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Politicas económicas,pobreza y desigualdad: la nueva desigualdad




Enviado por juantorres@uma.es



    1. De la
    desigualdad de grupo a la desigualdad
    excluyente

    2. Las fuentes de la nueva
    desigualdad

    3. Desigualdad difusa.
    Problemas de percepción y tratamiento

    4. Política
    económica frente a la nueva desigualdad

    5.

    El propósito de este texto es
    reflexionar sobre tres ideas principales que giran en torno a las
    expresiones más recientes del fenómeno de la
    desigualdad en nuestras economías y en nuestras sociedades[i].

    La primera de ellas es que la desigualdad, si bien
    conserva connotaciones típicas de otras épocas,
    adquiere hoy día unas nuevas manifestaciones que la
    conforman como un fenómeno distinto que permiten afirmar
    que nos encontramos ante un auténtica "nueva
    desigualdad".

    La segunda trata de establecer que estas nuevas
    manifesta­ciones de la desigualdad están
    también directamente vinculadas a procesos
    económicos de cuya naturaleza
    depende el grado y extensión de aquella.

    Finalmente, plantearemos que, justamente por estas
    nuevas dimensiones sociales y económicas de la
    desigualdad, son precisas nuevas fórmulas de
    intervención político-económica para
    procurar paliarla o reducirla.

    1. DE LA DESIGUALDAD DE
    GRUPO A LA
    DESIGUALDAD EXCLUYENTE

    La historia de la sociedad
    capitalista es la historia de la desigualdad. Un sistema
    socioeconómico basado en la escisión a la hora de
    disponer de los derechos elementales de
    apropiación y de los recursos que
    permiten producir los medios de
    satisfacción trae necesariamente como consecuencia el
    disfrute desigual y la diferencia permanente a la hora de hacer
    frente a la necesi­dad. Tanto es así, que la
    dicotomía igualdad/desigualdad y el discurso
    social que necesariamente genera forma parte consustancial del
    discurso global acerca del propio sistema capitalista.

    Por eso la desigualdad no sólo se percibe en el
    nivel de satisfacción o bienestar sino, incluso, en la
    forma de contem­plar­la y valorarla como condición
    social. Por un lado, la igualdad ha constituido una
    aspiración constante de los colecti­vos sociales
    más desfavorecidos y, al menos en la retórica de
    las grandes proclamas o de los textos jurídico formales,
    se ha conside­rado que cualquier tipo de desigualdad era
    incompatible con la deseada eliminación de la discriminación en el marco político
    o incluso de las condiciones personales. Sin embargo, al mismo
    tiempo se ha
    podido establecer igualmente que la propia desigualdad no es una
    lacra perversa sino, más bien, una condición
    necesaria para el progreso y una base necesaria para que pudieran
    aparecer los incentivos
    precisos para garantizar el mejor uso de los recursos[ii]. De
    hecho, en muchas ocasiones se ha querido ver en ella una
    expresión consustancial a la naturaleza
    humana, una condición natural de la sociedad y de la
    historia[iii]. Es decir, dejando a un lado cualquier
    consideración relativa a su determinación
    contextual para entenderla, tan sólo, como una resultante
    inevitable de la "falta de parecido" que se presupone
    consustancial al individuo
    humano.

    1.1) La desigualdad estructural en el
    capitalismo

    Aunque las posturas desde las que se puede contemplar y
    valorar el fenómeno de la desigualdad y la necesidad, o
    no, de asumir aspiraciones igualitarias en nuestra vida social
    son muy diferentes, el reconocimiento de que las desigualdades
    existen y llevan consigo insatisfacción me parece que es,
    en todo caso, indiscutible.

    Las sociedades capitalistas, en mayor o en menor medida,
    de forma más o menos contenida o paliada, muestran un
    fenómeno de desigualdad que tiene unas claras
    connotaciones estructurales, entre las que se pueden destacar las
    siguientes[iv].El fenómeno de la desigual­dad en
    nuestras sociedades es tan evidente como creo que son claras sus
    connota­ciones más significativas como las
    siguientes:

    a) Se ha manifestado claramente en expresiones
    objetivables: niveles de renta, acceso a bienes o
    servicios
    públicos, nivel de educación, gasto
    monetario, pauta de consumo,
    etc.

    b) Se traduce en términos de diferencias entre
    grandes colectivos o grupos de
    población homogéneos, hasta el punto
    de que el reconocimiento de éstos constituye el punto de
    partida del análisis social más riguroso. El
    inicio del pensa­miento económico como disciplina
    científica no fue posible sin el desarrollo
    coetáneo de la primitiva sociología, del reconoci­mien­to de
    las clases
    sociales y, precisamente por ello, su objetivo
    principal no pudo ser otro que el analizar la
    distribu­ción de la renta y la riqueza entre
    ellas.

    c) La desigualdad que hemos conocido a medida que se ha
    desarrollado el sistema capitalista ha sido un fenómeno de
    naturaleza plural, que no sólo afectaba a la propia
    condición material de los individuos, sino también
    a su nivel cultural, a su ideología y a sus percepciones del mundo,
    llevando así consigo proyectos o
    visiones de la realidad también diferenciados.

    d) El análisis de la desigualdad ha permitido
    comprobar que ésta no es el resultado exclusivo de la
    condición individual sino, por el contrario, que era la
    consecuencia de la escisión grupal y de la
    conformación de la sociedad en dinámicas estancas,
    pues está directamente originada por la distribución desigual del ingreso y la
    riqueza que es consustancial a la economía de mercado
    capitalista.

    e) La desigualdad típica de la sociedad
    capitalista se ha caracterizado también porque sus
    consecuencias de frustración relativa, de
    insatisfacción absoluta o en términos comparativos,
    no afectan solamente al individuo sino que son generalizables y
    propias del colectivo social del que cada individuo se siente
    parte. De hecho, es precisamente este tipo de percepción
    colectiva de la desigualdad lo que ha permitido que se fortalezca
    incluso el sentido de grupo, toda vez que el individuo puede
    percibir que la padece como consecuen­cia de su propia
    ubicación en él. La desigualdad, de esta forma,
    refuerza la imagen del
    colectivo desigual y su percepción de la distancia
    colectiva a la satisfac­ción.

    f) Justamente por ello, en la medida en que la
    existencia y las consecuencias de la desigualdad se vinculan a
    las dinámicas colectivas, los grupos
    sociales vinculan siempre el asunto de la desigualdad a la
    conformación de sus estrategias de
    satisfacción más inmediatas: la cuestión del
    reparto, como reverso del desigual acceso y disfrute, pasa a
    formar parte del corazón de
    las demandas de los diferentes grupos sociales.

    g) Esto último es lo que ha permitido que la
    historia de la sociedad y la economía capitalistas haya
    sido, también, la historia de una tensión
    distributiva permanente. Y, más en concreto, que
    el progreso social, en la medida en que ha ido proporcionando
    instancias de participación y negociación más abiertas, haya
    traído consigo un alivio evidente de los efectos de la
    desigualdad. En la medida en que ha habido suficientes
    oportunidades de negociación del reparto, el crecimiento
    económico y la mejora en las condiciones de
    partici­pación democrática han permitido
    reducir la desigualdad o, por lo menos, lograr que ésta no
    se traduzca en niveles extremos de insatis­facción. Lo
    que Keynes
    expresó como "la paradoja en el seno de la abundancia" ha
    sido una contradicción y un elemento desestabi­lizador
    suficientemente potente como para abrir la puerta a estrategias
    paliativas de la desigualdad
    social.

    En resumen, éstos podrían ser los rasgos
    esenciales de un tipo de desigualdad que podría
    denominarse estructural, típica y consustancial a un
    régimen social capitalista que produce y reproduce la
    división social, la fragmentación y el mantenimiento
    de grupos sociales con capacida­des, recursos y posibilidades
    de satisfacción restringidas por el acceso igualmente
    desigual que tienen a la dotación de recursos
    existente.

    1.2) la "nueva desigualdad"

    La hipótesis que trato de plantear es que en
    la época más reciente de la economía y la
    sociedad capitalista, coincidiendo y no por casualidad con su
    etapa neoliberal, se está modificando la naturaleza del
    fenómeno de la desigual­dad, apareciendo como
    añadido un proceso de
    características mucho más dañinas y
    difíciles de erradicar.

    Trataré de señalar a continuación,
    con la prevención de que se trata tan sólo de
    formular hipótesis de
    partida o de vislum­brar tendencias que quizá no
    estén del todo definidas, los rasgos que me parecen
    más signifi­cativos y que hay que considerar
    especialmente[v].

    1.2.1) Desigualdad creciente.

    En primer lugar, es un hecho que la desigualdad tiende a
    crecer en cualesquiera que sean sus expresiones tomadas como
    referencia, y tanto a nivel personal como
    global, de regiones o países. Tanto si la situación
    de insatisfacción se mide en diferencias, como si se
    considera en términos absolutos[vi].

