amnistía asegura dicha condición, y obsoleta,
por que los huesitos llevan un cuarto de siglo esperando ser
encontrados.
En el mismo sentido opinó el columnista Sergio
Muñoz, en La Nación: "Es bueno hablar con la
verdad a las nuevas generaciones. Con toda la verdad. Es bueno
transmitirles un mensaje de humanidad y
civilización, no de rencor ni
sectarismo. Así se podrá ayudar a que no
repitan los costosos errores que cometieron las generaciones
anteriores". Antes que nada, ¿quién sino nosotros,
los jóvenes, conocemos esos costos?
¡Por cierto que no pretendemos cometer los mismos errores!,
tal vez otros nuevos, pero, por favor, dennos la libertad
de equivocarnos, ¿o ustedes solamente podían hacer
y deshacer con el país a su antojo?
Los conceptos de humanidad y civilización
son más interesantes, al menos como los entiende
Muñoz.. Él asume, ingenuamente, que ambos no
contienen en sí mismos las nociones de rencor y
sectarismo. Pues bien, en la integralidad del ser humano habita
el rencor, así como el amor,
evidentemente. En la civilización existe, por cierto, el
sectarismo. Esto no será hermoso, pero es.
No es mucho, y ni siquiera sé si sirva, pero yo opto
por respirar por la herida. Si tanto les molesta el predominio de
los sentimientos, y si nuestras razones no son válidas por
minoritarias, me sumo al verso de Nicanor Parra:
"Aúllemos, por lo menos, ya que no somos capaces de
rebelarnos".
Soy hijo de un ejecutado político. Eso no dice mucho,
incluso el lector puede en este momento decir, súbitamente
lúcido: "¡Ah, por eso…!". Pero quiero decir que no
se puede explicar muy bien qué es perder un padre a los
cinco años, y la casa propia, y la noción de barrio
o de estabilidad familiar. Contar que la impunidad, al
menos para mí, es ver al cabo Fuentes cada
vez que voy a comprar pan, en el pueblo donde aún vive mi
madre. ¿Qué otras cosas?, que mi padre murió
por ser socialista y carpintero, y por creer que había que
resistir el Golpe Militar, "porque el compañero Altamirano
está organizando la resistencia…".
En fin, son demasiadas cosas, y no deseo abusar de tanta
paciencia lectora, permítaseme sólo esto: si desean
pasar por encima de los huesitos y negar nuestra historia, que es
también la historia del país,
háganlo, es parte de su lógica, pero no quejen. Sin
pertenecer a esa organización, hago mía la consigna
del Guachuneit: "Si no hubo justicia para los pobres, no
habrá paz para los ricos". Y, ojo, que el reclamo no es
nuevo.
Vicente Huidobro, el poeta, en 1935, a raíz de un
atentado contra el local donde se realizaba el Congreso de Unidad
Sindical en Valparaíso, escribió:
"[Los autores del atentado] son tan cretinos, que no piensan
que sus bombas pueden tener eco, y que ese eco puede ser un
trueno, y que ese trueno puede contener muchos rayos (…).
Entonces, sí, ellos gritarían, ellos
protestarían, olvidando los pobres imbéciles, que
ellos fueron los provocadores, que ellos armaron de justas
venganzas las manos que les castigan.
Si esas bombas las hubieran colocado obreros en un congreso de
liberales o conservadores, cómo estaría chillando
la gran prensa, la grandísima prensa. ¡Cómo
se habrían movilizado las policías, cómo se
perseguiría sin cuartel a los culpables!
(…)
El salvajismo de sus procedimientos
está pidiendo a gritos procedimientos iguales en
respuesta. Entonces protestarán y bramarán, porque
los asesinos de la clase dominante no permiten que nadie asesine,
sino ellos; quieren tener la exclusividad. Y si el pueblo
quisiera adoptar sus mismos métodos, si el pueblo
aprendiera su lección, serían pocas las
cárceles y los fusiles para castigar al buen
discípulo".
Y eso sería todo.
Ernesto Guajardo
Nacido en Santiago de Chile en 1967. Ha realizado
estudios de Bibliotecología y Documentación, así como Periodismo y
Comunicación Social. Ha publicado los
libros de
poesía
Por la patria, Nosotros, los sobrevivientes, Las
memorias, El primogénito y el reportaje
periodístico: El fulgor insomne: la vida de Marcelo
Barrios.