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Mujeres insumisas en la Barcelona industrial



     

    Una mirada a nuestro alrededor, en este caso algo
    alejada en el tiempo, nos
    puede ayudar a comprender algo más la profunda
    conflictividad existente entre el hombre y
    la mujer en el
    seno de una misma clase social,
    en los inicios de la revolución
    industrial. Para ello hemos recurrido a una serie de hechos
    históricos documentados que ilustran aquellas vicisitudes,
    muchas de las cuales perviven hoy. Lo primero que constatamos en
    el período de la industrialización en el siglo XIX
    es la insuficiencia del salario
    único del cabeza de familia para la
    unidad familiar que contara con uno o varios hijos. Ello
    conllevaba la necesidad de incorporación de las mujeres al
    taller o la fábrica, así como los hijos a partir de
    temprana edad: siete, diez o doce años. Aunque las mujeres
    siempre habían trabajado, en ese momento podían
    incorporarse masivamente a unos centros de trabajos donde, a
    cambio de un
    salario y bajo vigilancia masculina, va a producir
    mercancías visibles que tendrán un valor de
    cambio. Ello, a su vez, conllevará el descubrimiento del
    valor de la sociabilidad del mundo fabril y el abandono de la
    domesticidad. Se produce un progresivo cambio en su lenguaje,
    empieza a entender de economía laboral,
    discutía con el encargado, adquiría conocimientos
    de las máquinas
    hasta entonces reservados a los hombres y, sobre todo,
    tenía contacto con otras mujeres de su condición,
    con las que pasaba más horas que con el marido -con
    éste los turnos laborales a menudo no eran
    coincidentes.

    Ahora escuchaba de primera mano las aspiraciones
    reivindicativas de su clase y sabía de preparativos y
    luchas que se llevarían a cabo allí o en otros
    lugares. Todo ello rompía el ideal cuadro de la familia
    obrera pobre pero feliz, con la esposa y los hijos esperando al
    padre y esposo al final de jornada laboral. La mujer dejaba de
    ser «el ángel del hogar» tal como era a menudo
    denominada. Aparte consideraciones de índole netamente
    económicas o de amparo hacia
    ella, es evidente que para muchos varones esta situación
    comportaba relaciones difíciles puesto que, a pesar de la
    diferencia salarial, ambos tenían las mismas experiencias
    y conocimientos y el hombre
    perdía su exclusividad en el nuevo mundo de la producción industrial. En adelante la
    aportación económica era compartida y su
    ascendencia sobre la mujer y su autoridad como
    cabeza de familia se sacudía.

    En 1855 constan peticiones para que dejen de contratarse
    menores de diez años y también van apareciendo
    solicitudes de que no se acepte a las mujeres. Sin embargo nada
    se legisla hasta entrado el siglo XX. En 1868 en Igualada,
    segunda población industrial textil de Catalunya,
    los trabajadores entraron en conflicto con
    las mujeres obreras oponiéndose a que éstas
    pudieran seguir trabajando en la fábrica; el motivo
    aducido era que este tipo de trabajo fuera
    del hogar embrutecía a la mujer de manera que le
    impedía realizar debidamente su papel de esposa, madre y
    ama del hogar, considerado éste por la iglesia un
    «segundo altar» después del que sirvió
    para el matrimonio. Se
    invocó asimismo la creciente conflictividad en el seno de
    familias en que ambos, hombres y mujeres, trabajaban, al
    rivalizar ellas con el estatus del varón. Merecen
    destacarse varios hechos a este respecto. Por la
    resolución de un «Convenio entre la Comisión
    de Fabricantes y la de Trabajadores», mediando la Junta
    Revolucionaria de Igualada, los hombres consiguieron al fin que
    setecientas trabajadoras fueran despedidas de sus puestos de
    trabajo.

