- Características
económicas de la industria
televisiva. - La regulación
estatal de la industria televisiva
. - Televisión
concurrencial: ¿solamente la privada
?.
Por razones tan diversas como poco justificadas, los
economistas no han solido prestarle a los aspectos
económicos de las industrias
culturales y de la televisión
en particular una atención semejante a la que merecen otros
sectores quizá con menor dimensión y trascendencia
social.
Sin embargo, es un lugar común que la industria
televisiva moviliza enormes cantidades de recursos
(humanos, financieros, creativos,…), que sigue atrayendo el
mayor porcentaje de la inversión publicitaria y que la naturaleza de
su "mercado" no es
indiferente a relevantes problemas
sociales, económicos, políticos o culturales
que afectan a las sociedades
modernas.
Además, desde muy recientemente se vienen
produciendo cambios muy importantes y significativos en la
industria televisiva europea, cambios que afectan a la
estructuración de su oferta, a la
naturaleza de los productos
finales que reciben los telespectadores y al grado en que pueden
satisfacerse sus demandas.
Como en tantos otros ámbitos de las relaciones
sociales, los economistas pueden proporcionar criterios y
predicciones sobre estos fenómenos que ya se van revelando
como acertados, aunque no siempre sean asumidos por los
políticos o los grandes empresarios del
audiovisual.
Características económicas
de la industria televisiva.
La emisión de programas de
televisión requiere disponer de frecuencias
adecuadas para ello. Puesto que éstas frecuencias son
escasas, es preciso establecer un orden preciso de emisión
que garantice la ausencia de interferencias. Como en otros casos,
se hace necesario disponer de un sistema de
asignación que sea lo más eficiente
posible.
Al igual que sucede con otros recursos escasos, las
frecuencias podrían ser asignadas por diferentes procedimientos:
sorteos, concesiones administrativas, discrecionalidad
administrativa o por medio del mercado.
Este último sistema debería ser el que, de
conformidad con la teoría
económica convencional, proporcionase el mayor grado de
eficiencia.
Sucede, sin embargo, que la televisión constituye
-en el caso general- lo que los economistas llamamos un "bien
público", cuya provisión no puede ser realizada
mediante el sistema de precios de
mercado.
El consumo de
televisión es "no rival", es decir, que su consumo por
parte de alguien no impide que también lo realice otra
persona. No se
puede excluir del consumo a quien no hubiera pagado el precio
impuesto a la
recepción de una determinada emisión o programa (salvo
en el caso todavía minoritario de la televisión de
pago).
Estas circunstancias hacen que el sistema de precios
como catalizador del intercambio no garantice soluciones
eficientes en la industria televisiva. Puesto que a nadie se
puede excluir del consumo si no paga, muchos optarían
-racionalmente- por no hacerlo. Eso significa que el coste
marginal de la producción televisiva es nulo: que no hay
coste adicional por el incremento en el consumo de un televidente
más.
La teoría económica predice que no se
alcanzará el necesario nivel de eficiencia cuando el
precio sea diferente del coste marginal y eso determina,
según lo señalado, que para alcanzar soluciones
eficientes de intercambio el precio de las emisiones de
televisión debería ser también
cero.
Si el sistema de precios no funciona, quiere decirse que
éstos no podrán ser el medio que permite la
recuperación de la inversión realizada. La
asignación de frecuencias no puede llevarse a cabo por un
sistema de mercado, puesto que no habría precios capaces
de reintegrar el coste que conlleva el uso productivo de la
frecuencia.
Esa es justamente la gran cuestión de la economía de la
televisión: se requiere una producción muy costosa
y se busca la rentabilidad.
Pero el producto debe
proporcionarse gratuitamente a los consumidores.
