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John Maynard Keynes: el legado imposible




Enviado por juantorres@uma.es



     

    Introducción

    Indagar sobre la vigencia del pensamiento
    keynesiano en nuestros días puede ser una cuestión
    muy simple y, a la par, bastante compleja.

    Si consideramos en términos generales en
    qué medida la obra de Keynes ha
    ocupado y preocupado a economistas posteriores no se
    podría sino llegar a la conclusión de que se trata
    de la obra económica de conjunto más influyente,
    quizá todavía hoy mismo, de esta centuria que
    acaba. Ya en 1980 Weintraub cifraba en 4.827 las diferentes
    lecturas que se habían realizado de la Teoría
    General hasta aquel momento. Y, aunque es cierto que su papel
    central en la polémica económica ha disminuido
    más recientemente, no puede decirse que haya desaparecido
    completamente de los debates económicos.

    Sus adversarios más modernos, algunos con la
    furia compulsiva de los conversos, sólo estarían
    dispuestos a reconocer hoy día que Keynes llevaba
    únicamente razón cuando afirmaba que a largo plazo
    todos muertos; más que nada, para reafirmar así que
    Keynes ha muerto, la expresión un poco vulgar que tan a
    menudo se ha convertido en el único argumento para
    justificar, unas veces, el cambio de
    bando intelectual, y otras la bondad de las posiciones
    teóricas contrarias a las que el economista inglés
    defendió con mucha más brillantez a lo largo de su
    vida. Si se coteja la literatura económica
    en toda su extensión y no sólo la que se
    circunscribe al liberalismo
    redivivo, quizá habría que afirmar respecto al lord
    británico, como en el Tenorio, que los muertos que vos
    matásteis gozan de excelente salud.

    Pero si nos referimos sencillamente a su influencia
    sobre las políticas
    económicas que se llevan a cabo en los últimos
    años o sobre la intelectualidad más relevante que
    marca las
    pautas de lo que debe ser lo teóricamente correcto en la
    teoría y en la política
    económica habría que concluir sin el menor
    atisbo de duda que el keynesianismo no es sino una parte del
    patrimonio
    más olvidado del pensamiento económico.

    De hecho, los académicos más de moda y poderosos
    lo han confinado despectivamente en las asignaturas de
    pensamiento económico de los planes de estudio de las
    universidades, asignaturas, por cierto, que los adalides del
    pensamiento único han procurado eliminar de los
    currícula universitarios, única forma de demostrar
    la superioridad de las ideas que mantienen. Como si la figura de
    Keynes no fuese sino la de un molesto mensajero que, a pesar de
    todo, siguiera advirtiendo que las cosas no son como los
    partidarios del liberalismo más dogmático quieren
    defender impertérritos contra el viento y la marea de los
    hechos más irrefutables.

    Por otra parte, si se deja de lado la influencia
    puramente intelectual de Keynes y llevamos nuestra atención a las prácticas
    gubernamentales, con independencia
    de la filosofía que las inspira, encontraríamos
    seguramente con sorpresa que muchas de las recetas de
    intervención que había propuesto Keynes han seguido
    siendo utilizadas en muchas ocasiones, a pesar de que quienes las
    llevaron a cabo nunca asumirían la herencia
    keynesiana y a pesar de que podrían incluso adoptarlas al
    mismo tiempo que
    adjuraban por contraproducente e inadecuada de la influencia o la
    inspiración del británico. Lynn Turgeon, por
    ejemplo, ha analizado no sólo la evolución del pensamiento económico
    desde la segunda guerra
    mundial, sino también la forma de hacer política
    económica y ha comprobado que las recetas keynesianas no
    han podido ser eludidas por muchos gobiernos, aunque es verdad
    que se han aplicado de una manera muy distinta a la
    concepción original del propio Keynes.

    Se ha tratado, más bien, de una especie de
    "keynesianismo bastardo" o reaccionario, pues la
    intervención pública se ha vinculado al impulso de
    la demanda
    efectiva basado en el aumento de los gastos militares,
    en la reducción de impuestos que ha
    beneficiado sobre todo a las clases más altas y
    enriquecidas y nunca con el fin de generar pleno empleo o una
    mejor distribución de la renta, si bien fuera en
    la perspectiva del mejor sostenimiento del capitalismo
    que proponía Keynes.

    Finalmente, si se entiende que la vigencia de un cuerpo
    de conocimientos deriva de que no haya sido puesto en
    cuestión por análisis teóricos alternativos
    resulta también una curiosa paradoja. Mientras que el
    común de los economistas proclama, al disciplinado
    compás que marcan sus corifeos, la invalidez de las
    formulaciones keynesianas, lo cierto es que el pensamiento
    neoliberal alternativo no ha sido capaz de establecer con la
    necesaria y exigible rotundidad su inconsistencia teórica,
    su error analítico o su desapego a la realidad. Como dice
    Michael Bleaney, "los argumentos keynesianos fundamentales no han
    sido demolidos por el Monetarismo y
    sus descendientes; simplemente lo han ignorado". Habría
    que decir, entonces, que efectivamente las ideas de Keynes no
    tienen la menor vigencia, pero casi en el sentido jurídico
    del término, porque esa pérdida de vigencia deriva
    de una especie de decreto de firma oculta que parece haber
    determinado sin más la indeseabilidad del legado
    keynesiano

    Ocurre, pues, un fenómeno singular. La obra de
    Keynes ha dejado de ser influyente en la teoría, en los
    principios
    inspiradores y en las propias formas de la política
    económica pero eso no ha sido consecuencia de que los
    puntos de vista alternativos hayan logrado mostrar un cuerpo de
    conocimientos que la pusiera efectivamente en cuestión. Al
    mismo tiempo, se instrumentan a veces recetas keynesianos de
    manera vergonzante sin que el prosista que las aplica se atreva a
    reconocer nunca que se expresa en la prosa, aunque infiel, del
    keynesianismo.