    En la lista de inconvenientes aportada por los
    trabajadores-hombres contra la presencia femenina en la
    fábrica estaba «…que estas mujeres puestas y
    preferidas en el lugar de los operarios bien se las considere
    esposas, hermanas o hijas es fácil ver desde luego su
    orgullo y predominio con respecto a sus padres, maridos o
    hermanos, y de aquí los insultos, las injurias, los
    desprecios, los dictados de gandules y vagos contra las personas
    que en otro caso amarían y respetarían,
    imposibilitando a éstos en tan triste situación de
    poder
    reprender a aquellas sus defectos y deslices…» Muchas de
    ellas recibirían a partir de entonces el trabajo en
    casa y lo ejecutarían por un salario más bajo que
    el que percibían antes en el taller. Esto fue aceptado por
    los hombres. En cambio los patronos no pensaban lo mismo. En la
    Cartilla Industrial o nociones de industria,
    economía y comercio
    explicadas por un industrial preceptista
    aparecida en
    Barcelona en 1861, decían: «Si poseéis la
    fuerza
    corporal que exige vuestro oficio, trabajaréis sin
    cansancio, el día no os parecerá demasiado largo,
    estaréis de buen humor cuando os volveréis a
    vuestra casa, y el día siguiente emprenderéis sin
    disgusto el trabajo que da el pan a vuestra
    familia».

    En 1881 se dio una huelga de
    mujeres en la comarca de Igualada por los bajos sueldos, jornadas
    extenuantes y condiciones de vida. Por ella un importante
    grupo de
    mujeres fue encarcelado. La huelga duró casi cinco meses.
    Leemos en la revista
    Acracia, enero de 1887: «Es un hecho probado que en
    los trabajos en que la mujer puede hacerle la competencia, el
    hombre gana un jornal más reducido que en aquellos otros
    en que esta competencia no es posible; de modo que el obrero,
    aunque sólo fuera por egoísmo, debería
    tratar de sacar a la mujer del taller o de la fábrica,
    para que pudiera dedicarse única y exclusivamente a los
    quehaceres domésticos, y gracias que ella tuviera tiempo y
    fuerzas suficientes para hacerlos todos. Tenemos que afirmar que
    por parte de los compañeros trabajadores lo que más
    les importa a ellos para que la mujer se retire del infame telar,
    de la máquina que la devora, es la competencia, el peligro
    que constata de perder él su puesto de trabajo, y menos
    las condiciones miserables en que ella se
    encuentra».

    En Condicions materials i resposta obrera:
    «Ilustración Ibérica»,
    «La dona, cap a casa», juliol 1904: «el taller
    y la fábrica, son para la operaria soltera liza peligrosa
    de deseos; son para la operaria casada, aparte ése mismo
    peligro, aislador del afecto. La promiscuidad del taller y de la
    fábrica, horroriza confesarlo, suele ser a veces, para la
    casada como para la soltera, fosa común del poder y, quien
    sabe, si primer peldaño de la licencia» Bajo la
    máscara masculina en defensa de la dignidad de la
    mujer, intentando eximirla del trabajo fabril, en realidad se
    escondía el temor a la baja de salarios ante la
    creciente oferta de mano
    de obra femenina: los patronos sustituían los hombres por
    mujeres y niños
    en cuanto podían, aprovechando huelgas, enfermedades o ampliaciones
    de personal. Los
    hombres entonces tenían que buscar trabajo en otras
    actividades para las que no estaban preparados. En ningún
    momento, sin embargo, aparece la protesta de los hombres contra
    el trabajo hecho en casa por las mujeres, a pesar de la
    pésima remuneración que percibían. A finales
    del s. XVIII en un informe se dice
    que «hay varias obras en las que es lástima emplear
    la fuerza varonil, y en las que las mujeres y niños pueden
    levantarse: los cordones, botones, encajes, bordados y otras
    manufacturas de esta especie, son suficiente objeto para las
    manos de una mujer y un niño, y no deben ocupar a un
    hombre digno por otra parte de más sólido e
    importante trabajo». Teresa Claramunt, mujer tenaz y
    lúcida, salió al paso y puso orden a las ideas
    acompañándolas de las acciones
    correspondientes.

