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Estrategia de reforma del sistema público de pensiones




Enviado por juantorres@uma.es



    1. La estrategia de
    la reforma

    2. Es objetivamente
    mejor el sistema de pensiones que se propone?

    3. Pensiones y
    crisis económica: la pretensión
    neoliberal

    4. Lo que queda por
    hacer

     Capítulo deL Libro
    "Pensiones públicas ¿y mañana
    qué?

    Cualquier persona
    mínimamente informada sabe que el sistema público
    de pensiones, tal y como lo conocemos hoy día, está
    sometido a un debate crucial
    de donde va a salir, con toda probabilidad, un
    sistema diferente en los próximos años.

    Ese debate se origina al plantearse una serie de
    problemas
    graves que le afectan, y frente a los cuales se ofrecen soluciones que
    apuntan a darle una configuración bien distinta de la que
    tiene actualmente.

    Muchos comentaristas se esfuerzan en hacer ver que el
    sistema actual de pensiones es el exponente de todos los males y
    que se orienta inevitablemente al desastre:

    "El sistema de pensiones públicas de la Seguridad
    Social está sufriendo una degradación antes
    nuestros propios ojos que los políticos no quieren
    ver…Las pensiones públicas…conducen a la
    evasión fiscal,
    expanden la economía sumergida,
    reducen el empleo si las
    sufragan principalmente las empresas con sus
    cuotas, o menguan el crecimiento si se financian con impuestos. Si
    además son generosas…fomentan la incapacidad
    transitoria, la jubilación anticipada, y el escaqueo
    generalizado".

    Los políticos discuten, y de ello se hace eco
    habitualmente no sólo la prensa
    especializada sino la prensa diaria más leída,
    hasta cuándo se podrá mantener la situación
    actual y qué pasará con los que comiencen a
    jubilarse dentro de 20 o 25 años:

    "La reforma de la Seguridad Social
    es, según fuentes del
    Ministerio de Economía, una necesidad inaplazable. No
    abordarla, explican, sería una irresponsabilidad. Es algo
    que todos los países de nuestro entorno se plantean.
    Incluso, representantes de la oposición que calificaron de
    alarmistas las advertencias de Solbes, defendieron en la
    comisión del Congreso creada a tal fin la necesidad de
    actuar. Es lo que el ministro quiso decir y no dijo: que quienes
    rondan los 40 pueden tener problemas con sus pensiones si no se
    adoptan medidas".

    Los teóricos, por su parte, se afanan por
    manifestar la imperiosa necesidad de dichas reformas y los
    más avispados, o que asumen mayor riesgo en sus
    previsiones, auguran grandes perturbaciones si no se llevan a
    cabo:

    "El envejecimiento de la población conducirá en un futuro
    más o menos lejano en todos los países a realizar
    sustanciales y dramáticos ajustes fiscales
    (reducción de gastos, subida de
    impuestos) y cambios relativos importantes en el contrato social
    (retrasos significativos en la edad de jubilación,
    reducciones drásticas en las prestaciones),
    o a más problemáticas combinaciones de ambos
    elementos".

    El ciudadano normal no sólo se siente concernido,
    pues al fin y al cabo se habla de lo que puede suceder cuando le
    llegue su jubilación. Es normal también que se
    muestre convencido de la inevitabilidad de los cambios que se
    anuncian, pues la argumentación que siempre se aduce es
    extraordinariamente convincente a primera vista: todo indica
    -según se afirma con reiteración por quienes pueden
    influir en la conformación de la opinión
    pública- que dentro de unos años la
    población será mucho más vieja que la
    actual, habrá muchos más mayores y, al mismo
    tiempo,
    serán muchos menos los que trabajen. En consecuencia,
    menos ocupados tendrían que financiar la jubilación
    de más pensionistas, hasta un punto en que eso llegue a
    ser, con toda probabilidad, literalmente insostenible. No queda
    entonces más remedio que acometer, con toda urgencia, las
    reformas oportunas.

    Las propuestas que se realizan son también, en
    apariencia, tan coherentes y lógicas que se perciben como
    razonables y las únicas posibles.

    Se acepta que es un deber social atender en la vejez o en el
    infortunio a las necesidades básicas incluso de quienes no
    han trabajado o contribuido lo suficiente. Existirá, por
    tanto, una pensión mínima para esos ciudadanos,
    aunque deberá ser de un montante reducido para evitar que
    se incentive la no contribución a lo largo de la vida
    activa.

    Quienes, por el contrario, hayan tenido una más o
    menos larga ocupación a lo largo de su vida laboral
    habrán ido contribuyendo a financiar el sistema de
    pensiones y tendrán entonces derecho a una pensión.
    Aunque, como veremos más adelante, se aventura que la
    crisis
    financiera del sistema, el envejecimiento de la población,
    etc., provocarán que esta pensión quede muy por
    debajo del que había sido el salario del
    trabajador hasta el momento de jubilarse (entre el 40 y el 50 por
    cien del mismo).

    Por lo tanto, se hará necesario y posible que los
    trabajadores que lo deseen (lógicamente cabe pensar que
    todos lo desearán) vayan generando a lo largo de su vida
    activa un fondo complementario que les permita, al jubilarse,
    añadir un montante adicional a la pensión anterior,
    si es que tuvieran derecho a ella.

    De todo ello se deduce un cambio
    extraordinariamente significativo en los sistemas de
    pensiones que conocemos. Y puesto que lo que suceda con las
    pensiones es algo que afecta muy directamente al bienestar social
    de los ciudadanos, tiene gran interés
    analizar la naturaleza de
    los cambios que se avecinan, las causas reales que llevan a
    fomentarlos y, sobre todo, los efectos que pueden tener sobre las
    personas, la economía y la sociedad.

    En este trabajo se
    pretende realizar una reflexión, lo más clara
    posible, acerca de los grandes principios que
    orientan esta estrategia de
    reforma y sobre los argumentos que se están utilizando
    para convencer a la población de la necesidad de llevarla
    a cabo, con el propósito de poner al descubierto su
    verdadera consistencia, así como las razones profundas que
    justifican, en nuestra opinión, este ataque postrero al
    Estado del
    Bienestar.

    1. La estrategia de la
    reforma

    Los sistemas públicos de pensiones de los
    países más desarrollados, en donde se
    instauró el conocido como Estado del Bienestar, tienen una
    serie de características comunes, aunque
    lógicamente con diferencias de alcance en cada uno de
    ellos.

    Fundamentalmente, el sistema se concibe como un
    mecanismo proveedor de prestaciones de carácter universal (porque pretende atender
    la necesidad de todos los ciudadanos), basado en los principios
    de solidaridad y
    redistribución de las rentas horizontal (entre miembros de
    una misma generación) y verticalmente (entre generaciones
    diferentes), y que tiene dos grandes ámbitos: las
    pensiones no contributivas y las contributivas.

    Las pensiones no contributivas son aquellas que perciben
    ciudadanos que no tienen acceso a otro tipo de rentas, que a lo
    largo de su vida no han "cotizado" a los sistemas establecidos de
    seguridad social, o que no lo han hecho por la cuantía o
    el tiempo necesarios. Son una expresión
    paradigmática del Estado de Bienestar que establece un
    principio social de solidaridad, en virtud del cual se considera
    que ninguna persona puede quedar en la indigencia o miseria sin
    socorro público, de forma que el Estado
    proporciona a quienes están en esa situación unos
    ingresos que
    les permitan hacer frente a sus necesidades.

    Para ello destina una parte de los ingresos que obtiene
    de la sociedad por vía impositiva a estas pensiones. Su
    cuantía, la magnitud de cada pensión, es fruto
    simplemente de una decisión política: será
    mayor cuanto más elevado sea el deseo de paliar estas
    situaciones, cuanto más esfuerzo redistributivo se desee
    realizar, y menor cuanto menos se aprecie dicho principio de
    solidaridad.

    En los años en que las economías
    occidentales han tenido un crecimiento
    económico alto y elevados niveles de empleo,
    éstas pensiones no significaron un gran gasto, pues la
    gran mayoría de los que llegaban a jubilarse habían
    tenido posibilidades de trabajar y, por tanto, de generar
    derechos y fondos
    para la hora de su jubilación. El aumento que se produjese
    era el resultado, más bien, del deseo de ampliar el
    alcance del bienestar social.

    Sin embargo, en los últimos años, cuando
    la actividad económica se ha ralentizado y el desempleo ha
    aumentado hasta cifras muy elevadas, cuando, en su consecuencia,
    han aparecido grandes bolsas de pobreza y
    marginación social, estas pensiones han debido aumentar de
    un modo significativo. Por un lado, porque había
    más beneficiarios potenciales a causa de la crisis; por
    otro, porque a pesar de que suponían más carga
    financiera, a los gobiernos les resulta siempre difícil
    desatender la influencia electoral que siempre tiene la
    población jubilada.

    El segundo gran pilar es el de las pensiones
    contributivas. Son aquellas a las que, genéricamente,
    tienen derecho los que de una u otra manera, en mayor o menor
    cantidad o durante más o menos tiempo, han "cotizado" a lo
    largo de su vida.

    Según los países, estos derechos son
    distintos por lo que se refiere a los años necesarios para
    recibir la pensión, al sistema y magnitud de las
    cotizaciones previas necesarias, a la cantidad percibida, etc.
    También en este tipo de pensión, el sistema de
    cobertura y la magnitud de la pensión depende de
    decisiones de naturaleza política, pues la pensión
    total recibida se caracteriza, siempre, por ser mayor que el
    volumen de
    cotizaciones realizadas a lo largo de la vida activa.

    El sistema de financiación es también
    diverso. Generalmente, se basa en un sistema de "cotizaciones
    sociales" a cargo (en diferentes proporciones) de los empleadores
    y los trabajadores, aunque puede haber financiación
    suplementaria del Estado ( que,en algunos casos como el de
    Dinamarca, incluso es la principal fuente de
    financiación).

    Generalmente, estas pensiones se administran a
    través de un sistema de reparto. Esto significa que con
    las cotizaciones sociales recaudadas en un momento dado se
    financian las pensiones que se pagan en ese momento. Es decir,
    los ocupados no forman un "fondo" con el que luego se
    abonará su pensión, sino que su cotización
    se destina directamente a la pensión del jubilado
    actual.

