1. La estrategia de
la reforma
2. Es objetivamente
mejor el sistema de pensiones que se propone?
3. Pensiones y
crisis económica: la pretensión
neoliberal
Capítulo deL Libro
"Pensiones públicas ¿y mañana
qué?
Cualquier persona
mínimamente informada sabe que el sistema público
de pensiones, tal y como lo conocemos hoy día, está
sometido a un debate crucial
de donde va a salir, con toda probabilidad, un
sistema diferente en los próximos años.
Ese debate se origina al plantearse una serie de
problemas
graves que le afectan, y frente a los cuales se ofrecen soluciones que
apuntan a darle una configuración bien distinta de la que
tiene actualmente.
Muchos comentaristas se esfuerzan en hacer ver que el
sistema actual de pensiones es el exponente de todos los males y
que se orienta inevitablemente al desastre:
"El sistema de pensiones públicas de la Seguridad
Social está sufriendo una degradación antes
nuestros propios ojos que los políticos no quieren
ver…Las pensiones públicas…conducen a la
evasión fiscal,
expanden la economía sumergida,
reducen el empleo si las
sufragan principalmente las empresas con sus
cuotas, o menguan el crecimiento si se financian con impuestos. Si
además son generosas…fomentan la incapacidad
transitoria, la jubilación anticipada, y el escaqueo
generalizado".
Los políticos discuten, y de ello se hace eco
habitualmente no sólo la prensa
especializada sino la prensa diaria más leída,
hasta cuándo se podrá mantener la situación
actual y qué pasará con los que comiencen a
jubilarse dentro de 20 o 25 años:
"La reforma de la Seguridad Social
es, según fuentes del
Ministerio de Economía, una necesidad inaplazable. No
abordarla, explican, sería una irresponsabilidad. Es algo
que todos los países de nuestro entorno se plantean.
Incluso, representantes de la oposición que calificaron de
alarmistas las advertencias de Solbes, defendieron en la
comisión del Congreso creada a tal fin la necesidad de
actuar. Es lo que el ministro quiso decir y no dijo: que quienes
rondan los 40 pueden tener problemas con sus pensiones si no se
adoptan medidas".
Los teóricos, por su parte, se afanan por
manifestar la imperiosa necesidad de dichas reformas y los
más avispados, o que asumen mayor riesgo en sus
previsiones, auguran grandes perturbaciones si no se llevan a
cabo:
"El envejecimiento de la población conducirá en un futuro
más o menos lejano en todos los países a realizar
sustanciales y dramáticos ajustes fiscales
(reducción de gastos, subida de
impuestos) y cambios relativos importantes en el contrato social
(retrasos significativos en la edad de jubilación,
reducciones drásticas en las prestaciones),
o a más problemáticas combinaciones de ambos
elementos".
El ciudadano normal no sólo se siente concernido,
pues al fin y al cabo se habla de lo que puede suceder cuando le
llegue su jubilación. Es normal también que se
muestre convencido de la inevitabilidad de los cambios que se
anuncian, pues la argumentación que siempre se aduce es
extraordinariamente convincente a primera vista: todo indica
-según se afirma con reiteración por quienes pueden
influir en la conformación de la opinión
pública- que dentro de unos años la
población será mucho más vieja que la
actual, habrá muchos más mayores y, al mismo
tiempo,
serán muchos menos los que trabajen. En consecuencia,
menos ocupados tendrían que financiar la jubilación
de más pensionistas, hasta un punto en que eso llegue a
ser, con toda probabilidad, literalmente insostenible. No queda
entonces más remedio que acometer, con toda urgencia, las
reformas oportunas.
Las propuestas que se realizan son también, en
apariencia, tan coherentes y lógicas que se perciben como
razonables y las únicas posibles.
Se acepta que es un deber social atender en la vejez o en el
infortunio a las necesidades básicas incluso de quienes no
han trabajado o contribuido lo suficiente. Existirá, por
tanto, una pensión mínima para esos ciudadanos,
aunque deberá ser de un montante reducido para evitar que
se incentive la no contribución a lo largo de la vida
activa.
Quienes, por el contrario, hayan tenido una más o
menos larga ocupación a lo largo de su vida laboral
habrán ido contribuyendo a financiar el sistema de
pensiones y tendrán entonces derecho a una pensión.
Aunque, como veremos más adelante, se aventura que la
crisis
financiera del sistema, el envejecimiento de la población,
etc., provocarán que esta pensión quede muy por
debajo del que había sido el salario del
trabajador hasta el momento de jubilarse (entre el 40 y el 50 por
cien del mismo).
Por lo tanto, se hará necesario y posible que los
trabajadores que lo deseen (lógicamente cabe pensar que
todos lo desearán) vayan generando a lo largo de su vida
activa un fondo complementario que les permita, al jubilarse,
añadir un montante adicional a la pensión anterior,
si es que tuvieran derecho a ella.
De todo ello se deduce un cambio
extraordinariamente significativo en los sistemas de
pensiones que conocemos. Y puesto que lo que suceda con las
pensiones es algo que afecta muy directamente al bienestar social
de los ciudadanos, tiene gran interés
analizar la naturaleza de
los cambios que se avecinan, las causas reales que llevan a
fomentarlos y, sobre todo, los efectos que pueden tener sobre las
personas, la economía y la sociedad.
En este trabajo se
pretende realizar una reflexión, lo más clara
posible, acerca de los grandes principios que
orientan esta estrategia de
reforma y sobre los argumentos que se están utilizando
para convencer a la población de la necesidad de llevarla
a cabo, con el propósito de poner al descubierto su
verdadera consistencia, así como las razones profundas que
justifican, en nuestra opinión, este ataque postrero al
Estado del
Bienestar.
1. La estrategia de la
reforma
Los sistemas públicos de pensiones de los
países más desarrollados, en donde se
instauró el conocido como Estado del Bienestar, tienen una
serie de características comunes, aunque
lógicamente con diferencias de alcance en cada uno de
ellos.
Fundamentalmente, el sistema se concibe como un
mecanismo proveedor de prestaciones de carácter universal (porque pretende atender
la necesidad de todos los ciudadanos), basado en los principios
de solidaridad y
redistribución de las rentas horizontal (entre miembros de
una misma generación) y verticalmente (entre generaciones
diferentes), y que tiene dos grandes ámbitos: las
pensiones no contributivas y las contributivas.
Las pensiones no contributivas son aquellas que perciben
ciudadanos que no tienen acceso a otro tipo de rentas, que a lo
largo de su vida no han "cotizado" a los sistemas establecidos de
seguridad social, o que no lo han hecho por la cuantía o
el tiempo necesarios. Son una expresión
paradigmática del Estado de Bienestar que establece un
principio social de solidaridad, en virtud del cual se considera
que ninguna persona puede quedar en la indigencia o miseria sin
socorro público, de forma que el Estado
proporciona a quienes están en esa situación unos
ingresos que
les permitan hacer frente a sus necesidades.
Para ello destina una parte de los ingresos que obtiene
de la sociedad por vía impositiva a estas pensiones. Su
cuantía, la magnitud de cada pensión, es fruto
simplemente de una decisión política: será
mayor cuanto más elevado sea el deseo de paliar estas
situaciones, cuanto más esfuerzo redistributivo se desee
realizar, y menor cuanto menos se aprecie dicho principio de
solidaridad.
En los años en que las economías
occidentales han tenido un crecimiento
económico alto y elevados niveles de empleo,
éstas pensiones no significaron un gran gasto, pues la
gran mayoría de los que llegaban a jubilarse habían
tenido posibilidades de trabajar y, por tanto, de generar
derechos y fondos
para la hora de su jubilación. El aumento que se produjese
era el resultado, más bien, del deseo de ampliar el
alcance del bienestar social.
Sin embargo, en los últimos años, cuando
la actividad económica se ha ralentizado y el desempleo ha
aumentado hasta cifras muy elevadas, cuando, en su consecuencia,
han aparecido grandes bolsas de pobreza y
marginación social, estas pensiones han debido aumentar de
un modo significativo. Por un lado, porque había
más beneficiarios potenciales a causa de la crisis; por
otro, porque a pesar de que suponían más carga
financiera, a los gobiernos les resulta siempre difícil
desatender la influencia electoral que siempre tiene la
población jubilada.
El segundo gran pilar es el de las pensiones
contributivas. Son aquellas a las que, genéricamente,
tienen derecho los que de una u otra manera, en mayor o menor
cantidad o durante más o menos tiempo, han "cotizado" a lo
largo de su vida.
Según los países, estos derechos son
distintos por lo que se refiere a los años necesarios para
recibir la pensión, al sistema y magnitud de las
cotizaciones previas necesarias, a la cantidad percibida, etc.
También en este tipo de pensión, el sistema de
cobertura y la magnitud de la pensión depende de
decisiones de naturaleza política, pues la pensión
total recibida se caracteriza, siempre, por ser mayor que el
volumen de
cotizaciones realizadas a lo largo de la vida activa.
El sistema de financiación es también
diverso. Generalmente, se basa en un sistema de "cotizaciones
sociales" a cargo (en diferentes proporciones) de los empleadores
y los trabajadores, aunque puede haber financiación
suplementaria del Estado ( que,en algunos casos como el de
Dinamarca, incluso es la principal fuente de
financiación).
Generalmente, estas pensiones se administran a
través de un sistema de reparto. Esto significa que con
las cotizaciones sociales recaudadas en un momento dado se
financian las pensiones que se pagan en ese momento. Es decir,
los ocupados no forman un "fondo" con el que luego se
abonará su pensión, sino que su cotización
se destina directamente a la pensión del jubilado
actual.
Por lo tanto, el sistema se sustenta en un pacto
implícito: el trabajador actual financia las pensiones
actuales de los jubilados en la confianza de que, cuando le
llegue su jubilación, los que estén ocupados en ese
momento financiarán su propia pensión.
