1.
2. Politica
economica alternativa: las inevitables
restricciones
3. Los objetivos de
una politica economica democratica
5. Los margenes de
maniobra, la hipoteca del corto plazo
"El reconocimiento de las posibilidades destruidas para
siempre nos inspira un sentimiento de urgencia. La demora es
costosa para nosotros y más aún para nuestros
descendiente y para las otras especies con las que compartimos el
planeta. Ya es muy tarde. Resulta difícil evitar la
amargura por lo que podría haberse hecho y por las
oportunidades adicionales que se pierden cada día. Resulta
difícil evitar el resentimiento hacia quienes
continúan obstruyendo con tanto éxito
los cambios necesarios".
H.E. DALY y J.B. COBB, jr., "Para el bien común.
Reorientando la economía hacia la
comunidad, el
ambiente y un
futuro sostenible". Fondo de Cultura
Económica. México
1.993,p. 365.
En las páginas que siguen me propongo plantear
algunas reflexiones que pudieran contribuir a urdir una política
económica alternativa a la que, de manera más o
menos generalizada, están aplicando los gobiernos europeos
en los últimos años.
Se trata de una reflexión muy difícil de
encajar en pocas páginas porque obliga a tomar en
consideración perspectivas muy plurales y
extraordinariamente complejas.
Las políticas
neoliberales al uso, por ejemplo, han renunciado
explícitamente a la creación de empleo, en
aras de favorecer la recuperación del beneficio y
aplicando para ello una estrategia
deflacionista basada, entre otras cosas, en los altos tipos de
interés
y en el control del
gasto, tal y como señalaré con detalle más
abajo.
Sin embargo, esa estrategia no es el resultado de un
capricho. Ha sido necesaria, y al mismo tiempo ha sido
posible, porque las economías han transitado en los
últimos años por un auténtico cambio en la
estructura del
sistema
productivo que ha ido acompañado de modificaciones
sustanciales de las disponibilidades tecnológicas, de los
regímenes institucionales, de la cobertura de los mercados, de los
propios valores
sociales, de las formas de sociabilización, etc. Estas
condiciones estructurales demandaban respuestas adecuadas, si es
que se quería mantener el régimen de
apropiación dominante, y el neoliberalismo
ha sido su expresión paradigmática.
Eso quiere decir que el neoliberalismo constituye un
tipo de estrategia que se corresponde a la perfección con
las condiciones sociales e históricas en que se ha
desarrollado. O dicho de otra forma, que es la existencia de este
tipo de condiciones lo que hacen apropiado un proyecto
político como el neoliberal.
Es importante tener eso en cuenta para poder
comprender que la respuesta a una política neoliberal
que genera desempleo, por
ejemplo, no puede limitarse, desgraciadamente, a ser una simple
inversión lineal en los objetivos o en
la pura instrumentación de las decisiones, sin
variar las condiciones contextuales. La respuesta alternativa que
quiera ser trascendente y perdurable requiere disponer de un
marco general distinto. Seguramente, una política basada
simplemente en dar la vuelta a la estrategia deflacionista
mediante la relajación del gasto, la disminución de
los tipos de interés…, pero que no tenga en cuenta esas
otras circunstancias "generales", institucionales,
medioambientales, sociales o sencillamente políticas,
llevaría con toda probabilidad a un
estrepitoso fracaso.
Soy consciente, pues, de que hablar de política
económica alternativa al discurso
neoliberal dominante requiere considerar un abanico de problemas
contextuales muy importantes y de mucho mayor alcance de las que
caben en estas páginas: desde la propia comprensión
de la naturaleza de
las necesidades humanas a la reconversión de la base
energética del planeta, pasando por la reforma global del
orden institucional internacional, por el problema de la democracia, de
la violencia y el
poder…
Sin embargo, en este trabajo voy a
prescindir conscientemente de plantear estos problemas
contextuales con el detalle que seguramente hubiera sido
necesario, dando por hecho que es preciso que "una nueva
política social y económica para Europa" se
inserte en una ecuación de cambio que trasciende el nivel
de la inmediatez y lo puramente económico.
Aquí voy a centrarme fundamentalmente en un
aspecto más concreto del
asunto: el análisis de propuestas alternativas desde
la izquierda en el ámbito de lo que convencionalmente se
denomina "política macroeconómica". Esto es, el
conjunto de decisiones relativas al funcionamiento global de la
actividad económica adoptadas con el fin de influir no
sólo sobre el comportamiento
de individuos, segmentos concretos o sectores de la actividad
económica, sino sobre todos ellos de manera
agregada.
Y, además, quisiera hacer este planteamiento
más concreto con una restricción
añadida.
A la hora de plantear alternativas se puede caer
fácilmente en dos errores bastante simétricos. Uno
es el adoptar lo que podríamos llamar una actitud
nominalista y limitarse a sostener que cualquier planteamiento
alternativo se resuelve con el cambio radical de las condiciones
en que se formula el problema. Yo aceptaría sin dificultad
que la solución a la insatisfacción y al dolor
humano que provoca un sistema económico injusto y basado
en la desigualdad sería instaurar una sociedad en
donde hubiera quedado erradicada la explotación y la
institucionalización de la injusticia, es decir,
qué)lo que convencionalmente podemos denominar una
sociedad socialista. Pero, contribuye a resolver por sí
solo la formulación de ese desideratum?. Para que sirva
efectivamente como referencia para la transformación es
necesario que aquello que se ha concebido como concepto se
vincule a las experiencias concretas en que se desenvuelven las
realidades sociales y posiblemente eso obliga a considerar a los
abstractos de referencia (socialismo,
izquierda, progreso, mercado,…) como
objetos en continuo proceso de
rediseño. Cuando no se hace así, cuando el
abstracto resulta el elemento sobredeterminante es cuando se cae
en el nominalismo, un empeño tan a menudo enjundioso como
siempre inútil.
El otro error consiste, por el contrario, en despreciar
el establecimiento de horizontes, lo que, en aras de la
inmediatez, se suele resolver con una renuncia efectiva a
modificar las inercias dominantes, impregnándolas tan
sólo de ligeros matices que a la postre sólo
podrán diferenciarse muy tenuamente. Los reformismos de
tendencia claudicante son la expresión genuina de este
fenómeno y se dilucidan finalmente en la frustrante
proposición de que "no hay alternativas".
Mi pretensión es contribuir a generar respuestas
cuya aplicación fuese posible mañana mismo, porque
entiendo que esas son las que son necesarias. Pero, al mismo
tiempo, con la seguridad de que
sólo traerían frustración si no se encajan
en una perspectiva, a plazo más largo, de
transformación radical de la sociedad
capitalista.
En suma, se trataría de evitar que, una vez
más, la izquierda ante el poder vuelva a tener la misma
disyuntiva de siempre: traicionar o perecer.
Otra cuestión previa que ha de tenerse en cuenta
es que las políticas neoliberales, y muy
específicamente las económicas, han logrado
afianzarse con éxito en nuestras sociedades, a
pesar de sus contradicciones evidentes y de sus efectos tan
negativos sobre el bienestar humano, precisamente porque
constituyen una expresión muy acertada de lo que el
sistema capitalista necesitó en un momento dado, tanto en
lo relativo a la pura actividad de acumulación como en lo
que respecta a la necesaria legitimación del sistema. Se puede decir
entonces que son verdaderamente radicales, tanto porque han
conseguido redefinir las condiciones estructurales en que se
resuelven los problemas económicos de nuestra
época, como por el hecho de haberlo conseguido generando y
aplicando una estrategia omnicomprensiva que, sobre todo, vincula
de manera indisoluble el problema económico con los del
poder y la legitimación, es decir, con la
política.
De esa forma, el discurso neoliberal ha sido capaz de
autoidentificarse plenamente, y hacer que sea identificado, con
el orden del sistema, con el equilibrio de
las cosas y con el principio de la razón; de manera que
todo aquello que le es diverso tiende a ser percibido como la
expresión de un disenso tan profundo que no puede llevar
más que al lugar de la nada.
Pero, no en vano, la época del neoliberalismo es
la de las realidades virtuales. Nada más irreal que esa
aparente confusión entre la política actual, el
orden y el equilibrio. Y mucho menos, entre la economía y
la satisfacción.
