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Posmodernidad y economía




Enviado por Moris Polanco



    Puede afirmarse que la economía, como
    ciencia,
    nació en la Modernidad. En la
    era de Descartes,
    Galileo y Newton. En la
    era de la confianza en la ciencia; de
    la confianza en los modelos
    matemáticos, en la estadística, en la planificación central. Sabemos, por otra
    parte, que esa confianza se ha venido deteriorando
    paulatinamente, al menos desde la Gran Guerra. El
    siglo XX ha sido como el largo desenlace de esta película
    que se inició con el Cogito cartesiano. (Desenlace
    trágico, por otra parte.) La pregunta que muchos nos
    hacemos es: ¿qué nos deparará la posmodernidad?
    O bien: ¿qué podemos y qué no podemos
    esperar de la posmodernidad? Si de la Modernidad podemos
    (¿podíamos?) esperar "aceleración, cantidad,
    lógica,
    exactitud, rentabilidad,
    progreso, explotación de la propiedad,
    ingeniería, curación, consumo,
    acumulación, posesión territorial, defensa militar,
    uniformidad, agresividad, competitividad, funcionalidad, utilidad,
    eficacia,
    oposición", ¿será que de la posmodernidad
    podemos esperar "ritmo natural, cualidad, armonía,
    oportunidad, equilibrio,
    conservación, administración de recursos,
    preservación, prevención, moderación,
    solidaridad
    universal, diferencia, contemplación, ayuda, unidad,
    visión global, complementariedad"? Parece claro que la
    balanza de las preferencias se va inclinando paulatinamente hacia
    la segunda lista de conceptos. Una película dirigida por
    Sean Penn, a propósito de los atentados del once de
    septiembre, ilustra sutilmente este cambio de
    paradigma.

    En el Nueva York de inicios del siglo XXI vive un
    anciano, retirado, en un pequeño apartamento, cercano a
    Trinity Church. No tiene a nadie de quien ocuparse, ni tiene
    nadie que se ocupe de él. Sólo sale una vez al mes
    a la calle, para recoger su cheque de
    jubilado y comprar sus magras provisiones. Podría decirse
    que es un desecho del siglo XX, que sólo espera la muerte.
    Pero todo está por cambiar. Viene el ataque a las Torres
    Gemelas, y él, por increíble que parezca, no se
    entera. A esa hora dormía. Sólo escuchó, a
    los lejos en sus sueños, una gran estruendo y
    griterío afuera; pero eso era lo ordinario en la Gran
    Manzana. No le puso atención; ni siquiera se levantó
    para ir a ver por la ventana. En la ventana, por cierto,
    tenía el anciano una pequeña planta, que cuidaba
    con cariño. Pero la plantita no prosperaba; más
    bien, parecía que, al igual que él, pronto
    moriría. A la mañana siguiente (12 de septiembre),
    el viejo se despertó, y se dirigió a la ventana, a
    ver cómo seguía su plantita. Notó, para su
    sorpresa, que estaba "reanimada", con las hojitas levantadas y de
    un verde claro saludable. Notó que le entraba más
    luz que de
    costumbre, y abrió súbitamente la ventana. Un poco
    sorprendido, vio que ya no estaban las Torres Gemelas.

    Admito que es una manera un poco cruel de dejar claro un
    punto: que la vida (la vida auténtica, no la artificial
    que a veces llevamos, conectados a Internet y esas cosas)
    necesita de lo de siempre: sol, luz, aire,
    lluvia… Es una pena que ahora, para ver hermosos paisajes,
    tengamos que "bajar" un "descansador" de pantalla para adornar
    nuestro desktop. ¿Es eso "calidad de
    vida"? (¿Es eso vida?) Vida es la de la
    plantita del viejo, que no repara en que adelante tiene una de
    las maravillas de la ingeniería del siglo XX: dos torres
    gigantescas, orgullo u símbolo de la ciudad que se jacta
    de controlar los hilos financieros del mundo; que, por otra
    parte, cuida muy bien de sus jubilados, dándoles un cheque
    mensual para cubrir sus necesidades "vitales". ¿Qué
    más quieren? Pocos pueden disfrutar TODOS LOS DÍAS
    de la vista del World Trade Center, ¿no es cierto? Pero el
    viejo necesitaba más de la compañía de la
    planta (viva) que de la vista de las torres (muertas). Muertas
    estaban las Torres para el viejo y para la planta, como muertos
    estaban el viejo y la planta para las Torres; pero, al final, la
    planta y el viejo vivieron más…

    ¿Quién decide quién vive en nuestro
    mundo? El mundo antiguo era más equitativo que el moderno:
    dejaba que todos vinieran a él, y que vivieran los
    más fuertes. La vida era emocionante: había que
    ganarse el derecho a vivir; y si se moría en el intento,
    al menos se moría como héroe (en las guerras, por
    ejemplo). Se podía estar agradecido a la vida, que a todos
    daba la oportunidad de vivir. Se perdía la vida…
    por amor a la
    vida. El mundo Moderno, en cambio, es más tacaño
    (¿recuerde: los recursos son escasos), y racionaliza la
    entrada
    a la vida. Decide a priori quien merece vivir
    y quién no. De entrada, si usted va a ser pobre, la
    racionalidad moderna ha decidido que no merece la pena que venga
    a sufrir, y reparte contraceptivos a sus padres. Es la
    reacción de un joven estudiante, brillante alumno de
    economía, por otra parte. Me decía este futuro
    líder:
    "vea usted a los pobres de Jocotán y Camotán:
    ¿para qué se meten a traer hijos, si se les mueren
    de hambre?". La lógica moderna, racionalista y
    calculadora, le indica a esta joven promesa que si uno es pobre
    no tiene para qué venir a este mundo: se puede morir de
    hambre. ¿Qué vida llevarán los pobres de
    Jocotán y Camotán? ¿Para qué vinieron
    a este mundo? A duras penas les alcanza para ver televisión… Si no nacen, no mueren;
    y si no mueren, nos evitamos la vergüenza de salir en todos
    los periódicos del mundo.

    Detrás de actitudes como
    ésta encontramos algunos supuestos interesantes: primero:
    que los recursos son escasos; segundo, que la gente no
    siempre
    actúa "racionalmente", buscando su mejor
    interés
    (por ejemplo: si usted es pobre, no responde a su mejor
    interés tener hijos); tercero, que la
    "alfabetización económica" puede hacer que la
    gente, de hecho, busque su mejor interés; por
    último, el gran ideal ilustrado: dado que la ciencia
    económica es la que nos enseña que es lo que de
    verdad responde a nuestros mejores intereses, todo se reduce a un
    problema de educación. Algo
    así han de haber pensado los científicos de los
    siglos XVII y XVIII: cuando la humanidad sea ilustrada, se
    acabarán nuestros problemas.
    Viviremos en un mundo seguro.

    La visión posmoderna de la película de
    Sean Penn intenta ponernos delante de esta pavorosa realidad: por
    muy encumbrado que se encuentre el hombre
    moderno (en la cumbre del World Trade Center, si quiere), su vida
    no es, y nunca será, segura. Los propios medios que ha
    ideado para prolongarla y hacerla más placentera ("I am
    flying in an jetplane"
    , tal vez cantaba un niño del
    vuelo 11 de American Airlines la mañana del lunes 11 de
    septiembre) pueden volverse en su contra, y acabar con sus
    más preciados sueños.

    ¿Qué le dice la posmodernidad a la
    economía? Que sus certezas le dan risa. ("Controlemos Al
    Qaeda, controlemos Irak,
    controlemos el Islam……")

    Moris Polanco

     Universidad Francisco
    Marroquín

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