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Formas de producción y pautas de consumo en la sociedad del bienestar




Enviado por juantorres@uma.es



    Los cambios operados en las
    economías occidentales desde la década de los
    años setenta

    Los cambios operados en las economías
    occidentales desde la década de los años setenta
    han modificado sustancialmente y de forma bien conocida las
    formas de producción, principalmente gracias a la
    incorporación de una nueva base tecnológica que ha
    facilitado el uso productivo de la información; pero también han
    comportado mutaciones igualmente notables en la práctica
    social del consumo, sobre todo al provocar que la demanda de los
    productos no
    se realice tanto por su valor de uso
    como por el valor simbólico que ha sido posible
    asociarle.

    Al analizar estos fenómenos se pone de relieve la
    naturaleza y
    las posibilidades del proceso de
    satisfacción de las necesidades en nuestra sociedad en el
    momento presente y también que su realidad cada vez
    más compleja obliga a analizar el fenómeno del
    consumo como una práctica social vinculada tanto a las
    formas de producir como a los sistemas de
    valores que
    gobiernan los comportamientos humanos.

    Para que eso sea posible, me parece que es necesario
    considerar que el consumo nunca resulta ser un acto aislado -como
    lo entiende generalmente la economía
    convencional-, ni inherente tan sólo a la simple
    individualidad, ni, por supuesto, el resultado exclusivo de una
    interacción automática y limpia
    entre la oferta y la
    demanda en el mercado. De
    hecho, para que pueda ser posible realizar actos de consumo es
    preciso participar en todo un entramado de relaciones sociales de
    muy distinta naturaleza: relaciones de intercambio
    complementarias encaminadas a obtener recursos que
    permitan financiarlo, relaciones jurídicas que establecen
    los límites de
    las conductas posibles para lograr la satisfacción,
    relaciones dirigidas a establecer la naturaleza y la cantidad de
    los objetos de los que luego se podrá disponer y, lo que
    es muy determinante, relaciones de aprendizaje que
    permitan conocer el uso potencial de los objetos de cara a la
    satisfacción.

    Esto último significa, al contrario de lo que es
    mantenido por la economía convencional, que el sujeto no
    se enfrenta a los objetos como abstractos y que tampoco el
    consumo es un acto derivado intrínsecamente de la
    necesidad. En sentido estricto, tampoco la pura
    disposición del objeto es lo que proporciona
    necesariamente la satisfacción.

    En tanto que algo es deseado como objeto del consumo,
    éste ya no se desenvuelve tan sólo en el
    ámbito de las cosas, sino en el mundo de las ideaciones y
    de los valores
    simbólicos que son inherentes a cualquier objeto.
    Así, mientras que la necesidad (entendida como la carencia
    que puede ser satisfecha objetivamente por algo que posea un
    valor de uso determinado) puede existir de forma natural, los
    deseos asociados a ella no; de tal forma que el patrón de
    la satisfacción no se resuelve tan sólo en virtud
    de la pura materialidad del objeto, sino también del
    juego de los
    valores que les hayan podido ser añadidos.

    De hecho, la respuesta humana frente a la necesidad
    está siempre determinada por un tipo específico de
    aprendizaje de los valores, de los usos y de las representaciones
    simbólicas que corresponden a las cosas que le son
    accesibles, de tal manera que el consumo no es una simple
    práctica de disposición de objetos, sino un
    auténtico proceso revelador de signos.
    Así, cualquier cosa que satisface objetivamente una
    necesidad puede no ser deseada para ese fin, mientras que el
    consumo de otra que de hecho no pueda llegar a satisfacerla puede
    ser deseado en la medida en que el disfrute de su valor
    simbólico se considere, en el mundo de representaciones
    del sujeto, como la satisfacción auténtica de la
    misma.