    Por lo tanto, el sistema se sustenta en un pacto
    implícito: el trabajador actual financia las pensiones
    actuales de los jubilados en la confianza de que, cuando le
    llegue su jubilación, los que estén ocupados en ese
    momento financiarán su propia pensión.

    Finalmente, en los últimos años se ha
    abierto la posibilidad de que los ciudadanos que lo deseen
    constituyan de forma voluntaria fondos de pensiones, que les
    permitan en su día complementar la pensión que
    reciban. Pero esto, más que un pilar del sistema
    tradicional es un adelanto de la reforma, y por ello lo
    analizaremos después.

    En definitiva, pues, la pensión contributiva no
    es otra cosa que un salario diferido del trabajador. Una parte de
    su salario actual se detrae y, aunque, en un sentido estricto ni
    se "guarda" ni se capitaliza para su futura pensión,
    genera el derecho a recibirla en su día.

    Este sistema tradicional, como cualquier otro que
    ocasione transferencias de rentas a lo largo del tiempo y entre
    sectores de la población distintos en el momento presente,
    está sujeto a serios problemas que analizaremos más
    adelante. Pero uno de ellos aparece a primera vista como
    esencial: si no hay una proporción adecuada entre lo que
    hoy se cotiza y lo que actualmente hay que pagar en pensiones,
    las cotizaciones no serán suficientes. Dicho de otra
    manera, si hay pocos cotizantes porque el desempleo es muy
    elevado, si se cotiza poco, porque los salarios son muy
    reducidos y, al mismo tiempo, si los jubilados son muy numerosos,
    el sistema puede no generar los recursos propios
    suficientes para funcionar con el necesario equilibrio
    financiero.

    Esto es justamente lo que se aduce como causa principal
    de las reformas que se proponen y sobre cuyo diseño
    hay una clara y significativa coincidencia entre las organizaciones
    patronales, los organismos internacionales y los gobiernos de
    inspiración neoliberal. Siempre, con el apoyo
    explícito de los economistas teóricos más
    ortodoxos.

    Aunque sean redundantes, valga como prueba de esa
    coincidencia la siguiente muestra:

    Propuesta de la Confederación Española de
    Organizaciones Empresariales (CEOE):

    – Nivel básico o mínimo predominantemente
    público, aunque no exclusivamente.

    -Segundo nivel, profesional, con predominio de la
    iniciativa privada compatibilizada con la presencia de instituciones
    públicas.

    – Nivel complementario, libre e individual,
    exclusivamente gestionado por el sector privado.

    Propuesta del Banco
    Mundial:

    Dos pilares básicos: uno de pensión
    mínima para "aliviar la pobreza en la
    ancianidad" gestionado por el sector
    público y otro de gestión
    privada basado en la capitalización (la
    capitalización es el mecanismo que permite actualizar en
    un momento dado los fondos que se han ido acumulando años
    atrás).

    Propuesta de Papeles de Economía
    Española:

    -Nivel básico y universal de prestaciones,
    concebido como nivel mínimo.

    -Nivel profesional, que cubra las contingencias
    básicas por encima del nivel de subsistencia y en el que
    las prestaciones guarden una relación con los ingresos
    obtenidos por el
    trabajo.

    – Nivel individual y libre, en el que los individuos se
    asegurarían personalmente en los términos y
    cuantías que considerasen adecuadas.

    No puede caber, pues, ninguna duda sobre cuál es
    el diseño de futuro que se desea establecer para sustituir
    al actual sistema de pensiones. Como tampoco debe haberla sobre
    la asunción que han hecho de él nuestro gobernantes
    más representativos:

    "El Jefe del Ejecutivo, Felipe González, dijo
    ayer que no existen diferencias sustanciales entre lo que predica
    el Fondo Monetario Internacional (FMI) respecto a
    la reforma del sistema de pensiones y lo que pretende el Gobierno español,
    salvo en la forma de llegar a ese objetivo.
    González, tras la reunión del Consejo de Ministros,
    indicó que tanto el FMI como su Gobierno coinciden en que
    el sistema de pensiones español requiere reformas a largo
    plazo, unos 25 años, para evitar un colapso en su
    financiación. Reiteró la tesis de "las
    tres patas" para financiar las pensiones: prestaciones
    contributivas, asistenciales y fomentar un tercer canal para el
    desarrollo de
    sistemas privados de previsión".

    "El propio vicepresidente del Gobierno, Narcis Serra, se
    mostraba hace unos días a favor de fomentar los fondos de
    pensiones privados para complementar las cada vez más
    exiguas pensiones de la Seguridad Social".

    De las propuestas anteriores se puede deducir
    fácilmente que la estrategia de la reforma actual se
    centra, por lo tanto, en tres grandes objetivos.

    En primer lugar, la reconsideración del papel de
    las pensiones no contributivas. Tradicionalmente han sido una
    expresión del alcance cada vez mayor del Estado del
    Bienestar y con tendencia, por lo tanto, a aumentar en
    cuantía y cobertura. A partir de ahora, serán
    más bien un mínimo de subsistencia que se
    corresponde con el carácter residual que adquieren las
    estrategias de
    bienestar en las sociedades
    capitalistas actuales:

    Qué prestaciones y a qué nivel debe
    contener el sistema)" universal o mínimo?. Parece que hay
    acuerdo en que deberían ser realistas y mínimas,
    dada la situación presupuestaria y el déficit
    actuales".

    En segundo lugar, la vinculación cada vez mayor
    del montante de la pensión contributiva recibida a la
    cuantía aportada por el trabajador a lo largo de su vida
    activa.

    Eso podría traducirse en dos posibilidades. Una,
    la directa disminución de las cantidades percibidas en
    concepto de
    pensión:

    "El resultado de todo esto es un proceso de
    diversificación de la protección, basado en una
    diferenciación entre regímenes generales y
    regímenes complementarios o suplementarios, centrados los
    primeros cada vez más en una tutela
    mínima…el esfuerzo público habrá de tender
    a garantizar rentas mínimas y básicas a los
    ciudadanos".

    La otra posibilidad es la sustitución del sistema
    tradicional de reparto por otro de capitalización.
    Sustitución que puede ser total (como en el caso de
    Chile), o bajo formas mixtas.

    Puesto que se parte de que la carga financiera que lleva
    consigo el sistema de reparto actual es insoportable, o
    llegará a serlo en virtud del envejecimiento de la
    población, se entiende que la única forma de evitar
    la quiebra del
    sistema sería que cada jubilado perciba la pensión
    que hubiera contribuido a generar previa aportación a un
    fondo a lo largo de su vida activa.

    La cuantía de la pensión no se
    definiría según el criterio político que se
    expresa en los diferentes regímenes jurídicos, sino
    en virtud de criterios actuariales: la aportaciones sucesivas
    conforman un fondo que se invierte adecuadamente, obtiene una
    determinada rentabilidad y
    termina proporcionando, a la hora de la jubilación, los
    recursos necesarios para percibir la pensión. La
    pensión percibida entonces dependería, por un lado,
    de la cuantía de la aportación realizada y,
    además, del rendimiento obtenido que es lo que permite
    actualizar al final de la vida activa dichas
    aportaciones.

    En tercer lugar, la reforma se centraría
    también en darle cabida a la iniciativa privada. Sucede,
    sencillamente, que bajo un régimen de reparto ésta
    última no puede tener mayor interés en formar parte
    del sistema, puesto que, en condiciones normales y menos en las
    de crisis económica, no se generan fondos sobrantes cuya
    gestión y aplicación financiera pueda proporcionar
    rentabilidad a quien se hace cargo de ella.

    Sin embargo, en un sistema de capitalización, y
    por supuesto en el ámbito complementario y libre, las
    aportaciones de los trabajadores se acumulan y hacen posible y
    necesaria su colocación en los mercados
    financieros, en donde se alcanza alta rentabilidad para los
    administradores de los fondos.

    Una consecuencia elemental de la búsqueda de
    estos objetivos es que, en cualquier caso, la pensión
    pública percibida será menor y que esa
    disminución sólo podrá compensarse con la
    pensión complementaria mediante un esfuerzo contributivo
    voluntario mucho mayor por parte del cotizante, lo que equivale a
    decir que implicará globalmente una reducción de su
    salario.

    A pesar de ello, como he señalado, hay una enorme
    coincidencia a la hora de defender la reforma en esta
    línea, lo que obliga a preguntarse cuáles
    serán las ventajas que ven en ella sus defensores, no
    sólo para los perceptores de pensiones, sino para la
    economía y la sociedad en su conjunto.

    Es verdad que a medio plazo no podrá financiarse
    el actual) sistema de pensiones?

    El punto de partida fundamental para justificar los
    cambios tan importantes que se proponen en el sistema
    público de pensiones giran siempre en torno a un
    idéntico lugar común: dada la tendencia previsible
    en los factores de los que depende su financiación,
    será imposible que ésta se lleve a cabo en los
    niveles actuales. De ahí los cambios antes
    mencionados.

    Según los criterios que sustentan la generalidad
    de los análisis tendentes a justificar la reforma,
    el factor que la hace absolutamente inevitable es el llamado
    "problema demográfico":

    "La evolución demográfica a partir del
    año 2000 será muy negativa para la suficiencia
    financiera del sistema".

    Las estimaciones demográficas más
    aceptadas anuncian que la evolución de las tasas de
    natalidad y mortalidad llevará consigo un aumento de la
    población de más edad en el conjunto de la
    población. Se producirá entonces un incremento
    sustancial de la población jubilada, mientras que
    será cada vez menor la proporción de los ciudadanos
    en edad de trabajar. En consecuencia, la relación entre
    pensionistas y cotizantes (denominada tasa de dependencia)
    tenderá a aumentar, de lo que se deduce que habrá
    menos recursos para financiar cada vez más
    pensiones.

    Y, al mismo tiempo que se produciría ese
    fenómeno, se estima también que va a disminuir la
    capacidad potencial de obtención de recursos por otras
    razones:

    – porque tiende a aumentar o a mantenerse la alta tasa
    de desempleo, lo que deriva en menos cotizaciones
    recaudadas.

    – porque tiende a retrasarse la edad de
    incorporación al primer empleo, lo que, al acortar la vida
    activa, disminuye el período en que se puede estar
    cotizando.

    – porque se tiende también a la reducción
    de la edad de jubilación, ya sea porque esto se potencia para
    luchar por el desempleo, o porque los sistemas vigentes
    incentivan la jubilación al ofrecer pensiones
    atractivas.

