El Tratado de la Unión Europea y las condiciones para el bienestar social en Europa
La Europa que recibió al
Tratado: las divergencias reales
El Tratado de la
Unión Económica y Monetaria
Una evaluación
global del Tratado de Maastricht
1. El mercado como eje de la
actividad económica
2. La renuncia a
una auténtica cohesión social
comunitaria
3. La
inexistencia de impulsos fiscales para la
redistribución
4. La
visión macroeconomizada y nominal de la política
económica
5. Una renuncia
exlícita al igualitarismo y al bienestar
general
Como creo que expresa claramente el título, mi
intención es colaborar en esta reflexión colectiva
sobre el Tratado de Maastricht con una valoración del
mismo desde el punto de vista del bienestar social.
Naturalmente, eso quiere decir que podemos dar un
sentido concreto a la
expresión y que podemos ponernos de acuerdo sobre lo que
el bienestar quiere decir para los ciudadanos.
En mi opinión, las valoraciones que se han solido
hacer del Tratado por quienes tienen la obligación -por
una causa o por otra- de defenderlo, pecan generalmente de una
gran abstracción. Ha sido habitual que al referirse a su
contenido, o a las condiciones de convergencia que se derivan de
él, el discurso
económico oficial se haya limitado a establecer -con esa
autosuficiencia que le es tan característica- que de
ahí se conseguirá un mayor crecimiento, una
Europa
más próspera, en suma, una mejor situación
económica en el futuro y que el camino que marca el Tratado
es el único que permitirá alcanzar esos objetivos. Se
ha querido vincular de manera inevitable el destino de Europa a
este Tratado, considerando que fuera de él no podrá
existir un futuro de unión europea.
Es sintomático que en los países donde se
ha debatido el Tratado la polémica haya sido fuerte y las
posiciones de la opinión
pública sobre su bondad muy encontradas, como lo
muestran los resultados de los referenda realizados. Y ello
contrasta notablemente sin duda con las rotundas mayorías
con que ha sido aprobado en los Parlamentos. Me parece que eso
puede indicar que son muchos los ciudadanos de a pie que intuyen
que los contenidos del Tratado no comportan mecánicamente
mejores condiciones de vida para los ciudadanos europeos, sino
que más bien pueden provocar su mayor
deterioro.
Con mi intervención en este Seminario
quisiera contribuir a la discusión del Tratado procurando
poner de relieve
preferentemente sus consecuencias sobre el empleo, sobre
los salarios, sobre
la protección social o sobre nuestro acceso a los bienes
colectivos. En suma, sobre el mayor o menor bienestar que van
procurar su puesta en marcha no sólo para los ciudadanos
europeos sino también para aquellos otros, de
países terceros, cuyas economías dependen
así mismo de la orientación que se de a la construcción de la Europa unida.
Esta pretensión obliga a entender el bienestar
social de una forma bastante explícita: la capacidad de
obtener mayores recursos para
satisfacer las necesidades de los seres humanos pero
también la de procurar un reparto más igualitario
de los mismos que haga posible que el mayor crecimiento
económico no repercuta en cuotas distintas de
satisfacción según cual sea la posición
social de cada ciudadano.
La Europa que
recibió al Tratado: las divergencias
reales
Esto es preciso tenerlo en cuenta porque la
radiografía de la Comunidad
Económica Europea en el momento presente muestra tres
hechos de gran trascendencia. En primer lugar, la enorme
disparidad existente en cuanto a satisfacción social.
O, si se quiere decir de una manera diferente, la gran
desigualdad que afecta a los pueblos y a las gentes que la
componen desde el punto de vista del nivel de bienestar que
disfrutan.
Téngase en cuenta, por ejemplo, que en 1.990 el
producto
interior bruto per capita de la región más rica
(Groningen) era 4,59 veces mayor que la región más
pobre atendiendo a esa magnitud (Voreio Aigaio), mientras que el
de las diez regiones de PIBpc más elevado era 3,39 veces
mayor que el de las diez más pobres. El 60% de las
regiones europeas (104 de 175), cuya población equivale aproximadamente
al
52% de la Comunidad, se encontraban en 1.990 por debajo
de la media comunitaria relativa al Producto Interior Bruto per
capita. De esa proporción, 11 regiones no llegaban a la
mitad de la media y 35 no superaban el 75%.
Puede dar una idea de la magnitud de las disparidades
regionales el que el PIBpc correspondiente a la región de
mayor magnitud es 1,68 veces mayor que el de la región
española mejor situada (Baleares) y 3,74 veces que el de
la peor (Extremadura), mientras que la relación entre la
magnitud del PIB de estas
dos regiones españolas es de 2.22.
Así, la diferencia entre los índices
medios de
desempleo
correspondientes a las 25 regiones con mayor y menor paro ha
aumentado también, al pasar de 13 a 14,7 puntos entre
1.983 y 1.990. Y si se atiende al diferencial entre las tasas de
desempleo existente entre las diez regiones con mayor y menor
empleo resultará que existe una diferencia que casi
alcanza los 20 puntos en 1.990 (tasa de paro del 2,5% en las
primeras y del 20% en las de menor empleo).
La productividad del
factor trabajo se
distribuye también de forma muy desigual en el seno de la
Comunidad. El índice de productividad del trabajo
(PIB/persona ocupada)
medido en ecus es 9 veces superior en Groningen que en Voreio
Aigaio y 3.5 veces mayor que el correspondiente a España en
su conjunto.
La productividad media de los tres países con
mejor índice de producción interior por persona ocupada
(Holanda, Alemania y
Francia) es
125 (tomando la media comunitaria con valor 100),
mientras que la media de Grecia,
Irlanda y Portugal es de 34,73. En conjunto, los tres primeros
países tienen una productividad media que es 1,68 veces la
de España, 2,33 veces la de Galicia, 2,12 veces la de
Extremadura y 1,84 veces la de Andalucía.
Del total de regiones para las que se disponen de
datos sobre
productividad del trabajo, sólo el 40% alcanzan la media
comunitaria. En educación y
formación se perciben igualmente notables disparidades. La
tasa de jóvenes con edades comprendidas entre 15 y 19
años que acceden a los diferentes niveles de los sistemas
educativos en Portugal, Grecia e Irlanda es la mitad que la
correspondiente a Dinamarca, Alemania o los Países Bajos.
Incluso en el interior de España se alcanzan diferencias
de hasta quince puntos en estos índices de
escolarización entre las regiones más y menos
desarrolladas.
La inversión en investigación y desarrollo se
encuentra también fuertemente concentrada. El 75% del
total comunitario corresponde a la realizada en Al3mania, Francia
y el Reino Unido. Y a esa concentración se une la que se
produce en el seno de los propios países comunitarios:
Madrid y
Cataluña se reparten el 70% español,
proporción parecida a la que corresponde en Portugal a
Lisboa y el Valle del Tajo.
Por fin, en relación con las infraestructuras el
Informe sobre las
regiones europeas no es menos contundente (p.33): "En Irlanda,
las islas de Italia y algunas
regiones españolas (Andalucía, Murcia, Galicia,
Asturias y Castilla León) la red de transportes se revela
deficiente. En Portugal, Irlanda e Irlanda del Norte, el
suministro y el coste de la energía plantea serios
problemas. En
las regiones italianas menos desarrolladas de la península
hay escasez de zonas
industriales adecuadas. Portugal no dispone de suficientes
centros educativos, mientras que las zonas no metropolitanas de
Grecia necesitan nuevas mejoras en los sistemas de comunicaciones".