    Si se rechaza la hipótesis convencional de que la
    producción y el consumo son instancias separadas que
    responden a fenómenos y estrategias
    divorciadas y que, por tanto, tan sólo el azar de los
    precios de
    mercado es capaz de hacer que se encuentren, habría que
    convenir, por el contrario, que ambos, producción y
    consumo, forman parte de un proceso general que los influye
    simultáneamente al generar, por ejemplo, formas de
    apropiación determinadas, derechos inherentes a la
    propiedad
    diferenciados y distinta participación de los individuos
    en el excedente que se genera y que determina el grado y la forma
    en que cada uno de ellos puede afrontar su satisfacción.
    E, igualmente, al analizar la producción desde el punto de
    vista de sus determinantes sobre el consumo no sólo se
    está conociendo la forma de producir (quién oferta,
    con qué técnica o en qué condiciones de
    disponibilidad general de lo producido) sino también las
    condiciones en que va a ser disfrutado el objeto de
    producción, la pauta social de consumo que incluye la
    forma de accesibilidad material a los objetos y el sistema de
    representaciones dominante.

    Y es que la producción no sólo proporciona
    a través del consumo un objeto a los sujetos. En la medida
    en que cada uno de ellos entraña la asimilación de
    signos y símbolos que le están asociados
    implica también un sistema de valores y, en consecuencia,
    un tipo de sujeto determinado que en el acto del consumo no
    sólo hace suya la materialidad de la cosa que se
    corresponde con su valor de uso, sino también la
    ideación del mundo que se deriva de la aprehensión
    del valor como símbolo que se le ha dado.

    En el consumo se resuelve entonces no sólo la
    estrategia de la
    producción en sentido estricto, esto es, la
    adquisición del producto, sino
    también la directriz que marca el sistema
    de valores establecido, el que determina finalmente el abanico de
    preferencias que gobiernan los fenómenos sociales y las
    decisiones colectivas.

    Todo ello se hace especialmente evidente, a mi parecer,
    en las modificaciones que vienen afectando en los últimos
    años a la pauta social de consumo de nuestras sociedades y
    que se producen, simultáneamente, con los cambios operados
    tanto en el sistema productivo como en el sistema de valores
    dominante.

    Crisis de producción,
    subversión de valores: los límites del consumo de
    masas en la sociedad del bienestar

    Como es sabido, después de la II Guerra Mundial se
    abrió un período de fuerte crecimiento entre cuyas
    características me interesa ahora destacar brevemente las
    siguientes.

    En primer lugar, el proceso de permanente
    expansión del gasto garantizado tanto por el incremento de
    la población incorporada a los mercados de
    trabajo, como
    por el aumento del gasto
    público.

    Uno y otro dieron lugar a una poderosa presión de
    la demanda que permitía la realización plena de la
    producción, básicamente orientada a la
    dotación de infraestructuras sociales de todo tipo, a la
    fabricación de bienes de
    consumo y a la de los bienes de equipo necesarios para
    ello.

    Se trataba, por tanto, de un modelo de
    acumulación garantizado por el consumo generalizado y que
    hacía posible tasas de crecimiento
    económico prácticamente
    autosostenidas.

    En segundo lugar, que las líneas de
    producción se correspondían con una demanda de esas
    características, es decir de consumo generalizado y
    masivo. La producción de mercancías fue una
    producción de grandes cantidades, de productos en serie,
    estandarizados y sin apenas diferenciación porque se
    destinaban a satisfacer la necesidad de un equipamiento hasta ese
    momento prácticamente inexistente.

    El incremento del consumo, el acceso generalizado a los
    objetos, fue la base en que se sustentó, como tercera
    característica, un amplísimo consenso social. Lo
    que se calificó como sociedad del bienestar era la
    expresión de un estado de
    cosas en donde la aspiración del consumo era tan fuerte
    como para garantizar la disciplina
    laboral y
    social que hacía posible que las reivindicaciones
    salariales pudieran ser compensadas por incrementos superiores en
    la productividad
    y que las sociedades gozasen de un alto grado de legitimación ciudadana.

    La rápida generación de empleo, el
    establecimiento de los niveles de salarios que
    permitían hacer frente con holgura a las necesidades
    domésticas más dispares y la
    universalización de los servicios
    públicos de toda naturaleza forjaron un tipo de
    ciudadano satisfecho con su destino y plenamente confiado en un
    estado de cosas que parecía garantizarle la
    satisfacción de todas sus necesidades.