    Se trata en mi opinión de una paradoja que es el
    resultado de que la obra de Keynes no es inadecuada o incorrecta
    en sí misma, más bien todo lo contrario, sino del
    hecho de que ahora se persigan objetivos
    políticos distintos a los que él trataba de
    alcanzar cuando formulaba sus propuestas. Sólo eso
    justifica que quienes verdaderamente establecen las grandes
    coordenadas de la acción
    social no necesiten ya recurrir para sostener el sistema
    económico y corregir sus deficiencias coyunturales a los
    análisis keynesianos.

    Trataré de exponer con más detenimiento
    esta tesis en los
    epígrafes siguientes, primero, estableciendo lo que en
    realidad constituye el alcance de la obra keynesiana y más
    adelante mostrando que fueron los cambios en el medio ambiente
    social los que hicieron inadecuados o incluso contraproducente
    los preceptos keynesianos. Siguiendo ese hilo se podrá
    concluir sobre la vigencia del pensamiento de Keynes tomando en
    cuenta las alternativas de actuación que hoy día se
    abren ante los problemas de
    la economía
    internacional.

    La pretensión
    keynesiana

    Toda buena obra científica es, en mayor o menor
    medida, atemporal en el sentido de que contiene elementos y
    claves de entendimiento que se pueden aplicar a otras
    épocas y no sólo a su propio presente, aunque
    incidir en ese mismo sea su principal intención.
    Exactamente igual le ocurre a la obra de Keynes. Aunque se
    trataba principalmente, y él lo reconocía de forma
    explícita, de dar una respuesta concreta a la
    situación del capitalismo de su época lo cierto fue
    que sus propuestas trascendieron la coyuntura en la medida en que
    incorporaban categorías de análisis capaces de
    explicar el funcionamiento de la economía capitalista
    y no sólo su funcionamiento en un periodo determinado. Es
    curioso que lo que podríamos denominar las recetas de
    Keynes (intervencionismo, manipulación de la demanda
    efectiva, fiscalismo,…) hayan sido lo que ha merecido
    más reconocimiento e influencia, cuando en realidad eran
    la parte de su pensamiento menos novedosa si se tiene en cuenta
    que muchos gobiernos de su época
    –anticipándose como tantas veces a la más
    laboriosa sistematización científica- las
    habían aplicado antes de que el economista
    británico las justificara teóricamente. Por el
    contrario, sus reflexiones mucho más trascendentes y
    categorizadas sobre la naturaleza de
    los males de la sociedad
    capitalista, de las claves de su funcionamiento y de los
    equilibrios sobre los que se puede mantener su pervivencia han
    sido siempre aspectos más secundarios, más
    abundantemente matizados y más rápidamente
    condenados al ostracismo.

    Para explicar todo esto me parece necesario resaltar los
    elementos que, a mi juicio, son los que permiten comprender la
    naturaleza real del pensamiento keynesiano.

    La pretensión principal de la reflexión
    keynesiana es hacer frente al gran irrealismo en el que estaba
    sumida la teoría económica clásica,
    construida a partir de los equilibrios walrasianos y confiada
    permanentemente a las capacidades autorreguladoras del mercado para
    hacer frente a cualquier desequilibrio o problema del sistema.
    Ese era, en opinión de Keynes, su principal problema. Por
    lo demás, siempre reconoció las virtudes de la
    economía clásica. Reconocía su prestigio
    intelectual, según Keynes, derivado del "hecho de haber
    llegado a conclusiones completamente distintas a las que una
    persona sin
    instrucción del tipo medio podría esperar"; su
    belleza "al poderse adaptar a una superestructura lógica
    consistente"; su autoridad,
    ganada "por el hecho de que podía explicar muchas
    injusticias sociales y aparente crueldad como un incidente
    inevitable en la marcha del progreso, y que el intento de cambiar
    estas cosas tenía, en términos generales,
    más probabilidades de causar daño
    que beneficio; y tampoco le cabía duda de que "el
    proporcionar cierta justificación a la libertad de
    acción de los capitalistas individuales" fue lo que "le
    atrajo el apoyo de la fuerza social
    dominante que se hallaba tras la autoridad".