    En 1883 trabajando en el ramo textil de Sabadell,
    inició y sostuvo con otras compañeras la
    «huelga de las siete semanas», en pro de la jornada
    de diez horas para las mujeres, conflicto que cobró una
    dureza fuera de lo habitual. Antes de terminar aquel siglo,
    escribía: «El calificativo `débil’
    parece que inspira desprecio, lo más compasión. No:
    no queremos inspirar tan despreciativos sentimientos; nuestra
    dignidad como seres pensantes, como media humanidad que
    constituimos, nos exige que nos interesemos más y
    más por nuestra condición en la sociedad. En
    el taller se nos explota más que al hombre, en el hogar
    doméstico hemos de vivir sometidas al capricho del
    tiranuelo marido, el cual por el solo hecho de pertenecer al
    sexo fuerte se
    cree con el derecho de convertirse en reyezuelo de la familia
    (como en la época del barbarismo) (…) Dejaos, amigas
    mías, de estos embustes que os enseñan las religiones todas (…) Este
    falso y perjudicial principio de la desigualdad ha venido
    imperando hasta nuestros días, extendiéndose hasta
    caer en el vergonzoso extremo de dividirse los hombres en clases
    y subdividirse éstas al infinito… Claramunt no era
    partidaria de crear un movimiento
    específico de mujeres para conseguir su
    emancipación; pensaba que era dentro de la sociedad
    heterosexual donde ellas tenían que despertar su propia
    conciencia y
    jugar su papel. Merece la pena resaltar el carácter de iniciativa y la ausencia de
    lamento y queja en la lucha para mejorar la situación de
    la mujer:

    «Subordinada la mujer al dominio del
    hombre impone ella ese mismo dominio a los seres más
    débiles que la rodean, tratando de inspirarles temor.
    Así la educan, y así educa ella después. Le
    impusieron obediencia irracionalmente y de igual modo la impone
    ella a sus hijos» (…). «Sin voluntad y sin
    conciencia, mima la mujer al hombre con quien vive, sólo
    porque haciéndolo así cree cumplir su
    obligación. Le han dicho que sus deberes de casada le
    imponen que satisfaga los caprichos del esposo, y los satisface
    maquinalmente, sin que su corazón
    intervenga. Así viviendo, sus caricias adquieren con mucha
    frecuencia el carácter de las que se prodigan en los
    lupanares».

    Eran frecuentes en las fábricas textiles las
    explosiones de calderas que
    eran auténticas catástrofes. En junio de 1882
    reventó la caldera de la fábrica «Morell y
    Murillo» de Barcelona, muriendo 18 personas, entre las
    cuales había niños, niñas, mujeres y algunos
    hombres. Cerca de Manresa, en el Pont de Vilomara, el 17 de
    febrero de 1902 estalló la caldera de la fábrica
    «Jover» muriendo 12 personas (cinco hombres y siete
    mujeres, algunas no pasaban de los doce años). El
    maquinista fue detenido y confesó que la máquina
    estaba en mal estado a
    consecuencia de la continua presión,
    pues la mayor parte del tiempo trabajaba con más fuerza de
    la que su potencia
    permitía, aunque esto lo había notificado a los
    dueños repetidas veces.

    Teresa Claramunt escribió: «…Las
    víctimas son mujeres y niñas de cinco y seis
    años y algunos hombres, y no sólo regatean las
    frases de la más vil compasión sino que
    también ocultan las edades de esas tiernas criaturas, que
    no más nacer, la fiera burguesa ya les chupaba la sangre, la vida
    hermosa de la infancia. El
    número de víctimas todavía no lo ha
    transmitido la prensa y hasta la
    llamada liberal, ha escaseado los datos más
    sencillos. Luego esos mismos periódicos dedicaron insulsos
    artículos al bello sexo, tiernas poesías
    a la infancia. ¡Hipócritas! ¡Infames!
    ¿Es que acaso la mujer obrera no pertenece al mismo sexo
    que la mujer burguesa? ¿Es que acaso el niño que
    nace en humilde casa no sonríe con la misma inocencia que
    el que nace en un palacio? Ya lo ves, mujer proletaria, nuestros
    hijos no inspiran a nadie ningún sentimiento noble.
    Nosotras las mujeres obreras, no pertenecemos al sexo
    débil,… Ya lo sabéis, obreras, en la sociedad
    actual existen dos castas, dos razas: la de nosotras y nuestros
    compañeros, y la de esos zánganos con toda su
    corte. No tendremos pan, ni dicha, ni vida, ni seguridad para
    nuestros seres queridos y para nosotras, hasta que desaparezcan
    del todo esa maldita raza de parásitos.»

