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Acerca de la historia de la isla de Quinchao (página 3)




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8. Hacia la
formación de la residencia en Chequián (fines del
siglo XVII)

No obstante el conflicto
pareciera resuelto, la comunidad
hispánica seguía deseosa de abandonar al
archipiélago y volver a ocupar las tierras osorninas, o
bien, asentrase en cualquiera otra area de Chile, con tal de
dejar aquella islas tan lluviosas y, sobre todo, aisladas de la
Capitanía. Esta exigencia de los colonos fue
señalada a las autoridades coloniales en el memorial que
escribió don Francisco Gallardo del Aguila en 1684, en el
cual se proponía el abandono total del
archipiélago, tanto por parte de los españoles,
como de los indígenas: un memorial en el cual abundan
"las razones para que indios y españoles abandonen la
isla
" y donde se trata de "desvanecer todas las objecones
que se puedan hacer en contras
".

Con tal que no se abandonara el archipiélago, las
autoridades – tanto de la Capitanía General, cuanto
del Virreino – toleraron cualquier abuso de parte de
colonos y encomenderos en contra de los indígenas;
así mismo se permitió que en repetidas ocasiones
los encomenderos se fueran a vivir a Concepción, confiando
sus encomiendas a mayordomos ávidos y crueles.

Siempre con el fin de estimular a los colonos para
quedarse en el archipiélago, se incrementaron notablemente
las distribuciones de tierras: "sólo entre 1670 y 1696
se hicieron 29 concesiones de mercedes de tierras a
españoles, con superficie que variaban entre 50 a 80
cuadras, y algunas de 300, 400 y hasta 1.000 cuadras, entregadas
a la Compañía de Jesús
". Es así
que la situación del peón indígena,
marginado en su propia patria y cada vez con menos tierra para
ssustentarse, empeoró grandemente, y su servitud forzada
adquirió cada vez más las características de
explotación de clase.

En la segunda mitad del siglo XVII, entre mercedes de
tierras, donaciones y concesiones continuativas de encomiendas,
la Compañía jesuítica se convierte en el
principal tenedor de tierras en todo el archipiélago. En
la extremidad meridional de la isla de Quinchao, los jesuitas
poseían una grande propiedad
agrícola con una extensión de 500 cuadras, situada
desde la punta de Chequián, donde había una
capilla, hasta el estero de Joachin, Tallen, Lac y Cuen, la cual
les fue donada por don Gregorio de los Olivos. Fue así que
Chequián acreció su importancia no sólo en
óptica
de lugar de evangelización, sino en cuanto centro de
producción de bienes
agrícolas, necesario para el sustentamento de los
misioneros y, muy a menudo, utilizados también para ayudar
a los indígenas más desamparados.

GOBERNADORES DE CHILE
(1656-1700)

GOBERNADORES DE CHILOE
(1669-1700)

1656-1662

1662

1662-1664

1664-1668

1668-1670

1670-1682

1682-1692

1692-1700

Pedro Porter Casanate

Diego González Montero
(interino)

Angel de Peredo

Francisco de Meneses

Diego de Dávila Coello y Pacheco
(interino)

Juan Henríquez

José de Garro

Tomás Martín de Poveda

1669-1670

1670-1671

1671

1671-1673

1673-1676

1676-1678

1678-1680

1680-1684

1684-1685

1685-1686

1686-1688

1688-1689

1689-1692

1692-1695

1695-1698

1698-1700

Juan Obando Morgado

Francisco Gallardo del Aguila

Juan de Olavarría

Juan Obando Morgado

Agustín Gallardo del Aguila

Francisco de Morante

Hernando López Varela

Antonio Manríque de Lara

Juan Verdugo de la Vega

Antonio Ibáñez de
Echeverri

Bartolomé Díez Gallardo

Blas de Vera Ponce de León

Juan Esparza

Pedro Molina Vasconcelos

Baltasar de Cozar y Gallo

Francisco Zamorano Pocostales

GOBERNADORES DE CHILOE
(1658-1669)

1658-1660

1660-1662

1662-1663

1663-1666

1666-1667

1667-1669

Martín de Erize y Salinas

Juan Alderete

Fernando Cárcamo Lastra

Cosme Cisternas Castillos

Juan Verdugo de la Vega

Rodrigo Navarros

JESUITAS PRESENTES EN
CHILOÉ (1660-1703)

Jerónimo de Montemayor, Nicolás
Mascardi (1662->1670) rector del Colegio de Castro,
Antonio de Amparán, Francisco Tejero, Felipe Laguna
(1702-?), Francisco Astorga (1665-?) rector, Bernardo de la
Barra (1680-?) rector

Después de los intentos de sublevación de
mediados del siglo XVII, las relaciones entre la dos naciones
– la mapuche y la hispánica – volvieron tan
deconfiadas como a comienzos del siglo, no obstante que la
comunidad indígena hubiese aceptado juntamente con la
doctrina cristiana, también la autoridad de
la Corona madrileña, a la cual profesaba sincera
fidelidad. Ahora que el mismo concepto de
"indio" había subido una profunda transformación,
convirtiéndose en el identificador más de una forma
de vida, que de una diferenciación racial ("es indio quien
vive como indio"), pues en el aspecto físico entre los
plebeyos hispánicos y los indígenas hay bien pocas
diferencias. También se le atribuye valoración a la
piel clara,
interpretada como una indicación de origen
hispánica (el valor de "ser
clarito" contrapuesto al "ser morocho"), lo cual no corresponde a
lo real, en cuanto la piel muy clara se puede asociar al origen
tanto hispánico, cuanto chono.

La inclusión del mestizo en el grupo
hispánico, muy a menudo contribuyó a crear una
barrera entre el mestizo mismo y quien se identificaba como
mapuche, aunque podía suceder que el "indio" tuviera
más sangre castellana
que el mismo mestizo. La legitimación del hijo, y con aquella le
herencia del
apellido, era el factor fundamental de diferenciación
racial. Pues no eran "indios" los hijos reconocidos y dejaban de
ser "indias" las mujeres que se casaban con los colonos
españoles. Y ésto era el caso más frecuente,
en cuanto las mujeres con más sangre hispánica eran
"mercadería preciosa" y trataban de casarse
únicamente con los "bien nacidos", y sobre todo con los
encomenderos, con el fin de salirse de Chiloé.
Es así que los colonos hispánicos se unían
principalmente con mujeres indígenas: los más ricos
con las hijas de caciques y fiscales, y lo más pobres con
las campesinas mapuches. Por su parte, las mujeres
indígenas ambicionaban casar con hombres con apellidos
castellanos, pues representaba un adelanto social, aunque su vida
siguiera tan modesta como antes: "somos pobres, pero no somos
indios", podían decir los mestizos con estúpido
orgullo. Todo lo cual contribuye a producir hacia fines del siglo
XVII una disminución muy notable de la población indígena a ventaja de la
hispánica, ésta última cada vez más
mestizada.

Con el incremento de la población castellana y
mestiza, viene a menos el temor a la reacción mapuche y a
una eventual sublevación: entonces se procede a la
asignación de mercedes de tierras indígenas a la
comunidad hispánica sin ninguna consideración por
las leyes:
inútilmente el Cabildo de Santiago establece que a cada
pueblo indígena debe dejársele un "cantidad de
tierra para su labranza y crianza, dejándoles basyante
copia, conforme al número de indios que hubiere, sin que
puedan recibir daño de
los comarcanos
". Una vez más, las leyes se acatan,
pero no se cumplen.

Todo lo cual incrementa la conflictualidad entre las dos
comunidades, la cual se incentra en el derecho a la tenencia de
la tierra. Una
conflictualidad que ya dejóde constituir una seria amenaza
para la comunidad hispano-mestiza: sin embargo el temor que
genera, es estímulo para que aquella trate de separarse
físicamente de la comunidad indígena, y lo hace
tanto ocupando algunas áreas donde la población
mapuche es más escasa, cuanto desalojando a la misma. Es
lo que ocurre alrededor del canal de Chacao,
estratégicamente muy importante, y en el sector de Curaco,
en la isla de Quinchao, donde la población indígena
ya a fines del siglo XVII es minoritaria, y alrededor de 1660
empieza a surgir un modesto caserío donde se establecen
los colonos y los pocos encomenderos presentes en el
archipiélago de Quinchao.

