Calidad: las limitaciones del
crecimiento económico
Más allá del pnb: la
calidad de vida como objetivo económico
No puede decirse que al final de todo un milenio la
calidad de
vida sea un valor en alza
en nuestro mundo.
En la actualidad las situaciones de malestar social y
humano y las carencias más extremas están presentes
todavía de manera muy generalizada en el
planeta.
Y lo que es peor. Muchas de ellas van a
más.
Insatisfacción y desigualdad en las sociedades
modernas
Unos 2.000 millones de personas están
malnutridas, no tienen ni tan siquiera agua potable y
malviven con ingresos anuales
inferiores a 400 dólares, 1.000 millones son analfabetos,
1.300 millones se encuentran en situación de pobreza
absoluta.
Algunos países como Honduras alcanzan niveles de
pobreza del 70% o cifras de indigencia cercanas a los 35
millones, como Brasil.
Según la CEPAL, el 40% de la población de América
Latina no puede cubrir sus necesidades básicas y el 92% de
los menores de 18 años es pobre.
Hoy día se estima que la desnutrición es un fenómeno general
en más de cincuenta países del mundo.
Estas situaciones no sólo afectan ya a los
países más pobres (donde naturalmente son
más extremas) sino que se han adueñado
también del corazón
mismo del "progreso", de las naciones más
ricas.
En Estados Unidos,
por ejemplo, el 38% de la población negra menor de 20
años está en paro. Los 36
millones de pobres del último censo de 1.993 constituyen
una cifra record desde 1.962.
En la Unión
Europea hay 48 millones de pobres y sólo en Francia se
calcula que existen 200.000 mendigos.
En España
(INE 1.993), los datos más
recientes indican que un 19,7% de los hogares están bajo
el umbral de pobreza.
Lo que, por oposición a la calidad de vida
podríamos denominar el malestar social presenta una serie
de características que conviene tener en
cuenta.
1. Las situaciones de insatisfacción y carencia
están aumentando en todo el mundo.
Actualmente hay 212 millones más de pobres que en
1.970, 60 millones más de niños
sin escolarizar, 65 millones más de analfabetos y 90
millones más de desnutridos que hace veinte
años.
En España han aumentado los hogares pobres en la
última década. En la Unión Europea hay 18
millones más de pobres que en 1.970.
Los países más pobres han visto como su
participación en la economía
mundial ha disminuído en los últimos 20
años de manera alarmante. Al 20% de la población
mundial más pobre le corresponde el 1,3% del PNB (en la
década de los 60 el 2,3), el 0,9 del comercio
mundial (antes el 1,3%), el 1,1% de la inversión interna mundial (antes el 1,5%),
el 0,9% del ahorro interno
(antes el 3,5%) y el 0,2 del crédito
comercial mundial (antes el 0,3%).
La población mundial que vive bajo mínimos
vitales ha aumentado en un 40% en los últimos 20
años, la diferencia de ingresos entre los 1.000 millones
de personas más ricas del mundo y los 1.000 millones
más pobres se ha duplicado en las tres últimas
décadas. Hoy día esa diferencia es de 150 a
1.
M. Ul Haq, asesor del Programa de las
Naciones Unidas
para el Desarrollo,
advierte que "no se vislumbra ningún final para estas
amplias diferencias" y el "Informe sobre el
Desarrollo Mundial" de las Naciones Unidas para 1.992
reconocía que "las brechas en ingresos y oportunidades de
empleo entre
naciones ricas y pobres son muy grandes y se están
ensanchando a velocidades alarmantes".
2. El malestar social se produce en situaciones de muy
alta desigualdad, lo que dicho de otra forma significa que
la pobreza o
la mala calidad de vida generalizadas se producen paralelas con
la abundancia y en muchas ocasiones con el
despilfarro.
Los países del Norte, por ejemplo, o mejor
habría que decir los saciados que allí habitan,
consumen por término medio un 50% más de las
calorías que se consideran necesarias para
estar bien alimentado. Esta población, que sólo
representa la cuarta parte del total mundial, consume 10 veces
más de energía y disfruta de los 4/5 de los
ingresos totales.
Sólo los países de la OCDE consumen el 85%
del papel, el 79% del acero, el 80% de
la energía, el 38% de las proteínas
y el 34% de las calorías que se consumen en todo el
planeta.