    La manifestación con motivo del primer Primero de
    Mayo en Barcelona el año 1890, estuvo presidida por una
    pancarta que proclamaba «Jornada legal de 8 horas».
    En los parlamentos de aquel día una y otra vez se hicieron
    varias peticiones alrededor de las condiciones del trabajo, como
    la supresión de las agencias de colocación y
    algunas referentes a la mujer trabajadora, como la
    abolición del trabajo femenino en determinadas
    actividades, así como de cualquier clase de trabajo en
    horario nocturno para las mujeres y los menores de ocho y diez
    años. De hecho no sería hasta el año 1900
    cuando se prohibiría el trabajo a los niños y
    niñas menores de diez años, siendo regulada la
    jornada laboral para las mujeres en once horas, es decir semana
    de sesenta y seis horas. En 1908, por un Decreto, se
    prohibió el trabajo a las mujeres menores de edad y a los
    muchachos con menos de dieciséis años en las
    industrias y
    talleres con riesgos de
    intoxicación, trabajos con explosivos o productos
    inflamables. Sin embargo nos encontramos con muchos testimonios
    que afirman que durante muchos años, sobre todo lejos de
    la ciudad, las jornadas laborales de mujeres y niños eran
    interminables. En Ripoll, por ejemplo, en 1917 trabajaban 11
    horas y media de lunes a viernes y nueve y media los
    sábados. Las revueltas de la Semana Trágica
    señalan un punto álgido en esta época de
    proyección social de las mujeres. Es conocida la
    decisión y el papel que desempeñaron en aquellos
    días.

    En primer lugar, para extender rápidamente la
    huelga desde sus inicios, ellas, con un lazo blanco, junto con
    los hombres, formaron piquetes recorriendo las fábricas
    para pedir su abandono a los trabajadores. A las 6 de la
    mañana del lunes día 26 de julio de 1909, una
    mujer, Mercedes Monje, subida a un banco de la plaza
    de Catalunya, que se hallaba llena a rebosar, pidió a los
    trabajadores que no se dirigieran a su trabajo, que lo
    abandonaran y se manifestaran como rechazo a la guerra en
    Marruecos. Mercedes fue detenida y la muchedumbre dispersada por
    la guardia civil. Rápidamente grupos de mujeres
    acompañadas por chicos jóvenes recorrieron las
    calles pidiendo el cierre de las tiendas y almacenes. Otro
    timorato testigo presencial cuenta: «La muchedumbre, al
    grito de ¡mueran los frailes! empezó a levantar
    barricadas y las mujeres, tomando parte en la lucha,
    dábanle un carácter excepcional, emulando a las
    calceteras de la revolución
    francesa. ¿Eran las madres y las esposas de los
    reservistas expatriados?… ¿Cómo confundir las
    ternuras del amor con los
    rugidos de las hienas?»…

    Una semana después, cuando la revolución
    agonizaba y la mayor parte de obreros habían regresado a
    las fábricas, «grupos de mujeres circulaban por las
    barriadas demandando la libertad de
    los detenidos y pretendiendo que hasta que se obtuviera
    aquélla, no entrasen los obreros en las fábricas y
    salieran los que ya en ellas trabajaban». La presencia y
    protagonismo de las mujeres en esta huelga revolucionaria, que no
    sólo se dio en Barcelona sino que se extendió a
    otras poblaciones de la provincia, mereció el
    reconocimiento de José Comaposada que había
    participado en ella: «Ellas [las mujeres] fueron el
    alma del
    movimiento. Sin ellas en muchas poblaciones no se hubiese
    exteriorizado la protesta ni hubiese ocurrido nada. Ellas, (…)
    que recuerdan a los seres queridos volviendo de las
    últimas guerras
    coloniales convertidos en esqueletos, vieron con lágrimas
    en los ojos que empezaba una nueva guerra y que nuevos hijos iban
    a ser sacrificados, no ya para defender la integridad de la
    patria, sino para atentar a otra patria tan digna de respeto como la
    nuestra, con objeto de defender los intereses de un puñado
    de capitalistas (…).

