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Enfermedad terminal y psicología de la salud




Enviado por Gregorio Escalante



    Monografía destacada

     

    Resumen

    La fase terminal de la vida se inicia cuando el
    médico juzga que las condiciones del paciente han empeorado
    hasta tal punto que ya no es posible ni detener ni invertir el
    curso de la enfermedad; es cuando el tratamiento se hace
    básicamente paliativo y se concentra en la reducción
    del dolor. En tales condiciones surge un sinnúmero de
    dilemas controversiales, cuya resolución afectan de modo
    considerable tanto al enfermo y sus familiares como al
    médico. El presente artículo ofrece una serie de
    consideraciones relacionadas con la enfermedad terminal y sugiere
    respuestas para algunos de los dilemas típicos.

    Palabras clave: Enfermedad terminal, epidemiología,
    psicología de la salud, distanciación
    psicológica.

     

    Abstract

    Terminal illness and health psychology

    The terminal phase of human life begins when the
    physician judges that the patient’s conditions are
    worsening and nothing can be done to stop or reverse the progress
    of the illness. At this point the treatment becomes basically
    palliative and mainly focused on reducing pain. In such a
    conditions a number of controversial dilemmas appear, which must
    be faced and that affect both patients and families and the
    physician. This article offers several considerations related to
    terminal illness and suggests answers to some of the typical
    dilemmas.

    Key words: Terminal illness, epidemiology, health
    psychology, psychological distance.

     

    De vida y
    muerte

    Salud y enfermedad siempre han sido entidades opuestas.
    La presencia de la una supone la ausencia de la otra. Desde los
    tiempos de Galeno se sabe que diferentes enfermedades producen diferentes efectos.
    Estar ‘sano’ quiere decir sentirse bien y asumir
    conductas protectoras del estado de salud actual para
    evitar enfermarse. Estar ‘enfermo’ significa ausencia
    de salud, expresable en términos de (a) signos objetivos que indican que el
    cuerpo no está funcionando bien (presión arterial alta, por
    ejemplo) y (b) signos subjetivos de daño físico (dolor,
    náuseas, insomnio, etc.). Para el modelo biomédico, la
    enfermedad supone alguna clase de desajuste en procesos fisiológicos
    oriundos de trastornos bioquímicos, heridas, infecciones,
    etc. Para el modelo biopsicosocial el asunto se plantea en
    términos de un juego entre aspectos
    biológicos, psicológicos y sociales que de algún
    modo afectan uno o varios sistemas interconectados en la
    persona sana. El modelo
    biomédico ha sido sumamente útil en la generación
    de tratamientos y vacunas que suponen avances
    notables en la lucha contra las enfermedades infecciosas, pero
    ahora se reconoce que hay aspectos individuales del paciente (su
    historia y relaciones sociales,
    su personalidad y estilo de vida, sus procesos
    mentales y biológicos) que deben ser considerados al
    intentar una conceptualización más integral de ambas
    nociones.

    En cualquier caso, la proposición formal es que
    ‘salud’ y ‘enfermedad’ en realidad son un
    continuum en uno de cuyos lados se sitúa la muerte y en el otro el
    bienestar (Bradley 1993). De alguna manera, todos somos casos
    terminales y, al mismo tiempo, siempre que tengamos
    un aliento de vida, todos somos saludables. Resulta entonces
    obvio que la gradación del continuum dependerá
    de nuestra exposición a microorganismos
    dañinos y procesos destructivos, por un lado, y por el otro,
    dependerá de las medidas preventivas que asumamos, de la
    resistencia a la enfermedad y las
    mejoras en la higiene personal, la dieta, el ejercicio
    o las innovaciones sanitarias.

    Normalmente se habla de factores de riesgo aludiendo a condiciones
    que se asocian a la enfermedad. Varios de esos factores (como la
    herencia de ciertos genes) son
    biológicos. Otros (como el hábito de fumar) son
    conductuales. Los factores de riesgo NO causan el problema de
    salud: simplemente están asociados a él. Una gran parte
    de nosotros somos personas sanas al nacer, pero nos enfermamos
    como resultado de una ‘mala’ conducta propiciatoria de
    desórdenes de toda clase o de condiciones de tipo ambiental
    que son deficitarias. De modo que, en última instancia, los
    antecedentes que explican los estados morbosos son, en realidad,
    un asunto de responsabilidad individual. La
    mayoría de las enfermedades que sufrimos es el producto directo de un
    ‘estilo’ de vida equivocado. Todos los días se
    nos advierte que estamos siendo sometidos a dietas alimenticias
    no del todo confiables, pero las personas insisten en preferir
    alimentos que de ningún
    modo las hacen más saludables. El sodio es uno de los
    elementos de la dieta que afecta directamente la presión
    arterial y los niveles de reactividad en situaciones estresantes,
    pero su consumo desequilibrado parece
    ser la norma. Con la cafeína ocurre lo mismo,
    pero la gente no abandona las bebidas como el café, el té o la
    coca cola. Este tipo de
    decisiones son precisamente las que hacen que el sistema médico-asistencial
    luzca predominantemente orientado hacia un gasto mucho mayor en
    curar la enfermedad que en prevenirla.