El neoliberalismo ha podido configurarse como una
estrategia tan exitosa gracias a que ha ocultado con eficacia la
realidad frustrante que le ha sido intrínseca en los
últimos años, a que realiza auténticos
juegos
malabares para evitar que la ciudadanía perciba de manera patente sus
pretensiones implícitas, y gracias a que ha hilvanado un
velo de elementalidades (libertad,
mercado, responsabilidad, yo…) suficientemente aparentes
como para convertirse en la base de un lenguaje
común y convincente, incluso para muchos de aquellos cuya
voluntad sincera fue la de situarse fuera del discurso
neoliberal.
Precisamente por ello, me parece que una tarea previa
esencial es la de desnudar al discurso neoliberal, quitarle el
velo que cubre las vergüenzas de la insatisfacción
que provoca, de la destrucción física, del desorden
social que se ha larvado y del conflicto
reprimido que no se podrá ocultar por todos los
tiempos.
Entiendo, pues, que es más precisa que nunca la
crítica
radical de la política económica neoliberal, no
como un simple ejercicio intelectual, sino procurando que de ella
se nutra una conciencia
ciudadana distinta, capaz de revolverse y resolver frente al
bienestar virtual que aquella toma como bandera.
El neoliberalismo triunfa como estrategia capaz de
recuperar el beneficio y la capacidad de gobernabilidad de los
intereses económicos más poderosos, y fracasa a la
hora de satisfacer con generalidad las necesidades sociales. Pero
es capaz de evitar que la sociedad perciba esto
último.
Justamente por ello, hay que ser conscientes de que una
nueva política sólo podrá desarrollarse
cuando los ciudadanos comiencen a echar cuentas de las
frustraciones que trae consigo la incoherencia de la
política neoliberal. Esto es, será posible
sólo cuando las mayorías sociales se percaten de
que es absolutamente necesaria frente a la realidad
existente.
2. POLITICA ECONOMICA
ALTERNATIVA: LAS INEVITABLES RESTRICCIONES.
Las decisiones económicas que toman los gobiernos
son de muy distinta naturaleza. Unas veces se adoptan sobre
parcelas muy restringidas de la actividad económica, pero
de notable trascendencia; otras afectan a gran número de
personas, lo que dificulta su instrumentación,
aplicación y seguimiento. Unas requieren laboriosos
trámites parlamentarios, otras un complejo análisis
técnico para evitar efectos perversos. No siempre,
además, las medidas de política económica
que afectan a la actividad se adoptan desde los mismos niveles de
gobierno, o dicho
de otra forma, puede ser que desde cada uno de ellos se
actúe de manera contradictoria, anulando unas medidas a
otras.
Todo esto quiere decir que es preciso que las decisiones
que en conjunto conforman lo que conocemos como política
económica respondan a un diseño
previo y homogéneo, en donde esté bien delimitado
cuál es el alcance que se pretende dar a cada una de
ellas, los objetivos que persiguen, la naturaleza de los medios
más adecuados para alcanzarlos, etc.
En definitiva, e incluso en la sociedad más
liberal, es siempre preciso una cierta regulación
macroeconómica, es decir una intervención
sistemática sobre todas las circunstancias que globalmente
influyen sobre los principales problemas económicos que se
desea resolver.
Igualmente, eso quiere decir también que las
decisiones de política económica no pueden ser el
resultado de un designio caprichoso. Hoy día sabemos ya
con precisión que determinadas actuaciones llevan consigo
determinado tipo de efectos o que medidas de una determinada
naturaleza originan cambios en uno u otro sentido.
Por lo tanto, no sólo es necesario tener un
diseño previo, sino que éste debe ser, a su vez,
viable, rigurosamente realizable. La escasez a la que
sin duda nos enfrentamos, o los límites
energéticos, los poderes diferentes que vienen dados por
una específica definición del haz de derechos de los que pueden
disfrutar los diferentes agentes, por ejemplo, no siempre
permiten que cualquier medida, de cualquier modo formulada, sea
viable.
También sabemos que la actividad económica
está sujeta a algunas leyes, aunque no
siempre podamos tener perfecta constancia de cuáles son, y
con qué expresión vamos a encontrarlas en un
determinado momento histórico.
Conocemos, igualmente, que de los distintos instrumentos
de intervención que pueden utilizarse para hacer efectivas
las diversas decisiones de política económica se
derivan efectos muy distintos. Pero quizá no tengamos
plena seguridad sobre cuál va a ser su diferente magnitud.
Es decir, que será necesario evaluar previamente cada uno
de ellos y optar de manera discrecional, en virtud de los
objetivos que preferentemente deseemos alcanzar.
En otras ocasiones, quizá ni tan siquiera se
pueda saber a ciencia cierta
qué efectos provocarán las decisiones.
En definitiva, pues, cuando se plantea un diseño
determinado de la política económica es preciso
disponer de un análisis previo lo más riguroso
posible sobre el "marco global" en el que se insertan las
decisiones. La improvisación o la falta de fundamento
serán siempre errores que terminarían
pagándose caros por la sociedad.
Esto justifica por sí solo que en estas
páginas me limite a proponer algunas ideas directrices,
sobre las cuales, y de manera mucho más rigurosa y
singularizada, habrá que volver en el futuro.
Ahora bien, además de las determinantes
analíticas a las que hecho sucinta referencia arriba, y de
las que trataré de ocuparme más abajo, hay un
asunto previo que me parece preciso abordar aunque,
significativamente, no suele ser objeto preferente de
consideración en los análisis ortodoxos o
convencionales.
La macroeconomía y la democracia
He adelantado que las decisiones de política
económica que se adopten deben ser consecuentes con los
objetivos formulados y, además, viables y
adecuadas.
cómo se definen los objetivos que va a perseguir
la)Ahora bien política económica?.
Aunque me ocuparé en el siguiente epígrafe
del asunto de la definición de los objetivos, debe ahora
quedar claro que su establecimiento, que al fin y al cabo es lo
que determina los instrumentos que deben luego aplicarse y el
tenor concreto de las medidas distintas de política
económica que se adoptan, no pueden ser más que el
resultado de una preferencia social.
En los manuales
convencionales más al uso se definen siempre los objetivos
que persigue la política macroeconómica.
Se suele coincidir señalando que éstos
son: producción (elevado nivel, rápida
tasa de crecimiento), empleo (lograr elevar el nivel de empleo o
bajar el nivel de desempleo involuntario), estabilidad del nivel
de precios con
libertad de mercados, equilibrio exterior (equilibrio entre las
exportaciones y
las importaciones y
estabilidad del tipo de
cambio).
qué prioridad se establece y por)Por qué
estos y no otros?, ) qué cuando uno de ellos pueda
conseguirse sólo limitando la consecución de
quién es el agente o la institución que debe o
puede dar respuesta a)otro?, estas preguntas?.
Cualquiera que hojee un libro de
macroeconomía convencional, o simplemente una introducción ortodoxa a la economía,
podrá comprobar que los objetivos descritos de tal forma
se consideran como algo intrínseco a la propia
macroeconomía y, en consecuencia, indiscutibles. Se
presentan como algo tan elemental y lógico que no parece
que tengan que ser puestos en cuestión.
El asunto sin embargo, tiene bastante
trascendencia.
Los objetivos de la política económica
nunca son el resultado de una decisión neutral, sino el
resultado de que algún agente o colectivo social ha
estado en
condiciones de establecer con prioridad una determinada
preferencia que le es genuinamente propia.
Piénsese, por ejemplo, en un caso
paradigmático.
Por qué la equidad, la
justicia en la
distribución de la) renta, no se considera
un objetivo
esencial de la macroeconomía?.
En puridad, no puede argumentarse su dificultad a la
hora de conseguirla por los medios que están a nuestro
alcance, puesto que la realidad muestra
precisamente que la pauta distributiva se está modificando
permanentemente, en un sentido u otro, como consecuencia del
funcionamiento de los mercados o de la intervención de los
gobiernos. Sabemos, por ejemplo que determinadas figuras
impositivas son más igualitarias que otras, o que todo lo
que afecte, en un sentido o en otro, a los salarios
monetarios influye también de una manera u otra en la
distribución de los ingresos.