    Si se mantuviese un sistema de reparto y la cobertura
    del actual sucedería que cada vez menos población
    activa tendría que financiar más pensiones. Para
    evitar el colapso no habría más remedio que
    aumentar las fuentes de financiación:

    – bien aumentando las cotizaciones sociales,

    – bien aumentando la aportación del Estado a la
    financiación del sistema,

    – bien (o complementariamente) aumentando la presión
    fiscal global.

    Sin embargo, ninguna de estas alternativas se considera
    que pueda ser utilizada por diversas razones.

    El aumento de las cotizaciones sociales tendría
    que ser muy alto para compensar el desfase poblacional aludido.
    Además, se considera que las cotizaciones sociales (una
    parte de las cuales las aportan los empleadores) son un coste
    laboral ya muy elevado para las empresas, lo que provoca una
    caída en el empleo, pues las empresas contratarán
    menos trabajadores cuanto mayor sea la carga social que tengan
    que soportar por el uso del factor trabajo. De hecho, las
    propuestas más radicales, como la que en España
    defiende el Partido popular propugnan reducir en cinco puntos las
    cotizaciones sociales (lo que, por cierto, una pérdida
    aproximada de 1,02 billones de pesetas anuales).

    La mayor aportación del Estado al sistema de
    financiación de la Seguridad Social también
    sería rechazable. En primer lugar, porque se estima que su
    participación ya es muy elevada. En segundo lugar, porque
    de esta forma se contribuiría a aumentar el déficit
    público, uno de los problemas considerados más
    graves de las economías actuales. Además, porque
    eso supondría drenar más recursos de la
    órbita del mercado, lo que
    llevaría consigo una pérdida sustancial de eficiencia en el
    sistema.

    Razones de la misma naturaleza implicarían
    rechazar la posibilidad de que los desequilibrios venideros se
    financiaran a través de una mayor presión fiscal
    (de hecho este procedimiento es
    una variante del anterior).

    De todo ello se deducen dos inevitables consecuencias
    que, como vimos antes, están en la base de la estrategia
    de reforma. La primera es que no habrá manera de financiar
    el sistema con los mecanismos de reparto actuales:

    "La crisis del sistema se abre cuando la crisis
    económica y la evolución demográfica hacen
    inviable su financiación, planteando el sostenimiento de
    las prestaciones transferencias masivas y crecientes del presupuesto
    general, imposibles de realizar sin aumentar el déficit
    público y/o elevar las cotizaciones, con efectos muy
    negativos sobre el nivel de empleo".

    La segunda, es que hay que reducir el nivel de gasto, la
    cobertura del sistema:

    "A la vista del desequilibrio económico actual
    del sistema, del probable incremento de dicho desequilibrio en el
    futuro…no resta sino indicar sobre qué variables
    actuar. Como quiera que una de las fuerzas que impulsan el
    desequilibrio del sistema, la relación activos/pasivos,
    es casi totalmente independiente de la voluntad del Gobierno (que
    sólo podría modificarla elevando la edad de
    jubilación), es preciso actuar sobre aquellas que
    determinan el valor
    monetario de las pensiones, es decir la tasa de
    revalorización anual, el período de
    cotización exigido para adquirir el derecho a un
    porcentaje dado de pensión, y el porcentaje de la
    pensión inicial respecto al último
    salario".

    En suma, la imposibilidad de aumentar las fuentes de
    financiación y el aumento de la demanda de
    recursos que implicaría el mantenimiento
    del sistema actual y de su grado de cobertura, provocarían
    su desequilibrio permanente e insoportable.

    Esto se resume, por fin, en el establecimiento como
    principio ineluctable de la idea de que los sistemas
    públicos actuales no están en condiciones de
    proporcionar a los jubilados los recursos necesarios para que,
    después de su vida activa, mantengan un nivel de vida
    digno, o un "un nivel decoroso de vida", expresión que se
    utiliza en el documento conocido como "Pacto de Toledo",
    elaborado por una Ponencia de la Comisión de Presupuestos
    del Congreso de los Diputados:

    "La suficiencia de la prestación no puede ser
    garantizada ni por un sistema contributivo de reparto, ni por un
    sistema de capitalización individual o colectivo. Ni
    siquiera la combinación de ambos sistemas garantiza una
    pensión suficiente en todos los casos".

    Es el momento, pues, de valorar, de la manera más
    sencilla posible, la validez de todos estos argumentos para
    poder dar
    respuesta a la Es verdad que a medio plazo no
    podrá)pregunta que encabeza este epígrafe:
    financiarse el actual sistema de pensiones?.

    La primera cuestión a dilucidar va ligada a la
    naturaleza de las fuentes de financiación precisas para
    poder hacer frente al gasto en pensiones.

    Por lo que hace referencia a las no contributivas, ya se
    ha señalado que su financiación procede de los
    Presupuestos del Estado y que, en consecuencia, habrá
    posibilidad o no de financiarlas en la cuantía actual o en
    otras mayores en función de
    la preferencia social dominante en un momento dado en la
    sociedad: puede preferirse destinar una parte más o menos
    elevada de los recursos generados en la sociedad para
    proporcionarlas, o puede preferirse destinarlos a otras
    alternativas.

    Se trata por lo tanto de una decisión colectiva
    que se adopta en virtud del juego de
    poderes prevaleciente en un momento dado en la política y
    en la sociedad.

    En relación con las pensiones contributivas hay
    que definir cuáles son las fuentes de financiación
    deseadas también por la sociedad. Esto es importante, pues
    el criterio adoptado (reparto, capitalización, más
    cotizaciones sociales, financiación a través de
    impuestos generales, etc.) nunca proviene de una ley ineluctable,
    de una instancia etérea, o de un mandato ajeno a los
    intereses sociales, sino que también es el resultado de
    determinadas preferencias, asumidas o no colectivamente en virtud
    del juego de poderes existente en la sociedad en relación
    con el abanico de ventajas o inconvenientes que cada una de ellas
    tiene sobre los diferentes colectivos sociales.

    Lo que aquí se trata de determinar es si mediante
    el actual sistema de reparto se puede hacer frente a la demanda
    de pensiones que la población jubilada generará en
    el futuro.

    El "equilibrio financiero" del sistema (la
    situación en la que, con los recursos generados, se hace
    frente al montante de pensiones que hay que satisfacer) es el
    concepto central que habría que determinar para considerar
    si el sistema es capaz o no de alcanzarlo.

    Los análisis destinados a mostrar que el sistema
    de reparto tiende al desequilibrio permanente e irremediable en
    las condiciones económicas actuales se centran en una
    consideración básica que nos parece errónea
    y en un juicio de valor, como todos, discutible.

    Este último, se basa en considerar que los fondos
    necesarios para financiar el sistema deben provenir,
    exclusivamente, de las cotizaciones sociales, sin
    participación alguna de los ingresos del Estado. Aunque
    aceptaremos a partir de ahora este criterio, es preciso
    señalar que no tiene por qué ser
    así.

    Realmente, los ingresos que recibe la Seguridad Social
    procedentes del Estado podrían considerarse como recursos
    propios del sistema, si así se considera en la
    legislación y si se adoptan, en su virtud, las necesarias
    convenciones contables. En ese caso, el hecho de que en un
    momento dado las cotizaciones no fuesen suficientes y se hiciera
    necesaria la aportación estatal, no se podría
    hablar de desequilibrio. Ello no quita, sin embargo, que,
    dependiendo de la solución elegida, se deriven unos u
    otros efectos económicos que no es preciso tratar
    aquí.

    La consideración que me parece equivocada
    consiste en vincular el equilibrio solamente a la
    situación demográfica, sin tener en cuenta, al
    mismo tiempo, la evolución de las variables que
    condicionan el papel de la Tasa de Dependencia (relación
    entre pensionistas y población) en la ecuación del
    equilibrio financiero del sistema.

    En concreto, el
    equilibrio de un sistema de reparto se alcanza cuando el tipo
    medio de gravamen de las cotizaciones, aplicado al conjunto de la
    masa salarial, iguala a la pensión media multiplicada por
    el número de pensionistas existentes.

    De ahí es posible deducir, como hacen
    Muñoz del Bustillo y Esteve, que para que la
    financiación del sistema se desequilibre no basta con que
    aumente la tasa de dependencia que se modifica por factores
    demográficos, es decir la relación entre el
    número de pensionistas y el de empleados, sino que,
    además, la relación entre pensionistas y
    población potencialmente activa debe ser mayor que la suma
    de la tasa de actividad (población activa/población
    potencialmente activa) más la tasa de empleo.

    Y, más concretamente, se puede establecer, como
    hacen estos autores que:

    "La ruptura del equilibrio financiero de los sistemas de
    reparto, para valores de
    pensiones medias, cotizaciones sociales medias y distribución funcional de la renta
    constante, sólo se dará si:

    TD* > a + e + Π

    Donde,

    TD* es la relación entre pensionistas y
    población potencialmente activa,

    a, la tasa de actividad

    e, la tasa de empleo, y

    Π, la productividad del
    trabajo.

    Por lo tanto, la ruptura del equilibrio financiero
    vendría dada no sólo por el factor
    demográfico, sino por la incapacidad de operar sobre esas
    otras variables.

    es posible operar sobre ellas para conseguir que)Pero,
    aumenten?.

    Como señalan esos autores, el margen de maniobra
    no tiene por qué considerarse estrecho si se tiene en
    cuenta que la tasa de actividad española es trece puntos
    menor que la media de la OCDE, la también baja tasa de
    empleo de nuestra economía, y la reducida hipótesis de incremento de la productividad
    del trabajo que sería necesaria para compensar la
    variación del componente demográfico.

    Todo ello les permite concluir que:

    "El comportamiento
    esperable de la productividad, el empleo y la tasa de actividad
    permitiría el mantenimiento de los niveles actuales de
    prestaciones y su mejora parcial (mediante la repercusión
    sobre las mismas de parte de los aumentos de la productividad),
    si bien la plena igualación de los aumentos de las
    pensiones medias con los aumentos en la productividad
    exigiría de aumentos en las cotizaciones sociales.
    Incremento de cotizaciones que, en una economía en
    crecimiento, obviamente no supone la reducción de los
    salarios reales disponibles, sino tan sólo que su aumento
    sea inferior al crecimiento de la productividad".