     Pero inmediatamente, sin embargo, afirmaría
    que "aunque la doctrina en sí ha permanecido al margen de
    toda duda para los economistas ortodoxos hasta nuestros
    días, su completo fracaso en lo que atañe a la
    posibilidad de predicción científica ha
    dañado enormemente, al través del tiempo, el
    prestigio de sus defensores…Después de Malthus los
    economistas profesionales permanecieron impasibles ante la falta
    de concordancia entre los resultados de su teoría y los
    hechos observados". Eso es lo que lleva a Keynes a finalizar la
    Introducción de su Teoría General
    señalando con su fina ironía que "puede suceder muy
    bien que la teoría clásica represente el camino que
    nuestra economía debería seguir; pero suponer que
    en realidad lo hace así es eliminar graciosamente nuestras
    dificultades. Tal optimismo es el causante de que se mire a los
    economistas como Cándidos que, habiéndose apartado
    de este mundo a cultivar sus jardines, predican que todo pasa del
    mejor modo en el más perfecto posible de los mundos, a
    condición de que dejemos las cosas en
    libertad".

    Lo que preocupó, pues, a John Maynard fue algo en
    principio bastante elemental: la concordancia de los postulados
    de la teoría económica y de las propuestas
    políticas que se derivaban de ella con la realidad. En su
    opinión, para recuperarla se requería sencillamente
    cambiar los puntos de partida de la comprensión
    clásica de los fenómenos económicos y, en
    particular, tres de ellos "que querían decir los mismo":
    que el salario real es
    igual a la desutilidad marginal de la ocupación existente,
    que no existe eso que se llama desocupación involuntaria en sentido
    riguroso y que la oferta crea su
    propia demanda.

    A partir de ahí desarrolla sus postulados
    teóricos sobre los cuales no voy a detenerme aquí
    puesto que lo que me interesa y quiero destacar ahora es que
    todos ellos y las conclusiones a las que llega se mueven
    claramente en el mismo espacio escénico en que se
    desenvuelve la teoría clásica cuyo irreralismo
    critica con toda la razón: dentro del sistema
    económico capitalista. El realismo con
    el que Keynes quiere contribuir a la teoría
    económica clásica le lleva a reformularla haciendo
    descansar su análisis sobre tipos de relaciones y variables
    diferentes y eso significa que no hay una modificación
    sustancial en lo que podríamos llamar la teoría del
    sistema económico, sino tan sólo en la
    concepción del equilibrio y,
    más particularmente, en la teoría del uso de la
    mano de obra en el sistema.

    Keynes desnuda a los conceptos económicos de su
    contenido utilitario y los reviste en términos reales
    así como modifica la comprensión de las variables,
    pasando del análisis de los volúmenes de stock al
    de flujos, pero no hay, por el contrario, una modificación
    esencial en el concepto de
    volumen de
    producción o de producción agregada
    que permita contemplarlo como algo que llegue a no igualarse con
    la satisfacción general, lo que verdaderamente hubiera
    podido implicar un cambio en la comprensión
    sistémica de los procesos
    económicos. Keynes opera, pues, sin salirse de un universo
    económico cuyas fronteras coinciden plenamente con las
    establecidas tajantemente por la economía clásica y
    que nunca osan sobrepasar los economistas ortodoxos, que
    sólo por su candidez e irrealismo son objeto de la
    crítica
    keynesiana.

    El propio Keynes lo reconoce explícitamente al
    final de su obra más conocida, en un último
    capítulo sintomáticamente titulado "Notas finales
    sobre la filosofía social a que podría conducir la
    Teoría General", donde afirma que "en lo que ha fallado el
    sistema actual ha sido en determinar el volúmen de empleo
    efectivo y no su dirección".

    No puedo detenerme ahora en resaltar hasta qué
    punto Keynes ofrece una lectura
    analítica diferente de la teoría clásica,
    justamente para dotarla de mayor realismo y capacidad predictiva,
    bien sea en su crítica de la asunción de la
    Ley de Say, de
    la teoría de los determinantes de la inversión, del papel del dinero o de
    los tipos de interés
    que llevan a planteamientos políticos completamente
    dispares al puro dejar hacer al mercado que terminaba aconsejando
    siempre la economía clásica. Sólo pretendo
    resaltar aquí que todo ello se llevaba a cabo sin alterar
    los presupuestos
    esenciales, "sin echar por tierra el
    sistema de Manchester" e incluso con una pretensión de
    fondo prácticamente idéntica: "al llenar los
    vacíos de la teoría clásica… se indica la
    naturaleza del medio que requiere el libre juego de las
    fuerzas económicas para realizar al máximo toda la
    potencialidad de la producción".

    En suma, la pretensión última de Keynes no
    era otra que rehabilitar a la teoría económica
    clásica para que, dentro del sistema económico
    capitalista, estuviera en condiciones de dar respuestas realistas
    a los problemas económicos de su época ante los
    cuales los economistas ortodoxos se mostraban verdaderamente como
    simples visionarios incapaces de proporcionar claves intelectuales
    que verdaderamente les dieran solución.