En la Europa que hoy día tanto desprecia los valores de
la igualdad, en
suma, el 10% de la población más rica disfruta
entre el 30% y el 35% de la renta, mientras que no más del
5% de la población dispone de la cuarta parte de la
riqueza total. En segundo lugar, que en la Europa de los noventa,
en la Europa de Maastricht, el fenómeno del malestar
social ha alcanzado una extraordinaria envergadura. A principios de los
años noventa, y según datos proporcionados por
diferentes estadísticas de la propia Comunidad
Económica Europea, en su seno había 48 millones de
ciudadanos pobres, 16 millones de analfabetos, 6 millones de
parados de larga duración, 11 millones de individuos sin
techo y unos 10 millones de personas en situación de
pobreza
extrema.
El 43% de la población activa del Reino Unido, el
41,2% de la de Bélgica o el 37,5% de la española,
por citar algunos ejemplos, habitaba en regiones con tejidos
industriales en grave decadencia. En el corazón
mismo de la Comunidad Europea, empeñada en erigirse en uno
de los polos de referencia del mundo económico más
avanzado de finales del milenio y en vanguardia del
progreso, se manifiestan expresiones de carencia que hasta hace
muy pocos años tan sólo se percibían como
propias de las naciones del llamado "tercer mundo", desconocidas
en el mundo desarrollado.
Las dimensiones del desempleo en la Comunidad son bien
conocidas, por lo que se hace innecesario realizar aquí un
análisis detenido. Téngase en
cuenta, tan sólo, que uno de cada tres ciudadanos europeos
ha estado alguna
vez en paro y que la tasa comunitaria de desempleo en 1.990
(10,4%) era más del doble de la correspondiente a la media
de los años 1.974 a 1.981. En abril de 1.992, el 18% de
los europeos menores de 25 años se encontraba en paro,
pero esa proporción era mucho mayor en países como
España o Italia, en donde llegaba a ser del
30%.
El desempleo de larga o de muy larga duración
(más de uno o dos años) que supone más del
50% del paro total comunitario y que es la causa inmediata
más importante de pobreza y exclusión
social se ha visto reducido "sólo marginalmente" entre
1.985 y 1.990 . Así, en 1.990 un 35% de los parados de
larga duración nunca había tenido un trabajo,
porcentaje que llegó a ser extraordinariamente más
alto en países como España (50%), Italia (78%) o
Grecia (90%).
La precarización progresiva (tanto si se
considera en términos de temporalidad de los contratos, de
contratación irregular o sumergida, como de la inseguridad
derivada de la transformación de los asalariados en
trabajadores independientes), que afecta aproximadamente al 25%
de la fuerza de
trabajo, es otra circunstancia que influye en los niveles de
exclusión social y pobreza en la medida en que lleva
consigo salarios más reducidos, menor protección
social y reducción, cuando no eliminación, de los
derechos a
indemnizaciones por desempleo o jubilación de cualquier
tipo.
La incidencia del desempleo en los jóvenes y en
las personas de mayor edad provoca lógicamente que las
cifras relativas de pobreza en estos dos estratos sean
significativamente superiores a las del conjunto de la
población. Si se da el valor 100 a la media comunitaria de
pobreza, resulta que la tasa de pobreza entre los menores de 25
años sería de 121 en el conjunto comunitario y
más elevada en algunos países como Países
Bajos (155), Irlanda (143) o el Reino Unido (132), mientras que
la tasa de pobreza de la población de mayor edad
sería 136, siendo también 100 la media de la
población total pobre comunitaria.
La desigualdad de oportunidades que afecta a las mujeres
para acceder al trabajo y a condiciones salariales semejantes a
la de los hombres es también causa de que la pobreza afecte
desigualmente a las familias cuya cabeza es una mujer.
Téngase en cuenta que la tasa de paro entre las mujeres es
mayor que entre los hombres y que la propia Comisión
estima que esa diferencia irá en aumento y, por otro lado,
que el salario medio de
las mujeres en idénticos puestos de trabajo suele ser
entre un 50% y un 75% más reducido que el de los
hombres.
Finalmente, debe considerarse que a la
marginación que lleva consigo la propia situación
de desempleo se añade el que la proporción de
parados que no tienen derecho a recibir prestaciones
de desempleo es muy alta en la mayoría de los estados
miembros (95% en Grecia, 83% en Italia, 60% en Francia, 50% en el
conjunto de la Comunidad), que éstas proporciones no han
experimentado mejoras significativas en los últimos
años (más bien se han deteriorado en Alemania,
Reino Unido y Países Bajos) y que en la mayoría de
los países las prestaciones suelen estar entre el 50% y el
75% de los ingresos
anteriores
El desempleo, la precariedad y los bajos salarios no
sólo están en el origen de la pobreza monetaria
sino también de otras expresiones de desigualdad que
afectan a los ciudadanos europeos. Los gastos sanitarios
per capita, por ejemplo, en países como Francia o Alemania
son entre dos y tres veces mayores que los realizados en otros
como Grecia, Portugal o España, la mortalidad infantil es
extraordinariamente dispar entre los diferentes estados o
regiones según su nivel de desarrollo e incluso la
esperanza de vida de los niños
europeos es desigual según cual sea su lugar de nacimiento
y las condiciones económico-sociales de sus
padres.
Todas estas situaciones, como las de desigual capacidad
de gasto familiar, presencia del analfabetismo,
acceso a los servicios
colectivos, a la vivienda o a la enseñanza ponen de relieve, en
conclusión, una perspectiva multipolar de desigualdad e
insatisfacción que afecta de lleno a la ciudadanía europea. Tomarlas
explícitamente en consideración a la hora de
valorar la naturaleza del
Tratado de Maastricht es lo que creo que puede permitir discutir
el Tratado no en términos abstractos sino en los que se
concretan en el mayor o menor bienestar que procurará a
los europeos.
En tercer lugar, hay que destacar que los dos
fenómenos anteriores, de desigualdad y de carencia y
malestar, se han incrementado a lo largo de la década de
los años ochenta, si esta se toma en su conjunto, puesto
que la relativa mejora en los índices de crecimiento en la
segunda mitad no fue capaz de compensar el deterioro progresivo
producido hasta 1.985. Y esto es especialmente significativo pues
esta ha sido la época en que, por un lado, se han
alcanzado altos ritmos de crecimiento y, por otro, cuando
más potentes han sido los instrumentos de integración dispuestos por la Comunidad
Europea.
El índice de disparidad interregional relativo al
PIBpc aumentó entre 1.980 y 1.988 al pasar de 26.1 a 27.5.
Consecuentemente, se puede apreciar que a principios de la
década de los noventa había una diferencia mayor
entre la media de esta magnitud correspondiente a las diez
regiones más ricas (151 en 1.988 y 145 en 1.980, siendo
100 la media de la Comunidad) y a las diez más pobres (47
en 1.980 y 45 en 1.988).
Se puede afirmar, por lo tanto, que -al menos en cuanto
al PIBpc se refiere- los años ochenta significaron un
evidente efecto de mayor riqueza para las regiones comunitarias
más ricas y más pobreza -en estos términos
relativos- para las regiones más pobres. El simple
crecimiento económico no es (ni ha sido) condición
suficiente para garantizar una distribución menos injusta de las rentas
ni, en muchas ocasiones, tan siquiera para paliar los niveles
absolutos de malestar social.