El Producto
Interior Bruto per capita de los países industrializados
es 7 veces mayor que el de los países en desarrollo y 20
veces mayor que el de los más atrasados de
ellos.
Como consecuencia de todo eso, ni tan siquiera los seres
humanos tienen la misma esperanza de vida: 23 años
más en los países ricos. Sólo en la
Unión Europea, los niños nacidos de padres con
estudios superiores tienen una esperanza de vida mayor en ocho
años que los nacidos de padres sin estudios.
En Etiopía, por ejemplo, el 87% de la
población consume el 11% del agua potable y
en Bangladesh el 84% de la población disfruta tan
sólo del 4% del saneamiento.
En Estados Unidos, la tasa de mortalidad de los negros
(19/1.000) es más del doble que la de los blancos
(8/1.000) y el PIB per capita
que les corresponde es de 17.000$ por 22.000$ para los
blancos.
En Sudáfrica, el 5% más rico de la
población disfruta del 88% de las propiedades, mientras
que el 40% de los niños negros padecen raquitismo
provocado por la mala nutrición. En Brasil,
el 20% más rico dispone de 26 veces más ingresos
que el 20% más pobre. En Egipto, el 20%
más rico dispone del 70% de los activos. En
Bangladesh, los pequeños agricultores disponen de l7% de
las explotaciones pero tan sólo del 29% de los ingresos
agrarios, mientras que el 11% de las familias poseen el 42% de
las tierras.
En el mundo más desarrollado, entre el 4 y el 7%
de los más ricos disfrutan por término medio del 30
al 40% de la riqueza.
En consecuencia, puede decirse que la desigualdad
impregna las relaciones sociales y económicas y provoca de
manera directa la pobreza y la insatisfacción.
3. Además, no puede decirse que todas esas
situaciones estén provocadas por insuficiencia de recursos.
Según J. Bennett y S. George (1.988, p.42)
"el dinero que
hace falta para suministrar alimento, agua, educación, cuidados
sanitarios y alojamiento a todos los individuos del mundo puede
cifrarse en unos 21.000 millones de dólares al año.
Lo que equivale a la cantidad que el mundo entero se gasta en
armas cada
quince días".
Sucede, sin embargo, que el patrón de las
necesidades humanas y lo necesario para su satisfacción
está subvertido. Mientras que se destinan para el
desperdicio recursos ingentes no se atiende a la cobertura de las
necesidades más urgentes y vitales de las dos terceras
partes de la Humanidad.
4. Por otro lado, y como consecuencia de todo ello,
resulta que las expresiones del malestar son muy plurales. No
sólo afectan a las cuestiones puramente
económicas.
La desigualdad, la carencia y la insatisfacción
afecta a todos los ámbitos de la vida humana.
Quizá la más irracional de todas ellas (si
es que se pudiera jerarquizar) sería la que afecta a las
mujeres. Mientras que son casi la mitad del género
humano, realizan cerca de las dos terceras partes de su trabajo,
reciben sólo la décima parte de los ingresos y
poseen menos de la centésima parte de los bienes
mundiales.
En Estados Unidos el 10% de los muchachos y el 18% de
las adolescentes
ha intentado suicidarse. Allí la principal causa de
muerte entre
los negros de edades entre 15 y 19 años es el homicidio, el 30%
de la población ha consumido drogas, el 23%
de los niños negros vivía en la pobreza en 1.989.
La tasa de homicidios se
incrementó del 4,7% al 8,7% entre 1.960 y 1.987, las
violaciones de mujeres se duplicaron en los últimos veinte
años.
En ese país, el más adelantado del
planeta, hay más de 3 millones de personas sin vivienda,
400.000 en Londres (cuatro veces más que en 1.970), en
Bombay 100.000 personas viven en la calle (unas 5.000 más
que en Nueva York, en donde los niños de algunos de sus
barrios tienen una esperanza de vida menor que los de
Bangladesh), en Calcuta 600.000.
El 35% de las madres solteras de Estados Unidos viven en
la pobreza. La mitad de los matrimonios terminó en
divorcio en
1.980. Un 50% de los niños, en fin, nacen fuera del
matrimonio.
Y naturalmente, todas estas situaciones se multiplican
cuando se contempla la cobertura de la sanidad, de la educación y en
general de los servicios
públicos de calidad que permiten una vida más
sana, más rica y más libre de los seres
humanos.
