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La sociedad capitalista, eminentemente urbana



     

    Al inicio de la Revolución
    Industrial, cuando la ciudad pasa de ser un depósito
    de mercancías y sede comercial a ser también centro
    productivo, tan sólo Londres era una gran ciudad con 1
    millón de habitantes y era a la vez capital de un
    extenso imperio. Nueva York,  por ejemplo, hacia 1825
    tenía unos 60.000 habitantes y Chicago no llegaba a los
    5.000. Al iniciarse el siglo XX, sólo 11 ciudades en el
    mundo superaban la cifra de 1 millón de habitantes:
    Londres, París, Berlín, Viena, Moscú, S.
    Petersburgo, NY, Chicago y Filadelfia, en Europa y América;  y en Asia; Tokio y
    Calcuta, y quizás Shangai. Veinte años más
    tarde su número era de 20. En 1940, su cantidad se eleva a
    51. En 1961, se cuentan unas 80. Esta tendencia ha ido en aumento
    de manera vertiginosa: en 1980 la cifra era de 226 y, en 1997,
    284 ciudades superan el millón de habitantes. De estas
    más de 40 superan una población de más de 5 millones y
    como mínimo 10 de ellas superan los 10 millones. La
    propensión a la aglomeración de la población
    en grandes Metrópolis se ha extendido por todos los
    continentes del Planeta: EUA, tiene 37; China, 45;
    Japón,
    10; en la India hay al
    menos 12; en América
    Latina, 21 y en Africa, otras 21,
    etc. De los más de 6.000 millones en que se cifra
    actualmente la población mundial, más de la mitad
    vivimos en ciudades; y cada vez más los pueblos no son
    más que imitaciones de las formas de comportamiento
    y hacer de las ciudades

    La Industrialización dio lugar al desplazamiento
    de grandes masas de población y a su reubicación
    precaria en las ciudades ya formadas o en aquellas que se creaban
    a su ritmo. También actualmente, masas de gente siguen
    abandonando sus lugares de origen, sus saberes, sus formas de
    vida y siguen llegando a las zonas industrializadas o en
    vías de serlo con la calificación de no
    cualificados y eran y son considerados únicamente como
    «manos» dispuestas a realizar cualquier trabajo que se
    ofrezca y en cualquier condición económica y de
    salubridad. «Manos» dispuestas a construir el
    ferrocarril, a trabajar encerrados  en minas y fabricas, en
    cualquier cadena de montaje, o en la agricultura
    industrial, a limpiar centrales nucleares… Dispuestas a morir
    en el camino, para una vez llegadas y establecidas en la
    ilegalidad propiciada por el poder,
    realizar los trabajos más duros por un cualquier miserable
    sueldo.  Cada vez más sólo queda una certeza:
    el dinero es
    imprescindible para sobrevivir y tiene que conseguirse de
    cualquier manera.

    La frase de Shelley «El infierno es una ciudad
    exactamente como Londres», se pudo aplicar a todas las
    ciudades que han crecido al ritmo del capitalismo y
    aún hoy se puede aplicar a tantas metrópolis a
    cuyas zonas fronterizas llegan los pobres por millares para
    ubicarse en los anillos de chabolas que rodean los anteriores
    anillos de desvencijados bloques colmena de los suburbios
    obreros, que a su vez sustituyeron a las anteriores chabolas.
    Esto da lugar a que los límites de
    la ciudad estén en continua y precaria expansión y
    que el lugar de «esperanza» pueda convertirse en
    tumba por cualquier fenómeno meteorológico o por el
    derrumbe de un inmenso basurero.

     

    La
    ciudad

    De la multiplicidad de realidades que muestra y esconde
    la ciudad podemos destacar algunas que nos puedan ayudar a
    entender el mundo en el que estamos.

    Ante todo, la ciudad como lugar de aluvión, donde
    la llegada de otros – bárbaros, en el sentido
    etimológico de la palabra: que balbuceaban el idioma
    allí impuesto
    conforma su ser y la llena de contenido.

    Por otra parte, la ciudad, como símbolo de la
    modernización y centro de aplicación de los
    últimos avances de la técnica, tanto a nivel
    colectivo como individual. El uso planificado de esta
    técnica desde el punto de vista urbanístico,
    determina un tipo de ciudad y educa a los ciudadanos, impone una
    disciplina y
    un control, conforma
    un hábitat
    determinado que obliga a vivir de una única manera
    posible, con la exclusión de otras; teniendo en cuenta de
    que este urbanismo, aunque es uno de los múltiples
    posibles, se ha impuesto -a la fuerza cuando
    se ha creído conveniente- como el único posible,
    pues es la expresión de la civilización existente.
    Y a nivel individual, cada casa, cada piso,  son un acopio
    de objetos técnicos: TV, radio y
    teléfonos, diversos aparatos electrodomésticos y
    también los automóviles y las motos son un
    cúmulo de tecnología.