    El contexto de la política keynesiana: consenso,
    pérdida de perfil, inutilidad manifiesta

     No hace falta señalar hasta qué
    punto las propuestas keynesianas fueron efectivas, acertadas,
    adecuadas y bien recibidas en el contexto preciso en que fueron
    concebidas: frente a la crisis de
    sobreproducción que se había desatado en los
    años treinta y que requería, efectivamente,
    impulsos acelerados en la demanda para reestablecer los
    equilibrios que habían saltado por el aire cuando, ante
    el desempleo que se
    generaba masivamente, sólo se contestaba con la pasividad
    derivada de la creencia en que el mercado resolvería, por
    la vía de la reducción de los salarios, los
    niveles de empleo y con ellos la actividad de las empresas y los
    beneficios. No se trataba, además, de una simple crisis
    que repercutiera sobre los procesos económicos, sino que,
    acompañada de paro masivo y
    desigualdades demasiado evidentes, provocaba también una
    progresiva deslegitimación social, mucho más
    peligrosa en aquel momento si se tiene en cuenta que la revolución
    soviética había creado una referencia alternativa
    de organización social y que los movimientos
    obreros y sociales cobraban una fuerza cada vez mayor. Se
    trataba, por lo tanto, de una situación cuya
    solución, dentro del sistema, precisaba no sólo de
    un nuevo entendimiento de las cuestiones económicas que
    fuese realista a fuer de reconocer las imperfecciones del sistema
    económico que la teoría económica
    clásica permitía ocultar entre ecuaciones y
    formalismos sofisticados; sino también, y quizá
    sobre todo, de una nueva filosofía social que permitiese
    cementar de nuevo a la sociedad fragmentada de los años
    treinta en torno a un
    proyecto que
    volviera a presentar al capitalismo como el marco donde
    conquistar el progreso sin límites y
    el bienestar para todos.

    Lo que vino después es bien conocido: con la
    ayuda inestimable de la propia guerra mundial
    que propició el establecimiento del adecuado campo de
    operaciones,
    la formulación keyenesiana de los problemas
    económicos proporcionó la cobertura teorico
    política pertinente para lograr crecimiento
    económico estable y un gobierno
    suficientemente efectivo de los desequilibrios a corto plazo del
    sistema, todo lo cual, en el marco de instituciones
    en donde se podría generar el consenso distributivo que
    impidiese el cuestionamiento efectivo del sistema,
    permitió vivir los que luego se llamarían los
    años gloriosos de la economía
    capitalista.

    Naturalmente, el propio modelo
    keynesiano necesitó puestas al día, que fueron
    afectando tanto a su propia estructura
    interna como a su alcance político. Se modificaron algunos
    de sus fundamentos teóricos para poder soportar
    propuestas de política económica más
    versátiles y adecuadas a las nuevas situaciones que se
    iban generando, sobre todo, reconsiderando del papel de la
    política
    monetaria. Además, y apoyándose en el desarrollo de
    la econometría que hacía posible la
    profundización en la determinación de las
    componentes fundamentales del modelo así como en las
    relaciones entre ellas, se procuró incorprar la
    consideración del largo plazo y, en general, la
    problemática del crecimiento

    Podría parecer sorprendente, sin embargo, que a
    medida que se avanzaba en la actualización y
    reformulación más enriquecedora del modelo
    keynesiano de partida, éste mismo fuese perdiendo
    actualidad y vigencia en lugar de ganarla. Es más,
    podría decirse que los retoques que sucesivamente iba
    recibiendo más bien lo desplazaban, silenciosa pero muy
    eficazmente, hacia las grandes coordenadas del modelo
    clásico, justificando quizá de esa manera que Joan
    Robinson hablara de la "bastarda progenie" que siguió a
    Lord Keynes. La llamada "síntesis
    neoclásica" o los intentos posteriores de Clower y
    Leijonhufvud de releer la teoría keynesiana para asentarla
    en modelos
    distintos al de renta-gasto y, esencialmente, para reconsiderar
    el papel de los tipos de interés frente a la tasa de
    salarios como desencadenante del desequilibrio (con las
    consecuencias "prácticas" que ello lleva consigo) son
    ejemplos claros de la pérdida del perfil original, mucho
    más realista y práctico, del modelo de
    Keynes.

    Pero, en realidad, lo que estaba ocurriendo era lo que
    debería ocurrir y lo que el propio Keynes había
    advertido que ocurriría sin remedio si las cosas se
    hacían bien: la formulación adecuada de sus
    propuestas permitirían que el sistema se recuperase hasta
    el punto de que el propio modelo clásico (mucho más
    atractivo para las fuerzas sociales dominantes por cuanto
    justificaba mayor libertad de acción para los capitalistas
    individuales) volviera a ser la referencia del análisis
    teórico y de la política
    económica.

    También lo reconocía Keynes al final de la
    Teoría General, cuando escribía que "nuestra
    crítica de la teoría económica
    clásica aceptada no ha consistido tanto en buscar los
    defectos lógicos de su análisis, como en
    señalar que los supuestos tácticos en que se basan
    se satisfacen rara vez o nunca, con la consecuencia de que no
    puede resolver los problemas económicos del mundo real.
    Pero si nuestros controles centrales logran establecer un volumen
    global de producción correspondiente a la ocupación
    plena tan aproximadamente como sea posible, la teoría
    clásica vuelve a cobrar fuerza de aquí en
    adelante".

    Un primer problema al que se enfrentaba el propio legado
    keynesiano era, pues, que su propio remedio como rehabilitador de
    los mecanismos de equilibrio del sistema implicaba su posterior
    inutilidad. Así, en condiciones de pleno empleo como las
    que se daban en la época dorada del capitalismo de
    postguerra, no sólo el intervencionismo keynesiano, sino
    la sobreabundancia de expectativas a que da lugar el crecimiento
    sostenido, la cultura de
    reivindicación permanente que se desata en un
    régimen bienestarista, la seguridad en el
    puesto de trabajo y una
    filosofía social cuasi socializante como la que se
    desprende de la política keynesiana, generarían una
    situación mucho más crítica y con una
    naturaleza muy distinta de que la que originariamente
    motivó la respuesta keynesiana.