Aunque el coste marginal de la emisión televisiva
es nulo, los costes totales de su provisión son, por el
contrario, muy elevados, como consecuencia de la necesidad de
complejas infraestructuras y de las altas inversiones
necesarias para llevarla a cabo. Esto provoca la existencia de
altas barreras de entrada a los mercados y,
consiguientemente, que se produzca una fuerte tendencia a la
conformación de monopolios u oligopolios para poder
así conseguir las economías de escala
necesarias.
La tendencia hacia la formación de mercados muy
imperfectos se fortalece además por una
característica singular de las mercancías
culturales. Su realización está sujeta a una alta
dosis de incertidumbre, como consecuencia de su caracter
prototípico y del muy alto contenido de creación e
investigación que incorporan.
Finalmente, no se puede olvidar la trascendencia de la
televisión en el mantenimiento
de las estructuras de
dominación política y en la
conformación de las actitudes de
los individuos ante el conflicto o el
consenso social que impide que la oferta sea transparente y
completamente libre.
Estas características dan lugar a que la
industria televisiva no pueda generar un mercado propio
(entendido éste como un sistema de intercambio a
través de los precios) y que, por tanto, las fuentes de
financiación deban ser de "no mercado": asumidas por
el Estado o
grupos
privados de capital,
procedentes de otro mercado ajeno al ámbito estricto del
intercambio comunicacional, como es el mercado publicitario, o
derivadas de
sistemas
híbridos (como el canon) que tampoco son expresión
fiel del sistema de precios.
La regulación
estatal de la industria televisiva.
Por las razones señaladas resulta que el Estado alcanza
a tener una función
esencial en la ordenación de los intercambios que se
generan en torno a la
producción y distribución de espacios televisivos, bien
porque las asume íntegramente como asunto de dominio
público, bien porque establece las condiciones de entrada
al mercado concediendo licencias de emisión, bien porque
determina el alcance con que el mercado publicitario puede
afectar a la industria.
Ahora bien, aunque la regulación del mercado es
imprescindible el alcance de la regulación del Estado no
es siempre el mismo y, de hecho, se puede afirmar que una
característica primordial de los diferentes sistemas
televisivos es la diversidad de formas de regulación
existentes.
Mientras que (salvo en el llamado modelo
norteamericano) el inicio de la televisión estuvo ligado a
su concepción como servicio
público y la financiación asegurada por los propios
Presupuestos
del Estado (bien en su totalidad, bien asumiendo los
déficits generados), diversas circunstancias han
modificado este sistema en los últimos años, hasta
el punto de que hoy día apenas si quedan ofertas
televisivas de titularidad exclusivamente
pública.
Entre ellas destaca el que la aplicación
generalizada de tecnologías de la información a los sistemas productivos ha
modificado las condiciones de realización de las
mercancías. Se dispone de mucha mayor versatilidad en la
producción de casi todas ellas y la competencia por
medio de los precios se ha sustituído -en una gran medida-
por la competencia mediante la imagen de
producto. Ello hace más necesario desarrollar estrategias de
penetración en el mercado. Se multiplican las exigencias
de "imaginación" de los productos por los consumidores y
de generación de nuevas necesidades. Eso ha hecho de la
publicidad un
recurso estratégico, muy necesario para la
rentabilización y, en consecuencia, altamente
rentable.
Este impulso del mercado publicitario trajo consigo la
posibilidad de financiar un mayor volumen de
espacios audiovisuales como soporte de mensajes publicitarios, lo
que hacía más segura la inversión en la
industria a la par que ofrecía umbrales de rentabilidad
más atractivos.
Además, el desarrollo
tecnológico ha abaratado también de forma notable
la infraestructura necesaria para la codificación que es necesaria para el
desarrollo de la televisión por suscripción o de
pago.
En definitiva, se han multiplicado las posibilidades de
beneficio en el sector audiovisual, posibilidades que, durante
muchos años, no se basaron más que en la venta de
aparatos. Ahora se han abierto nuevas y quizá definitivas
posibilidades para recuperar inversiones y obtener rendimientos
para el capital privado.