5. Por último, una nota muy importante que afecta
a la vida humana a finales de este milenio es que las relaciones
económicas y sociales establecidas están afectando
muy directa y negativamente a nuestro entorno
físico.
La reducción de la capa de ozono,
el efecto
invernadero, la lluvia
ácida (el 80% de los lagos de Noruega están
muertos o en estado
crítico), la desforestación (que avanzó en
los trópicos un 90% en la última década y
que llevará a desaparecer las selvas tropicales en 25
años si no se modifica la tendencia), la extinción
paulatina de especies (a un ritmo de 50-100 animales y una
vegetal por día), la producción y distribución incontrolada de todo tipo de
sustancias químicas que envenenan y originan multitud de
patologías mortales, la desertización (al ritmo de
una superficie equivalente a un campo de fútbol cada
segundo), la reducción de los niveles acuíferos y
su contaminación (hasta 129 productos
peligrosos para la salud se han encontrado en
el agua
potable en Estados Unidos), son todos ellos procesos de
deterioro ambiental que denigran el ecosistema,
son fuentes de
problemas
sanitarios de todo tipo y ponen en peligro el desarrollo futuro
de la vida y de la explotación de los recursos en nuestro
planeta para las generaciones venideras, que habrán de
realizar un esfuerzo ingente para paliar el desastre provocado
por la codicia de una minoría privilegiada que le
antecedió y para la cual no hubo freno alguno en la
búsqueda del lucro y la ganancia.
Y además a todo ello habría que
añadir otros desastres recurrentes como las mareas negras,
las guerras,
la
contaminación nuclear o los efectos perversos de
programas de
desarrollo concebidos tan sólo para aumentar la cantidad
de los recursos sin atender a la calidad de su uso y a las
consecuencias que provocan sobre la vida presente y futura de la
mayoría de la especie humana.
En suma, no podemos disponer sino de una imagen del mundo
que nada tiene de idílica.
Casi el 80% de la población mundial ha bajado en
vida a los infiernos mientras que una pequeña parte de
saciados disfrutan de un paraiso construído sobre el
expolio y la violencia (sea
ésta física, política o meramente
simbólica) como indica el hecho de que según las
Naciones Unidas sólo el 10% de la Humanidad influya hoy
día sobre las decisiones que afectan a su vida. O que la
dinámica de los mercados impuesta
gracias al predominio de las grandes potencias en el diseño
de las relaciones económicas provoque a los países
más pobre pérdidas de 500.000 millones de
dólares, diez veces más de la ayuda que reciben
para el desarrollo.
Hablar entonces de calidad de vida y de políticas
sociales requiere, si es que no se quiere caer en un simple
eufemismo, mirar de frente a este drama y, en particular, que los
científicos sociales lo consideren como algo presente,
más cercano de lo que suele ser habitual y como un
fenómeno no solamente referido a capas sociales que aunque
no efectivamente saciadas (las clases medias de los países
ricos) sí que se encuentran en el cuasi-privilegio de
situarse al amparo del
despilfarro de los más satisfechos que disfrutan del
poder de
decisión y de la abundancia.
Por eso, me parece que es preciso ubicar el problema de
la calidad de vida en el contexto de las relaciones
socio-económicas que provocan esas situaciones a las que
acabo de referirme y que creo que se podrían sintetizar en
tras grandes cuestiones:
– En primer lugar, los modelos de
crecimiento que se basan en un reparto desigual y en la
dependencia de las economías menos avanzadas respecto de
las otras y que se desarrollan al amparo de un sistema
institucional que no permite la expresión igualitaria de
la diversidad de intereses ni, en consecuencia, la adopción
de decisiones en condiciones de libertad y
democracia.
– En segundo lugar, y de forma más concreta, el
de las políticas económicas que se basan en un puro
nominalismo macroeconomicista que no contempla los factores
reales de los que depende la satisfacción y la felicidad
humanas.
– Por último, sería preciso reconsiderar
también el propio papel que juegan los individuos en la
sociedad.
Mientras que estos se limiten a ser simples
productores-reproductores de mercancías, su lugar en el
mundo no podrá ser otro que el de piezas
heterónomas en procesos que sólo quieren conducir a
la ganancia.