    A una conclusión semejante, aunque por otro
    procedimiento, llegan J. Albarracín y P.
    Montes:

    "El objetivo de reducir para el año 2026 la tasa
    de paro al 4%, de
    elevar la tasa de actividad masculina y femenina al nivel medio
    de la Unión
    Europea en 1992 y de moderar el crecimiento de la
    productividad hasta el 1% (2,4% en los últimos diez
    años) para permitir, entre otras cosas, una
    reducción de la jornada laboral, se traduciría en
    un crecimiento anual acumulativo del PIB del 2,8%.
    En el 2026, bajo estas hipótesis,…el PIB se
    habría multiplicado por 2,4 sobre el de 1994 y la renta
    por habitante por 2,3, tras crecer a una tasa anual del 2,6%. Las
    prestaciones sociales en pensiones y cobertura del paro,
    admitiendo una mejora real del 2% anual, representarían el
    12,7% del PIB, por debajo del 13,2% actual".

    Y también un Informe del
    Consejo de Europa, hace ya
    más tiempo, concluía en el mismo
    sentido:

    "Aunque la evolución económica sea
    inferior a la esbozada anteriormente -o sea, el 2 por 100 anual,
    a ritmo constante- la financiación de los sistemas de
    jubilación puede quedar garantizada, a pesar de la carga
    suplementaria que supondrá el envejecimiento de la
    población a comienzos del próximo siglo. Es
    suficiente, en efecto, un crecimiento de algunos puntos
    -permaneciendo igual los demás factores- para que el
    aumento anual de la productividad compense los solos efectos
    financieros del envejecimiento; efectos compensados por la baja
    -si las demás causas permanecen igual- de la
    proporción de jóvenes (menores "inversiones
    demográficas": escuelas, alojamientos, etc.)".

    Resulta, pues, que afirmar que la financiación
    del sistema llegará a bloquearse como consecuencia de la
    evolución de la demografía es sencillamente un
    reduccionismo bastante simplista.

    La financiación correría peligro si se
    produce, al mismo tiempo que el envejecimiento de la
    población, una serie de circunstancias que, de manera
    harto sospechosa, no suelen incorporarse en los análisis
    justificativos de la reforma.

    Efectivamente, al considerar tan sólo, y de
    manera preeminente, el factor demográfico, resulta que se
    está dando por hecho que la evolución de la
    economía, no sólo no va a cambiar a mejor sino que
    empeoraría.

    De hecho, de los análisis críticos con la
    estrategia de la reforma que se acaban de mencionar, e incluso de
    un elemental sentido común de las cosas, se deduce que el
    envejecimiento de la población bloquearía la
    financiación del sistema sólo:

    – Si no se reduce la tendencia al desempleo creciente,
    que impide destinar recursos salariales actuales para rentas
    diferidas a una gran parte de la población.

    – Si la economía no es capaz de recobrar ritmos
    más elevados de crecimiento económico, pues, de
    hecho, el argumento generalmente utilizado para justificar la
    reforma -la creciente e insoportable participación del
    gasto en pensiones sobre el PIB- se produce más bien por
    una disminución del PIB que por el mayor número de
    pensiones que hay que pagar.

    – Si el desempleo juvenil o el de larga duración
    se mantienen como fenómenos generalizados, lo que reduce
    la vida ocupada de la población y, en consecuencia, el
    período y las rentas por las que pueden
    cotizar.

    – Si los salarios reales tienden a disminuir, de manera
    que el volumen recaudado de cotizaciones sociales tengan que ser
    necesariamente menor.

    – Si continúa la tónica de
    distribución privilegiada a favor de los beneficios, lo
    que disminuye en términos relativos la masa salarial,
    provocando igualmente una menor cotización global al
    sistema.

    – Si se generaliza el empleo precario o de baja calidad, con
    salarios reducidos y, por tanto, con baja capacidad de
    contribución social.

    – Si las modificaciones en la productividad del trabajo
    responden exclusivamente a un uso más intensivo del factor
    trabajo orientado a obtener excedentes mediante estrategias
    espurias y globalmente ineficaces de competitividad.

    Lo que resulta entonces verdaderamente sorprendente es
    que los análisis justificativos de la reforma del sistema
    público de pensiones apenas se detengan en valorar la
    evolución previsible o deseable de estas variables y que
    se limiten a aplicar con denuedo su sofisticada batería de
    modelos a la
    evolución demográfica en un contexto, que se da por
    invariable, de crisis, ralentización del crecimiento y
    mantenimiento del desempleo.

    Sorprende efectivamente que se vaticine de manera
    irrefutable la insostenibilidad financiera del sistema
    público de pensiones, y en su virtud se propongan
    soluciones que dejarán en una mayor indigencia a la mayor
    parte de la población, y, sin embargo, no llame la
    atención otro problema de sostenibilidad
    que se nos antoja mucho más dramático,
    empíricamente más evidente y, desde luego, de mayor
    impacto para todo el sistema social: la perspectiva aceptada de
    una sociedad donde se multiplicará el desempleo, en donde
    millones de personas tendrán que sobrevivir, si es que
    ello resulta posible, con ingresos cada vez más reducidos
    y sin posibilidad, como analizaremos más adelante, de
    acceder -debido a estas mismas circunstancias- a los
    privilegiados mecanismos de pensiones complementarias gestionadas
    por el sector privado.

    De manera harto sospechosa, a los profetas de la crisis
    del sistema público de pensiones y defensores de su
    progresiva privatización, les preocupa la
    sosteniblidad del sistema de pensiones, pero nada les lleva a
    preguntarse si es sostenible una sociedad con desempleo
    generalizado, con salarios de miseria, y con simples ingresos de
    subsistencia en la vejez de la gran mayoría de la
    población.

    Como no cabe pensar que se trate de un simple olvido,
    una vez más puede decirse, ahora en palabras del Informe
    citado del Consejo de Europa, que "la demografía sirve de
    pretexto para frenar o impedir las mejoras sociales".

    Verdaderamente, el análisis económico
    convencional al que se acude para revestir estas propuestas no
    podría presentar otra cara más fatalista. Asume sin
    asomo de problemas que nada se puede, ni se debe hacer para
    corregir una dinámica social perversa,
    limitándose a hacer suya la vieja idea del reaccionario
    Malthus: "Los que nacieron después del reparto de las
    propiedades se encontraron con un mundo ya ocupado…Resulta,
    pues, que en virtud de las ineludibles leyes de nuestra
    naturaleza, algunos seres humanos deben necesariamente sufrir
    escasez. Estos
    son los desgraciados que en la gran lotería de la vida han
    sacado un billete en blanco".

    2. Es objetivamente mejor el
    sistema de pensiones que se propone?

    Puesto que no hay razón con fundamento suficiente
    para aceptar que la reforma del sistema público de
    pensiones debe realizarse a causa de su previsible desequilibrio
    financiero, debemos ahora preguntarnos si la alternativa que se
    ofrece representa más ventajas, privadas y sociales, y si
    va a suponer una mejora en el funcionamiento de la
    economía y en el bienestar social.

    Para ello, hay que hacer referencia a tres grandes
    aspectos que lleva consigo la reforma: la eliminación de
    lo que se considera efectos perversos del sistema actual de
    pensiones sobre la asignación de recursos, y especialmente
    sobre el empleo; el mayor protagonismo de los mecanismos de
    capitalización y, por último, la introducción de la iniciativa privada en el
    sistema.

    Como se apuntó más arriba, la principal
    crítica
    al sistema tradicional, en cuanto a asignación de recursos
    se refiere, se basa en considerar que las cotizaciones sociales
    suponen un coste excesivo para las empresas y que, por ello,
    perjudican la estrategia de generación de empleo.
    Además, se entiende que las que corresponden a los
    empleadores vienen a ser realmente un impuesto sobre el
    uso del factor trabajo, por lo que actúan como un elemento
    que discrimina a las actividades intensivas en trabajo y que
    puede incentivar procesos
    indeseables de sobrecapitalización de las
    empresas.

    Estos criterios llevan a proponer la disminución
    o incluso desaparición de las cotizaciones que soportan
    los empleadores, y su sustitución por un aumento de los
    tipos del impuesto sobre el valor añadido (IVA):

    "La tendencia europea parece fijarse mayoritariamente
    sólo en la reducción de las contribuciones
    sociales, sean cuales fueren sus consecuencias inmediatas en el
    volumen e importancia relativa de las demás fuentes de
    recursos. O, en su caso, en los niveles de protección
    social".

    Sin embargo, no puede aceptarse sin más que esta
    propuesta de reducción de las cotizaciones empresariales
    lleve consigo efectivamente una mayor eficiencia. Más bien
    todo lo contrario:

    – Aunque a corto plazo signifique un ahorro de
    costes salariales, no es seguro que lo sea
    a medio y largo plazo. Cabe pensar, por el contrario, que los
    trabajadores asumen la contribución empresarial como una
    parte que es detraida de su salario para generar el derecho a su
    pensión futura. Por lo tanto, su eventual
    desaparición llevará, antes o después, a una
    demanda de mayor salario actual, lo que terminaría
    aumentando la carga salarial que deben soportar las
    empresas:

    "Si no existieran cotizaciones, el salario directo de
    los trabajadores sería más elevado".

    – Si se parte del supuesto de que las cotizaciones
    empresariales constituyen una rémora para el empleo y el
    crecimiento, debería seguirse de ahí que los
    países en donde han sido más elevadas
    habrían tenido resultados económicos más
    desfavorables, al contrario de lo que ha sucedido en la
    realidad:

    "Si el argumento tuviera solidez, los países de
    la Comunidad Europea
    en que las cotizaciones son reducidas se habrían
    beneficiado mucho en el curso de los años a expensas de
    aquellos en que las cotizaciones son altas. Pero no parece que
    esto haya ocurrido en la práctica".

    – Tampoco tiene demasiado fundamento, como prueba el que
    las propias organizaciones empresariales alemanas lo rechazaran
    en su momento, que la sustitución de las cotizaciones
    sociales por la financiación a través del IVA sea
    más favorable. Se suele estimar, por el contrario, que
    llevaría consigo mayores gastos de administración, inconvenientes para el
    proceso de innovación
    tecnológica, efectos negativos sobre los precios y, por
    demás, un mayor componente regresivo en el sistema, al ser
    el IVA un impuesto indirecto.