    El propio proceso de
    crecimiento intensivo auspiciado en la mayor medida por la
    política keynesiana fue generando una serie de disturbios
    internos y desajustes profundos que conformaban un espacio
    problemático para el cual la política keynesiana
    terminaría por se completamente inútil.

    El primero y sin duda más importante de todos
    ellos fue la pérdida progresiva de lo que Samir
    Amín denominó la "flexibilidad normal" del sistema,
    originada por factores muy diversos pero que la política
    keynesiana contribuyó decisivamente a hacerlos resaltar:
    la disminución de los fondos de reserva latentes de mano
    de obra, la segmentación de los mercados
    producida por la innovación
    tecnológica y la generalización de lo que se
    llegó a denominar la "cultura del más" que
    provocaba una enorme rigidez "a la baja" en las pautas de
    consumo y
    gasto sociales.

    Por otra parte, esta pérdida de flexibilidad,
    especialmente agudizada en los mercados de trabajo y en los
    mecanismos de reasignación productiva en el interior del
    sistema, contribuyó de forma decisiva a fortalecer un
    proceso de subida de precios, de
    salarios y de tipos de interés que se veían
    fortalecidos al solaparse con las actuaciones sobre la demanda
    que imponía la inercia del keynesianismo
    dominante.

    En tercer lugar, resultaba que el desempleo que empezaba
    a generarse ya no era de la misma naturaleza del que había
    sido analizado por Keynes y al que éste había sido
    capaz de encontrar respuestas efectivas en un contexto de
    subcomsumo generalizado. Generalmente no resultaba ser
    consecuencia de una insuficiente capacidad sino más bien
    de la readecuación del sistema de dotación de
    capitales, por lo que no se veía sustancialmente afectado
    por actuaciones desde el lado de la demanda.

    Además, desde la perspectiva original keynesiana,
    a corto plazo podía razonarse "para un estado dado de
    la técnica "cuando la salida a la crisis requería,
    principalmente, modificaciones tecnológicas incesantes.
    Eso hacía que la inversión no actuase como una
    inversión de capacidad, tendente al incremento de las
    capacidades productivas y de empleo, sino más bien como
    una inversión de productividad,
    orientada a mejorar el rendimiento de los diferentes factores, y
    especialmente de aquellos que entonces resultaban más
    costosos como el trabajo.
    Los aumentos de inversión tendían, por lo tanto, no
    a aumentar el grado de ocupación de los recursos
    productivos sino a procurar una asignación distinta de los
    mismos.

    Todo ello implicaba que el mantenimiento
    de una política de demanda de carácter tradicional keynesiano no
    sólo mantenía la tónica de deterioro sino
    que además impedía la readecuación
    productiva, lo que provocaba que la única vía para
    mantener la tasa de beneficios ante un proceso de subida de
    costes fuese la inflación permanente o el
    desempleo.

    En cuarto lugar, el marco oligopolista en que se llevaba
    a cabo generalmente la obtención y difusión de las
    rentas tecnológicas provocaba una importante
    segmentación en términos de productividad en los
    diferentes mercados, el que los precios dejaran de estar en
    condiciones de ser el instrumento de la competencia y
    contribuía al divorcio entre
    la circulación real y la monetaria del sistema.

    Como diría O'Connor , "la competencia en los
    mercados de mercancías de consumo se convirtió en
    competencia por el producto,
    incluso en competencia por el servicio y la
    calidad" y
    ello obligaba a un proceso incesante de renovación en la
    producción de bienes de
    consumo para colocar en el mercado nuevos productos a
    precios mayores que los antiguos. Esta mutación en el
    "ciclo del producto", que en opinión de este mismo autor
    constituye un "proceso sistemático de autoexpansión
    de los bienes de consumo", requiere un incremento de capacidad
    que, sin embargo, no tiene como finalidad el abaratar la
    obtención de los productos antiguos y tiene, por tanto,
    algunas implicaciones importantes.

    Para garantizar la realización de los productos
    se hizo necesaria la expansión permanente del crédito
    al consumo, lo que unido a la generalización del
    endeudamiento exterior de las empresas multiplicó la
    circulación del dinero, hasta el punto de que ésta
    llegó a ser independiente de la propia circulación
    de mercancias. Este fenómeno, junto a otros a los que no
    haré ahora referencia , dio lugar al nacimiento de una
    verdadera "economía de papel" cuyo efecto sobre el
    sistema, en opinión de O'Connor, fue "el desarrollo de una
    economía de deuda permanente, de crisis fiscal y de
    liquidez e inflación y presión
    impositiva muy altas". Y ello constituyó un reto que no
    podría superar la práctica política
    keynesiana.