     También, la ciudad, como vanguardia y
    centro impulsor de la cultura 
    dominante. Este, como forma dominante y única que detenta
    el poder económica y políticamente, genera su
    cultura totalitariamente, estableciendo sus modelos de
    conducta,
    jerarquías y sus prioridades, produciendo necesidades,
    conformando una manera y una forma de ser, estar y tratar al
    mundo, a la naturaleza (y
    ahí estamos incluidos todos).Y si bien creemos con
    Wittgenstein, «Que el pensamiento
    contiene la posibilidad de la situación que piensa»
    y «Que lo que es pensable también es posible»,
    constatamos que para pensar otra forma de ser, tratar y estar con
    el mundo se necesita la complicidad de muchos y esto sólo
    es posible mediante la
    comunicación de unos y otros. Pero precisamente
    también constatamos que este mundo esta organizado para
    fomentar el aislamiento entre las personas y el urbanismo, que es
    la ordenación del espacio y el tiempo de la
    ciudad contribuye, y con todas sus fuerzas, a que esto sea
    posible.

    Y también, la ciudad como especulación del
    suelo y de los
    bienes
    naturales.

     

    El suelo y la
    ciudad

     La propiedad del
    suelo  (bien inmueble, esto es, no trasladable, a diferencia
    del bien mueble) no es consecuencia de ningún medio de
    producción, y sin embargo, pocas
    mercancías producen tanto beneficio en su
    transacción y sin un trabajo aplicado como el suelo
    urbano: éste, entre otras características, es
    irreproductible, limitado, lo que posibilita un incremento
    ilimitado de su valor.

    Cuando los señores feudales, desde principios del
    siglo XI, concedían tenencias a sus súbditos, un
    beneficium, a cambio de
    fidelidad, trabajo y servicio,
    asentaban los pilares  del concepto moderno
    de la propiedad privada de la tierra en
    forma de parcelas, ya sean  grandes o pequeñas. La
    posesión de un Feudum, normalmente un terreno,
    suponía  para el súbdito el medio,
    generalmente ajustado, para subsistir. Para el feudal, la manera
    de incrementar su poder, seguridad o
    beneficio. Otros Feudos consistían en la concesión
    del cobro de un peaje, la cesión al vasallo de una
    cantidad fija de dinero por
    año, o a otros que todavía no lo eran. Estos
    debían incrementar la cantidad recibida como fuera y
    devolver parte del excedente al señor. A menudo, no
    pudiendo pagar, se incrementaba el número de siervos. Los
    que ya lo eran, pasaban a mayor grado de servitud.

     La Revolución
    francesa  dejó claro que era posible aunar la
    posesión de los medios de
    producción con la del suelo. Antes de que lo hiciera el
    capital financiero, la burguesía se había dado
    cuenta  que con menos riesgo, y a medio
    y corto plazo podía conseguir fuertes rentabilidades con
    la especulación de este bien.

    Tomando como ejemplo Barcelona, esta ciudad
    recibió entre 1900 y 1950,  677.500 inmigrantes, y
    entre 1950 y 1962, a 285.000 más. Evidentemente, este
    crecimiento demográfico, consecuencia de los desiguales
    crecimientos económicos del país, y más
    aún por la desolación de la postguerra,
    abrió un frente especulativo de dimensiones
    insospechadas.

     En 1927, en vigilias de la Exposición
    Internacional, se contaban 100.000 realquilados en la ciudad,
    llegando la densidad de
    población a 1.025 habitantes por hectárea en algun
    distrito.  En 1950, el déficit de viviendas era de
    110.000. En 1972, 85.000. Hoy, aunque no se concede el acceso a
    la vivienda a todo aquél que la necesita sabemos que
    físicamente se han cubierto los déficits: hay
    viviendas para todos, pero por el momento, toda esperanza de
    cualquier vestigio de «colectivización», se ha
    desvanecido. Sabemos las luchas diarias del movimiento
    okupa por lograr algunas de las 70.000 viviendas o locales
    vacíos, sin uso alguno, cerrados en Barcelona.

    Un bien tan elemental, básico, el suelo,
    está hoy en los límites económicos que lo
    hacen inalcanzable para una gran parte de la población:
    el trabajo de
    una vida; la plusvalía generada por este trabajo, es
    justamente  el precio de la
    vivienda que, encastillada la una encima de la otra, compartiendo
    verticalmente un mismo suelo, que puede ser arrebatado por algun
    impago en cualquier momento, este trabajo y dependencia de los
    nuevos señores de la tierra,
    mantiene como base un pacto de corte feudal: fidelidad, trabajo
    fiel  con lo que conlleva de servidumbre de por vida, a
    cambio de un precario disfrute de la vivienda.

    A la par que el suelo urbano se convierte en el objeto
    de especulación por excelencia, la conquista del espacio
    multiplica obviamente la tasa de ganancias. La verticalidad,
    llevada a cabo en extremo con edificios singulares y rascacielos,
    posibilita  hasta límites insospechados la conquista
    del suelo con todas sus consecuencias. También la
    conversión de terreno marítimo en suelo urbano
    (Barcelona, frente litoral de la llamada Diagonal Mar, por
    ejemplo), camina en este sentido.

