- Mascotas
- Animales que
trabajan - Animales para
sustento - Animales
aborrecidos - Animales
temidos - Comparación con
animales
Los inmigrantes que llegaron a la Argentina entre 1850 y
1950 criaron animales para
compañía, para que los ayudaran en sus tareas y
para consumirlos. Hay, asimismo, animales aborrecidos y otros
temidos por los inmigrantes. En la literatura, se evocan esas
diferentes relaciones con los animales. Por otra parte, quienes
llegaron de lejos han sido identificados, por distintas razones,
con varios animales. Este es el tema del presente trabajo, en el
que cito fragmentos de obras no literarias y
literarias.
En el poema "Cuando mi padre habló de su infancia" (1),
José González Carbalho enumera las posesiones que
el niño inmigrante tenía en Galicia: un río,
un monte, un horizonte, su perro y sus canciones. En América, ya nada tiene de eso, y se
lamenta:
Ay, el dueño de valles
y misteriosos bosques
por el que andaba yo
mi perro y mis canciones.
Mis canciones que vuelven
sólo para que llore
Mi perro ya olvidado
de obedecer al nombre.
Yo, que perdí mis cielos,
¡y soy tan pobre!.
El calabrés Serafín protagoniza "Un carro
en la esquina", cuento de
Syria Poletti. El tenía una mascota: "El vigilante de la
cuadra le regaló un perro, un cachorro tan andariego como
él; nacido para vivir en la calle, como él. Y
cuando, al acortarse los días, colgó bajo el toldo
un farol multicolor, la impresión de seguir viviendo en el
viejo pueblo calabrés, se le hizo nítida".
Internado en el Hospital Italiano, el inmigrante piensa: "El
diariero cuidaría del perro. Y los gringos de la
verdulería también: eran paisanos. Seguramente, el
cachorro dormiría bajo el carro. No se dejaría
llevar por la perrera. Era andariego, pero ¡vivaracho! Lo
esperaría ahí, junto al carro" (2).
Elena Guimil es la autora de "Mi búho" (3), uno
de los seis relatos del Premio La Nación 1999 de
Cuento Infantil. En ese relato, la escritora recuerda la
oportunidad en que su padre le trajo un pichón de
búho. "Mi padre era un gallego fornido. Trabajaba de la
madrugada a la noche y de lunes a sábados. Solamente los
domingos se dedicaba a la familia y a
la caza, sus dos mayores placeres.
Tenía tres perros de pura
raza, diestros cazadores y su escopeta de primera. Cargaba su
almuerzo y salía al campo. Era un solitario. Yo no era muy
distinta a él. Amaba andar sola por el monte, jugar en
silencio y tener secretos sólo para mí.
Podría pasarme horas observando las rápidas
zambullidas del martín pescador o escuchando el parloteo
de las ardillas y el gorjeo de los pájaros.
El domingo era también mi día preferido.
(…) yo me sentaba en un banquito impaciente, mirando fijamente
la bolsa cerrada que descansaba olvidada junto a la puerta.
Adentro había algo que se movía, algo que era para
mí. Mi padre sólo la abriría después
de tomar su café
caliente. Unicamente él podía hacerlo. Pero no
parecía tener ningún apuro. Me miraba de hito en
hito y sonreía detrás de su taza. Creo que
disfrutaba con mi impaciencia. El contenido de la bolsa de
arpillera era un misterio para mí, aquel que esperaba
ansiosa todas las semanas. ¿Qué sería esta
vez? ¿Un tero, un lechuzón o un zorrito? La
criatura asomó sus gigantescos ojos amarillos y se
posó en la mano de mi padre. Emitió una especie de
silbido cuando me acerqué".
En su cuento "El cardenal", Márgara Averbach
escribe: "Yo siempre habìa querido un cardenal. En ese
entonces, habìa muchos en los àrboles de la casa de
las tìas, como flores rojas màs ràpidas que
las otras. Y el abuelo, -que había nacido en una ciudad de
Europa y
después se había visto obligado a convertirse en
gaucho judío, una conjunción inimaginable para
él, supongo- me habìa prometido cazar uno para
mì ese verano.
Era el mejor de los cazadores, un hombre alto,
lento. Se agachaba para tocarme con una gracia infinita que mi
torpeza iba a envidiarle para siempre. El me había
enseñado a andar a caballo. Me había subido a ese
paraíso de crines y cuero de
oveja, me había puesto las riendas en la mano izquierda,
me había mirado con confianza y me había dicho
Adelante. La promesa, el pájaro, era solamente uno de sus
muchos trucos de magia" (4).
Rubén Héctor Rodríguez evoca, en
"Extraño chamuyo" (5), el problema que causaron unas
aves que
criaba:
En el conventiyo del tano
Giacumínse armó la de San Quintín
a causa de extraño y sórdido
chamuyo.Entonces, cada cual aportó lo
suyo.¡Fantasmas! Expuso Graciana
en yunta con Lulú, su hermana.
Para Lola, que volvía de un
velorio.¡Almas del Purgatorio!
¡Ondas
hertzianas! juzgó Benita,mina que las iba de erudita.
¡Espíritus del más
allá! batió Evaristajovata de tendencia espiritista.
No emitan falsas razones,
les aclaré desde los piletones.
Son mis hembras y buchones
Alimentando a sus pichones.
Por culpa de estas quilomberas
volaron las palomas mensajeras.
Me buchonearon con el patrón
y, cabrero, desalojó el
jaulón.
El abuelo del actor Pepe Soriano tenía un loro
como compañía: "Ladrillo y barro, chapa y madera. (…)
En este buen lugar, donde hoy hay una galería
vidriada con fuente y enredadera, su abuelo Giuseppe armaba a
mano zapatos que jamás pesaban más de 300 gramos
–era su regla de oro—mientras mascaba tabaco y hablaba
en un calabrés imposible con el loro que lo escoltaba
sobre una percha" (6).
Roberto Fontanarrosa presenta en una de sus historietas
a un italiano amante de la música. Es don Nino,
que lleva en el hombro un loro, al que le ha enseñado a
cantar el himno de su tierra
(7).
En Los gallegos, una novela
inédita, Gloria Pampillo escribe que su abuelo
tenía, en su escudo, un toro. Había elegido el
mismo nombre para todo lo que compraba: "Celta, como el nombre
que mi abuelo le ponía a cada uno de los bienes que
acá se iba ganando, desde su barco hasta los toros. Un
toro negro, morrudo, que ahora le dibujo en su
escudo de comerciante, como tantos otros dibujaron una espiga en
el almacén o
en la panadería: La flor de Galicia".
Un animal era muy querido entre los disfrazados: "Los
improvisados –comenta Andrés Carretero-
preferían cubrirse con una sábana, lucir
algún antifaz o pintarse la cara con corcho quemado. El
disfraz más frecuente en todos los corsos fue el de Oso
Carolina. También eran comunes los disfraces de Martín
Fierro o Juan Moreira, los más valientes
aparecían incluso montados a caballo, ganándose el
aplauso del público". Pero no todos los disfraces estaban
permitidos: "Las disposiciones municipales prohibían el
uso de disfraces de monja o sacerdote y aquellos trajes que
parodiaran uniformes militares en vigencia o que representaran
costumbres obscenas" (8).
El disfraz de Oso Carolina que menciona Carretero tiene
una historia de
pobreza.
Escribe Podeti: " ‘Según tengo entendido, el oso
carolina era un disfraz de oso hecho con bolsas de arpillera, en
algunos casos bolsas que habian sido usadas para arroz y por lo
tanto conservaban el sello de 'carolina 0000' o el que
correspondiera. Como ya no hay arpillera, ahora podría
manguear unas bolsas de polipropileno blanco y disfrazarme de
'Oso Núcleo de alimento para aves'.’ (Fuente: El
lector Javier Unamuno, que no cita fuente alguna ni nada.
Probabilidades de exactitud: 85 %, porque es casi una
efeméride – o como sea el singular de
‘efemérides’ – y a pesar de que parece
inventado y de que empezó su alocución con
‘Según tengo entendido’, frase hecha turbia
como pocas)" (9).
Notas
- González Carbalho, José: "Cuando mi
padre habló de su infancia", en Requeni, Antonio: Un
poeta arxentino en Galicia: González Carbalho.
Separata del Boletín Galego de
Literatura. - Poletti, Syria: "Un carro en la esquina", en Poletti,
Syria: Taller de imaginería. Buenos Aires,
Losada, 1977. - Guimil, Elena: "Mi búho", en El
desafío. Buenos Aires, Sudamericana,
2000. - Averbach, Màrgara: "El cardenal", en
Aquì donde estoy parada. Còrdoba,
Alciòn, 2002. - Rodríguez, Rubén Héctor:
"Extraño chamuyo", en La Nación Revista, Buenos Aires, 13 de
diciembre de 1998. - Artusa Marina: "El Nono", en Clarín
Viva, 26 de octubre de 2003. - Fontanarrosa, Roberto: "Inodoro Pereyra ‘El
renegáu’ ", en Clarín Viva, 24 de
febrero de 2002. - Carretero, Andrés: Vida cotidiana en Buenos
Aires. Planeta. - Podeti: "¡MIRA VOS! Dato 69: El Oso Carolina",
en Weblog Clarín.
Juan José Hernández evoca, en su cuento
"El inocente", a unos perros guardianes. "Poco tiempo
después Julia y yo lo descubrimos muerto en la quinta del
alemán. Ocultamos nuestro hallazgo. Nos habían
prohibido subir a la pared del fondo que daba a la quinta, pero a
menudo desafiábamos el peligro para robar naranjas. Nunca
saltábamos la tapia; hacerlo hubiera sido correr la misma
suerte del gato.
Provistos de un palo de escoba en cuyo extremo
habíamos dispuesto un alambre en forma de gancho,
cortábamos de un violento tirón las naranjas de los
árboles
cercanos. Abajo, los perros guardianes de la quinta ladraban,
echaban espuma por la boca, mostraban los dientes, gemían
de furia y de impotencia. El alemán, un ingeniero
agrónomo que vivía en el centro de la ciudad,
sólo les daba de comer una vez por semana para volverlos
más feroces" (1).
Francisco Montes es el autor de Leyendas y Aventuras
de Alpujarreños. En "El desafío" relata que,
para las fiestas patrias, en Malargue se realizaba una competencia de
doma. Un indio puelche desafía a un andaluz de
dieciséis años: "no se sabe en qué tris
fatal Miguel dio una voltereta en el aire y
cayó en pie. Un silencio espeso acogió el final
inesperado.