    Una sociedad cuyos principios eran,
    como dijo el ministro alemán G. Heinemann, "ganar mucho
    dinero, tener
    soldados para defenderlo e iglesias bendiciéndolo todo"
    proporcionaba suficiente atractivo material para gozar de una
    elevada legitimación; y la posibilidad de garantizar el
    consumo masivo a través del salario era una
    razón sobrada para disciplinar el trabajo en
    los talleres y conseguir la paz laboral y la cooperación
    entre el capital y el
    trabajo, necesarias para que pudieran conseguirse incrementos en
    la productividad sin provocar el empobrecimiento que había
    sido característico de épocas
    anteriores.

    Pero este modelo de crecimiento iba a dar muestra de
    contener limitaciones fundamentales que se plasmarían en
    lo que luego hemos conocido como la "crisis del
    Estado del Bienestar" y cuya expresión más
    importante, desde el punto de vista de la influencia sobre las
    pautas de consumo social, fue la saturación de los
    mercados, producida, al mismo tiempo, por
    diversas circunstancias.

    En primer lugar, hay que tener en cuenta que ya a
    finales de los años sesenta se habían comenzado a
    generar los primeros volúmenes importantes de desempleo,
    marginación y pobreza. Como
    dice Katonna "los que más compran son los más
    insatisfechos" y eso significará que la pérdida de
    ingresos de
    las capas sociales con menos rentas y con mayor propensión
    al consumo (es decir, que dedican a éste una
    proporción mayor de su renta) afectará de manera
    más decisiva a la contracción del consumo
    total.

    Ciertamente, la caída importante del consumo no
    se lleva a cabo hasta ya entrados los años setenta pues se
    produce el efecto que había sido analizado por
    Duesemberry: los consumidores ajustan su gasto a la renta pasada
    que había sido mayor. Pero eso lo que produjo no fue sino
    agudizar el endeudamiento que llegaría a convertirse en un
    problema principal de las economías.

    A la saturación contribuye, en segundo lugar, el
    agotamiento técnico del propio sistema
    productivo.

    Con la base tecnológica existente la
    producción en serie y masificada se podía llevar a
    cabo y multiplicar sin límite y a bajo coste con mucha
    facilidad. El problema es que en nuestras economías no se
    produce según la demanda existente. Mientras que exista
    demanda el mecanismo de la producción opera sin descanso y
    con rentabilidad,
    pero cuando la demanda cae se produce un fenómeno de
    sobreproducción.

    En tercer lugar, porque precisamente para hacer frente a
    estos riesgos se
    hace necesario abrir la producción a nuevos sectores y
    nuevos productos. Hacia los más rentables acude entonces
    la inversión, pero también estos son
    los que primero padecen una sobrecapitalización, es decir,
    una dotación desproporcionada de capitales en busca de
    nuevas franjas de demanda.

    La expansión había sido posible porque fue
    relativamente fácil abrirle paso a los nuevos productos en
    mercados vírgenes. Pero a medida que la demanda se fue
    saciando, la capacidad de inducir nuevas variedades de
    necesidades para los mismos productos, o incluso nuevos productos
    para viejas necesidades, se fue limitando
    también.

    A lo largo de los años sesenta esas posibilidades
    fueron haciéndose cada vez más reducidas,
    más costosas y, en consecuencia, más
    arriesgadas.

    Finalmente, todo ello provocaba un efecto perverso.
    Cuando las empresas se
    enfrentan a la saturación dedican preferentemente sus
    inversiones a
    mejorar el producto o a diferenciarlo. En Estados Unidos,
    por ejemplo, sólo el 31% de los gastos de
    inversión realizados entre 1.957 y 1.966 se dedicó
    a inversión industrial propiamente dicha. Pero eso llevaba
    naturalmente a que se deteriorase la dotación para
    inversiones de base productiva. De hecho, de 1.967 a 1.975 los
    gastos globales en inversión industrial en los once
    países más importantes de la O.C.D.E. no crecieron
    en absoluto tan fuertemente como lo hicieron en la fase expansiva
    anterior.

    Frente a esta situación, las posibilidades de
    ampliar la capacidad de la demanda en el mercado son
    reducidas.

    La de aumentar el crédito
    da lugar problemas
    añadidos que no puedo tratar aquí y, en cualquier
    caso, debía tener forzosamente un
    límite.