      La ciudad moderna presenta la máxima
    abundancia de productos que
    antes escaseaban (ropa, alimentos,
    productos para la salud y el ocio, etc.), a la
    vez que muestra los síntomas de escasez, de
    agotamiento, de aquellos otros que por su orígen natural,
    sobraban: energías y suelo. Sometidos a las leyes de la
    oferta y la
    demanda, estos
    bienes naturales han sido «apresados»,
    «secuestrados» por círculos de personas
    estructuradas jurídica y económicamente en
    número cada vez menor, pero mayor en concentración
    de poder. Hace ya tiempo, el uso del agua fue
    codiciado para su transformación en energía
    eléctrica, pero nos hubiera sido difícil 
    imaginar el embotellamiento comercial, litro a litro, para su
    consumo, una
    vez que esta materia ha
    sido ya anteriormente canalizada, transportada y vendida en cada
    punto de consumo. La misma agua que ya se ha pagado en forma de
    electricidad,
    pagada (según los contadores domésticos),
    también como bebida, será al fín
    también y otra vez sufragada para su saneamiento como
    residuo contaminado. No es difícil imaginar en un futuro
    próximo la mercantilización masiva del aire; mejor aun,
    ésta ya se ha iniciado: tenemos el «aire
    acondicionado», combinación de otros bienes
    naturales (electricidad-agua), que podemos prever se hará
    extensiva a las concentraciones urbanas.

     

    Jerarquizar el
    espacio

    Una de las tareas del urbanismo es la
    jerarquización de los espacios urbanos; otra,  es
    frenar y evitar el control ciudadano sobre la ciudad. Los
    proyectos
    urbanísticos se hacen de espaldas a las personas que viven
    y responden a planes de especulación. El urbanismo que se
    aplica, siempre responde a una ideología que ordena un determinado espacio
    – territorio -, y se encarga de crear zonas reservadas
    sólo para los que tienen dinero, y mucho dinero, para cuya
    exclusividad y tranquilidad se aplica toda la tecnología
    necesaria. Paralelamente, se produce la masificada
    aglomeración de los suburbios obreros con pisos colmena,
    de rápida obsolescencia. Su construcción. con los peores materiales que
    se deterioran rápidamente, sin condiciones, ni
    equipamientos; pensados para que no durar, a ser posible, ni la
    vida laboral de quien
    lo compra. Verdaderos guetos, tan amogollonados como aislados y
    fácilmente controlables. Aquí, la técnica
    también juega y se aplica, pero en contra. Los urbanistas
    ya no pueden imaginar proyectos que tengan como finalidad al ser
    humano.

    A finales del S. XIX y principios del XX se construye la
    Ciudad de las vías de circunvalación. El
    ferrocarril, el tranvía y el metro permitieron la
    ampliación de la ciudad y la posibilidad de especular con
    unos terrenos comprados baratos que, automáticamente,
    encarecían la llegada de los transportes. En estos
    primeros barrios suburbanos se instalaron trabajadores de
    «cuello blanco» y especializados, la futura clase media.
    Pero a medida que aumentaban las líneas de transportes la
    calificada Ciudad Lineal fue sustituida por la Ciudad
    Satélite; la zonificación urbanística
    había sido plenamente aceptada por los arquitectos y
    jugaría un papel decisivo y miserable a muy corto
    plazo.

    Le Courbusier vislumbró el futuro mapa de la
    Europa Urbana como una serie de ciudades Satélite a base
    de bloques de alta densidad en las afueras de las ciudades, de
    una uniformidad seriada y cuartelera; unidades de
    habitación o celdas destinadas a albergar obreros. La
    zonificación estaba institucionalizada, incluso en la
    URSS, cuando sus ideas fueron aceptadas y se adaptaron sus
    teorías
    a la construcción «para una sociedad sin
    clases». Además, su idea de que el urbanismo
    sólo debía ser conducido por expertos y que la
    gente (las masas) únicamente podían elegir al
    experto, coincidía, en calidad
    autoritaria, con el Centralismo
    Democrático. Con el fin de tener un centro más
    descongestionado, el bloque de alta densidad ha sido
    universalmente reproducido en los suburbios, bien es verdad que
    fuera del contexto para el que Le Courbusier lo ideó, pero
    quizás en su origen era ya perverso. La
    zonificación entraba de lleno en la planificación urbanística y en el
    gran negocio inmobiliario.

    En la ciudad de la 1ª Revolución
    Industrial, en Europa, los ricos ocupaban el centro
    histórico y antiguo, y los más pobres se
    veían arrojados fuera de las puertas de la ciudad. La
    retirada de los ricos buscando lugares más tranquilos,
    menos polucionados y más agradables, dejó este
    territorio para los pobres. Pero a partir de los años 60,
    nuevamente se quieren recuperar los centros históricos
    para el negocio del turismo, del ocio, para
    residencia de los jóvenes burgueses, para los estudiantes,
    es decir, para la especulación de un gran trozo de
    territorio. La misma secuencia se ha repetido en todas las
    capitales europeas en estos últimos 30 años: los
    cascos antiguos primero se dejan degradar para luego desalojar a
    los pobres, lanzándolos al «libre»
    ordenamiento del mercado
    inmobiliario que, con la ayuda del hacer de los urbanistas – los
    arquitectos son los amigos más fieles de los grandes
    constructores -, son quienes los «reubican». Estos
    centros se remodelan para servir a nuevos intereses, dejando a
    algunos inmensos beneficios: en estas «jugadas»,
    el Estado,
    invierte dinero público en grandes equipamientos e
    infraestructuras para beneficio de los constructores e
    inmobiliarios.