Así lo reconocía la propia Comisión
de las Comunidades cuando en 1.989 afirmaba que "a pesar de la
evolución macroeconómica favorable,
el número de indigentes ha seguido aumentando en los diez
últimos años en la mayor parte de los países
de la Comunidad…se observa claramente que el número de
personas que dependen de la asistencia social se ha incrementado
desde el principio de la década de los setenta; este
número se ha duplicado incluso en varios Estados
miembros…No obstante (la ampliación del campo de
cobertura social) la tendencia de fondo sigue siendo el aumento
del número de indigentes".
Efectivamente, mientras en 1.970 el número de
pobres (ciudadanos con ingresos menores a la mitad de los
ingresos medio correspondiente a su Estado) existentes en la
Comunidad se cifraba en treinta millones, en 1.985 eran
más de cincuenta millones las personas que no superaban el
umbral de pobreza definido habitualmente por las
estadísticas comunitarias. Eso quiere decir que para
combatir o intentar al menos paliar la desigualdad, es decir,
para hacer posible un mayor bienestar general menos pobreza e
insatisfacción social, no se puede confiar tan sólo
en el mero crecimiento del producto interior, pues la disparidad
es hoy día tan acusada que no es realista confiar
únicamente en el incremento de variables
puramente cuantitativas.
De hecho, para que el PIBpc de una región pase de
representar el 70% de la media comunitaria al 90% debería
superar en 1,25 puntos el índice medio de crecimiento
económico de la Comunidad en su conjunto durante veinte
años (o en 1,75 puntos para alcanzarlo en 15 años).
Mientras que para reducir la tasa de desempleo, por ejemplo del
20% al 15%, sería necesario mantener durante cinco
años un crecimiento neto de empleo del 2,25%
anual.
Parece evidente que tasas diferenciales de esa magnitud,
en relación al PIBpc, al empleo o a cualquier otro
índice de crecimiento no están al alcance,
precisamente, de las regiones menos desarrolladas y que parten,
por tanto, con una mayor desventaja de salida. Y mucho menos
sería posible, en mi opinión, si se trata de otras
variables de carácter más cualitativo
(educación, servicios sociales, control de
población y movimientos migratorios, dotación de
infraestructuras y servicios
públicos, inversión de productividad -o incluso
de capacidad) que requieren no sólo un incremento de los
factores productivos originarios y de su rendimiento, sino,
además, de un impulso exógeno generalmente en forma
de recursos públicos adicionales y cuya obtención
por las economías más débiles de la
Comunidad se verá especialmente dificultada en el futuro
al tenor de las severas reglas de convergencia
macroeconómica que habrán de observarse respecto de
las más avanzadas.
Eso quiere decir entonces que para limar esos
desequilibrios y procurar que vayan desapareciendo las
disparidades en renta y riqueza entre las regiones y los
ciudadanos europeos no se requiere sólo que las empresas
produzcan y vendan más, sino que se modifique
también la pauta de reparto y quie se rectifique el
modelo de
crecimiento, de tal forma que la cohesión social y el
bienestar, entendido como la posibilidad de acceso general a los
recursos que hacen posible satisfacer las necesidades sociales,
se erija en el norte obligado de las políticas
económicas y de las decisiones que afectan a la
asignación y provisión de los bienes y los
servicios que la Comunidad Europea está en condiciones de
producir.
Por otro lado, resulta también muy significativo
que este proceso haya
coincidido con el de mayor profundización en la
integración política y
económica. Precisamente, las desigualdades han aumentado
cuando la Comunidad Económica Europea ha dispuesto de
más y mejores instrumentos para la coordinación de las políticas
económicas, para la definición de las coordenadas
del crecimiento económico de los estados miembros y para
el diseño
de actuaciones conjuntas en pos del progreso económico y
social de las naciones, de las regiones y de los ciudadanos
comunitarios.
Sin duda, eso debería llevarnos a pensar si,
verdaderamente, el diseño de la propia integración
no es ajeno a la generación de la desigualdad, y si el
modelo de crecimiento, de reparto y de disfrute de los recursos
auspiciado no resulta, a la postre, el origen de los
desequilibrios que se detectan en el seno de la
Comunidad.
Como es sabido, el proceso de integración europeo
ha sido progresivo, aunque lento. Paulatinamente se ha ido
estableciendo un marco institucional que hiciera posible y que al
mismo tiempo
consolidase los pasos dados hacia la mayor integración de
las economías y las sociedades.
El futuro de una Europa unida y expresión de un
espacio social, económico y político de progreso y
libertad
constituyó indudablemente un horizonte lo suficientemente
atractivo como para que se conjugaran en torno a él
los esfuerzos de los pueblos más cultos y de los
ciudadanos de más amplias miras. Pero, al mismo tiempo, ha
sido siempre inevitable que la aspiración de tintes tan
humanistas que alentó a los primeros europeístas
haya atraído también al abanico tan amplio como
poderoso de los intereses mercantiles. Podría decirse que
la construcción europea ha sido el vector resultante de un
proceso tan desigual como contradictorio entre los ideales
humanistas y los intereses comerciales.
Y preso de esa contradicción, el proceso de
integración no puede explicarse sin atender al poder con que
cada fuerza ha procurado matizar el largo camino de la identidad
europea. Además, la diversidad en la historia, en la cultura y en
la economía
de cada nación
ha procurado siempre una gama añadida de intereses
nacionales no siempre fáciles de conjugar, máxime
cuando se había de tratar los resultados materiales de
la integración. Pues si ya de suyo resultó
difícil diseñar un marco jurídico,
legislativo o de decisión política que
necesariamente llevaba consigo una merma en la concepción
tradicional de la soberanía nacional, tanto más
farragoso habría de ser avanzar en unos mecanismos de
integración que obligaban a renunciar a espacios
productivos, a someter la producción nacional a
directrices supranacionales o, más gravemente, a aceptar
la determinación exterior de una buena parte de las
condiciones de las que dependen finalmente los resultados de las
economías nacionales.
Este tipo de conflicto no
es sino la expresión del natural contexto de intereses
diversos y desiguales que, fuera y dentro de cada nación,
condicionan el diseño de las decisiones sociales,
políticas y económicas. El mismo conflicto que
obliga a contemplar Europa como marco de fuerzas sociales, de
poderes reales y de proyectos
económicos dispares y de naturaleza diferente, si es que
no se la quiere entender de una manera abstracta o bajo un velo
que oculte las circunstancias reales en que se desarrolla
históricamente.
Es muy significativo en este sentido la génesis
de uno de los momentos más importantes en el proceso de
integración europea: el Acta Unica. Como se sabe, esta
constituye un conjunto de casi 300 Directrices que
establecían por primera vez el marco necesario para la
creación de un auténtico mercado europeo.
Se trataba de crear un espacio en donde quedaran eliminados todos
los obstáculos y limitaciones a la libre
circulación de mercancías, capitales y servicios y
en donde el mercado fuese el único regulador del sistema, haciendo
desaparecer en lo posible la intervención de los
Estados.