    La segunda solución es tratar de encontrar nuevos
    mercados. La producción seriada y masiva tiene el
    inconveniente de que necesita un gran mercado interior para ser
    rentable, pero tiene la ventaja de que permite la reproducción de los productos de manera
    idéntica en cualquier localización.

    Cuando se produce la saturación del mercado
    interior las empresas tratan entonces de posicionarse en otros
    mercados. Pero en esa estrategia iban a coincidir, a lo largo de
    los años sesenta y setenta, las empresas norteamericanas y
    también las europeas y japonesas que, tras la
    reconstrucción de sus economías, habían
    comenzado a tener la dimensión y la capacidad productiva
    suficiente para lanzarse a los mercados internacionales. A la
    larga, pues, la saturación de los mercados interiores se
    haría extensiva a la economía
    internacional en su conjunto.

    La verdadera alternativa entonces era la de tratar de
    diferenciar el producto u obtener gamas relativamente
    distinguidas de un mismo original, es decir procurar alcanzar
    mejores posiciones en el mercado desmarcándose de los
    competidores no por la vía del precio sino
    por la de ofrecer una variedad algo distinta del producto que le
    permita ofrecerlo como si pudiera satisfacer necesidades
    diferentes y de esa manera generar segmentos adicionales de
    demanda que permitieran aumentar el consumo.

    En definitiva, se hacía necesario un nuevo
    sistema de competencia
    generalizada basada en la diferenciación. Eso condujo a
    tratar de diversificar la producción, de modo que se
    realizaran variaciones sobre un mismo producto para poder crear
    así la ilusión de que los consumidores estaban
    disponiendo de nuevos bienes sin que éstos lleguen
    verdaderamente a serlo. Es lo que se ha calificado como "ingeniería del valor", la permanente
    búsqueda de nuevas envolturas o apariencias externas de
    productos idénticos o similares para que puedan aparecer
    como capaces de satisfacer necesidades distintas.

    Sin embargo, la tecnología existente
    y propia de la producción en serie sólo
    proporcionaba las bases de fabricación de una gran
    cantidad de un mismo producto y de una sola vez. De hecho,
    transformó la demanda de bienes similares entre sí
    en la demanda de un único producto estándar. En
    consecuencia, la diferenciación bajo ese régimen
    era no sólo muy difícil sino que además era
    muy costosa. En definitiva, no era rentable. Resultaba preciso
    incorporar una nueva base tecnológica.

    No se tratará de producir menos en cada serie de
    productos. Todo lo contrario. Se procurará producir cada
    vez más pero en series diferenciadas.

    Lo que habrá que conseguir entonces es una nueva
    base técnica que pueda diferenciar los productos (en mayor
    o menor grado) a partir de unos componentes básicos
    comunes para que el proceso de diferenciación sea lo
    más ágil posible y lo menos costoso.

    Evidentemente, eso se podría producir a
    través de una ingente aportación de trabajo humano,
    lo que implicaría volver a la pura artesanía, pero
    eso era lógica
    y económicamente impensable. Lo esencial, por el
    contrario, es conseguir que los medios
    materiales que
    intervienen en la producción manipulando las piezas o los
    distintos componentes del proceso no sólo se automaticen,
    como hasta entonces, para poder producir grandes cantidades, sino
    que también lleguen a ser programables. Es decir, que
    reconozcan diferentes series de operaciones y que
    puedan intercambiar respuestas en cada una de ellas para
    conseguir resultados variados. Y todo ello, con la menor
    aplicación posible de trabajo humano.

    La incorporación masiva de la electrónica, primero, y de la informática, después, va a permitir
    sustituir las series uniformes que proporcionan productos
    indiferenciados por redes en las que el propio
    capital físico estará en condiciones de
    diversificar los procesos y sus
    resultados.

    La base material de la producción a lo largo de
    los años cincuenta se había basado en la
    máquina herramienta que alberga herramientas
    distintas y permite combinar operaciones. Pero su inconveniente
    principal es que su eficacia depende
    de la propia habilidad del usuario.

    De ahí, que el avance inmediato consistió
    en su simplificación para permitirle operar en flujos y
    procurar su automatización que hiciera posible que el
    control se
    sustrajera de la intervención del
    trabajador-usuario.