    Pero sobre todo la ciudad se ordena en función
    del automóvil. Tanto el automóvil como la TV han
    sido dos de las creaciones técnicas
    que más han condicionado el comportamiento de los humanos
    y que se han impuesto en el acontecer diario desarrollando, en
    torno suyo, toda
    una conducta. La TV, al estar constantemente lanzando mensajes en
    cada una de las casas e incluso en cada una de sus habitaciones,
    crea opinión y dicta los temas de qué hablar y
    sobre los que interesarnos. El automóvil es también
    un instrumento perfecto para el aprendizaje de
    la sumisión y la servidumbre voluntaria. La
    conducción es una disciplina totalmente conductista,
    siempre hay que estar obedeciendo y cumpliendo normas, sin poder
    desviarse lo más mínimo de ellas: parar a una
    señal convenida de la luz roja, si
    está verde circulas, siempre por la la derecha, si stop,
    te paras, etc. En definitiva, conducir es ser conducido. El
    automóvil tiene una gran carga  simbólica, es
    la apariencia del poder que tiene uno ante los demás. La
    realidad, para la mayoría, sean letras a pagar, atascos,
    estrés,
    cabreos y muerte. El
    coche ha provocado más muertos que las dos últimas
    guerras
    mundiales. En España
    mueren 8.000 personas anualmente, a parte de todos los heridos
    que en su mayor parte quedan gravemente lesionados. En el coche,
    que estorba más que sirve, y que además es una
    máquina muy peligrosa, lo simbólico se impone sobre
    la realidad y lo convierte en un bien de los más preciados
    y deseados totalmente sumiso a los intereses de la industria
    automovilística  y a la del petróleo. En esta forma de organizar el
    espacio de la ciudad el automóvil ha ocupado el espacio
    que dejaban libre los edificios y entre los dos se lo han robado
    a la gente. Los arquitectos han contribuido gustosos a este
    ninguneo.

    En Inglaterra se
    desarrolló un pasillo de ciudades entre Londres y
    Liverpool, vía Birmingham, a lo largo de la carretera y de
    la vía férrea. Esto derivó hacia la Ciudad
    en la Autopista que se desarrolló como tal en EUA, 
    una en California y otra en la zona de Boston a Washington,
    pasando por Nueva York y Filadelfia, -700 km. con una amplia
    densidad de población (más de 35 millones) y una
    amplia red
    tecnológica de comunicaciones
    y enlaces: aviones, trenes, autopistas, cable telefónico,
    TV, radio etc. Igual pasa en el Tokaido japonés, en lo que
    llaman ciudad parecida a un cinturón: 500 km. entre Tokio,
    Kioto y Osaka, con casi 40 millones de habitantes. La Ciudad en
    la Autopista es cada vez más reconocible y su protagonista
    principal es el coche y los sistemas de
    trafico: la estrella de la planificación
    urbana.

    El movimiento de mercancías  – y personas
    mercancía – en la ciudad constituye su circulación.
    Para este trafico, se ha optado exclusivamente por los
    vehículos con motor movido por
    los derivados del
    petróleo y, concretamente para las personas, se
    apuesta por el automóvil, dejando en un segundo plano los
    transportes colectivos. No importa que cada día el trafico
    esté más congestionado, que sea más el
    tiempo que se pierde que el que se aprovecha, que la
    polución sea mayor y haga la  ciudad irrespirable,
    etc.  El aumento del tráfico que provoca el cada vez
    mayor movimiento de mercancías, agrava progresivamente el
    colapso circulatorio en las calles de las ciudades. Lo evidente
    se niega y se gastan ingentes sumas en aplicar las más
    avanzadas tecnologías cuyo fin logra, sin embargo, lo
    contrario que anuncia a gritos su propaganda,
    que vivamos atascados es su verdadera finalidad. Pero si a pesar
    de los políticos, de los burócratas, de los
    urbanistas y de la tecnología,, la ciudad no se colapsa es
    por el hacer de cada uno de nosotros en su monótono
    transcurrir diario, sumiso y obediente, aceptando sin rechistar
    señales
    y órdenes y resignados a «aguantar lo que nos
    echen». Es nuestra colaboración lo que posibilita la
    circulación en la ciudad.

     

    Burocracia y
    Supermercado

    A partir de la 2ª Guerra Mundial el
    trabajo de producción de mercancías se traslada
    fuera de las áreas de centralidad de las ciudades. Las
    actividades terciarias y principalmente todas las que tienen que
    ver con la Información: su acumulación, su
    transmisión y distribución ocupan la mayoría del
    trabajo dominante en la ciudad, lo que se refleja en el tejido
    urbano, que es el soporte físico de la vida en ella. Las
    oficinas han ocupado el centro de la ciudad: enormes y modernos
    bloques de despachos ocupan las zonas céntricas, a pesar
    de los altos precios del
    suelo o precisamente por ello.

