os claveles, los claveles!, aquí están
ellos, ¡los claveles! – gritaba al viento o a quien
quisiera oírla, la vendedora de flores, sin detener la
marcha, mirando para todas partes o no mirando, con los
oídos atentos, prestos a escuchar el llamado de
algún cliente, fuera
éste un comprador habitual o un comprador circunstancial,
desconocido, que antes de comprar exigiera explicaciones,
preguntara por la procedencia de los claveles, el nombre de su
cultivador y, además, exigiera rebajas en los precios.
– ¡Los claveles, los claveles! – volvía a
gritar, mientras avanzaba con la lata contentiva de las flores
sobre la cabeza, equilibrada y libre, bambuleándose
calculadamente para un lado y el otro, siguiendo los movimientos
de la cabeza de la vendedora y la profundidad de sus
miradas.
Los niños,
acostumbrados a verla en los atardeceres, maldecían su
cercanía porque los obligaba a detener su juego de
pelota.
Ella no les pedía nada, pasaba indiferente; pero
ellos bien sabían que si alguno lanzaba la bola o la
bateaba y ésta pegaba en la lata de la vendedora de flores
y la lanzaba al suelo, se
repetiría la experiencia de Vitico. Vitico que nunca
bateaba; que, definitivamente, no había nacido para
beisbolista y, por ello, los demás muchachos, le llamaban
"Mampla", que era el último en ser escogido durante la
selección de los jugadores; esa tarde,
ayudado quién sabe por qué emisarios
satánicos, pegó un batazo de pelotero profesional
que se extendió de línea, y la bola, que se vio en
principio como una centella, dejó de verse por la velocidad que
llevaba.
Se supo por dónde andaba porque se oyó el
estruendo cuando se estrelló en el centro del metal y se
vio volar la lata, con todo y flores, y hasta la rodillera sobre
la que se apoyaba, y caer un par de metros a la derecha de la
vendedora, que en un principio, aturdida, no sabía lo que
pasaba.
Parecía preguntarse qué fuerza
demoníaca había sido capaz de arrebatarle la lata
con las flores y, por poco, hasta la cabeza.
Vitico, con el entusiasmo de haber pegado semejante
batazo, corría las bases gritando vivas y haciendo
señales
de fuerza, mientras, los demás, nos manteníamos
inmóviles, atónitos, pasmados doblemente, por la
doble sorpresa del batazo de Vitico y la tragedia de la vendedora
de flores.
Ciertamente se botó toda el agua de la
lata y muchas flores rodaron por el suelo y se ensuciaron de
tierra y
arena. Pero no era para tanto. La vendedora, desde que se repuso
de la sorpresa, corrió con la agilidad de una gacela,
agarró a Vitico por el cuello de la camisa y lo
arrastró hasta su casa. Allí exigió que la
madre le pagara cada una de los claveles
caídos.
No valió que ésta dijera que no
tenía dinero ni que
Vitico alegara que había sido un accidente.
-O me pagan o va preso, una de dos, ustedes escojan
-repetía, amenazante, la vendedora de flores.
Y la madre de Vitico no tuvo más remedio que
descolgar el reloj de pared y salir con él, seguida de la
vendedora de flores, hacia la casa de empeño.
Terminada la transacción pagó a la
vendedora de flores la cantidad exigida, recogió los
claveles del suelo, los puso en un florero improvisado sobre la
mesa de la sala, después de limpiarles la tierra y la
arena con agua, y se
dispuso a dar semejante fuetiza a Vitico, que casi dos semanas
después, todavía traía los moretones en las
nalgas.
Pasó mucho tiempo para
que el pobre Vitico se animara a volver a participar en un juego
de pelota. Y cabe señalar que, después de aquel
fatídico batazo, Vitico se convirtió en un "Mampla"
magnificado. Abanicaba con tal desacierto, que no hubiera tocado
la bola aunque ésta hubiese sido un balón de
fútbol. Así fue hasta el día que se
desentendió de los juegos de
pelota y se dedicó a otras cosas más productivas,
según afirmaba.