    Muchas han pagado con largos meses de cárcel y
    algunas con condenas, variando de meses de encierro a pena de
    muerte, el cariño con que trabajaron para el triunfo
    de la causa del pueblo (…).» Hasta ahora habían
    sido pocas las voces masculinas que habían denunciado la
    situación de la mujer. Desde 1904 estas voces
    tomarían cuerpo, por ejemplo, en la Sección
    española de la Liga Universal de la Regeneración
    Humana
    , eco de la Federación Universal de la Liga
    de la Regeneración Humana
    creada en París en
    1900 tras una serie de reuniones clandestinas en el domicilio de
    Ferrer y Guardia. Se trataba de la Liga neomalthusiana, que
    pretendía crear en ambos sexos una conciencia libre y
    responsable en la maternidad y la procreación. En el
    encuentro fundacional habían coincidido Paul Robin, Luis
    Bulffi (autor de ¡Huelga de vientres! que tantas
    ediciones vería, -en España en
    1908 apareció la 5ª-), Emma Goldman, Rutgers,
    Sebastián Faure,… Antes de cumplirse el primer
    año de su fundación, la Sección
    Española contaba con treinta y seis secciones; la revista,
    denominada Salud y Fuerza alcanzaba importantes tiradas.
    René Chaugui en su opúsculo La mujer esclava
    escribía en 1907: «Cada uno de nosotros
    créese ser más sincero que el resto de los hombres.
    La idea que tiene el hombre respecto a su superioridad sobre la
    mujer, no tiene fundamentos sólidos. Es una ilusión
    nacida del deseo de dominar. Sobre todas las cosas está el
    deseo de dominar. Con la simple lectura del
    código
    se nota que son los hombres los que han hecho las leyes. (…) Es
    necesario que esto acabe. Es necesario que la mujer tome
    conciencia de sí misma, se canse de su estado presente, se
    niegue a ser por más tiempo ora una muñeca, ora una
    sirvienta y siempre una propiedad.» No era fácil para los
    hombres reconocer el ascenso de las mujeres trabajadoras en su
    emancipación.

    En el Congreso de constitución de la CNT de 1910 se
    aprobó la propuesta de los delegados de Alcoi y Barcelona
    en que se decía: «Nosotros consideramos que lo que
    ha de constituir precisamente la redención moral de la
    mujer _hoy supeditada a la tutela del
    marido- es el trabajo, que ha de elevar su condición de
    mujer al nivel del hombre, único modo de afirmar su
    independencia.
    Además hemos de considerar la disminución de horas
    de trabajo de las mujeres en las fábricas; (…) Por
    consiguiente, como conclusiones, la ponencia expone al Congreso:
    1º-. Abolición de todo trabajo superior a las fuerzas
    físicas. 2º-. Entendiendo que para lograr su
    independencia la mujer necesita del trabajo, y por consiguiente
    éste es penoso y mal retribuido, proponemos: 1º Que
    el salario responda a su trabajo con idéntica
    proporción al del hombre. 2º Que sea deber de las
    entidades que integran la CNT que se comprometan a hacer una
    activa campaña para asociar a las mujeres y para disminuir
    las horas de labor. (…). Cabe señalar que entre los 96
    representantes en este Congreso no figuraba ninguna
    mujer.

    Esta ausencia se repetiría todavía en el
    Congreso de la Confederación Regional de Cataluña
    celebrado en Sants en 1918, al menos a nivel de
    representatividad. Durante el verano de 1913 las mujeres de
    manera masiva fueron a la huelga proclamada por el sindicato
    textil «La Constancia», de afiliación
    predominantemente femenina. Fueron cerca de 60.000 las obreras de
    Barcelona y provincia que hicieron la huelga, de las cuales
    18.000 pertenecían a este sindicato.