    La posibilidad de hacer circular la información
    al momento ha permitido que las actividades financieras y
    económicas puedan abarcar todo el mundo al instante,
    haciendo que la distancia y el tiempo disminuyan a medida que
    aumenta la rapidez de la técnica de la comunicación. Esto posibilita que la mayor
    parte de los negocios
    estén en manos de unas pocas compañías
    transnacionales, haciendo que el dominio de la
    política
    económica sea total y totalitario y el sentido de la
    información única. Y que las metrópolis
    formen los nudos de una red permanentemente
    conectada entre sí.

    Aunque no deberíamos olvidar que no hay casi nada
    o nada nuevo en el comportamiento último de las redes de actividades
    económicas en esta sociedad: el funcionamiento del mercado
    se rige por la misma lógica,
    máximos beneficios al mínimo coste, sin que importe
    las consecuencias que esto acarree para la mayor parte de la
    humanidad; y el poder se preocupa de defender a esos pocos que
    obtienen mucho, frente a los muchos que obtienen poco o nada, y
    esto lo hace aplicando la fuerza de la ley. Lo nuevo es
    que el circuito para la obtención de beneficios es ahora
    el mundo entero y en tiempo real las oficinas que toda
    multinacional tienen en cualquier ciudad están conectadas
    entre si y coordinan sus actividades y decisiones en el mismo
    momento, a pesar de las distancias. Paradójicamente este
    «tiempo real» entre las diversas sucursales de una
    misma multinacional no ha contemplado la posibilidad de
    descentralizar decisiones, al contrario, ha posibilitado la
    máxima centralización de la información en
    un pequeño núcleo y que sus decisiones sean
    órdenes transmitidas a «tiempo real». Es decir
    el desarrollo de
    las técnicas de la comunicación ha permitido al
    sistema
    capitalista cumplir su sueño totalitario y centralista
    respecto al mundo. (Paradójicamente, tras el fin de los
    regímenes stalinistas, esta sociedad sí que
    representa el verdadero Centralismo Democrático
    ).

    Después del descubrimiento ideológico de
    lo que llaman «nuevas áreas de centralidad»,
    cada vez más, grandes espacios de la ciudad se configuran
    con una orientación exclusiva hacia el consumo masificado.
    Gigantescos centros comerciales en los que están
    integradas las ofertas de los lugares denominados de multi –
    ocio. La ciudad como un gran supermercado, esta es cada vez
    más la primera imagen que
    tenemos de la ciudad: «el lugar donde se puede comprar de
    todo», pero «ese todo» sólo gira en
    torno a un consumo inducido y dirigido que genera
    prácticas colectivas de carácter determinista.

    Otra de las actividades que ha ido en aumento, y que
    también se desarrolla en los centros de las ciudades, es
    la explotación de la industria turística, para la
    cual el turista es tan sólo dinero ambulante:
    mercancía a la que exprimir. El turismo es la
    banalización del viaje, su miserabilización. Y en
    paralelo la celebración de grandes Ferias donde se exponen
    al público todas las mercancías habidas y por
    haber; así como congresos de cualquier asunto y para toda
    clase de expertos y la celebración de eventos
    deportivos. (El deporte como espectáculo
    cada vez está adquiriendo una mayor trascendencia e
    importancia en esta cultura).

    Cada vez más cada ciudad es la misma ciudad. Esta
    uniformidad hace que en cada ciudad  espere el mismo
    aeropuerto o la misma estación de tren, donde se puede
    alquilar el mismo coche que  lleva  a los mismos
    atascos, dormir en la misma habitación de hotel y entenderse en el mismo idioma: el
    inglés,
    los mismos móviles, las mismas zonas de entretenimiento y
    las mismas patologías entre los individuos: el
    estrés, el aíslamiento.

    Las formas de vivir de la ciudad se trasladan a los
    pueblos. La misma uniformidad de hábitos y
    comportamientos: la misma dependencia del coche, de los grandes
    supermercados y centros comerciales y ahora ya de los locales
    multi – ocio. Los particularismos culturales han sido borrados.
    Los media difunden e imponen la cultura urbana de manera que hoy
    se vive, trabaja, consume y se esta ocioso de igual modo en las
    zonas rurales que en las urbanas, cuyas diferencias se borran
    dando lugar a comportamientos uniformemente homologables. En su
    ansia totalizadora esta cultura no puede admitir
    singularidades.

