En menos de tres horas presencié cinco marchas y
manifestaciones en las calles de Buenos Aires, en
las cercanías de la Casa Rosada, el Palacio de Gobierno. De las
cinco, cuatro reunían a unas cincuenta personas. La quinta
era la más grande, y llenaba tres cuadras de la Avenida
Callao. Los manifestantes agitaban banderas y pancartas de las
organizaciones
a las que pertenecen. Detrás de cada pancarta, diez o
veinte militantes, pero eran tantas las organizaciones
participantes, que el total podría alcanzar dos o tres mil
personas.
Inevitablemente pensé en las marchas y
manifestaciones que se dan todos los días en Bolivia.
Néstor Kirchner y Carlos Mesa soportan un embate similar,
pero hay algunas diferencias. Las manifestaciones que vi en
Buenos Aires eran absolutamente pacíficas y civilizadas.
No se destruye la propiedad
pública, ni un basurero, ni una vitrina. No se lanzan
piedras, ni cachorros de dinamita. Eso sí, consignas,
discursos, con
el ritmo de los bombos. Los bombos son un elemento
característico de las manifestaciones en Argentina, desde
la época de Perón.
Paradójicamente, ahora manifiestan con bombos los
opositores al peronismo
gobernante.
Las calles aledañas a la Casa Rosada y a otras
instituciones
del Estado,
están bloqueadas con rejas de metal y vigiladas por
policía anti-motines. Los manifestantes se acercan hasta
donde les es permitido, y allí se concentran y hacen sus
discursos, leen sus reivindicaciones, sus análisis sobre la situación.
En ningún momento vi desmanes o enfrentamientos con la
policía. El tema principal de estas manifestaciones era
la
educación, pero el descontento popular obedece
también a la negativa del gobierno de Néstor
Kirchner de utilizar el superávit fiscal, para
responder a las demandas sociales.
Esa es otra diferencia con lo que sucede en
Bolivia. Mientras el gobierno boliviano se ve obligado cada
mes a extender la mano a la cooperación internacional para
pagar salarios, el
gobierno argentino goza de un superávit fiscal y de
reservas en el Banco Central por
valor de 22
mil millones de dólares. Por el servicio de la
deuda externa,
Argentina ha pagado en apenas dos años 12 mil millones de
dólares. El crecimiento
económico del país vecino es de 9% anual. Son
cifras alentadoras, que sin embargo plantean el tema de la
redistribución de la riqueza. El Presidente Kirchner dice
al respecto: "Cuando hay excedente, cuando hay superávit,
a veces la ansiedad lleva a la lucha por el superávit, sin
entender que quienes tenemos la responsabilidad de administrar tenemos que tener
un absoluto grado de seriedad y responsabilidad".
La cifra del desempleo que en
el primer trimestre llegó al 13%, en realidad esconde una
realidad mucho más sombría, porque en esa estadística no entran los cientos de miles
que viven escarbando las basuras para recuperar cartones,
botellas vacías, plásticos,
etc. Un ejército de "cartoneros" baja del famoso
"tren blanco" todas las tardes, y recorre las calles de Buenos
Aires en busca de desperdicios que pueden ser recuperados.
A la par que yo veía a los manifestantes ocupar todo el
ancho de la Avenida Callao, veía también en los
márgenes de la misma avenida a los cartoneros, con sus
niños,
abriendo cuidadosamente cada bolsa de basura,
sacando todo lo que puede ser reciclado y cerrando con el mismo
cuidado cada bolsa. Para estos sub-ocupados, auto-empleados
o más bien seudo-ocupados, que tienen que llevar comida
todos los días a sus hogares, las marchas y
manifestaciones son un tema exquisito y ajeno. Yo no he visto en
Bolivia algo similar: un ejército de pobres que recorre el
centro de la ciudad, de manera organizada y sistemática,
recolectando la basura reciclable
y llevándosela sobre carretas que ellos mismos
arrastran.