En esta ponencia no puedo entrar en detalle sobre todas
estas cuestiones, así que me limitaré tan
sólo a analizar algunos problemas que comporta la
determinación de las variables que
se utilizan como referencia de las políticas para el
crecimiento
económico y que a mi modo de ver suponen una
limitación trascendental para conseguir una
dinámica de crecimiento que haga posible la mejora de las
condiciones de la vida humana.
Cantidad y calidad: las limitaciones del crecimiento
económico
Como se sabe, el crecimiento económico se
considera habitualmente como el objetivo
principal de las políticas económicas, pues se
supone que a través de él se logran por
añadidura los demás fines que comunmente se
consideran la base del bienestar social.
En las economías capitalistas en las que vivimos,
puede decirse que todas las decisiones de política
económica, desde el empleo hasta el desarrollo
cultural pasando por cualquier otra expresión de las
necesidades humanas, están destinadas a lograr niveles de
crecimiento económico sostenido, suficiente y equilibrado
(esto último en el sentido de que no altere el cuadro de
las variables macroeconómicas tradicionales).
El problema radica, sin embargo, en que el crecimiento
económico se mide por la evolución de una variable que es muy poco
representativa de los procesos reales que se producen en las
economías y, en particular, muy poco significativa de
aquellos que influyen verdaderamente sobre el bienestar humano,
si este se toma desde una necesaria
omnicomprensión.
Con diferentes matices esa variable es la que indica el
volumen total
de transacciones monetarias que se llevan a cabo en un
país y durante un periodo determinado. Puede utilizarse
para ello el Producto Interior Bruto, el Producto Nacional Bruto
o la Renta Nacional pero todas ellas no son expresión sino
de un quantum de actividad determinado.
Son muy variados los problemas que ello
plantea.
En primer lugar, no se recoge de esa forma el trabajo no
sujeto a transacción monetaria que se realiza dentro de
los hogares, desde las propias tareas del hogar, hasta el cuidado
de los niños e, incluso en algunos casos, ciertas
actividades agrícolas. Como decía
irónicamente P.A. Samuelson, si uno se casa con su ama de
llaves desciende el Producto Nacional del país.
Al no contabilizarse estas actividades resulta que la
magnitud que se toma como referencia del crecimiento
económico infravalora la actividad productiva
efectivamente realizada, muy especialmente de la que llevan a
cabo las mujeres (WARING 1.989) o las que de forma muy
generalizada realizan las familias en los países menos
desarrollados.
La magnitud de esta limitación es enorme si se
tiene en cuenta que diversas evaluaciones cifran el trabajo
doméstico como una actividad que puede representar entre
el 20% y el 40% del Producto Nacional Bruto incluso en
países industrializados.
Además, tampoco se contabilizan actividades no
sujetas a transacción monetaria realizadas fuera del hogar
como el trabajo voluntario o las actividades colectivas de todo
tipo que conllevan igualmente un volumen de recursos, de esfuerzo
y tiempo en
claro ascenso en todo el mundo, y por supuesto tampoco las que se
realizan de forma ilegal o clandestina que en conjunto pueden
llegar a representar el 20% del PNB.
Otro problema añadido es que el cómputo
convencional del producto nacional no toma en
consideración que los individuos no sólo obtienen
beneficios en forma de ingresos (de flujos) sino también
según cual sea su patrimonio
actualizado (stocks). Salvo en el caso de la vivienda (cuya
propiedad se
imputa como renta del periodo), la contabilidad
nacional convencional no toma en consideración el stocks
de bienes de los que ha pasado a disponer cada individuo, lo
que impide, por tanto, que se pueda considerar como una
expresión real del grado de satisfacción que se ha
generado en la sociedad.
También hay que tener en cuenta que el uso
efectuado de los recursos sólo se contabiliza cuando se ha
pagado por él, pero no cuando, como sucede generalmente
con los recursos
naturales, se encuentran a libre disposición de los
individuos. Es evidente que, aunque no haya habido
transacción monetaria el deterioro o la
inutilización de esos recursos como consecuencia de uso
voraz o mal planificado lleva consigo pérdidas -a menudo
irreparables- para la vida y el bienestar humano que, sin
embargo, no son tenidas en cuenta. Así, se llegaría
a considerar como muy positivo un ritmo muy alto de crecimiento
del PNB, por ejemplo, aunque eso llevara consigo un deterioro
ambiental o una dilapidación de recursos naturales.
Lógicamente, tampoco se contabilizan los costes en los que
necesariamente se incurrirá para paliar esos
daños.
