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¿Ficción o testimonio, novela o reportaje?: La novelística de la violencia en Colombia




Enviado por Ryukichi Terao



    Monografía destacada

     

    RESUMEN

    Se demuestra aquí la confusión genérica
    entre novela, testimonio y memorias, propia de parte de
    la narrativa latinoamericana del siglo XIX, que se proyectó
    en el siglo XX en escritores que tomaron como fondo
    histórico la revolución mexicana y los
    acontecimientos sociales y políticos que originaron lo que
    en Colombia se ha llamado "Narrativa
    de la Violencia". El autor ofrece su visión crítica sobre algunos
    novelistas y obras que privilegian la consideración de
    la novela como un documento de
    denuncia en detrimento de su valoración como un género
    estético.

    Palabras clave: novela, narrativa de la
    violencia, narrativa de la revolución mexicana,
    narrativa colombiana, Viento Seco.

     

    ABSTRACT

    It addresses the confusion among three literary genders:
    the novel, the testimony and memories. This confusion part of the
    Latin- American narrative of the 19th century was projected
    during the 20th century by writers who took as a historical
    framework the Mexican revolution and the political and social
    events that originated what in Colombia is known as the narrative
    of violence. The author offers his critical vision about some
    authors and works that give privilege to the novel as a document
    that serves to denounce despite its valuable esthetic
    gender.

    Key words: novel, narrative of violence,
    narrative of the Mexican

    revolution, Colombian, narrative, Viento
    Seco
    .

     

    RÉSUMÉ

    Il est ici démontré la confusion de genres
    entre le roman, le témoignage et les mémoires, propres
    à une partie de la narrative latino- américaine du XIXe
    siècle, laquelle s’est projeté au XXe siècle
    parmi les écrivains qui ont pris comme fond historique la
    Révolution mexicaine, et les événements sociaux et
    politiques qui sont à l’origine de ce qui en Colombie
    a été appelé la « Narrativa de la Violencia
    ». L’auteur présente son avis critique sur
    d’autres auteurs et œuvres qui accordent un
    privilège à la considération du roman comme un
    document dénonçant les maux de la
    société, au détriment de sa valeur
    esthétique.

    Mots clef: roman, « narrativa de la
    violencia », narrative de la Révolution mexicaine,
    narrative colombienne, Viento Seco.

     

    1. Introducción: la novela y
    la realidad

    En un ensayo que se refiere al
    tema de la relación entre la realidad y la novela, el
    crítico literario peruano Julio Ortega comienza su
    discusión en torno al reportaje publicado en
    New York Times, según el cual Gabriel García Márquez
    afirmó ante Carlos Fuentes: "La realidad es mejor
    novelista que nosotros; debemos arrojar nuestros libros al mar" (Ortega,
    1997:63). Aunque no debemos confiar del todo en esta clase de afirmación,
    menos aun cuando se trata de un escritor "mamagallista",
    aquí nos llama la atención una tendencia,
    que se observa repetidamente durante todo el siglo XX entre los
    novelistas latinoamericanos, especialmente de carácter realista o
    "mágico-realista",

    a sobrestimar la potencia novelística de la
    realidad latinoamericana.

    Desde la etapa del costumbrismo hasta la época del
    "boom", muchos escritores y críticos literarios han
    caído en la ingenuidad de creer que la novela
    latinoamericana no es otra cosa que la reproducción de la
    realidad latinoamericana que, según ellos, tiene valor artístico por
    sí misma. Al plantear su teoría de "lo
    real-maravilloso americano" en el famoso prólogo de El
    reino de este mundo
    (1949), Alejo Carpentier afirma que en
    América Latina se halla
    cotidianamente lo maravilloso y que, siguiendo simplemente "la
    verdad histórica de los acontecimientos", se puede hacer una
    novela maravillosa superior a la literatura europea, puesto que la historia de América no es "sino una
    crónica de lo real-maravilloso" (Carpentier,
    1993:16-17).

    Por otro lado, Arturo Uslar Pietri, en un
    ensayo titulado "Realismo mágico", aprueba
    el planteamiento de Carpentier para llegar a concluir que lo
    novedoso del "realismo mágico" no consiste en la
    imaginación sino en "la peculiar realidad existente" de
    América Latina y que era "un realismo que reflejaba
    fielmente una realidad hasta entonces no vista" (Uslar Pietri,
    1990:124). Esta forma ingenua de concebir el realismo literario
    no deja de causar algunas preguntas fundamentales sobre el
    género "novela".