La sociedad
chilota durante la segunda mitad del siglo XVII no experimenta
ningún adelanto, ni en lo social, ni en lo
económico. La expoliación de la propiedad
indígena y su reducción a un estado
próximo al de la esclavitud,
siguen siendo "el único aliciente que mantuvo a los
habitantes en esas apartadas regiones
[y] la circunstancia
que impidió
[…] de despoblar la isla e
instalar a sus ahabitantes en zonas más benignas y
septentrionales
[…] fue precisamente el temor a
tener que prescindir del beneficio que significaba el trabajo
forzoso
".

Fig. 13. Hipótesis acerca de la evolución demogáfica de la
población de Chiloé y de su composición
étnica: se destaca la fuerte baja en la población
indígena entre 1640 y 1650 debida a las epidemias y como a
partir de 1640, el crecimiento demográfico total se debe
únicamente al de la componente hispano-mestiza. Hay muchas
discrepancias entre las diferentes fuentes que
evalúan la población del archipiélago en el
siglo XVII: se deben por un lado a la ambigüedad de las
minutas que no siempre precisan si se incluye o menos a los
menores, y por otro a la relatividad con que se define a la
población en cuanto a su pertenencia a la comunidad
hispánica o indígena. La diminución de la
componente mapuche no corresponde plenamente a los hechos, sino
en buena parte se debe a su inclusión en la componente
hispánica.

Al origen de esta involución se encuentra el
fracaso del desarrollo
urbano y el abandono mismo de Castro, donde residen las
autoridades coloniales – el gobernador, el cabildo, el cura
– pero donde los pobladores concurren únicamente en
determinadas ocasiones: las celebraciones litúrgicas
esenciales, las reuniones del Cabildo, la discusión
pública de temas de interés
general, la llegada de algún navío. En una
sociedad, como la occidental, donde "civitas" es al mismo
tiempo
sinónimo de "ciudad" y "civilidad", sin la primera no se
da la segnda. La sociedad mapuche, detentora de una
tradición donde la civilidad se fundamenta en la fidelidad
a las tradiciones, el admapu, no logra transmitir este valor a la
sociedad mestiza chilota, la cual sin desarrollo urbano se vuelve
cada vez más pobre, tanto en lo económico como en
lo espiritual. Esto se da con mayor evidencia en la isla de
Quinchao, donde ni siquiera son presentes aquellos modestos
elementos institucionales que se dan en Castro.

Además, desde que la nación
hispano-mestiza quinchaína se encierra prevalentemente en
el área de Curaco, deja también de participar a la
vida religiosa de la isla, pues sus instituciones
laicas – fiscales y patronos – son indígenas y
las misma capillas, como repetidas veces precisan los jesuitas,
pertenecen a la comunidad indígena. Es así que la
sociedad hispánica se vuelve analfabeta, con muy pocas
excepciones, y, paradojalmente, la componente ménos
ignorante es dada por los fiscales indígenas, a los cuales
los jesuitas enseñan algo de doctrina y también a
leer y escribir.

Hacia fines del siglo XVII en la isla de Quinchao se dan
dos polos opuestos: en Curaco se desarrolla un embrión de
sociedad rural hispánica, mientras en Chequián y
Vuta-Quinchao la presencia jesuítica, ahora cada vez
más continuada, favorece el desarrollo de una sociedad
indígena que hace propia la principal institución
administrativa hispánica – el cabildo – pero
atribuyéndole un rol prevalentemente religioso:
ésto bajo la guía de la Compañía de
Jesús. El archipiélago de Quinchao asume una
particular importancia para la Compañìa, pues es
donde se suman las propiedades que les vienen asignadas. En
efectos, al final del siglo XVII los jesuitas son los principales
poseesores de tierras en Chiloé y a ellos les corresponden
importantes campos en Vuta-Quinchao, Chequián,
Meulín (la totalidad de la isla), Caguach y
Achao.

También la segunda mitad del siglo XVII fue
afectada por la viruela: particularmente violenta fue la epidemia
que se desencadenó en 1657, traida por un navío
peruano y que durante cinco largos meses azotó el
archipiélago. Una vez más, la población
indígena pagó el costo más
elevado.

Posteriormente a la visita del obispo de
Concepción, fray Jerónimo de Oré, en 1625,
los jesuitas castreños habían conseguido una mayor
presencia de la Compañía en el archipiélago
y en 1662 la residencia de Castro se convirtió en Colegio
incoado y Nicolás Mascardi fue su primer rector. Lo cual
fue muy importante en cuanto en ausencia de civitas el
único factor civilizador era el jesuita. En el Colegio
castreño se enseñaba a los niños,
tanto indios cuanto españoles, a leer y escribir y
también latín, aritmética y canto. Es
así que no obstante la pobreza
material que reina en todo el archipiélago, es justamente
en la segunda mitad del siglo XVII cuando empieza a darse un
desarrollo cultural donde empezamos a encontrar muchos de los
elementos más característicos del ser chilote. Una
cultura que
tiene su origen en el mundo rural, sobre todo indígena, y
que es deudor a los padres jesuitas de aquel impulso inicial que
sólo ellos le dieron.

La enseñanza de la música a los
niños indígenas tuvo dos precursores desde la
década del 30, en los padres Francisco Vargas y Luis
Berger. Al P. Vargas, "que combinaba su trabajo misionero con
la afición a la música, se le atribuye la introducción de los cánticos
sagrados
" entre los indígenas quienes "no
sólo los cantaban con gusto en las capillas
[…]
sino también por los canales, ensenadas y golfos
marinos, y por los caminos terrestres, en yendo de viaje, y en
sus casas y campos, mientras se ocupaban en sus quehaceres
domésticos, ó en su labranza
". A su labor se
agrega "en 1636 el hermano Luis Berger, pintor, músico,
platero y médico, célebre en las reducciones del
Paraguay,

[que] fue prestado a Chile por dos años para
enseñar la música y los cantos sagrados en
Chiloé
".

Es así que nacen los primeros temas de la
música chilota – las marchas y pasacalles para
acompañar a las procesiones – y también las
canciones sagradas a través de las cuales los padres
enesñaban la doctrina. Es posible que Francisco Vargas o
Luis Berger hubiesen compuesto algunas músicas para
acompañar a las celebraciones litúrgicas o para
festejar la llegada de alguna visita, así como lo hizo el
jesuita Bernardo de Havestadt en Araucanía.

Desde que se constituyó, el Colegio
castreño tuvo cuatro padres residentes, además de
un par de hermanos. Cuando no se encontraban empeñados en
el Colegio, dos misioneros se establecían en el extremo
meridional de la isla de Quinchao y durante parte del año
atendían a la población indígena,
allá donde era más numerosa, para asegurar
continuidad a la formación de fiscales y patronos. Una
estadía que también era finalizada a curar sus
intereses materiales y
organizar las faenas en sus vastos poderes rurales: esto en
cuanto la importancia económica de las pertenencias
jesuíticas en el archipiélago de Quinchao durante
el siglo XVII adquirió una importancia cada vez mayor. Los
bienes
producidos por aquellos predios, por un lado aseguran el
sustentamiento de los componentes de la Compañía en
el archipiélago, y por otro les ofrece la posibilidad de
ayudar, cuando necesario, a la comunidad indígena, de
forma tal de no grabar en la misma durante sus visitas y
estadías o en ocasión del desarrollo de las
misiones circulares y, al contrario, volver éstas en una
oportunidad de ayuda a los más necesitados.

Fig. 14a. "El coro de la Iglesia canta la Salve Regina", de
Guamán Poma 1615:680.

Fig. 14b. "Los crueles maestros de coro y de
escuela han a leer y escribir", de
Guamán Poma 1615:684.

Parece que en aquel entonces los Padres dieran vida a
una escuela en la parte meridional de la isla de Quinchao, en
Vuta-Quinchao o en Chequián, para la enseñanza
más esencial a los niños de ambas comunidades, la
cual seguramente funcionó de forma
discontínua.

La presencia de los padres jesuitas tuvo influencia
también en un aspecto curioso de la vida cotidiana de la
población del archipiélago: la costumbre de tomar
mate. En efectos, hay muchos elementos que hace pensare que
algunos jesuitas provenientes de las Misiones paraguayas fueran
"responsables por su introducción en Chiloé,
donde, inclusive, el hábito ha resistido más
tiempo, al punto que mucha gente de Santiago dice que el mate
‘es cosa de Chilota’. Por las crónicas de la
época de la colonia, se sabe que la yerba llegaba a
Chiloé por barco, el llamado ‘buque anual de
Lima’, que venía una vez por año del
Perú con un cargamento destinado en su mayor parte a los
jesuítas, donde figuraba también la yerba mate como
artículo muy necesario, con el nombre de yerba del
Paraguay
".