     

    Aislar a las
    personas (Aislar al individuo)

    La ciudad hace que el encierro sea prioritario en las
    conductas que desarrolla la cultura capitalista: encerrados en
    los pisos, frente a una pantalla, las guarderías y las
    escuelas son centros de encierro, lo mismo las oficinas, almacenes o
    fabricas y demás lugares de trabajo. Los lugares
    especializados para la diversión y el consumo hacen que
    estos se practiquen en lugares cerrados: discotecas que son
    antiguas naves de almacenes, edificios multi – ocio, centros
    comerciales, grandes áreas comerciales, diversos campos de
    deporte que rápidamente son reutilizados como campos de
    internamiento (cárceles) cuando el poder lo considera
    necesario… El cuartel, con su jerarquía, su disciplina,
    su uniformidad y el sistema panóptico de la cárcel
    con su centro desde el que se puede controlar todo, representan
    el modelo
    según el cual se organiza la vida en esta sociedad y 
    en su máxima expresión en las ciudades. En estas,
    que a causa de las técnicas de control, instaladas en los
    edificios (con la excusa de la seguridad y el terrorismo),
    puentes, túneles y calles (con la excusa del
    tráfico) estamos permanentemente vigilados y grabados, y,
    a partir de ahora, todos aquellos que vayan a ver uno de esos
    masificados eventos deportivos, además de pagar una cara
    entrada,  podrán, tener la seguridad de ser
    también filmados.

    Las aceras no son lugar de encuentro, ni de paseo, son
    un lugar de tránsito para ir lo más rápido
    posible de un sitio a otro. No son lugares para parar o
    entretenerse en la contemplación; pronto se choca con
    alguien; son lugar de marcha continua. Y para parar están
    los locales especializados : bares, locales de multi-ocio,
    centros comerciales.

    La manera como los urbanistas han organizado la
    circulación por la ciudad, priorizando ante todo la
    circulación de los coches, es la causa y fomenta la
    atomización de las personas, el estar aislado donde la
    soledad no es un encuentro individual con uno mismo, un conocimiento,
    sino al contrario un desconocimiento de uno mismo y de los otros,
    que deviene patología.

    Esta organización de la ciudad es la causa de
    patologías para las personas que en ellas se aglutinan: el
    estrés, la depresión,
    la tensión por la falta de tiempo, el aislamiento…
    ¡Cuántos miedos, cuántos temores nos ocupan
    en la ciudad: miedo al otro, al extraño, al extranjero, al
    conocido que, por ejemplo compite con nosotros en el trabajo o en
    el paro! Miedo a
    que nos estafen, a que nos engañen, a que nos roben, a que
    nos agredan…. Miedos reales, miedos imaginarios, miedos
    potenciados… Estos temores son los mensajeros de los grandes
    silencios que se quieren conservar y a la vez la causa de los
    gritos histéricos (patológicos) y estridentes para
    pedir más policías que nos protejan de los pobres
    como nosotros, de estos otros que jamás podremos ver como
    iguales, sino como extraños o como
    competidores…

    La secuela señalada por Mumford metrópolis
    – megalópolis – necrópolis se vislumbra en muchas
    ocasiones ante nosotros. Así, en la mayoria de ocasiones,
    la ciudad, se nos presenta tal como en 1916 la vio y
    representó  (la Postdamer Platz de Berlín)
    George Grosz, en su cuadro «Metrópolis», una
    ciudad aglomerada, donde los personajes aunque se superponen no
    se conocen, ni miran a nadie sino es con recelo y desconfianza
    que pronto puede ser odio, llena de mensajes: anuncios
    comerciales o de establecimientos, con el tranvía y el
    automóvil en sus calles y siendo el color dominante
    el rojo estridente…

    La cultura capitalista ha generado un determinado
    urbanismo, una forma ideologizada de organizar y distribuir sus
    espacios, de cuáles son las utilidades y prioridades a
    desarrollar, y en función de esto cómo han de
    ubicarse las personas,  cómo han de moverse y cuales
    han de ser sus actividades en la red urbana. Todas las
    demás propuestas urbanísticas que no se adaptan a
    sus necesidades son rechazadas y olvidadas o aprovechadas
    según sus conveniencias, que no tienen nada que ver con
    los objetivos de
    los que en su momento las pensaron El mejor ejemplo lo tenemos en
    el movimiento de la Ciudad Jardín iniciado por el
    arquitecto E. Howard, pero cuyos proyectos fragmentados tan solo
    obedecieron al afán especulativo de los propietarios de
    terrenos de las zonas de campo cercanas a la ciudad yde los
    constructores y el resultado final nada tuvo que ver con un nuevo
    planteamiento urbanístico. También P. Geddes
    continuó esta obra y mediante su Ciencia
    Cívica y la idea que en ella desarrolló de la
    «Conurbación» pretendía la
    planificación regional, la descentralización de la industria y la
    población asentada en Ciudades Jardín, pero
    finalmente se divulgaron sus ideas vaciándolas de
    contenido y se utilizaron los métodos de
    planificación, no para descentralizar sino para conseguir
    una mayor centralización. Esta ordenación que crea
    este urbanismo sobre el espacio y el tiempo, sobre los objetos y
    los individuos, se impone unilateral y totalitariamente, de tal
    manera que sólo este posible es contemplado. Al fin parece
    ser que  la única Ciudad que puede ser, es esta
    ciudad real: la Ciudad del Dinero.

     

    Otra
    ciudad

    Y, sin embargo, la ciudad se nos puede mostrar
    aún como un laberinto por descubrir y recorrer, lugar de
    conocimientos y de sorpresas, pero cada vez es más
    difícil rescatar esta imagen de lugar de aprendizaje, tal
    como la vio Berlín W. Benjamin en «Crónica de
    Berlín».