Tampoco hay razones rigurosamente fundadas para sostener
que avanzar hacia soluciones
más equitativas implique mayor dificultad para lograr la
consecución de los demás objetivos que se fijan
convencionalmente, salvo que lo que se desee efectivamente sea
distribuir asimétricamente a favor del
beneficio.
La respuesta entonces a esas preguntas no puede ser otra
que considerar que la exclusión de la equidad como
objetivo de la macroeconomía es el resultado de una
determinada opción. Y que ha sido adoptada sólo en
virtud de que quienes la sustentan han estado en condiciones de
imponer su preferencia particular, o de establecerla como si
fuera una preferencia "general".
La actividad económica no es más que una
lucha permanente por el reparto. No cabe pensar que nadie sea
indiferente a cuál sea el resultado del reparto. Y puesto
que cada agente económico tiene un interés en ello,
tiene también una estrategia y una preferencia sobre el
resultado distributivo que pueda alcanzarse.
En sentido riguroso, como decían ya los primeros
economistas clásicos, ese es el asunto esencial de la
economía.
Es cierto que a los economistas no les interesa, en el
sentido de que no es el objeto de su estudio, cómo se
forman las preferencias en la sociedad, cómo puede un
determinado grupo social
conseguir que su preferencia aparezca como mayoritaria para
imponerla a los demás.
Pero eso no quiere decir, sin embargo, que la
economía, y especialmente la política
económica, sean independientes de ello.
La actividad económica es una dimensión
singular de las estrategias
humanas de cara a hacer frente a la necesidad (y ésta no
es sólo la de tener, sino también la de ser o
relacionarse) y, en consecuencia, se subordina a esa estrategia
general.
Esto quiere decir que los objetivos le vienen dados a la
política económica por las preferencias sociales,
no son definidos con independencia
de ellas.
Por consiguiente, cualquier planteamiento sobre
política económica debería partir de hacer
referencia a las condiciones en que se establecen esas
preferencias.
O dicho de otra manera; puesto que el diseño de
toda política económica nace de la
definición de unos objetivos que responden a unas
determinadas preferencias, es justo que la sociedad resuelva
previamente la fórmula que permita que los objetivos se
definan de manera que sean un fiel reflejo de los mayoritaria y
efectivamente deseados.
Nuestra sociedad vive en una lamentable esquizofrenia.
Basada en el reconocimiento de que la democracia es la
única mecánica que permite salvaguardar la
libertad de los individuos, deja de utilizarse cuando se trata,
sin embargo, de abordar el problema fundamental de los seres
humanos: a saber, la satisfacción incluso más
elemental de sus necesidades materiales.
No puede haber, pues, una política
económica orientada al bienestar general si sus
definiciones más esenciales no respetan el deseo
mayoritario de los ciudadanos. No puede haber política
económica que satisfaga preferentemente las necesidades de
la mayoría de la población si no hay una auténtica
democracia.
Se podría argumentar que determinado tipo de
relaciones económicas no dependen de la voluntad
ciudadana, lo que impide que su determinación sea
democrática.
Pero este es un tipo de argumentación que
responde a una definición circular de lo que debe
considerarse como opción de política
económica. Se definen unos determinados objetivos que de
suyo implican un tipo específico de relaciones y, en
consecuencia, no pueden admitirse variantes puesto que se salen
de los objetivos predeterminados: es deseable una economía
de mercado, los capitales fluyen libremente, luego no puede
admitirse que los capitales no fluyan libremente porque
dejaría de darse, entonces, una economía de
mercado.
Los economistas ortodoxos olvidan con demasiada
facilidad que están hablando de la elaboración o
puesta en práctica de estrategias sociales, no de la
contemplación de fenómenos naturales que queden
fuera del control de los demás seres humanos y que
sólo aquellos pueden llegar a conocer y darle respuesta.
Por eso asumen con generalizada frecuencia que las hipótesis de partida son
inamovibles.
Por el contrario, afirmar que puede haber formulaciones
alternativas, de cualquier tipo que éstas sean, es el
resultado lógico y más realista de admitir que
pueden variar las preferencias sociales, como de hecho han ido
cambiando a lo largo de la historia, que
quiérase o no, está todavía
inacabada.
Sintomáticamente, el ascenso de las
políticas neoliberales ha ido acompañado de un
debilitamiento de la democracia. No necesariamente entendida
ésta como mecánica para la representación
social (que puede haberse extendido), sino como procedimiento
para el planteamiento de los problemas
sociales y para la resolución de los conflictos que
naturalmente conlleva. Así, se ha multiplicado la
influencia de los organismos o fuentes de
decisión que se sitúan fuera o más
allá de los institutos sometidos habitualmente al control
democrático (Banco Mundial,
Fondo Monetario
Internacional, bancos centrales
autónomos…), en donde la decisión no está
sujeta a procedimientos
institucionales democráticamente preestablecidos (G-5), o,
sencillamente, bloqueando el propio desarrollo
institucional que podría servir de contrapeso a las
decisiones ejecutivas (Parlamento frente a Comisión
europeos).
Este debilitamiento de la democracia ha ido
acompañado de una creciente capacidad de
intervención ideológica y de la conformación
de un sistema de valores que lo han hecho posible y han permitido
la asunción del propio discurso neoliberal por sectores
sociales de elevado peso específico en el sistema de
representación social. Sin necesidad de beneficiarlos
específicamente, la política neoliberal ha tenido
la capacidad de gratificarlos virtualmente gracias al sistema de
referencias morales creadas, sobre todo, en torno a una pauta
social de consumo que
permite que los individuos identifiquen preferentemente la
satisfacción con la aspiración y la
expectativa.
En consecuencia, entiendo que el requisito previo para
hacer viable una nueva política económica social es
precisamente "la democratización de la democracia", en
palabras de A. Guiddens, que permita entonces plantear
órdenes de objetivos diferentes y sostener las decisiones
en las preferencias que se hayan revelado efectivamente
mayoritarias a través de experiencias de "democracia
dialogante", también en expresión del mismo autor,
y no sólo como resultado de sortear con habilidad la
mecánica representativa.
El contexto internacional: globalización y poder
supranacional
Una segunda restricción condiciona de manera
fundamental la posibilidad de aplicar políticas
alternativas y, de hecho, estará determinando cualesquiera
de los planteamientos a los que voy a referirme más abajo.
Me refiero al marco y a las circunstancias internacionales en el
que se inserta cualquier economía y de las que dependen en
una buena medida las decisiones de política
económica que allí se adopten.
Al menos hay que tener en cuenta cuatro fenómenos
que hoy día constituyen restricciones de primer orden a la
hora de poner en práctica políticas encaminadas a
fortalecer principalmente intereses nacionales y, a su vez, de
los más desfavorecidos.
El primero de ellos es que nuestra época se
caracteriza por un extraordinario grado de interrelación
entre las economías y las sociedades. Como suele ser
decirse, vivimos en un mundo globalizado, en donde lo que sucede
o se realiza en un lugar concreto condiciona y está
condicionado por lo que sucede en el resto del
planeta.
Bien es cierto que la mundialización no se da
cuando se trata hacer frente a las necesidades humanas, de
garantizar una pauta de satisfacción generalizada, sino
que se limita más bien a expresarse como la constitución de un mismo territorio para el
capital. Pero,
con independencia de ello, lo cierto es que hoy día el
régimen de intercambios se desenvuelve sin entender de
fronteras; lo que implica una dificultad, que puede llegar a ser
absoluta, a la hora de incidir en él desde un
ámbito espacial concreto y singularizado.
Los movimientos planetarios de capital, el comercio
internacional de mercancías y servicios,
incluso la propia circulación de personas, el marco
exterior como referencia y condicionante permanente de la
eficacia interna, el entramado institucional de caracter
supranacional cada vez más amplio, por no hablar de la
omnipresencia de las empresas
multinacionales, son realidades que no se pueden soslayar cuando
se diseña una política económica nacional,
porque los resultados que ésta pueda alcanzar
dependerá siempre de todos ellos.