    La epidemiología ha acuñado un cierto
    número de términos que se utilizan para comprender
    mejor el verdadero entorno de la relación salud-enfermedad.
    Se habla de mortalidad para describir cuantitativamente
    los decrementos –o incrementos- ocurridos, por ejemplo, en
    el número de defunciones producidas por el cáncer de seno; de
    morbilidad para significar cualquier tipo de cambio detectable que
    se produzca a partir de cierto nivel de bienestar; de
    prevalencia para señalar el número de casos en
    una enfermedad o el número de personas infectadas o en
    condición de riesgo en un momento determinado; de
    incidencia para referirse al número de casos nuevos
    reportados en un período determinado; y de epidemia
    para describir situaciones en las cuales la incidencia de una
    enfermedad infecciosa aumenta rápidamente. Algunos de tales
    términos son expresados en tasas y se habla, por ejemplo, de
    tasas de morbilidad altas o bajas, o de tasas de mortalidad de
    129 niños por 1000
    nacimientos durante el primer año de vida en un país o
    región determinada.

    Matarazzo (1982) define la Psicología de la Salud
    como la suma de contribuciones educativas, científicas y
    profesionales hacia la promoción y mantenimiento de la salud,
    prevención y tratamiento de las enfermedades,
    identificación de correlatos diagnósticos y
    etiológicos de la salud, la enfermedad y otras disfunciones,
    y el mejoramiento de los sistemas de salud y las políticas sanitarias.
    Siguiendo tal concepción, los especialistas en esta
    área de la psicología tendrían cuatro funciones importantes:

    . participar en la promoción y mantenimiento de
    la salud ayudando a entender por qué la gente fuma, bebe,
    come dietas de cierta clase o no usa condones. O, también,
    diseñando programas de educación capaces de
    promover estilos de vida y conductas más
    saludables;

    . ayudar en la prevención y tratamiento de la
    enfermedad vía aplicación de principios psicológicos
    efectivos en la reducción de –por ejemplo- la
    presión arterial alta para disminuir el riesgo de
    enfermedad coronaria, además de participar en los planes
    de ajuste y recuperación de los gravemente
    enfermos;

    . tratar de identificar las causas (o correlatos
    etiológicos) de la enfermedad. Los especialistas deben
    preocuparse en buscar explicaciones sobre la conexión
    existente entre factores de personalidad y enfermedad,
    además de estudiar los procesos fisiológicos y
    perceptivos que expliquen disfunciones visuales, auditivas o
    cognitivas.

    . intervenir abiertamente en el mejoramiento de los
    sistemas de cuidados médicos y las políticas
    sanitarias mediante la evaluación de las
    funciones hospitalarias típicas, el personal médico y
    de enfermería y los costos médicos. Se puede
    contribuir directamente en tal sentido sugiriendo nuevas formas
    de lograr una mejor aproximación (más sensible y
    responsable) hacia el paciente y ofreciendo alternativas
    válidas para que la atención médica
    preventiva pueda generalizarse.

    Todo lo anterior sugiere que la psicología de la
    salud, así entendida, la medicina psicosomática
    (relaciones entre síntomas de enfermedad y emociones correspondientes) y la
    medicina conductual (relaciones entre salud y conducta) resultan
    ser disciplinas muy próximas en términos de objetivos.
    Muy parecidas también porque las tres asumen que las
    nociones de salud y enfermedad son el resultado de una
    conjunción entre fuerzas biológicas, psicológicas
    y sociales (Sarafino 1998). El análisis somero de la
    perspectiva biológica incluye elementos que van desde los
    procesos y materiales genéticos
    responsables de las características heredadas hasta
    deformaciones o defectos estructurales, pasando por los modos
    como el cuerpo responde para garantizar la protección de los
    sistemas.