    Al contrario de lo que Keynes supuso en el
    capítulo XII de su Teoría General, la
    financiación de ésta deuda se realiza cada vez
    menos en el mercado financiero y mucho más por medio de la
    intermediación bancaria. Ello es importante, pues mientras
    que en el primer caso los tipos de interés son resultado
    de la oferta y la demanda, la intermediación hace que los
    tipos de interés no sean precios de mercado sino
    más bien precios de oferta. Además, este proceso
    requiere, en todo caso, -al contrario de lo que plantea la
    corriente monetarista y como parece que más acertadamente
    postulan los postkeynesianos-, considerar a la oferta nominal de
    dinero como variable endógena del propio modelo. Y ello
    es, desde luego, un problema de reformulación importante
    si se coincide con Joan Robinson cuando dice que "la
    Teoría General es una "teoría monetaria"
    sólo en el sentido de que las relaciones e instituciones
    relativas al dinero, al crédito y a la financiación
    son elementos necesarios en la economía "real" en que
    están implicados".

    En suma, resultaba que la política
    económica keynesiana que desde el año 1.947 se
    centraba en los objetivos de estabilidad y crecimiento
    económico no estaba concebida para hacer frente a este
    nuevo escenario y mucho menos a la inmensa
    reestructuración productiva (desde el lado de la oferta)
    que requería el agotamiento el modelo de crecimiento
    forjado a su sombra. La insistencia en mantener políticas
    de tipo keynesiano terminaba finalmente por bloquear las
    posibilidades mismas de regeneración y agravaba los
    problemas existentes.

    Los instrumentos que eran reiteradamente utilizados para
    canalizar el impulso de la demanda se resumían en el
    incremento permanente y reiterado del gasto, esencialmente del
    gasto militar, del gasto social y del que está ligado al
    mantenimiento de los aparatos administrativos y
    burocráticos. Y eso provocaba la asimilación
    colectiva de unas pautas de gasto que generaban un
    auténtico proceso de integración social que venía
    favorecido, además, por la socialización de la cultura del consumo y
    la difusión de servicios
    sociales no mercantilizados suministrados por el Estado. Se
    trataba de un auténtico consenso socio-político que
    tenía su hilo conductor en la expansión de la
    demanda y el crecimiento económico. Era eso lo que
    permitiría decir a Walter Heller , "el éxito
    de la política expansionista…ha minado la
    posición y suavizado las diferencias doctrinales a
    izquierda y a derecha. Las mentes se han abierto y el área
    de apoyo común ha crecido… Otros se aferran a creencias
    largo tiempo inestimables y pretenden ignorar los hechos. Pero
    éstos se hallan, en forma creciente, fuera del centro
    mismo del consenso de la política
    económica".

    Sin embargo, con el tiempo la opción de la
    expansión de la demanda, del incremento del gasto, la
    ausencia de disciplina en
    el mercado de trabajo y el incremento de salarios, junto a la
    práctica ausencia de acciones sobre
    la oferta generaron lo que se denominó gráficamente
    como una situación de inflación creciente e
    inversión insuficiente. Lo que no podía dar lugar
    más que a la caída de los beneficios, del valor de la
    producción y del empleo. Es decir, a una situación
    de estagflación que a su vez requería más
    crédito, más demanda efectiva y, por consecuencia
    del mayor desempleo y pobreza,
    más gastos sociales y por tanto más
    déficits.

    La indisciplina laboral creciente
    a la que siempre da lugar el pleno empleo y la mecánica macroeconómica keynesiana
    provocaban efectos devastadores sobre el mercado de trabajo y la
    tasa de beneficios: la política discrecional como los
    estabilizadores automáticos desincentivaban la movilidad
    laboral e incluso la propia conversión en capital fijo
    de la propia fuerza de trabajo. El trabajo, como
    señalaría Abraham-Frois , se convertía en
    "cuasi-capital" llegando a ser un factor tan fijo como este
    último.

    Para restablecer la lógica del capital y
    recuperar las condiciones que garantizan la obtención de
    beneficios eran necesarias medidas de flexibilización o de
    actuación desde la oferta, pero éstas no
    sólo encontraban el escaso favor de los discípulos
    más convencidos de Lord Keynes sino el rechazo de los
    agentes sociales y de los propios administradores de los recursos
    públicos que para no hacerles frente agudizaban los
    efectos negativos de un expansionismo inadecuado al fortalecer la
    dinámica del ciclo
    político.

    Fue así que el propio keynesianismo generaba una
    inercia social y político económica que a la postre
    dificultaba la reestructuración del sistema productivo,
    que veía reducidas su posibilidades de expansión
    por causa de las limitaciones y de la unidireccionalidad de la
    propia economía keynesiana.

    Lo peor, no obstante, no era que el keynesianismo hasta
    entonces asumido generalizadamente no pudiera hacer frente a los
    nuevos escenarios con éxito porque sus proposiciones
    fueran teóricamente desacertadas sino, sobre todo, porque
    lo que fundamentalmente demandaba el nuevo escenario productivo
    era una nueva filosofía social.