Aunque fracasaran, los propósitos de
rebelión de los indígenas de mediados del siglo
XVII fueron el pretexto para exasperar su explotación. El
único obstáculo que se interponía a los
abusos de encomenderos y gobernadores locales era la
intervención directa de los jesuitas en defensa de sus
derechos
violados, y la denuncia que los padres hacían al obispo en
Concepción o, en Santiago, al ‘protector de
indios’ o directamente al mismo Gobernador de la
Capitanía. De allí los repetido intentos de las
autoridades castreñas para alejar a los jesuitas de
Chiloé. Lo cual, casi lo lograron en 1680,
aprovechándose de un cavilo jurídico.

En cuanto rentados por la Corona, el gobernador de
Chiloé sostuvo que los padres jesuitas debierían
haber fijado su residencia en Calbuco, para dedicarse a los
indios reyunos. No obstante la oposición de los
misioneros, el gobernador de Castro logró que dos jesuitas
se trasladaran a Calbuco. Sin embargo, la queja elevada por los
superiores de la Orden al Virrey en Lima tuvo buena acogida y al
cabo de corto tiempo volvieron a Castro.

Aproximándose el final del siglo, en 1696, otra
terrible epidemia de viruela golpeó duramente el
archipiélago. "Encendióse tanto, que ninguna
isla y tal vez ninguna familia
quedó libre de ella. La gravedad
[…] del
mal, por una parte, y el temor del contagio por otra,
retraían á muchos de servir á los enfermos,
y huían de ellos aun sus más allegados por
razón de amistad ó
parentesco. Los de la Compañía tomaron a su
cuenta
[…] el cuidado […] de los
cuerpos de aquellos infelices; á cuyo socorro volaban
así de noche como de día
."

Una vez que pasó el flagelo de la viruela y que
se reafirmó la presencia de los jesuitas en Castro,
acallándo la oposición de los encomenderos,
también se hizo más continuativa la presencia de
los padres en Chequián, en cuanto principal centro de sus
posesiones fundiarias, como habíamos señalado
precedentemente. Para mejorar las condiciones de los misioneros
durante su estadía, en 1702 se fundó una residencia
en Chequián: allí se construyó una
habitación acomodada para los padres, y otra para el
fiscal,
encargado también de vigilar las actividades productivas
que se desenvolvían en los predios jesuíticos de
Quinchao, Meulín, Lemuy y demás islas. Así
mismo, se resolvió la costrucción de una nueva
capilla en sostitución de la precedente, para asegurar una
construcción más sólida,
duradera y proporcionada a la importancia adquirida por el
caserío.

Con la creación de la residencia
jesuítica, Chequián se conviertió en un
punto focal para las familias castellanas asentadas en el extremo
meridional de la isla de Quinchao: los Barrera, los López,
los Mansilla, los Mella, los Muñoz y los Ojeda.

9. Los comienzos
del siglo XVIII y la grande rebelión de
1712

La dureza del régimen de la encomienda y el
desacato de todo cuanto había de favorable al indio en las
Leyes y ordenanzas de la Corona, había mantenido elevada
la conflictualidad entre los mapuches encomendados y los
encomenderos y sus capataces en el archipiélago de
Chiloè: un conflicto que no reventaba sólamente a
causa del aislamiento en que se encontraban los mapuches
chilotes. Al norte, había escaso entendimiento con los
mapuches libres, en cuanto los del archipiélago luchaban
en contra de la prepotencia de los encomenderos pidiendo el pleno
respeto de las
leyes y aceptando plenamente la autoridad moral de la
Corona, mientras los de Arauco luchaban para conservar su
independencia
y en contra de la presencia española en su tierra,
rechazando el derecho hispánico en todos sus aspectos, en
cuanto foráneo. Al sur, las relaciones con los chonos se
caracterizaban por las frecuentes malocas y, además,
clima y
geografía
eran tales de imposibilitar el asentamiento de un pueblo dedicado
prevalentemente a la agricultura.
La experiencia había demostrado repetidas veces a los
mapuches chilotes que en caso de derrota no había donde
refugiarse, ni había posibilidad de vencer en un
enfrentamiento con las tropas castellanas, a no ser de producirse
en condiciones excepcionalmente favorables.

"En el mundo distante y casi inaccesible de
Chiloé, las tasas y ordenanzas eran un simple formalismo
que los encomenderos juraba respetar al momento de obtener la
encomienda, pero una vez en posesión de ella, se
regían por la costumbre.
[…] Los encomendero
del siglo XVII y principios del
XVIII, acusados de tener a sus indios en la más inhumana
servidumbre, alegaban que el servicio
personal
durante todo el año y sin paga era preciso para sustentar
la ‘república’ y que en Chiloé
ésta era una ‘práctica antigua de mucha
fuerza
[… y que] intentar
modificarla significaba, según la nobleza insular, poner
en peligro la estabilidad de la república
".

GOBERNADORES DE CHILE
(1700-1717)

GOBERNADORES DE CHILOE
(1700-1719)

1700-1709

1709-1717

1717-1717

Francisco Ibáñez de
Peralta

Juan Andrés Ustáriz

José de Santiago Concha

1700-1702

1702-1708

1708-1711

1711-1713

1713-1714

1714-1716

1716-1719

Antonio Alfaro

Manuel Díaz

Lorenzo de Cárcamo
Olavarría

José Marín de Velasco

Blas Vera Ponce de León
(interino)

Pedro Molina (interino)

José Marín de Velasco

JESUITAS PRESENTES EN
CHILOÉ (1703-1715)

Juan José Guillelmo (1703-? Rector),
Bernardo de Cubero (<1710-1716 rector), Arnoldo
Yásper (<1710 rector), José Imhof
(<1713), Marcos de Castillo (?-1709 rector), Manuel de
Hoyo (? Rector), Miguel de Olivares (1706?-1708?,
1712-1720), Francisco de Elguea, José Portel,
Ignacio Morgado (>1709 rector), Gaspar
López

No obstante la enorme dificuldad para rebelarse
éxitosamente, los indios encomendados estuvieron a punto
de dar comienzos a un malón general en 1710, durante el
gobierno de
Lorenzo Cárcamo Olavarría, empeñado en
defender los intereses de los encomenderos y exigiéndoles
a numerosos indios que trabajaran sin sueldo a su propio
servicio. Sin embargo se estaba acabando el mandato del
gobernador Cárcamo y habían muchas expectativas en
su sucesor, José Marín Velasco. También los
indios habían repuestos confianza en la próxima
visita del obispo de Concepción, Diego Montero del Aguila,
tal vez solicitada por los mismos jesuitas, conscientes de las
crecientes tensiones y del riesgo de una
estallida dirompente y confiados que de la autoridad del obispo
pudiera madurar una cambiamento significativo en el comportamiento
de los encomenderos.

Los jesuitas, además, pensaban de poder
conseguir ventajas para los indígenas de Chiloé,
fuertes de un importante éxito
en su actividad apostólica entre los chonos, pues el 30 de
enero de 1710, ocho grandes dalcas con un total de 166 chonos
llegaron "voluntariamente y de paz, en crecido número.
La frontera
austral cercana a Chiloé había hecho efectos en
ellos, y no tuvieron más alternativas que presentarse en
el fuerte de San Miguel de Calbuco
". Los encabezaba su propio
cacique, Miguel Chagupillán, y pidieron que se les
permitiera de vivir en paz con los españoles y de
asentarse en la cercanía de alguna villa. Alejandro
Garzón, capitán del fuerte de Calbuco, los
recibió muy amablemente y el gobernador de Chiloé,
Lorenzo de Cárcamo, que al momento se encontraba en el
cercano fuerte de Chacao, resolvió de asentarlo en la isla
Guar, de propiedad del padre Juan de Uribe, cura del fuerte de
Calbuco, confiándolos a las curas de la Orden
castreña.

La visita del obispo penquista a Chiloé
nació, por lo tanto, en un momento muy feliz para los
jesuitas del archipiélago, y se realizó entre fines
de 1711 y los primeros días de enero de 1712. Sin embargo,
lo que produjo fueron muchas alabanzas para los misioneros
chilotes (pero muy poco sinceras), y una interesante
relación sobre el estado del archipiélago…
sin proponer ninguna solución para la justificada querella
de los indios encomendados y para mejorar su situación que
se ponía cada vez más dramática. La
relación del obispo ni siquiera menciona los inhumanos
comportamentos de los encomenderos y los crueles castigos con los
cuales torturaban los indios, encomendados o menos, ni tampoco
censura la inercia de los gobernantes o, peor, su
complicidad.