Es en paralelo con estas circunstancias que se viene
llevando a cabo un amplio proceso
(convencionalmente denominado "desregulador") tendente a
favorecer la participación o penetración del
capital privado en éstos nuevos mercados y que ha puesto
en crisis el
modelo televisivo de servicio público.
Lo que generalmente se conoce como desregulación
es más bien una regulación de diferente alcance (o
una "desestructuración del sector
público" como dice Miége), no menos
intervencionista pero en un sentido ordenador radicalmente
distinto. No se trata en modo alguno de que el sistema
audiovisual pase a ordenarse autónomamente (que quede
desregulado en sentido estricto) sino de que el Estado establezca
las condiciones para que los intereses del capital privado puedan
beneficiarse de expectativas de beneficio antes inexistentes. Y
para lo cual, en ausencia del mecanismo de precios, sigue siendo
necesaria una regulación precisa del Estado.
Una primera fase de esta nueva regulación (o
re-regulación, como se ha dicho a veces) consistió
en la consolidación del impulso del mercado publicitario,
permitiéndose la cada vez mayor presencia de espacios de
esta naturaleza en la programación y obligando a las empresas de
televisión a renunciar a la tutela financiera
del Estado, haciéndolas depender (cada vez en mayor
medida) de los ingresos por
publicidad.
Posteriormente, se quebró de hecho el tradicional
sistema de servicio público permitiendo la
aparición de cadenas privadas. Pero este último
proceso no puede entenderse sin tener en cuenta que es el Estado
quien desarrolla y financia en su mayor parte las
infraestructuras así como las redes necesarias para la
exclusión, lo que implicará un mayor impulso del
sector de las telecomunicaciones, una mayor renuncia a financiar
el desarrollo de las televisiones públicas y la
configuración de nuevos espacios tecnológicos
adecuados para la rentabilización futura del capital
privado.
De continuar estas tendencias, el final de estos
procesos de
nueva regulación no podrá ser otro que la renuncia
del sector público a erigirse en competidor de las
emisoras privadas; bien renunciando para ello a los ingresos
publicitarios, bien excluyéndose del ámbito de la
televisión de pago, bien por no ganar espacios en los
mercados intermedios de la creación, la producción
y, sobre todo, la distribución.
Televisión
concurrencial: ¿solamente la privada?.
La forzada quiebra del
modelo de televisión de servicio público se ha
basado en una amplia difusión de que ésta comporta
la ineficiencia en la provisión del servicio televisivo
típica de los monopolios, mientras que la competencia de
emisiones privadas lleva consigo la diversificación, la
libertad de
elección y, por lo tanto, la mejor satisfacción de
la demanda.
Efectivamente, la teoría económica
demuestra que cualquier mercado de competencia proporciona
soluciones de provisión caracterizadas por una mayor
eficiencia, puesto que, a medida que el poder de monopolio es
mayor, se logra una menor provisión del servicio y a un
mayor precio.
Sin embargo, esta predicción es aceptable
sólo cuando se trata de sistemas de intercambio regulados
por el mecanismo de los precios. Mecanismo que, como
señalé, no puede funcionar en el caso de los
bienes
públicos.
Los criterios para valorar la eficiencia y la
optimalidad en la satisfacción de la demanda en la
industria televisiva deben ser necesariamente otros. Se debe
tratar de conocer en qué condiciones se alcanza una
provisión del servicio efectivamente más
diversificada, a menor coste para el consumidor, con
menores costes sociales y sin generar mecanismos de
exclusión que den lugar a una subprovisión de la
demanda.
La financiación de la televisión por los
presupuestos públicos puede comportar problemas muy
variados que afectan a la naturaleza del servicio, a su calidad y al
nivel de satisfacción que proporciona.
Esta financiación detrae recursos de otras
actividades y es soportada por todos los ciudadanos,
independientemente de que consuman o no el servicio
televisivo.