Tampoco se considera la depreciación que puede estar
produciéndose en el propio capital humano,
si éste está siendo utilizado en condiciones poco
productivas, sin reciclaje o de
manera desaprovechada.
Incluso habría que considerar que existen
determinados bienes ("bienes posicionales") que se caracterizan
porque su valor depende de que algún otro los tenga o no.
Si no se computan, como efectivamente sucede, resulta que
también se está infravalorando la gama de
disponibilidades de las que se disfruta para la
satisfacción social. O dicho de otra forma, que al
fomentar el crecimiento de la magnitud "bruta" se está
quebrando el patrón de la necesidad, se propugna el
crecimiento como fórmula que es independiente de la
satisfacción general.
Por último, también se soslayan otros
aspectos que sin duda expresan una mejor calidad de vida, como
por ejemplo la disponibilidad de tiempo libre. Sería menos
aceptable, desde el punto de vista prevaleciente, un ritmo de
crecimiento cuantitativo más débil que está
proporcionando más tiempo libre, por ejemplo, que un ritmo
elevado a costa de la hiperexplotación del trabajo o de
cualquier otro recurso social.
En suma, desde la perspectiva de desarrollo que
proporcionan las variables convencionales la calidad de vida y el
bienestar se contemplan exclusivamente como si fueran una
expresión lineal de la cantidad producida en la
órbita monetaria, mientras que se dejan de lado los
aspectos en virtud de los cuales se sienten o no verdaderamente
satisfechos los seres humanos.
Se llegaría -y de hecho se llega- al extremo
paradójico de que el stress, la
inestabilidad psicológica, la infelicidad, la
destrucción de la vida o la riqueza, en suma, contribuyen
decisivamente al crecimiento económico. Lo que equivale a
decir que en la búsqueda de éste último las
políticas dominantes en nuestras sociedades no se detienen
a valorar el daño
social que se provoca. Como decía R. Garaudy (1.976, 9),
el crecimiento económico es "el dios oculto de nuestras
sociedades. Y se trata de un dios cruel: exige sacrificios
humanos".
Finalmente, hay que hacer mención de un asunto de
capital
importancia.
Es evidente que, en resumidas cuentas, el
bienestar social y la calidad de vida se miden por las
condiciones reales en que se encuentra un ser humano respecto de
la satisfacción de sus necesidades. Sin embargo, las
magnitudes que guían la política económica y
que sirven para determinar sus objetivos
finales nada indican acerca de la situación distributiva
de los recursos o los ingresos generados. Cuál es
el sentido de fomentar el crecimiento económico si al
mismo tiempo no se contempla la situación de reparto
existente, si no se considera la desigual situación en la
que están los seres humanos de cara a beneficiarse de los
frutos de ese crecimiento?.
No puede caber la menor duda de que al soslayar la
circunstancia del reparto se hace obvia una situación
dada, al mismo tiempo que se impide que se plantee como una
cuestión sustancial lo que es inherente a cualquier
modelo de
crecimiento: su patrón distributivo.
De ahí, que un planteamiento realista y sincero
del problema de la calidad de vida deba llevar aparejada la
cuestión del reparto. Tanto desde el punto de vista de la
asignación de recursos para el bienestar, como del de las
condiciones que lo puedan hacer efectivo es necesaria la
consideración previa del criterio de distribución
que es deseable y deseado, pues de otra forma no sólo se
dará por aceptada la situación desigual de la que
se parte, sino que la inercia de una sociedad escindida en cuanto
a la posesión multiplicará la brecha que separa la
condición de los distintos seres humanos.
Más allá del PNB: la calidad de vida como
objetivo económico
Puesto que los conceptos macroeconómicos
convencionales para medir la producción nacional no
permiten expresar adecuadamente el grado efectivo de bienestar
del que disfrutan los agentes sociales se han realizado numerosas
propuestas de magnitudes o índices que fuesen reflejo
más fiel de la calidad de la vida.
El problema no es nada fácil desde el momento en
que éste es un concepto
extraordinariamente plural y que puede ser contemplado así
mismo desde muy diferentes perspectivas. Como dice A. Sen (1.987,
p. 1) "usted puede estar acomodado sin estar bien. Puede estar
bien, sin disfrutar de la vida que se desea. Puede haber
alcanzado la vida deseada, sin ser feliz. Puede ser feliz, sin
tener mucha libertad. Puede tener una gran cantidad de libertad,
sin haberla alcanzado".