    La perspectiva psicológica resulta más
    compleja, pues incluye procesos cognitivos (percepción, aprendizaje, pensamiento, solución de
    problemas, etc.), procesos
    emocionales (contenidos emocionales positivos como la
    alegría y el afecto y contenidos emocionales negativos como
    la rabia, la tristeza y el miedo) y procesos motivacionales
    (modelos personales de conducta
    que tienen que ver con la forma como la gente se aferra a
    programas que tienden al logro de mejores niveles de bienestar).
    La perspectiva social, en un nivel muy amplio, incluye las
    distintas formas en que la sociedad afecta la salud de
    los individuos, el modo como la comunidad promueve o rechaza
    conductas asociadas a la salud, y la forma como en la familia son promovidas
    actitudes, creencias y
    valores que tienen que ver con
    lo mismo. Resulta obvio que cada uno de tales procesos son
    significativamente importantes en el mantenimiento del equilibrio indispensable del
    continuum salud-enfermedad. Es evidente que debemos, en
    primer lugar, tratar de interpretar de la mejor manera el modo
    como las tres perspectivas concurren en su
    determinación.

    La investigación generalmente
    coincide en afirmar la existencia de fuertes nexos entre la personalidad individual y
    la salud. Así, las personas que normalmente reaccionan con
    altos niveles de ansiedad, depresión, hostilidad o
    pesimismo parecen estar en mayor riesgo de desarrollar
    enfermedades (Everson y otros 1996). De la misma manera, la gente
    difiere en el modo de enfrentar las situaciones que suponen
    elevados índices de estrés, y hay quienes se
    aproximan a ellas con contenidos emocionales relativamente
    positivos, manteniendo enfoques optimistas y esperanzadores.
    Parece ser que este tipo de personas se enferma menos (y se
    recupera más rápidamente) que quienes enfrentan las
    situaciones estresantes de modo menos positivo. Por otra parte,
    la gente que experimenta altos niveles de estrés suele
    emplear repertorios conductuales que suponen un riesgo mayor de
    enfermedades, como aumentar el consumo de alcohol, cigarrillos y
    café. La respuesta ante el estrés incluye aumentos en
    la presión arterial y otros cambios fisiológicos que
    inducen a una mayor reactividad del sistema cardiovascular y
    genera la posibilidad de sufrir un ataque cardíaco o
    empeorar una condición ya existente.

    La reactividad incluye la producción por el sistema
    endocrino de catecolaminas y corticosteroides que, a niveles
    extremadamente altos, pueden causar un errático
    funcionamiento cardiaco y conducir a la muerte súbita. Algunas de
    estas hormonas, además, generan
    serios trastornos en el sistema inmunológico. Los
    incrementos en epinefrina y cortisol, por ejemplo, se asocian a
    una disminución en la actividad de las células T y B, cuestión
    que parece ser muy importante en la aparición y desarrollo de algunas
    enfermedades infecciosas y cáncer (Kiecolt-Glaser y Glaser
    1995).

     

    Enfermedad y
    muerte

    Siempre hubo, a lo largo de la historia del hombre, alguna enfermedad
    cuyas connotaciones eran mágicas. Primero fue la lepra, y el
    propio Cristo nos recuerda que curarla era ciertamente un
    milagro. Luego fue la sífilis, enfermedad que
    existió aparentemente desde tiempos casi prehistóricos,
    disfrazada de formas diferentes. En la edad media la sífilis
    pareció convertirse en la enfermedad por excelencia, aunque
    la viruela también hizo lo suyo. A comienzos de siglo le
    tocó el turno a la tuberculosis.

    Después vino el cáncer, enfermedad incurable
    por excelencia, cuyas connotaciones pueden variar entre sagradas,
    demoníacas o mágicas. Y el SIDA, que aparece como la
    última equivalencia de la muerte. Entre unas y otras
    epidemias anduvo el cólera o el mal de chagas
    o el paludismo o la lechina o el polio
    o los accidentes de tráfico o
    el suicidio o los trastornos
    cardiovasculares, cada una de ellas expresables en tasas de
    mortalidad variables.

    Cualquiera sea la connotación asignable, una vez
    que la gente sabe que padece una enfermedad (y muy especialmente
    si la enfermedad es crónica) se produce una serie de cambios
    que afectan la percepción de sí mismos y de sus vidas.
    Eso significa alteración en sus planes a corto y largo
    plazo, que suelen evaporarse a partir del diagnóstico. La
    razón es bastante simple: ser una persona sana, bien
    capacitada y dueña de una psiquis normal es esencial en la
    construcción y
    evaluación de la autoimágen. Lo contrario representa un
    choque muy serio que no solamente inhabilita sino que
    también amenaza la visión normal que tenemos de sí
    mismo y nos hace sumamente vulnerables.