El desafío había terminado. Miguel
saludó al
domador (cortesía indígena), reunió su
caballada y a sus secuaces y desapareció. Dicen que nunca
más volvió por aquellos pagos. El domador con
carita de extranjero, flaco, velludo y colorado, de ojos azules
era el mismo que desde las Alpujarras había llegado con
dos años de edad en la búsqueda de insondables
destinos. Y cuentan todavía en los fogones malarguinos el
gesto de un huaso chileno que había presenciado el
desafío, rico el hombre, que
había llegado con una tropilla de alazanes y mulas de
alzada cordillerana. Montaba un caballo de leyenda con apero
chapeado en plata. Se acercó al jinete y
ofreciéndole las riendas de su montado, le dijo: -Tome,
joven. Este es mi regalo. El apero nada más valía
un Perú" (2).’
En "Los trotadores", de Elías Carpena, dice uno
de los personajes: "-¡Mire, patrón: de los
troteadores que ahí, en la Coronel Roca, corrieron el
domingo, ni los que corrieron antes, le hacen ninguna mella… :
ni siquiera el del vasco Estévez, que ganó
sobrándose por el tiro largo, ni el de la cochería
Tarulla, que ganó con el oscuro a la paleta! ¡Usted
tiene el oro y lo confunde con el cobre!"
(3).
En "Nobleza del pago", Fray Mocho hace referencia a un
inmigrante inglés
que no era trigo limpio. Recordando la historia de su familia, dice un
personaje: "Yo no sé, che, si eran nobles, pero sé
que les caían y que con algunos hasta tuvo que ver
l’autoridá, como le pasó a tu tío
Ramón, que
al fin se quedó en la calle, y a tu tía Robustiana,
mal casada con un inglés que tenía el finao de mi
padre de puestero y que lo pilló cerdiándole las
yeguas, a medias con el juez de paz…" (4).
En su poema "La Condra" (5), Fulvio Milano
canta:
Así la llamaba el abuelo italiano. No
sé
qué significa este nombre. Condra,
la yegua blanca que atábamos al
sulky.
¿Qué voy a hacer, Dios mío, con
este
nombre raro
a través de la gente, a través del
olvido?
La Condra, impredecible de caprichos en
los caminos rurales,
batía al aire los remos nerviosos,
disparaba
por fantásticos ríos
tronaba el abuelo, y yo veía
palidecer
en tambaleante escorzo el angustioso
sueño
de la llanura.
Me ha tocado entrar entre vosotros con
estas imágenes.
¿Qué quieren de mí? La
Condra
encabritada entre cielo y la
tierra,
blanca erguida en su indómita
empresa
¿dibujaba con cruel exactitud
algo más que aún debo
encontrar?
En la "Oda a los ganados y las mieses" (6), Leopoldo
Lugones evoca al ruso Elìas y su yegua cebruna:
Pasa por el camino el ruso Elías
Con su gabán eslavo y con sus botas,
En la yegua cebruna que ha vendido
Al cartero rural de la colonia,
Manso vecino que fielmente guarda
Su sábado y sus raras ceremonias,
Con sencillez sumisa que respetan
Porque es trabajador y a nadie estorba.
"La siesta" (7) se titula uno de los cuentos que
Alberto Gerchunoff incluyó en Los gauchos
judíos, en el que evoca los animales
rurales.
Así comienza: "Sábado, día del
santo reposo, día bendecido por los escritos
rabínicos y saludado en las oraciones de Yehuda Halevi, el
poeta. La colonia duerme en una tibia modorra. Blancas las
paredes y amarillos los techos de paja, las casuchas lucen al
sol, sol benigno de la primavera campestre. Del cielo, lavado por
la lluvia de la víspera, desciende una paz religiosa, y de
la tierra se elevan rumores apacibles. Floridos están los
huertos y verdes los campos sin fin. En medio del potrero, el
arroyuelo entona su melodía geórgica. Lenta y grave
es la canción que dice el agua
cubierta de círculos pequeños; y en el camino,
uniformado por una densa colcha de polvo, una víbora
muerta semeja un garabato de barro.
En el potrero descansa el ganado. Los bueyes rumian y
mueven sus cabezas pensativamente, y en sus cuernos la luz se quiebra en fechas
azuladas. También para ellos el sábado es
día bendito. Allá, en un ángulo, repica el
cencerro de la yegua madrina y el potrillo de manchas claras
brinca y se revuelca sobre el pasto".
Humberto D’Arcángelo -personaje de Sobre
héroes y tumbas, de Ernesto
Sábato- añora los carnavales de
antaño, en los que su padre se lucía con el coche
de plaza. El está con Martín "en una antigua
cochera que en otro tiempo había sido de alguna casa
señorial. (…) Le señaló al fondo,
arrumbado, el cadáver de un coche de plaza: sin faroles,
sin gomas, agrietada, la capota podrida y desgarrada. (…)
Acarició la rueda de la vieja victoria. –La gran
puta –dijo con voz quebrada-, cuando venía el
carnaval había que ver este coche al corso de Barraca. Y
el viejo con la galerita, al pescante. Te garanto que daba golpe,
pibe" (8).
En el Martín Fierro (9), publicado en
1872, aparece un italiano que hace música, y una mona que
baila:
Allí un gringo con un órgano
Y una mona que bailaba
Haciéndonos ráír
estaba
cuando le tocó el arreo.
¡Tan grande el gringo y tan feo!
¡Lo viera cómo lloraba!"
Stéfano, el protagonista de una de las novelas de
María Teresa Andruetto, ve a un organillero y su loro. El
protagonista está alojado en el Hotel de Inmigrantes: "Cuando el sol baja, Pino
y Stéfano salen a caminar por la ribera, hasta el muelle
de los pescadores. Es la hora en que el organito pasa: lo
arrastra un viejo de barba y gorra marinera que lleva un loro
montado sobre el hombro.
A veces, junto a las barcazas, se detienen a oír
el mandolín que suena en una rueda y las canciones que
cantan los hombres de mar. Pero no sólo hay italianos en
el puerto. Ya el segundo día se habían hecho
amigos, ni saben cómo, de unos gallegos que limpian
pescado junto a la costa y van por la mañana a verlos,
ayudan un poco, y regresan, los tres días siguientes, con
algunas monedas" (10).
En Frontera Sur (11), novela de Horacio
Vázquez-Rial, el gallego Roque Díaz Ouro va "a los
gallos": "Fueron al reñidero de la calle de Santo Domingo,
que así se llamaba todavía Venezuela.
Manolo pagó las entradas de los dos. El propietario del
establecimiento, uno de los más grandes de la ciudad, se
llamaba José Rivero y su prestigio abarcaba las dos
orillas del Plata. No habría podido Roque imaginar el
movimiento de
aquella casa, y hasta se resistió un tanto a la
evidencia.
El, que era incapaz de diferenciar un bataraz, con su
plumaje gris sucio, de un giro, con su cogote amarillento, o un
colorado de un calcuta, se veía de pronto en un mundo de
expertos que debatían a voces acerca de las virtudes de
este o el otro animal, valiéndose de una jerga singular y
poniendo en ello el furor de los obsesivos. Y no era escaso el
público: en el enorme salón había asientos
para varios centenares, repartidos en platea, gradería y
palcos, y la pasión común reunía a hombres
de muy distintos orígenes sociales en torno de los
feroces y patéticos animales, consagrados al
espectáculo de la muerte
durante generaciones".
Notas
- Hernández, Juan José: "El inocente", en
Hernández, Juan José; Tizón, H., Blaisten,
I. y otros: El cuento argentino 1959-1970**
antología. Buenos Aires, CEAL, 1981.
(Capítulo). - Montes; Francisco: "El desafío", en
Leyendas y Aventuras de Alpujarreños, en
Unisex. Buenos Aires, Bruguera. 163 pp. - Carpena, Elías: "Los trotadores", en Carpena,
Elías: Los trotadores. Buenos Aires, Huemul,
1973. Pág. 155. - Fray Mocho: Cuentos. Buenos Aires, Huemul,
1966. - Milano, Fulvio: "La Condra", en El Tiempo,
Azul, 12 de noviembre de 2000. - Lugones, Leopoldo: "Oda a los ganados y las mieses",
en Antología poética. Buenos Aires,
Espasa, 1965. - Gerchunoff, Alberto: "La siesta", en R. J.
Payró, J.C. Dávalos, R. Mariani y otros:: El
cuento argentino 1900-1930 antología. Selecc.
prólogo y notas de Eduardo Romano. Buenos Aires, CEAL,
1980. Págs. 49-50. Vol:
60.(Capítulo). - Sábato, Ernesto: Sobre héroes y
tumbas. Buenos Aires, Losada, 1966. - Hernández, José: Martín
Fierro. Testo originale con traduzione, commenti e note di
Giovanni Meo Zilio. Buenos Aires, Asociación Dante
Alighieri, 1985. - Andruetto, María Teresa:
Stéfano. Buenos Aires, Sudamericana,
2001. - Vázquez.Rial, Horacio: Frontera Sur.
Barcelona. Ediciones B, 1998. 563 pp.
Agricultores y pastores eran los Dal Masetto en su
tierra lombarda. Lo relata el hijo en un reportaje: "Cuando
retozaba por las montañas de Intra, su padre Narciso y su
madre María eran campesinos. Cultivaban todo tipo de
verduras y frutas: hileras de vid para hacer vino. (…)
él era el encargado de sacar a pastar las ovejas y las
cabras" (1).
"Generalmente todos decían que eran agricultores
–manifestó el profesor Jorge
Ochoa de Eguileor-, porque una de las condiciones para poder venir a
la Argentina era que fuesen agricultores. Nunca habían
visto la tierra, y los que la habían visto, la
habían visto en su pequeña casa del caserío
donde tenían su cerdo, y donde tenían su vaca y
alguna gallina" (2). Así fue como se vieron obligados a
aprender un oficio que les resultaba desconocido, para poder
subsistir en la nueva tierra.
Viajando de Rosario a Córdoba, Julio A. Roca
conoce a un inmigrante entusiasmado con la ganadería
y la agricultura.
Escribe Félix Luna: "me impresionó lo que me dijo
un inglés, empleado del ferrocarril. Era el encargado de
medir las tierras, una legua a cada lado de la vía, que
por concesión se le había otorgado en propiedad a
la
empresa.
En un castellano
arrevesado, el gringo me contó que estaban expulsando a
los pobladores que vivían en aquellos campos para
venderlos en grandes fracciones una vez que la línea
hubiera llegado a Córdoba. Sería un negocio enorme
–me decía- y se llenaba la boca describiendo las
miles de cabezas de ganado que podrían criarse allí
y los millones de fanegas de trigo que se cosecharían"
(3).