Finalmente, en los últimos años se ha
abierto la posibilidad de que los ciudadanos que lo deseen
constituyan de forma voluntaria fondos de pensiones, que les
permitan en su día complementar la pensión que
reciban. Pero esto, más que un pilar del sistema
tradicional es un adelanto de la reforma, y por ello lo
analizaremos después.
En definitiva, pues, la pensión contributiva no
es otra cosa que un salario diferido del trabajador. Una parte de
su salario actual se detrae y, aunque, en un sentido estricto ni
se "guarda" ni se capitaliza para su futura pensión,
genera el derecho a recibirla en su día.
Este sistema tradicional, como cualquier otro que
ocasione transferencias de rentas a lo largo del tiempo y entre
sectores de la población distintos en el momento presente,
está sujeto a serios problemas que analizaremos más
adelante. Pero uno de ellos aparece a primera vista como
esencial: si no hay una proporción adecuada entre lo que
hoy se cotiza y lo que actualmente hay que pagar en pensiones,
las cotizaciones no serán suficientes. Dicho de otra
manera, si hay pocos cotizantes porque el desempleo es muy
elevado, si se cotiza poco, porque los salarios son muy
reducidos y, al mismo tiempo, si los jubilados son muy numerosos,
el sistema puede no generar los recursos propios
suficientes para funcionar con el necesario equilibrio
financiero.
Esto es justamente lo que se aduce como causa principal
de las reformas que se proponen y sobre cuyo diseño
hay una clara y significativa coincidencia entre las organizaciones
patronales, los organismos internacionales y los gobiernos de
inspiración neoliberal. Siempre, con el apoyo
explícito de los economistas teóricos más
ortodoxos.
Aunque sean redundantes, valga como prueba de esa
coincidencia la siguiente muestra:
Propuesta de la Confederación Española de
Organizaciones Empresariales (CEOE):
– Nivel básico o mínimo predominantemente
público, aunque no exclusivamente.
-Segundo nivel, profesional, con predominio de la
iniciativa privada compatibilizada con la presencia de instituciones
públicas.
– Nivel complementario, libre e individual,
exclusivamente gestionado por el sector privado.
Propuesta del Banco
Mundial:
Dos pilares básicos: uno de pensión
mínima para "aliviar la pobreza en la
ancianidad" gestionado por el sector
público y otro de gestión
privada basado en la capitalización (la
capitalización es el mecanismo que permite actualizar en
un momento dado los fondos que se han ido acumulando años
atrás).
Propuesta de Papeles de Economía
Española:
-Nivel básico y universal de prestaciones,
concebido como nivel mínimo.
-Nivel profesional, que cubra las contingencias
básicas por encima del nivel de subsistencia y en el que
las prestaciones guarden una relación con los ingresos
obtenidos por el
trabajo.
– Nivel individual y libre, en el que los individuos se
asegurarían personalmente en los términos y
cuantías que considerasen adecuadas.
No puede caber, pues, ninguna duda sobre cuál es
el diseño de futuro que se desea establecer para sustituir
al actual sistema de pensiones. Como tampoco debe haberla sobre
la asunción que han hecho de él nuestro gobernantes
más representativos:
"El Jefe del Ejecutivo, Felipe González, dijo
ayer que no existen diferencias sustanciales entre lo que predica
el Fondo Monetario Internacional (FMI) respecto a
la reforma del sistema de pensiones y lo que pretende el Gobierno español,
salvo en la forma de llegar a ese objetivo.
González, tras la reunión del Consejo de Ministros,
indicó que tanto el FMI como su Gobierno coinciden en que
el sistema de pensiones español requiere reformas a largo
plazo, unos 25 años, para evitar un colapso en su
financiación. Reiteró la tesis de "las
tres patas" para financiar las pensiones: prestaciones
contributivas, asistenciales y fomentar un tercer canal para el
desarrollo de
sistemas privados de previsión".
"El propio vicepresidente del Gobierno, Narcis Serra, se
mostraba hace unos días a favor de fomentar los fondos de
pensiones privados para complementar las cada vez más
exiguas pensiones de la Seguridad Social".
De las propuestas anteriores se puede deducir
fácilmente que la estrategia de la reforma actual se
centra, por lo tanto, en tres grandes objetivos.
En primer lugar, la reconsideración del papel de
las pensiones no contributivas. Tradicionalmente han sido una
expresión del alcance cada vez mayor del Estado del
Bienestar y con tendencia, por lo tanto, a aumentar en
cuantía y cobertura. A partir de ahora, serán
más bien un mínimo de subsistencia que se
corresponde con el carácter residual que adquieren las
estrategias de
bienestar en las sociedades
capitalistas actuales:
Qué prestaciones y a qué nivel debe
contener el sistema)" universal o mínimo?. Parece que hay
acuerdo en que deberían ser realistas y mínimas,
dada la situación presupuestaria y el déficit
actuales".
En segundo lugar, la vinculación cada vez mayor
del montante de la pensión contributiva recibida a la
cuantía aportada por el trabajador a lo largo de su vida
activa.
Eso podría traducirse en dos posibilidades. Una,
la directa disminución de las cantidades percibidas en
concepto de
pensión:
"El resultado de todo esto es un proceso de
diversificación de la protección, basado en una
diferenciación entre regímenes generales y
regímenes complementarios o suplementarios, centrados los
primeros cada vez más en una tutela
mínima…el esfuerzo público habrá de tender
a garantizar rentas mínimas y básicas a los
ciudadanos".
La otra posibilidad es la sustitución del sistema
tradicional de reparto por otro de capitalización.
Sustitución que puede ser total (como en el caso de
Chile), o bajo formas mixtas.
Puesto que se parte de que la carga financiera que lleva
consigo el sistema de reparto actual es insoportable, o
llegará a serlo en virtud del envejecimiento de la
población, se entiende que la única forma de evitar
la quiebra del
sistema sería que cada jubilado perciba la pensión
que hubiera contribuido a generar previa aportación a un
fondo a lo largo de su vida activa.
La cuantía de la pensión no se
definiría según el criterio político que se
expresa en los diferentes regímenes jurídicos, sino
en virtud de criterios actuariales: la aportaciones sucesivas
conforman un fondo que se invierte adecuadamente, obtiene una
determinada rentabilidad y
termina proporcionando, a la hora de la jubilación, los
recursos necesarios para percibir la pensión. La
pensión percibida entonces dependería, por un lado,
de la cuantía de la aportación realizada y,
además, del rendimiento obtenido que es lo que permite
actualizar al final de la vida activa dichas
aportaciones.
En tercer lugar, la reforma se centraría
también en darle cabida a la iniciativa privada. Sucede,
sencillamente, que bajo un régimen de reparto ésta
última no puede tener mayor interés en formar parte
del sistema, puesto que, en condiciones normales y menos en las
de crisis económica, no se generan fondos sobrantes cuya
gestión y aplicación financiera pueda proporcionar
rentabilidad a quien se hace cargo de ella.
Sin embargo, en un sistema de capitalización, y
por supuesto en el ámbito complementario y libre, las
aportaciones de los trabajadores se acumulan y hacen posible y
necesaria su colocación en los mercados
financieros, en donde se alcanza alta rentabilidad para los
administradores de los fondos.
Una consecuencia elemental de la búsqueda de
estos objetivos es que, en cualquier caso, la pensión
pública percibida será menor y que esa
disminución sólo podrá compensarse con la
pensión complementaria mediante un esfuerzo contributivo
voluntario mucho mayor por parte del cotizante, lo que equivale a
decir que implicará globalmente una reducción de su
salario.
A pesar de ello, como he señalado, hay una enorme
coincidencia a la hora de defender la reforma en esta
línea, lo que obliga a preguntarse cuáles
serán las ventajas que ven en ella sus defensores, no
sólo para los perceptores de pensiones, sino para la
economía y la sociedad en su conjunto.
Es verdad que a medio plazo no podrá financiarse
el actual) sistema de pensiones?
El punto de partida fundamental para justificar los
cambios tan importantes que se proponen en el sistema
público de pensiones giran siempre en torno a un
idéntico lugar común: dada la tendencia previsible
en los factores de los que depende su financiación,
será imposible que ésta se lleve a cabo en los
niveles actuales. De ahí los cambios antes
mencionados.
Según los criterios que sustentan la generalidad
de los análisis tendentes a justificar la reforma,
el factor que la hace absolutamente inevitable es el llamado
"problema demográfico":
"La evolución demográfica a partir del
año 2000 será muy negativa para la suficiencia
financiera del sistema".
Las estimaciones demográficas más
aceptadas anuncian que la evolución de las tasas de
natalidad y mortalidad llevará consigo un aumento de la
población de más edad en el conjunto de la
población. Se producirá entonces un incremento
sustancial de la población jubilada, mientras que
será cada vez menor la proporción de los ciudadanos
en edad de trabajar. En consecuencia, la relación entre
pensionistas y cotizantes (denominada tasa de dependencia)
tenderá a aumentar, de lo que se deduce que habrá
menos recursos para financiar cada vez más
pensiones.
Y, al mismo tiempo que se produciría ese
fenómeno, se estima también que va a disminuir la
capacidad potencial de obtención de recursos por otras
razones:
– porque tiende a aumentar o a mantenerse la alta tasa
de desempleo, lo que deriva en menos cotizaciones
recaudadas.
– porque tiende a retrasarse la edad de
incorporación al primer empleo, lo que, al acortar la vida
activa, disminuye el período en que se puede estar
cotizando.
– porque se tiende también a la reducción
de la edad de jubilación, ya sea porque esto se potencia para
luchar por el desempleo, o porque los sistemas vigentes
incentivan la jubilación al ofrecer pensiones
atractivas.