Aquella vendedora que, después del incidente con
Vitico, le parecía tan odiosa a los muchachos, era una
campesina infeliz que caminaba los diez kilómetros que la
separaban del mercado, pero
llegaba puntual diariamente, a las cuatro de la mañana,
acomodaba su lata sobre una de las mesas vacías del
mercado y se fajaba como un hombre a
ayudar a descargar las flores de los camiones.
Hacia las nueve de la mañana, cuando terminaba la
jornada cansada, sudorosa y sucia, recibía, como
recompensa a su ayuda espontánea, el regalo de las flores
que, por haberse maltratado o marchitado en el trayecto, no
calificaban para ser vendidas a las floristerías bien
establecidas.
A partir de ese instante ella rociaba las flores con una
mezcla de agua y algunas tabletas de vitaminas para
reanimarlas y empezaba a recorrer las calles, ayudándose
con la voz para anunciar las flores.
En ocasiones vendía muy pocas o ninguna y,
entonces, tenía que llegar a su casa con todo y flores.
Esas flores no vendidas no las usaba para lucirlas en floreros
que no tenía, las mantenía en la lata, sobre el
suelo, añadiendo al agua de las flores una o dos tabletas
de aspirina para preservarlas sin que se marchitaran.
Al día siguiente, sin importar la cantidad de
flores que tenía en la casa, se levantaba de madrugada y
volvía al mercado. Los días así le
resultaban más afanosos porque tenía que ir a su
casa por las flores del día anterior y empezar a
ofrecerlas antes que las frescas.
Una tarde, con el acumulo de flores de tres días,
tuvo la lucidez de situarse en un semáforo y ofrecer las flores a las
parejas que viajaban en carros de lujo. En su
desesperación de deshacerse de las flores antes de que se
marchitaran más y, en consecuencia, no le redituaran
ningún beneficio, las ofreció a muy buen precio y ello
constituyó una oferta
tentadora que muy pocos hombres resistieron.
La oportunidad presentada fue aprovechada por todos los
que quisieron halagar a la dama que los acompañaba y, en
poco tiempo, las flores se agotaron. Es más, un par de
compradores regresaron, sin éxito,
por más flores después de que éstas se
terminaron.
De cualquier forma, el éxito logrado en la
venta de las
flores en el semáforo, no motivó a la vendedora a
establecer allí un punto comercial fijo, como
parecía indicar la lógica
comercial. Al día siguiente, ella volvió a su
rutina de recorrer las calles y ofrecer las flores a su antiguo
precio y sólo volvió al semáforo cuando se
repitieron las mismas circunstancias que motivaron la ocurrencia
previa.
-¿Qué de bondad tienen los negocios que
para agilizar la venta de su mercancía tienen que
minimizar su precio y establecer la esclavitud de un
punto fijo? -parecía preguntarse la vendedora mientras
caminaba anunciando a gritos, con periodicidad, la
mercancía que ofrecía.
Su idea de la libertad no
concebía la rigidez de un horario ni un punto comercial
fijo. Al caminar era libre de sus pasos; podía elegir la
ruta a seguir a su antojo, y, además, cuando lo
quería se daba sus recesos para descansar. El trato
apresurado con un cliente en un semáforo sólo daba
el margen de tiempo suficiente para entregar las flores y recoger
el dinero que
pagaban por ellas.
Era un comercio
impersonal, frustatorio, aunque de éxito, si se quiere, en
el aspecto meramente comercial. Pero a la vendedora de flores le
gustaba tratar sin apresuramiento, mostrar su mercancía
para que el comprador escogiera a su gusto y pagara satisfecho,
convencido de la calidad de lo que
compraba.
Y, otra cosa, cuando era llamada desde una casa para una
compra o un encargo, ella conversaba con la gente, les
decía su nombre, preguntaba el del cliente, hablaban de
otras cosas, terminaban haciendo amistad.
En ocasiones le ofrecían un vaso de agua, de
leche, un jugo
de frutas, o algo para desayunar o comer después del
mediodía, y ella aceptaba complacida el ofrecimiento,
disfrutaba de la compañía y, en más de una
ocasión, se quedó en alguna casa por un par de
horas, durmiendo la siesta.