    De modo que ajustarnos a una enfermedad que
    potencialmente nos amenaza con la muerte, en realidad es un
    proceso que, encima de que nos
    incapacita, también nos llena de incertidumbre y requiere de
    nosotros enormes esfuerzos de adaptación (Cohen y Lazarus
    1979). El proceso de ajuste también va a depender de las
    características de la enfermedad, algunas de las cuales
    generan cambios en el aspecto y el funcionamiento corporal que
    resultan vergonzosos. Hay enfermos que deben usar ayudas
    exteriores muy visibles para la excreción fecal o urinaria y
    ello crea exageradas impresiones sobre el impacto social que
    tales ayudas producen. Suelen también ocurrir desajustes
    debidos a las restricciones que la enfermedad impone, a causa del
    temor desencadenado por los procedimientos médicos
    aplicados o las consecuencias a largo plazo del tratamiento que
    se sigue o, también, por efecto de la separación de la
    familia.

    Es obvio que la aproximación del desenlace final no
    se experimenta hoy del mismo modo que en tiempos de la abuelita.
    La idea de la muerte ciertamente ha cambiado y ha cambiado
    también el modo de morirse. Hace unas cuantas décadas,
    cuando el enfermo sabía que se aproximaba el final, se le
    veía en su casa generalmente rodeado de sus familiares,
    más interesados los unos en asuntos
    ‘prácticos’ como el reparto de los bienes, y los otros a la
    espera de los últimos consejos, pero todos convencidos de
    que nada o muy poco podía hacerse. La visita de un sacerdote
    acompañado de un monaguillo era algo inevitable, y el acto
    de la extremaunción de algún modo indicaba que el
    asunto había pasado a las manos de Dios. El impacto
    emocional de semejante acto sobre el enfermo y sobre la familia
    simplemente sugería la presencia explícita de la
    muerte. Y con ella, la resignación.

    En los días que corren y habida cuenta de los
    grandes avances de la medicina, cuadros etiológicos que
    antes terminaban en la muerte ahora son controlables, y los
    enfermos considerados graves suelen vivir (en realidad
    agonizando) períodos de tiempo más prolongados. Los
    progresos notables logrados en cirugía, técnicas de reanimación
    y transplante de órganos, han prolongado la hora final del
    desenlace, aumentando las expectativas de vida de manera
    francamente impresionante. Este encarnizamiento terapéutico
    también ha logrado producir agonías muy prolongadas,
    como la de Josip Broz ‘Tito’, hospitalizado desde
    enero a mayo de 1980; la de Harry Truman, quien a los 88
    años estuvo debatiéndose entre la vida y la muerte por
    tres meses; la de Hari Bumedian, presidente argelino que
    agonizó por 4 meses; la del presidente brasileño
    Tancredo Neves, cuya agonía se prolongó por 39
    días durante los cuales fue objeto de 7 intervenciones
    quirúrgicas, o la de Francisco Franco, quien a los 83
    años murió rodeado de bolsas de hielo y junto a 20
    doctores, luego de agonizar durante algo más de un
    mes.

    Todo esto sugiere, por un lado, que enfrentar
    enfermedades irreversibles en pacientes terminales puede ser un
    ordenado proceso asignable a la tecnología médica para tratar de
    extender la duración del sufrimiento y, por el otro, que la
    resignación de antaño está siendo sustituida por
    la esperanza, que siempre será por la curación total y
    por una vida más larga, especialmente si el enfermo terminal
    es una persona joven. Esta manera de ver al enfermo terminal
    (como centro de una disputa encarnizada entre la vida y la
    muerte) ciertamente ha hecho que la misma noción de
    ‘muerte’ cambie hasta asumir connotaciones
    sorprendentes. Pensar sobre una persona que agoniza,
    típicamente produce sentimientos de tristeza, pero, por
    sobre todo, los sentimientos suelen ser de admiración por
    el trabajo que los
    médicos realizan para mantenerla respirando. Conversar sobre
    las cualidades del enfermo moribundo ya no es tan importante como
    hablar sobre las cualidades de una tecnología médica
    muy avanzada que se realiza en el centro hospitalario o en la
    clínica.