Otro inglés protagoniza el relato que un
personaje narra en el cuento "Al rescoldo", de Ricardo
Güiraldes: "-Est’ era un inglés
–comenzó el relator-, moso grande y juerte, metido
ya en más de una peyejería, y que había
criao fama de hombre aveso para salir de un apuro. Iba, en esa
ocasión, a comprar una noviyada gorda y mestisona, de una
viuda ricacha, y no paraba en descontar los ojos de güey que
podía agenciarse en el negosio. Era noche serrada, y el
hombre cabilaba sobre los ardiles que emplearía con la
viuda pa engordar un capitalito que había amontonao
comprando hasienda pa los corrales" (4).
Leopoldo Lugones, en "la ‘Oda a los ganados y las
mieses’ (5), evoca el desarrollo de
la ganadería, gracias al asesoramiento de un
inglés
lo cierto es que en su media lengua
trajo
artes y ciencias que
el paisano ignora.
El transformó los bárbaros
corrales,
las torpes hierras, las feroces domas,
y aseguró en las chacras invernizas
que al pronto parecieron
anacrónicas,
forraje fresco a los costosos padres,
que entienden sus maneras y su idioma.
Y el tronco muscular del eucalipto
en que su duro y blanco brazo apoya,
se amorata de fuerza
parecida
al levantarse desgreñado de hojas
"Marido de la Pampa" como dijo
Sarmiento, con palabra creadora".
En ese mismo poema (6), canta al vasco que vende la
leche:
¡Oh alegre vasco matinal, que
hacía
Con su jamelgo hirsuto y con su boina
La entrada del suburbio adormecido
Bajo la aguda escarcha de la aurora!:
Repicaba en los tarros abollados
Su eclógico pregón de leche
gorda,
Y con su rizo de humo iba la pipa
Temprana, bailándole en la boca,
Mezclada a la quejumbre del zorzico
que gemía una ausencia de
zampoñas.
Su cuarta liberal tenía llapa,
Y su mano leal y generosa,
Prorrogaba la cuenta de los pobres
Marcando tarjas en sus puertas toscas.
Baldomero Fernández Moreno incluyó en
Guía caprichosa de Buenos Aires la página
"El vasco lechero en el café", en la que dice: "he
aquí que al hilo del mostrador aparece un vasco lechero,
la cara rosada, con dos parches más rojos pegados en las
mejillas, la boina encasquetada, la blusa rizada, que no todo ha
de ser fortaleza y agresividad; las piernas combadas, las
alpargatas silenciosas, y el tarro en la mano como si blandiera
un arma o un guijarro listo para ser proyectado en la cara lisa y
cosmopolita del ‘barman’. Y con el vasco lechero
entra también el campo, un aire duro y frío y un
trébol. Un trébol precisamente que se labra un
espacio verde en el ambiente gris
y que yo veo con toda nitidez" (7).
Mario, protagonista de Hermana y sombra, de
Bernardo Verbitsky, recuerda al español
que les vendía leche: "Dejamos en Bahía Blanca
varias cuentas impagas,
pero la que realmente nos preocupaba era la del lechero, un
español bajito y menudo, a quien se le formaban unas
arruguitas alrededor de los ojos al sonreír, lo que
hacía con frecuencia. Vestía algo parecido a un
chaleco oscuro, sin magas, usaba faja, y un chambergo negro
echado ligeramente hacia la nuca.
Teóricamente, le pagábamos mensualmente
los cinco litros que nos dejaba cada día pero siempre fue
tolerante para el cobro, aceptando los pretextos con que
explicábamos nuestra condición de deudores morosos.
En los últimos meses no pudimos darle un centavo sin que
él suspendiera el suministro de nuestro principal
alimento. Nuestra convicción, reafirmada más de una
vez por mamá, era que a ese pequeño español
bondadoso debíamos el no haber muerto de hambre, sobre
todo nuestra hermanita a quien no le faltaron nunca varias
mamaderas diarias para suplir los pechos casi secos de
mamá" (8).
En Barrio Gris, Joaquín Gómez Bas
presenta a una española que vende leche en Sarandí:
"El agua cubre ya
la mitad de la calle. La gente comienza a utilizar el puente
esquinero para atravesarla. Es un artefacto endeble y cimbreante
que se yergue a más de cinco metros sobre el nivel del
camino ordinario. Representa una hazaña ascender la
escalera de carcomidos peldaños de madera, recorrer su
piso de tablas inseguras y bajar por el extremo opuesto
aferrándose a la barandilla resquebrajada por el sol y las
lluvias. (…) Doña Micaela sube trabajosamente la
escalera del puente acarreando un tarro de leche en cada mano.
Trastabilla en los tramos y acompaña el peligroso tambaleo
con imprecaciones más sucias que su indumentaria. Es
grotesca como una vaca que bailara sobre sus patas traseras"
(9)
En Secretos de familia (10), Graciela Cabal evoca
al vasco que les vendía la leche: "El que sí viene
con carro y caballo es el lechero. Cada vez que el carro se para
delante de la ventana, el caballo, que tiene sombrero con
claveles y dos agujeros para las orejas, hace pis. Un chorro que
suena más fuerte que cuando mi papá va al
baño. El lechero tiene pelo colorado, usa boina y nunca
hace chistes porque
es extranjero. Mi mamá deja la lechera en la puerta y el
lechero, que viene con un tarro grande y un tarro chiquito, pasa
la leche de un tarro al otro y después a la lechera, sin
derramar una gota. Al rato viene mi mamá y derrama todo,
porque a ella siempre le tiemblan las manos, pobre mi
mamá".
Respecto de la inmigración en Tigre, afirma Mabel Trifaro:
"En el período que va desde 1870 hasta 1910, que luego se
prolongó en menor escala, fueron
entrando al país gran cantidad de inmigrantes de diversas
procedencias, que llegaron también hasta Las Conchas
(Tigre) y se establecieron formando sus familias. (…) Los
inmigrantes se ubicaron en diferentes lugares del país
según su procedencia, formando colonias. En el caso del
delta, si bien no formaron colonias, se distribuyeron en los
ríos con cierta proximidad los que provenían de
determinadas regiones de Europa. (…)
Podemos destacar de modo general a los españoles
de diferentes regiones en el comercio, los
vascos-franceses en los tambos, los italianos en la industria y la
mecánica, los turcos (sirio-libaneses) en
el comercio itinerante, los japoneses en la floricultura, por lo
que se instalaron en las zonas altas de General Pacheco,
Benavidez y Escobar y éstos también se destacaron
en la industria tintorera" (11).
Godofredo Daireaux es el autor de "Matufia", cuadro
costumbrista en el que menciona el ganado ovino: "Después
del confortable almuerzo, se fue don Narciso a siestear, y se
sentaron a la sombra de los preciosos aromas que rodeaban la
estancia de don Carlos Gutiérrez, hacendado de la
vecindad, don Julio Aubert, francés acriollado y mayordomo
de una gran estancia vecina y un vasco, ovejero rico de por
allá, que llegado a comprar carneros, a la hora de
almorzar, había sido convidado por el dueño de
casa" (12).
Los Rotstein, llegados de Ucrania, se establecieron en
la provincia de La Pampa. Sus descendientes escriben: "En 1913 se
voló el techo de la escuela primaria
y ésta quedó inutilizada. Los Novick pudieron
mandar a sus hijos a estudiar a otro lado pero David tuvo que
abandonar.
Para aportar a la familia, se conchabó para
cuidar ovejas en una chacra cercana. Una anécdota de su
primer día de trabajo: el dueño de la chacra lo
dejó a la mañana con las ovejas, galleta y una
botella de agua y dijo que lo venia a buscar al anochecer. David
esperó hasta que decidió que no lo venían a
buscar y decidió volver caminando a Villa Alba. En ese
entonces no había caminos sino huellas. Enseguida se hizo
noche cerrada, pero el sentido de orientación que siempre
tuvo lo ayudo a llegar. Esto tomó largo tiempo y, mientras
tanto su empleador llegó, en carro o sulky, a buscarlo. Al
no encontrarlo, volvió al pueblo. Tampoco estaba en su
casa (estaba en tránsito, caminando de vuelta) así
que para cuando llegó había una gran alarma
esperándolo" (13).
María Brunswig de Bamberg es la autora de
Allá en la Patagonia (14), obra en la que
reúne las cartas que su
madre enviaba a su abuela, que había quedado en la tierra
natal. "El 3 de febrero de 1923, después de una
travesía de treinta días desde Hamburgo, Ella
Hoffman llega con sus tres hijas a Buenos Aires, rumbo a la
Patagonia,
donde Hermann Brunswig, su marido y padre de las niñas,
trabaja como administrador de
una estancia y espera ansioso el reencuentro con su familia
después de tres años y medio de
separación.
Esta es una selección
de las cartas intercambiadas hasta 1930 entre Ella y Mutti, su
madre, y que fueron recuperadas setenta años
después por María Brunswig, la hija mayor. Pero no
se trata de una simple recopilación, sino de un juego de
tiempos y voces, pleno de agilidad y riqueza, en el que
intervienen tres generaciones de mujeres: Mutti, Ella y la propia
María. Algunas cartas de Hermann incorporan, por su parte,
una visión masculina y un toque de humor.
El diálogo
epistolar le otorga a la obra una intensidad inusual,
además de una visión europea del sur argentino en
los años veinte. Ella habla a su madre del mundo nuevo que
está descubriendo y se revela como una gran luchadora.
Educada para ir a la Ópera, aprender francés y
tocar el piano, ahora lava ropa en el arroyo, friega, zurce,
remienda, come huevos de avestruz e incluso carnea zapones. En
síntesis, una sensible crónica
familiar que abre distintos horizontes sobre una región
inhóspita y al mismo tiempo generosa" (14).
"Hermann Brunswig, el esposo que aguardaba, había
llegado a la Argentina en 1919 para emplearse como ovejero en la
cordillera santacruceña y cuando fue nombrado
administrador de la estancia Lago Guío, propiedad de
Mauricio Braun, Rudolf Stubenrauch y Lucas Bridges,
decidió que era el momento de hacer viajar a su joven
familia" (15).
Por evadir el reclutamiento
vinieron los tres hermanos asturianos Fernández Montes,
enviados por su madre, quien quedó en España con
sus otros hijos. Nicanor Fernández Montes, nacido en
Loredo, "llegó a Buenos Aires en el Capolonio, un barco ya
casi legendario, que también fue tema de un tango". Su hija,
Angela, cuenta que viajó en barco a la Patagonia, luego de
un tiempo en el Hotel de Inmigrantes: "en una travesía
marcada por olas de veinte metros… (…) Su primer destino fue
Río Gallegos, donde no había ni veinte casas, y de
ahí lo mandaron de puestero a una estancia. (…) En la
Patagonia no había nada de lo que él sabía
hacer, de modo que tuvo que improvisar, como todos los
integrantes de una sociedad
pionera. (…) Una vez, llegó a estar catorce meses solo
en un puesto… catorce meses…. Desayunaba, comía,
merendaba y cenaba cordero… no había otra cosa; lo
notable es que le gustaba" (16).