    Se consiguió, en parte, el objetivo de
    hacer que se cumpliese la legislación vigente acerca de
    las condiciones de la jornada laboral femenina, sobre todo por lo
    que se refiere a la noche. Los testimonios de la época se
    quedan estupefactos ante la firmeza de las mujeres. Los
    mítines que hasta entonces estaban monopolizados por la
    voz de los hombres fueron repetidamente alternados con las voces
    de representantes del mundo laboral femenino. El día 11 de
    agosto las mujeres se opusieron a la voz de los dirigentes
    masculinos que proponían finalizar la huelga ante la
    promesa del gobierno de
    proclamar la jornada de diez horas. En el parlamento una obrera
    manifestó categóricamente que «si los hombres
    se acobardaban, que se retirasen, que las mujeres
    continuarían la huelga». Finalizada la lucha
    _iniciada el 30 de julio y finalizada el 15 de septiembre- y a la
    hora de hacer balance, los antagonismos entre trabajadores y
    trabajadoras afloraron, de tal manera que el delegado de
    aquél sindicato declaraba: «Antes, en los talleres
    había un 25% de hombres; hoy no pasan del 1 al 2%; el
    resto son mujeres, a quienes se puede explotar a medida del
    deseo, y, como sobran brazos resulta que los obreros tienen que
    dedicarse a otros oficios, con perjuicio suyo, y los que
    trabajamos en este ramo tenemos que conformarnos con un jornal de
    mujer [sic], y hasta sin saber lo que al cabo de la semana vamos
    a ganar.»

    A inicios del siglo los salarios de la mujer -para un
    mismo trabajo y una misma producción- eran entre un 50% y
    un 60% más bajos que los del hombre, diferencia que en
    cierta medida se fue atenuando pero de manera moderada. A pesar
    de la predilección de los amos por las mujeres a la hora
    de la contratación, los cargos de contramaestres y
    encargados estaban reservados a los hombres, siendo éstos
    de absoluta confianza para el patrono; ello contribuyó a
    aumentar la animadversión entre los dos sexos. Los
    años que acompañaron la primera guerra
    mundial fueron crueles para la clase obrera que veía
    como las subsistencias se encarecían sin límite, a
    la par que los salarios se mantenían bloqueados. De nuevo
    las mujeres, al menos que sepamos en Barcelona, Málaga,
    Alicante y Almería, se pronunciaron invadiendo las calles.
    Repetidamente la prensa habla de los asaltos a tiendas, mercados y
    carbonerías incautándose y decomisando
    víveres de primera necesidad. En Málaga dos mujeres
    y dos hombres murieron a tiros por disparos de la guardia civil,
    mientras en Barcelona dos pancartas anunciaban «Mujeres en
    la calle para defendernos contra el hambre» y
    «¡En nombre de la humanidad, las mujeres toman las
    calles!». En esta ciudad una muchedumbre de mujeres se
    dirigió hasta la plaza de Catalunya donde se escucharon
    las voces de María Marín y Amalia Alegre. Sabemos
    por la prensa que las mujeres rechazaron la presencia de hombres
    en la manifestación y los actos posteriores.

    La inoperancia, la pasividad y el rol de los hombres
    quedó explicitada con una pancarta en Málaga que de
    manera tajante decía: «¡Fuera hombres!».
    Estos hechos nos llevan a creer que se iba afianzando la
    convicción de la necesaria emancipación y
    autonomía en la lucha por la mejora de las condiciones de
    la mujer, y que poco o nada podían esperar de los hombres.
    Un dato elocuente es que entre los años 1905 y 1921 las
    huelgas de signo femenino fueron 185 en Barcelona. Los conflictos de
    los últimos años muestran ya un significativo
    aumento de afiliación a los partidos y sindicatos.

     

    Revista Etcétera, mayo 2005  
     

       

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