Cuando por fin en el verano de 1711 José
Marín Velasco se había hecho cargo de la
gobernación del archipiélago, desde el primer
momento fue evidente que no sólo no iba a hacer nada para
mejorar la situación de los indios encomendados, sino, al
contrario, exigía el servicio personal para provecho
proprio, alegando la práctica del ‘depósito
para reformar la mala conducta’,
aun más que los anteriores gobernadores. De allí
una rabia creciente que sólo buscaba el momento favorable
para poder reventar.

A la víspera de la rebelión, la
población de Chiloé alcanzaba unas 15000 almas:
unos 9000 indígenas y unos 6000 hispano-mestizos. Los
indios encomendados eran unos 7500, repartidos en 48 encomiendas,
y de éstos sólamente unos 2000 estaban en edad y
condición de tomar las armas, aunque de
hecho lo único que podían conseguir eran algunas
picas, hachas y bastones. Los restantes 1500 indígenas
eran ‘indios libres’: parte de los cuales eran
aliados de los españoles, como los reyunos de Calbuco, y
otros tenían una buena relación personal con los
hispánicos, de cuya relación conseguían
ventajas. De allí que los indios libres no sólo no
hubieran apoyado una rebelión, sino se hubieran unido a
los castellanos para combatirla. De hecho, al rebelarse los
indios podían colocar en campo unas 1000 lanzas, siempre
que todo el archipiélago participara en la
sublevación. Las autoridades castreñas, por su
parte, podían oponer una milicia constituida por unos 1000
soldados, a la cual podían agregarse otros 1000 vecinos,
todos bien equipados. Por lo tanto a la grande disparidad en el
armamento, se añadía la inferioridad
numérica de los indios.

Es así que sólamente una concomitancia de
eventos
favorables hubiera podido consentir un levantamiento: la cual se
originó en consecuencia de la querella que surgió
entre el maestre de campo del fuerte de San Miguel de Calbuco,
don Alejandro Garzón Garricochea, y el gobernador de
Chiloé, don José Marín de
Velasco.

En 1709 llega a Chile el nuevo gobernador de la
Capitanía, el acaudalado vizcaíno Juan
Andrés Ustáriz. Desde la misma España, lo
acompañan algunos de los principales colaboradores de su
casa de comercio,
entre los cuales está don Alejandro Garzón
Garricochea, que también es "pariente suyo". Su
gobierno empieza con una inútil querella con el cabildo de
Santiago, negándose en jurar, habiéndolo ya hecho
en España: es una prueba de fuerza, de la cual sale
ganador, pues el Consejo de Indias lo respalda. Hombre de
negocios,
coloca su hijo y sus empleados de la casa de comercio en las
posiciones más importantes, con el fin de desarrollar la
colonia en el aspecto económico, y sobre todo muy atento a
no hacerlo "mal en las lucrativas a su favor [… y]
usa, en beneficio de su actividad privada, las ventajas dadas
por su condición pública
".

Con el fin de colocar también en Chiloé un
agente comercial de su confianza, en 1710 envió a su
colaborador Alejandro Garzón, quien tenía el
ambiguo título de ‘capitán del fuerte del
Calbuco con funciones de
gobernador en los lugares donde no estuviese el titular’.
Este rol, Alejandro Garzón lo interpretó a la
letra, pretendiendo ejercer aquella función
doquiera no estuviera Lorenzo Cárcamo Olavarría,
legítimo gobernador de Chiloé, el cual desde luego
podía encontrarse en un sólo lugar a la vez. Se
puede presumir que entre Garzón y Cárcamo hubiesen
intereses comunes, pues el hecho no creó mayores problemas.
Estos, al contrario, surgieron cuando José Marín de
Velasco reemplazó a Lorenzo Cárcamo.

El 4 de enero de 1712, Alejandro Garzón
viajó a Castro para exigirle al Cabildo el reconocimiento
de sus poderes extraordinarios, a lo cual el Cabildo se
negó. Cuando José Marín de Velasco
contestó sus pretensiones ilegítimas, Garzón
afirmó de ser él también gobernador de
Chiloé y por lo tanto de no deberle alguna obediencia.
Puesto al frente de una insubordinación tan grave,
Marín alcanzó la villa de Calbuco con la
caballería presente en Chacao. Persistiendo Garzón
en su insubordinación, Marín lo declaró
formalmente rebelde y ordenó que todos los comandantes y
soldados calbucanos se presentaran en Chacao para rendirle
obendiencia. Alejandro Garzón, entonces, al frente de su
compañía y acompañado por unos 40 indios
reyunos de Calbuco, arrancó por el camino de
Nahuehuapí con el propósito de llegar a Santiago,
donde sabía de poder contar con el apoyo de
Ustáriz, llevando también las armas y municiones
del fuerte.

Es así que a fines de enero de 1712, se
dió aquella concomitancia desde hace tiempo esperada por
los indígenas del archipiélago: los criollos se
encontraban divididos y el fuerte de Calbuco
desarmado.

Unas de las escasas ocasiones de descanso y de socialización indígena era dada por
la celebración del juego del
linao, la versión chilota del palín, y en aquellas
ocasiones convenían al lugar donde se jugaba numerosos
miembros y caciques de los diferentes ‘pueblos’
indígenas. Es lo que ocurrió en Quilquico, en el
corazón
de la península de Rilán, el 26 de enero de
1712:  un encuentro de linao proporcionó la
ocasión para que numerosos caciques de Quinchao y del
sector castreño, las dos áreas con mayor
población indígena y las solas capaces de poner en
campo un número importante de combatientes, pudieran
hablarse y concordar de rebelarse en armas el siguiente 10 de
febrero. En sus propósitos, el levantamiento debiera haber
sido de carácter general, involucrando todo el
archipiélago, así que se empeñaron para
conseguir la adhesión también de los caciques
ausentes y de los reyunos de Calbuco: éstos eran
indispensables en cuanto en la parte septentrional de la Isla
Grande la población indígena era muy minoritaria, y
justamente allá los castellanos habían concentrado
sus fuerzas para efrentar la insubordinación de
Garzón.

Los caciques reunidos en Quilquico entendían
rebelarse no "contra el rey, sino contra la tiranía de
los que quitaban sus hijos y parientes para servirse injustamente
de ellos
". Sin embargo, al lado de los encomenderos estaban
las autoridades castreñas, las milicias y los tantos
clientes
que aprovechaban de aquel régimen y de la amistad o
familiaridad con los encomenderos. De allí que era
inevitable que el alzamiento se convirtiera en una lucha abierta
en contra de una parte importante de la población
castellana, aunque hubiera la voluntad de parte de los
indígenas, de no involucrar a los inocentes y a las
mujeres y niños, ni siquiera cuando familia de los
encomenderos.

Aunque los caciques reunidos en Quilquico no hubiesen
buscado la ayuda de los cuncos, sin embargo confiaban en la ayuda
indirecta que podía venirles de las malocas que aquellos
seguían llevando contra los españoles: y en
efectos, pocos días antes del encuentro de Quilquico, los
cuncos habían amenazado el obispo penquista mientras, por
tierra, regresaba a su sede después de haber terminado la
visita pastoral al archipiélago, empeñando en su
protección las tropas acuarteladas en la
Concepción.

El plan de guerra de los
mapuches chilotes era complejo y postulaba numerosos frentes. Por
un lado se contemplaba la ocupación de Castro, la cual
corría por cuenta de los indios de la costa
castreña y del archipiélago de Quinchao; y por otro
la conquista del fuerte de Chacao, el mejor munido del territorio
chilote, para lo cual confiaban en los reyunos calbucanos,
quienes tenían también que tomar el control del
fuerte de Calbuco. Para realizar este plan, había
‘corrido la flecha’ desde la tierra de los payos
(Queilen), hasta la de los cuncos (Calbuco y
Carelmapu).

Los mapuches de Chiloé lograron levantar una
fuerza de unos 600 u 800 hombres en armas, frente a unos 1200
castellanos ya dispuestos para la batalla, y otros 800 o 1000
vecinos que hubieran podido rápidamente unirse a los
milicianos regulares. Una relación de fuerzas de 1 a 3,
sin tener cuenta la enorme diferencia en los armamentos
disponibles: era tan desfavorable para los mapuches chilotes, que
sólamente una enorme desesperación pudo empujarlos
a rebelarse.