En Tierra del Fuego vivían los personajes de
Fuegia, novela de Eduardo Belgrano Rawson. Ellos
importaron padrillos, pastores y perros: "Cuando les
resultó evidente que habían echado mano a los
mejores campos del mundo, los criadores de toda la isla
resolvieron cruzar sus mediocres ovejas con padrillos europeos.
Para entonces ya nadie soñaba con transformar a los
lugareños en sus pastores perfectos. En realidad, a los
parrikens les sobraban condiciones para el puesto: corrían
treinta kilómetros de un tirón, podían
dormir al sereno en invierno y resistían sin probar bocado
como el más bruto de los galeses. Pero nada
aborrecían más en el mundo que el trabajo de
ovejeros, de modo que los criadores olvidaron por fin el asunto y
junto con los padrillos importaron pastores de Escocia, quienes
trajeron hasta los perros" (17).
También a las Islas Malvinas
llegaron pioneros escoceses que criaron ovejas: "En 1842 llegaron
dieciocho pobladores, en 1849 treinta y en 1859 otros treinta y
cinco, con sus respectivas familias. El último contingente
llegó en 1867. Poco a poco colonizaron todas las islas.
Estos escoceses trasladaron a las Malvinas sus
costumbres, entre otras la de criar ovejas, no vacunos. Sus
descendientes forman la gran mayoría de la población malvinense nativa, de la
población estable actual, porque las Malvinas tienen
también una población inestable, de origen no
escocés sino inglés: son los funcionarios y los
militares" (18).
El abuelo calabrés de Griselda García no
quería que las nietas vieran cuando mataba un conejo
(19):
mi abuelo que para todas las actividades
cotidianas
produce un sonido distinto
con la boca;
que en los sesenta era sastre en
Aerolíneas
y hacía los trajes de azafatas y
pilotos,
mi abuelo, que cuando mataba algún conejo nos
decía:
vayan con tu hermana a dar una vuelta
Manuel Corral Vide llamó Morriña a
su restorán, nombre que nos habla sin duda del sentimiento
que aúna a chef y comensales: "A través de
Morriña (palabra entrañable para nosotros) el
nombre de Galicia llega a miles de personas que, sin ser
gallegas, se interiorizaron de las características de
nuestra cocina, lo peculiar de nuestras tradiciones y nuestra
milenaria cultura.
En cuanto a los paisanos, me consta que se enorgullecen
de tanta difusión" (20). El publica sus recetas en
Galicia en el mundo; en una de las entregas de "Cocina
gallega", leemos: "En Buenos Aires, siempre que se podía
en casa, nos agasajábamos con una buena paella en la que
difícilmente faltaba el conejo (mi abuela los criaba en
nuestros primeros años en la Argentina)" (21).
Décadas más tarde, el chef incluye el conejo en su
menú celta, que consta también de una "Cabeza de
Jabalí sobre tostadas" y "Paleta a la armoricana con habas
verdes", entre otros platos (22).
La venta de carne
fue el medio por el cual subsistieron muchos inmigrantes, en
diferentes situaciones. "En España vivíamos en San
Gervasio, a pocos kilómetros de Barcelona –cuenta
Remey Nuez Fontanals-. Y yo recuerdo que cuando empezó la
guerra, mi
papá nos fue a buscar al colegio en bicicleta y ya estaban
todos los guardias civiles muertos… yo tenía nueve
años.
Mi padre falleció en esos días, de
apendicitis. Así que mamá se quedó sola con
los cuatro hijos. Yo, la mayor y mi hermana menor con nueve
meses. Me acuerdo de que para poder vivir, mi mamá
hacía estraperlo, contrabando de
comida. Iba a los pueblos, compraba comida y la traía en
el cuerpo, puesta. (…) en un viaje, en el que traía
arroz en unos tubos escondidos en unos corsets, los guardias se
dieron cuenta, y entonces mi madre se tajeó todo el
corset, porque si la comida no era para nosotros, no se la iba a
quedar nadie…Con mi hermana aprendimos y hacíamos
estraperlo de carne, en las valijas del colegio… esa carne se
vendía y podíamos subsistir" (23).
En Aller simple: Tres Historias del Río de la
Plata, coproducción francoargentina de 1994 codirigida
por los franceses Noel Burch y Nadine Fischer y el uruguayo
Nelson Scartaccini –a quien pertenece la idea original-,
"la cámara se detiene y quedan tres rostros, elegidos al
azar, que nos enfrentan. Dos hombres y una mujer. A partir
de esas caras, la película se adentra en las ficticias
historias familiares de cada una. Presuponen, los realizadores,
que uno es francés, el otro italiano y la tercera
española. (…) Aller simple presenta, una por una,
las historias familiares. La del francés, que se
convirtió en un rico integrante de la Sociedad Rural; el
italiano, que se fue al Uruguay y le
costó levantar cabeza pese a la solidez económica
comparativa de ese país respecto del nuestro; y, por
último, la española, que se integró a la
clase media
cuentapropista poniendo una carnicería" (24).
En Quilmes, La Plata y Berisso, "se desarrolló,
durante la década de 1920, una importante
concentración de armenios gracias a las fuentes de
trabajo en los frigoríficos de la zona. En la localidad de
Berisso estaba el frigorífico Armour La Plata S.A. que
inició sus operaciones en
1915. Entre dicho año y 1930, el 60% de su
población obrera estaba constituida por hombres y mujeres
provenientes de Europa y Asia. Los
armenios compartieron con los italianos, españoles, rusos
y árabes, las pesadas tareas en desfavorables condiciones
de trabajo" (25).
La asturiana Carmen Díaz relata que su padre "a
veces volvía de Gijón o de Oviedo, y rechazaba los
potajes desabridos que comían todos y pedía huevos
fritos, lujo que se comía delante de sus hijos hambrientos
y zaparrastrosos". Durante la Guerra Civil, los franquistas
"entraban por la fuerza a las casas y se robaban las gallinas y
los pocos comestibles que los aldeanos almacenaban con temor
apocalíptico en sus despensas" (26).
La pobreza llega
a extremos patéticos en la novela
Stéfano de María Teresa Andruetto. La madre
del protagonista ha encontrado un ave. Años
después, el hijo recuerda: "La veo en la cocina: saca agua
de la que hierve en un latón, echa el agua sobre la
torcaza muerta y la despluma con dedos diestros, luego la
chamusca sobre la llama y la desventra. Lava víscera por
víscera, desechando sólo la hiel amarga. Cuando
está limpia, la divide en cuatro y dice: Tenemos para
cuatro días. Yo no digo nada, sólo miro cómo
separa una de las partes y luego oigo que me envía a
guardar las tres restantes sobre el techo de la casa, para que el
sereno las mantenga frescas. Cuando regreso, está sacando
de la bolsa harina de maíz. Mete
la mano hasta el fondo y yo escucho el ruido que hace
el tazón al raspar la tela. ¿Alcanza?, pregunto.
Para esta vez, dice. ¿Y mañana? Dios dirá"
(27).
Estos alimentos tan
significativos para algunos inmigrantes, son mal vistos por otros
italianos. Cuando viaja a Italia, el
protagonista de La noche lombarda –novela de Atilio
Betti-, ve que los descendientes acaudalados de los campesinos
desprecian las comidas típicas de la región: "A
mí me apetecían las ranas. Me apetecían
todos los alimentos que nutrieron a mi padre; pero Anna los
había proscripto de su mesa. No a la ordinariez de la
polenta, no a la selvaggina, los patos silvestres". En esa obra,
Betti evoca los oficios de sus mayores, entre ellos la
cría de ganado y la caza de ranas (28).
En Mendoza, los Bianchi se las ingeniaban para
procurarse sustento: "Lo que más motivaba la
admiración de Valentín hacia su mujer era cuando,
durante el crudo invierno, ella se dedicaba a cazar pajaritos con
su viejo rifle de municiones. Colocaba maíz mojado en el
patio, frente a la puerta de la cocina, y mientras preparaba el
almuerzo, las pequeñas avecillas se aglomeraban ansiosas
por comer el alimento que asomaba entre la nieve. Entonces Elsa,
de un solo disparo, hacía una buena cacería.
Enseguida, con la ayuda de sus pequeños Bibi y Nino,
limpiaban las presas obtenidas. Luego doña Teresa se
dedicaba a la preparación de una exquisita polenta con
pajaritos, que era la delicia de toda la familia" (29). Nino
retiraba de los nidos pichones de paloma y gorrión, cazaba
cuises y pescaba: Sobre los cuises o conejos de cerco, escribe,
décadas más tarde: "Mi madre o la tía
‘Neta’, complacientes, solían prepararlos a la
cacerola, que nosotros saboreábamos con deleite por el
sólo hecho de saber que era producto de
nuestras sacrificadas cacerías". Los puesteros convidaban
al niño con carne de quirquincho y preparaban "empanadas
de carne de león", a las que atribuían propiedades
curativas (30).
Acerca de Margarita Marc de Soto, hija de franceses
afincados en Alberdi, afirma Carolina Muzi: "La cocina fue una
constante en su vida y las perdices en escabeche, una de las
especialidades más celebradas por familiares y amigos.
Pero Margarita no sólo las cocinaba: también las
cazaba" (31).
En "La casa endiablada" (32), Holmberg imagina un crimen
perpetrado contra un suizo que quería comprar gallinas. El
juez relata: "-A principios de
1884, y unos tres meses después de partir usted para
Europa, vino de Santa Fe a Buenos Aires un colono suizo llamado
Nicolás Leponti, el cual, gracias a su actividad, a su
esfuerzo, a su energía y a su inteligencia,
había logrado reunir una fortuna que, si bien modesta, le
permitía ocupar en su colonia una posición
desahogada, y prestar, a sus compatriotas, servicios que
le habían valido la estimación general".
El escritor pone en boca del loro con cuya
colaboración se esclarece el asesinato, consideraciones
del ave acerca del coraje del europeo: "-Y era guapo el gringo…
y duro para morir… ¿se acuerda, amigo?". Este inmigrante
encontró su fin cuando intentó hacer una
operación comercial relacionada con su actividad: "El
suizo quería comprar gallinas de raza, y sabiendo el 17
que aquella casa estaba sola, se dirigió a ella y
allí consumó el crimen". Durante mucho tiempo se
ignoró qué había sucedido al colono: "La
tierra cubrió el cuerpo de Nicolás Leponti, el
aguardiente y el monte devoraron en pocos días el producto
del crimen, y el misterio envolvió todo durante cinco
años".
En "Permiso, maestro", Isidoro Blaisten presenta a "La
Colorada", "una polaca llamada Vlasta, es la prima de la pollera"
(33).