    Para ello debía ser susceptible de ser
    programada, lo que se consigue gracias a la máquina
    herramienta de control numérico. Con ella, además,
    es posible que el control le corresponda a un usuario indirecto,
    al "ingeniero de dirección" que será quien
    elaborará los programas.

    El problema seguía siendo que este tipo de
    máquinas, aunque ahora programables, se
    seguían insertando sólo en procesos reiterativos,
    propios de la producción en serie. Y, de hecho,
    sólo en procesos de esta naturaleza podía ser
    utilizada mientras la capacidad de programación fuese limitada, es decir,
    cuando no puede responder "en tiempo real" a las diferentes
    contingencias que se pueden producir en el proceso, ni modificar
    de manera inmediata su manipulación programada.

    Sin embargo, la electrónica y la
    informática que logran un uso mucho más eficiente
    de los códigos que hay que transmitir a las
    máquinas permitirán, sobre todo, que se multiplique
    el alcance de la programación a la que está
    sometida la máquina, dando entonces respuestas inmediatas
    a los cambios que se produzcan, o que se desee que se realicen.
    El pilotaje y la conducción del proceso productivo se
    informatizan y eso permite, en suma, hacer mucho más
    versátil y operativa a la máquina.

    Por fin, un nuevo paso consiste en lograr que las
    máquinas se conviertan en manipuladores de gran
    versatilidad (robots) que tengan capacidad para realizar
    (podríamos decir, para memorizar) no sólo tareas
    repetitivas y simples sino para hacer frente a imprevistos, para
    modificar las trayectorias o para adaptarse sobre la marcha a las
    modificaciones programadas en la operación.

    Como consecuencia de ello se alcanzan tres grandes
    objetivos. Por
    una parte, la integración en los procesos que permite
    eliminar los tiempos muertos en el abastecimiento, tanto de
    energía como de materiales, lo que garantiza enormes
    ganancias de productividad y que éstas no sólo
    dependan del esfuerzo humano incorporado a la
    producción.

    Por otro lado, la flexibilidad que se expresa en la
    adaptación de las máquinas a las modificaciones
    pre-programadas. Así, en un mismo proceso se pueden
    fabricar variedades de productos diferenciados a partir de
    componentes comunes y/o un mismo producto con connotaciones o
    características diferentes. Además, se permite
    hacer frente de forma mucho más económica a las
    fluctuaciones de la demanda.

    Finalmente, la incorporación de la nueva base
    tecnológica permite no sólo transformar la
    producción de las mercancías tradicionales, sino
    también disponer de nuevos productos vinculados
    principalmente al almacenamiento,
    difusión o tratamiento de la información que ahora
    se pueden realizar en condiciones de gran versatilidad y a bajo
    coste.

    Es de esta manera que la nueva organización del trabajo y la
    informatización añadida a la automatización
    conforman una forma de producción que proporciona la
    posibilidad de obtener gamas de productos diferenciados a menor
    coste así como incluso nuevos objetos de consumo. De esa
    forma se podía afrontar un nuevo tipo de competencia. Tan
    sólo era necesario que la posibilidad técnica de
    diferenciar se correspondiese con una demanda que, sobre todo,
    respondiese al deseo de la diferencia.

    Las nuevas prácticas del
    consumo. Fragmentación de mercados,
    cultura del
    simulacro

    Efectivamente, la generalización de la
    competencia a través de la oferta de gamas implica que el
    consumidor no
    debe sentirse atraído tanto por el objeto mismo como por
    lo que lo "distingue", esto es, por su valor simbólico;
    pero ello sólo puede ser resultado de que los objetos (que
    en su pura materialidad pueden ser exactamente los mismos)
    conlleven un signo o una representación distinta, que su
    adquisición comporte también al consumidor una
    nueva imagen de
    sí mismo.

    Por eso se dice que uno de los descubrimientos
    más importantes de la publicidad en los
    años ochenta es el de las numerosas dimensiones
    comunicativas que escondían los productos (Mattelart, A.
    La publicidad. Paidós, Barcelona 1.991, p. 102). Un
    determinado diseño,
    logotipo, estilo de empaquetamiento, arquitectura de
    lugares de venta, o una
    específica identificación visual del producto
    pueden contribuir a convertirlo en objeto deseado de consumo
    más que la utilidad misma
    que proporcione su valor de uso.