    Si entendemos la novela como una forma artística
    que tiene una existencia autónoma, ¿por qué tiene
    que fundamentar su valor artístico en la realidad existente
    o competir, como insinúa García Márquez, con la
    realidad? Y si la realidad misma de América Latina tiene
    valor por sí, ¿con qué necesidad hacen novelas en lugar de documentales
    o reportajes que son, sin duda, medios más eficaces para
    traspasarla "fielmente" a la escritura? Enrique Anderson
    Imbert se da cuenta de esta contradicción cuando señala
    la "falacia" en el planteamiento de Carpentier que consiste en
    creer que "el arte es mera imitación de la
    realidad y por tanto la realidad supera al arte" (Anderson,
    1992:16). Negando los privilegios artísticos de la realidad
    hispanoamericana, el crítico argentino insiste en que no se
    deben confundir los dos niveles fundamentales: la realidad y el
    arte, lo real maravilloso del continente americano y el realismo
    mágico entendido como una categoría estética (Anderson,
    1992:16-18).

    De hecho, no debemos suponer que estos novelistas
    aquí mencionados realicen literalmente sus planteamientos en
    sus novelas. Una cosa es el método que proponen, y otra
    cosa es la práctica en que siempre interviene un proceso inconsciente del
    autor. Es absurdo pensar que Carpentier hizo una copia de la
    realidad haitiana en El reino de este mundo, puesto que
    introdujo la cosmogonía "vudú" de los negros americanos
    para interpretar la historia de la independencia haitiana. De
    igual manera, tampoco podemos suponer que García
    Márquez siguiera el realismo que "reflejaba fielmente una
    realidad" si nos fijamos en el hecho de que aprovechó la
    visión del mundo de la gente popular costeña en la
    estructuración de sus obras. Mario Vargas Llosa es más
    consciente del carácter ficticio de la novela cuando
    entiende su esencia como "el arte de mentir". Siguiendo la idea
    del novelista peruano, la novela siempre contiene "mentiras", por
    lo que no se deben buscar correspondencias entre los hechos
    narrados en una novela y los hechos verídicos en la Historia
    o la biografía del autor, y,
    justamente por el carácter mentiroso, se distingue de otros
    géneros como el reportaje en que sí cuenta la "verdad"
    de los hechos tratados (Vargas Llosa,
    1991:400-405).

    En la literatura occidental, que cuenta con una
    tradición narrativa mucho más larga que la de
    América Latina, el género "novela" implica por
    definición lo ficticio. Roland Bourneuf y Réal Ouellet
    también la definen en su conocido libro titulado La
    novela
    como "narración de una historia ficticia", y
    afirman que lo ficticio es "lo que distingue la novela de la
    biografía, la autobiografía, el testimonio vivido, la
    declaración, el relato de viajes y la obra llamada
    <histórica>" (Bourneuf y Ouellet, 1989: 34-35). Si
    bien es cierto que el género novela se asocia frecuentemente
    con el concepto del "realismo" y muchas
    obras novelísticas, como señalaron Bourneuf y Ouellet,
    se presentan como historias fácticas que tuvieron lugar en
    algún momento de la Historia, esto no deja de ser
    cuestión de "verosimilitud" que no asegura de ninguna manera
    la "verdad" de los hechos narrados. Aunque puede ser cierto que
    todos los novelistas utilicen sus propias experiencias en sus
    obras, desde el momento de acudir al género novela, empiezan
    obligatoriamente a transformarlas en ficción.

    Retomando la discusión acerca de la superioridad de
    la realidad sobre la novela propuesta por García
    Márquez, el siglo XX fue un siglo en el que pudimos observar
    varios acontecimientos extraordinarios en todo el mundo. Si
    tenemos en cuenta hechos históricos como las dos guerras mundiales o la
    Revolución Rusa, debemos
    aceptar que América Latina no es ninguna tierra privilegiada en cuanto
    a la dimensión de sucesos; tanto los latinoamericanos como
    los europeos y los norteamericanos experimentaron directa o
    indirectamente acontecimientos reales que superaban la
    imaginación de los novelistas. Lo que nos llama la
    atención en nuestro trabajo es la diferencia en
    actitud que se observa entre
    los escritores occidentales y los latinoamericanos ante los
    hechos históricos.