Mempo Giardinelli escribe, en Santo Oficio de la
Memoria, que, en Filetto, los nativos eran pescadores,
viñateros, cosechadores de olivas (34).
En El mar que nos trajo, dice Griselda Gambaro
que Agostino "Cada atardecer, salvo que el tiempo lo impidiera,
salía en barca bajo patrón en jornadas que,
según la pesca,
concluían al amanecer o al mediodía siguiente. Se
trabajaba mucho y se ganaba poco. (…) Ellos estarían
condenados al mismo ritmo de trabajo toda la vida: la pesca, la
venta a precios viles
y el ocio destinado al arreglo de las redes" (35).
Muchos italianos fueron pescadores, en Mar del Plata. Un
descendiente se refiere a la vida cotidiana de uno de estos
inmigrantes: "A Juan Carlos D’Amico lo llaman
Chupete. (…) A Chupete le gusta su
profesión, la misma de su padre y de sus dos abuelos
italianos. Para ellos, toda la vida giró en torno a la
pesca. ‘Mi abuelo llegaba a la casa, se lavaba y preparaba
el chupín. Mientras se cocinaba, tejía la red. Todos los días
un poquito. Terminaba de coser, comía, y se iba a dormir
hasta el otro día, que volvía a pescar. Esa era la
vida de él" (36).
Canela recuerda las recetas que cocinaba su madre
italiana: "En verano, una sopa de harina quemada con pan tostado.
Había tortilla de flores de zapallo y criábamos
caracoles de jardín en cajas, que después ella
purgaba para hacer unos exquisitos guisos. Salíamos al
campo en busca de la planta diente de león, que se
agregaba sin su flor a la polenta con panceta" (37).
"Luca Filiziu tiene 82 años y es uno de los
primeros inmigrantes italianos que a mediados de siglo pasado
trajo al país esa costumbre gastronómica que para
los nativos resultaba extraña. Ahora ha vuelto a despuntar
el vicio: a falta de quinta, cría caracoles en el
balcón de su departamento, en el barrio de Constitución. ‘En la Argentina
tenemos que buscar los platos con nuestro propio estilo’,
dice, mientras saca del horno una fuente con brochettes de
caracoles envueltos en panceta y otra con lumaches (como se
denominan en italiano) en salsa picante" (38).
Durante la guerra, los italianos se veían
obligados a consumir animales domésticos: "Hasta ese
momento la guerra sólo había sido sucesivas
noticias de
invasiones, amenazas lejanas –recuerda Agata, el personaje
de Dal Masetto. En realidad, nos dimos cuenta de que la
situación se estaba poniendo mala a medida que comenzaron
a escasear los alimentos. Cuando nació mi hija Elsa ya
faltaba de todo. El pan, el azúcar,
la carne, la harina estaban racionados.
Cierta vez que estuve enferma, para obtener unos gramos
extra de una carne negra y casi incomible hubo que presentar una
receta médica. Pagando muy caro, se conseguían
algunos productos en
el mercado negro.
Había gente que se enriquecía con eso. (…)
Llegó el momento en que cierta gente comenzó a
comer perros. Eso me comentaba Mario. Que los gatos fuesen a
parar a la cacerola era común. Quedaban pocos. Aquellas
familias que todavía poseían uno lo cuidaban para
que no se lo robaran" (39).
En Polonia –recuerda Valeria Rodziewicz-, "La
comida escaseaba, sólo teníamos arroz y la carne de
los caballos muertos esparcidos por las calles. (…) Para poder
comer tenía que vender mi sangre para las
transfusiones" (40). Era el año 1939.
Notas
- Roca, Agustina: "Historia de vida", en La Nación Revista, 12 de julio de
1998. - Markic, Mario: "En el camino", TN, 12 de septiembre
de 2002. - Luna, Félix: Soy Roca. Buenos Aires,
Sudamericana, 1989. - Güiraldes, Ricardo: "Al rescoldo", en R. J.
Payró, J. C. Dávalos, R. Mariani y otros: El
cuento argentino 1900-1930 antología. Buenos Aires,
CEAL, 1980. Pág. 53-60. (Capítulo, vol.
60). - Lugones, Leopoldo: "Oda a los ganados y las mieses",
en Antología poética. Buenos Aires,
Espasa-Calpe, 1965. - Ibídem
- Fernández Moreno, Baldomero: "El vasco lechero
en el café", en Fernández Moreno, Baldomero:
Poesía y prosa. Buenos Aires, CEAL, 1980.
(Capítulo). - Verbitsky, Bernardo: Hermana y Sombra. Buenos
Aires, Editorial Planeta Argentina, 1977. - Gómez Bas, Joaquín: Barrio Gris.
Buenos Aires, Compañía General Fabril Editora,
1963. - Cabal, Graciela Beatriz: Secretos de familia.
Buenos Aires, Debolsillo, 2003. - Trifaro, Mabel: "La inmigración", en
. - Daireaux, Godofredo: "Matufia", en Fray Mocho,
Félix Lima y otros: Los costumbristas del 900.
Sel. y pról. de Eduardo Romano, notas de Marta Bustos.
Buenos Aires, CEAL, 1980. (Capítulo). - Rotstein, Enrique y Fabio: "Fanny Dubroff y David
Rotstein, en www.math/bu.edu/people/
horacio/anc-cast.htm - S/F: Brunswig de Bamberg, María:
Allá en la Patagonia.. Buenos Aires, Vergara,
1995. Gacetilla de prensa. - Dobrée, Pedro: "La emperatriz de San
Julián", en Río Negro on line, General
Roca, 19 de julio de 2003. - Ceratto, Virginia: "Gris de ausencia. Volver a
empezar en un mundo nuevo", en La Capital, Mar del
Plata, 26 de noviembre de 2000. - Belgrano Rawson, Eduardo: Fuegia. Buenos
Aires, Sudamericana, 1991. - Gallez, Pablo: "Malvineros, ingleses, escoceses y
argentinos", en La Nueva Provincia, Bahía Blanca,
18 de febrero de 1999. - García, Griselda: Poema
inédito - Corral Vide, Manuel: "Cocina gallega", en Galicia
en el mundo, Edición Mercosur.
Buenos Aires, 3-9 de septiembre de 2001. - Corral Vide, Manuel: "Cocina gallega", en Galicia
en el mundo, Edición Mercosur. Buenos Aires, 14-20
de febrero de 2000. - Corral Vide, Manuel: "Menú Celta de Samain",
en www.videstapas.com - Ceratto, Virginia: op. cit.
- Lerer, Diego: "Tres caras de la historia", en
Clarín, Buenos Aires, 4 de julio de 1988. - Boulgourdjian-Toufeksian, Nélida: Los
armenios en Buenos Aires 1900-1950. La reconstrucción de
la identidad. Buenos Aires, Centro Armenio,
1997. - Fernández Díaz, Jorge:
Mamá. Buenos Aires, Sudamericana,
2002. - Andruetto, María Teresa: op.
cit. - Betti, Atilio: La noche lombarda. Buenos
Aires, Plus Ultra, 1984. - Bianchi, Alcides J.: Valentín el
inmigrante. Santiago de Chile, el autor, 1987. - Bianchi, Alcides J. Aquellos tiempos….
Buenos Aires, Marymar, 1989. - Muzi, Carolina: "El siglo que yo vi", en
Clarín Viva, Buenos Aires, 26 de septiembre de
1999. - Holmberg, Eduardo L.: "La casa endiablada", en
Cuentos fantásticos. Buenos Aires, Hachette,
1957. Prólogo de Antonio Pagés
Larraya. - Blaisten, Isidoro: "Permiso, maestro", en Carroza
y reina. Buenos Aires, Emecé, 1986. 219
pp. - Giardinelli, Mempo: Santo Oficio de la
Memoria. Buenos Aires, Seix-Barral, 1991. - Gambaro, Griselda: El mar que nos trajo.
Norma, 2001. - Zárate, Francisco de: "A la pesca", en
Clarín Viva, 23 de mayo de 2004. Fotos:
Andrés Hax. - Becker, Miriam: "Casera e italiana", en La
Nación Revista, 23 de diciembre de 2001. - S/F: "La estrategia del
caracol", en Página 12, 25 de agosto de
2002. - Dal Masetto, Antonio: Oscuramente fuerte es la
vida. Buenos Aires, Sudamericana, 2003. - Castrillón, Ernesto y Casabal, Luis: "El
día que fue arrasada Varsovia", en La
Nación, Buenos Aires, 1° de septiembre de
2002.
Un personaje de la novela Mestizo, de Ricardo
Feierstein, recuerda a los roedores con quienes disputaban el
alimento en Polonia, durante la guerra: "en Lemberg venían
épocas de hambruna terrible. Era tanto el hambre que
teníamos que no puede contarse: (…) Jacobo vio pasar
unas ratas que llevaban pletzales, pedazos de pan, desde
las ruinas de una panadería derrumbada por las bombas. El se
metió entre los escombros del sótano, peleó
con los roedores hasta espantarlos y consiguió varios
trozos de pan para repartir entre nosotros. El que no haya pasado
eso no puede entenderlo" (1).
Para Valentìn Bianchi "transcurrieron muchas
noches de insomnio, acostado en la estrecha cucheta del camarote,
mientras pensaba en su nuevo destino y en cual serìa la
suerte que le depararìa. Las incomodidades del barco
carguero en el que viajaba tambièn le producìan
desazòn. Tenìa que sobreponerse a las penurias del
viaje y a sus interminables noches, cuando, con frecuencia,
solìa sentir a las ratas correteando por sobre su cama"
(2).
Un personaje de Lejos de aquí, de Roberto
Cossa y Mauricio Kartun, de vuelta en España, dice a un
argentino: "¿Cómo te creés que la
pasé yo en tu tierra? Trabajaba en un bar dieciocho horas
por día… ¡Dos turnos! Sirviendo a tus
argentinos… soberbios… maleducados, ¡coño!
¡Dieciocho horas por día! Sin sueldo. Sólo
por las propinas y la comida. Dormía en el sótano
con una escoba en la mano para espantar las ratas… Treinta
años juntando plata… ¡plata y odio!
¿Entendés lo que es eso? ¡Treinta años
juntando plata y odio! ¿De qué solidaridad me
hablás?" (3).
El abuelo de Griselda García, calabrés,
mataba a los roedores (4):
(…) nos dejaba mirar la muerte
en los ojos de las ratas atrapadas en
tramperas,
escuchar sus chillidos de bebés
diminutos
cuando el agua hirviendo les caía
encima;
Jacobo Rendler aborrecía a los "bichos" que
poblaban las camas del Hotel de Inmigrantes. En "El viaje" (5),
él evoca: "Nos llevaron al Hotel de los Inmigrantes. Los
judíos
mantuvimos juntos, y al rato se nos acercaron dos personas, se
presentaron y en ídish nos dijeron que venían de la
sociedad judía para ayudarnos en lo que
pudieran.