    Aunque no es necesario traer aquí a
    colación pruebas
    especí­ficas de lo anterior, baste con recordar el
    incremento de personas o familias pobres (En la Unión
    Europea en 1970 había 30 millones de personas pobres y
    en la actualidad, según los datos de Eurostat
    hay a 57 millones)[vii], o la disminución en la parte de
    renta global (del 2,3% al 1,4%) que corresponde al 20% de la
    población más pobre del planeta, frente al aumento
    del 70% al 85% que ha registrado el 20% más rico.
    Según el Banco Mundial,
    los habitantes de los países más ricos tienen un
    nivel de vida cinco veces más elevado que la media mundial
    y sesenta veces el de los más pobres.

    En todos los países del mundo, la
    proporción de las rentas totales que corresponden al
    trabajo
    asalariado han disminuido en mayor o menor cuantía,
    mientras que invariablemente ha aumentado la correspondiente a
    los beneficios del capital. Y, en
    la gran mayoría de los países, las diferencias de
    renta personal han tendido a agrandarse, a veces, de manera
    espectacular. Así, en Estados Unidos
    los salarios y
    bonificaciones de los ejecutivos mejor pagados aumentaron un 951%
    entre 1975 y 1995 (cuando la tasa de inflación
    subió un 183%), mientras que los salarios de los
    trabajadores sólo aumentaron un 142%[viii].

    En fin, es de sobra conocido que la anual
    comparación que realiza el PNUD entre la riqueza de unas
    pocas docenas de personas y la inmensa mayoría de la
    población mundial es cada vez más
    desigual[ix].

    El aumento de las diferencias sociales de todo tipo,
    suficientemente verificado en multitud de estudios
    empíricos[x], contrasta enormemente con lo que se
    había considerado convencio­nalmente que era el
    desarrollo "normal" de las socieda­des. La célebre
    hipótesis de Kuznets, según la cual se irían
    reduciendo progresivamente las desigualda­des sociales a
    medida que se fuera generando suficiente creci­miento
    económico, y la más elemental convicción de
    que el desarrollo histórico iba acompaña­do del
    propio crecimiento de la actividad económica, no son hoy
    sino formulaciones con muy escaso contenido real[xi]. Lo cierto
    ha sido que se ha debilitado el ritmo de crecimiento
    económico con carácter general, a causa de las políticas
    deflacionistas dominantes y que, incluso cuando se ha registrado
    mayor crecimiento éste no logra traer consigo una
    disminución sustancial, o incluso mínima, de la
    desigualdad[xii].

    En resumen, una característica primera de los
    fenómenos de desigualdad es que no sólo no
    desaparecen, sino que aumentan en todo el mundo, con independencia
    de que se produzcan fases de expansión o de
    recesión económica.

    1.2.2) Desigualdad intragrupal.

    En segundo lugar, la desigualdad contemporánea no
    se expresa solamente en términos de diferencias entre
    grandes grupos, como era propio de la desigualdad estructural a
    la que hice referencia más arriba. Se trata ahora de un
    fenómeno que se manifiesta como un mosaico de distintas
    intensidades y también desigualmente esparcido en la
    estructura
    social.

    Como he señalado, tradicionalmente
    habíamos percibido la desigualdad como una
    característica perceptible principalmente por la
    existencia de grandes y diferenciadas categorías sociales
    que se correspondían con la existencia de grandes
    morfologías colectivas. Se trataba de una desigualdad de
    naturaleza básica­mente intergrupal

    Hoy día, la desigualdad tiende a darse
    también en el seno de esos mismos grupos, de manera que el
    hecho diferencial no aparece como consecuencia de la pertenencia
    a un grupo y a partir de la cual se deriva una diferencia
    respecto a los de otro cualquiera, sino que la desigualdad se
    puede percibir con semejante intensidad entre los propios
    miembros del macrogrupo al que se pertenece.

    La desigualdad, pues, no se da sólo, ni
    principalmente, entre clases, entre colectivos conformados
    objetivamente en virtud de una determinada posición social
    frente a los derechos o al uso de los recursos, sino que se
    produce en el mismo seno de estos. Eso significa que se
    está produciendo por circunstancias que son mucho menos
    objetivables pero no por ello impercepti­bles, como
    trataré de señalar en seguida.

    La consecuencia más inmediata de ello es que la
    desigualdad no proporciona una imagen de la sociedad en
    términos de grandes manchas, sino como una especie de suma
    de muchas variedades, desdibujada, sin perfiles nítidos
    entre los grupos, sin fronteras de desigualdad claramente
    establecidas en términos de clases o estratos sociales. Y,
    por lo tanto, con mucha menor posibili­dad de establecer
    diferencias nítidas en el orden de los intereses, de las
    percepciones colectivas y de las demandas grupales.

    1.2.3) Desigualdad de destinos.

    En tercer lugar, la desigualdad a la que estoy
    refiriéndo­me como un fenómeno nuevo y reciente
    se caracteriza porque es el resultado del devenir individual,
    más que del pasado grupal. Se ejemplifica a veces esta
    cuestión diciendo que hoy día los individuos dicen
    no dicen "soy mejor a causa de la condición de mis
    ancestros" sino "soy mejor porque me adaptaré mejor a los
    cambios futuros"

    Tradicionalmente, la desigualdad ha sido (y lo sigue
    siendo en una buena parte) el resultado de la pertenencia a un
    determinado origen, podríamos decir que de un conjunto de
    condiciones heredadas. En la actualidad, sin embargo, la
    desigualdad deriva más bien del futuro que del pasado. Es
    una condición que se va a generar a lo largo del recorrido
    vital y, en una gran medida, con independen­cia del origen
    social. No es, por lo tanto, el resultado de una determi­nada
    condición (desi­gual) de partida sino, sobre todo, una
    contingencia de destino.

    La gran diferencia que hoy muestran nuestras sociedades
    (en realidad, la gran paradoja de la dinámica de "progreso" que se ha generado)
    es que, tradicionalmente, el ciclo vital parecía tender
    preferen­temente hacia la igualdad. El conflicto por
    el reparto y la necesidad de evitar niveles inaceptables de
    deslegitimación habían provisto a los grupos
    sociales de instancias para paliar la desigualdad de partida o,
    al menos, para aliviarla a lo largo de la vida, pero actualmente
    sucede lo contrario. La condición desigual, o su resultado
    en términos de pobreza o marginación, puede ser un
    punto de llegada aunque no haya sido la condición de
    partida.

    1.2.4) Desigualdad individualizante.

    En cuarto lugar, la desigualdad más reciente se
    vincula a condiciones que tienen que ver mucho más con la
    condición individual de las personas, se hace ,más
    contingente y también más impredecible. Se genera
    al producirse contin­gencias no grupales que no se pueden
    abordar, sin enormes efectos perversos,
    individualizada­mente. La desigualdad que hoy día se
    estaría añadiendo a la que siempre hemos conocido
    en nuestras sociedades tiene que ver con una incapacidad
    generaliza­da para la previsión, con la incapacidad
    para incorporar las contingencias que la generan a lo que los
    juristas llamarían "las condiciones generales" en virtud
    de las cuales se contratarían los remedios posibles para
    evitarlas.

    Los regímenes tradicionales establecidos para
    hacer frente a las consecuencias indeseadas de la desigualdad se
    basaron en la formulación de una especie de contrato social
    suscrito a partir de los grandes números, y orientado a
    proporcionar respuestas a contingencias colectivas o globales.
    Hoy día, la gama de contingencias que provocan las nuevas
    formas de desigualdad son, no sólo novísimas y por
    ello aún no tenidas en cuenta, sino de muy difícil
    singularización.

    La constante desigualdad de género,
    por ejemplo, es bien expresiva de la aparición de nuevas
    formas de desigualdad/discri­minación que no
    sólo no son paliadas por medio de los mecanismos
    tradicionales (Derecho de Familia), sino
    que, por el contrario, se ven agudizadas precisamente porque
    estos mecanismos no están concebidos sino en
    términos de riesgo
    típico y de contingencias homogeneizables.

    1.2.5) Desigualdad de posibilidades.

    Estas situaciones están causadas en una gran
    medida por dos tipos de circunstancias. En primer lugar, porque
    la desigualdad que hoy día se produce no está
    ligada tanto a la dotación inicial de derechos recursos
    monetarios, o incluso al haz originario de derechos de
    apropiación de cada sujeto social, sino a las capacidades
    que permiten hacer frente con éxito a
    contingencias sobrevenidas que a veces incluso están muy
    marcadas por el azar.