Si se mantuviese un sistema de reparto y la cobertura
del actual sucedería que cada vez menos población
activa tendría que financiar más pensiones. Para
evitar el colapso no habría más remedio que
aumentar las fuentes de financiación:
– bien aumentando las cotizaciones sociales,
– bien aumentando la aportación del Estado a la
financiación del sistema,
– bien (o complementariamente) aumentando la presión
fiscal global.
Sin embargo, ninguna de estas alternativas se considera
que pueda ser utilizada por diversas razones.
El aumento de las cotizaciones sociales tendría
que ser muy alto para compensar el desfase poblacional aludido.
Además, se considera que las cotizaciones sociales (una
parte de las cuales las aportan los empleadores) son un coste
laboral ya muy elevado para las empresas, lo que provoca una
caída en el empleo, pues las empresas contratarán
menos trabajadores cuanto mayor sea la carga social que tengan
que soportar por el uso del factor trabajo. De hecho, las
propuestas más radicales, como la que en España
defiende el Partido popular propugnan reducir en cinco puntos las
cotizaciones sociales (lo que, por cierto, una pérdida
aproximada de 1,02 billones de pesetas anuales).
La mayor aportación del Estado al sistema de
financiación de la Seguridad Social también
sería rechazable. En primer lugar, porque se estima que su
participación ya es muy elevada. En segundo lugar, porque
de esta forma se contribuiría a aumentar el déficit
público, uno de los problemas considerados más
graves de las economías actuales. Además, porque
eso supondría drenar más recursos de la
órbita del mercado, lo que
llevaría consigo una pérdida sustancial de eficiencia en el
sistema.
Razones de la misma naturaleza implicarían
rechazar la posibilidad de que los desequilibrios venideros se
financiaran a través de una mayor presión fiscal
(de hecho este procedimiento es
una variante del anterior).
De todo ello se deducen dos inevitables consecuencias
que, como vimos antes, están en la base de la estrategia
de reforma. La primera es que no habrá manera de financiar
el sistema con los mecanismos de reparto actuales:
"La crisis del sistema se abre cuando la crisis
económica y la evolución demográfica hacen
inviable su financiación, planteando el sostenimiento de
las prestaciones transferencias masivas y crecientes del presupuesto
general, imposibles de realizar sin aumentar el déficit
público y/o elevar las cotizaciones, con efectos muy
negativos sobre el nivel de empleo".
La segunda, es que hay que reducir el nivel de gasto, la
cobertura del sistema:
"A la vista del desequilibrio económico actual
del sistema, del probable incremento de dicho desequilibrio en el
futuro…no resta sino indicar sobre qué variables
actuar. Como quiera que una de las fuerzas que impulsan el
desequilibrio del sistema, la relación activos/pasivos,
es casi totalmente independiente de la voluntad del Gobierno (que
sólo podría modificarla elevando la edad de
jubilación), es preciso actuar sobre aquellas que
determinan el valor
monetario de las pensiones, es decir la tasa de
revalorización anual, el período de
cotización exigido para adquirir el derecho a un
porcentaje dado de pensión, y el porcentaje de la
pensión inicial respecto al último
salario".
En suma, la imposibilidad de aumentar las fuentes de
financiación y el aumento de la demanda de
recursos que implicaría el mantenimiento
del sistema actual y de su grado de cobertura, provocarían
su desequilibrio permanente e insoportable.
Esto se resume, por fin, en el establecimiento como
principio ineluctable de la idea de que los sistemas
públicos actuales no están en condiciones de
proporcionar a los jubilados los recursos necesarios para que,
después de su vida activa, mantengan un nivel de vida
digno, o un "un nivel decoroso de vida", expresión que se
utiliza en el documento conocido como "Pacto de Toledo",
elaborado por una Ponencia de la Comisión de Presupuestos
del Congreso de los Diputados:
"La suficiencia de la prestación no puede ser
garantizada ni por un sistema contributivo de reparto, ni por un
sistema de capitalización individual o colectivo. Ni
siquiera la combinación de ambos sistemas garantiza una
pensión suficiente en todos los casos".
Es el momento, pues, de valorar, de la manera más
sencilla posible, la validez de todos estos argumentos para
poder dar
respuesta a la Es verdad que a medio plazo no
podrá)pregunta que encabeza este epígrafe:
financiarse el actual sistema de pensiones?.
La primera cuestión a dilucidar va ligada a la
naturaleza de las fuentes de financiación precisas para
poder hacer frente al gasto en pensiones.
Por lo que hace referencia a las no contributivas, ya se
ha señalado que su financiación procede de los
Presupuestos del Estado y que, en consecuencia, habrá
posibilidad o no de financiarlas en la cuantía actual o en
otras mayores en función de
la preferencia social dominante en un momento dado en la
sociedad: puede preferirse destinar una parte más o menos
elevada de los recursos generados en la sociedad para
proporcionarlas, o puede preferirse destinarlos a otras
alternativas.
Se trata por lo tanto de una decisión colectiva
que se adopta en virtud del juego de
poderes prevaleciente en un momento dado en la política y
en la sociedad.
En relación con las pensiones contributivas hay
que definir cuáles son las fuentes de financiación
deseadas también por la sociedad. Esto es importante, pues
el criterio adoptado (reparto, capitalización, más
cotizaciones sociales, financiación a través de
impuestos generales, etc.) nunca proviene de una ley ineluctable,
de una instancia etérea, o de un mandato ajeno a los
intereses sociales, sino que también es el resultado de
determinadas preferencias, asumidas o no colectivamente en virtud
del juego de poderes existente en la sociedad en relación
con el abanico de ventajas o inconvenientes que cada una de ellas
tiene sobre los diferentes colectivos sociales.
Lo que aquí se trata de determinar es si mediante
el actual sistema de reparto se puede hacer frente a la demanda
de pensiones que la población jubilada generará en
el futuro.
El "equilibrio financiero" del sistema (la
situación en la que, con los recursos generados, se hace
frente al montante de pensiones que hay que satisfacer) es el
concepto central que habría que determinar para considerar
si el sistema es capaz o no de alcanzarlo.
Los análisis destinados a mostrar que el sistema
de reparto tiende al desequilibrio permanente e irremediable en
las condiciones económicas actuales se centran en una
consideración básica que nos parece errónea
y en un juicio de valor, como todos, discutible.
Este último, se basa en considerar que los fondos
necesarios para financiar el sistema deben provenir,
exclusivamente, de las cotizaciones sociales, sin
participación alguna de los ingresos del Estado. Aunque
aceptaremos a partir de ahora este criterio, es preciso
señalar que no tiene por qué ser
así.
Realmente, los ingresos que recibe la Seguridad Social
procedentes del Estado podrían considerarse como recursos
propios del sistema, si así se considera en la
legislación y si se adoptan, en su virtud, las necesarias
convenciones contables. En ese caso, el hecho de que en un
momento dado las cotizaciones no fuesen suficientes y se hiciera
necesaria la aportación estatal, no se podría
hablar de desequilibrio. Ello no quita, sin embargo, que,
dependiendo de la solución elegida, se deriven unos u
otros efectos económicos que no es preciso tratar
aquí.
La consideración que me parece equivocada
consiste en vincular el equilibrio solamente a la
situación demográfica, sin tener en cuenta, al
mismo tiempo, la evolución de las variables que
condicionan el papel de la Tasa de Dependencia (relación
entre pensionistas y población) en la ecuación del
equilibrio financiero del sistema.
En concreto, el
equilibrio de un sistema de reparto se alcanza cuando el tipo
medio de gravamen de las cotizaciones, aplicado al conjunto de la
masa salarial, iguala a la pensión media multiplicada por
el número de pensionistas existentes.
De ahí es posible deducir, como hacen
Muñoz del Bustillo y Esteve, que para que la
financiación del sistema se desequilibre no basta con que
aumente la tasa de dependencia que se modifica por factores
demográficos, es decir la relación entre el
número de pensionistas y el de empleados, sino que,
además, la relación entre pensionistas y
población potencialmente activa debe ser mayor que la suma
de la tasa de actividad (población activa/población
potencialmente activa) más la tasa de empleo.
Y, más concretamente, se puede establecer, como
hacen estos autores que:
"La ruptura del equilibrio financiero de los sistemas de
reparto, para valores de
pensiones medias, cotizaciones sociales medias y distribución funcional de la renta
constante, sólo se dará si:
TD* > a + e + Π
Donde,
TD* es la relación entre pensionistas y
población potencialmente activa,
a, la tasa de actividad
e, la tasa de empleo, y
Π, la productividad del
trabajo.
Por lo tanto, la ruptura del equilibrio financiero
vendría dada no sólo por el factor
demográfico, sino por la incapacidad de operar sobre esas
otras variables.
es posible operar sobre ellas para conseguir que)Pero,
aumenten?.
Como señalan esos autores, el margen de maniobra
no tiene por qué considerarse estrecho si se tiene en
cuenta que la tasa de actividad española es trece puntos
menor que la media de la OCDE, la también baja tasa de
empleo de nuestra economía, y la reducida hipótesis de incremento de la productividad
del trabajo que sería necesaria para compensar la
variación del componente demográfico.
Todo ello les permite concluir que:
"El comportamiento
esperable de la productividad, el empleo y la tasa de actividad
permitiría el mantenimiento de los niveles actuales de
prestaciones y su mejora parcial (mediante la repercusión
sobre las mismas de parte de los aumentos de la productividad),
si bien la plena igualación de los aumentos de las
pensiones medias con los aumentos en la productividad
exigiría de aumentos en las cotizaciones sociales.
Incremento de cotizaciones que, en una economía en
crecimiento, obviamente no supone la reducción de los
salarios reales disponibles, sino tan sólo que su aumento
sea inferior al crecimiento de la productividad".