Por lo tanto, implica la desaparición de
fronteras físicas, técnicas,
fiscales o legales que impidan o dificulten la circulación
de factores en el seno de la comunidad. Para ello se
exigía eliminar las limitaciones u obstáculos en
sentido estricto así como las discriminaciones más
sutiles originadas por la existencia de subvenciones nacionales,
de marcos legales diferentes, etc. y llevaba consigo la
cesión de competencias
nacionales en temas económicos y políticos, en la
elaboración de la políticas monetaria y fiscal,
reglamentaciones de calidad,
denominaciones de origen, y en general en todos los
ámbitos susceptibles de limitar la plena
circulación, es decir, la constitución de un verdadero mercado
único. Las pretensiones integradoras del Acta eran de tal
magnitud que permitieron decir al italiano Andreotti que al final
del proceso abierto por ella, en cada nación comunitaria
sólo quedaría el ejercito nacional (subordinado a
la UEO y la OTAN) y la bandera.
Quiere decirse, por tanto, que el Acta Unica
representó un paso de vital importancia para la Europa
Comunitaria y que estaba llamado a marcar la naturaleza de su
progreso futuro. Y es precisamente por eso que debe resultar muy
significativo el origen del Acta y de sus directrices
según se ha sabido después. Preocupado por la
ralentización del proyecto de
integración que llevase al mercado único, el
dirigente de la compañía Phillips Wisse Dekker
reunió a cuarenta representantes de "las más
grandes empresas europeas" -en sus propias palabras- y de entre
ellos salió el documento que luego sería asumido
por el Comisario Cockfield para la elaboración de la
propuesta de 300 directivas en las que se basaría el Acta
Unica..
Este origen quizá pueda explicar que, a
diferencia de lo que sucedía con la integración
económica, los aspectos relativos a la
integración política y social quedasen claramente
relegados. Y podría explicar también que el
diseño del proyecto de integración quedara
finalmente impregnado por criterios muy distintos a los que
habían inspirado la mayoría de los informes
solicitados por la Comisión o el Parlamento europeos y que
habían advertido de los peligros que se cernían
sobre el equilibrio
territorial y la igualdad de seguirse el camino que el Acta
finalmente terminó por imponer.
Aunque desde las primeras declaraciones fundacionales la
Comunidad había tratado de ser especialmente sensible a
las desigualdades y los desequilibrios territoriales y
personales, lo cierto es que las políticas comunitarias
difícilmente han sido capaces de corregirlos a lo largo de
los años, como demuestra precisamente su evolución
a la que hice referencia anteriormente. Y eso es algo que no debe
extrañar pues es un hecho reconocido que el objetivo
central de las políticas económicas comunitarias ha
sido mejorar la competitividad
global de la economía comunitaria que permitiera
fortalecer la posición comercial de las grandes empresas
europeas en el contexto mundial, es decir de aquellas cuyos
dirigentes estimularon el nacimiento del Acta Unica y propusieron
sus contenidos; y ello "aunque como efecto lateral aumenten las
diferencias regionales y sociales".
El Acta Unica vino a confirmar precisamente este
objetivo, como no podía ser menos viniendo la propuesta de
quien venía, y a instaurar la filosofía de que
debía de ser exclusivamente el mercado quien se
convirtiese en el mecanismo principal de asignación y
provisión de los recursos.
Los estudios que se habían realizado antes y
después de la firma del Acta Unica ponían
reiteradamente de manifiesto que en esa dinámica -y si no se establecían
adecuados y potentes mecanismos de redistribución- se
multiplicarían los desequilibrios y desigualdades.
Incluso, más adelante, en el Comité presidido por
Delors que debería presentar el Informe previo a la
Unión Económica y Monetaria se pusieron de
manifiesto posiciones contrarias acerca de esta filosofía.
De una parte, la de quienes defendían que era preciso
resolver previamente problemas estructurales de desigualdad entre
regiones, para lo que había que avanzar en la
dotación de infraestructuras que hicieran competitivas a
todos los espacios de la comunidad. Y por otra, la
argumentación -representrada por los portavoces del
Bundesbank alemán y que se impuso finalmente- favorable a
la supeditación de la política
fiscal a la política
monetaria al exigirse techos vinculantes a los
déficits de los países y que entronizaba de manera
mucho más contundente a las relaciones de
mercado.
Pero incluso a pesar del sesgo marcadamente liberal y
monetarista del que se impregnó finalmente el Informe
Delors, en él se llegó a advertir (punto 29) que
"si no se presta suficiente atención a los desequilibrios regionales la
Unión Económica habría de enfrentarse a
graves riesgos
económicos y políticos". Más adelante, el
citado informe del IFO aventuraba igualmente futuros problemas
incluso de "desintegración progresiva de las unidades que
constituyen la Comunidad" por esta causa.
El Tratado
de la Unión Económica y Monetaria
Fue en este Informe Delors donde se definen las
condiciones y los requisitos que debían dar cuerpo al
mercado único y, más adelante, a una
auténtica unión económica y monetaria. Para
ello se establecen cuatro medidas básicas que deben
garantizar el ajuste necesario para homologar a las
economías comunitarias en un contexto de mercado
único: movilidad factores, flexibilidad salarial,
convergencia de políticas económicas e
intensificación de la competencia. Y,
junto a ellas, se establecían los que debían ser
los requisitos básicos de la unión monetaria: tipos
de cambio
irrevocablemente fijos, techos vinculantes a los déficits
públicos y creación de un Banco Central
Europeo para vigilar la estabilidad precios.
Más adelante, el Consejo de Roma de 1.990
confirmó la filosofía gradualista estableciendo
tres etapas para conseguir la Unión Monetaria:
1 – implantación del mercado único,
progreso en la convergencia económica y reforzamiento de
la coordinación de políticas
monetarias.
2 – Además de proseguirse en la convergencia y
la coordinación, se crearían los embriones de las
instituciones monetarias europeas y se
reforzaría la implantación del ECU.
3 – Fijación irrevocable de los tipos de cambio
y moneda única.
Sin embargo, mientras que el Acta Unica había
avanzado más o menos bien, aunque no por ello sin
problemas, el futuro de la Unión Monetaria no
conseguía avistarse con solidez: la coyuntura
económica ya cambiante y que comenzaba a dar signos de
inversión en la dinámica de expansión, los
conflictos
internacionales como la Guerra del
Golfo, la evolución desigual de las economías de la
Comunidad, los cambios en los países del Este que
habían obligado, sobre todo a Alemania, a distraer la
atención hacia el exterior paralizaban en buena medida el
proyecto.
En ese contexto, el Tratado firmado en Maastricht no
sólo será un simple relanzamiento del proyecto de
integración, sino que permitirá también
hacerlo con una doble conveniencia: ligándolo a los
principios de mercado propios de la ideología liberal que en ese momento
están en su mayor auge y, a la vez, proporcionando unos
criterios de ajuste económico que resultarán mucho
más fácilmente asumibles por la opinión
pública al poder revestirse como pasos necesarios para un
proyecto genéricamente deseable de Unión
Europea.
De la forma más resumida posible el Tratado se
basa en dos grandes pretensiones: alcanzar como meta final la
unión monetaria (para lo que se termina creando el Banco
Central Europeo y adoptando el ecu como moneda única) y
establecer unos objetivos monetarios y fiscales (las llamadas
condiciones de convergencia) que hagan posible alcanzar lo
anterior.
Para ello los acuerdos de Maastricht
contienen:
– El Tratado sobre la Unión Europea que modifica
el de Roma y los constitutivos de la CECA y EURATOM. Las dos
terceras partes del texto se
refieren a la Unión Económica y
Monetaria.