La agilidad de las ventas en el
semáforo, además de obligar a bajar los precios, no
compensaba todas esas experiencias vivenciales que tenían
una gran significación en la escala de
valores de la
vendedora de flores. Ella tenía sus propios pareceres de
la vida y sus preferencias no tomaban en cuenta lo que pudiera
ser el gusto general ni aquel razonablemente
lógico.
Ella era, sencillamente, ella; no importaba que el tanto
caminar le ingurgitara las varices hasta casi hacerlas
reventar.
Y, sin que se lo propusiera, ella logró ser una
parte de la historia de aquellas calles
que recorría sin cesar. Su voz era conocida de todos y su
presencia, aunque fugaz, era extrañada aquellos raros
días en que, por alguna causa, dejaba de pasar.
Y es que aparecía como salida de un laberinto
fantástico, embadurnada de animosidad y de bríos y
pregonaba sus flores con fuerza, como con cierto orgullo o la
seguridad de ser
la portadora de buenas nuevas.
Una vez, sin embargo, pasó en silencio. Cargando
como siempre sus flores, pero en silencio. Las calles desiertas y
las casas cerradas a la intensidad del sol al comienzo de la
tarde la obligaron a meditar.
-Nadie es indispensable -se dijo-. Conmigo, o sin
mí, se mantienen iguales estas calles. Son iguales las
casas; las gentes podrían tornarse más lejanas,
quizás, pero son las mismas y hacen lo mismo. El sol irradia
luz y calor, en
apariencia, hasta con más intensidad. Los pájaros
vuelan igual de indiferentes de rama en rama y con la misma
vehemencia cargan palitos para hacer sus nidos.
-Nadie es indispensable -volvió a decirse-. Luego
agregó: -Yo que creía que con mis flores resultaba
ser un personaje importante. Sencillamente me equivoqué.
No es a mí a quien buscan, es a las flores y no les
importa quién las traiga, ni siquiera que las traigan.
Cuando las necesiten, si no hay quien se las ofrezca en sus
casas, saldrán a buscarlas donde sepan que las hay, como
cualquier otra cosa de las que buscan en las tiendas o en los
supermercados.
Pensó entonces, que era una ilusa, una
soñadora, una mujer que
había vivido una fantasía mientras creía
estar viviendo la realidad.
Se le endurecieron, de repente, las facciones,
frunció las cejas, rugió internamente: -Se
acabó.
-Ciertamente, se acabó -volvió a decirse
más calmada.
Desde entonces dejó de recorrer las calles,
dejaron las gentes de importarle. Cambió del todo, se
volvió escueta, huidiza, impersonal.
Ahora se sienta cómodamente en una silla que
ubica, cada atardecer, en la isleta de una gran avenida, junto al
poste que sostiene un semáforo y espera que sean los que
viajan en los carros quienes le pidan las flores.
Todos saben las reglas: Deben acercarse a ella con el
dinero en la mano. No acepta un centavo menos y prefiere que no
le hablen de nada. Los precios están en unos carteles que
cuelga cada tarde del mismo poste del semáforo, a una
altura visible para los que van y vienen en los
carros.
CUENTO 2
Al tío Teudis le faltaban seis meses para cumplir
los sesenta cuando tuvo la certeza de que volvería a
reunirse con la mujer que
amó.
Era un sueño que había acariciado por
años en silencio y, aunque no lo compartía con
nadie, lo dejaba entrever por el brillo que adquirían sus
ojos en algunas fechas que le traían recuerdos de esa
mujer que alguna vez quiso y quién sabe si seguía
queriendo.
Su vida había transcurrido entre una
maraña de enredos, soledades y encierros, desde que el
destino deshizo esos amores preñados de
sueños.
En una ocasión poco faltó para que un
psiquiatra, amigo de la familia,
llamado con cautela para que evaluara al tío, sin que
él lo supiera, exigiera que se le hospitalizara para un
tratamiento intensivo, calificándolo de egocéntrico
y depresivo circunstancial.