    Hasta hace unos años era una evidencia general
    que unas pocas circunstancias, y particularmente la educación,
    podían explicar gran parte de la desigualdad existente.
    Según Mincer[xiii] , hace veinticinco años "las
    diferencias en capital humano
    explicaban a grandes rasgos el 60% de las diferencias de los
    ingresos en
    Norteamérica". Hoy día se comprueba que se alcanza
    un alto nivel de desigualdad incluso entre grupos de personas con
    el mismo nivel educativo[xiv].

    En segundo lugar, porque resulta que lo que se debe
    considera como la dotación inicial de recursos que
    permitiría alcanzar determinados estándares de
    riqueza, ingreso o bienestar se hace mucho más difusa y
    compleja. A grandes trazos, su expresión monetaria, per se
    homogénea y homogeneizadora, puede ser aún
    válida para poder
    diferenciar ventajas relativas, condiciones de vida diferentes o
    posibilidades de trayectoria vital determina­das. Pero es una
    medida que ya no basta para percibir la situación de
    diferencia real entre los colectivos o las personas. La misma
    condición monetaria puede incorporar con toda seguridad
    multitud de circunstancias y contingencias de desigualdad[xv].
    Como dice Amartya Sen, no basta con disponer de un semejante
    montante monetario al inicio de la trayectoria personal, sino que
    se precisa disponer de algo más complejo y sutil, la misma
    capacidad para aprovechar las circunstancias, para hacer frente a
    los cambios y a los imprevistos, a las situaciones que de manera
    tan desigual se van a ir dando. Para tener éxito, dice, se
    precisa también disponer de capital social, cultural,
    humano que es algo más que una simple suma de recursos
    monetarios[xvi].

    El divorcio, a
    causa de un derecho de familia anquilosado; un accidente, en el
    contexto de un sistema de responsabilidad
    civil en crisis y con
    tendencia creciente a (im)perfeccionarse a través del
    establecimien­to de estándares de seguridad; un
    despido, la incertidumbre generaliza­da en un régimen
    de precariedad laboral y vital
    creciente… terminan por provocar situaciones de diferencia en
    el seno de los grupos sociales homogéneos en lo
    monetario[xvii].

    Hoy día sabemos, por ejemplo, que el haber
    establecido garantías de tipo general para lograr el
    acceso a la enseñanza de toda la población no
    garantiza que eso repercuta en una dotación igualitaria de
    recursos formativos. Precisamente porque el establecimiento de un
    mecanismo igualitarista que responde a un principio de reparto de
    carácter universalista no elude la existencia de otras
    contingencias intragrupales. Así, el fracaso escolar
    motivado por circunstancias dispares o la diferente probabilidad de
    empleo de los
    egresados evidencia claramente que los factores de desigualdad no
    tienen que ver con el establecimiento de pasarelas de alcance
    intergrupal, porque es en el seno de los propios grupos sociales
    y con una casuísti­ca muy difusa donde se generan las
    causas de la desigualdad que va a ser sobrevenida.

    1.2.6) Desigualdad excluyente.

    Por último, un efecto muy importante del origen
    intragrupal de la desigualdades es que son generadoras de
    exclusión.

    Mientras que la desigualdad estructural, intergrupos,
    tiende incluso a fortalecer las relaciones de pertenencia, la
    imagen de colectivo y la capacidad de respuesta del propio grupo,
    es decir, su posibilidad de encontrar coincidencias
    estratégicas en la de­manda de mayor
    satisfacción frente a la frustración relativa que
    se percibe nítidamente, la desigualdad intragrupal
    deshilvana estas relaciones.

    El efecto más dramático de la desigualdad
    contemporánea es, precisamente por ello, la
    marginación. El desfavorecido tiende a enajenarse del
    grupo, porque es en relación con este como comprueba la
    consecuencia de su condición desigual.

    Mientras que, quizá paradójicamente, la
    desigualdad estructural de la sociedad capitalis­ta incentiva
    la aparición de lazos de solidaridad
    grupal que permiten hacerle frente con éxito, la
    desigualdad reciente es la desigualdad excluyente que desdibuja
    los tejidos sociales
    de referencia. ¿Dónde encuentra el profesional de
    clase media su
    necesaria imagen vicaria para generar lazos de
    reforta­lecimiento mutuo, en qué universo se
    circunscribe el parado de larga duración, cuál es
    la referencia, que antes hubiéramos llamado "de clase", de
    la madre soltera, del joven sin empleo, del trabajador pobre, o
    del jubilado forzoso a los 45 años, ¿cuál es
    el vínculo entre el trabajador ocupado y sus vecinos
    parados?

    En definitiva, una condición
    socioeconómica de esta naturaleza implicaría
    reconocer que hoy día la desigualdad presenta una especie
    de doble frente, de doble expresión. Por una parte, la
    desigualdad estructural vinculada a la permanencia de una
    sociedad escindida, en donde la existen­cia de clases y
    estratos sociales de posición objetiva diferen­ciada
    tiene todavía una repercusión evidente, una
    influencia decisiva sobre las opciones, las condiciones de
    disfrute y sobre las posibilidades de satisfacción. Es una
    desigualdad, de todas formas, que no tiende a disminuir, pero que
    se entrelaza con una nueva forma de discriminación.

    Y esa combinación es la que determina que los
    espacios de la desigualdad sean mucho más estancos y al
    mismo tiempo más difíciles de traspasar. la
    desigualdad se instala en auténticos territorios que se
    fortifican sin cesar[xviii].

    2. LAS FUENTES DE LA
    NUEVA DESIGUALDAD

    Los procesos que están dando lugar a la
    aparición de este nuevo tipo de desigualdad son muy
    plurales, aunque es necesario tratar de sistematizarlos y
    ponerlos de relieve.

    En mi opinión, los más importantes son los
    siguientes.

    a) Como Esping-Andersen ha puesto de manifiesto las
    desigualdades que están creciendo actualmente son las que
    se producen antes de impuestos, es
    decir, cuando aún no ha mediado el efecto redistribuidor
    que, en mayor o en menor medida, llevan a cabo los
    gobiernos[xix].

    Esa es la expresión inevitable del proceso de
    revitalización del mercado en todas nuestras sociedades.
    El mercado parte de un sistema de dotación de recursos
    iniciales muy desigual y lo que su dinámica provoca es una
    acentuación de esas disparidades cuando no se corrigen
    suficientemente.

    Lógicamente, el fortalecimiento del papel del
    mercado ha ido acompañado de un debilitamiento del
    Estado y de
    las instituciones
    colectivas en la sociedad, y en particular a las que tienen que
    ver con las estructuras de
    bienestar y de negociación sobre el reparto.

    Sabemos que el llamado Estado de Bienestar[xx] no
    produjo una igualación significativa, ni mucho menos, de
    los niveles de renta en nuestras sociedades. Pero, a pesar de
    ello, repercutió de manera muy positiva a la hora de
    extender niveles universales de bienestar; permitió paliar
    los efectos más desestabilizadores de la desigualdad,
    promoviendo mecanismos de solidaridad colectiva y
    provisión de bienes públicos gracias a las
    políticas redistribuidoras; instituyó racimos de
    derechos de acceso general; y permitió que se extendieran
    ciertos criterios de equidad como
    principios
    orientadores de las decisiones sociales esenciales.

    Además, en la medida en que el tipo de riesgo al
    que se deseaba hacer frente era de carácter global y
    susceptible de homogeneizar, la inaccesibilidad a determinados
    bienes y derechos de grandes colectivos de la sociedad
    podía ser eficazmente combatida suminis­trando la
    posibilidad general de acceso a los mismos, con independencia de
    las contingencias intra grupales que no estaban afectando a esa
    posibilidad de acceso sino de forma muy marginal.

    El debilitamiento de todas estas estructuras,
    instituciones, políticas y principios de bienestar o de
    redistribución, por muy tímidas que hayan podido
    ser en el contexto capitalista en que se dieron, ha provocado
    lógicamente un incremento de la desigual­dad
    estructu­ral y, además, la pérdida de las
    necesarias coberturas para hacer frente a las nuevas
    manifestaciones de necesidad.

    b) Por otro lado, en los últimos años se
    viene dando una profunda transformación que afecta
    principalmente al trabajo y a la relación
    salarial.

    El sistema capitalista ha funcionado
    históricamente sobre la base de extender el trabajo
    asalariado como una relación ambivalente: el trabajo no
    era sólo la prestación a partir de la cual
    podía obtenerse un medio de vida, sino que era, a su vez,
    la garantía para mantener una pauta de consumo y de
    satisfacción material legitimadora.

    Hoy día, el trabajo, a pesar de mantener
    paradójicamente su centralidad como mecanismo de socialización, ocupa menos tiempo del
    trabajador considerado en su conjunto, de la clase
    trabajado­ra, y, al mismo tiempo, tampoco es la
    garantía esencial de satisfacción.