     

    Adaptación a la
    enfermedad y a la muerte

    Morir de una enfermedad terminal supone sufrimiento,
    deterioro progresivo, dolor y cambios profundos en el bienestar
    general de la persona. El proceso puede tomar solamente días
    o semanas o puede durar años. Uno de los factores que afecta
    seriamente la manera como la persona enferma y su familia se
    adaptan a la enfermedad terminal es la edad de la víctima.
    Cuando muere una persona de 80 años, la noción de
    ‘muerte’ pareciera ser más
    ‘apropiada’ que cuando muere una de 20. En este
    último caso la muerte suele ser calificada como
    ‘inoportuna’ o prematura. En cualquier
    situación, adaptarse supone dosis elevadas de ansiedad y de
    estrés, que, normalmente, pueden ser enfrentadas apelando a
    distintos factores psicosociales capaces de modificar su impacto
    sobre el individuo y entre los cuales
    se mencionan el apoyo social y el sentido de control personal (Ratlif-Crain y
    Baum 1990).

    De un modo u otro, el enfermo y sus familiares más
    próximos se las arreglan para lograr una adaptación
    razonablemente buena a la condición actual. Al empeorar la
    condición y alcanzar la enfermedad las etapas terminales,
    nuevas crisis emergen y se requiere
    con urgencia enfoques nuevos para lidiar con el problema. Cuando
    el enfermo es una persona de edad avanzada el shock pareciera ser
    menor. Los viejos suelen pensar y hablar más sobre sus males
    y sobre su decreciente salud y aceptan que sus días de vida
    están por terminar. Cuando, además, realizan una
    evaluación de su vida pasada y encuentran que han logrado
    cosas importantes, la dificultad para adaptarse a la enfermedad
    terminal es menor (Mages y Mendelsohn 1979). No ocurre lo mismo
    entre los niños, la gente joven y de mediana edad, quienes
    siempre esperan la recuperación en medio de una gran
    ansiedad.

    Para los niños en edad preescolar la idea de muerte
    resulta ser sumamente difusa. Muchos niños han tenido alguna
    clase de experiencia con la muerte (desaparición de un
    familiar próximo, por ejemplo), pero antes de los cinco
    años probablemente signifique ‘vivir en otro
    lugar’ del cual puede regresarse alguna vez. En realidad no
    tiene mucho sentido entretenerse en hablar sobre la muerte con
    niños tan pequeños. La mayor parte de las veces los
    adultos evitan conversar con ellos sobre el tema de la muerte y
    el asunto suele resolverse con explicaciones como ‘se ha
    ido y está en el cielo con Jesús
    ’ o
    se quedó dormida’. Entre los 8-9
    años los niños ya pueden entender que la muerte es un
    estado que le ocurre a cualquier persona, que es final y que
    supone ausencia de funciones corporales. Cuando es el niño
    mismo quien padece una enfermedad grave lo normal es que
    también se evite hablar sobre el tema, con la excusa de
    evitarle mayores sufrimientos. Pero los niños en edad
    escolar gradualmente se dan cuenta del problema y de su seriedad.
    Primero entienden que están realmente enfermos, pero piensan
    que pronto ocurrirá la recuperación. Más tarde
    comprenden que su estado se complica, que la recuperación no
    sobrevendrá y que en realidad se están
    muriendo.

    En estos casos será necesario establecer con ellos
    un enfoque serio, honesto y abierto sobre la enfermedad que
    padecen y ofrecer toda la información que el niño
    sea capaz de comprender. Entre los adolescentes, morir a
    consecuencia de una enfermedad terminal supone sentimientos de
    estar siendo tratado injustamente por la vida y la situación
    global suele ser analizada como carente de sentido. Comprender
    que van a perder la oportunidad de realizarse puede originar en
    ellos comportamientos emocionalmente complicados, generalmente
    envueltos en rabia, odio y temor extremos.

    Kübler-Ross (1969) propone un modelo secuencial de
    cinco fases que, según ella, es seguido por la gente en
    trance de morir. La investigación posterior (Kalish 1985;
    Zisook y otros 1995) no apoya la creencia de que el proceso de
    ajustarse al acto de morir sigue la secuencia propuesta, pues en
    la mayoría de los casos las emociones y los patrones de
    ajuste fluctúan: unas personas pasan por una fase
    determinada (rabia, por ejemplo) más de una vez, otras
    experimentan distintas reacciones emocionales al mismo tiempo y
    hay quienes parecen saltarse las fases. La misma evidencia parece
    indicar que las personas que alcanzan la fase de
    ‘aceptación’ de una muerte inminente suelen
    morir más pronto que quienes no logran alcanzarla. El modelo
    de Kübler-Ross propone las siguientes fases:

    Negación. Frente al diagnóstico de la
    enfermedad y ante el pronóstico de muerte, la persona se
    rehusa a creer que el asunto tenga algo que ver con ella. El
    paciente terminal suele asumir que en alguna parte se
    cometió un error, que los reportes médicos están
    equivocados o que las pruebas clínicas se
    refieren a otra persona. La fase de negación suele movilizar
    a los pacientes a buscar una segunda opinión, pero muy
    pronto esta fase se desvanece para dar paso a otra de
    indignación, hostilidad y rabia.