No imagino cómo hubiera quedado la casa si se
hubieran llevado al tío Teudis. A fin de cuentas,
él era lo único interesante y llamativo que
había en ella.
Sus horas de encierro y de meditación y su
habitual sonambulismo, lo menos que conseguían era llamar
la atención, haciendo del tío el centro
de interés
de todos los que convivíamos en la casa, así como
de los vecinos, que estaban al tanto de sus costumbres, y los
pocos amigos que muy ocasionalmente nos visitaban. Lo bueno de
todo ese lío fue que el tío Teudis nunca se
enteró de la evaluación
del psiquiatra ni de las sugerencias que éste hizo con
alguna insistencia, y, claro está, que los abuelos no
dieron por válidas.
Una cosa que siempre llamó mi atención fue
su forma de mirar.
Sus ojos daban la impresión de ser huidizos.
Habitualmente hablaba mirando de reojo a su interlocutor, nunca
de frente.
A decir verdad, la mayor parte del tiempo miraba al
suelo. Pero no lo hacía por timidez o cobardía.
Cuando quería dar una respuesta directa o ser
enfático miraba a los ojos, y esa mirada centelleante y
repentina casi siempre terminaba desarmando a la persona con quien
hablaba.
Nadie sabía que tenía comunicaciones
con la mujer aquella. Nunca comentó que sus salidas
semanales tenían como destino la oficina de
correos, donde iba a llevar las cartas que le
escribía en su cuarto y a recoger las respuestas que le
llegaban, con igual prontitud, a un apartado de correos que a
nadie comentó nunca que tenía alquilado.
Empezamos a sospechar que algo pasaba cuando comenzamos
a notarle una sonrisita pícara, diariamente,
después que se levantaba y que le duraba todo el
día. Era como si todo lo que veía, hacía y
le sucedía le resultaba grato.
Al principio pensamos que se trataba de simples
coincidencias o de situaciones circunstanciales. Pero la
persistencia de la sonrisita y los cambios favorables en su
carácter nos obligó a pensar que
había algo más.
Nos tomó tiempo conocer la causa de su giro
conductual. Y no es que antes fuese hosco o antipático,
no, era simplemente distraído, aparentaba ser
soñador.
Lo normal era verlo pensando, con la mente en blanco o
lejana y con el rostro indiferente. No evidenciaba muestras de
amarguras; pero tampoco se le veía gestos de
felicidad.
Por eso la sonrisita resultó tan llamativa desde
el primer día que la exhibió. Conocer su origen nos
tomó exactamente dos meses y fue el resultado de un
hallazgo casual, precisamente mío, por cierto.
Sucedió una mañana de Diciembre. Tío Teudis
salió de su cuarto vistiendo ropa ligera, a pesar de que
hacía frío y con la sonrisita aquella que ya
resultaba tan peculiar en él. Atravesó el pasillo
lateral y se introdujo en el baño donde empezó a
cantar.
Como dejó la puerta de su cuarto abierta me
introduje en el mismo.
Vi sobre su mesita de lectura un
papel amarillo adornado con flores dibujadas a mano y algunos
párrafos escritos, y me acerqué a leer.
-Amiga mía -decía en las primeras
líneas-, cuando llegue la primavera volveremos a vernos y
aspiraremos juntos el perfume de las rosas
bañadas con las primeras lluvias.
-Tío -le dije cuando regresó-,
¿cómo se puede aspirar el perfume de las
rosas?
Comprendió que había leído la carta que
escribió y me dijo sin reproche : – Es una
aspiración filosófica, ¿puedes
entenderlo?
Le respondí que sí, pero salí de su
cuarto sin tener idea de lo que quiso decirme. Mi relato a los
abuelos, sin embargo, lo obligó a contestar una pregunta
directa esa misma tarde.
-¿Con quién vas a volver a verte, Teudis?
-le preguntó el abuelo, sin ningún
rodeo.
-Con Eusebia, padre, con Eusebia.