    La crisis del trabajo deriva, por demás, en
    distintos fenómenos que producen y refuerzan la
    desigualdad intragrupal. Primero, porque al hacerse escaso se
    generaliza la exclusión del mercado de trabajo y se
    desarticula así la primera y más importante
    fórmula de fortalecimiento grupal: la condición
    misma de asalariado.

    Segundo, porque la precarización y la
    disminución de las retribuciones hace que la
    relación salarial se desentien­da de su función
    mantenedora de la pauta de satisfacción. De ahí,
    que aumenten de manera más patente las desigualdades en el
    patrimonio, en
    el consumo, en la educación, en los lugares de residencia
    y, en general, en la disponibilidad de los recursos que permiten
    hacer frente a la necesidad.

    Tercero, porque el trabajo se realiza cada vez
    más en condiciones de inseguridad e
    incertidumbre, bien por el mayor riesgo de perderlo sin
    alterna­tiva alguna, bien porque incluso los costes
    financieros y de todo tipo que es preciso soportar para ejercerlo
    se elevan de manera vertiginosa[xxi]. Y, además, porque
    ese riesgo no se distribuye igualitariamente entre la
    población trabajadora sino en función de
    contingencias y circunstancias de muy difícil
    predicción.

    Finalmente, el incremento de las diferencias salariales,
    la segmentación de las actividades laborales
    y, en general, la modificación en las condiciones de
    organización del trabajo, modifican la
    relación laboral al provocar el desmantela­miento de
    los espacios del trabajo colectivo, la personalización e
    informalización de las relaciones
    laborales, la jerarquización disipativa y la
    aparición de estrategias de competencia que
    socavan los vínculos de acerca­miento
    tradicionales.

    Todo ello ha tenido dos consecuencias más
    específicas sobre la generación de nuevos procesos
    de discriminación y desigualdad.

    Por un lado, la pérdida del sentido de clase, la
    ruptura de los referentes y la instauración de un universo
    del trabajo que ya no propicia el encuentro sino que, por el
    contrario, conforma­ una percepción atomística
    del mundo por parte de los propios trabajadores.

    Por otro, la pérdida de sindicación que
    hoy día constituye una variable inmediatamente vinculada
    por la investigación empírica con la mayor
    desigualdad observada en nuestras sociedades.

    c) Estos dos procesos que acabo de mencionar provocan
    igualmente una crisis en las propias morfologías grupales,
    cambios sustanciales en las categorías y en las relaciones
    de interacción social.

    Actualmente, hablar de "trabajadores", de "clase obrera"
    o, incluso, de "empresariado", apenas si equivale a decir algo.
    La nueva forma de incidencia del tiempo, generador de
    incertidum­bre e inseguridad en la trayectoria vital; el
    papel diferente del espacio, que en lugar de referente de
    estabilidad constituye un marco de movilidad permanente y de
    instantaneidad; o las nuevas formas de concebir el trabajo
    modifican las relaciones sociales hasta ahora objetivables, que
    ya dejan de ser la forma elemental de incardinación, de
    socialización. El género, la condición de
    la familia, la
    temporalidad, el paro, el tipo
    de cotidianei­dad y toda una serie de condiciones sociales
    mucho más difusas, auténticos lugares opacos de los
    social o de lo colectivo, tal y como lo hemos entendido
    común y convencionalmente, constituyen hoy día los
    referentes a los que hay que mirar para contemplar el origen de
    desigualdades que no están vinculadas a las condiciones de
    grupo que se han objetivado tradicionalmente.

    d) Finalmente, ha jugado un papel principal en estos
    procesos una radical crisis antropológica, una verdadera
    crisis del sujeto social que lo ha llevado a quedar sumido en
    nuestra época en la individualidad humanamente más
    inerme, porque no se ha producido como resultado de un proceso de
    introspección trascen­den­te sino como
    consecuencia de una verdadera disipación del ser social en
    el uno mismo, o mejor, en la dimensión más incapaz
    y frustrante del yo.

    Desde el aislamiento y la soledad los sujetos no pueden
    hacer frente a la incertidumbre sino en términos de
    inseguridad. Y ello, junto a la confusión con que se
    presentan las referencias conformadoras de la identidad, ha
    dado lugar a que los procesos de insatisfacción no se
    conviertan en demandas colectivas de respuesta, sino en la
    desidentificación o, en el peor de los casos cuando estos
    procesos se hacen patológicos, en la asunción de
    referentes perversos que se muestran en la numerosa
    criminali­dad iniciática de los jóvenes, en
    la
    drogadicción, o en la asunción de la
    paralegalidad como escenario vital de miles de
    familias.

    El individuo, desentendido de los demás, no
    refuerza ni reclama entonces lo que no es distintivo suyo, sino
    de él junto a éstos, y reduce su universo a una
    aspiración desarraigada y fatal que termina por ser un
    único y no-referente común. Enclaustrado en ese
    universo de lo individual, sin asideros y sin conciencia de
    vivir en una situación que no es aislada sino
    común, su transcurso vital se limita a ser un simple
    ejercicio de supervivencia y no la conquista de la libertad que
    debería ser propia de cualquier experiencia
    humana.

    3. DESIGUALDAD DIFUSA.
    PROBLEMAS DE
    PERCEPCIÓN Y TRATAMIENTO

    En el desarrollo del pensamiento
    social, y del económico incluido en él, se ha
    producido habitualmente una singular paradoja. La
    aspiración igualitaria, salvo en los enfoques del liberalismo
    individualista más radical, ha constituido siempre un
    desideratum presente con mayor o menor fuerza en
    todas las corrientes, aunque haya sido, en una gran medida, como
    una proyección inmediata del principio político de
    igualdad frente a la ley y ante el
    derecho. De ahí que haya una extensísima literatura acerca de las
    condiciones precisas en las que puede darse la igualdad sin
    hipotecar otros objetivos de
    la vida humana, y que dispongamos hoy día de una abundante
    batería de preceptos teóricos, desde los que nacen
    del utilitarismo social hasta el marxismo
    analítico pasando por el individualismo de matiz
    anarquizante, que permiten conjeturar, desde esos diversos puntos
    de vista, la naturaleza y las condiciones, las posibili­dades
    y los efectos de estrategias igualitaristas. Se puede decir,
    pues, que las ciencias
    sociales han concretado suficiente­mente el alcance positivo
    y normativo de la igualdad como aspiración humana, bien
    que eso no tiene por qué implicar la existencia de
    procesos suficientemente operativos a la hora de
    alcanzarla.

    Sin embargo, el problema de la desigualdad, que
    aparentemen­te podría considerarse como un simple
    reverso del de la igualdad, presenta muchas más lagunas,
    está teóricamente mucho más desnudo y no
    dispone tan fácilmente de cobertura
    analítica.

    Plantear el problema de la igualdad, de la
    aspiración igualitaria, equivale a establecer reglas de
    mínimos, a formular propuestas de óptimos de
    común alcance, mientras que cualquier estrategia
    anti-desigualitaria requiere desarrollar procesos más
    complejos y basados en un percepción mucho más
    "fina" del problema que se aborda.

    Por eso, la aspiración igualitaria ha podido ser
    formulada sin demasiados problemas cuando nuestras sociedades
    más avanzadas han querido establecer políticas de
    mínimos basadas en una determina­da nivelación
    que garantizase haces de derechos cuyo disfrute se consideraba
    suficiente, al menos como punto de partida, para reducir la
    desigualdad indeseada.

    Por el contrario, el problema de la desigualdad como tal
    apenas si ha merecido una atención semejante. En gran parte, porque,
    como ha escrito Sen "la percepción de la desigualdad y, de
    hecho, el contenido de este escurridizo concepto,
    dependen sustancialmente de las posibilidades de una
    rebelión social. Los intelectuales
    atenienses que analizaban la igualdad no creían que
    resultase especialmente censurable dejar a los esclavos fuera del
    ámbito de su discurso"[xxii]. Podría decirse que,
    mientras que el discurso sobre la igualdad es más o menos
    una constante, la desigualdad como asunto social sólo se
    pone sobre el tapete cuando ésta tiende a ser considerada
    como inaceptable por determinados grupos sociales.

    Los objetivos igualitaristas se han podido abordar con
    suficiente eficacia y sin
    alterar la lógica
    interna (desigual) del sistema capitalista cuando se han
    afrontado como desigualdades de tipo intergrupal y sin plantear,
    en realidad, el problema de la desigualdad en cuanto que
    condición humana. Es más fácil, en otras
    palabras, establecer óptimos igualitarios, o condiciones
    universales de igualdad para los grandes agregados sociales, que
    formular los máximos de desigual­dad que son
    soportables y respetarlos tajantemente.