La primera opción se basa en readaptar el
concepto tradicional de Producto Nacional incluyendo o eliminando
los componentes que permitan acercarlo más adecuadamente a
la realidad de las transacciones económicas
efectivas.
Así, se ha propuesto añadir las
actividades domésticas una vez estimado su valor
monetario.
El problema radica naturalmente en establecer un
criterio adecuado de valoración monetaria así como
de selección
de las actividades mismas que deben ser objeto de cómputo.
Para ello se pueden manejar diversos criterios como lo que se
deja de ganar al dedicarse a ellas (lo que infravaloraría
el trabajo doméstico de la mujer), lo que
se estaría dispuesto a aceptar para reaizarlas fuera del
hogar o incluso otros más objetivos que permitan
homogeneizar las horas de trabajo aplicadas a las diferentes
actividades realizadas en el hogar.
Problemas semejantes plantea la consideración del
tiempo libre o incluso la calidad de vida en el
trabajo.
Por otro lado, a la hora de calcular la
producción nacional desde esta perspectiva habría
que deducir una serie de actividades que representan costes no
computados o daños que comportan desembolsos de recursos
en el futuro.
En este caso el problema es que las dificultades de
contabilización son aún mayores: los daños
potenciales sobre las salud, por ejemplo, los bienes posicionales
o la depreciación ambiental o del propio capital humano no
admiten un criterio homogéneo y mecánico que
permita cuantificarlo en todas las circunstancias.
A pesar de ello, se han realizado diversas
aproximaciones y análisis empíricos que permiten
disponer de puntos de partida suficientes de cara a lograr la
necesaria comprensión de todos estos
fenómenos.
La expresión más inmediata de estos
ajustes sería la obtención de un Producto Nacional
Ajustado que se formaría de la siguiente forma (Anderson
1.991, p. 39):
Producto Nacional Bruto
(Menos) depreciación del capital
(Más) valor monetario del trabajo
doméstico no retribuído
(Más) valor monetario de las transacciones no
monetarias realizadas fuera del hogar
(Menos) depreciación ambiental.
Sin embargo, como pone de relieve el
propio V. Anderson de esta forma no dejan de quedar irresueltos
la mayoría de los problemas que comporta el propio
concepto de Producto nacional y a los que hice referencia en el
epígrafe anterior.
Algo más avanzado sería el contenido del
"ajuste" que proponen P. Ekins y otros(1.992) pues además
de la inclusión de las actividades no monetarias referidas
incorporaría tres grandes componentes adicionales y que ya
han sido objeto de medición en diferentes casos. En primer
lugar, la depreciación natural de capital que tiene en
cuenta los límites a
la renta que a largo plazo puede extraerse del sistema natural.
En segundo lugar el sacrificio de sostenibilidad que se basa en
la definición de las condiciones que garantizan la
sostenibilidad de todas las actividades económicas sobre
el medio ambiente
y el cáculo de los costes en que es necesario incurrir
para garantizarla. Y por último los gastos
defensivos, entendiendo por ellos los desembolsos realizados para
eliminar, mitigar, neutralizar o evitarlos o para adelantarse a
los daños que ocasiona la actividad productiva en el medio
ambiente y en
el propio ser humano.
Junto a estas propuestas de ajuste del concepto
convencional para tratar de que sea un reflejo más digno
del conjunto de actividades que se realizan así como del
tipo de uso de los recursos que se lleva a cabo se han propuesto
igualmente índices globales de bienestar que, aunque con
una menor operatividad por el momento, tienen la ventaja de
asimilar una comprensión más auténtica y
plural de la calidad de vida.
Entre ellos se encuentran el Indice de Calidad
Física de la Vida que combina tasas de mortalidad,
esperanza de vida y alfabetización para lograr un
único índice; el Indice de Desarrollo
Socioeconómico Auténtico de M. Lutz que incorpora
un índice relativo a los derechos humanos; el Indice
de Desarrollo
Humano del Programa de Desarrollo de las Naciones Unidas que
ajusta el Producto Nacional Bruto con el poder de compra y luego
lo combina con la esperanza de vida y con la tasa de
alfabetización; el Indice de Bienestar Económico
Sostenible de H. Daly y J. Cobb que combina datos de consumo
personal,
distribución de la renta, incremento del capital, valor
del trabajo doméstico y otros índices
medioambientales; o el Indice de Desarrollo Social
de H. Henderson que combina índices de inversión en
recursos
humanos, de recursos humanos y productividad,
diversidad genética
de las especies, calidad medioambiental, eficiencia
energética, equivalentes de la paridad del poder de compra
y distribución de ingresos entre quintilas de
renta.