    Sobre este asunto, puede afirmarse, pues, que

    "la evidencia empírica disponible no permite
    obtener conclusión alguna".

    – Finalmente, cabe señalar que, aún
    aceptando que un mayor coste laboral siempre es un lastre que
    debe soportar cualquier empresa, su nivel
    de competitividad no siempre viene marcado por esta partida. Al
    tratar de alcanzarla a través de salarios más bajos
    se genera un efecto perverso global de depresión
    de la demanda (que perjudica a todas las empresas en conjunto) y
    sustituye de forma espuria a la estrategia competitiva más
    auténtica y rentable para las empresas: la que trata de
    lograr posiciones privilegiadas en el mercado a través de
    la innovación tecnológica y de la mayor
    calidad.

    La segunda cuestión a considerar es la
    conveniencia de sustituir el sistema de reparto por el de
    capitalización.

    Este es un asunto ampliamente debatido en el
    análisis económico, lo que permite resumir
    brevemente los pros y los contras más significativos que
    se suelen aducir en relación con cada uno de
    ellos.

    A favor del sistema de capitalización se
    argumenta, principalmente, con las siguientes razones:

    – A diferencia de lo que ocurre en el sistema de
    reparto, en donde lo recaudado se gasta inmediatamente, cuando se
    constituyen fondos se favorece el ahorro y, en consecuencia, la
    inversión.

    Pero este argumento puede contrarrestarse
    señalando que la inversión no siempre depende de la
    existencia de ahorro en la economía, sino más bien,
    de la existencia de opciones de colocación de capitales
    rentables. Por otro lado, tampoco hay evidencia empírica
    decisiva que permita identificar claramente los efectos reales de
    los diferentes sistemas sobre el ahorro.

    – El sistema de reparto es un mecanismo de
    asignación de recursos que actúa fuera de la
    órbita del mercado, y ello supone un elemento de rigidez e
    inercia para el funcionamiento de la economía que puede
    llevar a deprimir la actividad económica en un sistema de
    intercambio gobernado por la iniciativa privada de
    mercado.

    Pero también se puede argumentar de forma
    alternativa:

    "Ni la magnitud de esta pérdida de posibilidades
    puede estimarse con precisión, ni un menor crecimiento
    económico significa necesariamente un menor bienestar
    social. Por tanto, es difícil saber cuál es el
    coste en crecimiento económico de una mayor
    protección social".

    – Una crítica añadida al sistema de
    reparto es que, al proporcionar pensiones cuya cuantía es
    mayor a la contribución realizada a lo largo de la vida
    activa, incentiva la jubilación, disminuyendo así
    la oferta de mano
    de obra y distorsionando el mercado de trabajo.

    Sin embargo, en condiciones de desempleo masivo como las
    actuales, no parece que pueda tomarse este argumento como
    determinante de la bondad o de la perversidad del sistema de
    reparto.

    – Se reconoce que el sistema de reparto es adecuado en
    épocas de expansión económica pero no en
    momentos de ralentización del crecimiento.

    Efectivamente, el rendimiento de este sistema depende
    del crecimiento de las rentas salariales, cuya evolución
    suele marcarla el ritmo de crecimiento de la actividad
    económica, mientras que el del sistema de
    capitalización está en función del
    rendimiento del capital,
    estrechamente vinculado a la evolución de los tipos de
    interés reales. Mientras que las tasas de crecimiento de
    la economía sean elevadas, hay actividad suficiente para
    generar recursos a través de las cotizaciones y, como
    suele acontecer en esos momentos, los tipos de interés son
    bajos. Entonces, el sistema de reparto tiene un mayor
    rendimiento.

    Por el contrario, se argumenta que cuando los tipos de
    interés son más elevados, como sucede durante la
    fase actual en que se plantea la necesidad de la reforma, es
    preferible el sistema de capitalización.

    Sin embargo, se podría argumentar que es esa
    tónica de tipos de interés elevados la que
    contribuye precisamente a desalentar la actividad productiva, a
    generar desempleo y, en suma, a deteriorar las condiciones
    económicas. Parecería más lógico
    actuar procurando evitar este fenómeno que adaptar el
    sistema de seguridad social a una dinámica nefasta de
    depresión económica.

    Desde otros puntos de vista también se pueden
    proporcionar argumentos en principio favorables al sistema de
    reparto, como su mayor capacidad para proteger efectivamente a
    los sectores más débiles de la sociedad (lo que al
    fin y al cabo es el objetivo que debe perseguir un sistema de
    seguridad social); su mejor condición para hacer frente al
    problema de la inflación (que en la capitalización
    desvaloriza los fondos acumulados), pues financia las pensiones
    con recursos actuales; la posibilidad de generar fondos con
    caracter inmediato, mientras que la capitalización
    requiere un largo periodo de acumulación; o, simplemente,
    que el paso a un sistema de capitalización
    provocaría consecuencias concentradas en unas pocas
    generaciones que serían "brutales".

    A la vista de todo esto, parece muy aventurado defender
    que un sistema de capitalización implique ventajas
    sustanciales frente al de reparto. E incluso que,
    políticamente hablando, pueda pensarse con realismo que
    un tránsito de estas características pueda llevarse
    a cabo sin conmociones sociales. De hecho, el argumento
    señalado del envejecimiento de la población para
    llevar a cabo estas reformas, se vuelve contra su
    realización si se tiene en cuenta, como indica Browning,
    que el sistema de reparto es más deseado cuanto más
    edad se tiene. Lo que indica que, a medida que envejezca la
    población, cabe esperar que haya más resistencias a
    renunciar al sistema tradicional de reparto.

    En definitiva, no se puede argumentar de manera
    definitiva a favor de uno u otro sistema si no es por razones de
    preferencia social. Desde el punto de vista económico, tan
    sólo se trata, en palabras de Segura, de una
    "polémica estéril".

    La tercera cuestión a dilucidar se refiere a las
    posibles ventajas que puede llevar consigo la
    privatización de la
    administración y gestión del sistema de
    pensiones, bien sólo en su nivel complementario, bien
    incluso en lo que suponga ir más allá del nivel
    básico mínimo.

    Las principales razones que se aducen para justificar
    una mayor presencia de la iniciativa privada son las
    siguientes:

    – En términos generales, se considera que los
    sistemas de Seguridad Social han extendido hasta tal punto los
    niveles de protección que, más que asegurar el
    necesario socorro a los más débiles, han provocado
    la aparición de potentes desincentivos. Se entiende que la
    protección generalizada, los seguros de
    desempleo, la sanidad gratuita, etc., generan poco aprecio al
    trabajo, potencian la abulia y la falta de esfuerzo, y favorecen
    una comprensión de los servicios
    públicos como bienes de
    acceso gratuito que no tienen coste, cuando en realidad llevan
    consigo un volumen de gasto
    público que se hace insoportable.

    – Con independencia
    de ello, se considera que el gasto que administra la Seguridad
    Social es hoy día excesivo, que arrastra tras de sí
    un ingente ejército de empleos improductivos y que se
    administra sin el rigor y la economía de la iniciativa
    privada. Por el contrario, ésta última, en la
    medida en que administra bajo rigurosos criterios de eficiencia,
    podría gestionar los recursos disponibles de manera mucho
    más rentable y productiva.

    – La coincidencia de las dos cicunstancias anteriores
    provoca que, en la actualidad, los ingentes gastos de seguridad y
    protección social sean incluso ineficaces desde el punto
    de vista de la cobertura que se desea alcanzar; salvo,
    quizá, en el ámbito de la lucha contra la pobreza,
    aunque ésta misma debería quedar sometida a
    criterios efectivos de asignación para evitar la
    dependencia y la autosatisfacción en estas
    situaciones.

    – La financiación de las prestaciones sociales, y
    en particular de las pensiones, a través de cotizaciones
    sociales y/o impuestos lleva consigo cargas demasiado elevadas
    para las empresas, lo que deriva en pérdida de empleo. Por
    el contrario, si se instaurasen sistemas de capitalización
    gestionados por la iniciativa privada se podría aliviar la
    carga impositiva y con ello favorecer la creación de
    puestos de trabajo.

    – Al basarse los sistemas públicos en criterios
    universalistas, se rompe con la libertad de
    elección, esto es, con un principio básico que debe
    gobernar los regímenes de mercado.

    – La existencia de regímenes de cobertura y de
    fuentes de financiación diferentes determina que el
    sistema público, en contra de lo pretendido, se convierta
    en un mecanismo generador de desigualdades, mientras que, de
    existir un sistema privado las diferencias serían el
    resultado tan sólo de la libre elección de los
    ciudadanos.

    – En suma, se entiende que si la acción
    pública se limita a garantizar los mínimos
    esenciales de protección y se deja que la iniciativa
    privada gestione los niveles complementarios a ellos, se
    liberarían recursos que puestos en circulación a
    través de los mercados
    favorecerían mayores rendimientos del sistema y resultados
    globales de la actividad económica más
    satisfactorios.

    Pero desde una perspectiva diferente, tampoco son
    escasos los argumentos que pueden plantearse contra la
    privatización del sistema de pensiones:

    – La evidencia empírica demuestra que la
    existencia de altos niveles de protección social no va
    acompañada de fenómenos negativos en las
    economías, sino más bien todo lo contrario, pues
    son precisamente las naciones donde ha llegado más lejos
    las que muestran, al mismo tiempo, más estabilidad y
    crecimiento económico.

    – Cabe señalar, además, que el gasto en
    Seguridad Social constituye un elemento primordial para el
    sostenimiento de la demanda agregada de la economía y que,
    en ese sentido, es un factor esencial del crecimiento y el
    desarrollo
    económico.

    – Cualquier sistema privado tendría mucha menor
    garantía y solvencia que el sistema público,
    implicaría la desaparición de los mecanismos de
    transferencia de derechos, estaría sometido en mayor
    medida a riesgos como
    la inflación y, por supuesto y a diferencia del sistema
    público, podría quebrar.

    – Puesto que el sistema privado debe funcionar sobre la
    base de lograr rentabilidad, y para hacer frente a esos riesgos,
    el sistema privado debe operar con primas más elevadas que
    las de un sistema público, penalizando por lo tanto a las
    personas con menos riesgo.