– Diecisiete protocolos de los
cuales trece se refieren a aspectos relacionados con la UEM, y
otros cuatro al Acuerdo Social sin el Reino Unido, a la
cohesión económica y social, a los órganos
consultivos de la comunidad y a la cuestión del aborto e
Irlanda.
– 33 Declaraciones
Como se sabe, debe ser ratificado por todos los estados
miembros durante 1.993 y, en la medida en que modifica el Tratado
de Roma, exige unanimidad. Como queda dicho, la
constitución de la UEM es la cuestion central del Tratado.
El objetivo esencial es convertir al ECU en moneda única
de la Comunidad y al Banco Central Europeo en la máxima
autoridad
monetaria de la misma.
Este objetivo se pretende alcanzar en el Tratado creando
instituciones europeas, estableciendo unas "condiciones de
convergencia" y estableciendo fases para alcanzar los objetivos.
Las instituciones serán las que deberán velar por
el cumplimiento de las condiciones, marcar los ritmos, regular
las funciones, etc. y
las más importantes son:
– El Instituto Monetario Europea que será el
órgano encargado de la construcción de la UEM y que
será asumido en su día por el Banco Central Europeo
cuando se haya logrado la Unión Monetaria.
– El Sistema Europeo de Bancos Centrales,
en el que se integrarán los de los Estados
miembros.
– El Banco Central Europeo, que emitirá el ECU y
que será la máxima autoridad monetaria de la
comunidad.
– El Banco Europeo de Inversiones.
Otro aspecto esencial del Tratado lo constituyen las
llamadas "condiciones de convergencia". Puesto que se trata de
construir una Unión Económica y Monetariara debe
procurarse que las economías que la van a integrar sean lo
más homogéneas posibles. Por eso se quiere procurar
que las economías tienda a tener una "presencia"
macroeconomica semejante. Y ello se consigue estableciendo unas
condiciones de convergencia, de acercamiento que son las
siguientes:
– permanecer al menos dos años en la banda
normal del 2,25% de fluctuación y sin que sea necesaria
devaluación en los dos años
previos a la evaluación.
– que la inflación no supere en más de
un 1,5% la media de los tres países que la tengan
más baja.
– que los tipos de interés
a largo plazo no sean superiores en más de dos puntos a
la media de los tres paises con menor inflación el
año previo.
– que el déficit público no supere el 3%
del PIB.
– que el endeudamiento del sector
público no supere el 60% del PIB.
Por último, para alcanzar los objetivos se
establece un calendario con etapas sucesivas y cuyos contenidos
son los siguientes.
1• etapa. Hasta el 1 de Enero de
1.994.
Si lo necesitan, los diferentes países elaboran
programas de
convergencia. Además, se siguen los procesos
iniciados con el Acta Unica: libre circulación de
capitales, coordinación de políticas monetarias,
establecimiento del Mercado Unico en 1.993.
2• etapa. De 1 de Enero de 1.994 a 1 de Enero de
1.997 (como muy pronto o al 1 de Enero de 1999).
Entonces se profundizará el camino para la UEM,
con una disciplina
más fuerte. Para ello,
1. se prohibe la financiación monetaria del
déficit público, que los países respalden
la deuda de otro y el acceso preferencial de los Estados a los
mercados
financieros.
2. Se inicia la independencia de los bancos centrales de sus
gobiernos.
3. Se crea el Instituto Monetario Europeo para
reforzar la coordinación monetaria y establecer la mayor
disciplina.
4. La política fiscal de cada estado se
supervisa multilateralmente para evitar los déficits
públicos.
5. Antes del 31 de Diciembre de 1.996 el consejo
decidirá por mayoría cualificada si se cumplen
las condiciones para entrar en la fase 3 y quienes
pasarán a la misma.
En ese momento pueden darse dos situaciones:
a) una mayoría de estados cumplen las
condiciones de convergencia. En este caso éstos pasan a
la fase 3, cuya fecha de comienzo se fija en ese momento. Los
demás quedan en situación de
excepción.
b) Sólo cumplen las condiciones una
minoría de miembros. Entonces sólo estos
entrarán en la 3 fase en 1-1-99.
3• etapa.
El inicio, como acabo de decir, depende del grado de
cumplimiento de la convergencia. El Banco Central Europeo
(rodeado por los 12 Bancos Centrales que componen el Sistema
Europeo de bancos centrales) se instituye como autoridad
monetaria máxima con el fin principal de mantener la
estabilidad de los precios. El ECU se convierte en la moneda
única de la Comunidad. Los estados miembros dejan de tener
políticas monetarias independientes, pues esta es definida
por el SEBC y la política monetaria externa la fija el
consejo de Ministros de Economía y Finanzas y el
BCE.
Además se establecen reglas de política
fiscal y se fijan los tipos de cambio irrevocables. Las
implicaciones de una unión económica y
monetaria Conviene precisar siquiera sea brevemente las
connotaciones que lleva consigo alcanzar una estructura
integradora como la prevista en el Tratado de la Unión
pues en esta situación hay diferencias sustanciales con la
forma en que se organiza la economía en estados
nacionales.
En relación con el mercado interno hay que tener
en cuenta que en un estado nacional la actividad económica
esta sometida básicamente a los mismos impuestos, a las
mismas cargas sociales y existe un conjunto de normas legales
que afecta por igual en su interior. Por el contrario, en una
UEM, los sistemas impositivos no están plenamente
homogeneizados, como tampoco los sistemas de seguridad
social ni el conjunto de las normas legales.
En relación con la moneda, en un estado nacional
su gestión
se lleva a cabo tomando en consideración la actividad
económica y vinculada con el conjunto de decisiones
económicas que adoptan los gobiernos, mientras que en la
UEM el gobierno de la
moneda está centralizado y su control es independiente
tanto del gobierno europeo que en puridad no existe, como de los
de cada país.
Finalmente, también se produce un cambio
sustancial en relación con la intervención de los
propios Estados en la vida económica que se manifiesta
incluso en términos puramente cuantitativos: mientras que
en un estado nacional la actividad pública supone una
parte muy importante de la actividad económica (un 44% en
el caso español), en la UEM, es una parte muy
pequeña (el presupuesto
comunitario representa menos del 2% del PIB conjunto).
En los estados nacionales el Estado ha
llegado a desempeñar un papel redistributivo fundamental a
través de la política de ingresos y gastos
públicos; en la UEM, y a consecuencia de la reducida
función
de los mecanismos fiscales las actuaciones redistributivas son
mucho menos potentes.
En el ámbito de la protección social, el
Estado facilita las mismas prestaciones sociales a todas las
regiones en un estado nacional, mientras que en la UEM cada
región, cada pais, tiene un sistema diferente y no se
contempla su homogeneización al abandonarse la idea del
espacio social europeo.
En resumen, en un estado nacional la administración
pública juega un papel corrector del mercado y de las
vicisitudes de la moneda evitando que ambos den lugar a
desigualdades agudas y que lleguen a poner en peligro la
estabilidad social. Sin embargo, en la UEM los gobiernos de los
países miembros no tienen soberanía para actuar en
parcelas trascendentales de la economía: no pueden emitir
moneda, no pueden incurrir en déficits presupuestarios, no
pueden utilizar las variaciones en los tipos de cambio como
instrumentos de política
económica, no tienen en suma autonomía para
llevar a cabo la política fiscal y monetaria.
