Puede afirmarse que la economía, como
ciencia,
nació en la Modernidad. En la
era de Descartes,
Galileo y Newton. En la
era de la confianza en la ciencia; de
la confianza en los modelos
matemáticos, en la estadística, en la planificación central. Sabemos, por otra
parte, que esa confianza se ha venido deteriorando
paulatinamente, al menos desde la Gran Guerra. El
siglo XX ha sido como el largo desenlace de esta película
que se inició con el Cogito cartesiano. (Desenlace
trágico, por otra parte.) La pregunta que muchos nos
hacemos es: ¿qué nos deparará la posmodernidad?
O bien: ¿qué podemos y qué no podemos
esperar de la posmodernidad? Si de la Modernidad podemos
(¿podíamos?) esperar "aceleración, cantidad,
lógica,
exactitud, rentabilidad,
progreso, explotación de la propiedad,
ingeniería, curación, consumo,
acumulación, posesión territorial, defensa militar,
uniformidad, agresividad, competitividad, funcionalidad, utilidad,
eficacia,
oposición", ¿será que de la posmodernidad
podemos esperar "ritmo natural, cualidad, armonía,
oportunidad, equilibrio,
conservación, administración de recursos,
preservación, prevención, moderación,
solidaridad
universal, diferencia, contemplación, ayuda, unidad,
visión global, complementariedad"? Parece claro que la
balanza de las preferencias se va inclinando paulatinamente hacia
la segunda lista de conceptos. Una película dirigida por
Sean Penn, a propósito de los atentados del once de
septiembre, ilustra sutilmente este cambio de
paradigma.
En el Nueva York de inicios del siglo XXI vive un
anciano, retirado, en un pequeño apartamento, cercano a
Trinity Church. No tiene a nadie de quien ocuparse, ni tiene
nadie que se ocupe de él. Sólo sale una vez al mes
a la calle, para recoger su cheque de
jubilado y comprar sus magras provisiones. Podría decirse
que es un desecho del siglo XX, que sólo espera la muerte.
Pero todo está por cambiar. Viene el ataque a las Torres
Gemelas, y él, por increíble que parezca, no se
entera. A esa hora dormía. Sólo escuchó, a
los lejos en sus sueños, una gran estruendo y
griterío afuera; pero eso era lo ordinario en la Gran
Manzana. No le puso atención; ni siquiera se levantó
para ir a ver por la ventana. En la ventana, por cierto,
tenía el anciano una pequeña planta, que cuidaba
con cariño. Pero la plantita no prosperaba; más
bien, parecía que, al igual que él, pronto
moriría. A la mañana siguiente (12 de septiembre),
el viejo se despertó, y se dirigió a la ventana, a
ver cómo seguía su plantita. Notó, para su
sorpresa, que estaba "reanimada", con las hojitas levantadas y de
un verde claro saludable. Notó que le entraba más
luz que de
costumbre, y abrió súbitamente la ventana. Un poco
sorprendido, vio que ya no estaban las Torres Gemelas.
Admito que es una manera un poco cruel de dejar claro un
punto: que la vida (la vida auténtica, no la artificial
que a veces llevamos, conectados a Internet y esas cosas)
necesita de lo de siempre: sol, luz, aire,
lluvia… Es una pena que ahora, para ver hermosos paisajes,
tengamos que "bajar" un "descansador" de pantalla para adornar
nuestro desktop. ¿Es eso "calidad de
vida"? (¿Es eso vida?) Vida es la de la
plantita del viejo, que no repara en que adelante tiene una de
las maravillas de la ingeniería del siglo XX: dos torres
gigantescas, orgullo u símbolo de la ciudad que se jacta
de controlar los hilos financieros del mundo; que, por otra
parte, cuida muy bien de sus jubilados, dándoles un cheque
mensual para cubrir sus necesidades "vitales". ¿Qué
más quieren? Pocos pueden disfrutar TODOS LOS DÍAS
de la vista del World Trade Center, ¿no es cierto? Pero el
viejo necesitaba más de la compañía de la
planta (viva) que de la vista de las torres (muertas). Muertas
estaban las Torres para el viejo y para la planta, como muertos
estaban el viejo y la planta para las Torres; pero, al final, la
planta y el viejo vivieron más…
¿Quién decide quién vive en nuestro
mundo? El mundo antiguo era más equitativo que el moderno:
dejaba que todos vinieran a él, y que vivieran los
más fuertes. La vida era emocionante: había que
ganarse el derecho a vivir; y si se moría en el intento,
al menos se moría como héroe (en las guerras, por
ejemplo). Se podía estar agradecido a la vida, que a todos
daba la oportunidad de vivir. Se perdía la vida…
por amor a la
vida. El mundo Moderno, en cambio, es más tacaño
(¿recuerde: los recursos son escasos), y racionaliza la
entrada a la vida. Decide a priori quien merece vivir
y quién no. De entrada, si usted va a ser pobre, la
racionalidad moderna ha decidido que no merece la pena que venga
a sufrir, y reparte contraceptivos a sus padres. Es la
reacción de un joven estudiante, brillante alumno de
economía, por otra parte. Me decía este futuro
líder:
"vea usted a los pobres de Jocotán y Camotán:
¿para qué se meten a traer hijos, si se les mueren
de hambre?". La lógica moderna, racionalista y
calculadora, le indica a esta joven promesa que si uno es pobre
no tiene para qué venir a este mundo: se puede morir de
hambre. ¿Qué vida llevarán los pobres de
Jocotán y Camotán? ¿Para qué vinieron
a este mundo? A duras penas les alcanza para ver televisión… Si no nacen, no mueren;
y si no mueren, nos evitamos la vergüenza de salir en todos
los periódicos del mundo.
Detrás de actitudes como
ésta encontramos algunos supuestos interesantes: primero:
que los recursos son escasos; segundo, que la gente no
siempre actúa "racionalmente", buscando su mejor
interés
(por ejemplo: si usted es pobre, no responde a su mejor
interés tener hijos); tercero, que la
"alfabetización económica" puede hacer que la
gente, de hecho, busque su mejor interés; por
último, el gran ideal ilustrado: dado que la ciencia
económica es la que nos enseña que es lo que de
verdad responde a nuestros mejores intereses, todo se reduce a un
problema de educación. Algo
así han de haber pensado los científicos de los
siglos XVII y XVIII: cuando la humanidad sea ilustrada, se
acabarán nuestros problemas.
Viviremos en un mundo seguro.
La visión posmoderna de la película de
Sean Penn intenta ponernos delante de esta pavorosa realidad: por
muy encumbrado que se encuentre el hombre
moderno (en la cumbre del World Trade Center, si quiere), su vida
no es, y nunca será, segura. Los propios medios que ha
ideado para prolongarla y hacerla más placentera ("I am
flying in an jetplane", tal vez cantaba un niño del
vuelo 11 de American Airlines la mañana del lunes 11 de
septiembre) pueden volverse en su contra, y acabar con sus
más preciados sueños.
¿Qué le dice la posmodernidad a la
economía? Que sus certezas le dan risa. ("Controlemos Al
Qaeda, controlemos Irak,
controlemos el Islam……")
Moris Polanco
Universidad Francisco
Marroquín