    El problema actual radica en que, a diferencia de lo que
    sucedió con la desigualdad tradicional que hemos
    caracterizado como estructural e intergrupal y que podía
    ser tratada desde el establecimiento de condiciones de
    igualación universal (educación o sanidad para
    todos, vivienda, salario
    mínimo, pensiones…), la desigualdad que se abre paso
    actualmente en nuestras socieda­des es de tratamiento mucho
    más difícil. Porque no basta con establecer
    principios de carácter general para alcanzar la igualdad
    como desideratum, sino que es preciso plantear
    intrínse­camente el problema de la desigualdad, lo que
    equivale a reconocerla explícitamente como completamente
    indeseable.

    Todo ello es difícil de lograr, no sólo
    por una evidente limitación derivada de la existencia o no
    de voluntad colectiva o política al respecto
    sino, además, por la existencia de problemas de otra
    índole, entre los que cabe destacar
    especial­men­te los siguientes.

    El primero de ellos es que esta nueva desigualdad se
    produce en un contexto social de gran y creciente opacidad.
    Paradójicamente, a pesar de que se multiplican y mejoran
    nuestros medios de análisis, es cada vez más
    complejo poder detectar los rasgos de nuestra realidad desigual,
    sus manifestaciones concretas, su presencia personal, su
    existencia singular y no sólo estadística­mente agregada. En
    particular, en este aspecto nos encontramos con varias
    limitaciones importantes:

    a) El
    conocimiento estadístico disponible y generalmente
    utilizado está orientado a descubrir la situación
    de grandes grupos homogéneos en cuyo seno se da una
    distribución probabilís­tica de los sucesos.
    Pero la desigualdad a la que nos estamos refiriendo es, valga la
    redundancia, de distribución muy desigual y aleatoria en
    el propio seno de los grupos donde se produce, de manera que es
    necesario modificar nuestra percepción de las
    categorías sociales y de las referencias habituales a la
    hora de establecer grupos y variables.

    Un ejemplo específico de estas limitaciones es el
    relativo al conocimiento
    de la distribución funcional de la renta, tal y como
    habitualmente está siendo utilizado. A la vista de la
    mayor diferenciación salarial, de la multiplicación
    de categorías y condiciones laborales, la
    sustitución espuria de asalariados por trabajadores
    legalmente autónomos, o la difuminación de las
    diferentes rentas del capital, la distribución funcional
    que solemos analizar deja de ser un reflejo exacto, incluso, de
    la desigualdad entre los grandes grupos de rentas. Mucho menos,
    de lo que sucede en su seno.

    b) Además, la desigualdad se produce en una
    dimensión individual de muy difícil
    percepción porque está detrás de todo un
    bosque de derechos formales igualitaristas que no permiten
    contemplar con nitidez las situaciones personales.
    Aparente­mente, todos los ciudadanos tienen iguales derechos
    reconocidos y la misma posibilidad de acceder a bienes y servicios de
    promoción, todos ellos conviven en
    condiciones de igualdad de oportunidades, pero su
    condición desigual no depende ya de la ausencia o no de
    esos derechos de acceso, sino de su peor condición a la
    hora de hacer frente a contingencias cuya casuística mucho
    más singular, aleatoria y diversificada no puede ser
    cubierta por derechos transversales.

    c) Finalmente, es sintomático que mientras que
    estos procesos se están dando los gobiernos aligeran la
    percepción estadística de la desigualdad. Se tiende
    a dificultar cuando no a suprimir las fuentes y a no proporcionar
    los recursos que pueden dar un conocimiento certero de la
    envergadura y de todas las manifestaciones importantes de este
    fenómeno.

    El segundo problema es que ésta difícil
    percepción de la desigualdad más moderna hace que
    hoy día sea una desigualdad que los ciudadanos sienten,
    pero que aún no se percibe como un problema objetivable.
    Y, justamente por ello, se trata de un fenómeno social
    todavía políticamente irrelevante. Aunque no
    sólo por su opacidad.

    El problema principal es que, como ya he apuntado, ni
    las políticas redistributivas de la mejor intención
    pero que toman como referencia los grandes grupos sociales, ni
    las políticas de protección basadas en estrategias
    de universalización pueden hacerle frente con la eficacia
    necesaria.

    El tercer problema es que al producirse estos
    fenómenos de desigualdad como procesos centrífugos
    en el seno de los grupos sociales de pertenencia y provocar la
    exclusión del mismo, debilitando así pues el papel
    del propio grupo como referen­te, la nueva desigualdad se
    realimenta permanentemen­te. En esta nueva condición
    desigual, los individuos no tienden a contemplarse como
    integrantes del colectivo desigual, sino que, excluidos, se
    perciben a ellos mismos como la expresión única de
    la desigualdad, sólo son imagen de sí mismos. De
    ahí, el proceso continuado de fragmentación a
    través de la exclusión permanente que actualmente
    constituye una de las connotaciones más típicas de
    nuestras sociedades[xxiii].

    Por estas razones, esta nueva forma de la desigualdad no
    puede comprenderse sólo como un asunto de diferencias o de
    distancias. Es una evidencia que las situaciones a las que ha
    coadyuvado de manera fundamental una crisis antropológica
    y un grave desmoronamiento del sistema de valores
    sociales no pueden resolverse, ni tan siquiera paliarse, operando
    tan sólo en el reducido universo de las magnitudes y las
    cantidades.

    Se plantean, en fin, tres tipos de problemas
    complementa­rios: la
    necesidad de disponer de nuevas formas de percepción y
    observación, la de diseñar nuevas
    estrategias de intervención y, por último, aunque
    no es lo menos importante, asumir una nueva
    filoso­fía, nuevos principios a la hora de abordar el
    problema de la desigualdad.

    Aquí, nos referimos a continuación al
    segundo de ellos, a la necesidad de formular nuevos puntos de
    partida de política económica que permitan hacer
    frente con garantía de éxito a la
    marginación y la exclusión.

    4. POLÍTICA
    ECONÓMICA FRENTE A LA NUEVA
    DESIGUALDAD
    .

    Evitar o aliviar la desigualdad y lo que en realidad es
    su dimensión problemática, la insatisfacción
    que conlleva para los más desfavorecidos, requiere
    plantear un abanico complejo de asuntos: la concepción
    misma de desigualdad empobrecedora; la equivalencia entre
    aspiraciones igualitarias y criterios elementales, o deseables,
    de equidad; los costes de oportunidad derivados de cualquier tipo
    de estrategia que afecte a la solución distributiva; la
    misma deseabilidad de más igualdad, o la manera de hacer
    expresivo ese mayor o menor deseo colectivo.

    Lógicamente, la coexistencia de todos esos planos
    dificulta enormemente el establecimiento de líneas de
    actuación de gran alcance y claramente perceptibles por la
    sociedad.

    En estas páginas deseo limitarme tan sólo
    a establecer algunos principios básicos que creo necesario
    tomar en considera­ción a la hora de formular
    estrategias políticas que pretendan hacer frente al
    problema de la insatisfacción derivado de la desigualdad
    de naturaleza diversa que en tan gran medida se da en nuestras
    sociedades.

    4.1. LOS ESPACIOS DE PARTIDA PARA LUCHAR CONTRA LA
    DESIGUALDAD

    En este sentido, es necesario en mi opinión
    partir de tres postulados esenciales.

    En primer lugar, que la desigualdad no es sólo
    una expresión de nuestra falta de parecido, es decir, el
    resultado de la diversidad natural de los seres humanos, aunque
    esta diversidad deba ser, sin embargo, una variable esencial a la
    hora de definir las condiciones de igualdad deseables. Hay que
    considerar, más bien, que la desigualdad es el
    fenómeno vinculado a la existencia de condiciones
    diferentes de realización: libertad, capacidades
    adquiridas, dotación de bienes, posición
    jerárquica, percepciones de la realidad, ingresos,
    condición, etc. Se debe tratar, pues, de determinar el
    diferente grado en que cada una de éstas influye sobre la
    satisfacción. Es necesario, por lo tanto, tratar de
    categorizar los diferentes "espacios" de la
    desigualdad[xxiv].

    En segundo lugar, que la desigualdad no es el sumatorio
    de una serie de situaciones individuales, sino una
    situación social. Como suele decirse, las desigualdades
    "hacen sistema". De hecho, los individuos sufren las
    consecuen­cias de la desigual­dad en la medida en que
    forman parte de colectivos, o en la medida en que le afectan
    condiciones de discriminación que trascienden
    objetivamente su propia condición individual. En
    consecuencia, más que las estructuras formales de igualdad
    deben analizarse y evaluarse los procesos de
    discrimina­ción que impiden que éstas puedan
    efectivamente evitar la desigualdad.

    En tercer lugar, que la desigualdad no es una
    situación sino un proceso, lo que significa que no puede
    abordarse tan sólo con intervenciones de choque, sino de
    transformación de las condicio­nes dinámicas y
    estructu­rales que la generan.

    En este sentido, entiendo que hay tres campos
    problemáti­cos que habría que considerar como
    desencadenantes de la desigualdad.

    a) El modelo
    económico.