Independientemente de otras consecuencias a las que
haré referencia inmediatamente, todo ello quiere decir,
sobre todo, que se pierden instrumentos correctores de todo tipo
facilitando por ello, tal y como es deseado, la libertad de
movimientos de los agentes, de las mercancías y de los
capitales y asumiendo los resultados de asignación y
provisión que se derivan de ella sin los contrapesos que
tradicionalmente utilizan los gobiernos nacionales para evitar
los efectos malévolos que son inevitables en las
relaciones de mercado, cuando estos son tan imperfectos como lo
son en la realidad.
Una
evaluación global del Tratado de
Maastricht
Para analizar los previsibles efectos globales del
Tratado sobre el bienestar social me parece necesario destacar
los rasgos más importantes del modelo de crecimiento que
propugna y el conjunto de prioridades de política
económica que establece.
Antes de nada, sin embargo, me parece necesario
señalar que desde esos puntos de vista, el Tratado de
Maastricht no supone verdaderamente una dinámica diferente
a la que se había consolidado años antes y
especialmente desde el Acta Unica. Sí es
característico, sin embargo, su mayor rotundidad a la hora
de asumir los principios del liberalismo y
del monetarismo en
boga y, en consecuencia, de reivindicar el mercado como eje
central de la construcción europea.
Y es precisamente de la consideración de esos
principios, que en mi opinión son los que expongo a
continuación, de donde pueden inferirse los efectos del
Tratado sobre las condiciones de vida y trabajo que
afectarán a los ciudadnos europeos en el
futuro.
1. El mercado como eje de la
actividad económica
El propio Tratado de la Unión Europea (art. 3 A)
establece claramente que la política económica
encaminada a alcanzar los objetivos comunitarios se
llevará a cabo con "respeto al
principio de una economía de mercado abierta y de libre
competencia".
En consecuencia, es inevitable que la discusión
acerca del bienestar, de la desigualdad y los desequilibrios en
la Europa comunitaria se proyecte sobre las consecuencias de este
principio de respeto al mercado "de libre competencia" que
inspira necesariamente la actuación de sus
políticas económicas. De su asunción se
siguen cuatro grandes criterios que deben gobernar la
integración de las estructuras
económicas de los estados miembros: la mayor movilidad
posible de los factores (que garantice su desplazamiento
allí donde su uso resulta ser más valioso), la
flexibilidad salarial (que evite que los costes salariales
constituyan un factor de rechazo a la valorización de los
capitales en los lugares donde éstos encuentren mejores
condiciones de aplicación en virtud de la búsqueda
de economías de escala y
proyección de mercado), convergencia de políticas
económicas (que permita hacer efectiva la unión
económica, puesto que ésta comporta una
limitación en los instrumentos de política
económica de cada estado) y política de competencia
(que elimine trabas y obstáculos para la
rentabilización de los capitales en el
mercado).
Se supone que el funcionamiento del mercado
garantizará la movilidad suficiente y la eficiencia
necesaria de manera que el Mercado Unico primero y la
Unión Económica y Monetaria más tarde
permitan que "todos salgan ganando" con la
integración.
La plena movilidad, por una lado, haría posible
la expresión de las ventajas comparativas de cada Estado o
región permitiendo la especialización y la ventaja
recíproca de todas ellas, mientras que la diferencial de
salarios, lejos de constituir un incómodo elemento de
divergencia, sería el factor que garantizaría el
fluir de los capitales a las regiones menos desarrolladas y con
más bajos costes del trabajo.
Sin embargo, la realidad de las cosas es bien distinta.
Cuando se profundiza en la dinámica del mercado, resulta
que ésta no produce el efecto equilibrador pretendido,
sino más bien el contrario. Como puso de manifiesto el
IFORME PADOA, "las regiones sólo tienden a igualar sus
ingresos per capita, como resultado de la movilidad de los
capitales y de la mano de obra, bajo ciertas condiciones
excepcionales y nada realistas…La historia y la teoría
económica enseñan que cualquier
extrapolación de la teoría de la "mano invisible"
al mundo real de la economía regional, en presencia de
medidas de apertura de mercados,
carecería de todo fundamento".
La economía comunitaria se caracteriza por la
amplia presencia de fenómenos de concentración
oligopólica (frente a los que, por cierto, tan poco
combate presenta la política "de competencia") que
originan que los mercados sean extraordinariamente imperfectos.
Además, la existencia de economías de escala como
determinantes -más que la ventaja comparativa- de la
especialización en el somercio son circunstancias que,
como también señaló Krugman, no permiten
distinguir claramente las consecuencias positivas de la
integración en todas las zonas afectadas.
Por el contrario, este autor indica que "el principal
obstáculo para reforzar la integración
económica reside en el hecho de que, al menos a corto
plazo, sus beneficios no se distribuyen de igual manera entre los
países". Como tampoco hay evidencia empírica alguna
de que los costes salariales más bajos de las regiones
menos desarrolladas constituyan un incentivo suficiente para la
atracción de capitales, toda vez que éstos, en las
condiciones de transnacionalización existentes, pueden
supeditar como regla general la variable salarial a otras como la
productividad, los costes derivados de la peor infraestructura,
la diferenciación de precios que permite la estructura
oligopólica del mercado, o la más habitual
aparición de economías de escala, de
concentración o integración en las zonas más
desarrolladas.
Estas circunstancias, y el hecho de que la
integración a través del mercado conlleva una
reducción de las barreras que pueden proteger a las
economías más débiles, ocasionan, por lo
tanto, una mayor indefensión de estas últimas y, en
suma, que sean las más desfavorecidas, tal y como han
puesto de manifiesto los diferentes informes que se han venido
citando, mientras que las más ricas serían
también las más favorecidas.
2. La renuncia a una
auténtica cohesión social
comunitaria
La profundidad de los desequilibrios regionales y de las
desigualdades personales han sido de tal magnitud que la propia
Comunidad ha sido consciente de los peligros que se generan sobre
su propio futuro.
Esta preocupación llevó a poner sobre el
tapete la necesidad de alcanzar un adecuado nivel de
cohesión social y económica entre los Estados
miembros, lo que reconoció incluso la propia
Comisión de las Comunidades al señalar, en el
Consejo celebrado en junio de 1.989, que aquella debía
constituir el contexto en donde debía desarrollarse el
proyecto hacia la Unión Económica y
Monetaria.
En el Tratado de la Unión Europea la
cohesión social sigue constituyendo un objetivo del
proyecto integrador (art. 2), aunque no una condición para
impulsar el crecimiento económico y para determinar las
medidas de política económica. Y, de hecho, tal y
como puede comprobarse en el Protocolo sobre
la cohesión económica y social que acompaña
al Tratado, se reduce al fomento de mecanismos reequilibradores,
renunciándose, de esa forma, a comprenderla como un
prerequisito del crecimiento económico igualador e
igualitario.
Puede decirse, por tanto, que se ha renunciado a la
cohesión social tal y como había sido formulada
inicialmente, como el "grado hasta el cual las desigualdades en
el bienestar económico y social entre distintas regiones o
grupos de la
Comunidad son política y socialmente tolerables". Desde
antes del Tratado, y después con mucha mayor rotundidad,
el concepto de
cohesión social ha ido perdiendo, especialmente a la hora
de hacer efectivas las políticas económicas
globales, esa significación amplia y ligada a la
fijación de objetivos concretos sobre el bienestar social,
para quedar reducida a una simple aspiración compensatoria
ante los desequilibrios que esas mismas generan.