Concientes de su debilidad, los caciques creyeron que la
única posibilidad de éxito venía de la
situación de desorden creada por la insubordinación
de Garzón y por la dispersión de las fuerzas
hispánicas, a condición que el factor sorpresa
fuera tan grande como para consentirles de adquirir algunas
posiciones estratégicas fuertes – entre las cuales
el control de la isla de Quinchao y de la villa de Castro –
antes que los castellanos alcanzaran a organizar una
reacción.

Las milicias castellanas se encontraban en los
alrededores de Chacao, pero Castro no estaba sin defensa y su
fuerte era presidiado. Los mapuches, al contrario, se encontraban
desparramados en sus islas, siendo los castreños y los
quinchaínos los únicos en condiciones de aunar
rápidamente unas 200 personas respectivamente. Los de las
demás islas que habían asegurado su apoyo –
los de Llingua Meulín y Quenac, antes que todo, y
también los de Apiao, Alao, Chaulinec, Chelín,
Lemuy y Chauques, y, tal vez, los de Tranqui – no
podían viajar libremente en cuanto para éso
necesitaban ser autorizados por los encomenderos: de allí
que para que también ellos pudieran unirse a las fuerzas
alzadas, era indispensable esperar que la rebelión tuviera
su propio comienzo. Es así que el plan preveía que
los mapuches de las islas menores se embarcaran en sus dalcas
sólamente después que quinchaínos,
castreños y calbucanos dieran comienzo al
ataque.

Los rebeldes consideraban indispensable impedir a las
tropas hispánicas acuarteladas en Chacao de socorrer la
villa de Castro: para lo cual habían decidido de instalar
un campamento en Quetalco con una fuerza de unos 200 mapuches,
mientras algunos pequeños grupitos iban a ocupar algunas
posiciones estratégicas en la costa oriental de la Isla
Grande, para detener los refuerzos castellanos y dar tiempo para
la conquista de la capital. Otro
campamento, en fin, era el de Huenao, en la isla de Quinchao,
desde el cual acometer los encomenderos en Curaco de Vélez
y al mimso tiempo amenzar los castellanos en la península
de Rilán: éste campamento, además, iba a ser
lugar de encuentro para los mapuches de las islas menores del
archipiélago quinchaíno en la medida en que se
unían a la lucha.

Luego de lograr la ocupación de la villa de
Castro, la batalla del fuerte de Chacao iba a ser la clave del
éxito o del fracaso de la rebelión: lo cual estaba
en las manos de los indios reyunos, bien armados y entrenados al
combate, pues servían en el ejército castellano. El
objetivo no
era tanto la conquista del fuerte mismo, cuanto impedir a los
milicianos de socorrer a los encomenderos en Castro y Quinchao,
asegurando a los mapuches isleños el tiempo necesario para
acabar con ellos. No hay que olvidar que el fin último de
la rebelión no era la expulsión de los criollos de
Chiloé, sino terminar con el régimen de la
encomienda. Con mucha ingenuidad, los caciques creían que
una vez que hubiesen matado a los encomenderos, la Corona
habría entendido sus razones y los habría
perdonado.

Un plan muy articulado, que difícilmente pudo
haber sido ideado sólamente en ocasión del
encuentro de Quilquico y que, probablemente, había sido
planeado por lo ménos un año antes, durante el
gobierno de Lorenzo Cárcamo, así que en Quilquico
se tomaron sólamente las resoluciones finales y se
fijó la fecha del levantamiento.

La rebelión tuvo su comienzo en la noche entre el
9 y el 10 de febrero de 1712, miércoles de ceniza. Los
mapuches ocuparon tanto el acceso a Castro, sitiando la villa y
los españoles atrincherados en ella, cuanto gran parte de
la isla de Quinchao, además de algunas islas menores:
destruyeron numerosas casas de españoles, matando a varios
encomenderos y apresando a sus mujeres e hijos. "Entre las
víctimas de la primera noche de alzamiento aparecen
sólo ‘vecinos principales’ y sus familias. No
se cuentan entre ellos españoles ‘medios’,
ni mestizos, ni frailes, ni curas
", lo cual confirma que la
rebelión era en contra de los abusos de los encomenderos y
de las autoridades, y no en contra de la nación
hispano-mestiza de Chiloé.

Conformemente a sus planes, las fuerzas mapuches se
concentraron en Huenao y en Quetalco y enviaron pequeños
destacamentos en la costa oriental de la Isla Grande. En la
madrugada del día 10, el diseño
de los caciques parecía ser bastante éxitoso, pues
la rebelión había tenido su comienzo con una grande
participación, y había sorprendido a los
españoles causándoles numerosas bajas. Sin embargo
no habían logrado ocupar la villa de Castro, donde sus
vecinos ya se organizaban para resistir al sitio, y en buena
parte de la costa oriental de la Isla Grande y de la
península de Rilán, muchos españoles
lograron esconderse en los bosques, mientras algunos vecinos de
Curaco de Vélez lograron embarcarse y alcanzar la costa de
Dalcahue, donde se unieron a otros fugitivos con el fin de buscar
refugio en Chacao.

Al norte del canal, en la mañana del 10 los
mapuches calbucanos asaltaron el fuerte y ocuparon el
pequeño poblado de San Miguel de Calbuco, incendiando la
mayor parte de sus construcciones y matando 16 españoles,
entre los cuales una mujer. El mismo
día 10, seis emisarios llegados de las islas se
encontraron con los reyunos para entregarles la
‘flecha’, conformemente a cuanto acordado.

Todo parecía ir según los planes y
así en la noche del 10 los mapuches en Quetalco y Huenao
festejaron la victoria: sin embargo, fue una ilusión de la
duración de una sola noche.

El día 11, los reyunos de Calbuco traicionaron a
sus compañeros: los dos caciques Pablo Arel y Luis
Nahuelhuay apresaron a los seis emisarios de los mapuches y
acompañados por el capitán Pedro Gutiérrez,
se dirigieron al fuerte de Chacao, donde los entregaron a los
españoles. Así el gobernador pudo enterarse de
la magnitud de la rebelión e inmediatamente dispuso para
que se enviaran socorros a Castro: luego accedió a la
demanda de los
reyunos y les entregó los seis emisarios para que fueran
ellos mismos quienes los ejecutaran, ‘alzándolos en
la punta de sus lanzas’

Fig. 15a. "La cidad de Santiago de Chile, sede
del obispo", de Guamán Poma 1615:1075.

Fig. 15b. "Batalla entre cristianos
españoles e indios infieles", de Guamán
Poma 1615:1077.

Desde Chacao, José de Marín, mientras
preparaba todas sus tropas para alcanzar la villa sitiada,
despachó inmediatamente una dalca "con seis hombres
escogidos al mando de un cabo, llevando socorro de pólvora
y municiones a los defensores
" de Castro: sin embargo,
éstos fueron descubierto por uno de los pequeños
cuarteles mapuches colocados a lo largo de la costa oriental de
la Isla Grande y tuvieron que regresar al fuerte de
Chacao.

Entre tanto en Castro salir el mismo día 10 el
cabo Juan Aguilar y don Diego Téllez de Barrientos
lograban de la villa con algunos milicianos para incursionar
entre los mapuches. Al día siguiente capturaron a tres
rebeldes en la cercanía de Faren (?): dos los ajusticiaron
allí mismo y uno lo remitieron a Castro para interrogarlo.
Al pequeño grupo de milicianos castreños se les
unieron algunos de los vecinos que habían encontrado
refugio en los bosques, así que tuvieron suficientes
fuerzas para seguir acometiendo a los alzados: antes en Tagul (?)
y luego de "cuartel en cuartel, desbaratando juntas para que
no hubiese ligas y tomasen cuerpo de gente que se atreviera a
entrar a la ciudad a saquearla y prenderle fuego
".

El día 12 transcurrió en pequeñas
refriegas que les impidieron a los mapuches de asaltar Castro,
pero que les consintieron de seguir en su propósito de
matar algunos otros encomenderos que lograran cautivar.
Todavía estaban convencidos que la rebelión
siguiera conformemente a cuanto habían planeado, y nada
podían saber de la traición de los
reyunos.

El día 13 el capitán Alonso López
de Gamboa y el corregidor de Castro, Fernando de Cárcamo y
Céspedes, alcanzaban la ciudad con los socorros: la ropa
reglada de caballería de Chacao, la tropa miliciana y 40
hombres de la guardia del gobernador: con lo cual, la batalla se
volvía desesperada para los indios.