Un segundo fenómeno, muy vinculado al anterior,
es la consolidación de procesos de
integración regional que terminan por
absorber una buena dosis de soberanía, especialmente en el campo de la
política económica, lo que provoca, cuando se
está integrado en ellos, que la capacidad de maniobra que
pueden llegar a tener las políticas nacionales sea a veces
extraordinariamente reducida.
Un tercer factor a considerar es que la
internacionalización no se produce en condiciones de
simetría y poder repartido, sino, por el contrario, bajo
estructuras
imperialistas asociadas a una enorme dependencia comercial,
tecnológica, cultural o sencillamente militar, de tal
forma que cualquier política económica nacional no
sólo debe pasar el test nacional y
someterse además a un juego
complicado de equilibrios a nivel internacional, sino, lo que es
peor, también a la posibilidad de que llegue a cuestionar
el orden en el que se resuelve el conflicto de intereses a nivel
mundial; situación que suele provocar respuestas que van
más allá del simple ajuste
económico.
Sucede, por último, que nuestra época,
quizá como cualquier otra pero ahora de forma mucho
más agudizada, se caracteriza porque el poder que permite
aplicar o neutralizar las decisiones sociales es
internacional.
Estas circunstancias llevan a veces a pensar, con la
colaboración nada gratuita de los grandes medios de
difusión cultural y de conformación de la opinión
pública, que se trata de un marco exterior inamovible.
Sin embargo, cuando se comprueba hasta qué punto el
planeta se deteriora como consecuencia de la pervivencia del
orden socio-económico en el que vivimos, cuando se
constata el sufrimiento y la insatisfacción crecientes que
padece la mayor parte de los seres humanos y cuando además
es claramente comprobable que todo ello convive con el
despilfarro y la opulencia, la necesidad de replantear el
modelo de
crecimiento global y hacer frente a los núcleos de poder
que lo sostienen constituye un auténtico imperativo
ético; que habrá que asumir antes de que sea
demasiado tarde y si es que se quiere evitar una conmoción
de aspectos y consecuencias inimaginables.
Pero además de ser un puro imperativo moral, la
transformación hacia el bienestar y la sostenibilidad del
actual orden internacional resulta una condición
inexcusable para avanzar, no ya en políticas radicales
(que en mi opinión son igualmente tan deseables como
necesarias), sino incluso para tratar de galvanizar
mínimamente la actividad productiva en las naciones, para
evitar la destruccción masiva de empleos o, sencillamente,
para frenar una dinámica depresiva y de inestabilidad
permanente a la que es imposible que ni las economías
capitalistas más liberalizadas puedan acostumbrarse sin
trauma.
En consecuencia, hay que reconocer que para que pueda
llegar a ser posible cualquier política alternativa al
neoliberalismo, y me temo que incluso en sus versiones más
edulcoradas, es necesario haber forzado un marco diferente de
relaciones
internacionales que permita la efectiva protección de
los espacios y las economías más débiles,
una regulación global orientada a re-nacionalizar los
flujos financieros y el establecimiento de una autoridad
mundial para el comercio
internacional que reconduzca el gravísimo proceso de
empobrecimiento que ha sido causado a la mayoría de las
naciones del planeta.
En mi opinión, y aunque esto pueda sonar a
chasquido en los oídos más habituados al discurso
neoliberal, hay que perder el miedo a plantear conceptos y
estrategias que, reformulados a la luz de las nuevas
condiciones sociales y económicas, comportan un sentido
mucho más lógico y efectos mucho más
beneficiosos sobre el bienestar. Me refiero, por ejemplo, al
proteccionismo, o una una nueva regulación del comercio
internacional si se desea una expresión más suave,
no sólo como fórmula simplemente defensiva (que ya
de suyo estaría justificada), sino como expresión
de un orden comercial más cuidadoso con la dotación
existente de los recursos y
más favorable a los intereses generales.
Sin embargo, la necesidad de ese horizonte de cambios en
el contexto internacional no debe contemplarse como una hipoteca
definitiva para la ejecución de políticas
económicas de izquierda a nivel nacional. Todo lo
contrario. Entre esas dos dimensiones existe una
dialéctica esencial de la cual depende el ritmo de los
cambios sociales en nuestro mundo. Porque si bien el actual
estado de fuerzas mundial puede con razón considerarse
como un potentísimo corsé de la política
nacional, no es menos cierto que sólo haciendo real por
necesaria a ésta última se podrán poner en
movimiento las
mutaciones imprescindibles en el orden internacional.
3. LOS OBJETIVOS DE UNA POLITICA
ECONOMICA DEMOCRATICA
Una de las connotaciones más significativas de la
política neoliberal ha sido la definición de los
objetivos e instrumentos de política económica sin
hacer referencia expresa a las condiciones de la economía
real, a los costes o beneficios sociales o productivos que
originan, de manera cierta o previamente estimada. Se trata,
pues, de un planteamiento puramente nominal de la política
económica, gracias al cual se ha podido diluir la
naturaleza real de las políticas neoliberales y disociar
su formulación retórica de los efectos que provoca
en la realidad social.
Los gobiernos de inspiración neoliberal articulan
la política macroeconómica, y en general el
conjunto de sus decisiones políticas de trascendencia
económica, como si fuese posible transformar las
condiciones reales actuando tan sólo en escenarios que no
lo son, creando así una auténtica realidad
virtual en donde se pretende que se hagan efectivas las
políticas económicas. Se gobierna para los
mercados, como si éstos fueran seres de carne y hueso que
reaccionan con la alegría o el dolor del maestro que
vigila la tarea que deben realizar sus pupilos.
Lo cierto es, sin embargo, que detrás de ese
nominalismo se esconde una pérdida tremenda de bienestar
social, una auténtica andanada contra las rentas
salariales y los derechos sociales, pues al socaire de una
expectativa que no es más que una obsesión
inconquistable, lo que se persigue es el sacrificio y la renuncia
a la satisfacción de las clases menos
favorecidas.
En consecuencia, es una tarea primordial conseguir que
se haga explícito el objetivo mediato de las
políticas económicas, lo que sólo puede
conseguirse a través de una doble estrategia: repudiando
con contundencia democrática las políticas que
lleven consigo el empeoramiento en las condiciones de vida, y
reclamando que la política económica recobre el
norte de las condiciones reales en que se desenvuelve actualmente
el bienestar ciudadano.
Esto último requiere establecer objetivos finales
de la actividad económica que se traduzcan de manera
efectiva en un mayor bienestar, determinar su expresión
inmediata que se corresponda con cada coyuntura, y fijar los
instrumentos que pueden permitir acercarse a ellos evaluando sus
posibilidades, alcance y limitaciones.
Un necesario "triángulo mágico": empleo,
igualdad y
sostenibilidad
En mi opinión, los tres grandes objetivos a los
que debe plegarse en cualquier caso la acción
gubernamental deberían ser los siguientes. En primer
lugar, la creación de empleo, pues no de otra forma se
garantiza que los ciudadanos dispongan de los ingresos que le
garantizan una vida digna. En segundo lugar, la
consecución de una distribución de las rentas
más igualitaria, puesto que del incremento de la
desigualdad se sigue no sólo mayor malestar, sino
también la menor eficiencia
derivada del despilfarro que supone la pobreza y la
marginación en un mundo con recursos suficientes para
erradicarlas. Finalmente, la sostenibilidad medioambiental ya
que, siendo éste un requisito imprecindible en todo
sistema cerrado, su incumplimiento por un modelo de crecimiento
dilapidador ha llevado a una situación cercana a los
límites de admisibilidad.
Naturalmente, la asunción de estos objetivos
comportan problemas serios si es que no se desea limitarse a
reproducir postulados meramente nominalistas y abstractos. Es
preciso avanzar en la definición concreta de cada uno de
ellos y abordar cuestiones como la naturaleza de los requisitos
de sostenibilidad que deben ser adoptados, el análisis de
las condiciones y mecanismos necesarios para llevar a cabo la
evaluación de los impactos de las medidas
que pretenden alcanzarlos; por ejemplo, para poder determinar el
efecto sobre la desigualdad de una política
económica concreta, o cuándo se aumenta o disminuye
la igualdad interpersonal. Y, de manera primordial, avanzar en el
diseño de magnitudes, índices y criterios relativos
a las connotaciones cualitativas del bienestar, o simplemente que
permitan cuantificar los fenómenos económicos
reales con más precisión de la que hace gala la
economía convencional.