En Bolivia deberíamos reflexionar sobre lo que
sucede en Argentina. Estamos sumidos en una crisis
económica espantosa, y al parecer todo lo que hacemos son
esfuerzos para ahondarla. Por esa vía obviamente no
hay salida. De una u otra manera nos hemos acostumbrado a que es
legítimo patear el tablero cuando vamos perdiendo.
No aceptamos nunca las reglas del juego, somos
malos perdedores. Por eso desde afuera se ve a nuestro
país como "ingobernable" y sin remedio. Por eso nos
comparan con tanta frecuencia con Haití y con
países africanos que están al límite de la
sobrevivencia. Por eso algunos llegan a afirmar que la viabilidad
del país es tan precaria, que no tiene razón de
existir como nación.
En Bolivia no se puede contentar a nadie. Un claro
ejemplo es la ley de
hidrocarburos aprobada por el Congreso. Todo el mundo
está en contra de ella. Se supone que en el congreso
están representados todos los partidos
políticos y que los senadores y diputados representan
además a sus respectivas regiones. Pero esto no sirve de
nada porque la legitimidad del congreso está en tela de
juicio y un sector de la población considera que la ley traiciona los
intereses del país.
Lo más curioso de ese juego es que nadie parece
acordarse de que la voluntad del pueblo boliviano se
expresó claramente en el referendo
vinculante sobre el gas. Ahora,
nadie se acuerda de referendo. Pateamos el tablero y listo,
que se hagan añicos las fichas. En
honor a la verdad, el único que se acuerda del referendo
sobre el gas es el Presidente Mesa, pero ya nadie quiere
escuchar, pues cada quien tiene una pieza chueca escondida bajo
la manga. Las reglas del juego cambian todos los
días, a medida que el país se desmorona. Nuestra
vocación de suicidas es impresionante.
Una parte de la sociedad
boliviana quería que el presidente vete la ley aprobada
por el congreso. Los politiqueros encaramados en el
parlamento, comenzando por Vaca Diez, querían que el
presidente pise el palito. Si hubiera vetado la ley, lo
hubieran acusado de estar del lado de las compañías
petroleras. Si hubiera aprobado la ley, le hubieran dicho lo
mismo. No hay vuelta ni acomodo. Cualquiera que hubiera
sido la actitud de
Carlos Mesa, igual lo hubieran acusado de una y otra cosa. Su
decisión de dejar que se cumplan los diez días de
plazo fue, en ese sentido, salomónica: que asuma el
Congreso su responsabilidad. Era una manera de decir que no
está de acuerdo, pero que al mismo tiempo
reconoce la vigencia del poder
legislativo. Podía haber ido aún más
lejos, invitando públicamente al presidente de la
comisión que redactó la ley, como Ministro de
Minería e
Hidrocarburos,
para que él asuma la responsabilidad de lidiar con las
petroleras, por una parte, y por otra con el movimiento
social. Otra cosa es con guitarra… Muy fácil es ser
parlamentario sin asumir la responsabilidad de implementar las
leyes que se
aprueban.
El error que cometió el Presidente Mesa fue
llamar a un diálogo
nacional. Ahí, se equivocó de
país. El nuestro es un país donde ya nadie
quiere dialogar, ni siquiera la iglesia.
Todos rehuyen al diálogo, todos están listos a
lanzar puñales por la espalda y a "refundir la nación"
pero muy pocos a pensar estratégicamente por el bien del
país. En eso, no tenemos remedio y estamos en un
callejón sin salida.
En Buenos Aires, por lo menos, la conducta de la
gente es diferente. Hay propuestas concretas de parte de
los manifestantes y de las organizaciones sociales. En nuestros
"malos aires" hay solo demagogia y afán de
destrucción. No hay responsabilidad, no hay conciencia sobre
la situación del país, no hay visión de
futuro.
Alfonso Gumucio D.