Al depender del burócrata la provisión del
servicio, la satisfacción de la demanda dependerá
de que éste acierte o no a reconocer los deseos de los
consumidores. La dificultad con que pueden revelarse las funciones de
preferencias colectivas, si no existen mecanismos institucionales
de participación y control
plenamente democráticos, incentivan el protagonismo del
burócrata y éste, muy posiblemente, tenderá
a maximizar su propia función de utilidad
más que la colectiva (entiéndase, quizá, sus
propios intereses políticos, ideológicos o
partitocráticos).
En segundo lugar, la financiación estatal puede
incentivar que no se tomen en cuenta rigurosamente los costes que
conlleva la producción televisiva y que ésta sea
ajena a cualquier criterio de racionalización
económica. Esto puede dar lugar al desarrollo de empresas
públicas de televisión sobredimensionadas (incluso
en relación con la rentabilidad social y no de balance que
persiga) y despilfarradoras.
Por último, este sistema de financiación
puede ir acompañado de mecanismos de control politizados,
muy dependientes de los gobiernos y suceptible de una fuerte
manipulación.
Sin embargo, la financiación por la vía de
los Presupuestos del Estado tiene sus ventajas.
En primer lugar, evita recurrir predominantemente a
otros sistemas (especialmente el publicitario) cuyos efectos
pueden llegar a ser tanto o más negativos para la
comunicación audiovisual libre y
auténtica.
En segundo lugar, garantiza la producción y
emisión de programas que no serían realizados si
sólo se atendiese a criterios de rentabilidad.
Por último, la salvaguarda financiera que suponen
los presupuestos públicos permite hacer frente a los
costes de la descentralización, de la segmentación de la producción y, en
suma, de acercar al espectador a las instancias de
decisión.
Naturalmente, un mecanismo que garantizase estas
ventajas y no llevara consigo sus inconvenientes debe basarse
necesariamente en el desarrollo de sistemas rigurosos de
revelación de las preferencias colectivas, en la adopción
de criterios de racionalización en la dimensión y
organización empresarial y en el
establecimiento de sistemas de
control y participiación ciudadana mucho más
avanzados, seguramente, que los que suelen ser consustanciales a
los actuales sistemas partitocráticos de nuestras
democracias.
Cuando la financiación de la emisión
televisiva es la publicidad (como necesariamente ha de ser en la
televisión pública o privada que no sea de pago) la
recuperación de la inversión y la
realización de beneficios requiere la venta del mayor
volumen posible de espacios publicitarios y ésto, como es
sabido, sólo se puede alcanzar si se asegura la mayor
audiencia posible, la máxima recepción del impacto
publicitario.
Por ello, la concurrencia audiovisual en un sistema
comercial no persigue ofrecer a la audiencia la mayor y
más variada cantidad de servicio al precio de mercado,
sino que trata de abarcar la mayor audiencia que hace posible la
rentabilización publicitaria y con ella la de la empresa
televisiva.
La competencia comercial se dirige a alcanzar esta mayor
franja y la estrategia de la
competencia, en lugar de ser la diversificación que
comporta mayores posibilidades de elección, es la de la
redundancia y la reiteración. La concurrencia comercial,
condenada a garantizar el mayor impacto publicitario, puede
llevar consigo más canales, pero no comporta
necesariamente mayor concurrencia de programas, que en definitiva
es la expresión auténtica de la más amplia
satisfacción; termina por homogeneizar el producto, tal y
como predice el análisis teórico y como ponen de
relieve los
estudios empíricos de todo tipo.
El objetivo de
maximización de audiencias tiende a banalizar el producto
haciéndolo repetitivo y de gusto mediocrizado, condiciona
la programación y su distribución horaria, impide
que ésta equilibre la información, la cultura y el
entretenimiento por su tendencia a espectacularizar los
contenidos y tiende a convertir los programas en simples
escaparates de productos comerciales, por la vía de la
sponsorización o el merchandising.