En España, T.R. Villasante (1.992) ha propuesto
un índice construído sobre seis indicadores:
evolución entre las horas de trabajo necesarias para
adquirir la cesta de la compra básica o la
evolución de de las rentas del quintil más rico y
más pobre en relación con respecto a la media de
rentas del territorio de referencia; capacitación profesional y educativa;
calidad de hábitat, esperanza de vida y morbilidad,
ahorro o eficiencia energética y de consumo de tierras y
otros indicadores expresivos del número de voluntarios y
asociaciones o empresas de
economía
social.
Finalmente habría que considerar toda la
amplísima gama de indicadores sociales tendentes a
expresar aspectos cualitativos de aspectos más concretos
de las relaciones sociales.
La UNICEF, por ejemplo, utiliza una serie de
índices en sanidad, alimentación,
educación, demografía, economía,
situación de la mujer y lo que
llama globalmente "tasa de progreso" y considera como indicadores
básicos los siguientes:
– Tasas de mortalidad de niños menores de cinco y
un año.
– Número de nacimientos en relación con el
de muertes infantiles.
– Esperanza de vida.
– Tasa de alfabetización de adultos.
– Tasa de escolarización primaria.
– Proporción de renta percibida por el 40%
más pobre de la población y el 20% más
rico.
– Volumen de población.
– Producto Interior Bruto per capita.
Por su parte, V. Anderson (1.991, pp. 55 y ss.) propone
igualmente una serie de indicadores sociales omnicomprensivos
centrados en los aspectos:
– Mortalidad de menores de cinco y un
año.
– Escolarización primaria de niños y
niñas.
– Analfabetismo
adulto.
– Desempleo.
– Distribución de la renta.
– Propiedad de teléfonos.
– Consumo de calorías en relación con las
necesidades mínimas.
– Acceso al agua potable.
– Desforestación y emisiones de dióxido de
carbono.
– Crecimiento de la población.
– Intensidad energética del Producto Interior
Bruto.
– Reactores nucleares en funcionamiento.
– Proporción de riqueza entre el 20% más
rico de la población y el 20% más pobre.
– Desertización.
– Extinción de especies.
También en España (INE 1.991), sin
continuidad y sobre datos estadísticos no demasiado
rigurosos y actuales, se llevó a cabo oficialmente la
construcción de diversos indicadores
sociales aunque, como sucede en la mayoría de los
países, sin que se pueda decir que hayan pasado a
constituir una referencia efectiva para la elaboración de
las políticas económicas.
Y este es un asunto crucial.
Independientemente de las dificultades de
medición, que en muchos casos no son mayores que las
derivadas de la
medición de las actividades convencionales que se toman en
cuenta, el problema fundamental más bien radica en la
falta de voluntades políticas para instrumentar medidas
para el desarrollo
económico que vayan más allá de su mera
percepción cuantitativista. Y ello es
así porque el propio modelo de crecimiento se basa
fundamentalmente en la salvaguarda de una dinámica de
lucro que por su propia definición no puede atender sino a
la minorización de los costes inmediatos (sin atender a
los costes sociales que se generan) para obtener el mayor
beneficio posible a corto plazo.
No es raro encontrar situaciones en las que incluso se
llega a un cierto paroxismo de la nominalización.
Piénsese por ejemplo en los programas de convergencia
derivados de los acuerdos para la creción de la
Unión Económica y Monetaria Europea en los que ni
tan siquiera fue incluído el nivel de desempleo existente
en cada país.
Ejemplos como este ponen marcadamente de manifiesto que
la tónica que anima las políticas para el
crecimiento económico desnaturalizan claramente la
perspectiva del bienestar. Y mientras la calidad de vida, la vida
misma de los seres humanos, no sea un factor explícito con
respecto al que deban evaluarse los efectos de las
políticas económicas no podrá experarse sino
una mayor degradación de ella misma.
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Juan Torres López.
Catedrático de Economía Aplicada de la
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Juantorres[arroba]uma.es