    Rabia. De pronto el paciente terminal se da
    cuenta de que su situación es realmente seria y entonces se
    convierte en una persona iracunda, unas veces plena de
    resentimiento hacia quienes lucen saludables y otras veces
    estallando en toda clase de recriminaciones y denuestos, echando
    la culpa de su situación a sí mismo, a la familia, la
    enfermera, el médico y a casi todo el mundo, Dios
    incluido.

    Negociación. En esta fase el enfermo intenta
    alterar de algún modo su condición por la vía de
    un acuerdo que, generalmente, se establece con Dios. El paciente
    se abre a un rimero de promesas de cambiar, de mejorar, de hacer
    las cosas en lo sucesivo de modo diferente, que parecen ser la
    alternativa viable hacia su intenso deseo de mejorar.

    Depresión. Ocurre cuando los acuerdos no
    alteran el panorama y las promesas no funcionan.
    Simultáneamente, el tiempo se acaba. El paciente suele
    remitirse entonces a una revisión de las cosas inconclusas
    del pasado y las que no van a realizarse en el futuro. La
    traducción de todo esto
    es la desesperanza y con ella surge la fase depresiva.

    Aceptación. Cuando el paciente permanece
    enfermo durante largo tiempo, seguramente logrará alcanzar
    esta última fase. La depresión deja de ser un problema
    y el enfrentamiento de la muerte podrá sobrevenir en calma y
    tranquilidad. El tipo de apoyo familiar ofrecido debe estar
    orientado hacia la cancelación final de sentimientos
    negativos y temores.

     

    Un dilema tras
    otro

    Todo enfermo terminal tiene necesidades de naturaleza física, psicológica y religiosa
    que deben ser atendidas. En el plano puramente psicológico
    requiere seguridad (necesita confiar en la
    gente que lo cuida y tener la certeza de que no será
    abandonado a su suerte); pertenencia (necesita ser querido y
    aceptado además de comprendido y acompañado hasta el
    final); consideración (quiere que se le reconozca, que sus
    necesidades sean bien estimadas, que le sea ofrecida toda la
    ayuda necesaria y que pueda tener a alguien a quien confiarle sus
    temores o sus preocupaciones). Puede decirse que la fase terminal
    se inicia cuando el médico juzga que las condiciones del
    enfermo han empeorado y que no hay alternativas de tratamiento
    disponibles para invertir o para detener el camino hacia la
    muerte. Es cuando suele también iniciarse un tratamiento de
    tipo paliativo, generalmente encaminado a reducir el dolor y la
    incomodidad, pero que no debe entenderse como dirigido a resolver
    definitivamente la situación actual de la persona enferma. A
    partir de aquí comienzan a plantearse situaciones
    estresantes para el enfermo, que invaden también a la
    familia. Y, de paso, las tensiones invaden al equipo médico
    que, a juzgar por las creencias generalizadas, debe estar
    allí para salvar vidas.

    Normalmente, en tales situaciones las decisiones que
    deben tomarse resultan ser todas muy difíciles. Es bastante
    seguro que el médico
    enfrente una serie de reclamos procedentes de distintas vías
    que le harán sentir la sensación de fracaso y que,
    irremediablemente, le llevarán a distanciarse
    psicológicamente del enfermo terminal. Distanciarse
    significa que el médico y el resto del personal, en primer
    lugar, decidirán no preocuparse por las reacciones
    emocionales del enfermo, y luego, que evitarán alarmarse por
    los evidentes cambios físicos que están ocurriendo, que
    tratarán de ignorar el paso del tiempo, una dimensión
    que progresivamente se agota y, finalmente, que reducirán
    los niveles de ansiedad ante a los signos que acompañan la
    proximidad de la muerte. Frente al enfermo que luce agonizante
    siempre surge el temor de hacer o no hacer algunas cosas. Nada
    puede ya garantizarse. Lo normal es que se tienda a aislar al
    individuo precisamente cuando más compañía y ayuda
    necesita.