Tampoco es evidente que la televisión de pago o
por suscripción provea más eficientemente el
servicio televisivo.
Aunque este sistema puede revelar más
nítidamente las preferencias de los consumidores (se paga
por lo que se desea), es el menos eficiente de los sistemas de
financiación. Aunque comporta exclusión,
ésta no es total y los costes marginales siguen siendo
nulos, por lo que, al establecerse un precio, conlleva la mayor
divergencia entre éste y el coste marginal.
A menos que el productor tenga un conocimiento
perfecto de las curvas individuales de demanda, el mercado
proporcionará soluciones de infraprovisión
(consecuencia de que el precio sea mayor que el coste marginal),
independientemente de que se trate de una oferta competitiva o
monopólica.
Los análisis realizados muestran -tal y como
predice la teoría- que la televisión de pago ofrece
una mayor variedad de programas a costa de niveles de consumo
subóptimos (es decir, de mayores franjas de demanda sin
acceso al servicio). Al igual que en el caso de
financiación por ingresos publicitarios, se tiende a
reducir el coste de los programas y a dejar insatisfechos a
grupos de audiencia no mayoritarios o con demanda más
selectiva.
Si a todo ello se une el coste mismo de la
exclusión, se pueden establecer varias predicciones: que
el precio (siempre más elevado incluso que el
correspondiente a una hipotética solución de
equilibrio
competitivo) no será realmente la expresión de la
preferencia de la demanda, que el alcance de la provisión
del servicio por éste sistema dependerá de otras
variables como
la calidad del producto ofertado y que su provisión
dependerá más bien del coste de otros servicios
sustitutivos (cine, video
doméstico,..).
Sin embargo, la televisión de pago puede
proporcionar soluciones de provisión eficientes si la
oferta de canales es muy elevada y ello incluso permite aventurar
que la televisión pública pudiera ofertar
eficientemente determinados servicios de pago, quizá
especializados, aprovechando las economías de escala y de
integración que le son propias y sin que
ello tenga que suponer, en un futuro en que este sistema
dispondrá necesariamente de infraestructuras de
exclusión menos costosas, una renuncia a la
vocación de servicio público mayor que la que
comporta, por ejemplo, la financiación
publicitaria.
La cuestión, por lo tanto, no puede estribar en
dilucidar simplemente si la oferta televisiva debe ser
pública o privada. Ambos sistemas pueden comportar la
misma ineficiencia, idéntica insatisfacción y
semejante supeditación a los intereses
comerciales.
De hecho, es la financiación publicitaria lo que
desnaturaliza el diseño
de la programación y lo que resuelve la ecuación de
la demanda en términos del necesario ingreso publicitario
y no en función del interés
del espectador. Bajo condiciones de emisión dictadas por
la presión
publicitaria, éste se ve inevitablemente abocado a sufrir
la reiteración y la estandarización, quedando
inmerso en lo que Riesman denominó el "espectro de la
uniformidad" que es imprescindible para rentabilizar la
programación del espacio publicitario.
En teoría, por lo tanto, la concepción de
la televisión como servicio público no tiene por
qué llevar consigo menor gama de elección, siempre
que la producción, en lugar de tratar de alcanzar la
maximización de la audiencia, trate de maximizar la
satisfación de las diferentes franjas de ésta,
diversificando los programas sin el condicionante publicitario.
Y, desde luego, siempre que se establezcan mecanismos adecuados
de control y representación que eviten la
manipulación política o la espúrea
supeditación de las demandas comunicacionales a los
intereses de partido o grupo (lo que,
por cierto, puede también suceder en la televisión
comercial privada).
La mejor alternativa a un servicio público
comercializado ((o incluso manipulado!) no tiene por qué
ser necesariamente la oferta comercial privada de
televisión. La teoría económica más
simple advierte que la realidad presenta matices que los
intereses comerciales o políticos no siempre desean
desvelar.
Juan Torres López