Asegurada la defensa de Castro, el capitán
López tomó las iniciativas en la conducción
de la batalla. Las tropas castellanas, – bien equipadas y
suficientes para enfrentar a los alzados – se lanzaron al
perseguimiento de los mapuches rebeldes, que trataban de resistir
como podían, oponiendo sus impotentes macanas a los
arcabuces de los criollos. En la medida que los mapuches se
retiraban, se unían al capitán también
numerosos encomenderos que se habían escondidos en los
bosques con sus parientes, mayordomos y servidores.

Así cómo desde Quinchao vino el aporte
principal a la rebelión, ahora en Quinchao se
incentró la desesperada defensa indígena.
Desesperada, porque la llegada de la tropa reglada desde Chacao
les hizo entender que los reyunos habían fracasado, si es
que ya no se habían enterado de la traición
cometida a través de algún mensajero.

El capitán Alonso López alcanzó
Huenao, donde se habían concentrados unos 200 mapuches.
Después de un enfrentamiento tan desigual por las armas
empleadas, la mitad de los indios habían muertos sin que
hubiesen logrado producir bajas significativas en las tropas
criollas, y entonces un centenar de sobrevivientes se
rindieron.

El capitán dividió su tropa en tres
partes: dos grupos, de unos
20 o 25 hombres cada uno, fueron puesto al mando de don Juan de
Aguilar y don Diego Téllez de Barrientos, con el fin de
seguir acosando los indios en la isla y exterminarlos. El tercer
grupo, compuesto por una decena de soldados, quedó en
Huenao para resguardar a los prisioneros. Don Diego Téllez
y sus hombres todavía no se habían alejado, cuando
aparecieron algunas dalcas con unos 60 mapuches que llegaban de
la isla del encomendero José de Vilches Indo, quienes
habían matado al mismo y a su esposa, para socorrer a los
compañeros cautivados. López encargó
Téllez que enfrentara a los que estaban llegando:
así lo hizo don Diego, y mientras estaban desembarcando
los atacó y aúnque los mapuches hubieran podido
arrancar y salvar su vida, sin embargo "no quisieron darse de
paz, sino morir peleando
". Por mientras, el capitán
Alonso López, muy bellacamente, hizo degollar a todos los
mapuches que quedaban en Huenao, quienes se habían
rendidos y estaban desarmados: alrededor de un centenar. Le
prestó su ayuda don José de Vargas y Vásquez
de Coria, quien tenía el rol de "protector de indios" (!),
cargo que no le impidió de participar en el
estrago.

Después de haber cumplido aquella injustificada
matanza de prisioneros inermes, el capitán López y
sus lugartenientes, a los cuales se adjuntó también
Lorenzo Vidal Gallardo, se dedicaron a recorrer cada
rincón de la isla de Quinchao en búsqueda de los
que se habían rebelados para matarlos. Al grupo del
capitán López, se agregaron el cabo de armas don
Juan de Aguilar Alderete y Alvarado, ya encomendero en Lemuy,
Chauques y Mellelhue, y don Marcos de Cárcamo y
Céspedes, encomendero en Llingua, Lemuy, Terao, Dallico,
Payos, etc., los dos con sus fieles. Durante ocho terribles
días, los criollos se dieron a masacrar mapuches en todo
Quinchao, sin que hubiese lugar alguno donde esconderse y sin
perdonar la vida a los que deponían las armas.

En los mismos días, el sargento mayor José
Pérez de Alvarado y el corregidor de Castro, Fernando
Cárcamo, arrasaban con los mapuches en la Isla Grande,
vinciendo su resistencia en
Rauco, en Opi (?) y el Dalcahue. Luego se embarcaron y siguieron
búscando a los que habían logrado arrancar,
persiguiéndolos de isla en isla, hasta en las más
alejadas.

Alrededor del día 20, cualquiera resistencia
había cesado y la rebelión se había acabado.
Los mapuches habían matado unos 30 hidalgos y
habían dejado en el campo unos 800 hombres, es decir una
tercera parte de todos los indios chilotes en edad de combatir o
de trabajar presentes en el archipiélago. Y hubieran
seguido los criollos en su matanza, si no se hubieran levantados
los jesuitas "por todos los rincones del archipiélago
haciendo valer sus respetos, sabedores del ascendiente que
tenían sobre indios y españoles
".

Entre los pocos alzados que sobrevivieron a la matanza,
algunos se escamparon alcanzando las tierras alrededor del lago
de Nahuel Huapí y refugiándose entre los puelches,
y otros, muy pocos, encontraron amparo en los
canales de las islas Guaitecas, entre aquellos mismos chonos con
los cuales habían maloqueado tantas veces.

La rebelión de 1712 sorprendió a los
vecinos de Chiloé y a las autoridades, tanto
castreñas cuanto santiaguinas: tal vez los únicos
que no fueron cogidos de sorpresa fueron los misioneros jesuitas.
Cuando la dimensión de la matanza se conoció en su
real alcance, en la capital del Reyno se creó un enorme
desconcierto. Los principales responsables directos – el
capitán Alonso López de Gamboa, y los encomenderos
Juan de Aguilar y Diego Téllez de Barrientos –
quienes la quisieron más allá de cualquiera
‘justificación militar’, tuvieron que
justificarse: lo hicieron por un lado exagerando el peligro
representado por el alzamiento, y por otro atribuyendo a los
indios crueldades que nunca hubieron.

"Las autoridades chilenas calificaron el hecho como
el más grave ocurrido en Chile desde la rebelión
araucana de 1655
", mientra las castreñas remarcaban
que se estuvo a un paso de perder el archipiélago: "la
lealtísima provincia de Chiloé ha estado a pique de
perderse
". Pero lo último es una falsedad. Es cierto
que hubo la traición de los reyunos, pero éstos en
ningún caso hubieran tenido la capacidad militar para
conquistar el fuerte de Chacao: no por falta de ánimo,
sino por disparidad de armamentos y de fuerzas en campo. Siempre
los mapuches estuvieron en inferioridad numérica y el
éxito apariente de la primera noche de batalla se
debió únicamente a la sorpresa y al hecho que las
tropas regladas se encontraban empeñadas en acabar con la
insubordinación de Garzón. Y no obstante aquello,
los mapuches no lograron conquistar la villa castreña,
pues poco les hacían sus macanas contrapuestas a los
arcabuces. Y aún de haberse cumplido plenamente su plan,
los mapuches no hubieran conseguido nada, pues los criollos
habrían reconquistado el archipiélago sin mayores
dificuldades.

El propósito de los mapuches era de deshacerse de
los encomenderos, no del dominio español,
confiando en el sucesivo perdono real, pues les habían
inculcado el cariño hacia la Corona, el respeto y el
convencimiento que el rey fuera justo y bueno y que los
gobernantes locales y los encomenderos podían actuar con
tanta inhumanidad y menosprecio a las leyes, sólamente
porque el monarca no estaba enterado. Así que la
rebelión se fundaba en dos ilusiones: derrotar
inicialmente – sólo inicialmente – a las
fuerzas criollas para poder acabar físicamente con los
encomenderos, y confiar en el perdono real. Dos ensueños
que no tenían alguna posibilidad de cumplirse. De
allí que el poder colonial en Chiloé nunca estuvo
en peligro, ni amenazado, y ni siquiera puesto en
discusión. Los encomenderos Juan de Aguilar y Diego
Téllez, con el apoyo del capitán López,
cumplieron su horrible matanza únicamente para vengar
la muerte de
otros encomenderos y, sobre todo, la destrucción de sus
haciendas.

Los mapuches alzados seguramente en algunos momentos
descargaron encima de los encomenderos cautivados toda la rabia y
las frustraciones acumuladas. Es así que puede responder a
verdad la acusación de haber decapitado a Lázaro de
Alvarado y de andar exhibiendo su cabeza. Sin embargo las
acusaciones que se les hicieron de beber la sangre de los
españoles y hasta de haber cocinado y comido de sus
cuerpos, no tienen otro fundamento que no sea él de tratar
de justificar una matanza que no tiene justificación
alguna.

Si bien, numéricamente, los pueblos de indios del
territorio castreño y de la isla de Quinchao aportaron
fuerzas similares, sin embargo parece que los principales autores
de la rebelión eran los caciques de la isla de Quinchao.
Por lo tanto, es hacia los mapuches de todos los pueblos
quinchaínos que acometen de la forma más salvaje
los criollos: lo admite el mismo Cabildo castreño cuando,
en una carta remitida al
rey, afirma que es en aquella isla que se concentraron las
destrucciones de bienes y personas.