Nos llevaron a una oficina donde
había unos bancos largos,
nos hicieron sentar y nos iban llamando de a uno. Nos preguntaban
nombre y apellido, origen, profesión y si teníamos
conocidos en el país. Anotaron todo, y nos
acompañaron al primer piso, con mi amigo siempre al lado.
Era un salón enorme con cuchetas de a tres camas. Cuando
vimos las camas perdimos las ganas de acostarnos. Con Melcer
convinimos dormir afuera sobre unos bancos de cemento que
había. Los paisanos que nos habían tomado los
datos
prometieron volver al día siguiente, nos dieron un vale
para el comedor. A mí me dieron un peso en efectivo
indicándome como llegar a la dirección que tenía de una familia
conocida, vecinos de mi abuelo materno en un pueblo del interior
de Polonia que estuvieron una o dos veces en mi casa de
Lublín.
Al día siguiente nos levantamos muy temprano. El
banco de
piedra era muy duro y estábamos a la intemperie, pero las
camas estaban tan sucias y tenían tantos bichos que
teníamos miedo de amanecer de nuevo en
Polonia".
En Memorias para no olvidar (6), de Eduardo
Bedrossian, un armenio "En Buenos Aires, apenas pasó por
el Hotel de los Inmigrantes, que era para europeos, no para
asiáticos. Además los piojos, entonces brazos
armados de la ley, lo echaron a
empujones. Vivió en la calle durmiendo por la noche sobre
los bancos de las plazas, hasta que logró albergue en uno
de los galpones del Ejército de Salvación de La
Boca; allí tenía asegurado el techo y algo de
comida. Los salvacionistas distribuían
democráticamente lo poco que tenían entre muchos
desarraigados y vagabundos hacia los que nadie quería
mirar".
Notas
- Feierstein, Ricardo: Mestizo. Buenos Aires,
Planeta, 1994. - Bianchi, Alcides J.: Valentín el
inmigrante. Santiago de Chile, edición del autor,
1987. - Cossa, Roberto y Kartun, Mauricio: Lejos de
aquí, en Teatro 5. Buenos Aires, Ediciones de
la Flor, 1999. - García. Griselda: poema
inédito - Rendler, Jacobo: "Mis primeros pasos en la
Argentina", en www.enplenitud.com. - Bedrossian, Eduardo: Memorias para no olvidar.
Buenos Aires, 1998.
En la memoria de
la Colonia San José, Alejo Peyret se refiere al temor de
algunos inmigrantes: "He visto en esta Colonia, montañeses
que nunca se habían aproximado a un buey y les
tenían un miedo espantoso, por más mansos que
fueran. Habían arado con caballos, y había
también algunos que nunca habían arado.
Habían solamente carpido algunas varias cuadras de tierra
en las faldas de los Alpes. Venían pues a América a
hacer su aprendizaje de
agricultura" (1).
Antonio Dal Masetto escribió Oscuramente
fuerte es la vida, novela distinguida con el Primer Premio
Municipal y el Premio Club de los XIII. En esa obra él
relata que Agata, que vivía en un orfanato italiano,
temía a la vaca: "Todas las mañanas nos
levantábamos a las seis para asistir a misa.
Después concurríamos a clase y el resto del
día teníamos que trabajar. Las mayores bordaban y
tejían. Sabíamos que el orfanato vendía esa
producción afuera. A las más chicas
nos hacían arrancar yuyos, juntar ramas secas, cuidar los
animales, acarrear baldes de agua, apilar el heno. Pero lo peor
era cuando me mandaban a cuidar que la vaca, mientras pastaba, no
se pasara a la parte sembrada. Le tenía miedo"
(2).
También temía la asturiana Carmen
Díaz (3): "cumplía con su rutina de hierro.
Aprendió a ordeñar, llena de prevenciones, en la
edad de las primeras muecas. Su madre, que no andaba para
remilgos, la obligó de mala manera a perderle respeto a la
vaca, ese monstruo gigantesco e imprevisible. Cada madrugada,
Carmina andaba a pie cuatro kilómetros hasta una
cabaña, ordeñaba la pinta y bajaba con la leche
para sus hermanos".
En Entre Ríos, los inmigrantes temían a la
langosta. El esfuerzo de mucho tiempo se veía destruido
por la plaga. Escribe Ferdinand Constantin, en 1898, en la
Colonia San José: "Hemos salido victoriosos en la
destrucción de estos insecto devastadores. La primera nube
de langostas ha venido sobre mi viña a la tarde. A la
mañana siguiente éramos siete u ocho personas para
recoger 295 kilos sobre los troncos de los durazneros y los
postes de las viñas. Se ha comenzado con la
destrucción de los huevos y enseguida se ha destruido a
las recién nacidas. En la Colonia se ha tenido
pérdida de cosecha hasta este momento. En los alrededores,
donde no se ha podido luchar contra las langostas, el maíz
ha sido arrasado. En estos cuarteles no se veía más
que correr la policía para infligir amenazas a todos
aquellos que no querían participar en la lucha contra los
insectos. Se pagaba 50 centavos los 10 kilos de langostas
recogidos…" (4).
En El árbol de la gitana, Alicia Dujovne
Ortiz relata que se esperaba que su abuelo, maestro que
emigró de Rusia a Entre
Ríos, ayudara a combatir a la langosta: "Los inmigrantes
recién llegados se volvieron hacia Samuel. Era el maestro
y ya había tenido que aprender algunas palabras en
español (…) La mañana de su llegada, apenas
depositado en tierra el último bártulo, de lo
primero que le hablaron fue de la langosta. Acriollados
judíos de Kiev y Kishinev,
todos muy de a caballo y de facón al cinto, le informaron
que, como maestro, su más sagrado deber sería
combatir la langosta. Enseñaría historia
judía (aprovechando la libertad del
exilio para decir a sus alumnos que Moisés sacó
agua de la piedra porque descubrió una fuente
subterránea), castellano (cuando él mismo lo
aprendiera), historia
argentina, aritmética. Y langosta. (…)
Después de clase, don Samuel iba con sus alumnos a remover
esa tierra con palas para que los huevos murieran al airearse"
(5)
A los polacos que se dirigieron a la recién
fundada Colonia de Apóstoles, los amenazaba la presencia
de otros animales e insectos: "debieron esperar dos años
para poder comer pan, ya que las hormigas y los carpinchos
diezmaban los plantíos de maíz. Se alimentaban
principalmente con mandioca, porotos, batata y aprovechaban la
abundancia de animales silvestres que les proveían de
carne" (6).
En "La caza del yacaré", cuento de Elías
Carpena, un portugués teme a este reptil: "No hubo otro
reproche y se dio a limpiar las junturas y a calafatear. Lo
veíamos alquitranar la estopa y embutirla en las ranuras,
cuando de pronto se oyeron unos gritos que surgían de la
maraña del monte. Era el portugués Jaime.
Entró en la senda con los mismos gritos y se nos
allegó. Lo descubrimos transfigurado: en él se
dibujaba el espanto. Se puso en los más descontorsionados
aspavientos; con el habla trabada e hipando. Se abrazó a
don Celedonio y a poco lo apartó para transmitirle mejor
la noticia que le traía: -¡Don Celedonio mío,
encontré un caimán en el junco!… ¡Ay, si no
disparo a tiempo me come! Dice mi patrón que usted es el
único que puede matarlo. Lo están pidiendo todos
los isleños y es porque no podemos más del susto.
Ya le dije a mi patrón: ‘Si el caimán no sale
de junco, yo no voy más al junco. Fue a la descripción: el miedo le dio una
fantasía novelesca. Abultaba exageradamente el
tamaño y además tendría algo de
dragón porque echaba fuego por la boca, y otro fuego le
nacía en llamaradas desde el lomo hasta la cola"
(7).
Guillermo House evoca, en "El mangrullo", la
agonía de un hijo de inmigrantes, y el heroísmo del
camarada sanjuanino que intenta protegerlo: "El conscripto
Colombo (un hijo de gringos de la provincia de Santa Fe) es
regular tirador, pero flojazo para las penurias. (…)
¡Vuelven los cuervos, y los caranchos, y los chimangos!;
desde la lejanía concurren al festín, ávidos
de carne sangrienta, insaciados de vísceras. Giran en
amplios vuelos, en un enorme tirabuzón que termina en los
despojos de la rabicana. Pero ya no quedan sino los huesos
sanguinolentos; los bichos del monte no han perdido tiempo
y ‘se han alzado’ con lo poco que quedaba. (…) De
súbito, uno de ellos –un carancho viejo- mira con
sus pequeños ojos sanguinarios hacia la plataforma donde
se hallan los soldados vencidos por la fiebre. El uno
junto al otro, inmóviles, parecen muertos. (…) Un trozo
de oreja de Colombo se va en la garra de un chimango. Zapata,
reuniendo las pocas fuerzas que le quedan, lo defiende con su
blusa y un cuchillo. Pero, cuando se echa hacia atrás para
tomar aliento, el carancho viejo, que avizora, se atreve; y el
ojo de Zapata queda vacío del formidable picotazo"
(8).
El actor Gabriel Corrado heredó el temor
supersticioso a un animal: "Los padres transmiten la
enseñanzas básicas; entre ellas, algunas
difíciles de explicar, como no abrir un paraguas bajo
techo o caminar para atrás si te cruzás con un gato
negro, que yo recibí de mis ancestros sicilianos"
(9).
En "Historia con tango y misterio" (10), cuento infantil
de Oche Califa, un pequeño nieto de rusos intenta aprender
por las suyas a tocar el bandoneón que le había
prestado un vecino, cuando "De pronto una ráfaga oscura
comenzó a bailar delante de su cara, casi
quemándolo. ¡Un dragón negro y furioso! Era
color ceniza en
la cola y le salía fuego rojísimo por la boca. El
bandoneón se quedó quieto en las rodillas de
Emilio. La verdad es que la ráfaga metía miedo:
rugía y amenazaba con acercarse a la cara de Emilio, que
se la cubría con las manos. De pronto se aclaró el
cielo por un relámpago y el bicho se desparramó en
el suelo. Eran
carbones, algunos negros, otros encendidos".
Notas
- Peyret, Alejo: en Vernaz, Celia: La Colonia San
José. Santa Fe, Colmegna, 1991. - Dal Masetto, Antonio: Oscuramente fuerte es la
vida: Buenos Aires, Sudamericana, 2003. - Fernández Díaz, Jorge: op.
cit. - Constantin, Ferdinand: en Vernaz, Celia: La
Colonia San José. Santa Fe, Colmegna,
1991. - Dujovne Ortiz, Alicia: El árbol de la
gitana. Buenos Aires, Alfaguara, 1997. 293 pp. - S/F: en el Folleto del Museo Histórico Juan
Szychowski, Apóstoles, Misiones. - Carpena, Elías: "La caza del yacaré",
en Los trotadores. Buenos Aires, Huemul, 1973. Pp.