    ¿Debe el enfermo terminal ser informado
    abiertamente sobre su situación actual? Sea cual fuere su
    condición, la mayoría de ellos experimentan los mismos
    síntomas: dolor, dificultad para respirar, pérdida de
    apetito, delirio, desajustes cognitivos, insomnio,
    depresión, nausea, fatiga, etc. La mayoría de tales
    síntomas no aparecen aislados sino en grupo, con grandes variaciones
    en su severidad y prevalencia, y en muchas situaciones no reciben
    el tratamiento adecuado, a pesar del enorme sufrimiento que
    producen. Una buena forma de intervenir en tales situaciones
    implicaría el empleo combinado de terapias
    farmacológicas y conductuales que alivien el dolor
    físico y el sufrimiento general y, al mismo tiempo, puedan
    movilizar recursos psicológicos y
    espirituales del enfermo, capaces de facilitar, por lo menos, la
    percepción, interpretación y manejo
    de los síntomas.

    El dilema de decir o no decir al enfermo que la muerte
    está próxima siempre ha originado controversias. Hay
    quienes sugieren que el paciente tiene derecho a saberlo (y
    cuanto antes mejor) pero siempre aparece en el seno de la familia
    alguien que piensa que lo mejor es no informarlo. Otros
    argumentan que tal dilema carece de sentido, porque el paciente
    terminal muy pronto reconoce que está muriendo y entonces lo
    mejor es convocarlo, junto a la familia, para ofrecer la
    explicación profesional necesaria y comenzar a prepararse
    psicológica y legalmente para lo inevitable. En realidad, lo
    que parece importante es evaluar los deseos del enfermo: algunos
    desean saberlo, otros no. Hay enfermos terminales que
    parecen tener menos dificultad que otros en el manejo de la
    situación. En algunos casos será necesario ofrecer
    psicoterapia individual
    dirigida a ayudar al paciente a controlar la situación,
    cuestión que bien pudiera reducirse a escuchar lo que tenga
    que decir sobre sus asuntos pendientes, dar apoyo y reducir la
    ansiedad. La idea es lograr que el enfermo no se considere
    abandonado por su médico y que pueda contar con alguien que
    le visite, alivie su dolor y le ofrezca alguna clase de consuelo,
    de modo que la persona no se considere muerta antes de
    morir.

    El otro dilema es decidir dónde morirá el
    enfermo. Hay quienes resuelven prodigar atención en el seno
    de la familia, cuestión que suele convertirse en una
    experiencia realmente avasallante. Pero la verdad es que, con
    algunas variaciones entre distintos países, la mayoría
    de las personas muere en hospitales, lo cual parece ser una buena
    alternativa, debido a que es allí donde está la mejor
    experticia para ofrecer el apoyo y los servicios que el enfermo
    terminal requiere. Básicamente ello supone el ofrecimiento
    de una mejor ‘calidad de vida’,
    más enriquecida, mediante la prestación de cuidados
    generalmente dirigidos a reducir la incomodidad y el dolor, pero
    que también puedan cubrir las área psicosocial y
    espiritual. En el medio hospitalario, la ‘unidad de
    cuidado’ debiera estar conformada por el paciente y su
    familia. Pero en los hospitales desorganizados y pésimamente
    mal dirigidos que tenemos, semejante opción debe descartarse
    de antemano. La verdad es que el cuidado de un enfermo terminal
    por su familia deriva en situaciones en las cuales cada individuo
    es afectado por todos los demás y, al mismo tiempo, afectado
    por lo que ocurre en el enfermo. Esto implica que, de una u otra
    forma y en algún momento, todos requerirán cuidados
    institucionales. De manera que ya no se trata de planear modelos
    de atención únicamente dirigidos al enfermo terminal
    para el manejo de los síntomas y el alivio del dolor sino,
    más bien, enfocados a la atención de toda la unidad
    familiar.

    Cuando se decide que el enfermo deberá quedarse en
    el ambiente hospitalario,
    conviene considerar, además, que este solo hecho
    añadirá algunos aspectos negativos a la experiencia que
    sufre la persona. Por un lado, la hospitalización interrumpe
    de manera drástica el estilo de vida individual y, por el
    otro, supone un alto grado de dependencia de muchos otros que
    suelen ser desconocidos. Seguramente que los aspectos
    desagradables se inician cuando se pregunta si el enfermo o la
    familia puede pagar los costos de la atención que va a
    ofrecerse. En el caso del actual sistema hospitalario venezolano
    el asunto todavía es peor, porque casi todo debe correr por
    cuenta del enfermo, desde las sábanas que se usarán
    para adecentar la cama hasta las medicinas (algunas de las cuales
    a menudo desaparecen en otras direcciones), pasando por gasas,
    jeringuillas, unturas, etc.