    – Para mantener niveles adecuados de rentabilidad es
    preciso una gestión compleja de los recursos, lo que
    obliga a mantener altos costes de administración.

    – Incluso se puede argumentar que aún en un
    sistema de capitalización es posible y deseable la
    presencia del sector público, de manera que, ni tan
    siquiera aceptando que este último sistema sea más
    beneficioso que el de reparto, se tiene por qué deducir
    que sea imprescindible su gestión privada.

    – En principio, la posibilidad de alcanzar altos
    rendimientos a través de la administración privada
    de los fondos es un argumento que se utiliza a su favor; pero no
    se tiene demasiado en cuenta que los sistemas financieros
    actuales se caracterizan por una extremada inestabilidad y por
    estar sujetos a gran incertidumbre y alto riesgo, como ponen de
    manifiesto las sucesivas crisis bursátiles, financieras,
    bancarias o monetarias que han provocado la quiebra incluso de
    empresas o instituciones de gran peso específico. Las
    primas más elevadas serán la única cautela
    posible frente a este riesgo, pero nada podría evitar la
    quiebra general del sistema si se llegara a una crisis financiera
    generalizada, lo que no es una hipótesis descartable, sino
    un acontecimiento que cabe esperar que se produzca si no se
    modifica la dinámica que predomina en los mercados
    financieros.

    – Pero la argumentación quizá más
    rotunda en contra de las ventajas de la privatización,
    incluso cuando ésta sólo se da en niveles
    complementarios, deriva de que la dinámica de mercado es
    incapaz, por definición, de resolver de manera efectiva
    las contingencias que trata de paliar la protección
    social, entre otra cosas, porque generalmente es el propio
    mercado el que las produce.

    Eso es lo que explica que cualquier regimen privado se
    caracterice por las barreras de entrada que presenta, pues
    sólo los que disponen de un alto nivel de ingresos pueden
    acceder a él como mecanismo efectivo para garantizarse la
    pensión.

    Hasta el momento, por ejemplo, se estima que en
    España sólo un millón seiscientas mil
    familias tienen capacidad de ahorro suficiente para acceder a
    Fondos de Pensiones y que sólo quinientos mil ahorradores
    estarían en condiciones de invertir la cantidad necesaria
    para alcanzar el máximo de desgravación fiscal. A
    principios de 1.995, se calcula que alrededor de un millón
    y medio participan en Fondos de Pensiones, lo que supone
    aproximadamente un 13 por cien de la población
    ocupada.

    Una encuesta
    reciente realizada por Seguros La Estrella confirmaba esta
    limitación al poner de relieve que el
    grupo laboral
    que en la actualidad cuenta, en mayor medida, con un sistema de
    protección alternativo es el de directivos, mientras que
    sólo el 10 por cien de las escalas inferiores de las
    empresas disfrutaban de él. Según esta encuesta, la
    falta de recursos era, precisamente, la razón que alegaba
    un 44,94 por cien de los encuestados para justificar su no
    incorporación a esos planes.

    Un ejemplo especialmente significativo de los resultados
    de la administración privada del sistema de pensiones es
    el de Chile.

    En este país, que suele ser utilizado como
    ejemplo por los neoliberales más conspicuos, la realidad
    muestra que de los aproximadamente cuatro millones ochocientos
    mil afiliados a las Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP),
    sólo dos millones trescientos mil cotizan habitualmente y
    la cuarta parte de estos cotizan por menos del salario
    mínimo chileno (alrededor de unas veinte mil pesetas). Se
    calcula entonces que la mayor parte de los afiliados sólo
    alcanzará, como mucho, la pensión
    mínima.

    En junio de 1.994, después de trece años,
    el 69% de los afiliados no habían logrado acumular
    más de un millón de pesos (algo más de
    trescientas mil pesetas), y ello a pesar de que la rentabilidad
    media de los fondos ha sido del 13%.

    En conclusión, por lo tanto, tampoco la
    cuestión de la privatización puede resolverse con
    argumentos incuestionables:

    "La teoría
    económica no proporciona apoyo irrefutables en favor de
    posiciones neoliberales y privatizadoras como con frecuencia
    intentan hacernos creer quienes hacen gala de mantener el debate
    sobre la protección social en el ámbito de la
    economía positiva sin interferencias ideológicas
    espúrias".

    Si acaso, más bien se podría concluir en
    lo contrario, como hacía algunos años atrás
    un informe de la
    Organización Internacional del Trabajo:

    "Si se tienen en cuenta todos los factores, el fiel de
    la balanza se inclina claramente contra el recurso a aseguradores
    privados, siempre y cuando que los regímenes
    públicos se administren con eficacia y sea
    sensibles a las necesidades de los usuarios".

    A la vista de todo esto, y puesto que a su pesar la
    estrategia conducente a debilitar los sistemas públicos de
    pensiones, a reducir las prestaciones y a fomentar la presencia
    de la iniciativa privada es un hecho asimismo incuestionable,
    debemos pensar necesariamente que aquella responde a razones que
    no tienen que ver con una aparente perversidad intrínseca
    del sistema público, ni tan siquiera con su desequilibrio
    financiero, sino más bien con otros fenómenos
    paralelos que se vienen produciendo en nuestras economías
    y a los que la doctrina convencional no suele
    referirse.

    Como recomendaba el Informe del Consejo de Europa que
    hemos citado, en lugar de centrar nuestra atención en la
    presión de los gastos sobre el sistema de pensiones, es
    más útil fijarnos en la naturaleza del ajuste que
    se lleva a cabo en el conjunto de las
    economías.

    3. Pensiones y crisis
    económica: la pretensión
    neoliberal

    A lo largo de los años sesenta se fue larvando
    una profunda crisis económica que llegará a
    deteriorar gravemente las bases productivas en que se
    había sustentado el modelo de
    crecimiento de la posguerra y cuyas consecuencias determinan el
    estado actual de las economías capitalistas.

    Las causas más importantes que la provocaron
    fueron las siguientes.

    A finales de los años sesenta las lineas de
    producción comenzaron a saturarse. El
    consumo
    llegó a ser insuficiente para satisfacer las estrategias
    de producción intensiva. Y el impulso del crédito
    para aumentarlo, en lugar de favorecer la realización de
    más productos,
    daba lugar a una monetización excesiva, a la inestabilidad
    financiera y al desarrollo exacerbado de la circulación
    monetaria.

    En esas condiciones, sin embargo, la que se llamó
    la "cultura del
    más" propia del Estado benefactor y permanente
    suministrador de bienes públicos, de la publicidad y de
    la expansión del crédito, provocó un
    auténtico desbordamiento social y productivo. Como tantas
    veces se ha señalado, el pleno empleo y la abundancia son
    los peores enemigos de la estabilidad social y de la paz laboral.
    Efectivamente, al amparo de esa
    situación se multiplicaban las demandas salariales, se
    perdía la disciplina en
    las fábricas y se generaba la rebelión de los
    trabajadores y ciudadanos que no estaban sino deseosos de
    satisfacer la necesidad de más bienes, más ocio y
    más protección que el Estado del Bienestar les
    ofrecía.

    Pero esa relajación laboral (con muy poco coste
    de oportunidad para el trabajador cuando no hay apenas desempleo)
    y la pérdida de la medida en las reivindicaciones
    salariales (cuando la indiciación no respeta la
    evolución de la productividad) deteriora el equipo
    productivo y reduce drásticamente la productividad hasta
    el punto en que los beneficios comienzan a estar
    amenazados.

    La situación se hizo mucho más
    crítica en los sectores que empleaban más mano de
    obra y los que utilizaban la energía más cara. Pero
    puesto que esto había sido precisamente lo habitual en el
    desarrollo industrial del modelo de posguerra, es fácil
    imaginarse hasta qué punto la crisis de productividad y de
    costes se iba a convertir en algo generalizado en las
    economías occidentales.

    En esta situación, los gobiernos no sólo
    mantenían el ritmo de gasto, sino que al producirse
    desempleo, al no disminuir la entrada al mercado de nuevas
    franjas de población activa y al verse en la necesidad de
    reducir (bien de forma automática o discrecional) los
    ingresos públicos, incurrían en déficits
    cada vez más elevados. Cuando comienza a aumentar el paro
    y disminuyen las cotizaciones y cuando cae la actividad
    económica y se recauda menos sin que se restrinja el
    gasto, el déficit se dispara.

    La situación resultante se podría resumir
    en tres grandes circunstancias que explican la evolución
    de los hechos a lo largo de los años ochenta.

    En primer lugar la crisis de la producción.
    Frente a la saturación de los mercados de consumo en masa,
    frente a la indisciplina y la relajación laboral y frente
    a la caída en la productividad, se hacía preciso
    abrir nuevas líneas de producción con componentes
    menos costosos.

    La incorporación de nuevas
    tecnologías permitió reducir el empleo,
    utilizar el valor añadido de la información como detonante de la mayor
    productividad y abrir nuevos segmentos de productos más
    variados que era posible fabricar gracias a la versatilidad que
    proporcionan los nuevos usos tecnológicos.

    Se trataba fundamentalmente de orientar la
    producción a la consecución de gamas de productos
    que, aunque de la misma naturaleza o incluso con semejante
    utilidad,
    tuviesen sin embargo distintas envolturas (en el más
    amplio sentido del término) de forma que puedan ser
    realizados al no ser percibidos por el consumidor
    seducido por la publicidad como redundantes.

    En segundo lugar la crisis financiera. La inestabilidad
    financiera se convierte en un estado permanente como consecuencia
    de la hipertrofia de la circulación monetaria (que llega a
    ser cuarenta veces mayor que la circulación real), de la
    generalización de la especulación financiera que
    provoca la huída de los capitales de los destinos
    productivos, y de la deuda interna y externa que obliga a
    realizar una política
    monetaria orientada a salvaguardar el beneficio de los
    propietarios de las grandes masas de moneda en circulación
    permanente.

    En tercer lugar la crisis del consenso social y
    productivo, cuya expresión final es la quiebra de la
    regulación fordista consistente en garantizar salarios
    elevados gracias a que éstos sustentan el consumo de
    masas. Ahora, cuando la productividad ha caído y cuando no
    sólo está sin garantizar el salario, sino incluso
    el propio puesto de trabajo, el consumo deja de ser el cemento
    integrador que hace posible la armonía social.