-¡Con Eusebia, después de tantos
años!, ¿y dónde está ella?
-preguntó el abuelo extrañado.
La historia es muy larga, padre, y muy personal
-comentó tío Teudis. Luego prosiguió-.
Confórmese con saber que nos escribimos y hemos acordado
volver a vernos. Vernos, tan solo, sin una finalidad definida,
sin un objetivo
concreto.
Conversar, recordar, eso será todo. Como usted dice, ha
pasado tanto tiempo…
-¿Y cuando será eso, Teudis, si es que
puede saberse?
-Cuando llegue la primavera y se inicien las primeras
lluvias. Queremos pasear como antes, tomados de la mano bajo los
atardeceres. Y si es bajo la lluvia, mejor.
El abuelo dio por terminada la conversación sin
animarse a decirle lo que pensaba : -Que ya era muy viejo
para estar con esas bobadas. Que ese romanticismo
cursi lo podía admitir en un adolescente; pero no en
él, que ya tenía bastantes canas.
Y adivinando o no lo que pensaba el abuelo, el
tío Teudis se retiró a su cuarto y, a partir de
entonces, se cuidó de dejar bien cerrada la puerta
cuando salía de allí.
Una mañana lluviosa de un jueves de marzo, el
tío Teudis salió de su cuarto con un bulto de mano.
Se fue casi sin despedirse tan pronto llegó el taxi que
había llamado por teléfono.
-Volveremos a vernos pronto -dijo, mientras
corría hacia el automóvil que lo esperaba con el
motor en
marcha.
A nadie le dijo dónde iba ni cuándo
volvería.
Sospechábamos que había ido a encontrarse
con Eusebia porque era lo único conocido que tenía
pendiente de hacer. Casi podíamos afirmar que en eso
andaba, a menos que nos tuviera otra sorpresa mejor
guardada.
Fueron unos días de silencio en la casa, aquellos
en los que el tío Teudis se mantuvo ausente. No
había en ella motivos de augurios ni de
expectación.
Era como una telaraña abandonada, que funciona
como trampa; pero sin nadie que vaya a engullirse la presa que
quede atrapada; como un nido dejado atrás por
pájaros que emigraron a otro lugar; como cauce de arroyo
antiguo, dejado lleno de piedras y seco.
Apenas estábamos saliendo del asombro de su
ausencia cuando volvió a sorprendernos con su regreso.
Llegó una tarde, tres días después de su
partida, con su bulto en la mano y cansado de caminar. No nos
explicamos por qué no regresó en taxi ni tampoco lo
explicó él. Se limitó a decir : -Buenas
tardes-, y se encerró en su cuarto a dormir.
Se levantó al día siguiente y fue como si
no hubiera salido. Ningún comentario, ningún gesto.
Lo único extraño, si así pudiera
llamársele, fue la desaparición de la risita a la
que nos tenía acostumbrados. Por lo demás,
retomó todos sus hábitos con envidiable
naturalidad.
Los demás quedamos intrigados, sin encontrar
respuestas a las múltiples interrogantes que, sin decirlo,
nos planteábamos con las miradas: ¿Se habrá
encontrado con Eusebia? ¿Habrán renovado su
amor?
¿Estarán preparando matrimonio?
¿Los habrá aburrido el desamor? ¿Se
seguirán queriendo? ¿Se reconocerían a pesar
de los años sin verse? ¿Cuál sería su
reacción al encontrarse? ¿Cómo se
despedirían? ¿Con qué impresión
quedarían los dos?
El tío Teudis nunca dijo nada. Por un golpe de
suerte creí encontrar las respuestas a nuestras
interrogantes silenciosas una tarde en que salió al
baño con apuro suficiente para no detenerse a cerrar la
puerta. Me escabullí en su cuarto como un ratón en
su cueva.
Sobre su mesita de lectura tenía abierta una
libreta que supuse una especie de diario, porque tenía
anotada la fecha y la hora, aunque sobre la hoja no había
más que cuatro palabras escritas : "Está hecha
una pasita".
Domingo Peña Nina