A una conclusión semejante, aunque por otro
procedimiento, llegan J. Albarracín y P.
Montes:
"El objetivo de reducir para el año 2026 la tasa
de paro al 4%, de
elevar la tasa de actividad masculina y femenina al nivel medio
de la Unión
Europea en 1992 y de moderar el crecimiento de la
productividad hasta el 1% (2,4% en los últimos diez
años) para permitir, entre otras cosas, una
reducción de la jornada laboral, se traduciría en
un crecimiento anual acumulativo del PIB del 2,8%.
En el 2026, bajo estas hipótesis,…el PIB se
habría multiplicado por 2,4 sobre el de 1994 y la renta
por habitante por 2,3, tras crecer a una tasa anual del 2,6%. Las
prestaciones sociales en pensiones y cobertura del paro,
admitiendo una mejora real del 2% anual, representarían el
12,7% del PIB, por debajo del 13,2% actual".
Y también un Informe del
Consejo de Europa, hace ya
más tiempo, concluía en el mismo
sentido:
"Aunque la evolución económica sea
inferior a la esbozada anteriormente -o sea, el 2 por 100 anual,
a ritmo constante- la financiación de los sistemas de
jubilación puede quedar garantizada, a pesar de la carga
suplementaria que supondrá el envejecimiento de la
población a comienzos del próximo siglo. Es
suficiente, en efecto, un crecimiento de algunos puntos
-permaneciendo igual los demás factores- para que el
aumento anual de la productividad compense los solos efectos
financieros del envejecimiento; efectos compensados por la baja
-si las demás causas permanecen igual- de la
proporción de jóvenes (menores "inversiones
demográficas": escuelas, alojamientos, etc.)".
Resulta, pues, que afirmar que la financiación
del sistema llegará a bloquearse como consecuencia de la
evolución de la demografía es sencillamente un
reduccionismo bastante simplista.
La financiación correría peligro si se
produce, al mismo tiempo que el envejecimiento de la
población, una serie de circunstancias que, de manera
harto sospechosa, no suelen incorporarse en los análisis
justificativos de la reforma.
Efectivamente, al considerar tan sólo, y de
manera preeminente, el factor demográfico, resulta que se
está dando por hecho que la evolución de la
economía, no sólo no va a cambiar a mejor sino que
empeoraría.
De hecho, de los análisis críticos con la
estrategia de la reforma que se acaban de mencionar, e incluso de
un elemental sentido común de las cosas, se deduce que el
envejecimiento de la población bloquearía la
financiación del sistema sólo:
– Si no se reduce la tendencia al desempleo creciente,
que impide destinar recursos salariales actuales para rentas
diferidas a una gran parte de la población.
– Si la economía no es capaz de recobrar ritmos
más elevados de crecimiento económico, pues, de
hecho, el argumento generalmente utilizado para justificar la
reforma -la creciente e insoportable participación del
gasto en pensiones sobre el PIB- se produce más bien por
una disminución del PIB que por el mayor número de
pensiones que hay que pagar.
– Si el desempleo juvenil o el de larga duración
se mantienen como fenómenos generalizados, lo que reduce
la vida ocupada de la población y, en consecuencia, el
período y las rentas por las que pueden
cotizar.
– Si los salarios reales tienden a disminuir, de manera
que el volumen recaudado de cotizaciones sociales tengan que ser
necesariamente menor.
– Si continúa la tónica de
distribución privilegiada a favor de los beneficios, lo
que disminuye en términos relativos la masa salarial,
provocando igualmente una menor cotización global al
sistema.
– Si se generaliza el empleo precario o de baja calidad, con
salarios reducidos y, por tanto, con baja capacidad de
contribución social.
– Si las modificaciones en la productividad del trabajo
responden exclusivamente a un uso más intensivo del factor
trabajo orientado a obtener excedentes mediante estrategias
espurias y globalmente ineficaces de competitividad.
Lo que resulta entonces verdaderamente sorprendente es
que los análisis justificativos de la reforma del sistema
público de pensiones apenas se detengan en valorar la
evolución previsible o deseable de estas variables y que
se limiten a aplicar con denuedo su sofisticada batería de
modelos a la
evolución demográfica en un contexto, que se da por
invariable, de crisis, ralentización del crecimiento y
mantenimiento del desempleo.
Sorprende efectivamente que se vaticine de manera
irrefutable la insostenibilidad financiera del sistema
público de pensiones, y en su virtud se propongan
soluciones que dejarán en una mayor indigencia a la mayor
parte de la población, y, sin embargo, no llame la
atención otro problema de sostenibilidad
que se nos antoja mucho más dramático,
empíricamente más evidente y, desde luego, de mayor
impacto para todo el sistema social: la perspectiva aceptada de
una sociedad donde se multiplicará el desempleo, en donde
millones de personas tendrán que sobrevivir, si es que
ello resulta posible, con ingresos cada vez más reducidos
y sin posibilidad, como analizaremos más adelante, de
acceder -debido a estas mismas circunstancias- a los
privilegiados mecanismos de pensiones complementarias gestionadas
por el sector privado.
De manera harto sospechosa, a los profetas de la crisis
del sistema público de pensiones y defensores de su
progresiva privatización, les preocupa la
sosteniblidad del sistema de pensiones, pero nada les lleva a
preguntarse si es sostenible una sociedad con desempleo
generalizado, con salarios de miseria, y con simples ingresos de
subsistencia en la vejez de la gran mayoría de la
población.
Como no cabe pensar que se trate de un simple olvido,
una vez más puede decirse, ahora en palabras del Informe
citado del Consejo de Europa, que "la demografía sirve de
pretexto para frenar o impedir las mejoras sociales".
Verdaderamente, el análisis económico
convencional al que se acude para revestir estas propuestas no
podría presentar otra cara más fatalista. Asume sin
asomo de problemas que nada se puede, ni se debe hacer para
corregir una dinámica social perversa,
limitándose a hacer suya la vieja idea del reaccionario
Malthus: "Los que nacieron después del reparto de las
propiedades se encontraron con un mundo ya ocupado…Resulta,
pues, que en virtud de las ineludibles leyes de nuestra
naturaleza, algunos seres humanos deben necesariamente sufrir
escasez. Estos
son los desgraciados que en la gran lotería de la vida han
sacado un billete en blanco".
2. Es objetivamente mejor el
sistema de pensiones que se propone?
Puesto que no hay razón con fundamento suficiente
para aceptar que la reforma del sistema público de
pensiones debe realizarse a causa de su previsible desequilibrio
financiero, debemos ahora preguntarnos si la alternativa que se
ofrece representa más ventajas, privadas y sociales, y si
va a suponer una mejora en el funcionamiento de la
economía y en el bienestar social.
Para ello, hay que hacer referencia a tres grandes
aspectos que lleva consigo la reforma: la eliminación de
lo que se considera efectos perversos del sistema actual de
pensiones sobre la asignación de recursos, y especialmente
sobre el empleo; el mayor protagonismo de los mecanismos de
capitalización y, por último, la introducción de la iniciativa privada en el
sistema.
Como se apuntó más arriba, la principal
crítica
al sistema tradicional, en cuanto a asignación de recursos
se refiere, se basa en considerar que las cotizaciones sociales
suponen un coste excesivo para las empresas y que, por ello,
perjudican la estrategia de generación de empleo.
Además, se entiende que las que corresponden a los
empleadores vienen a ser realmente un impuesto sobre el
uso del factor trabajo, por lo que actúan como un elemento
que discrimina a las actividades intensivas en trabajo y que
puede incentivar procesos
indeseables de sobrecapitalización de las
empresas.
Estos criterios llevan a proponer la disminución
o incluso desaparición de las cotizaciones que soportan
los empleadores, y su sustitución por un aumento de los
tipos del impuesto sobre el valor añadido (IVA):
"La tendencia europea parece fijarse mayoritariamente
sólo en la reducción de las contribuciones
sociales, sean cuales fueren sus consecuencias inmediatas en el
volumen e importancia relativa de las demás fuentes de
recursos. O, en su caso, en los niveles de protección
social".
Sin embargo, no puede aceptarse sin más que esta
propuesta de reducción de las cotizaciones empresariales
lleve consigo efectivamente una mayor eficiencia. Más bien
todo lo contrario:
– Aunque a corto plazo signifique un ahorro de
costes salariales, no es seguro que lo sea
a medio y largo plazo. Cabe pensar, por el contrario, que los
trabajadores asumen la contribución empresarial como una
parte que es detraida de su salario para generar el derecho a su
pensión futura. Por lo tanto, su eventual
desaparición llevará, antes o después, a una
demanda de mayor salario actual, lo que terminaría
aumentando la carga salarial que deben soportar las
empresas:
"Si no existieran cotizaciones, el salario directo de
los trabajadores sería más elevado".
– Si se parte del supuesto de que las cotizaciones
empresariales constituyen una rémora para el empleo y el
crecimiento, debería seguirse de ahí que los
países en donde han sido más elevadas
habrían tenido resultados económicos más
desfavorables, al contrario de lo que ha sucedido en la
realidad:
"Si el argumento tuviera solidez, los países de
la Comunidad Europea
en que las cotizaciones son reducidas se habrían
beneficiado mucho en el curso de los años a expensas de
aquellos en que las cotizaciones son altas. Pero no parece que
esto haya ocurrido en la práctica".
– Tampoco tiene demasiado fundamento, como prueba el que
las propias organizaciones empresariales alemanas lo rechazaran
en su momento, que la sustitución de las cotizaciones
sociales por la financiación a través del IVA sea
más favorable. Se suele estimar, por el contrario, que
llevaría consigo mayores gastos de administración, inconvenientes para el
proceso de innovación
tecnológica, efectos negativos sobre los precios y, por
demás, un mayor componente regresivo en el sistema, al ser
el IVA un impuesto indirecto.