La rebelión indígena y la matanza que le
puso fin, modificaron sensiblemente la composición
étnica del archipiélago: la décima parte de
la población indígena fue exterminada y, en
particular, fue muerto uno de cada tres hombres adultos. Aun
más grave fue la situación que se dio en la isla de
Quinchao y, tal vez, en algunas otras islas menores. Antes de la
rebelión, la población indígena de Quinchao
podía estimarse en unas 1500 personas, de los cuales entre
300 y 400 eran hombres adultos. Durante ocho días los
encomenderos con sus tropas se dedicaron a matar a los indios
doquiera en la isla: es así que los muertos de Huenao son
sólamente una parte del total. Es razonable estimar que
gran parte de los indios quinchaínos en grado de tomar una
lanza hayan sido matado durante la venganza de los encomenderos.
Todo ésto produjo también un desequilibrio entre
hombres y mujeres adultos, que por un lado favoreció las
uniones entre indias y criollos y la inclusión de aquellas
en la ‘población hispano-mestiza’
prescindiendo de su efectivo origen racial, y por otro trajo una
disminución de la natalidad en la componente
indígena.

En lo económico, la rebelión de 1712
produjo un grave depauperamiento del archipiélago,
reduciéndose en medida importante la disponibilidad de
mano de obra indígena, lo cual se tradujo en un menor
valor de las haciendas, el cual era consecuente al número
de indios encomendados, más que a su extensión. En
la medida que se reduce la importancia de la encomienda, crece el
peso económico y social de los colonos criollos, que
progresivamente se adueñan de las tierras
indígenas, creándose las premisas para nuevos
conflictos. Al
mismo tiempo, la forma de vivir de los colonos se asimila cada
vez más a la indígena, y ésto facilita la
inclusión siempre más frecuente de la componente
indígena en la criolla, modificando a favor de ésta
la relación demográfica entre las dos
comunidades.

El gobernador de la Capitanía, Ustáriz, al
cual correspondía una grave responsabilidad por la insubordinación de
Garzón, su antiguo y fiel agente comercial,
presionó a la Real Audencia hasta conseguir que se enviara
a Chiloé a don Pedro Molina Vasconcelos, en calidad de juez
de comisión. Su encargo era de apurar los acontecimientos
e identificar las responsabilidades: ésto en lo formal,
pues el propósito efectivo era de deshacerse del
gobernador castreño, José Marín de Velasco.
Lo cual don Pedro Molina lo hizo puntualmente, acusándo al
gobernador de ser la causa de la rebelión,
suspendiéndolo de su cargo y remitiéndolo cautivo a
Santiago.

En los apuros de reemplazar a Marín, en febrero
de 1713 Ustáriz asignó la gobernación de
Chiloé a don Blas de Vera Ponce de León, un
encomendero castreño: inmediatas fueron las protestas de
los indios, quienes rehusaron aceptarlo y amenazaron de oponerse
con la fuerza. A la protesta indígena, se unieron
también los jesuitas, los cuales no esitaron a contestar
la voluntad del Cabildo y el nombramiento de Blas, mientras los
encomenderos, a su vez, acusaban a los jesuitas de instigar a los
indios a rebelarse nuevamente. Lo que menos quería Pedro
Molina era encontrarse con una nueva sublevación: por lo
tanto, cuando todavía no había transcurrido un
año, se resolvió a dejar sin efecto su propio
nombramiento, y asumió en primera persona
también formalmente la gobernación del
archipiélago, pues en los hechos siempre estuvo en sus
manos. Desde junio de 1714 su firma aparece en los actos
oficiales con el título de ‘Maestre de Campo y
Gobernador de la provincia de Chiloé’.

Luego de haber removido a Blas de Vera, Pedro Molina
trató de aplacar la rabia de la población mapuche
del archipiélago y se empeñó para impedir
que los encomenderos siguieran en sus excesos. Con este fin, se
consiguió el apoyo de la Compañía en el
archipiélago: un apoyo sustancial, ya que entonces los
misioneros recorrieron a la grande autorevoleza que gozaban entre
los indígenas para aplacar los ánimos.

El juicio intentado por Ustáriz en contra de
Marín provocó la reacción de los
encomenderos chilotes, quienes apoyaban a su gobernador, los
cuales los defendieron acusando a Garzón de haber
favorecido el alzamiento, abandonando el fuerte de Calbuco con
buena parte de sus tropas y municiones. Por su parte,
Ustáriz contestaba a los encomenderos de haber provocado
la rebelión indígena con sus crueldades. No
obstante las afirmaciones falsas de los encomenderos, quienes
exageraban el riesgo representado por la rebelión
indígena en el archipiélago, gracias a los
testimonios de los jesuitas en Santiago se conoció la
dimensión real de la matanza que hubo en Huenao y en toda
la isla de Quinchao, sin que se pudieran alegar justificaciones
de carácter bélico. Fue así que "los
encomenderos perdían terreno, mientras los indios ganaban
adherentes en el gobierno central
", y entonces aquel proceso tuvo
el resultado positivo de obligar a las autoridades santiaguinas
para que se haciesen cargo de la situación inhumana que
vivían los mapuches chilotes por los continuados y
dramáticos abusos subidos por los encomenderos
isleños. Si algo se movía a favor de los
indígenas, no era por voluntad de justicia de
las autoridades coloniales, sino a causa de las disputas que se
producían tanto entre las mismas autoridades, cuanto entre
los representantes del gobierno santiaguino y los más
notables de las provincias.

Finalmente, la Audiencia en Santiago concluyó el
juicio intentado por Ustáriz en contra de José
Marín de Velasco sin que se encontraran méritos a
cargo del gobernador chilote, y por lo tanto dispuso que
éste volviera a encabezar el gobierno del
archipiélago. Sin embargo las maniobras de Ustáriz
lograron retardar la vuelta del gobernador a Castro, la cual se
produjo sólamente en 1716, cuando en Santiago tuvo
comienzo el proceso en la Real Audiencia en contra del operado
del gobernador Ustáriz, después de las numerosas
acusaciones formuladas a su cargo. Entre las imputaciones movidas
a Ustáriz, también estaba su responsabilidad en el
nombramiento de Garzón y en el conflicto de Chiloé,
la cual tuvo un peso no marginal. El proceso se concluyó
rápidamente con la condena de Ustáriz, el cual fue
removido de su cargo, así que el oidor de la Audiencia de
Lima encargado de realizar el juicio, don José de Santiago
Concha, tomó la gobernación interina de la
Capitanía.

El gobierno interino de José de Santiago Concha
tuvo muy corta duración: desde marzo hasta diciembre de
1717, cuando llegó a Santiago el nuevo gobernador
designado, don Gabriel Cano y Aponte. Sin embargo, no obstante la
brevedad de su gobierno José de Santiago Concha
enfrentó el problema del mal trato de los indios
encomendados en Chiloé. Con este fin, recogió todas
las informaciones necesarias para hacerse una idea clara de los
acontecimientos de Chiloé, en cuanto aquel levantamiento
había provocado mucha comoción en la capital de la
Capitanía, ya que los mapuches chilotes gozaban fama de
ser muy tranquilos y tímidos, además de buenos
cristianos. Además corrían rumores que en el
archipiélago se estaba preparando un nuevo levantamiento:
"esos rumores se encargaba de difundirlos el mismo cabildo de
Castro en su ánimo de demonstrar el error de una política a favor de
aquellos. Deseaban, al contrario, convencer que la única
forma de obtener tranquilidad y sosiego era la aplicación
de un rígido sistema de
encomiendas
".

A las voces de una posible nueva rebelión en el
archipiélago, se sumaban las noticias
acerca del retorno de una amenaza corsara – ahora inglesa
en lugar que holandesa – que hubiera podido buscar alianza
entre los indios chilotes y prestarles ayuda en caso de alzarse.
De allí que buscó informaciones fiables sobre las
causas de la inquietud indígena, y solicitó
informes a los
jesuitas del Colegio castreño y del gobernador interino
Pedro Molina. Ambos le dijeron que la causa principal se
debía a los malos tratos de los encomenderos, a los cuales
se sumaba la aplicación antojadiza y arbitraria del
servicio personal.