    El consumo entonces se sustenta no sobre el aprendizaje de
    los usos que se corresponden con la materialidad del objeto, sino
    sobre el establecimiento de las correspondencias necesarias entre
    las representaciones simbólicas del objeto (que es lo que
    verdaderamente lo distingue) y el mundo de ideaciones y valores
    del consumidor.

    De hecho, la cosa deja de ser lo deseado y la
    relación entre el sujeto y la cosa que expresa el consumo
    deja de ser de carácter utilitario para convertirse en una
    relación lúdica, a través de la cual el
    consumidor complace su representación del
    mundo.

    Para ello es preciso que la oferta, en condiciones de
    competencia a través de gamas, responda sobre todo al
    mundo de las representaciones de los consumidores y,
    naturalmente, que éste último se haya conformado
    previamente de manera que el cultivo del sí mismo, la
    búsqueda de la propia identificación lleguen a ser,
    más que la referencia colectiva del otro, lo que defina el
    patrón de la conducta
    social.

    En consecuencia, la oferta debe tratar de personalizar
    el objeto, de dotarlo de un valor simbólico que se
    corresponda fielmente con el sistema de ideaciones del consumidor
    al que se dirige. Por eso se modifica no sólo la
    elaboración del propio producto, sino las condiciones de
    venta o los espacios en donde el propio consumo se
    realiza.

    Las nuevas formas de consumo no pueden llegar a
    realizarse cuando la oferta se limita tan sólo a poner
    físicamente el producto a disposición del
    consumidor. Es necesario dotarlo de una imagen que explicite
    suficientemente su papel en el universo de
    los simbólico. De ahí que no sea útil ya la
    simple publicidad reiterativa, o puramente informacional, propia
    del consumo de masas y encaminada básicamente a dar a
    conocer la simple existencia del producto resaltando las
    cualidades intrínsecas a su uso. Es preciso desarrollar
    una estrategia complementaria dirigida a asociar su valor
    simbólico con los valores de referencia del segmento de la
    demanda al que pretende dirigirse. El marketing y,
    en general, la actividad destinada a desarrollar globalmente lo
    que se conoce como "imagen de producto" se convierten en la pieza
    esencial del proceso de consumo.

    Fundamentalmente, se trata de establecer la estrategia
    adecuada para que se produzca una exacta correspondencia entre
    las variedades del producto con cada segmento de la demanda, o
    parafraseando a Moles, con cada mosaico social. Es también
    un marketing diferente al del consumo de masas; se trata ahora de
    un "marketing de alvéolos" o "de minorías", pues,
    al tratar de diversificar los productos modulando un mismo
    producto central, se debe conocer fielmente el universo
    íntimo del consumidor, recurrir a soportes dirigidos a
    audiencias específicas, alcanzar al consumidor en el lugar
    mismo de la venta, individualizar la promoción o articular la distribución en torno a
    minoristas más cercanos a los espacios en donde se expresa
    el deseo de los consumidores.

    Los que se conocen como estudios de "estilos de vida"
    constituyen, en consecuencia, una pieza angular que permite a la
    oferta conectar en cada momento con cada categoría social,
    con cada estrato y hacer que la imagen de su producto se
    corresponda lo más posible con las aspiraciones, aficiones
    o, simplemente, frustraciones más relevantes de cada uno
    de ellos.

    La oferta de objetos con iguales valores de uso se
    realiza entonces de manera polimorfa y el consumo aparece
    así como un acto de por sí distinguido,
    expresión de la individualidad singularizada de quien lo
    realiza.

    Ahora bien, si el consumo galvanizado a través de
    este tipo de competencia es la clave que abre las puertas al
    beneficio y al éxito
    comercial y ello implica la generalización de un sujeto
    social que hace transitar su estrategia frente a la necesidad
    fundamentalmente a través del universo de los valores y de
    sus representaciones simbólicas, cabe preguntarse si, de
    esta forma, el consumo no deja de ser el remedio social de la
    escasez para
    convertirse en un proceso principal para favorecer la
    asimilación de los valores que tan sólo garantizan
    la perpetuación de un orden económico de
    despilfarro y de una sociedad desigual.