Puesto que, además, se trata de objetivos
mediatos, es decir que se pueden lograr en la medida en que se
articulen decisiones más concretas que los respeten, es
necesario también singularizar sus expresiones más
cercanas, en cada coyuntura concreta.
En relación con el empleo creo que se deben tener
en cuenta tres grandes cuestiones: productividad,
crecimiento y naturaleza del trabajo en las sociedades que deseen
avanzar hacia el empleo suficientemente generalizado como paraga
garantizar medios de susbsistencia a la
población.
En las economías capitalistas, el control de las
condiciones en que pueden lograrse incrementos en la
productividad se convierte en una piedra de toque esencial para
la consecución del beneficio. En las condiciones actuales,
quienes están en condiciones de ejercer dicho control
pueden desenvolverse con mucha mayor facilidad en los mercados y,
en particular, ubicarse geográficamente con mucha mayor
ventaja. Puesto que esa capacidad no está al alcance de
todos los agentes y empresas, sino que se reparte muy
asimétricamente, ha provocado y hecho necesaria la
generalización de estrategias de relocalización que
llevan consigo la desindustrialización selectiva que
provoca regueros ingentes de desempleo y empobrecimiento
allí donde se produce. Sin embargo, este proceso no
sólo es indeseable por sus consecuencias sobre el
bienestar y la actividad económica, sino que sería
incluso innecesario si la estrategia predominante no consistiera
preferentemente en la salvaguarda de los conglomerados
industriales cuya dimensión y estructura les lleva
inevitablemente a situarse en niveles de beneficios
extraordinarios. De esa forma, se produce uno de los efectos
perversos más típicos de nuestras economías:
mientras que se fortalecen esas estrategias conducentes a
multiplicar la oferta, se
deteriora la demanda, lo
que provoca de manera inevitable la sobreproducción y la
saturación de los mercados y la crisis
permanente, a la que sólo se puede hacer frente en un
proceso de expansión ininterrumpida que sólo
conlleva un agravamiento del mismo problema.
Pero el grado de insatisfacción existente hoy
día en el planeta, e incluso en el seno de los
países más desarrollados, permitiría
realmente que se llevara a cabo un uso más intensivo (y
respetuoso con el medio
ambiente) de los recursos, por lo que no sólo no
tendría que disminuir la oferta global, sino que incluso
requeriría impulsos más potentes.
Para ello sería necesario regular de manera
efectiva el régimen de competencia muy
imperfecta que imponen las empresas multinacionales, para
erradicar el sistema generalizado de recursos dilapidados y
mantener niveles de rentabilidad
en las franjas no oligopolizadas, generadoras de más
empleo y respetuosas con el principio de
sostenibilidad.
La evaluación más conservadora de la
balanza actual entre necesidades y recursos potencialmente
utilizables lleva a considerar plenamente factible la
potenciación de las actividades productivas intensivas en
mano de obra sin que de ello se derive un perjuicio insalvable
incluso para los intercambios que se realizan desde la óptica
capitalista.
Naturalmente, eso sólo podría suceder si,
al mismo tiempo, la regulación macroeconómica
actúa fundamentalmente para generar impulsos a la
actividad económica, en lugar de frenarla como actualmente
sucede.
Por lo tanto, en las condiciones de recursos
inutilizados, de desempleo y depresión
de la demanda, no sólo es deseable, sino que
constituiría la estrategia más adecuada, el impulso
de políticas de carácter expansivo, siempre que no se
conciban sencillamente como una imagen vicaria de
las políticas conservadoras y que se sujeten al principio
de sostenibilidad: es decir, que no se limiten a lograr la
expansión expresada a través de variables
nominales y ajenas a la dimensión cualitativa del crecimiento
económico, sino que consistan en la
dinamización de las nuevas actividades productivas que
encajan en el triángulo
empleo-igualdad-sostenibilidad.
Para que ello sea posible, es necesario que se realice
una comprensión radicalmente distinta de la productividad.
No debe tratarse, linealmente, de plantear si se limita o si se
favorece su crecimiento. Hoy día, la productividad viene
determinada principalmente por la aplicación de
tecnologías de la información y ésta última se
caracteriza porque se incorpora de manera transversal en el
sistema productivo. Eso quiere decir que la productividad no se
alcanza de manera homogénea en el sistema y que su
dinámica tiene efectos muy diversos en las diferentes
actividades económicas.
Se soslaya con demasiada frecuencia que los niveles de
productividad alcanzados o alcanzables no son ineluctables sino
aquellos que han sido deseados. De hecho, hoy día (como
siempre, aunque en mayor medida que en otras épocas pues
nunca se tuvo tecnología con tanta
capacidad para intervenir sobre la propia tecnología como
ahora) en nuestra economía se "gobierna" la productividad,
pero sucede que eso se realiza en función,
exclusivamente, de aumentar el nivel de beneficio.
Debe tratarse, pues, de reconducir el uso realizable de
la tecnología para que los niveles de productividad
alcanzables, en cada actividad o en cada momento, sean los
preferidos, por contribuir de mejor manera al bienestar general,
por la sociedad en su conjunto.
Puesto que la actividad económica y el nivel de
empleo de los que depende el bienestar social estarán
siempre determinados por la productividad, si se quiere que se
modifique la actual pauta desigual de satisfacción social
será necesario poner sobre el tapete la cuestión de
los usos sociales de la tecnología, reconociendo
definitivamente que el progreso técnico es un abstracto
cuyas expresiones concretas también hay que hacerlas
depender de las preferencias ciudadanas.
En relación con el empleo es también
necesario plantearse adicionalmente que, pese a todo, la
disponibilidad (que no tiene que ser, sin embargo, apresurada) de
una base tecnológica más avanzada permite ahorros
de tiempo de trabajo, prácticamente en cualquier actividad
productiva. Esto implica que mantener el objetivo de pleno empleo
requiere "reinventar" el propio concepto de trabajo, o
quizá más concretamente, el de puesto de trabajo y
el de tiempo de trabajo, aunque nada de eso puede llevar a
hipotecar el principio de que el empleo debe ser la fuente del
ingreso suficiente para la población. Los empleos
vinculados a llamada producción ecológica, a
unidades productivas pequeñas y descentralizadas, a los
contextos comunicativos entre productores y consumidores, y con
preponderancia de la actividad humana o incluso artesanal, los
relacionados con relaciones económicas exógenas al
intercambio puramente mercantil y orientados más bien
hacia la producción de valores de uso, entre otros,
tendrán que ser objeto de un nuevo tipo de estrategias de
empleo cuando la técnica (a la que no tiene sentido
renunciar) permite un régimen de producción de
los valores de
cambio con menos presencia del trabajo.
Aunque es conocida la dificultad inherente a definir
como objetivo global de la política económica a la
igualdad hay un principio que me parece esencial: debe
conseguirse desde allí donde se inician los procesos que
dan lugar a la desigualdad, mejor que a través de
mecanismos compensadores o simplemente
re-distributivos.
Con esta idea, creo que es posible (y desde luego
necesario) avanzar en el sentido de determinar las condiciones
que, generadoras precisamente de desigualdad, deben ser en
cualquier caso sorteadas.
Me refiero, por ejemplo, a la necesidad de evitar con el
mayor rigor el poder de mercado que origina la quiebra de la
competencia que resulta ser habitual en economías
oligopolizadas. Tiendo a pensar que los discursos
progresistas (en donde tampoco es difícil encontrar buenas
dosis de convencionalismo esterilizante) han reaccionado muy
mecánicamente en relación con el problema de la
competencia. Aunque tengo el convencimiento de que, en cualquier
caso, no puede tratarse de reivindicar el marco idealizado e
irrealizable que proclama la economía ortodoxa, entiendo,
sin embargo, que debería considerarse un planteamiento
alternativo que entendiera el marco de competencia como la
expresión de un régimen general en donde se
garantizara y defendiera el intercambio en condiciones del
más alto grado posible de simetría, como
expresión de la difuminación de los poderes
privilegiados de actuación que hoy día predominan
en los mercados. Es decir, teniendo en cuenta que el "problema"
no son los mercados, sino la naturaleza de los derechos de
apropiación establecidos en su entorno que son los
factores que llevan consigo el privilegio y la condición
desigual de acceso a los recursos y resultados del
intercambio.