Reintegrado al archipiélago a mediados de 1716,
José Marín de Velasco intentó mitigar
algunos de los aspectos más crueles del régimen de
la encomienda: la medida principal fue la reducción del
tiempo de trabajo a seis meses, lo cual les pareció
demasiado a los encomenderos, quienes hubieran querido empeorar
aun más las condiciones del indio para reponerse de cuanto
habían perdido.

Por mientras, en la capital del Reyno, después de
una atenta valutación de los informes recibidos, don
José de Santiago Concha el 16 de octubre de 1717
promulgó un conjunto de normas
específicas para la encomienda chilota, conocido como
‘Ordenanzas Concha’. En lo fundamental, éstas
establecen "tres meses de servicio obligatorio ‘en
tiempo que no haga falta a sus labranzas, siembra y cas’,
de los cuales 52 días corresponden al pago del tributo y 5
días más que decretan las leyes. Los 17 días
restantes se fijan como servicio al encomendero con jornal tasado
a real y cuartillo, ‘descontando las faltas
maliciosas’. El indio dispone de otros tres meses para
contratarse libremente con quien desee, excepto ‘en oficios
que no quiera admitir’.
[…] El medio
año restante se fija para que el indio se dedique a sus
propias labores
". Otros aspectos importantes establecidos en
las ordenanzas eran que "se prohibía sacar a los
menores de la patria
potestad de sus padres
[…]; por ningún
delito
sería lícito, por vía de pena, depositar a
los indios o indias, para que sirvieran en casa de algún
español; ordenaba mantener a los indios en la
posesión de sus tierras
".

Las ordenanzas de Concha fueron un paso importante para
mejorar las condiciones de vida y de trabajo del indio chilote y
rescatarlo de su estado de servidumbre: el primero después
de 150 años de constante degrado, hasta alcanzar una
situación poco diferente de la esclavitud del negro.
Aquellas representan también un mejoramiento notable
respeto a las disposiciones de Pedro Molina. Sin embargo, ya
éstas habían provocado un sinfín de
protestas de parte de los encomenderos: es así que las
ordenanzas de Concha vinieron ampiamente contestadas y
desatendidas. Y aúnque hubiesen sido respetadas, llegaban
demasiado tarde: por lo tanto no obstante la rebelión de
1712 hubiese fracasado y terminado tan dramáticamente, sin
embargo los indios de Chiloé no perdieron su animosidad y
la voluntad de rescatar su libertad: es
así que durante el segundo gobierno de José
Marín de Velasco (1716-1719) y aquello de su sucesor
Nicolás Salvo (1719-1723), hubo más de un momento
en que pareció que una nueva rebelión iba a
estallar.

Cabe preguntarse que rol tuvieron los jesuitas antes y
durante la rebelión de 1712. Seguramente tuvieron muchos
sentores de lo que estaba a punto de ocurrir y tal vez confiaron
en la intervención del obispo penquista, Diego Montero del
Aguila. Las relaciones entre los jesuitas y los encomenderos por
lo general eran muy malas, y también con el Cabildo de
Castro no faltaron las tensiones. El rector del Colegio, el padre
Bernardo Cubero, avocó a si mismo la autoridad de nombrar
al ‘protector provincial de los naturales’ – y
lo hizo en la persona de padre Santiago de Salazar, cura de
Castro – oponiéndose a la voluntad del Cabildo, el
cual hubiera querido remitirse al ‘protector general del
reino’. Así que tanto los encomenderos, cuanto el
Cabildo, en muchas ocasiones acusaron a los jesuitas de fomentar
desórdenes y la desobediencia del indio.

Es muy probable que los jesuitas tuvieran sentores de la
rebelión que se iba preparando: sin embargo, tenía
que tratarse de un conocimiento
genérico, más referido a un estado de ánimo
que iba a estallar, más que la disponibilidda de
informaciones precisas acerca de los planes que habían
madurado. Fuera mucho o poco lo que sabían, los jesuitas
trataron seguramente de convencer a los indios a no rebelarse: no
por no encontrarles la razón – que, al contrario,
eran los primeros en hallarles motivaciones de sobra y en tomar
sus partes – sino por darse cuenta que la ilusión
indígena de poder oponerse con éxito a los criollos
para finalmente conseguir el perdón real, era nada
más que una ilusión, sin ninguna posibilidad de
realizarse. Era claro, para los jesuitas, que la rebelión
podía haber un sólo desenlace, aquello que se
produjo, ¡aunque nunca pudieron imaginar que la venganza de
los encomenderos habría alcanzado una dimensión tan
horrorosa!

Sin embargo, el rol de los jesuitas durante la
rebelión tiene que haber sido muy destacado, aunque no
sepamos como.

A comienzos de febrero de 1712, el Colegio
jesuítico de Castro contaba con seis misioneros: el rector
era Bernardo de Cubero, quien se encontraba en el colegio mismo
probablemente acompañado por Miguel de Olivares, el
importante historiador de la Compañía. Otros dos
misioneros se desenvolvían en la misión
circular y por lo tanto se encontraban en estrecho contacto con
los insurgientes, y otros dos en la misión de
neófios en Guar, evangelizando a los chonos. No obstante
estuvieran presentes y tuvieran la posibilidad de testimoniar los
hechos, los históricos jesuitas son extrañamente
reticentes acerca de la rebelión. Miguel de Olivares, que
se encontraba en Castro, ni siquiera menciona los hechos en su
historial, y tanto Enrich cuanto Eyzaguirre, quienes tuvieron
muchas fuentes documentales, además de la obra de
Olivares, tampoco los citan. El único que lo hace es
Ignacio Molina, pero minimizándo los acontecimientos:
"Los principios del siglo fueron señalados en Chile
[…] con la rebelión de los habitantes del
archipiélago de Chiloe
[…]. Los
isleños de Chiloe volvieron bien presto á la
obediencia mediante la sabia conducta del Maestre de Campo,
General del reyno, Don Pedro Molina, el cual habiendo mandado
contro ellos un buen cuerpo de tropas, quiso mas bien ganarlos
con buenos modos que con inutiles victorias
".

¿Porqué aquel silencio?
¿Porqué ocultar la rebelión de los
isleños? Los jesuitas, ¿acaso habían jugado
un papel en aquella sublevación que tenía que
olvidarse? ¿Tenían alguna responsabilidad en los
acontecimientos? Todas preguntas que quedan sin
respuesta.

Al silencio de los historiadores jesuitas, se agrega una
sorpresiva explulsión de la Órden ocurrida pocos
años más tarde.

En 1716, Bernardo de Cubero, rector del Colegio
castreño, viajó a Concepción con algunos
chonos de la misión de Guar para demonstrar el buen
endoctrinamiento alcanzados por los mismos. Estando en la ciudad
penquista, se incendió un navío en la bahía,
hundiéndose con su valiosa carga. Siendo excelentes busos,
los chonos se empeñaron con buen éxito para
recuperarla. "El Gobernador, no contento con aplaudilos,
informó de lo que había visto y oido al real
consejo; el cual escribió a la Compañía de
Chile una carta gratulatoria, por el celo con que procuraba
la
educación é instrucción de los indios:
carta que esta Provincia conservó en su archivo con la
debida satisfaccion. Empero no aprobó ella al P. Cubero
la
temeridad o veleidad, que otra cosa […
mandando] que los restituyese a su provincia. […]
Hízolo de mala gana; i estando ya en Chiloé, no
se quiso sujetar a lo que ordenaban, que fué causa porque
le despidieron
".

Aparece incomprensible la expulsión del padre
Bernardo de Cubero de la Compañía en base a las
razones señaladas, pues tienen una relevancia muy escasa,
sobre todo considerando que "pocos casos de expulsión
hallamos en los documentos
antiguos
" y que hubo algunas situaciones que vieron jesuitas
implicados en hechos de mucha gravedad – desde los abusos
sexuales hasta la herejía – y que, sin embargo, no
obstante hubiesen admitido sus culpas, fueron defendidos por la
Órden y se llegó a su explusión.

Entonces cabe preguntarse cuáles fueron las
reales razones de la expulsión del rector Bernardo de
Cubero y su reemplazo por el padre Yásper en el gobierno
de la Órden en Castro. ¿Acaso tienen a que ver con
el rol habido por los jesuitas en la rebelión? Aquella
expulsión, ¿fue el precio pagado
por la Compañía para recuperar una relación
comprometida con las autoridades del Reyno y para que se les
perdonara su eventual apoyo a la rebelión? Todas estas
preguntas carecen de una contestación.

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