Sobre este asunto, puede afirmarse, pues, que
"la evidencia empírica disponible no permite
obtener conclusión alguna".
– Finalmente, cabe señalar que, aún
aceptando que un mayor coste laboral siempre es un lastre que
debe soportar cualquier empresa, su nivel
de competitividad no siempre viene marcado por esta partida. Al
tratar de alcanzarla a través de salarios más bajos
se genera un efecto perverso global de depresión
de la demanda (que perjudica a todas las empresas en conjunto) y
sustituye de forma espuria a la estrategia competitiva más
auténtica y rentable para las empresas: la que trata de
lograr posiciones privilegiadas en el mercado a través de
la innovación tecnológica y de la mayor
calidad.
La segunda cuestión a considerar es la
conveniencia de sustituir el sistema de reparto por el de
capitalización.
Este es un asunto ampliamente debatido en el
análisis económico, lo que permite resumir
brevemente los pros y los contras más significativos que
se suelen aducir en relación con cada uno de
ellos.
A favor del sistema de capitalización se
argumenta, principalmente, con las siguientes razones:
– A diferencia de lo que ocurre en el sistema de
reparto, en donde lo recaudado se gasta inmediatamente, cuando se
constituyen fondos se favorece el ahorro y, en consecuencia, la
inversión.
Pero este argumento puede contrarrestarse
señalando que la inversión no siempre depende de la
existencia de ahorro en la economía, sino más bien,
de la existencia de opciones de colocación de capitales
rentables. Por otro lado, tampoco hay evidencia empírica
decisiva que permita identificar claramente los efectos reales de
los diferentes sistemas sobre el ahorro.
– El sistema de reparto es un mecanismo de
asignación de recursos que actúa fuera de la
órbita del mercado, y ello supone un elemento de rigidez e
inercia para el funcionamiento de la economía que puede
llevar a deprimir la actividad económica en un sistema de
intercambio gobernado por la iniciativa privada de
mercado.
Pero también se puede argumentar de forma
alternativa:
"Ni la magnitud de esta pérdida de posibilidades
puede estimarse con precisión, ni un menor crecimiento
económico significa necesariamente un menor bienestar
social. Por tanto, es difícil saber cuál es el
coste en crecimiento económico de una mayor
protección social".
– Una crítica añadida al sistema de
reparto es que, al proporcionar pensiones cuya cuantía es
mayor a la contribución realizada a lo largo de la vida
activa, incentiva la jubilación, disminuyendo así
la oferta de mano
de obra y distorsionando el mercado de trabajo.
Sin embargo, en condiciones de desempleo masivo como las
actuales, no parece que pueda tomarse este argumento como
determinante de la bondad o de la perversidad del sistema de
reparto.
– Se reconoce que el sistema de reparto es adecuado en
épocas de expansión económica pero no en
momentos de ralentización del crecimiento.
Efectivamente, el rendimiento de este sistema depende
del crecimiento de las rentas salariales, cuya evolución
suele marcarla el ritmo de crecimiento de la actividad
económica, mientras que el del sistema de
capitalización está en función del
rendimiento del capital,
estrechamente vinculado a la evolución de los tipos de
interés reales. Mientras que las tasas de crecimiento de
la economía sean elevadas, hay actividad suficiente para
generar recursos a través de las cotizaciones y, como
suele acontecer en esos momentos, los tipos de interés son
bajos. Entonces, el sistema de reparto tiene un mayor
rendimiento.
Por el contrario, se argumenta que cuando los tipos de
interés son más elevados, como sucede durante la
fase actual en que se plantea la necesidad de la reforma, es
preferible el sistema de capitalización.
Sin embargo, se podría argumentar que es esa
tónica de tipos de interés elevados la que
contribuye precisamente a desalentar la actividad productiva, a
generar desempleo y, en suma, a deteriorar las condiciones
económicas. Parecería más lógico
actuar procurando evitar este fenómeno que adaptar el
sistema de seguridad social a una dinámica nefasta de
depresión económica.
Desde otros puntos de vista también se pueden
proporcionar argumentos en principio favorables al sistema de
reparto, como su mayor capacidad para proteger efectivamente a
los sectores más débiles de la sociedad (lo que al
fin y al cabo es el objetivo que debe perseguir un sistema de
seguridad social); su mejor condición para hacer frente al
problema de la inflación (que en la capitalización
desvaloriza los fondos acumulados), pues financia las pensiones
con recursos actuales; la posibilidad de generar fondos con
caracter inmediato, mientras que la capitalización
requiere un largo periodo de acumulación; o, simplemente,
que el paso a un sistema de capitalización
provocaría consecuencias concentradas en unas pocas
generaciones que serían "brutales".
A la vista de todo esto, parece muy aventurado defender
que un sistema de capitalización implique ventajas
sustanciales frente al de reparto. E incluso que,
políticamente hablando, pueda pensarse con realismo que
un tránsito de estas características pueda llevarse
a cabo sin conmociones sociales. De hecho, el argumento
señalado del envejecimiento de la población para
llevar a cabo estas reformas, se vuelve contra su
realización si se tiene en cuenta, como indica Browning,
que el sistema de reparto es más deseado cuanto más
edad se tiene. Lo que indica que, a medida que envejezca la
población, cabe esperar que haya más resistencias a
renunciar al sistema tradicional de reparto.
En definitiva, no se puede argumentar de manera
definitiva a favor de uno u otro sistema si no es por razones de
preferencia social. Desde el punto de vista económico, tan
sólo se trata, en palabras de Segura, de una
"polémica estéril".
La tercera cuestión a dilucidar se refiere a las
posibles ventajas que puede llevar consigo la
privatización de la
administración y gestión del sistema de
pensiones, bien sólo en su nivel complementario, bien
incluso en lo que suponga ir más allá del nivel
básico mínimo.
Las principales razones que se aducen para justificar
una mayor presencia de la iniciativa privada son las
siguientes:
– En términos generales, se considera que los
sistemas de Seguridad Social han extendido hasta tal punto los
niveles de protección que, más que asegurar el
necesario socorro a los más débiles, han provocado
la aparición de potentes desincentivos. Se entiende que la
protección generalizada, los seguros de
desempleo, la sanidad gratuita, etc., generan poco aprecio al
trabajo, potencian la abulia y la falta de esfuerzo, y favorecen
una comprensión de los servicios
públicos como bienes de
acceso gratuito que no tienen coste, cuando en realidad llevan
consigo un volumen de gasto
público que se hace insoportable.
– Con independencia
de ello, se considera que el gasto que administra la Seguridad
Social es hoy día excesivo, que arrastra tras de sí
un ingente ejército de empleos improductivos y que se
administra sin el rigor y la economía de la iniciativa
privada. Por el contrario, ésta última, en la
medida en que administra bajo rigurosos criterios de eficiencia,
podría gestionar los recursos disponibles de manera mucho
más rentable y productiva.
– La coincidencia de las dos cicunstancias anteriores
provoca que, en la actualidad, los ingentes gastos de seguridad y
protección social sean incluso ineficaces desde el punto
de vista de la cobertura que se desea alcanzar; salvo,
quizá, en el ámbito de la lucha contra la pobreza,
aunque ésta misma debería quedar sometida a
criterios efectivos de asignación para evitar la
dependencia y la autosatisfacción en estas
situaciones.
– La financiación de las prestaciones sociales, y
en particular de las pensiones, a través de cotizaciones
sociales y/o impuestos lleva consigo cargas demasiado elevadas
para las empresas, lo que deriva en pérdida de empleo. Por
el contrario, si se instaurasen sistemas de capitalización
gestionados por la iniciativa privada se podría aliviar la
carga impositiva y con ello favorecer la creación de
puestos de trabajo.
– Al basarse los sistemas públicos en criterios
universalistas, se rompe con la libertad de
elección, esto es, con un principio básico que debe
gobernar los regímenes de mercado.
– La existencia de regímenes de cobertura y de
fuentes de financiación diferentes determina que el
sistema público, en contra de lo pretendido, se convierta
en un mecanismo generador de desigualdades, mientras que, de
existir un sistema privado las diferencias serían el
resultado tan sólo de la libre elección de los
ciudadanos.
– En suma, se entiende que si la acción
pública se limita a garantizar los mínimos
esenciales de protección y se deja que la iniciativa
privada gestione los niveles complementarios a ellos, se
liberarían recursos que puestos en circulación a
través de los mercados
favorecerían mayores rendimientos del sistema y resultados
globales de la actividad económica más
satisfactorios.
Pero desde una perspectiva diferente, tampoco son
escasos los argumentos que pueden plantearse contra la
privatización del sistema de pensiones:
– La evidencia empírica demuestra que la
existencia de altos niveles de protección social no va
acompañada de fenómenos negativos en las
economías, sino más bien todo lo contrario, pues
son precisamente las naciones donde ha llegado más lejos
las que muestran, al mismo tiempo, más estabilidad y
crecimiento económico.
– Cabe señalar, además, que el gasto en
Seguridad Social constituye un elemento primordial para el
sostenimiento de la demanda agregada de la economía y que,
en ese sentido, es un factor esencial del crecimiento y el
desarrollo
económico.
– Cualquier sistema privado tendría mucha menor
garantía y solvencia que el sistema público,
implicaría la desaparición de los mecanismos de
transferencia de derechos, estaría sometido en mayor
medida a riesgos como
la inflación y, por supuesto y a diferencia del sistema
público, podría quebrar.
– Puesto que el sistema privado debe funcionar sobre la
base de lograr rentabilidad, y para hacer frente a esos riesgos,
el sistema privado debe operar con primas más elevadas que
las de un sistema público, penalizando por lo tanto a las
personas con menos riesgo.