170-1. - House, Guillermo: "El mangrullo", en L. Gudiño
Kramer, J.P. Sáenz y otros:: El cuento argentino
1930-1959* antología. Selecc. prólogo y notas
de Eduardo Romano. Buenos Aires, CEAL, 1981. Pág. 83.
Vol: 77.(Capítulo). - Baduel, Graciela: "Por la vuelta", en
Clarín. - Califa, Oche: "Historia con tango y misterio", en
Un bandoneón vivo. Buenos Aires, Sudamericana,
2002.
En el Martín Fierro (1), José
Hernández compara a un inmigrante italiano con un
potrillito y una oveja:
Había un gringuito cautivo
Que siempre hablaba del barco-
Y lo augaron en un charco
Por causante de la peste-
Tenía los ojos celestes
Como potrillito zarco.
Que le dieran esa muerte
Dispuso una china
vieja-
Y aunque se aflige y se queja,
Es inútil que resista-
Ponía el infeliz la vista
Como la pone la oveja.
En Hacer la América (2), Pedro Orgambide
relata que un gallego se compara con un caballo. A Manuel
Londeiro, "El albanés lo desafía a una pulseada.
Uno es fuerte como un caballo, piensa Manuel, pero uno no tiene
ganas de pulsear. El albanés ha puesto su dinero sobre
la mesa. No, yo no juego por plata. No me importa que mis amigos
piensen que el albanés es más fuerte que yo. Yo no
me juego el jornal". Sin embargo, lo hace: "Manuel Londeiro le
dobla el brazo contra la mesa y caen las monedas en el suelo
entre el jolgorio y el griterío de los
estibadores".
En la novela En la sangre (3), Cambaceres compara
reiteradamente a los inmigrantes con animales. Citamos algunos
pasajes referidos padre del protagonista: "De cabeza grande, de
facciones chatas, ganchuda la nariz, saliente el labio inferior,
en la expresión aviesa de sus ojos chicos y sumidos, una
rapacidad de buitre se acusaba. (…) Continuaba luego su camino
entre ruidos de latón y fierro viejo. Había en su
paso una resignación de buey. (…) Arrojado a tierra
desde la cubierta del vapor sin otro capital que su
codicia y sus dos brazos, y ahorrando asì sobre el techo,
el vestido, el alimento, viviendo apenas para no morirse de
hambre, como esos perros sin dueño que merodean de puerta
en puerta en las basuras de las casas, llegò el tachero a
redondear una corta cantidad".
Carlos de la Púa evoca, en su poema "Los bueyes"
(4), la frustración de algunos inmigrantes:
Vinieron de Italia, tenían veinte
años,
con un bagayito por toda fortuna
y, sin aliviadas, entre desengaños,
llegaron a viejos sin ventaja alguna.
Mas nunca a sus labios los abrió el
reproche.
Siempre consecuentes, siempre laburando,
pasaron los días, pasaban las noches
el viejo en la fragua, la vieja lavando.
Vinieron los hijos ¡Todos
malandrinos!
Vinieron las hijas ¡Todas engrupidas!
Ellos son borrachos, chorros, asesinos,
Y ellas, las mujeres, están en la
vida.
Y los pobres viejos, siempre trabajando,
Nunca para el yugo se encontraron flojos.
Pero a veces, sola, cuando está
lavando,
A la vieja el llanto le quema los ojos.
Entre los inmigrantes que Carlos Marìa Ocantos en
la novela Quilito (5), compara con animales, menciono a
Rocchio, un corredor de Bolsa, "un hombrazo con muchas barbas,
italiano con sus ribetes de criollo". Este hombre es descripto
como "un italiano atlético, cuadrado, con las crines
erizadas, cuya voz era un rugido; tan brusco en sus maneras, que
un buenas tardes de su boca hacìa el efecto de un
escopetazo a quemarropa, y un apretòn de manos
producìa la sensaciòn de arrancar el brazo, a
tirones, brutalmente. Trabajador, eso sí, como una mula de
carga, y ahorrativo como una hormiga; Rocchio no perdía un
minuto de su día comercial, ni gastaba un centavo
más de su cuenta del mes".
También encontramos un inmigrante en "El alma del
suburbio" (6), de Evaristo Carriego:
Soñoliento, con cara de taciturno,
cruzando lentamente los arrabales,
allá va el gringo… ¡Pobre Chopin
nocturno
de las costureritas sentimentales!.
¡Allá va el gringo! ¡Cómo
bestia paciente
que uncida a un viejo carro de la
Harmonía
arrastrase en silencio, pesadamente,
el alma del suburbio, ruda y
sombría!
En "Noticias secretas de América", Eduardo
Belgrano Rawson evoca a los inmigrantes gallegos y vascos, en
relación con el tigre al que se alude en nuestro Himno:
"Cantabas un himno más light, como regía
desde principios de siglo. Lo habían lijado un poco.
¿Qué otra cosa podían hacer? Necesitaban
cortarla con los insultos, como explicó en su momento un
operador del Ministro. ‘Tigres sedientos de sangre’ y
todo eso. Culpa del himno el embajador no pisaba la presidencia,
sobre todo los 9 de julio. A decir verdad, tampoco mostraban
mucho aspecto de tigres los vascos y los gallegos que
desembarcaban todos los días frente al Hotel de
Inmigrantes, pero ésta era otra cuestión"
(7).
La casa de Myra (8), de Aurora Alonso de Rocha,
fue distinguida en 2001 con el Segundo Premio para Autores
Inéditos, en el "Concurso organizado por la
Fundación El Libro, en el
marco de la 27ª Exposición
Feria Internacional de Buenos Aires ‘El libro del Autor al
Lector’ ".
En esa obra, protagonizada por una gallega tomada
cautiva por los indígenas, un personaje describe el
cabello de la inmigrante con rasgos animales: "En unos meses se
le puso la piel del color
del cuero sobado, se le hicieron unos manchones del solazo debajo
de los ojos y como no los tiene oscuros como las otras se ven
como gemas transparentes.
En lo que se ve del descote es pura mancha y peca y
tiene el pelo cerdoso, enrulado y reseco de tanta agua e
intemperie. Igual que las chinas va mexclada de cristiana y de
india: le
cuelgan unas ajorcas pesadas, se ata las clinas con seda trenzada
y las botas son las de media caña, de pata de potro pero
finísima, muy retobada (¡Que las quisiera para
mí!), con lazos de colorines y bordados. Por arriba usa un
vestidito de percal que ha de ser el que traía cuando la
encontré en el puerto, según recuerdo, así
que va medio disfrazada pero tan cargada de lazos y joyas como
una princesa".
En Virgen (9), novela de Gabriel
Báñez que resultó finalista en el premio
Planeta, aparece un titiritero gallego, que tiene muñecos
con ojos de foca: "Sara lo había encontrado deambulando
medio muerto de hambre a los costados de la aduana, sin
documentación y con unas pocas pesetas en
el bolsillo que guardaba como rezago de un viaje de cuarenta
días desde su Pontevedra natal hasta Santos, donde
desembarcó. En Brasil se
había dedicado al incipiente negocio de refinar aceite de
coco, pero por muy poco tiempo, ya que en apenas tres meses tuvo
la fulminante certeza de que su arte jamás
se adaptaría al portugués. No por él, sino
por sus títeres, que extrañaban horrores el
castellano y no se adaptaban a ese idioma pegajoso y transpirado.
Filadelfio Pérez era un trotamundos infatigable, aunque en
su juventud se
había dedicado al deporte de los guantes sin mayor
fortuna, (…) Durante las representaciones se hacía
llamar Maese Pérez, y se valía de su arte para
desbocar argumentos y acomodarlos a su pasión republicana
con ogros franquistas y brujas de la Falange. Pero las mejores
obras las escribía él, y resultaban de una belleza
conmovedora, lo mismo que sus muñecos, enormes y con ojos
siempre idénticos: de foca o de mujer intensa y
húmeda, tristísmos, los más hermosos del
mundo".
En "Las señoritas de la noche", Marta Lynch
presenta un almacenero catalán y su mujer, a la que
designa con un apelativo animal: "(…) El almacenero
arreció en su reyerta milagrosa, recrudeció en los
gritos y en los golpes con su férrea y antigua furia de
anarquista; los vecinos oían ahora incomprensibles
vocablos catalanes y su recia decisión de no dejar al cura
aquel que hiciera un marica de su hijo. La cabra, esa piojosa de
almacén, su mujer que seguía siendo linda
todavía pasó a un segundo plano" (10).
Angel Villoldo evoca, en su "Contrapunto
criollo-genovés", al gringo que canta, comparándolo
con una rata y un gato (11):
Criollo
-Veo que sos muy compadre
y te tenés por cantante,
pero aquí vas a salir
como rata por tirante.
(…)
-Sos para el canto, che, gringo,
como para el bofe el gato,
tomá una grapa d'Italia
y descansemos un rato.
"Diego Corrientes" es uno de los textos que Francisco
Grandmontagne escribió para su "Galería de
inmigrantes", publicada en Caras y Caretas. No manifiesta
que su personaje sea un inmigrante español; lo suponemos,
por el nombre y la descripción de su tierra de origen. En
esa estampa, publicada en 1899, lo compara con un ave: "La falta
de pan y la sobra de hijos arrojaba a Dieguillo del hogar nativo.
Tenía 12 años, saludables como las vetas de joven
encina; cual aguilucho, ágil y fuerte, y bello
además, como engendro de dos cuerpos torneados por duro
trabajo" (12).
Atilio Betti se refiere a los trabajadores golondrina,
quienes viajaban "de Europa a América, de la Argentina a
Italia, para ganar el jornal en la época de la cosecha"
(13). Alberto Sarramone afirma que posiblemente fue el escritor
Víctor Gálvez, el que les dio el apelativo, pues
decía en 1888, ‘Hay extranjeros que se asemejan a
las golondrinas, son aves de paso, vienen cuando el invierno
está en sus bolsillos" (14).
En el tango "Madame Ivonne" (15), musicalizado por
Eduardo Pereira, escribe Enrique Cadícamo:
(…)
Madam Ivonne,
la cruz del sur fue como un signo…
Madam Ivonne,
fue como el sino de tu suerte…
Alondra gris,
tu dolor me conmueve;
tu pena es de nieve
Madam Ivonne.
Gustavo Riccio, en el poema "Elogio de los
albañiles italianos" (16), evoca la realidad social de los
inmigrantes:
De pie sobre el andamio, en tanto hacen la
casa,
Cantan los albañiles como el pájaro
canta
Cuando construye el nido, de pie sobre una
rama.