    No podemos olvidar que la ciudad también ha sido
    y es un lugar ideal para motines, luchas y revueltas que en estos
    dos últimos siglos se han repetido espaciosamente por
    diversas ciudades, primero en Europa, pero en este siglo en el
    mundo entero. Es precisamente contra estas revueltas en el
    interior de las ciudades que surge el moderno urbanismo, las
    distintas formas de organizar la ciudad, sus conflictos y
    sus instituciones.
    Así por ejemplo. la estructura
    radial de la ordenación urbana del ingeniero militar
    Haussmann en el París posterior a la Comuna,
    permitirá mayor movilidad de los carros de combate contra
    revueltas y algaradas. O bien, la rotulación en
    lápida de mármol con las letras y números
    incrustados de las calles de Barcelona impedirá que pueda
    repetirse la jugada que los barceloneses hicieron a las tropas de
    Espartero en 1843, borrando nombres y números pintados de
    las calles impidiendo así la localización de los
    destinatarios a quienes iban dirigidos los impuestos de
    guerra. Y
    así se podría continuar con otros
    ejemplos. 

    De cualquier forma, si una ciudad más apta para
    la represión de conflictos, revueltas y algaradas
    callejeras fue el objetivo de un
    primer urbanismo, hoy éste tiene otros: el lugar de la
    represión más burda, lo ocuparán otras
    instancias y otras formas de domesticar la ciudad, en el actual
    estadio democrático, en que se acepta como propio, como
    algo decidido por uno mismo, aquello que es impuesto. Conviene
    entonces, a este urbanismo, ocultar la memoria del
    pasado a través de una memoria oficial
    que recupera lo acontecido sólo en su interés
    museístico y publicitario, y urbanizar en un
    presente sin memoria y sin futuro, precisamente sin las dos cosas
    que hacen posible y creíble otra forma de ciudad. Un
    presente continuo que se disuelve en lo efímero, en lo
    evanescente, en lo virtual; un presente que se eterniza al
    substraerle la temporalidad, al sustraerle su dimensión
    histórica, la dimensión  de un antes y de un
    después, posibles.

    Contra este urbanismo en Barcelona será
    conveniente recordar la ciudad que nos ha precedido, las calles,
    las piedras, los edificios que materializan otra Barcelona, no
    utópica sino real, pues ha existido, como la Barcelona
    Rosa de Fuego tal como fue llamada en los años 20 por sus
    continuos enfrentamientos, atentados, motines; la Barcelona
    revolucionaria de julio de 1936; la Barcelona testigo de las
    primeras revueltas ludditas en la primera mitad del siglo XIX; y
    tantas Barcelonas reales que atentan contra nuestra incapacidad
    de imaginar -de realizar- otra distinta a la de este hoy sin
    tiempo.

    Se trataría de confeccionar una cartografía, situar acontecimientos y
    lugares hoy ocultados, desaparecidos o suplantados. A
    título de ejemplo citemos la fábrica del vapor
    Bonaplata, quemada el 1835 durante el primer acto luddita en
    Barcelona, y el último acto luddita con la
    destrucción de las máquinas
    de hilar (llamadas selfactinas), en 1854. El desaparecido
    Teatro Circo
    Barcelonés, sede en 1870 del primer Congreso Obrero
    Español,
    adherido enseguida a la AIT, en la calle Montserrat. La Barcelona
    cubierta de barricadas en 1909, contra las tropas enviadas a
    Marruecos y las quemas de iglesias (San
    Agustín Abad, Sant Pau del Camp, Santa Madrona, Santa
    Mónica). El Raval de los años 20 con sus calles
    testigos de tanta libertad y
    tanto orgullo, contra los pistoleros de la patronal: calle
    Cadena, donde estaba Tierra y Libertad; calle San Rafael, que ve
    el asesinato del Noi del Sucre. Las calles sedes de ateneos,
    círculos, grupos de
    afinidad, efervescencia cultural en los años 30. Julio de
    1936, la Barcelona revolucionaria de los primeros meses
    después de julio. Las Ramblas y la Plaza Cataluña
    de las jornadas de Mayo del 37. Las plazas y calles escenario de
    una actividad autónoma en los años 60 y 70. Los
    espacios ocupados y liberados hoy.

    No se trata de un ejercicio de nostalgia, ni de querer
    ahorrarnos plantear los problemas que
    tenemos para hacer otra ciudad hoy. Se trata de una mirada para
    tomar aliento y continuar nuestra actividad, marcando el espacio
    a nuestra manera. Difícil por cuanto hoy la ciudad -la
    megápolis- es precisamente la disolución de la
    socialidad. Necesario, si no queremos  resignarnos a
    arrastrar el carrito de la compra por el supermercado y a ordenar
    nuestra vida según las pautas ya establecidas.