– Para mantener niveles adecuados de rentabilidad es
preciso una gestión compleja de los recursos, lo que
obliga a mantener altos costes de administración.
– Incluso se puede argumentar que aún en un
sistema de capitalización es posible y deseable la
presencia del sector público, de manera que, ni tan
siquiera aceptando que este último sistema sea más
beneficioso que el de reparto, se tiene por qué deducir
que sea imprescindible su gestión privada.
– En principio, la posibilidad de alcanzar altos
rendimientos a través de la administración privada
de los fondos es un argumento que se utiliza a su favor; pero no
se tiene demasiado en cuenta que los sistemas financieros
actuales se caracterizan por una extremada inestabilidad y por
estar sujetos a gran incertidumbre y alto riesgo, como ponen de
manifiesto las sucesivas crisis bursátiles, financieras,
bancarias o monetarias que han provocado la quiebra incluso de
empresas o instituciones de gran peso específico. Las
primas más elevadas serán la única cautela
posible frente a este riesgo, pero nada podría evitar la
quiebra general del sistema si se llegara a una crisis financiera
generalizada, lo que no es una hipótesis descartable, sino
un acontecimiento que cabe esperar que se produzca si no se
modifica la dinámica que predomina en los mercados
financieros.
– Pero la argumentación quizá más
rotunda en contra de las ventajas de la privatización,
incluso cuando ésta sólo se da en niveles
complementarios, deriva de que la dinámica de mercado es
incapaz, por definición, de resolver de manera efectiva
las contingencias que trata de paliar la protección
social, entre otra cosas, porque generalmente es el propio
mercado el que las produce.
Eso es lo que explica que cualquier regimen privado se
caracterice por las barreras de entrada que presenta, pues
sólo los que disponen de un alto nivel de ingresos pueden
acceder a él como mecanismo efectivo para garantizarse la
pensión.
Hasta el momento, por ejemplo, se estima que en
España sólo un millón seiscientas mil
familias tienen capacidad de ahorro suficiente para acceder a
Fondos de Pensiones y que sólo quinientos mil ahorradores
estarían en condiciones de invertir la cantidad necesaria
para alcanzar el máximo de desgravación fiscal. A
principios de 1.995, se calcula que alrededor de un millón
y medio participan en Fondos de Pensiones, lo que supone
aproximadamente un 13 por cien de la población
ocupada.
Una encuesta
reciente realizada por Seguros La Estrella confirmaba esta
limitación al poner de relieve que el
grupo laboral
que en la actualidad cuenta, en mayor medida, con un sistema de
protección alternativo es el de directivos, mientras que
sólo el 10 por cien de las escalas inferiores de las
empresas disfrutaban de él. Según esta encuesta, la
falta de recursos era, precisamente, la razón que alegaba
un 44,94 por cien de los encuestados para justificar su no
incorporación a esos planes.
Un ejemplo especialmente significativo de los resultados
de la administración privada del sistema de pensiones es
el de Chile.
En este país, que suele ser utilizado como
ejemplo por los neoliberales más conspicuos, la realidad
muestra que de los aproximadamente cuatro millones ochocientos
mil afiliados a las Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP),
sólo dos millones trescientos mil cotizan habitualmente y
la cuarta parte de estos cotizan por menos del salario
mínimo chileno (alrededor de unas veinte mil pesetas). Se
calcula entonces que la mayor parte de los afiliados sólo
alcanzará, como mucho, la pensión
mínima.
En junio de 1.994, después de trece años,
el 69% de los afiliados no habían logrado acumular
más de un millón de pesos (algo más de
trescientas mil pesetas), y ello a pesar de que la rentabilidad
media de los fondos ha sido del 13%.
En conclusión, por lo tanto, tampoco la
cuestión de la privatización puede resolverse con
argumentos incuestionables:
"La teoría
económica no proporciona apoyo irrefutables en favor de
posiciones neoliberales y privatizadoras como con frecuencia
intentan hacernos creer quienes hacen gala de mantener el debate
sobre la protección social en el ámbito de la
economía positiva sin interferencias ideológicas
espúrias".
Si acaso, más bien se podría concluir en
lo contrario, como hacía algunos años atrás
un informe de la
Organización Internacional del Trabajo:
"Si se tienen en cuenta todos los factores, el fiel de
la balanza se inclina claramente contra el recurso a aseguradores
privados, siempre y cuando que los regímenes
públicos se administren con eficacia y sea
sensibles a las necesidades de los usuarios".
A la vista de todo esto, y puesto que a su pesar la
estrategia conducente a debilitar los sistemas públicos de
pensiones, a reducir las prestaciones y a fomentar la presencia
de la iniciativa privada es un hecho asimismo incuestionable,
debemos pensar necesariamente que aquella responde a razones que
no tienen que ver con una aparente perversidad intrínseca
del sistema público, ni tan siquiera con su desequilibrio
financiero, sino más bien con otros fenómenos
paralelos que se vienen produciendo en nuestras economías
y a los que la doctrina convencional no suele
referirse.
Como recomendaba el Informe del Consejo de Europa que
hemos citado, en lugar de centrar nuestra atención en la
presión de los gastos sobre el sistema de pensiones, es
más útil fijarnos en la naturaleza del ajuste que
se lleva a cabo en el conjunto de las
economías.
3. Pensiones y crisis
económica: la pretensión
neoliberal
A lo largo de los años sesenta se fue larvando
una profunda crisis económica que llegará a
deteriorar gravemente las bases productivas en que se
había sustentado el modelo de
crecimiento de la posguerra y cuyas consecuencias determinan el
estado actual de las economías capitalistas.
Las causas más importantes que la provocaron
fueron las siguientes.
A finales de los años sesenta las lineas de
producción comenzaron a saturarse. El
consumo
llegó a ser insuficiente para satisfacer las estrategias
de producción intensiva. Y el impulso del crédito
para aumentarlo, en lugar de favorecer la realización de
más productos,
daba lugar a una monetización excesiva, a la inestabilidad
financiera y al desarrollo exacerbado de la circulación
monetaria.
En esas condiciones, sin embargo, la que se llamó
la "cultura del
más" propia del Estado benefactor y permanente
suministrador de bienes públicos, de la publicidad y de
la expansión del crédito, provocó un
auténtico desbordamiento social y productivo. Como tantas
veces se ha señalado, el pleno empleo y la abundancia son
los peores enemigos de la estabilidad social y de la paz laboral.
Efectivamente, al amparo de esa
situación se multiplicaban las demandas salariales, se
perdía la disciplina en
las fábricas y se generaba la rebelión de los
trabajadores y ciudadanos que no estaban sino deseosos de
satisfacer la necesidad de más bienes, más ocio y
más protección que el Estado del Bienestar les
ofrecía.
Pero esa relajación laboral (con muy poco coste
de oportunidad para el trabajador cuando no hay apenas desempleo)
y la pérdida de la medida en las reivindicaciones
salariales (cuando la indiciación no respeta la
evolución de la productividad) deteriora el equipo
productivo y reduce drásticamente la productividad hasta
el punto en que los beneficios comienzan a estar
amenazados.
La situación se hizo mucho más
crítica en los sectores que empleaban más mano de
obra y los que utilizaban la energía más cara. Pero
puesto que esto había sido precisamente lo habitual en el
desarrollo industrial del modelo de posguerra, es fácil
imaginarse hasta qué punto la crisis de productividad y de
costes se iba a convertir en algo generalizado en las
economías occidentales.
En esta situación, los gobiernos no sólo
mantenían el ritmo de gasto, sino que al producirse
desempleo, al no disminuir la entrada al mercado de nuevas
franjas de población activa y al verse en la necesidad de
reducir (bien de forma automática o discrecional) los
ingresos públicos, incurrían en déficits
cada vez más elevados. Cuando comienza a aumentar el paro
y disminuyen las cotizaciones y cuando cae la actividad
económica y se recauda menos sin que se restrinja el
gasto, el déficit se dispara.
La situación resultante se podría resumir
en tres grandes circunstancias que explican la evolución
de los hechos a lo largo de los años ochenta.
En primer lugar la crisis de la producción.
Frente a la saturación de los mercados de consumo en masa,
frente a la indisciplina y la relajación laboral y frente
a la caída en la productividad, se hacía preciso
abrir nuevas líneas de producción con componentes
menos costosos.
La incorporación de nuevas
tecnologías permitió reducir el empleo,
utilizar el valor añadido de la información como detonante de la mayor
productividad y abrir nuevos segmentos de productos más
variados que era posible fabricar gracias a la versatilidad que
proporcionan los nuevos usos tecnológicos.
Se trataba fundamentalmente de orientar la
producción a la consecución de gamas de productos
que, aunque de la misma naturaleza o incluso con semejante
utilidad,
tuviesen sin embargo distintas envolturas (en el más
amplio sentido del término) de forma que puedan ser
realizados al no ser percibidos por el consumidor
seducido por la publicidad como redundantes.
En segundo lugar la crisis financiera. La inestabilidad
financiera se convierte en un estado permanente como consecuencia
de la hipertrofia de la circulación monetaria (que llega a
ser cuarenta veces mayor que la circulación real), de la
generalización de la especulación financiera que
provoca la huída de los capitales de los destinos
productivos, y de la deuda interna y externa que obliga a
realizar una política
monetaria orientada a salvaguardar el beneficio de los
propietarios de las grandes masas de moneda en circulación
permanente.
En tercer lugar la crisis del consenso social y
productivo, cuya expresión final es la quiebra de la
regulación fordista consistente en garantizar salarios
elevados gracias a que éstos sustentan el consumo de
masas. Ahora, cuando la productividad ha caído y cuando no
sólo está sin garantizar el salario, sino incluso
el propio puesto de trabajo, el consumo deja de ser el cemento
integrador que hace posible la armonía social.