    El modelo de crecimiento, entendido como
    expresión sistémica de un determinado desarrollo de
    las relaciones económicas. En particular, hay que destacar
    dos de sus elementos como desencadenantes inmediatos del proceso
    de empobrecimiento que está unido a la desigualdad propia
    de nuestras economías capitalistas.

    Por un lado, y como ya he señalado anteriormente,
    la nueva naturaleza del trabajo. Suele ser aceptado como un lugar
    común que ha terminado la época del empleo fijo,
    seguro y con
    salario suficiente y garantizado de forma generalizada. Sin
    embargo, quienes lo afirman no destacan, al mismo tiempo, que el
    ingreso del trabajo haya dejado de ser la fuente que permite
    satisfacer las necesidades en nuestra sociedad y que, por lo
    tanto, si no se establecen presupuestos
    alternativos de satisfacción, el "fin del trabajo" no
    implica sino empobrecimiento creciente. En realidad, se
    está planteando pero de manera bastante subrepti­cia
    que nuestras sociedades se enfrentan a tres
    posibilidades:

    – aceptar la marginación y la pobreza
    generali­zada en la medida en que, efectivamente, desaparezca
    la garantía del salario de suficien­cia,

    – asumir que, verdaderamente, son precisas menos horas
    de trabajo y que, entonces, el salario no seguiría siendo
    la fuente del ingreso de suficiencia, lo que obligaría a
    adoptar otro tipo de ingreso no salarial alternativo;

    – o, en el caso de que se entendiera que es posible
    revertir la tendencia a destruir y deteriorar el empleo para
    aumentar, como ahora, el beneficio más alto, poner en
    práctica estrategias intensivas en trabajo,
    procu­rando recuperar el salario como fuente principal y
    suficien­te de ingreso.

    En nuestras sociedades estas alternativas no se plantean
    de forma explícita porque todas ellas implican u operar
    sobre la relación salarial sobre la que se asienta la
    estructura de explotación, influir en la dinámica
    de la productividad
    sobre la que descansa el beneficio, o directamente controlar
    éste mismo como soporte de todas las estrategias sociales.
    Pero, al contrario de lo que ahora sucede, son estas cuestiones
    las que deben ser objeto de cuestionamiento.

    Por otro lado, hay que referirse a las intervenciones
    conformadoras de la situación de desigualdad que se quiere
    tratar. Nos referimos a la regulación económica
    dominante como una permanente causa de empobrecimiento. Su
    instrumentación más concreta (a
    través de las políticas fiscales, monetarias, de
    privatización, etc.) está orientada
    a sostener y reproducir la pauta distributiva privilegiada que
    implica un reparto muy desigual de los ingresos y de la riqueza.
    A eso viene a coadyuvar la pérdida de soportes para el
    bienestar como consecuencia del drenaje de recursos hacia el
    interés
    privado, del debilitamiento de las reglas de intervención,
    sin las cuales se hace mucho más difícil favorecer
    el tratamiento igualatorio, o del contenido profundamente
    antisocial de las políticas de demanda.

    La consecuencia de esto último es que ni tan
    siquiera la generación de actividad económica, el
    impulso del crecimiento económico, es una garantía
    suficiente, como hubiera ocurrido en otras épocas, para
    eliminar la pobreza o para disminuir la desigualdad o la
    insatisfacción social[xxv]. Más bien al contrario:
    en lugar de ser su solución, en la medida en que el
    crecimiento se produce bajo una pauta distributiva desigual
    agudiza el empobrecimiento[xxvi].

    b) Las posibilidades de realización
    social.

    Junto a los factores anteriores que tienen que ver como
    el modo en que están funcionando las relaciones de mercado
    en el actual modelo de crecimiento, hay que considerar igualmente
    una serie de procesos que han afectado a la definición de
    lo que Sen llama el "vector de realizaciones"[xxvii] y que
    constituyen, pues, espacios donde también es preciso
    intervenir. Entre otros, pueden destacarse los
    siguientes:

    – La conformación de una pauta social de consumo
    basada en una auténtica transustanciación de la
    necesidad, provocando así una modifica­ción
    perversa del cuadro de aspiracio­nes personales y
    colectivas[xxviii].

    – La generalización del principio del
    automatismo, que lleva a ocultar la existencia de una
    regulación efectiva de claro efecto desigualitario y, al
    mismo tiempo, que disimula la necesidad de generar propuestas
    alternati­vas de regulación discrecional de las
    relaciones económicas que tienen que ver con la
    satisfacción.

    – La desarticulación espacial, de manera que la
    vida humana en general y la actividad económica en
    particular se desentiende del "lugar" como una referencia que se
    requiere inequívoca, para modificarse así las
    coordenadas de entorno y propiciar la difuminación de los
    lugares de encuentro en donde pueden generarse vínculos y
    relaciones que eviten la vulnerabili­dad y la
    indefensión.

    – La generación de un imaginario colectivo en
    virtud del cual la desigualdad es una expresión natural de
    la diferencia y que constituye un incentivo esencial para el
    mejor uso de los recursos, consecuencia, además, de
    procesos singulares y no de relaciones sociales y
    económicas.

    – La socialización individualista y derivada de
    una percepción atomística de la vida como resultado
    de la universali­zación de la relación
    mercantil que se desenvuelve privilegiada­mente en el
    mercado.

    c) El entorno institucional de los mercados.

    Finalmente, no podemos dejar de referirnos al
    debilita­miento de la democracia
    como presupuesto de la
    decisión ­que tiene que ver con todos los procesos
    económicos[xxix], aunque aquí sólo voy a
    referirme a tres cuestiones singulares[xxx].

    En primer lugar, al cambio de
    nivel que ha afectado a los mecanismos de negociación de
    los que depende la dinámica de reparto. La descentralización de las decisiones, la
    internaciona­lización de los espacios o la
    disipación de las instituciones, aunque pueden percibirse
    como fenómenos aparentemente dispares, responden a una
    lógica encaminada a restringir la participación y a
    diluir las instancias de poder, lo que ha favorecido claramente
    la posibilidad de llevar a cabo intervenciones de carácter
    expresamente discriminatorio y empobrecedor.

    En segundo lugar, a la renuncia, que cada vez se hace
    más explícita y a veces sin ningún tipo de
    tapujos, a la naturaleza necesariamente desigual que deben tener
    las medidas, las políticas o las normas destinadas
    a tratar a los desiguales. Es posible comprobar cómo en
    diferentes campos del Derecho, lo que equivale a decir, en el
    entramado institucional al que deben sujetarse los
    comportamientos sociales, se introducen los principios a los que
    hice alusión más arriba. En unas ocasiones, como
    sucede en el Derecho
    Laboral, para renunciar a su carácter tuitivo y
    proponer sencillamente su inclusión en el aparentemente
    más "igual" Derecho Civil, que se entiende más
    libre e igualitario[xxxi]; o, en otras, asumiendo sin más
    la lectura
    eficientista que implica gigantescos costes
    distributivos[xxxii].

    En tercer lugar, provocando una crisis profunda en los
    mecanismos e instituciones capaces de articular los intereses
    colectivos y de proyectarlos en estrategias operativas y
    exitosas. Así, a la idea conocida de que "a mercados
    segmenta­dos, trabajadores divididos"[xxxiii], le
    siguió la crisis de la sindica­ción, o la
    aparición de un universo de instancias de solidaridad "no
    gubernamental", justamente, cuando lo que se precisaba era una
    instancia "guberna­mental", pues ésta era la que
    contribuía más decisivamente que nunca a provocar
    la fragmenta­ción, la exclusión y el
    empobreci­miento.

    4.2. LOS AMBITOS DE ACTUACIÓN CONTRA LA
    DESIGUALDAD

    La pregunta que en resumidas cuentas hemos de
    hacernos es de qué manera intervenir y
    dónde.

    En cuanto que sabemos que la desigualdad se genera y
    reproduce en muy diversos espacios, por utilizar la
    terminolo­gía de Sen, y que "la igualdad en un espacio
    es acompañada por grandes desigualda­des en
    otros"[xxxiv], un requerimiento principal de las políticas
    frente a las nuevas expresiones de desigualdad es el de conjugar
    su acción
    en campos y dimensiones muy diversos de la vida social y
    económica, a diferencia de lo que había
    caracteri­zado a las políticas más
    tradicionales, centradas en el plano del ingreso y en el de la
    provisión de derechos y bienes públicos de
    carácter univer­sal e incapaces de realizar
    transforma­ciones estructu­rales
    relevan­tes.

    En particular, me parece que hay que tomar en
    consideración cuatro ámbitos principales y en donde
    deben darse estrategias como las que indico.

    a) Percepción y conciencia de la
    desigualdad.