Finalmente, también el objetivo global de
sostenibilidad debe ser matizado y concretado, entiendo que sobre
todo en la línea de lo que podríamos llamar el
principio de "limpiar, para producir y consumir con limpieza";
esto es, procurando de forma prioritaria la eliminación de
los costes sociales actualmente soportados y la generación
de los beneficios que llevaría consigo un régimen
de producción respetuoso con el medio ambiente y una pauta
general de consumo no despilfarrador.
Es evidente que, no ya lograr, sino tan sólo
encaminarse hacia objetivos de esta naturaleza requiere asumir
una orientación muy tajante contra el orden de prioridades
hoy día existente, sobre todo, en tres grandes cuestiones.
En primer lugar en la defensa y profundización de la
democracia. No se trata tan sólo, como apunté
más arriba, de salvaguardar las formas de
representación, sino de conseguir mecanismos adecuados y
efectivos para que se puedan manifestar e incluso galvanizar las
preferencias sociales, lo que lleva a pensar en una
auténtica "revolución
cultural" que aborde problemas como "el control
democrático de las politicas científicas, la
ampliación de la igualdad de oportunidades en los campos
de la información y la
comunicación, la generalización del pensamiento
crítico de la enseñanza reglada y un uso alternativo
(formativo, educativo) de los medios públicos de comunicación que por lo general hoy
día actúan como medios de desinformación y
como opiáceos para el pueblo".
En segundo lugar, en el orden puramente productivo se
hace preciso avanzar justamente en la linea contraria a la
marcada en los últimos años por las
políticas neoliberales. Es necesario, efectivamente,
navegar contracorriente de la universalización de lo
mercantil para favorecer, por el contrario, la consecución
de un régimen de vida armónico con la
auténtica naturaleza
humana, la desaparición de las desigualdades
lacerantes, el imperio de la banalización, la
represión y la droga o las
guerras.
En tercer lugar, es necesario también invertir la
pauta de consumo prevaleciente en el orden, no sólo de
evitar el despilfarro que ocasiona una inestabilidad permanente
en la gestión
general de los recursos, sino incluso como fórmula de
lograr una nueva percepción
social de las prioridades económicas y, sobre todo, un
nuevo tipo de relación entre el ser humano y el
medio.
Todo ello será posible si se avanza hacia la
reforma de la contabilidad
nacional, hacia la programación y planificación económica de las
grandes decisiones de los poderes públicos, hacia la
descentralización y reforma de los derechos
de apropiación, hacia la disminución efectiva del
tiempo de trabajo y, sobre todo, hacia el reparto más
igualitario de los ingresos y la riqueza.
Naturalmente, la consecución de objetivos
generales como los que he señalado o de sus expresiones
más concretas, requiere disponer de instrumentos adecuados
que, además, se utilicen de manera que no desencadenen una
desestabilización más profunda que la que ahora
viene provocando el desaguisado de la macroeconomía
neoliberal preocupada preferentemente por facilitar, mediante las
políticas deflacionistas, el desenvolvimiento de las
grandes empresas y de las grandes masas de recursos financieros
orientados a la ganancia especulativa.
Habría, pues, que maniobrar en cinco campos
específicos.
– Políticas de programación
económica.
Se quiera o no, la frontera que
hoy hay que cruzar para situarse dentro o fuera del paradigma
neoliberal dominante en política económica se deja
la mayor libertad a los mercados)es bien sencilla de definir:
instituidos en un régimen de derechos de
apropiación claramente favorables a quienes ya disfrutan
de mayores ventajas en el intercambio, o, por el contrario, se
interviene contra ello para reconducir la orientación de
los intercambios y favorecer de esa manera una régimen
general de apropiación más propicio para quienes en
la situación anterior se ven perjuidicados siendo, sin
embargo, la gran mayoría de la sociedad?.
Como es obvio, la opción en uno u otro sentido es
siempre legítima, y además no responde -a pensar de
las prédicas de los apóstoles del pensamiento
único- a criterios científicos, sino a
preferencias, intereses o valores.
En mi opinión, lo que carece de sentido, por no
calificarlo de forma menos benevolente, es tratar de conjugar
proyectos o
estrategias socialdemócratas o socialistas al mismo tiempo
que se asume sin el menor pudor, más bien con la mayor
seducción, que es a los mercados capitalistas
(léase, mercados desiguales y asimétricos, no
competitivos por definición institucional y
jurídica) a quienes corresponde determinar el destino de
los recursos y los colectivos sociales que serán
agraciados.
Si se está pensando sinceramente en el
diseño de nuevas políticas económicas
alternativas al modelo dominante, una cuestión prioritaria
debería ser aceptar la necesidad de que el uso de los
recursos sociales esté sujeto a una lógica
específica que no puede ser la del lucro de grupos
minoritarios, sino aquella que deriva de la ecuación
concreta de la satisfacción general de la sociedad en su
conjunto en un determinado momento. Se trata, pues, de
"economizar" los recursos disponibles no sólo en el
sentido crematístico del término (lo que ni tan
siquiera el mercado capitalista puede garantizar pues nunca puede
llegar a ser de competencia
perfecta), sino quizá en el sentido
aristotélico mucho más amplio que vincula la
actividad económica a la vida y no al dinero, al
sentido de la necesidad, en lugar de al beneficio.
Esto implica que se debe disponer de procedimientos
adecuados de programación y planificación
económica que, solapándose con los demás
mecanismos de asignación que es necesario mantener en
sociedades tan complejas como las de nuestros tiempos, garanticen
que la actividad económica se oriente, de manera
prioritaria, a satisfacer la batería mínima de
necesidades que se hayan determinado previamente.
Esa no es sólo la fórmula para satisfacer
de manera más efectiva y equitativa las preferencia
sociales. Además, y tal y como muestran diariamente los
propios agentes e instituciones
capitalistas, resulta que sólo gracias a la
programación se puede alcanzar un uso mucho menos
despilfarrador de los recursos y evitar el derroche que
paradójicamente caracteriza a nuestras sociedades
capitalistas.
– Políticas de recursos financieros.
Es evidente que no puede abordarse la regulación
macroeconómica en el sentido que propongo si no hay
capacidad de financiar la dinamización de la actividad
productiva que constituye el punto de partida de cualquier
política alternativa.
En las condiciones actuales, la estructuración de
los sistema financieros responde a una lógica en gran
medida divorciada de la que debería ser su función:
la de servir para la movilización de los recursos desde la
circulación monetaria a la real. En lugar de ello,
constituyen auténticos enquistamientos en el universo de lo
monetario y su vinculación con la actividad industrial,
agraria o productiva es más bien de carácter
patrimonial. El grado de privilegio y poder del que disfruta la
banca, su
inveterada propensión a la mayor ganancia con el menor
riesgo y su a
tendencia inmiscuir su poder en todos los resquicios sociales
constituyen hoy día la rémora más pesada y
nefasta que debe soportar la actividad productiva y la
creación de riqueza.
A fuer de ser realistas, no cabe pensar sino que
cualquier política (y ahora no estoy pensando
necesariamente en opciones radicales) que quiera hacer frente al
deterioro inconmensurable que provoca la agonía de lucro
sin fin de la banca y el privilegio que el neoliberalismo ha
concedido a lo financiero, deberá plantear una
reconsideración del papel y función de la banca y
del conjunto de los intermediarios financieros.
Hay que pensar no sólo en términos de
régimen de propiedad,
sino también en los modos posibles y necesarios de
regulación y control, y que no tienen por qué
considerarse irrealizables toda vez que existen experiencias de
este tipo en casos en los que la proyección contradictoria
de las políticas neoliberales ha generado situaciones de
emergencia o inestabilidad profunda.
Algo muy parecido hay que establecer, en general, con
los movimientos de capital.