Los millones de desempleados y trabajadores en precario
no pueden ya conformar el universo de
los consumidores. Son despedidos del mercado y la pauta social de
consumo ya no puede servir como reguladora de las relaciones
sociales ni como armonizadora de intereses en conflicto.
Por eso también que la salida a la crisis no
sólo exigiera nuevos espacios productivos y nuevas formas
de producción, sino también distintos
comportamientos, valores diferentes y otros tipos de aspiraciones
sociales. Y que llevase consigo políticas
económicas de alcance y con instrumentos distintos y
también nuevos modelos de actuación individual y
social.
Todos estos cambios se realizaron al amparo de un nuevo
diseño de los fines y los instrumentos de las
políticas económicas así como de una nueva
filosofía económica que pronto fue difundida con
inusitado vigor desde el establishment académico, cultural
y político.
El renacimiento del
viejo liberalismo
enterró la pretensión de conjugar la libertad con
la igualdad y la
democracia
formal con la satisfacción social. La renuncia, la condena
y desincentivación de todo lo colectivo permitieron
recobrar la práctica social más hedonista que evita
la mirada del conciudadano insatisfecho, mientras que una turba
de medios de
comunicación promueven la quimera de que es
el esfuerzo individual lo que puede llevar al éxito y
la satisfacción sin medida.
Paralelamente, se rechaza tanto como se denigra
cualquier mecanismo de provisión y asignación
distinto al mercado, institución abstracta que se
entroniza como remedio de todos los males y como garantía
de la mayor eficiencia. Pero soslayando, sin embargo, que no se
trata de mercados perfectos, sino que los que se protegen y
fortalecen están poblados de oligopolios y monopolios, que
a lo sumo compiten entre ellos pero con resultados de eficiencia
muy lejanos a los que debería producir la teórica
competencia
perfecta de los manuales.
Como un último corolario, fue preciso reformular
el alcance de la propia política
económica.
La negación de la política
fiscal por intervencionista y generadora de incentivos
ineficientes oculta sin embargo la reducción pretendida y
alcanzada en el gasto público -especialmente en el gasto
redistributivo y social- y la disminución de la
presión fiscal que soportan las empresas y las rentas
más elevadas en un proceso sin parangón de
redistribución pero a favor de los sectores más
pudientes de la sociedad.
Al mismo tiempo, la política monetaria
cobraría un vigor inusitado. Primero, porque requiere
menos aparato administrativo y se instrumenta desde los bancos centrales,
organismos más defendidos del control
parlamentario y ciudadano, segundo, porque evita la
redistribución a favor de las rentas bajas al dejar hacer
al sistema de intercambio que reproduce la desigualdad y,
finalmente, porque permite regular directamente y con una gran
autonomía la circulación monetaria, que es donde se
concentran las alternativas más lucrativas para el
capital.
De este proceso pueden deducirse las razones
últimas que explican la pretensión neoliberal de
desarticular el sistema público de pensiones y los
fenómenos que permiten que eso se lleve a cabo sin
demasiada resistencia, a
pesar de que objetivamente significa una pérdida de
ingresos y calidad de
vida para la mayoría de la
población.
La primera razón es que la respuesta a una
profunda y costosa crisis económica ha obligado -y sigue
exigiendo en la medida en que no se logra recuperar una senda
estable y potente de crecimiento económico- a realizar una
profunda redistribución de rentas a favor del beneficio,
única forma de lograr recuperar la rentabilidad
empresarial que debe constituir el estado normal de la
economía capitalista y, en concreto, para disponer de los
recursos necesarios que requería el capital para llevar a
cabo la enorme reestructuración productiva que está
siendo necesaria para hacer frente a las nuevas condiciones de la
competenecia mundial.
Constituye hoy día una evidencia que el "ajuste"
que se ha llevado a cabo en las economías nacionales se ha
basado en el control de las rentas salariales, en la
flexibilización de las condiciones de contratación
laboral para debilitar las condiciones de negociación de los trabajadores y, junto a
ello, en el establecimiento de condiciones generales más
favorables para la movilidad de los capitales.
En ese sentido, la reconducción del gasto
público ha sido una exigencia de primer orden y los
organismos económicos internacionales, constituídos
en principales baluartes de esas políticas neoliberales de
ajuste no se han recatado en señalar que la
obtención de recursos para facilitar la
recuperación del beneficio privado debía provenir,
primero, de los salarios, después, y una vez exprimida la
fuente salarial, del gasto social en general. Por último,
directamente de los fondos públicos para
pensiones:
"El Fondo Monetario
Internacional afirma que la única vía de
recorte del gasto son las pensiones. Sólo queda la
Seguridad Social como el área donde poder hacer reformas
para lograr ahorros sustanciales en el presupuesto".
La segunda circunstancia que justitifica la avanzadilla
neoliberal contra el sistema de pensiones públicas es que
éste comporta la gestión de enormes masas de
recursos financieros.
Como se ha señalado más arriba, la
progresiva financierización de las economías
significa que los flujos financieros han alcanzado una magnitud
extraordinaria. Hoy día se calcula que sólo en los
mercados de divisas circulan
diariamente entre un billón y un billón doscientos
mil millones de dólares.
El resultado de este fenómeno de hipertrofia es
que la esfera financiera, cada vez más independiente de
los movimientos reales de mercancías, constituye un lugar
específico y privilegiado de beneficio. Es allí
donde las grandes empresas y los grandes tenedores de liquidez
pueden lograr beneficios ingentes, mucho más altos que los
que proporciona la actividad productiva, gracias, entre otras
razones, a la generalización de las operaciones
especulativas y a la política monetaria predominante que
tiende a establecer una permanente tónica alcista de los
tipos de interés, lo que quiere decir alta
retribución para los capitales financieros.
Puesto que las operaciones en los mercados financieros
son extraordinariamente rentables, resulta especialmente
atractivo poder disponer de los fondos generados por las
cotizaciones de los trabajadores para poder operar con ellos en
estos mercados. Como se ha señalado con toda
claridad,
"los Fondos de Pensiones, especialmente cuando no son
internos o reservas contables de la propia empresa, favorecen a
los intermediarios financieros que canalizan dicho ahorro:
entidades gestoras, bancos depositarios, compañías
de seguros…éstos van a encontrar en los Fondos de
Pensiones un gran volumen de recursos para la colocación
de sus emisiones, en mejores condiciones de interés y
plazo".
Efectivamente, los fondos acumulados de esta manera no
sólo supondrían una fuente inmediata de beneficio a
sus administradores privados, sino también una vía
privilegiada de financiación si se tiene en cuenta que,
como en otros mercados, aquí se produce una fuerte
concentración (en Chile, por ejemplo, cinco de las
veintidos AFP existentes controlan el 82% de los fondos), lo que
da una gran libertad de acción a la hora de aplicarlos
privilegiadamente. En ese país, sólo un grupo de
cinco empresas (CTC, Endesa, Enersis, Chilectra y Entel) han
captado el 75% de las acciones
invertidas por las AFP en los trece años de su existencia,
mientras que el 48% de lo invertido en acciones del sistema
bancario ha recaído en tres grandes bancos. Además,
los fondos de las AFP chilenas han servido de fuente de
financiación extraordinaria para enjugar la deuda
acumulada por la banca privada
como consecuencia de la inestabilidad financiera.
Tan suculenta oportunidad es precisamente la
razón, como en algunos casos se ha llegado a reconocer, de
que "las opiniones empresariales" se orienten tan
generalizadamente a favorecer estos objetivos de la reforma del
sistema público de pensiones:
"Desde diversas tribunas se ha hecho una
valoración de la ley (de Regulación de Fondos y
Planes de Pensiones) como estrategia de debilitamiento de la
Seguridad Social y de reemplazamiento gradual de la misma.
Algunas opiniones sindicales así lo temen. Y algunas
opiniones empresariales así lo desean".
Y es, precisamente por ello, que a pesar de su evidente
caracter regresivo desde el punto de vista de la
distribución de la renta, se facilite la
contribución a esos fondos a través de
desgravaciones fiscales que, en última instancia, son una
prueba más de que frente al déficit público
no se actúa por la vía de obtener mayor
recaudación de quién disfruta de más
ingresos, y así disminuirlo, sino que se utiliza como
coartada para aplicar soluciones fiscales que perjudican
globalmente a las rentas más bajas.
Por último, lo señalado más arriba
permite explicar también que propuestas que se formulan
explícitamente como consistentes en la reducción en
la protección social, y que derivan por lo tanto en una
pérdida objetiva de bienestar social para la
mayoría de la población, se lleven a cabo sin
generar un rechazo contundente y duradero de los colectivos
sociales afectados.
O dicho de otra forma, que lleguen a ser asumidas como
aceptables las propuestas de reducción de las pensiones
cuando la pensión media en España rondaba las
56.000 ptas. a finales de 1.993, el promedio de las pensiones de
jubilación era de 64.000 ptas. y de 31.500 ptas las no
contributivas.
Lógicamente, este es un asunto también
esencial a la hora de establecer alternativas capaces de atraer
suficiente apoyo social y, en consecuencia, de hacerse valer en
el campo de las preferencias sociales.
El planteamiento teórico es bastante elemental:
la política de pensiones no tiene nada que ver con
problemas de redistribución de la renta, es decir, con
asuntos relativos a la justicia o a
la equidad con
que se espera que funcione un sistema económico
globalmente deseable. Por el contrario, las decisiones adoptadas
en este campo deben supeditarse al funcionamiento eficiente de la
economía, y eso, además, sólo puede
conseguirse si, desprendiéndose de la mayor carga posible
de intervención estatal, se deja actuar en libertad al
mercado:
"La financiación del sistema contributivo se
inserta, básicamente, en la función de
asignación de recursos y eficiencia productiva…no es
posible ni necesario introducir el criterio de la
redistribución en la financiación del sistema
contributivo, ya que ello rompería la lógica
del mismo".