La cohesión social es ciertamente un objetivo que
se reputa necesario (aunque no siempre ni en la misma medida
deseado por todos) para hacer frente a los desequilibrios ya
lacerantes que afectan a la Comunidad, pero lo es tan sólo
como un simple bálsamo paliativo de los efectos perversos
del modelo de crecimiento adoptado y de los estímulos que
han sido preferidos para incentivarlo, no como una
característica que se desee como intrínseca al
mismo.
Efectivamente, el punto de partida esencial que se
consolida con el Tratado de Mastricht es que debe llevarse a cabo
sobre la base del "ajuste de mercado", tal y como expresó
en su día con total claridad la principal autoridad
monetaria europea al afirmar que "la reducción de los
desequilibrios estructurales debe ser corregida principalmente a
través de los mecanismos de ajuste de mercado: el
otorgamiento de asistencia financiera para promover la
cohesión económica y social tan sólo
lograría minar ese proceso" y así lo ha admitido en
diversas ocasiones el Presidente Delors al expresar la
inoportunidad de generar fondos de compensación
europeos.
Y lo que resulta esencial en este sentido es que la
dinámica del mercado es no sólo productora, sino
también reproductora de desigualdad cuando se parte de
dotaciones iniciales de recursos desiguales, tal y como
evidentemente sucede en la realidad comunitaria. Precisamente por
ello, cuando se prioriza el fortalecimiento del mercado y si es
que no se desea un auténtico desbordamiento de los
desequilibrios, resulta necesario un extraordinario esfuerzo
presupuestario tan sólo para limitar un impacto
desigualador tan grande como el que, en el caso de la Comunidad
Europea, lleva consigo la construcción del mercado
único.
3. La inexistencia de
impulsos fiscales para la redistribución
Sin embargo, la posible magnitud de ese esfuerzo se ve
enormemente reducida en el seno de la Comunidad, en primer lugar,
por las limitaciones propias de su política presupuestaria
y, en segundo, porque el camino hacia la Unión
Económica y Monetaria se orientó por la senda
más útil para hacer posible tan sólo la
libertad de operar en los mercados y para fortalecer un modelo de
crecimiento cuyo caracter "intrínsecamente
desequilibrador" ya había sido puesto de manifiesto
reiteradas veces como una importante amenaza para los
desequilibrios existentes en el interior de la Europa
comunitaria.
El conocido como Informe MacDougall puso de relieve la
gran potencia
redistributiva del sistema
tributario y del gasto
público en Europa al señalar cómo
habían contribuido a reducir las desigualdades en renta
per capita de los países estudiados en torno a valores
cercanos al 40%. Pues bien, para alcanzar este efecto en la
Comunidad de los doce sería preciso un volumen de
transferencias equivalente aproximadamente al 2% del PIB
comunitario, mientras que el gasto total comunitario en 1.992
representó algo menos del 1,3% de dicha
magnitud.
Y a esta limitación puramente cuantitativa hay
que añadir otras circunstancias que impiden de hecho el
suficiente impacto redistributivo de la política
presupuestaria de la Comunidad. En primer lugar, el caracter
regresivo de la estructura de ingresos por causa del gran peso
del recurso IVA. En
segundo, que, a pesar de que en conjunto los Estados menos
desarrollados contribuyen en menor medida a las arcas
comunitarias, aún se producen situaciones de claro
desequilibrio (como es el que -gracias a los pagos por la PAC-
Dinamarca o los Países Bajos sean beneficiarios netos y
resulten más favorecidos que Italia o España). Y,
finalmente, que como consecuencia del diseño del ajuste y
de las reglas de convergencia establecidas para alcanzar la
Unión Económica y Monetaria se produce una
importante pérdida de impulsos fiscales como consecuencia
de tres circunstancias singulares: la supeditación de las
políticas presupuestarias al cumplimiento de los objetivos
de estabilidad monetaria exigidos, la pérdida de
versatilidad de los instrumentos tradicionales de la
Política Fiscal como consecuencia de la limitación
de los déficits públicos y, por último, a
causa del fenómeno llamado de "desfiscalización
competitiva" provocado por la menor recaudación a que
puede dar lugar el incentivo a la movilización de los
factores.
Y, en definitiva y de manera mucho más
trascendental, porque se ha renunciado a la creación de
una auténtica Hacienda Europea, condición
imprescindible -en un proceso cuyo contexto final pretende ser el
de la unión política- para que la
integración económica fuese una realidad no
sólo desde la perspectiva del equilibrio entre los
agregados económicos relativos a la moneda y la
estabilidad de los precios. Todo ello permite concluir
claramente, como lo hizo el Informe IFO, que las dotaciones
presupuestarias "no pueden paliar de modo significativo las
disparidades regionales ni siquiera cuando los efectos positivos
sean considerables en las regiones
problemáticas".
4. La visión
macroeconomizada y nominal de la política
económica
Como consecuencia del carácter que impregna al
modelo de crecimiento en que se basa la integración
europea las política económicas que le sirven de
estímulo presentan a su vez rasgos definitorios y que
condicionan los resultados que pueden alcanzar sobre el empleo y
el bienestar. Los más importantes en mi opinión son
los siguientes.
En primer lugar, la opción por un significado
macroeconomizado de la convergencia entre las diferentes
economías de los estados miembros que ha supuesto
renunciar a lo que se llamó la "convergencia real", esto
es, la que contempla la evolución y distribución
del producto interior, la tasa de crecimiento económico o
el volumen de desempleo. Eso implica que, incluso de poder
alcanzarse, la convergencia entre las economías nacionales
no será plena pues dejará de afectar a la actividad
productiva, a las condiciones en que se desenvuelve la
economía real y que son las que inciden realmente sobre
los ingresos de quienes sólo pueden obtenerlos con la
contribución de su trabajo.
En segundo lugar, la naturaleza del ajuste preciso para
conseguir la convergencia que se ha basado principalmente en la
flexibilización y la re-regulación. De esta forma
se dejan inermes a las zonas o los agentes económicos
más debilitados por la competencia oligopólica y
las estrategias de
las corporaciones transnacionales, cuya secuela de
imperfección en los mercados no se encuentra, sin embargo,
limitada.
En tercer lugar, la severidad de las reglas de cambios
establecidas como soporte del Sistema Monetario Europeo. Estas,
además de ser técnicamente incapaces de evitar la
inestabilidad monetaria (como la tozudez de los hechos no ha
tardado en demostrar), limitan la capacidad de ajuste exterior e
interior de los Estados al impedirles utilizar la palanca del
tipo de cambio
que es necesaria cuando no existe homogeneidad real entre sus
estructuras productivas, regionalizan los que hasta ahora son
problemas internos de balanza de pagos
y conducen, como reconoció Schlesinger, gobernador adjunto
del Bundesbank, "a un mayor declive
relativo en las regiones que ya eran estructuralmente
débiles y a una degradación de las balanzas
comerciales de los miembros menos competitivos del Sistema
Monetario Europeo". Finalmente, hay que destacar la prioridad
concedida a la Política Monetaria a la hora de abordar los
desequilibrios que produce el proceso de integración en su
conjunto y en el interior de cada economía y que viene a
convertir a la moneda en el signo distintivo de la Unión
Europea (desde luego con pretensiones más prosaicas y
alejadas del europeísmo inicial de los padres
fundadores).