    La interacción con el
    personal médico (depositario del conocimiento, la autoridad y el poder en la relación que
    debe establecerse) con toda seguridad convierte al enfermo en un
    extraño que se acerca a una comunidad extraña cuyos
    procedimientos y terminología también van a resultarle
    completamente extraños, además de ajenos. En medio de
    semejante extrañeza lo normal son niveles muy altos de
    incomodidad que, agregados a la ya preocupante situación que
    sufre por efectos de su enfermedad, harán que la experiencia
    hospitalaria termine siendo algo difícil de sobrellevar. La
    emoción más común en tales casos debe ser
    ansiedad. Cuando el problema de salud todavía no ha sido
    bien definido, el paciente estará ansioso por los resultados
    que se obtendrán a partir de las pruebas que se
    practicarán. Si el diagnóstico ha sido realizado,
    entonces la ansiedad será por el tipo de tratamiento y su
    eficacia. Pero la mayor parte
    de la ansiedad estará fundada en la casi absoluta falta de
    información, que a veces ocurre porque las pruebas no han
    sido terminadas o porque aún faltan algunas que deberán
    ayudar a definir mejor la situación. También puede ser
    porque el paciente no está en condiciones de comprender la
    información que el personal médico le ofrece. La verdad
    es que una buena parte de las veces esa ansiedad ocurre porque
    nadie se toma la molestia de informar al enfermo, que suele ser
    la persona más interesada en saber que es lo que pasa y
    cómo se están manejando sus problemas.

    La mera observación casual del
    ambiente hospitalario induce a pensar que algunos médicos y
    enfermeras están muy ocupados, habida cuenta del angustioso
    ir y venir que parece consumir todo su tiempo. Pero cuando se
    observa a un miembro del equipo médico frente al paciente,
    una buena parte de las veces lo que parece sobresalir en el
    esquema de comunicación establecido, es
    pura y simple despersonalización: el paciente no está
    ahí; el paciente no es una persona; el paciente es una cosa
    que alguien dejó olvidada en algún sitio. Es muy
    probable que, en el caso del enfermo terminal, la
    distanciación psicológica pueda ser una buena excusa
    para explicar lo que ocurre. Es muy probable que la
    despersonalización ayude al médico también a
    sentirse menos emocionalmente afectado por el estado real de la persona a
    su cuidado. También pudiera explicarse por el hecho de que
    muchos pacientes representan un riesgo grave para la salud del
    personal que lo atiende debido a que sus enfermedades son
    peligrosamente contagiosas. O pudiera ser que las actividades y
    decisiones que deben ser tomadas crean en el médico niveles
    de estrés muy prolongados, lo cual evita que se pueda
    ofrecer en todo momento y a todos los pacientes un cuidado
    más personalizado. Pero ¿por qué entonces no
    ocurre lo mismo en la clínica privada?. Lo verdaderamente
    preocupante es que a pesar de que ese tipo de manejo
    institucional del paciente ha sido reconocido durante años
    como inapropiado, los esquemas de funcionamiento de los
    hospitales parecen no haber sufrido alteración ninguna,
    igual que tampoco parecen haber ocurrido cambios relevantes en la
    formación académica profesional.

    Sea cual fuere la decisión tomada en cada caso
    particular, lo cierto es que enfrentar situaciones de este tipo
    supone un rimero de tareas y de metas que deben cabalmente ser
    cumplidas pero, por sobre todo, exige procesos de adaptación
    que no todos logran generar, incluyendo al personal médico.
    La adaptación sugiere pasos que van desde comprender los
    niveles reales de gravedad y buscar información sobre el
    problema o los problemas que se manejan, hasta administrar
    cuidados médicos (control de dosis, aplicación de
    inyecciones). Supone también incorporar rutinas de actividad
    que funcionen de modo paralelo a las necesidades del enfermo.
    Requiere ofrecer apoyo instrumental y emocional o buscarlo cuando
    sea necesario. Exige planear sobre la base de dificultades no
    conocidas pero que puedan presentarse, y, finalmente, sugiere
    concretar una perspectiva global de la situación, sobre la
    base de las disponibilidades que ofrece el entorno inmediato. Muy
    probablemente este último paso sea el definitivo en la
    toma de decisiones
    particulares en relación con cada enfermo en estado
    terminal.

     

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    Gregorio Escalante (1)

    En MedULA, Revista de Facultad de
    Medicina, Universidad de Los Andes. Vol. 8
    Nº 1-4. 1999. (2002). Mérida. Venezuela.

    Karen Lorena Escalante (2)

    (1) Centro de Investigaciones
    Psicológicas. Facultad de Medicina. (2) Escuela de Bioanálisis.
    Facultad de Farmacia.Universidad de los Andes. Mérida.
    Venezuela.

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