    Los millones de desempleados y trabajadores en precario
    no pueden ya conformar el universo de
    los consumidores. Son despedidos del mercado y la pauta social de
    consumo ya no puede servir como reguladora de las relaciones
    sociales ni como armonizadora de intereses en conflicto.

    Por eso también que la salida a la crisis no
    sólo exigiera nuevos espacios productivos y nuevas formas
    de producción, sino también distintos
    comportamientos, valores diferentes y otros tipos de aspiraciones
    sociales. Y que llevase consigo políticas
    económicas de alcance y con instrumentos distintos y
    también nuevos modelos de actuación individual y
    social.

    Todos estos cambios se realizaron al amparo de un nuevo
    diseño de los fines y los instrumentos de las
    políticas económicas así como de una nueva
    filosofía económica que pronto fue difundida con
    inusitado vigor desde el establishment académico, cultural
    y político.

    El renacimiento del
    viejo liberalismo
    enterró la pretensión de conjugar la libertad con
    la igualdad y la
    democracia
    formal con la satisfacción social. La renuncia, la condena
    y desincentivación de todo lo colectivo permitieron
    recobrar la práctica social más hedonista que evita
    la mirada del conciudadano insatisfecho, mientras que una turba
    de medios de
    comunicación promueven la quimera de que es
    el esfuerzo individual lo que puede llevar al éxito y
    la satisfacción sin medida.

    Paralelamente, se rechaza tanto como se denigra
    cualquier mecanismo de provisión y asignación
    distinto al mercado, institución abstracta que se
    entroniza como remedio de todos los males y como garantía
    de la mayor eficiencia. Pero soslayando, sin embargo, que no se
    trata de mercados perfectos, sino que los que se protegen y
    fortalecen están poblados de oligopolios y monopolios, que
    a lo sumo compiten entre ellos pero con resultados de eficiencia
    muy lejanos a los que debería producir la teórica
    competencia
    perfecta de los manuales.

    Como un último corolario, fue preciso reformular
    el alcance de la propia política
    económica.

    La negación de la política
    fiscal por intervencionista y generadora de incentivos
    ineficientes oculta sin embargo la reducción pretendida y
    alcanzada en el gasto público -especialmente en el gasto
    redistributivo y social- y la disminución de la
    presión fiscal que soportan las empresas y las rentas
    más elevadas en un proceso sin parangón de
    redistribución pero a favor de los sectores más
    pudientes de la sociedad.

    Al mismo tiempo, la política monetaria
    cobraría un vigor inusitado. Primero, porque requiere
    menos aparato administrativo y se instrumenta desde los bancos centrales,
    organismos más defendidos del control
    parlamentario y ciudadano, segundo, porque evita la
    redistribución a favor de las rentas bajas al dejar hacer
    al sistema de intercambio que reproduce la desigualdad y,
    finalmente, porque permite regular directamente y con una gran
    autonomía la circulación monetaria, que es donde se
    concentran las alternativas más lucrativas para el
    capital.

    De este proceso pueden deducirse las razones
    últimas que explican la pretensión neoliberal de
    desarticular el sistema público de pensiones y los
    fenómenos que permiten que eso se lleve a cabo sin
    demasiada resistencia, a
    pesar de que objetivamente significa una pérdida de
    ingresos y calidad de
    vida para la mayoría de la
    población.

    La primera razón es que la respuesta a una
    profunda y costosa crisis económica ha obligado -y sigue
    exigiendo en la medida en que no se logra recuperar una senda
    estable y potente de crecimiento económico- a realizar una
    profunda redistribución de rentas a favor del beneficio,
    única forma de lograr recuperar la rentabilidad
    empresarial que debe constituir el estado normal de la
    economía capitalista y, en concreto, para disponer de los
    recursos necesarios que requería el capital para llevar a
    cabo la enorme reestructuración productiva que está
    siendo necesaria para hacer frente a las nuevas condiciones de la
    competenecia mundial.

    Constituye hoy día una evidencia que el "ajuste"
    que se ha llevado a cabo en las economías nacionales se ha
    basado en el control de las rentas salariales, en la
    flexibilización de las condiciones de contratación
    laboral para debilitar las condiciones de negociación de los trabajadores y, junto a
    ello, en el establecimiento de condiciones generales más
    favorables para la movilidad de los capitales.

    En ese sentido, la reconducción del gasto
    público ha sido una exigencia de primer orden y los
    organismos económicos internacionales, constituídos
    en principales baluartes de esas políticas neoliberales de
    ajuste no se han recatado en señalar que la
    obtención de recursos para facilitar la
    recuperación del beneficio privado debía provenir,
    primero, de los salarios, después, y una vez exprimida la
    fuente salarial, del gasto social en general. Por último,
    directamente de los fondos públicos para
    pensiones:

    "El Fondo Monetario
    Internacional afirma que la única vía de
    recorte del gasto son las pensiones. Sólo queda la
    Seguridad Social como el área donde poder hacer reformas
    para lograr ahorros sustanciales en el presupuesto".

    La segunda circunstancia que justitifica la avanzadilla
    neoliberal contra el sistema de pensiones públicas es que
    éste comporta la gestión de enormes masas de
    recursos financieros.

    Como se ha señalado más arriba, la
    progresiva financierización de las economías
    significa que los flujos financieros han alcanzado una magnitud
    extraordinaria. Hoy día se calcula que sólo en los
    mercados de divisas circulan
    diariamente entre un billón y un billón doscientos
    mil millones de dólares.

    El resultado de este fenómeno de hipertrofia es
    que la esfera financiera, cada vez más independiente de
    los movimientos reales de mercancías, constituye un lugar
    específico y privilegiado de beneficio. Es allí
    donde las grandes empresas y los grandes tenedores de liquidez
    pueden lograr beneficios ingentes, mucho más altos que los
    que proporciona la actividad productiva, gracias, entre otras
    razones, a la generalización de las operaciones
    especulativas y a la política monetaria predominante que
    tiende a establecer una permanente tónica alcista de los
    tipos de interés, lo que quiere decir alta
    retribución para los capitales financieros.

    Puesto que las operaciones en los mercados financieros
    son extraordinariamente rentables, resulta especialmente
    atractivo poder disponer de los fondos generados por las
    cotizaciones de los trabajadores para poder operar con ellos en
    estos mercados. Como se ha señalado con toda
    claridad,

    "los Fondos de Pensiones, especialmente cuando no son
    internos o reservas contables de la propia empresa, favorecen a
    los intermediarios financieros que canalizan dicho ahorro:
    entidades gestoras, bancos depositarios, compañías
    de seguros…éstos van a encontrar en los Fondos de
    Pensiones un gran volumen de recursos para la colocación
    de sus emisiones, en mejores condiciones de interés y
    plazo".

    Efectivamente, los fondos acumulados de esta manera no
    sólo supondrían una fuente inmediata de beneficio a
    sus administradores privados, sino también una vía
    privilegiada de financiación si se tiene en cuenta que,
    como en otros mercados, aquí se produce una fuerte
    concentración (en Chile, por ejemplo, cinco de las
    veintidos AFP existentes controlan el 82% de los fondos), lo que
    da una gran libertad de acción a la hora de aplicarlos
    privilegiadamente. En ese país, sólo un grupo de
    cinco empresas (CTC, Endesa, Enersis, Chilectra y Entel) han
    captado el 75% de las acciones
    invertidas por las AFP en los trece años de su existencia,
    mientras que el 48% de lo invertido en acciones del sistema
    bancario ha recaído en tres grandes bancos. Además,
    los fondos de las AFP chilenas han servido de fuente de
    financiación extraordinaria para enjugar la deuda
    acumulada por la banca privada
    como consecuencia de la inestabilidad financiera.

    Tan suculenta oportunidad es precisamente la
    razón, como en algunos casos se ha llegado a reconocer, de
    que "las opiniones empresariales" se orienten tan
    generalizadamente a favorecer estos objetivos de la reforma del
    sistema público de pensiones:

    "Desde diversas tribunas se ha hecho una
    valoración de la ley (de Regulación de Fondos y
    Planes de Pensiones) como estrategia de debilitamiento de la
    Seguridad Social y de reemplazamiento gradual de la misma.
    Algunas opiniones sindicales así lo temen. Y algunas
    opiniones empresariales así lo desean".

    Y es, precisamente por ello, que a pesar de su evidente
    caracter regresivo desde el punto de vista de la
    distribución de la renta, se facilite la
    contribución a esos fondos a través de
    desgravaciones fiscales que, en última instancia, son una
    prueba más de que frente al déficit público
    no se actúa por la vía de obtener mayor
    recaudación de quién disfruta de más
    ingresos, y así disminuirlo, sino que se utiliza como
    coartada para aplicar soluciones fiscales que perjudican
    globalmente a las rentas más bajas.

    Por último, lo señalado más arriba
    permite explicar también que propuestas que se formulan
    explícitamente como consistentes en la reducción en
    la protección social, y que derivan por lo tanto en una
    pérdida objetiva de bienestar social para la
    mayoría de la población, se lleven a cabo sin
    generar un rechazo contundente y duradero de los colectivos
    sociales afectados.

    O dicho de otra forma, que lleguen a ser asumidas como
    aceptables las propuestas de reducción de las pensiones
    cuando la pensión media en España rondaba las
    56.000 ptas. a finales de 1.993, el promedio de las pensiones de
    jubilación era de 64.000 ptas. y de 31.500 ptas las no
    contributivas.

    Lógicamente, este es un asunto también
    esencial a la hora de establecer alternativas capaces de atraer
    suficiente apoyo social y, en consecuencia, de hacerse valer en
    el campo de las preferencias sociales.

    El planteamiento teórico es bastante elemental:
    la política de pensiones no tiene nada que ver con
    problemas de redistribución de la renta, es decir, con
    asuntos relativos a la justicia o a
    la equidad con
    que se espera que funcione un sistema económico
    globalmente deseable. Por el contrario, las decisiones adoptadas
    en este campo deben supeditarse al funcionamiento eficiente de la
    economía, y eso, además, sólo puede
    conseguirse si, desprendiéndose de la mayor carga posible
    de intervención estatal, se deja actuar en libertad al
    mercado:

    "La financiación del sistema contributivo se
    inserta, básicamente, en la función de
    asignación de recursos y eficiencia productiva…no es
    posible ni necesario introducir el criterio de la
    redistribución en la financiación del sistema
    contributivo, ya que ello rompería la lógica
    del mismo".