Es una evidencia que el régimen de plena libertad
es incompatible con la estabilidad que se reclama para los
mercados. Pero, además de ello, hay que tener en cuenta
que se trata de un fenómeno que en nuestras
economías repercute de una forma absolutamente
determinante como freno a la actividad y estímulo de la
especulación y el endeudamiento.
También en este caso incluso autoridades
neoliberales han llegado a establecer controles mostrando con
ello que no se trata tampoco de una medida irrealizable, no
siempre condenable; aunque es cierto, desde luego, que su
efectividad es más escasa en la medida en que no responda
a una estrategia general en el conjunto de los
mercados.
La situación en que se desenvuelven actualmente
las operaciones
especulativas a las que principalmente se orientan los
movimientos de capitales, sin estar sujetas a tributación
alguna en la mayoría de los casos, indican también
hasta qué punto el sistema es tan respetuoso con la
ganancia como indiferente a la creación efectiva de
riqueza. Y, justamente por ello, es necesario su control,
así como el establecimiento de regímenes fiscales
que desincentiven la especulación en favor del uso
racional de los recursos. En particular, me parece que constituye
hoy día un planteamiento irrenunciable el "echar arena en
las ruedas de la financiación internacional" que
contribuiría a ganar estabilidad, a desincentivar la
actividad puramente especulativa, a recaudar (incluso con tipos
muy reducidos) volúmenes gigantescos de recursos
(posibilidad que, por cierto, nunca tienen en cuenta quienes
estás tan dramáticamente preocupados por la
evolución del déficit
público), y sin que nada de ello pudiera llegar a suponer
efectos especialmente gravosos para los propios tenedores de
recursos financieros.
Las actuaciones en el ámbito de los recursos
financieros no pueden ser tampoco ajenas a la intervención
sobre el gasto
público, los ingresos públicos y los
déficits. Lejos de lo que no puede calificarse sino como
la demagogia predominante, un economista ortodoxo como R.
Dornsbush afirma que "no es tan urgente el equilibrar las cuentas
como recuperar la productividad del trabajo y la confianza de los
consumidores".
Es preciso reafirmar que no hay razones ineluctables que
obliguen a renunciar al impulso de la actividad a través
del gasto cuando la economía se encuentra lejos de la
plena utilización de los recursos, como igualmente hay que
comprender que es un soberbio acto de cincismo intelectual (muy
propio por cierto de ciertos economistas neoliberales
consagrados) demonizar el déficit público mientras
se permanece impasible ante el paro y la
pobreza que
son los resultados verdaderos e innegables de la política
económica restrictiva y deflacionista que se
propugna.
Sin embargo, esto tampoco debe entenderse de ninguna
manera en el sentido de que no sean precisas políticas
específicas de racionalización del gasto, e incluso
de su disminución allí donde no se contribuya a
lograr los objetivos establecidos. En particular, debería
ser en el marco de una nueva política económica y
social donde se planteara un compromiso colectivo tendente a la
reforma de la función y la administración
pública y judicial que evite el actual despilfarro y
reoriente los recursos
humanos disponibles hacia actividades que repercutan
efectivamente en una mayor provisión de bienes y
servicios
públicos (lo que de hecho sucedería sin
incurrir en mayores costes), tendente también a la
minimización de la servidumbre militar, e incluso a la
proliferación de nuevas formas de ejercicio de los cargos
públicos que, aunque quizá con una reducción
de costes más bien simbólica, sí
llevaría consigo un efecto demostración innegable
sobre los ciudadanos y serviría como una imprescindible
referencia para la acción colectiva. Y, sobre todo,
orientado a la conformación de una sincera conciencia
ciudadana sobre la necesidad de establecer con contundencia y
eficacia un reparto justo de las cargas fiscales.
De hecho, no puede olvidarse en este ámbito, como
ya apunté más arriba, que las políticas de
demanda que no estén vinculadas a propuestas muy eficaces
de cambios en la estructura de la oferta pueden llevar
directamente al fracaso, tal y como sucedió en varias
experiencias socialdemócratas.
– Políticas de reparto
En este ámbito habría que analizar y
diseñar de manera singular todo un conjunto de actuaciones
encaminadas, como he señalado antes, a lograr mayor
igualdad y que creo deben operar principalmente a través
de intervenciones sobre la oferta.
Me parece que los instrumentos más significativos
en este caso son, en primer lugar, los relativos a las
políticas de ingresos públicos, cuya
concepción quizá debe ser repensada globalmente
para lograr que no sólo prevalezca su función
recaudadora o la tradicionalmente generadora de incentivos/desincentivos, sino para que,
además, constituyan piezas esenciales en la
consecución de otro modelo de desarrollo económico
sostenible e igualitario. En segundo lugar, las políticas
de reparto de trabajo, salariales y, en general, de
ordenación de los mercados laborales, que deben estar
orientadas no sólo a instaurar condiciones puramente
defensivas pra paliar la explotación que por otro lado se
consiente, sino a favorecer la cooperación y fomentar
nuevas formas de movilización de los recursos y de
creación y gestión de la rqueza.
En particular, deben establecer programas que
garanticen rentas mínimas obligatorias, procurando que la
satisfacción de las necesidades más elementales de
la población se encuentren, en cualqueir caso,
garantizadas,
– Políticas de transformación
estructural.
Me refiero aquí a las políticas
industriales, agrarias y en general a todas aquellas que, como
las anteriores, requieren un tratamiento específico y que
inciden sobre las condiciones generales en que se desenvuelve el
régimen de intercambios. Procurarían tanto el logro
de los objetivos apuntados, como evitar la aparición de
desajustes que incidan luego sobre el equilibrio
macroeconómico.
– Políticas de estricta gestión
macroeconómica.
Me refiero en este caso a todas aquellas medidas que
deben ir destinadas a procurar que la búsqueda de los
objetivos finales o intermedios no desencadene efectos perversos
sobre el conjunto de la actividad económica.
Se trata de algo que puede ya haberse deducido que es
esencial, a pesar de que los gobiernos de inspiración
neoliberal renuncian a ello cada vez en mayor medida. En el caso
europeo, por ejemplo, se ha dicho con razón que
"parecía que los países europeos renunciaban a su
autonomía en beneficio de una política
macroeconómica comunitaria que en realidad no existe. Las
políticas macroeconómicas nacionales no tienen un
sustituto europeo. Es, por tanto, hacia un abandono puro y simple
de la política económica hacia el que nos
encaminamos progresivamente".
En contra de esa tendencia, es preciso recobrarla
necesaria capacidad de maniobra para hacer frente a los impactos
que una economía siempre sufre, principalmente, desde su
exterior; aunque también, como consecuencia de
fenómenos inadvertidos o excepcionales que se puedan
producir en su seno.
No puede pensarse que haya que renunciar a ninguno de
los instrumentos habitualmente utilizados pero particularmente
mal aplicados, o al menos, aplicados provocando graves costes
sociales, como la política
monetaria en toda la gama de sus posibilidades, o el manejo
de los tipos de interés.
Pero, en particular, es extraordinariamente importante
señalar que un elemento esencial para tener capacidad de
maniobra mínimamente suficiente en la regulación
macroeconómica es la política de tipos de
cambio.
Sin disfrutar de este instrumento es literalmente
imposible que la política macroeconómica se
revuelva para contribuir, al revés de lo que ahora sucede,
a la creación de empleos y a la revitalización de
las actividades productivas.
El economista inglés
F. H. Hahn afirma que "el verdadero motivo para sostener los
tipos de cambio fijos es, de hecho, el control de la clase
trabajadora". Pues bien, invirtiendo el razonamiento, podemos
decir que sólo se puede llevar a cabo una política
global de apoyo explícito a la clase trabajadora (que es a
lo que teóricamente se pretende contribuir desde
posiciones de izquierda), si no es recobrando margen de maniobra
en política cambiaria, lo que en román paladino
requiere hacer saltar el régimen de tipos de cambio
fijos.
A nadie se le puede ocultar que la posibilidad de poder
utilizar estos instrumentos no está al alcance de la mano
libremente. Cualquiera de ellos implica actuar de manera distinta
a como se viene haciendo sobre el régimen distributivo
existente. Ni nada más ni nada menos es lo que se
está planteando cuando se habla de formular
políticas alternativas.