    En el ámbito mismo de la definición y
    percepción social del problema de la desigualdad me parece
    que hay que atender al mismo tiempo a dos grandes
    presupuestos.

    Primero, que la exclusión y la pobreza que
    conlleva son expresamente rechazables cualquiera que sea el
    contenido preciso que quiera dársele al objetivo de
    igualdad que eventualmente se quiera alcanzar. Esto debe implicar
    que cualquier planteamiento coherente de lucha contra la
    desigualdad debe estar acompañado de la institución
    de mecanis­mos que provean de recursos de suficiencia,
    cualquiera que sea su clase y origen, a las personas y colectivos
    desfavorecidos.

    El segundo presupuesto, que es en realidad una
    derivación inmediata del anterior, se refiere a la
    necesidad de definir una nueva ecuación de
    realización personal y colectiva que esté
    principal­mente vinculada a las consecuencias de una eventual
    pérdida de capacidades de realización, en lugar de
    basarse en la determina­ción de una dotación
    inicial de posibilidades. Dicho de una forma más expedita,
    se trataría de establecer menos estatus igualitaristas y
    prestar mucha más atención al estableci­miento
    de frenos o límites a
    los procesos de desigualdad que terminan en pobreza,
    insatisfacción y frustración social.

    b) Actuación sobre las causas.

    En el ámbito de los procesos que provocan el
    empobreci­miento hay que plantear, sobre todo, estrategias
    que operen sobre sus causas. Hoy día es necesario y
    posible generar intervencio­nes contra la desigualdad
    estructural y excluyente sobre la base, en primer lugar, de
    políticas de demanda que incentiven el gasto de utilidad social,
    en segundo lugar, de medidas que proporcionen rentas garantizadas
    al conjunto de la población y, en tercer lugar, de un
    nuevo tipo de política de rentas que plantee no
    sólo las condiciones tradicionales relativas a niveles de
    salario y beneficio sino, además, otras que igualmente
    determinan la solución de reparto como el tiempo de
    trabajo, el equilibrio
    entre ocupación y paro, discriminación laboral,
    estabilidad, movilidad, etc.[xxxv]

    c) La inevitabilidad de la política.

    En el ámbito de las instituciones no puede
    renunciarse al papel activo del Estado, por muy necesario que
    sea, al mismo tiempo, plantear cuantas transformaciones eviten
    que actúe secuestrado por poderosos intereses
    corporativistas. Al Estado le cabe asumir la responsabilidad de garantizar las necesarias e
    irrenunciables infraestructuras sociales de bienestar y de
    asegurar la existencia de recursos suficientes para financiar los
    ingresos de subsistencia de toda la población. No tiene
    sentido, sin embargo, demandar solamente que la acción
    pública provea soluciones
    redistribuidoras de carácter más o menos paliativo,
    esto es, que articule cada vez más complejas y costosas
    "políti­cas sociales", cuando, al mismo tiempo, se
    soslayan las necesa­rias transformaciones estructurales a las
    que debe contribuir el Estado en una nueva condición de
    espacio para la acción colecti­va. Como
    señaló con toda la razón Shreiner "una
    economía que funcione bien, en la que se conjugue el pleno
    empleo, una distribución equitativa de la renta y una
    mejora del nivel de vida hará superfluas numerosas
    políticas sociales"[xxxvi].

    En particular, los estados deben jugar un papel esencial
    a la hora de conquistar la dimensión internacional como
    marco explícito de lucha contra la insatisfacción y
    la pobreza estableciendo un verdadero sistema de previsión
    social a escala mundial
    con suficientes y adecuadas redes de protección y
    mecanismos de vigilancia que las garanticen en cualquier lugar
    del planeta.

    Pero, junto a una necesaria revitalización del
    Estado, las estrategias contra la pobreza y la exclusión
    no pueden ser efectivas si la sociedad no se dota,
    también, de instituciones civiles y estructuras de
    participación y contrapoder que permitan vigorizar el
    sentimien­to de pertenencia, los vínculos de
    socialización solidaria y, en fin, que permitan que se
    produzca una verdadera regeneración antropológica,
    ya que hemos podido comprobar que la pobreza y la desigualdad no
    son, desgraciadamente, una sola situación de renta
    diferenciada sino, sobre todo, la última etapa de un
    camino lamentable hacia la alienación y la
    patología social más diversa[xxxvii].

    4.3. ORIENTACIONES ESTRATÉGICAS

    Si se tienen en cuenta los anteriores factores que
    intervienen, desde todas sus diferentes perspectivas, en el
    desencadenamiento de las nuevas manifestaciones de la
    desigualdad, nos parece que se deben apuntar tres grandes
    orientaciones estratégicas para hacerle frente. Tres
    grandes orientaciones que marcan a su vez los tres grandes
    espacios en los que es necesario actuar para poder abordar de
    forma efectiva la reducción de las desigualdades de
    nuestro tiempo[xxxviii].

    En primer lugar, es necesario actuar sobre el mercado,
    en el propio proceso de producción, pues es allí donde se
    genera originalmente la desigualdad.

    En este campo es necesario avanzar, al menos, en tras
    grandes líneas que afectan a las fuentes principales de
    generación de desigualdad: en la instauración de
    una verdadera democracia social que facilite el ejercicio de los
    derechos sociales, en la regulación del funcionamiento
    empresarial que impida la desestructuración continua de
    los mercados y en el aseguramiento de la trayectoria laboral y
    profesional de los trabajadores, sobre todo, para evitar los
    efectos traumáticos de las exigencias de movilidad
    horizontal y vertical que requiere el postfordismo.

    En segundo lugar, es preciso fortalecer, o mejor
    habría que decir recuperar, los mecanismos de
    redistribución para poder paliar los efectos no contenidos
    en el ámbito de la producción y para hacer efectiva
    la exigencia de esencial social de equidad y
    solidaridad.

    En este sentido es necesario redefinir dos grandes
    cuestiones: la reforma fiscal y los
    espacios de la regulación pública que, en los
    últimos años, y contribuyendo decisivamente al
    incremento de la desigualdad, se vienen utilizando a partir de la
    renuncia a avanzar hacia el logro de una mayor
    igualdad.

    En tercer lugar, es imprescindible recobrar igualmente
    el principio de que debe haber políticas públicas,
    y actuaciones en el marco de lo privado, que revitalicen el
    principio de promoción social. Eso ha de implicar, sobre
    todo, el retorno a la utilización de los servicios
    públicos, el reforzamiento del sistema de derechos
    sociales y, en particular, el fortalecimiento de las
    políticas igualitarias en los ámbitos educativos y
    urbanos. La escuela y el
    territorio urbano han llegado a sustituir a la fábrica
    como espacio de identificación y referencia social de los
    individuos y grupos sociales, y por ello es cada vez más
    urgente articular las políticas contra la desigualdad a
    partir de actuaciones que impliquen el ejercicio de los nuevos
    derechos sociales en el ámbito no solamente del empleo,
    sino de la salud[xxxix],
    la educación[xl] o la vivienda[xli].

    Finalmente, aunque no por ello es menos trascendente, es
    muy importante mencionar la necesidad de que la exclusión
    y la pobreza se conviertan en referencia inexcusable de cualquier
    problema y de cualquier decisión social y
    económica. Los pobres y excluidos son, en una gran medida,
    desarraigados, individuos que han perdido sus coordena­das,
    personas sin lugar, sin condición y políticamente
    irrelevantes[xlii]. Como ha dicho Galbraith, son tan sólo,
    y si acaso, "simples categorías administrativas". No son,
    en la mayoría de las ocasiones, ni tan siquiera
    ciudada­nos. La sociedad que genera la pobreza y que excluye
    a los deshereda­dos evita que estos fenómenos
    reviertan hacia ella misma como problema por el expedito
    procedi­miento de situar a la pobreza en una especie de
    terreno de nadie, en un auténtico no-lugar que
    aparente­mente nada tiene que ver con el espacio
    singularizado de los intercambios económicos.

    Precisamente por ello, es necesario resituar el problema
    de la pobreza y la exclusión en el corazón mismo
    del discurso económico y plantearlo como el problema
    cardinal de las políticas económicas.

    5. NOTAS

    ——————————————————————————–

    [i] Se diferencia de la versión de 1999 en que se
    han añadido algunas nuevas ideas así como bibliografía más
    reciente y se ha tratado de sistematizar algo más el texto
    para facilitar su lectura y el
    desarrollo de las tesis que contiene. En esta ocasión, he
    contado con la colaboración del profesor
    Alberto Montero.

    [ii] W. Letwin, Against Equality, MacMillan, Londres
    1983.

    [iii] S. Gilder, Riqueza y pobreza, Instituto de
    Estudios Económicos, Madrid
    1984.