    De hecho, el "keynesianismo reaccionario" demostraba (y
    todavía lo sigue haciendo hoy en día) que las
    actuaciones desde la demanda son instrumentos imprescindibles y
    seguramente insustituibles para generar estímulos a la
    actividad, para aumentar la producción y para crear
    empleos. Pero lo que estaba sucediendo era que el capital no
    precisaba en esta nueva época de más
    producción, más actividad o más empleo. Todo
    lo contrario: en realidad, se buscaba provocar una profunda
    deflación; no solucionar el problema del paro, sino
    utilizar el desempleo masivo como elemento desmovilizador; no
    aumentar las capacidades del sistema, sino reestructurar su base
    estructural; no aprovechar al máximo los recursos
    existentes, sino modificar su lógica de uso para abaratar
    su utilización y hacerlos más rentables. Y, por
    supuesto, no se deseaba una distribución de la renta
    más igualitaria y más civilizada, como había
    planteado Keynes, sino justamente todo lo contrario: dar una
    potentísima vuelta de tuerca a la pauta distributiva que
    había llegado a ser muy desfavorable para los rendimientos
    del capital como consecuencia de la fortaleza de los movimientos
    sindicales.

    El keynesianismo no había dado todo lo que
    podía dar de sí, los economistas keynesianos
    podían seguir demostrando la validez de sus propuestas
    más o menos remozadas al albur de los nuevos tiempos, pero
    el capital ya no necesitaba de unas recetas que, en realidad, lo
    iban a debilitar mucho más porque, aunque las respuestas
    que podía dar el keynesianismo siguieran siendo
    analíticamente válidas, no respondían ya a
    las nuevas preguntas que el capital se estaba
    planteando.

    El legado imposible

    Comencé este artículo señalando que
    la aportación teórica de Keynes se insertaba
    claramente en el marco de la economía capitalista y si
    terminase aquí tendría que concluir que ese sistema
    repudia contundentemente respuestas teóricas y
    políticas como las suyas.

    Esto último me parece que es un aserto que puede
    considerarse definitivo por varias razones.

    Primero, porque creo que es imposible pensar que en el
    actual contexto económico y político se admita
    nuevamente, digamos que desde dentro del sistema, un papel
    preponderante a la discrecionalidad y al intervencionismo
    gubernamental. Máxime, cuando la filosofía social
    monetarista ha logrado ya instituir nuevos poderes, al margen de
    los democráticamente establecidos, para el gobierno de los
    intereses económicos más poderosos, principalmente
    los Bancos Centrales
    independientes, las instancias informales de decisión
    internacional o, simplemente, el reconocimiento expreso de la
    influencia empresarial en la vida política. Todo ello es
    lo que está permitiendo una redistribución de la
    renta ingente a favor de las grandes corporaciones
    multinacionales y de los grandes poderes financieros y
    empresariales. Desde esas instancias difusas se puede implantar
    el "liberalismo dirigido" hoy día dominante; tanto o
    más regulador que en otras épocas, pero ejercido
    desde una especie de clandestinidad institucional, bordeando
    hábilmente los controles en la misma medida en que se
    devalúan las instancias democráticas en donde se
    supone que reside la soberanía popular ahora sustituida por la
    más expedita del dinero y el comercio. No
    es pensable, pues, que la instrumentación a través de la
    demanda y de la política, que los gobiernos deben ejercer
    de manera mucho más transparente, vuelva a estar en la
    agenda de los grandes poderes. Siempre les va a ser mucho
    más util que esa retórica se sustituya por la de la
    "libertad" y la del mercado, aunque a la postre la realidad
    muestre muy nítidamente que ni esa libertad está al
    alcance de todos los individuos, ni los mercados son los mercados
    perfectos que proclama la teoría económica al
    uso.

    En segundo lugar, porque la filosofía social que
    inevitablemente sirve de apoyo al keynesianismo implica una
    concepción de la integración social o incluso de la
    equidad que
    hoy día constituye una aspiración imposible. Dentro
    de las coordenadas actuales de nuestro sistema económico
    dado el nivel de desigualdad que genera y la fragmentación
    social en la que inevitablemente se traduce la
    generalización del intercambio en mercados imperfectos, el
    paro masivo o la degeneración continua del trabajo que
    produce la precarización del empleo, y el debilitamiento
    de los mecanismos protectores típicos del Estado de
    Bienestar.

    Por demás, y a diferencia de lo que
    ocurría cuando Keynes formuló sus teorías, la aspiración al pleno
    empleo no sólo es innecesaria, sino incluso
    contraproducente si se lleva a cabo en las condiciones salariales
    que puedan permitir la integración del trabajador o el
    sostenimiento de la demanda efectiva.

    Por último, una razón definitiva para
    pensar que los grandes poderes, la "fuerza social dominante" en
    palabras del propio Keynes, no asumirán ya de nuevo sus
    postulados es que no precisan de su realismo. Todo lo contrario:
    temen hasta tal punto a la realidad que los propios
    análisis keynesianos pasan a veces como radicales y casi
    revolucionarios. Fue Keynes el que cerraba su Teoría
    General diciendo que "los principales inconvenientes de la
    sociedad económica en que vivimos son su incapacidad para
    procurar la ocupación plena y su arbitraria y desigual
    distribución de la riqueza y los ingresos". No
    puede haber una descripción más directa y actual de
    la economía de nuestra época, pero
    ¿qué neoliberal admite que esos sean los
    inconvenientes de nuestra sociedad, a pesar de que son problemas
    que hoy se sienten tanto o más agudizadamente que cuando
    escribía Keybnes? El paro no solamente no se percibe como
    un problema que se haya deseado resolver sino que se han
    procurado implementar políticas que directamente lo han
    generado para abaratarlo, y sólo entonces, se hace
    más intensiva su utilización precaria, informal,
    temporal y, muchas veces, incluso en condiciones de simple y pura
    esclavitud
    laboral.