    De esta manera se separa el problema de las pensiones de
    su inevitable connotación distributiva, lo que implica,
    fundamentalmente, dos cuestiones. En primer lugar, que deja de
    ser un asunto de preferencias sociales, y, por lo tanto, sobre el
    que no cabe pronunciarse, pues al quedar reducido a un problema
    de asignación su solución depende solamente de la
    dinámica del mercado. En segundo lugar, que el bienestar
    alcanzable no depende de una acción colectiva (como
    expresa siempre toda decisión sobre redistribución)
    sino de la iniciativa individual que cada uno tenga en el sistema
    de intercambios.

    Las políticas neoliberales no hubieran podido
    lograr este objetivo de vaciar de contenido distributivo a la
    política de pensiones si no hubiese mediado una
    modificación profunda en el sistema de valores
    sociales.

    Cuando la insatisfacción que llevan consigo
    éstas políticas es evidente, la rebeldía y
    el rechazo sólo se pueden evitar si se moldea un ser
    humano ensimismado, egoísta e insolidario y que no atiende
    a más estímulo que el de su satisfacción
    personal. Cuya
    atención es permanentemente reclamada desde todo tipo de
    fuentes para hacerle creer que la satisfacción depende del
    esfuerzo individual y no del tipo de organización social; fomentando para ello
    la quimera del éxito individualista y el temor al fracaso
    que conlleva la acción colectiva, y aislándolo
    comunicacional e incluso físicamente de sus seres humanos
    más próximos.

    La configuración de este arquetipo social ha
    permitido alcanzar un doble objetivo. Por una parte, hacer
    posible la colocación de los productos en mercados
    saturados, gracias a que ahora el consumidor se siente un ser
    diferenciado y con una estrategia de consumo que siente como
    propia y resultado de su individualidad. Por otra parte, ha sido
    la estrategia que ha permitido que el ciudadano, al perder de
    vista la inevitable referencia social que tiene todo proceso de
    realización humana, identifique la individualidad con la
    posibilidad de satisfacción y los vínculos
    colectivos, por el contrario, como la causa de la
    frustración. La resultante no es otra que la legitimación social de políticas
    que, aunque proclaman la felicidad personal, llevan consigo un
    empeoramiento real de las condiciones de vida de la
    población.

    Con toda la razón, pues, se ha señalado
    que

    "más que el riesgo económico es en
    realidad el riesgo de hundimiento de la solidaridad lo que acecha
    a los sistemas de pensiones y, en general, a los sistema de
    Seguridad Social".

    4. Lo que queda por
    hacer

    Podría deducirse, erróneamente, de todo lo
    que antecede que la estrategia más adecuada para
    salvaguardar el derecho de la población a percibir unos
    ingresos decorosos al finalizar su vida activa es la que consiste
    en mantener a rajatabla el sistema público actual, sin
    modificaciones y en la espera de que tiempos económicos
    mejores le devuelvan su equilibrio financiero. Es la estrategia
    que coincide con las demandas, típicas de las posiciones
    que podrían denominarse social-liberales o reformistas,
    limitadas a la reivindicación simplista del antiguo Estado
    del Bienestar.

    Esta actitud es hoy
    día inoperante por la sencilla razón de que, a
    diferencia de lo que había sucedido en los años
    gloriosos del capitalismo
    con alto crecimiento y pleno empleo, el modo de
    acumulación dominante actualmente impide realmente
    conjugar bienestar colectivo, pleno empleo y
    rentabilización de los capitales, es decir, sufragar el
    Estado del Bienestar que hemos conocido.

    Por ello, la dinámica inevitable que se sigue del
    mantenimiento del actual estado de cosas es agudizar el proceso
    de redistribución en contra de los salarios y de
    contención del gasto social -como expresión que es
    de los salarios indirectos y diferidos-, de tal manera que, como
    señalan correctamente los defensores de la reforma del
    sistema público, con el paso del tiempo, y sin variar las
    condiciones generales del desarrollo capitalista de esta
    época, el futuro deparará más paro,
    más recesiones (como prueba que se vengan produciendo con
    mayor recurrencia), crecimiento económico menos vigoroso
    (como prueba el hecho de que cada reactivación
    económica muestre tasas de crecimiento menores a la
    anterior), y, en consecuencia de todo ello, menos recursos
    efectivos para poder destinarse a todo lo que no sea la
    rentabilización inmediata del capital.

    Por lo tanto, en los momentos actuales sólo
    quedan dos posicionamientos radicales frente a todos estos
    problemas.

    El primero de ello, es el que sostiene el discurso
    económico en el poder y los análisis
    teóricos que lo abrigan consistente en estimar que la
    historia ha
    llegado a su fin y que, por lo tanto, no caben posibilidades de
    cambio sustancial en la dinámica que gobierna las
    decisiones económicas.

    Independientemente de la contundencia y del
    convencimiento con que se mantiene este discurso, los hechos
    muestran que con las políticas neoliberales que se siguen
    de él se deteriora progresivamente el grado de cobertura
    de las necesidades sociales en todo el planeta, se produce una
    amenaza insoportable al medio ambiente
    que tiende a saturar la base física y
    energética de la economía y la sociedad, y, en
    suma, se lleva a la humanidad a una situación de evidente
    insostenibilidad que necesariamente se manifestará en un
    futuro más o menos próximo en el incremento (y
    posible generalización) de los conflictos
    armados, en la recurrencia de las crisis económicas y en
    el empobrecimiento generalizado que provocarán grandes
    tensiones políticas y convulsiones sociales de gran
    envergadura.

    El posicionamiento
    alternativo parte de considerar que esta dinámica es
    efectivamente insostenible y por ello debe apuntar a una
    modificación sustancial de las condiciones generales en
    que se organiza la actividad económica y en las que se
    fundamenta el reparto de los recursos disponibles.

    Por lo que respecta de manera más directa a los
    sistemas de pensiones se podrían apuntar las siguientes
    consideraciones generales en torno a las que debería
    centrarse la discusión de una alternativa
    históricamente posibilista y beneficiosa para la
    mayoría de la sociedad.

    En primer lugar, la consideración de que la
    generación de puestos de trabajo es el objetivo principal
    que debe perseguir la política económica. Ello
    obliga a replantear el papel del trabajo en la sociedad y a
    elaborar y establecer fórmulas que permitan el reparto de
    las horas de trabajo, la decisión social acerca de la
    productividad deseable para garantizar el equilibrio
    macroeconómico con pleno empleo, el uso socialmente
    controlado de la ciencia y
    la tecnología, la naturaleza de los resortes
    en los que haga descansar la creación de riqueza y las
    pautas globales de distribución que deben permitir la
    satisfacción generalizada de los ciudadanos.

    En particular, es necesario que, a corto y largo plazo,
    las políticas económicas recobren el impulso de la
    demanda como instrumento principal de intervención
    democrática, no sólo por su demostrado caracter
    más eficaz para generar empleo y crecimiento, sino porque
    permiten un planteamiento más transparente -y por lo tanto
    más fiel- de las demandas sociales. Sólo de esta
    forma se podrá dar el giro necesario para que la
    imprescindible revitalización de las rentas salariales no
    hipoteque a corto plazo el crecimiento de la actividad
    económica.

    En segundo lugar, y como expresión inmediata de
    esto último es también preciso que se reformule el
    papel y la naturaleza de los objetivos de los sistemas fiscales.
    La progresiva pérdida de vinculación con el
    objetivo de equidad y justicia, para hacer que su estructura se
    someta exclusivamente al de eficiencia no es sólo la
    circunstancia que impide recobrar el dinamismo de los mercados,
    al deprimir cada vez más a la demanda interna, sino que
    además -y al contrario de lo que se predica- genera mayor
    ineficiencia ya que el sistema de asignación que se
    favorece es imperfecto y con tendencia al desequilibrio
    permanente.

    En concreto, a corto plazo debe pensarse necesariamente
    en el establecimiento de nuevas figuras impositivas que graven de
    manera efectiva los grandes patrimonios, el consumo
    despilfarrador y sobre todo -en la linea que han apuntado incluso
    economistas nada sospechosos como Tobin- los movimientos
    internacionales de capitales que dada su magnitud
    permitirían a los estados obtener recursos ingentes si es
    que verdaderamente desearan contener, como se dice, los
    déficits públicos.

    Adicionalmente, es necesario también cuestionar
    el papel del Estado en la economía, especialmente en la
    medida en que no debe contemplarse como una instancia ajena a la
    naturaleza del sistema económico en el que se inserta,
    sino justamente como expresión inmediata del
    mismo.

    Por ello, es simplemente una banalidad esperar que el
    desequilibrio del sistema de pensiones (como en general el
    presupuestario) se establezca mecánicamente
    dejándolos en manos del sector público y si no es
    mediante una reconsideración de los presupuestos y
    condiciones de la actividad del Estado. Es preciso reconsiderar
    las condiciones en que se lleva a cabo la administración
    de los recursos públicos, y para ello no sólo se
    necesita garantizar su desvinculación estricta de los
    intereses privados más poderosos, sino que también,
    y de manera fundamental, se requiere que la ciudadanía asuma una percepción
    diferente de lo colectivo en la sociedad. Precisamente por ello,
    son inviables las estrategias de recambio que no se sustenten en
    una transformación sustancial del sistema de valores
    sociales, de la práctica cotidiana de los individuos y de
    la percepción que éstos hacen de los problemas
    globales de la sociedad. Lo que equivale a decir que no
    serán posibles transformaciones en la economía,
    como ha demostrado precisamente el propio neoliberalismo, sin un cambio en la misma dirección en la política y en las
    prácticas sociales.

    Esto se puede y se debe conseguir fundamentalmente
    mediante la puesta en claro de que cualquier decisión
    económica es, en última instancia, una
    decisión de la sociedad relativa al reparto deseado de los
    recursos, de los beneficios y de todo aquello que garantiza la
    satisfacción de unos u otros individuos. No habrá
    entonces más razón para aceptar reformas que
    implican pérdida de bienestar que la falta del poder
    suficiente de las mayorías para que sus preferencias se
    expresen efectivamente en decisiones políticas y
    económicas.

    Juan Torres López.

    Catedrático de Economía Aplicada de la
    Universidad de
    Málaga

    Juantorres[arroba]uma.es

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