De esta manera se separa el problema de las pensiones de
su inevitable connotación distributiva, lo que implica,
fundamentalmente, dos cuestiones. En primer lugar, que deja de
ser un asunto de preferencias sociales, y, por lo tanto, sobre el
que no cabe pronunciarse, pues al quedar reducido a un problema
de asignación su solución depende solamente de la
dinámica del mercado. En segundo lugar, que el bienestar
alcanzable no depende de una acción colectiva (como
expresa siempre toda decisión sobre redistribución)
sino de la iniciativa individual que cada uno tenga en el sistema
de intercambios.
Las políticas neoliberales no hubieran podido
lograr este objetivo de vaciar de contenido distributivo a la
política de pensiones si no hubiese mediado una
modificación profunda en el sistema de valores
sociales.
Cuando la insatisfacción que llevan consigo
éstas políticas es evidente, la rebeldía y
el rechazo sólo se pueden evitar si se moldea un ser
humano ensimismado, egoísta e insolidario y que no atiende
a más estímulo que el de su satisfacción
personal. Cuya
atención es permanentemente reclamada desde todo tipo de
fuentes para hacerle creer que la satisfacción depende del
esfuerzo individual y no del tipo de organización social; fomentando para ello
la quimera del éxito individualista y el temor al fracaso
que conlleva la acción colectiva, y aislándolo
comunicacional e incluso físicamente de sus seres humanos
más próximos.
La configuración de este arquetipo social ha
permitido alcanzar un doble objetivo. Por una parte, hacer
posible la colocación de los productos en mercados
saturados, gracias a que ahora el consumidor se siente un ser
diferenciado y con una estrategia de consumo que siente como
propia y resultado de su individualidad. Por otra parte, ha sido
la estrategia que ha permitido que el ciudadano, al perder de
vista la inevitable referencia social que tiene todo proceso de
realización humana, identifique la individualidad con la
posibilidad de satisfacción y los vínculos
colectivos, por el contrario, como la causa de la
frustración. La resultante no es otra que la legitimación social de políticas
que, aunque proclaman la felicidad personal, llevan consigo un
empeoramiento real de las condiciones de vida de la
población.
Con toda la razón, pues, se ha señalado
que
"más que el riesgo económico es en
realidad el riesgo de hundimiento de la solidaridad lo que acecha
a los sistemas de pensiones y, en general, a los sistema de
Seguridad Social".
Podría deducirse, erróneamente, de todo lo
que antecede que la estrategia más adecuada para
salvaguardar el derecho de la población a percibir unos
ingresos decorosos al finalizar su vida activa es la que consiste
en mantener a rajatabla el sistema público actual, sin
modificaciones y en la espera de que tiempos económicos
mejores le devuelvan su equilibrio financiero. Es la estrategia
que coincide con las demandas, típicas de las posiciones
que podrían denominarse social-liberales o reformistas,
limitadas a la reivindicación simplista del antiguo Estado
del Bienestar.
Esta actitud es hoy
día inoperante por la sencilla razón de que, a
diferencia de lo que había sucedido en los años
gloriosos del capitalismo
con alto crecimiento y pleno empleo, el modo de
acumulación dominante actualmente impide realmente
conjugar bienestar colectivo, pleno empleo y
rentabilización de los capitales, es decir, sufragar el
Estado del Bienestar que hemos conocido.
Por ello, la dinámica inevitable que se sigue del
mantenimiento del actual estado de cosas es agudizar el proceso
de redistribución en contra de los salarios y de
contención del gasto social -como expresión que es
de los salarios indirectos y diferidos-, de tal manera que, como
señalan correctamente los defensores de la reforma del
sistema público, con el paso del tiempo, y sin variar las
condiciones generales del desarrollo capitalista de esta
época, el futuro deparará más paro,
más recesiones (como prueba que se vengan produciendo con
mayor recurrencia), crecimiento económico menos vigoroso
(como prueba el hecho de que cada reactivación
económica muestre tasas de crecimiento menores a la
anterior), y, en consecuencia de todo ello, menos recursos
efectivos para poder destinarse a todo lo que no sea la
rentabilización inmediata del capital.
Por lo tanto, en los momentos actuales sólo
quedan dos posicionamientos radicales frente a todos estos
problemas.
El primero de ello, es el que sostiene el discurso
económico en el poder y los análisis
teóricos que lo abrigan consistente en estimar que la
historia ha
llegado a su fin y que, por lo tanto, no caben posibilidades de
cambio sustancial en la dinámica que gobierna las
decisiones económicas.
Independientemente de la contundencia y del
convencimiento con que se mantiene este discurso, los hechos
muestran que con las políticas neoliberales que se siguen
de él se deteriora progresivamente el grado de cobertura
de las necesidades sociales en todo el planeta, se produce una
amenaza insoportable al medio ambiente
que tiende a saturar la base física y
energética de la economía y la sociedad, y, en
suma, se lleva a la humanidad a una situación de evidente
insostenibilidad que necesariamente se manifestará en un
futuro más o menos próximo en el incremento (y
posible generalización) de los conflictos
armados, en la recurrencia de las crisis económicas y en
el empobrecimiento generalizado que provocarán grandes
tensiones políticas y convulsiones sociales de gran
envergadura.
El posicionamiento
alternativo parte de considerar que esta dinámica es
efectivamente insostenible y por ello debe apuntar a una
modificación sustancial de las condiciones generales en
que se organiza la actividad económica y en las que se
fundamenta el reparto de los recursos disponibles.
Por lo que respecta de manera más directa a los
sistemas de pensiones se podrían apuntar las siguientes
consideraciones generales en torno a las que debería
centrarse la discusión de una alternativa
históricamente posibilista y beneficiosa para la
mayoría de la sociedad.
En primer lugar, la consideración de que la
generación de puestos de trabajo es el objetivo principal
que debe perseguir la política económica. Ello
obliga a replantear el papel del trabajo en la sociedad y a
elaborar y establecer fórmulas que permitan el reparto de
las horas de trabajo, la decisión social acerca de la
productividad deseable para garantizar el equilibrio
macroeconómico con pleno empleo, el uso socialmente
controlado de la ciencia y
la tecnología, la naturaleza de los resortes
en los que haga descansar la creación de riqueza y las
pautas globales de distribución que deben permitir la
satisfacción generalizada de los ciudadanos.
En particular, es necesario que, a corto y largo plazo,
las políticas económicas recobren el impulso de la
demanda como instrumento principal de intervención
democrática, no sólo por su demostrado caracter
más eficaz para generar empleo y crecimiento, sino porque
permiten un planteamiento más transparente -y por lo tanto
más fiel- de las demandas sociales. Sólo de esta
forma se podrá dar el giro necesario para que la
imprescindible revitalización de las rentas salariales no
hipoteque a corto plazo el crecimiento de la actividad
económica.
En segundo lugar, y como expresión inmediata de
esto último es también preciso que se reformule el
papel y la naturaleza de los objetivos de los sistemas fiscales.
La progresiva pérdida de vinculación con el
objetivo de equidad y justicia, para hacer que su estructura se
someta exclusivamente al de eficiencia no es sólo la
circunstancia que impide recobrar el dinamismo de los mercados,
al deprimir cada vez más a la demanda interna, sino que
además -y al contrario de lo que se predica- genera mayor
ineficiencia ya que el sistema de asignación que se
favorece es imperfecto y con tendencia al desequilibrio
permanente.
En concreto, a corto plazo debe pensarse necesariamente
en el establecimiento de nuevas figuras impositivas que graven de
manera efectiva los grandes patrimonios, el consumo
despilfarrador y sobre todo -en la linea que han apuntado incluso
economistas nada sospechosos como Tobin- los movimientos
internacionales de capitales que dada su magnitud
permitirían a los estados obtener recursos ingentes si es
que verdaderamente desearan contener, como se dice, los
déficits públicos.
Adicionalmente, es necesario también cuestionar
el papel del Estado en la economía, especialmente en la
medida en que no debe contemplarse como una instancia ajena a la
naturaleza del sistema económico en el que se inserta,
sino justamente como expresión inmediata del
mismo.
Por ello, es simplemente una banalidad esperar que el
desequilibrio del sistema de pensiones (como en general el
presupuestario) se establezca mecánicamente
dejándolos en manos del sector público y si no es
mediante una reconsideración de los presupuestos y
condiciones de la actividad del Estado. Es preciso reconsiderar
las condiciones en que se lleva a cabo la administración
de los recursos públicos, y para ello no sólo se
necesita garantizar su desvinculación estricta de los
intereses privados más poderosos, sino que también,
y de manera fundamental, se requiere que la ciudadanía asuma una percepción
diferente de lo colectivo en la sociedad. Precisamente por ello,
son inviables las estrategias de recambio que no se sustenten en
una transformación sustancial del sistema de valores
sociales, de la práctica cotidiana de los individuos y de
la percepción que éstos hacen de los problemas
globales de la sociedad. Lo que equivale a decir que no
serán posibles transformaciones en la economía,
como ha demostrado precisamente el propio neoliberalismo, sin un cambio en la misma dirección en la política y en las
prácticas sociales.
Esto se puede y se debe conseguir fundamentalmente
mediante la puesta en claro de que cualquier decisión
económica es, en última instancia, una
decisión de la sociedad relativa al reparto deseado de los
recursos, de los beneficios y de todo aquello que garantiza la
satisfacción de unos u otros individuos. No habrá
entonces más razón para aceptar reformas que
implican pérdida de bienestar que la falta del poder
suficiente de las mayorías para que sus preferencias se
expresen efectivamente en decisiones políticas y
económicas.
Juan Torres López.
Catedrático de Economía Aplicada de la
Universidad de
Málaga
Juantorres[arroba]uma.es