     

    Revista Etcétera

     

    (*)  Es
    interesante a este respecto, como ejercicio de borrar la memoria,
    recordar  la construcción del Guggenheim en Bilbao en
    los terrenos de Euskalduna, tal como hace Manuel Rodríguez
    en su artículo «Ciudades modernas: espacios para el
    olvido» , del que extraemos este pasaje:

     

    Naturalmente sobran buenos ejemplos, ilustrativos de
    estas transformaciones inducidas, de estos desplazamientos
    obligados. Por citar alguno, lo que más sorprende de los
    comentaristas críticos del Guggenheim de Bilbao no es que
    hayan incidido en los rasgos estéticos aberrantes de la
    construcción, que no lo son tanto en un mundo en el que es
    posible toda licencia formal, o en el despilfarro de recursos, o en el
    carácter no vasco del museo, sino que casi ninguno haya
    descubierto lo que era más evidente en el proyecto:
    olvidar, borrar, eliminar definitivamente la dimensión
    conflictiva y abroncada de la historia de la ciudad. El
    solar del museo es el mismo que ocupó Euskalduna, punto
    negro de la geografía industrial
    del Estado y
    símbolo de la iluminación práctica de la resistencia
    obrera frente las necesidades que periódicamente exige la
    renovación de los ciclos de acumulación de capital.
    Euskalduna fue y es, para los que se dedican a «una
    actividad tan subversiva como la memoria», uno de los
    mejores ejemplos de la lucha obrera en los tiempos
    difíciles de la reconversión. La cirugía
    estética cumple aquí una voluntad de
    desplazamiento simbólico: del Bilbao industrial y
    combativo, a la imagen más tranquilizadora de centro
    turístico, de ciudad-imagen digna de ser contemplada por
    su calidad de depósito de mercancías de prestigio.
    Tal como señalaban los miembros del Colectivo
    Autónomo de Trabajadores que mantuvieron y radicalizaron
    la huelga que en
    el otoño de 1984 mantuvo a la fábrica en pie de
    guerra: «A  fuerza de realizar manifestaciones, actos
    públicos y asambleas, los trabajadores de Euskalduna hemos
    acabado por convertirnos en parte esencial del paisaje urbano de
    Bilbao» (Colectivo Autónomo de Trabajadores,
    «La batalla de Euskalduna. Ejemplo de resistencia
    obrera», Madrid, 1985,
    Ed. Revolución, p. 199). Con esto no se expresaba el
    carácter folklórico, contemplativo, de la
    pseudorevuelta moderna, en el que tras varios días de
    lucha uno puede reincorporarse a la vida normal sin que nada haya
    sucedido, ni en el campo de las relaciones objetivas, ni en la
    emergencia de una conciencia
    más lúcida de las mismas. La lucha  de
    Euskalduna fue una lucha feroz y violenta, manejada en todo
    momento por la actividad y decisión de los trabajadores,
    en una  ciudad donde todavía era  posible que un
    colectivo supiese contaminar, con sus miserias y esperanzas, la
    voluntad de sus habitantes. Ningún otro objetivo,
    tenían las acciones de
    los obreros, que hoy, en los espacios de la atomización,
    habrían quedado condenados al fracaso más
    inmediato: las asambleas en la Universidad de
    Deusto a las que se sumaban los estudiantes, los apoyos
    solidarios a otras empresas en
    reconversión, la presencia permanente en la calle que
    generaba la solidaridad
    espontánea y a la vez consciente de la mayor parte de la
    población… La neo-ciudad como la neo-lengua de
    Orwell hace tabula rasa de los viejos usos de los espacios,
    transforma en una ilusión ingenua la celebración
    sincera del pasado a la vez que  aniquila su posible
    reactualización en la vida cotidiana de nuestra
    época.

    Por tanto, el resultado de este retorno a la
    historia, de esta necesidad de romper el marco urbano
    estrictamente funcional y de devolver a la ciudad algunos
    elementos concretos, en los que hubiera sido posible cierto
    reconocimiento, parece opuesto, en todo, a lo que se proclamaba
    explícitamente. La búsqueda de diferencias
    cualitativas, de lugares-referencia se ha resuelto en la
    acumulación de fragmentos arquitectónicos que a
    modo de citas de origen heterogéneo producen un texto ilegible
    por la falta de argumento común; el reencuentro con el
    pasado ha promovido las conocidas ciudades-museo, conglomerados
    monumentales maquillados hasta el punto de que ya no es posible
    reconocer en sus piedras el paso del tiempo; las nuevas
    catedrales del consumo, aunque han succionado los tiempos de ocio
    de las poblaciones, las han dejado impávidas ante su
    extraordinario ritmo de tranformación.

    ¿Pero esta  fragmentación de la
    ciudad  no señala, acaso, la expoliación de la
    experiencia compartida: la historia, el vocabulario de sus
    hábitos, la memoria objetivada en los nombres de sus
    calles y las piedras de sus casas? Expropiación de lo
    común, que obedece sin duda a tendencias globales de la
    sociedad, señalando la ruina de los viejos proyectos
    ciudadanos que durante siglos habían caracterizado la
    trayectoria de las urbes occidentales. El eclecticismo
    estético, el pastiche, los grandes centros de ocio que
    crecen de espaldas a su entorno, son, de hecho, las
    materializaciones más evidentes de un movimiento
    más general, que penetra intensamente el mundo sensible y
    el imaginario de los individuos.

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