    Al haber menos horas de trabajo necesarias hay menos
    trabajadores. No puede olvidarse que el ejército de
    trabajadores residuales, los desempleados o los cada vez
    más grandes números de personas sin ingresos
    impiden ya lograr el consenso social desde la producción
    que había caracterizado a la sociedad del bienestar. El
    consumo de masas, incluso en su más bien aparente
    expresión de satisfacción general, ya no es un
    mecanismo que permita cementar una sociedad que, por desigual,
    tiende a estar escindida.

    Se ha hecho necesario conseguirlo entonces logrando
    simplemente un mayor grado de sumisión y ello generalmente
    sólo es posible ensimismando al sujeto,
    enajenándolo de la percepción
    de su medio social, haciendo que haga suyo un sistema de valores
    dominado por la individualidad, la competencia y el
    posibilismo.

    Naturalmente esto implica que las fuentes de la
    legitimación no surgen ahora directamente de las
    relaciones económicas de producción-consumo que,
    por el contrario, se convierten en el origen del conflicto
    potencial, para asentarse en lo que podríamos llamar el
    "tiempo sobrante", en el tiempo de no trabajo, que es en el que
    únicamente se puede llevar a cabo el consumo, tanto de los
    productos materiales como de los culturales que transmiten los
    valores que garantizan la asunción del orden
    social.

    El consumo ha dejado de concebirse socialmente como la
    contraprestación a la contribución que se realiza a
    la producción para constituirse más bien en
    el estado de
    conquista permanente que expresa la supervivencia frente al
    medio ambiente
    de frustración que entraña un orden productivo que
    garantiza cada vez en menor medida la satisfacción
    general.

    El consumidor ya no es el productor retribuido de los
    años sesenta que se realiza socialmente (aún
    alienándose) en el taller y se premia con el consumo, sino
    más bien el que es premiado con un puesto de trabajo y se
    realiza (alienándose) en el consumo, pues a través
    del intercambio simbólico que éste lleva consigo es
    como asume las representaciones sociales en que se basa su
    sociabilidad.

    Es fácil observar hoy día en nuestras
    sociedades cómo el consumo se manifiesta muy a menudo en
    conductas claramente compulsivas y que el incentivo colectivo que
    lo mueve se conjuga muy generalmente con una pérdida
    absoluta del sentido de la realidad. Incluso los propios espacios
    en donde se realiza de forma privilegiada (los grandes centros
    comerciales, por ejemplo) tienden a resumir en sí mismos
    los órdenes vigentes en la vida social.

    Sucede, pues, que las transformaciones en la forma de
    producción no sólo llevaban consigo una nueva forma
    de competencia. También un nuevo orden social y una nueva
    representación del mundo, en la medida en que se modifican
    las fuentes de la legitimación y el universo de los
    valores sociales.

    También la nueva forma de organizar la
    producción se transustancia necesariamente en el mundo de
    las representaciones, para ser asumida socialmente sin
    posibilidad de conflicto. La marginalidad se
    acepta como un estado de espera, el desempleo como un accidente
    funcional que se resuelve por la competencia y la responsabilidad individual, mientras que la
    alteridad no sería sino un residuo que impide a los
    individuos gobernarse con el necesario posibilismo.

    Las nuevas formas de consumo distinguido, la moderna
    oferta diferenciada y personalizada, las modas que ahora se
    llaman "abiertas", fragmentadas y no prescriptivas, susceptibles
    de asimilarse por los diferentes segmentos de la demanda, son la
    expresión de que las formas recientes del consumo en
    nuestras economías promovidas bajo el nuevo régimen
    de la oferta se adaptan perfectamente a una reciente forma de
    sociabilidad que no tiene más referencia colectiva que el
    sí mismo y el cultivo de una individualidad construida a
    través, nada más, que de
    ensoñaciones.

    Mientras tanto, sin embargo, el consumo se divorcia del
    sentido objetivo de la
    necesidad. El sujeto, imbuido tan sólo en la
    representación del mundo que le proporcionan los signos de
    las cosas que consume, sustituye así la frustración
    del insatisfecho por la ensoñación de la
    abundancia, reacciona frente a la escasez sólo con la
    aspiración y, a la postre, enmudece ante su propia
    carencia y la del otro.

    Juan Torres López

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