Cantan los albañiles italianos.
Cantando
Realizan las proezas heroicas estos bravos
Que han llenado la Historia de prodigiosos
cantos.
Hacen subir las puntas de agudos
rascacielos,
Trepan por los andamios; y en lo alto sienten
ellos
que una canción de Italia se les viene al
encuentro.
Más líricos que el pájaro son
estos que yo elogio:
el nido que construyen no es para su
reposo,
el lecho que levantan no es para sus
retoños…
¡Ellos cantan haciendo las casas de los
otros!.
José Portogalo evoca, en "Los pájaros
ciegos" (17), a un napolitano:
Mi padre, violinista, fracasó en Buenos
Aires.
Sin embargo su nombre –Pierángelo-
traía
"gli uccelli" luminosos de las calles de
Nápoles;
Doménico Scarlatti, heraldo de sus
pájaros,
clareaba el mundo denso de su infancia y sus
lágrimas.
Era joven entonces. Soñó graciosos
días
de niebla, de castillos azules en el aire;
quiso las mariposas, las colinas celestes,
la música del mar, las golondrinas,
el dulce resplandor de las estrellas,
las mañanas cargadas de rocío y
gorjeos,
el cielo de los besos entre los abedules,
las yemas palpitantes de la espiga dorada,
el cálido rumor de las campanas, la
noche
con sus hondos misterios, con sus
éxtasis
y su frente caída sobre el musgo.
En su poema "Madre gallega" (18), Ricardo Ares habla de
los ojos de su madre, comparados con pájaros:
Madre gallega,
Pestañas como arcos de ceniza
Sobre ojos de pájaro en vuelo,
(…)
Noche infinita
encastrada en la singer,
bajo la parra encendida de enero
viajabas a Lugo,
montada en tu infancia
y te perdías…
La investigadora Olga Weyne transcribe un testimonio:
"Un modesto testigo criollo de la época de la
inmigración masiva a la provincia de Entre Ríos,
vio de esta manera a los alemanes recién llegados:
‘Vimos llegar la cantidad de inmigrantes como quien ve
llegar la langosta, le via (sic) ser franco; parecía una
invasión. Pero se nos dijo que el gobierno les
había entregado la tierra. Ultimamente no perdimos nada
porque la tierra era de los estancieros y habrán tenido
sus arreglos (…). Había que dejar la tierra a los nuevos
dueños. (Pero) mienten si dicen que los peliamos (sic).
(…) Los colonos son gente buena y tengo muchos amigos entre
ellos, pero pa’ comprenderlos con la jerigonza que hablaban
(…); bueno, le hablo de los viejos y no pa’ ofenderlos"
(19).
En sus Memorias (20), Lucio V. Mansilla compara a
los inmigrantes con pescados: "El italiano no había
comenzado aún su éxodo de inmigrante. De
España, en general del Ferrol, de La Coruña, de
Vigo sobre todo, sí llegaban muchos barcos de vela,
rebosando de trabajadores, aprensados como sardinas, cuyos
consignatarios más sonantes se llamaban Enrique Ochoa y
Ca., Jaime Lavallol é hijos. En cierto sentido eran como
cargamento de esclavos".
Mempo Giardinelli escribió Santo oficio de la
memoria, obra galardonada con el VIII Premio Internacional
"Rómulo Gallegos" en 1993. En esa obra -a la que Carlos
Fuentes se refiere como a una "saga migratoria tan hermosa, tan
conmovedora, tan importante para estos tiempos de odio, racismo y
xenofobia"-,
habla de un oficio que desempeñaban algunos
españoles, y los compara con luciérnagas. En 1886,
"Había muchos policías, allí. Casi todos
asturianos, gallegos. No sé por qué. También
usaban bigote de manubrio y llevaban pistolas al cinto, capote
invernal, quepís duro y alzado y linterna en mano. Cuando
se hizo la noche, los policías se movían como
luciérnagas nerviosas" (21).
Oscar González, en "La anunciación" (22),
evoca a una mujer italiana:
Pronto supo que América
No regalaba nada.
Y tranqueó el empedrado camino del
taller.
O sentada a la Singer enfrentó los
aprietes.
O resistió en las chacras heladas y
granizos.
Y fue la mamma gringa,
Querendona y bravía, que entregó
sus
cachorros.
A otra tierra y otra lengua.
Abeja silenciosa en un país de
afanes,
Se multiplicó en sarmientos.
La madre de Susana Szwarc, nacida en Polonia,
vivió en Siberia. En "Declive" (23), la poeta
expresa:
Tiene una gillette y el ojo apoyado en la cerradura
mira
su negra axila de abeja-madre. Arrasa. Algo se
corre.
En el encuadre, un ojo mira al otro.
Si me estiro veo
la palangana (llena) de estrellas y
abedules
también blancos: habría
nevado.
( El hermano, sobre la nieve, corre
a la muchachita y ahora los ojos ya no
ven.)
En "Canción a Berisso" (24), Matilde Alba Swann
alude a diferentes nacionalidades reunidas en la colmena,
imagen de esa
localidad:
Yo te canto colmena, por eso, por colmena,
y mi canto que quiso ser un grito de
guerra,
un clarín de protesta, una arenga
viril,
Después de conocerte Berisso bien de
cerca
se repliega y comprende, que te haría
feliz
alguna canción dulce de amor que te
conmueva,
una canción de cuna sutil que te
adormezca
bajo un cielo que el humo camufló de
gris.
Gladys Edich Barbosa Ehraije es la autora de la
"Elegía por los inmigrantes" (25), en la que los compara
con mariposas:
Levantan
una Casa
de patios húmedos.
Y por largos corredores
hechos
de llanto
y tiempos
los hijos
se transforman
en mariposas amarillas.
Notas
1 Hernández, José: Martín
Fierro. Testo originale con traduzione, commenti e note di
Giovanni Meo Zilio. Buenos Aires, Asociación Dante
Alighieri, 1985.
2 Orgambide, Pedro: Hacer la América.
Buenos Aires, Bruguera, 1984. Pág.20.
3 Cambaceres, Eugenio: En la sangre. Buenos
Aires, Plus Ultra, 1968.
4 De la Púa, Carlos: "Los bueyes", en L.
Lugones, B. Fernández Moreno, R. Molinari y otros: La
poesía argentina. Buenos Aires, CEAL,
1979. Pág. 89. (Capítulo, Vol. 4).
5 Ocantos, Carlos Marìa: Quilito.
Hyspamèrica.
6 Carriego, Evaristo: "El alma del suburbio", en
Evaristo Carriego y otros poetas: Poemas
Antología. Selección de Beatriz Sarlo,
prólogo y notas por Adriana Barrandeguy. Buenos Aires,
CEAL, 1980. (Capítulo, vol. 47). (Fragmento).
7 Belgrano Rawson, Eduardo: Noticias secretas de
América. Buenos Aires, Planeta, 1998.
8 Alonso de Rocha, Aurora: La casa de Myra.
Buenos Aires, Fundación El Libro, 2001.
9 Bañez, Gabriel: Virgen. Buenos Aires,
Sudamericana, 1998.
10 Lynch, Marta: "Las señoritas de la noche",
en Los cuentos tristes. Buenos Aires, CEAL,
1967.
11 Villoldo, Angel: Cantos populares
argentinos, primera edición, Buenos Aires, N.F.P.G.
Editor, 1916. Tangos, milongas y contrapuntos /
1915.
- Grandmontagne, Francisco: "Diego Corrientes", en Fray
Mocho, Félix Lima y otros: Los costumbristas del
900. Sel. y pról. de Eduardo Romano, notas de Marta
Bustos. Buenos Aires, CEAL, 1980.
(Capítulo). - Betti, Atilio: op. cit.
- Sarramone, Alberto: Historia y sociología de la inmigración
argentina. - Cadícamo, Enrique: "Madame Ivonne", en F.
García Jiménez, H. Manzi, C. Castillo y otros:
Tangos antología. Volumen 2.
Selección, prólogo y notas por Idea
Vilariño. Buenos Aires, CEAL, 1981. (Capítulo,
vol.121). - Riccio, Gustavo: "Elogio de los albañiles
italianos", en J.L. Borges, L.
Marechal, C. Mastronardi y otros: La generación
poética de 1922 antología. Selección,
prólogo y notas de María Raquel Llagostera.
Buenos Aires, CEAL, 1980. (Capítulo, vol.
69). - Portogalo, José: "Los pájaros ciegos"
(Fragmento), en L. Lugones, B. Fernández Moreno, R.
Molinari y otros: La poesía argentina. Buenos
Aires, CEAL, 1979. Pág. 111. (Capítulo, Vol.
4). - Ares, Ricardo: "Madre Gallega", en El Barrio Villa
Pueyrredón, Año VI, Septiembre 2004, N°
65. - Weyne, Olga: El último puerto. Del Rhin al
Volga y del Volga al Plata. Buenos Aires, Editorial
Tesis/Instituto Torcuato Di Tella,
1986. - Mansilla, Lucio V.: Mis memorias
Infancia-Adolescencia. París, Casa Editorial Garnier
Hermanos, 1904. - Giardinelli, Mempo: op. cit.
- González, Oscar: "La anunciación", en
El Tiempo, Azul, 16 de abril de 2000. - Szwarc, Susana: en Bailen las estepas. Buenos
Aires, Ediciones de la Flor, 1999. - Swann, Matilde Alba: "Canción a Berisso", en
Canción y grito, 1955. Incluido en
www.matildealbaswann.com.ar.
(Fragmento). - Barbosa Ehraije, Gladys Edich: "Elegía por los
inmigrantes", en El Tiempo, Azul, 5 de septiembre de
2004.
…..
Entre los recuerdos de lo que se dejó en la
tierra natal, figuran los animales. Al llegar a la Argentina, los
inmigrantes tuvieron una relación más o menos
importante con ellos, ya que les sirvieron de
compañía, de ayuda para el trabajo y les
proporcionaron sustento. Algunos animales fueron aborrecidos:
ratas e insectos son los que se mencionan con mayor frecuencia.
Otros animales –vacas, yacarés, tigres, gatos
negros- fueron temidos.
En la literatura y fuera de ella, los inmigrantes fueron
comparados con animales. Cabe destacar que, según la
visión que se tiene del extranjero, un mismo animal se
elige para elogiar o para denostar. Valga como ejemplo la figura
del buey en la novela de Cambaceres y en el poema de Carlos de la
Púa. El panorama abarca desde la xenofobia de algunos
escritores del 80 hasta la admiración de los escritores
descendientes de inmigrantes, que comparan a sus mayores con
animales, pájaros e insectos, pero con un sentido muy
diferente.
Trabajo enviado por
María González Rouco
Licenciada en Letras UNBA, Periodista