    [iv] Una visión histórica de la
    desigualdad en F. Bourguignon y C. Morrisson, "The distribution
    of income among world citizens: 1820-1992", American Economic
    Review, septiembre 2002. También Ch. M. Jones, "On the
    Evolution of the World Income Distribution", Journal of Economic
    Perspectives, 11(3), 1997; B. Milanovic, "True world income
    distribution, 1988 and 1993: First calculation based on household
    surveys alone" Economic Journal, January 2002; Ph.
    Moati,Nouvelles économies, nouvelles exclusions, , Edition
    de l’Aube, La Tour d’Aigues 2004.

    [v] J.P. Fitoussi, P. Savidon,(dir), "Comprendre les
    inégalités », Revue annuelle de philosophie
    et de sciences sociales, Puf, Paris 2003; S. Paugam, L'exclusion.
    L'état des savoirs, La Découverte, Paris 1996; T.
    Piketty, L’économie des inégalités, La
    découverte, Paris 1999.

    [vi] G.A. Cornia, G. A. "Rising Inequality in an Era of
    Liberalization and Globalization. Work in Progress: :A Review of
    Research Activities of the UN University 16, 1999.

    [vii] ATD-Quart Monde, Grande pauvreté et
    précarité en Europe à l’horizon 2001,
    Atd Quart Monde, París 2002; X. Godinot, S. Richou,
    «La pauvreté en Europe : essai de prospective.
    Quatre scénarios sur la précarité et la
    grande pauvreté en Europe à l’horizon 2015
    », Futuribles, 10, 2003; .

    [viii] L. de Sebastián, La pobreza en USA,
    Cuadernos Cristia­nisme i Justicia.
    Barcelona, p.11.

    [ix] PNUD, Informe sobre
    desarrollo
    humano 1997, Mundi Prensa. Madrid
    1998.

    [x] V. Navarro, Neoliberalismo
    y Estado del Bienestar, Airel. Barcelona 1997; J.M. Tortosa, La
    pobreza capitalista, Tecnos, Madrid 1993.

    [xi] S. Kuznets, "Economic Growth and inequality",
    American Economic Review, 65, 1955. También, P. Aghion, E.
    Caroli y C. Garcia-Penalosa, "Inequality and economic growth: the
    perspective of new growth theory", Journal of Economic
    Literature, 37, 2000; S. Anand S. M. Kanbur, "The Kuznets Process
    and the Inequality",Journal of Development Economics, 40, 1993;
    K. Deininger y D. Squire, "New ways of looking at old issues :
    inequality and growth", Journal of Development Economics, 57,
    1998; T. Persson T. y G. Tabellini, "Is Inequality harmful for
    Growth? Theory and Evidence", American Economic Review, 84(3),
    1994.

    [xii] J. Torres López, Desigualdad y crisis
    económica. El reparto de la tarta, Sistema, Madrid
    2000.

    [xiii] J. Mincer, Education, experimental income and
    human behaviour, McGrawHill, Nueva York 1975, p. 73.

    [xiv] P.S. Sarbanes, "Growinhg inequality as an issue
    for economic policy", en D.B. Papadimitriou, Aspects of
    distribution of wealth and income, St. Martin Press, N. York
    1994, p.169.

    [xv] E. Maurin, L´egalité des possibles. La
    nouvelle société française, Seuil, Paris
    2002.

    [xvi] A. Sen, Nuevo examen de la desigualdad, Alianza ,
    Madrid 1995.

    [xvii] M.S. Kimeny, Economics of Poverty, discrimination
    and public Policy, ITP, Cincinnati 1995.

    [xviii] J. Donzelot, Faire societé, Le Seuil,
    Paris 2003.

    [xix] G. Esping-Andersen, Why do we need a New Welfare
    State?, Oxford University Press, Oxford 2002.

    [xx] D. Guerrero y E. Díaz, "Estado del bienestar
    y redistri­bución de la renta nacional en España
    desde la transición" en E. Alvarado (coord.), Retos del
    Estado del Bienestar en España a finales de los noventa,
    Tecnos, Madrid, 1998, 137-166.

    [xxi] Un análisis a veces sarcástico de
    esto en R.H. Frank y P-J. Cook, The winner-take-all society,
    Penguin Books, Nueva York 1995.

    [xxii] A. Sen, Sobre la desigualdad económica,
    Crítica, Barcelona, 1979,13-14.

    [xxiii] E. Mingione, Las sociedades fragmentadas. Una
    sociología de la vida económica más
    allá del paradigma del
    mercado, Ministerio de Trabajo y Seguridad
    Social, Madrid 1993.

    [xxiv] A. Sen, Nuevo examen de la desigualdad, Alianza
    Edito­rial, Madrid 1995.

    [xxv] R. Blank, "The widening wage distribution and its
    policy implications" en D.B. Papadimitriou, ob.cit., p.
    190.

    [xxvi] La Comisión Europea ha reconocido
    expresamente este problema en alguna de sus resoluciones: "a
    pesar de la evolución macroeco­nó­mica
    favorable, el número de indigentes ha seguido aumentando
    en los diez últimos años en la mayor parte de los
    países de la Comuni­dad…se observa claramente que el
    número de personas que dependen de la asisten­cia
    social se ha incremen­tado desde el principio de la
    década de los setenta; este número se ha duplicado
    incluso en varios Estados miembros…No obstante (la
    ampliación del campo de cobertura social) la tendencia de
    fondo sigue siendo el aumento del número de
    indigen­tes". En Comisión de las Comunidades Europeas,
    Propuesta de decisión del Consejo relativa a la
    implantación de un programa a medio
    plazo de medidas para la integración
    económica y social de los grupos menos favorecidos,
    Bruselas, 1989, p. 3.. Lógicamente, este fenómeno
    se ha producido más gravemente en los países ya de
    por sí más pobres.

    [xxvii] A. Sen, Bienestar, justicia y mercado,
    Paidós I.C.E.­/UAB, Barcelona 1977, p.77.

    [xxviii] J. Riechmann (coord.)Necesitar, desear, vivir.
    Sobre necesidad, desarrollo humano, crecimiento económico
    y sustentabi­lidad, Los Libros de la
    Catarata, Madrid 1988.

    [xxix] J. Torres López, "Reflexiones para una
    política macroeconómica alternativa", en A.
    Guerra, M.
    Soares, M. Rocard, Una nueva política
    social y económica para Europa, Sistema,
    Madrid 1997.

    [xxx] F. Bourguignon y T. Verdier, "Oligarchy,
    Democracy, inequality and growth",Journal of Development
    Economics, 62, 2000.

    [xxxi] J. E. Bustos, "Sobre el posible retorno del
    contrato de
    trabajo al Código
    Civil", Documentación Laboral, nº 52,
    1997.

    [xxxii] A. Montero. y J. Torres, Economía del
    delito y de las
    penas, Comares, Granada 1998.

    [xxxiii] La expresión es del título de un
    libro de D.M.
    Gordon, r. Edwards y R. Reich, Trabajo segmenta­do,
    trabajadores divididos. La transformación histórica
    del trabajo en los Estados Unidos, Ministerio de Trabajo y
    Seguridad Social, Madrid 1986.

    [xxxiv] A. Sen, Nuevo examen…, p. 147.

    [xxxv] R. Boyer y R. Dore, Les politiques des revenues
    en Europe, La Découverte, Paris 1994.

    [xxxvi] Cit. en OCDE, El Estado
    benefactor en crisis, Mº Trabajo y Seguridad Social, Madrid
    1985, p. 205.

    [xxxvii] Sobre el papel de instituciones intermedias
    entre el Estado y el mercado, vid. S. Bowles y H. Gintin,
    "Efficient redistribution: new rules for markets, states and
    communities", Politics & Society, vol. 24 (1996).

    [xxxviii] J.-P. Cling, Les Nouvelles Stratégies
    internationales de lutte contre la pauvreté, Economica,
    Paris 2003; R. Dupriet, J. LADSOUS, D. LEROUX, M. THIERRY, La
    Lutte contre l’exclusion : une loi, des avancées, de
    nouveaux défis, Ensp, Rennes 2002; X. Emmanuelli,
    L’exclusion peut-elle être vaincue?, Laffont, Paris
    2003.

    [xxxix] R. Wilkinson, L’Inégalité
    nuit gravement à la santé, Cassini, Paris
    2002.

    [xl] J.P. Terrail, De l’Inégalité
    scolaire, La Dispute, Paris 2002; S. Paugam, La Disqualification
    sociale. Essai sur la nouvelle pauvreté, Puf, Paris
    2002..

    [xli] St. Beaud y M. Pialoux, Violences urbaines,
    violence sociale, Fayard, Paris 2003.

    [xlii] VV.AA., Pauvreté, progrés et
    développement, L'Harmattan-UNESCO, Paris 1990.

    Juan Torres López.

    Catedrático de Economía Aplicada de la
    Universidad de
    Málaga

    Juantorres[arroba]uma.es

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