Este vigor inusitado que se le proporciona a la
política monetaria tiene un significado triple que tampoco
debe pasar desapercibido desde el punto de vista del bienestar.
En primer lugar que esta política tiene la ventaja de que
requiere menos aparato administrativo y se instrumenta desde los
Bancos Centrales (en el futuro, y con gran autonomía,
desde el Banco Central Europeo) organismos más defendidos
del control parlamentario y ciudadano. En segundo lugar, que
permite además regular directamente la circulación
monetaria que es el lugar privilegiado de realización de
los beneficios si se tiene en cuenta que la reconversión
productiva destruye tejido industrial y libera ingentes recursos
financieros destinadas a la especulación financiera y a la
inversión no productiva y para cuya rentabilización
son imprescindibles políticas de tipos de interés
adecuadas. En tercer lugar, y lo que no es menos importante, que
bajo la apariencia de que está libre de toda
connotación redistributiva permite sin embargo llevar esta
a cabo y a favor de los agentes más poderosos que disponen
de gran liquidez, principalmente las grandes empresas europeas y
transnacionales, al concebirse para dejar hacer al sistema de
intercambio que produce la desigualdad.
Todo ello quiere decir que el diseño de la
convergencia y el de las propias políticas
económicas ha vuelto la cara a la necesidad de fortalecer
los espacios productivos, de generar impulsos endógenos
creadores de renta e ingresos y que se ha preferido, por el
contrario, consolidar un doble status comunitario: el de las
economías cuya fortaleza (por el peso específico
que allí tiene la gran empresa)
están en condiciones de alcanzar un estado nominal de
equilibrio macroeconómico y, de otro lado, el de los cada
vez más numerosos sectores o incluso economías en
su conjunto que se convertirán en dependientes de lo que
se ha llamado "el núcleo duro" de la Comunidad y que, con
menor riqueza y menos liquidez, no podrán escapar de la
política del subsidio ni del declive industrial y
productivo.
5. Una renuncia
exlícita al igualitarismo y al bienestar
general
Resulta verdaderamente sorprendente que los
diseños ejecutivos del proceso de integración
europea hayan estado tan sordos ante las precauciones advertidas
por tantos informes y dictámenes elaborados, incluso, por
encargo de las propias instituciones comunitarias. Soslayando los
peligros del desequilibrio y la desigualdad, la apuesta realizada
por la estrategia de
mercado deriva en un ajuste traumático a costa de la
colocación rentable de los capitales en el solar europeo.
Gracias a la liberalización y la flexibilización de
las estructuras productivas que simplemente facilitan la
concentración y el dominio de los
mercados se generan, finalmente, mercados imperfectos y bien
distintos de los de libre competencia a los que se alude en las
declaraciones de principios, pero que constituyen un contexto
ideal para que resulten fortalecidas las estrategias de
predominio de los intereses comerciales y financieros más
poderosos.
Sin que pueda negarse, como he señalado antes, la
reacción comunitaria frente a la desigualdad, ésta
no deja de ser sino un intento, tan contradictorio como a la
postre poco eficaz, de paliar los efectos desigualadores que
ocasiona la concentración, la desarticulación de
las políticas de ajuste interno de los estados y el
debilitamiento de sus barreras frente a un exterior que, bajo
esas coordenadas, es siempre amenazante. Al salvaguardar por
encima de todo un modelo de crecimiento basado en el
aprovechamiento de las situaciones de desigual dotación de
recursos se incentiva inevitablemente y de manera
simultánea un reparto igualmente desigualitario y
desigualador que se expresa en la exclusión y en el
empobrecimiento. Pero es que, incluso cuando se les hace frente
incluso con recursos menguados, cuando las políticas
públicas se autonomizan de los "valores de mercado"
-naturalmente insolidarios- para contener el malestar social o
evitar sus expresiones más rebeldes, se incurre
necesariamente en la contradicción de generar
desincentivos a la propia dinámica del mercado, provocando
(por ejemplo, a través, de los déficits
públicos) su inestabilidad y su falta de resguardo. Presas
de esta contradicción, las políticas comunitarias
para el bienestar sucumben finalmente ante las poderosas armas de la
competencia oligopólica y el mercado, cuya demanda no la
realizan los pobres y menestorosos sino quienes disponen de
influencia política por su poder
económico.
Por otro lado, vincular tan excesivamente el proceso de
Unión Europea a la consecución de equilibrios
macroeconómicos que no tienen en cuenta la diversidad real
de las economías y las sociedades que integran la
Comunidad (ni pueden pretender alcanzarla puesto que ésa
es la base de la rentabilidad
transnacional) no puede sino dar lugar a la divergencia real y
nominal, como en buena medida se puede comprobar si se compara la
situación de cada estado en relación con las reglas
de convergencia desde su aprobación en Maastricht hasta la
fecha, la vulnerabilidad frente a las tensiones internacionales
o, incluso, su muy débil arraigo en la opinión
pública.
De ahí, en definitiva, la enorme esquizofrenia que
caracteriza al proceso hacia la Unión después del
Tratado de Maastricht y de la puesta en práctica de los
programas de convergencia: cuando más necesario es el
apoyo ciudadano para la integración, cuando más
falta hace la legitimización pública del proceso,
más ciudadanos descontentos se crean, porque cada vez son
más los parados y los indigentes, es decir los que no
están llamados a disfrutar del festín generado para
que las grandes empresas puedan "competir de manera más
agresiva en el mercado mundial". Objetivo, naturalmente, para el
que la igualdad constituye efectivamente una "amenaza" cuya
institucionalización, se ha llegado a decir,
"disipará las ventajas de la profundización de la
Comunidad Europea". Los primeros pasos dados para la
ratificación del Tratado han mostrado el coste
político de esas contradicciones; la inestabilidad
financiera es así mismo buena prueba de lo fútil
que es diseñar proyectos de progreso sobre bases
nominalistas; los programas de convergencia no han llegado a ser
verdaderamente más que intentos de rígido ajuste
sin consenso social y que han sembrado inquietud sin reducir el
malestar social; su eficacia para
acercar entre sí las distintas economías europeas
se ha mostrado técnicamente tan reducida como
inútil su pretensión de garantizar una
evolución armónica hacia la Unión de las
diferentes naciones comunitarias; los plazos establecidos no han
servido, en fin, sino para reproducir una vez más el
protocolo vacío de las grandes fechas
memorables.
Las cumbres posteriores a la firma del Tratado han
constituido ceremonias progresivas donde se han inmolado las
ilusiones unitarias bajo fórmulas de renuncia tan
subrepticias como la de "las dos velocidades" o "la unión
a la carta",
únicas alternativas encontradas frente a los nuevos
coletazos de crisis, de
desempleo y de insatisfacción. Incluso las tímidas
demandas del Presidente Delors para que la convergencia contemple
los niveles de desempleo como forma de considerar la
situación real de las economías no han servido sino
para debilitar su propia posición política, en un
contexto en el que las llamadas al pragmatismo
ocultan verdaderamente la falta de proyectos realistas y, mucho
menos, de mayor bienestar social.
En realidad, tan sólo la nave nodriza de la
centralización monetaria surca sin
contratiempos las aguas comunitarias. Sin que a los poderes
establecidos parezca preocupar, más bien todo lo
contrario, que también en la nueva Europa sólo el
viejo caballero, como dijo Quevedo, "da y quita el decoro y
quebranta cualquier fuero".
Juan Torres Lopez