Avanzar hacia la mejora del nivel de vida de los
más desfavorecidos, erradicar la miseria y la pobreza,
destinar los recursos preferentemente a la creación de
riqueza en lugar de a la especulación, etc. son objetivos
que implican recobrar capacidades que ahora disfrutan las
personas o grupos
sociales privilegiados, no sólo en lo
económico, sino también en el poder de
decisión.
Por ello, las propuestas macroeconómicas se
dilucidan finalmente en el campo de la ideología y de la política,
allí donde los ciudadanos que no forman parte de ese
minoritario pero poderosos ejército de satisfechos deben
conquistar la capacidad de influir en las decisiones para que las
que se adopten sean aquellas que, en lugar de empobrecerlos,
satisfagan sus intereses
5. LOS MARGENES DE MANIOBRA, LA
HIPOTECA DEL CORTO PLAZO.
Las políticas cuyos grandes principios acabo
de apuntar son posibles justamente porque la realidad nos muestra
que resultan necesarias.
Sin embargo, cualquier política transformadora,
que no se limite a ser un sucesión de inercias, parte de
una limitación fundamental por el hecho de que no se
inicia ex-novo, sino desde el contexto que desea transformar y
que actúa lógicamente como una restricción,
a veces insuperable, a la hora de ser aplicada.
Por eso hay que preguntarse también por esas
condiciones de partida, por las posibilidades de iniciar una
andadura diferente en política macroeconómica, a la
cual le afectan restricciones más potentes toda vez que
afecta en conjunto a la economía, y no sólo a
aspectos parciales de la misma.
Cuáles son, entonces, las posibilidades reales de
plantear con) éxito una regulación
macroeconómica alternativa y progresista?.
Me parece que en el caso española hay dos
restricciones principales.
En primer lugar, la dinámica propia de una
"economía de mercado" que lógicamente
generaría defensas en la medida en que se pusiera en
cuestión el nivel alcanzado en la remuneración del
capital.
En segundo lugar, el hecho de pertenecer a la
Unión Europea, a donde se ha desplazado conjuntamente
buena parte de nuestra soberanía y de la capacidad de
maniobra que es necesaria para articular este tipo de
políticas (cuando no ha desaparecido simplemente, como
señalé más arriba).
Ambas circunstancias son importantes, pero creo que no
necesariamente insuperables.
La reacción posible del capital ante estrategias
que van a tener una expresión clara en la tónica de
reparto serían principalmente de dos tipos: de
carácter inflacionista, puesto que es de esta forma como
suele manifestarse todo conflicto distributivo, y como
desmovilización de capitales.
Sin embargo, me parece que las dos reacciones
podrían ser convenientemente neutralizadas si se tienen en
cuenta algunas circunstancias.
En primer lugar, que la composición del capital
en España
no es ni mucho menos homogénea. De hecho, la estrategia
neoliberal hace también estragos en amplias capas del
capital vinculado a la pequeña y mediana empresa, a los
sectores más nacionalizados y, en general, a los que menos
poder de mercado tienen a su alcance. En la medida en que las
propuestas que se realizan no significan ni mucho menos una
alteración del régimen de propiedad, por ejemplo,
sino que se limitan a intentar recobrar y aumentar precisamente
las posiciones perdidas en la actividad productiva más
vinculada al empleo (como son generalmente las capas anteriores),
y en tanto que de todas ellas se deriva una recomposición
del poder de mercado, no necesariamente se tendría que
producir la desmovilización de capitales. Más bien,
se podría lograr una dinamización del ahorro y de la
inversión inducida por los incrementos de
renta.
Pero es que, además, hay que tener en cuenta que
la experiencia histórica demuestra que políticas
expansivas, lejos de expulsar capitales constituyen un potente
factor de atracción, siempre, naturalmente, que eso no
vaya acompañada de otras medidas (como remuneración
elevada de activos
financieros) que la desincentivan.
La desestabilización inflacionaria,
ineludiblemente latente de todas formas, puede ser combatida en
virtud de cambios estructurales en los mercados, con la
potenciación de la competencia y con la disminución
de todo tipo de costes de transacción que ahora son
ocasionados, precisamente, por políticas que se
desentienden de hecho de las condiciones reales en que se
determinan los precios.
La pertenencia de España a la Unión
Europea implica también una notable limitación,
pero tampoco insuperable a corto plazo, o a medio y largo plazo
si se acepta que los cambios que aquí se pudieran producir
formarían parte antes o después de tendencias al
cambio más generalizadas (o incluso originadas con
anterioridad fuera de España). Es un razonamiento
político incaptable afirmar que las alternativas no pueden
darse porque en el contexto no se han dado. Más bien se
podría considerar que lo progresista es definir proyectos
que conlleven un incremento del bienestar social y procurar que
cambie el propio contexto (que ya de suyo está sujeto a
las mismas tensiones). Así se ha escrito y también
así se abrieron paso las políticas(siempre la
historia ( neoliberales!).
En este caso, debe considerarse que España puede
también contribuir a modificar las tendencias actuales y
forzar los cambios de rumbo. Algo que, desde luego, nunca
podría conseguirse si no llega a plantearse la necesidad
de que eso se produzca y si, por el contrario, se asume el
libidinoso papel de estrella en la formulación más
reaccionaria de las estrategias europeístas, tal y como ha
ocurrido en nuestra historia reciente.
Pese a todo, y a corto plazo, no puede olvidarse que se
están planteando cuestiones que están dentro de lo
que es posible llevar a cabo en el marco institucional de la
Unión Europea, como una eventual salida del mecanismo de
cambios del Sistema Monetario Europeo, la devaluación, o el control de
capitales.
No se olvide que buena parte de los problemas que hoy
padece la economía española provienen de que, con
la celeridad de todos los villanos, nuestros gobernantes han
adelantado en varias ocasiones la fecha de aplicación de
determinadas condiciones de la integración, de que asumen
las directrices comunitarias con disciplina
mucho más espartana que la de otros países, o,
sencillamente, de la nefasta negociación que en su día se
llevó a cabo para lograr aceleradamente la
integración.
En lugar de mantener con irrealismo el empeño de
la moneda única y de la convergencia nominal,
España debería asumir que en los próximos
dos o tres años la Unión Europea se va a convertir
en un descontrolado mar revuelto (especialmente y de forma muy
grave, como tendremos ocasión de comprobar, momentos antes
de establecerse el último realineamiento), en donde
será muy posible que de nada sirva en su día el
haber mantenido con virginal candor la fidelidad a las reglas de
convergencia, pues se tenderá a finalizar el proceso
mediante criterios políticos que salvaguarden el
predominio de Alemania y su
zona de influencia monetaria directa. Este ha sido, de hecho, el
objetivo verdadero que han perseguido los programas de
convergencia y que ha provocado una singular paradoja: "La
imposición de las condiciones de convergencia de
Maastricht hace difícil la convergencia".
Por el contrario, llegaría entonces mucho
más fortalecida si lo hace con la suficiente capacidad de
maniobra que impida que los desajustes que van a ir llevando a
ese final desbocado no se conviertan en impactos terribles para
nuestra economía.
En mi opinión, las circunstancias de la
economía española por un lado, y la
previsión segura de que la convergencia diseñada
pensando en la creación de la moneda única
terminará llevando a una crisis institucional y a unos
mayores costes para las economías más
débiles como la española, permiten considerar que
la situación de nuestra economía es casi de
emergencia.
Ante eso no puede caber otra solución que
diseñar una estrategia a corto y medio plazo que,
expresada en un compromiso nacional para la creación de
empleo, se plantease la renuncia a la convergencia nominal para
desarrollar una clara política de expansión de la
actividad y del crecimiento, utilizando para ello el mayor margen
de maniobra posible en los términos que antes he
señalado.
De esa forma, y al contrario de lo que sucede con
políticas que han elevado el nivel de paro al 23 por cien
de la población activa, España no saldría de
Europa; la estaría haciendo entrar en una época
diferente que debe estar marcada por menos frustración y
más bienestar.
Juan Torres López.
Catedrático de Economía Aplicada de la
Universidad de
Málaga
Juantorres[arroba]uma.es