    El realismo con el que Keynes logró que los
    intereses del capital se hicieran fuertes ya no es un arma
    utilizable en una sociedad que, como dice Braudillard, ha
    cometido el crimen perfecto: el asesinato de la realidad para
    sumergirse en un mundo de hipótesis delirantes .

    Ahora bien, lo que puede resultar definitivamente
    paradójico es que el keynesianismo puede proporcionar, y
    de hecho proporciona, sin embargo, claves de gran utilidad y
    actualidad que permiten sostener perspectivas de análisis
    y propuestas políticas que se sitúan más
    bien fuera del sistema, o al menos en sus últimos
    límites. Así pueden citarse, y aunque no todas
    estas ideas son estrictamente provenientes de la obra de Keynes,
    la ruptura con el individualismo metodológico, un punto de
    partida esencial para entender la sociedad y no para inventarla
    de la manera efectivamente delirante como lo hace el neoliberalismo; la concepción de la
    producción en términos de flujos y de la actividad
    en términos de producción y no de precios; en suma,
    la negación del artificial esquema walrasiano que es
    preciso para concebir la economía en términos mucho
    más realistas; la comprensión del análisis
    teórico vinculado a la práctica política y
    no como pura retórica; el reconocimiento del papel de las
    instituciones y de las circunstancias personales, en fin, la
    necesidad de partir de una antropología que no se limite a contemplar
    al ser humano como un simple construto abstracto; o incluso
    algunos principios sobre la teleología de las relaciones
    internacionales en un mundo en donde se ha llegado a
    establecer que sólo lo que es bueno para la gran empresa
    representa bienestar para los seres humanos. Fue Keynes, por
    ejemplo, quien escribió: "Ideas, conocimientos, arte,
    hospitalidad, viajes,
    ésas son las cosas que deben ser internacionales por su
    propia naturaleza. Pero dejad que los productos sean "caseros"
    siempre que sea razonable y convenientemente posible; y, por
    encima de todo, permitid que las finanzas sean
    básicamente nacionales" .

    Es obvio que estas ideas son completamente contrarias al
    pensamiento económico dominante y muy cercanas a quienes
    sostienen que el actual orden económico internacional
    conforma una arquitectura tan
    irracional como cínica en la medida en que, frente al
    análisis mucho más sincero de Keynes, la actual
    retórica librecambista sólo sirve para ocultar que
    en la realidad los poderosos imponen a los más
    desfavorecidos un proteccionismo reaccionario que nada tiene que
    ver con la doctrina que aparentemente defienden.

    De hecho, quienes se tienen por continuadores más
    fieles del pensamiento keynesiano, los postkeynesianos, han
    logrado llevar el pensamiento original del Keynes mucho
    más allá de su carácter de respuesta a los
    problemas coyunturales del capitalismo, enriqueciéndolo
    notablemente y trasladando muchas de sus categorías a un
    espacio de análisis que permite conocer la realidad de
    nuestros días de forma realista y operativa, lo que
    demuestra precisamente que el keynesianismo no ha sido rechazado
    en los círculos de pensamiento dominantes como resultado
    de limitaciones intrínsecas a su cuerpo analítico
    sino, como he señalado, porque sus respuestas nunca iban a
    favorecer hoy día a los intereses a los que termina por
    defender la clase
    académica mejor instalada y protegida o los partidos
    políticos que directamente asumen su gestión
    institucional.

    Eso es lo que permite pensar que se seguirán
    produciendo contribuciones teóricas y prácticas
    como resultado de seguir leyendo la obra de Keynes aunque, a
    pesar de ello, el keynesianismo seguirá teniendo una
    limitación fundamental para servir de soporte de estrategias
    político económicas alternativas. Su construcción teórica no sólo
    se realiza en el seno de la economía capitalista, sino
    dentro de lo que podríamos denominar gráficamente
    "lo económico", esto es, sin tomar en consideración
    que esto último, lo económico, se resuelve
    finalmente en un espacio físico superior del que depende
    en última instancia sus propia sostenibilidad. Por eso es
    difícil que presupuestos básicamente establecidos
    sobre el principio de la intensividad y del crecimiento
    cuantitativo puedan servir de base a los planteamientos
    alternativos que actualmente sería necesario establecer
    para diseñar alternativas de asignación y reparto
    frente al neoliberalismo dominante. Y eso es lo que justifica el
    título de este artículo: es casi imposible que el
    legado keynesiano, por muy revolucionario que fuese en su momento
    o por muy adecuadas a la actualidad que puedan ser algunos de sus
    presupuestos, de sus categorías y de sus análisis,
    vuelva a convertirse, como antaño, en la referencia
    inmediata de la política económica. En las
    condiciones de explotación impuestas por el neoliberalismo
    no hay lugar para el capitalismo más racional y de rostro
    humano en el que pensó Keynes, y el hecho de que sus
    propuestas estuvieran concebidas para generar un crecimiento
    capitalista intensivo les hace muy poco útiles si lo que
    se quiere verdaderamente es darle la vuelta al capitalismo de
    nuestros días.

    Juan Torres López

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