    Ubicada en el siglo de agitación, la literatura
    occidental tuvo una proliferación de obras
    periodísticas que se clasificaban en géneros como el
    reportaje o la memoria, en los cuales los
    escritores, fueran novelistas profesionales o no, buscaron la
    reproducción fiel de los grandes acontecimientos
    históricos. Desde el éxito de Ten Days That
    Shook the World
    (1919) de John Reed, creció notablemente
    la importancia del reportaje, y muchos escritores, como es el
    caso de George Orwell con su Homage to Catalonia (1938),
    empezaron a dedicar su trabajo a este género incipiente. Por
    otro lado, varios intelectuales, especialmente
    políticos, que participaron directamente en las guerras,
    redactaron sus experiencias en forma de "memorias".

    El caso más destacado es el de Winston Churchill,
    quien hizo una de las memorias más importantes sobre
    la Segunda Guerra Mundial y
    llegó a ganar, aunque no fue precisamente por esta memoria, el Premio Nobel de
    Literatura. Desde luego, se escribieron también novelas en
    torno a algunos grandes acontecimientos; sin embargo, en ellas se
    utiliza sólo la ambientación del hecho histórico
    como marco exterior, y el argumento novelístico no tiene
    nada que ver con sucesos verídicos, lo cual lo podemos
    comprobar leyendo algunas novelas de Ernest Hemingway o
    André Malraux, quienes vivieron aventuras en varias guerras
    y revoluciones. Por más datos interesantes que contengan
    sobre los acontecimientos históricos, sus novelas son
    "ficciones" creadas según la búsqueda interior de sus
    autores y no para dar un testimonio directo. Es decir, en la
    literatura occidental se marcó, según el interés de los autores, una
    clara línea divisoria entre la novela y otros géneros
    ante la inminencia de los sucesos históricos.

    Si nos fijamos en el contexto literario de América
    Latina, nos damos cuenta de que la situación es distinta en
    la medida en que no apareció durante las primeras
    décadas del siglo XX la separación marcada entre la
    novela, el reportaje y la memoria. La Novela de la
    Revolución Mexicana, que tuvo una explosión durante la
    década de 1930, nos parece un ejemplo apropiado para
    ilustrar nuestra discusión. Ante un acontecimiento nacional
    que arrasó todo el territorio mexicano, muchos letrados,
    inspirados por el descubrimiento de Los de abajo escrita
    por Mariano Azuela en 1915, sintieron la necesidad de expresarlo
    en formas literarias y casi unánimemente acudieron al
    género "novela".

    Lo curioso del fenómeno consiste en que, a pesar de
    que John Reed ya había hecho un famoso reportaje sobre la
    Revolución Mexicana titulado Insurgent Mexico (1914),
    este género estaba completamente descartado desde el
    comienzo. El fervor que se creó en torno a Los de
    abajo
    entre los escritores que la consideraron como la
    máxima expresión literaria del drama nacional de
    México determinó el
    camino de la literatura mexicana, originando una confusión
    de géneros. Resaltemos aquí que, en el caso de Azuela,
    quien tenía suficiente formación literaria a
    través de la lectura de literatura
    francesa realista y naturalista, el éxito de su novela se
    debe a su habilidad con la que logró transformar sus propias
    experiencias de médico militar en una ficción
    coherente. Los escritores que le siguieron, sin embargo,
    generaron a partir de Los de abajo una idea ingenua, ajena
    en realidad a la novelística de Azuela, de que la novela no
    era sino un medio para reproducir fielmente los acontecimientos
    de la Revolución y de que una novela se puede hacer
    redactando simplemente experiencias crudas del campo de
    batalla.

    Como consecuencia, la gente sin ninguna vocación
    literaria empezó a participar en las actividades
    novelísticas para contar sus experiencias personales
    sólo porque había luchado en la guerra. Pese a su objetivo de reproducir
    fielmente los sucesos pasados, que no es apropiado para la novela
    sino para el reportaje o la memoria, la gran mayoría de
    ellos lo realizaban en la novela para emprender una
    contradictoria tarea de expresar la "verdad" de los
    acontecimientos históricos en la forma novelística, o
    sea, en la ficción. Hasta podemos señalar casos como
    El águila y la serpiente (1928) de Martín Luis
    Guzmán o Ulises criollo (1935) de José
    Vasconcelos en que las obras que pueden pasar perfectamente como
    reportajes o memorias en cuanto al contenido, se presentan (y se
    leen) como novelas; a pesar de que no hicieron en sus respectivas
    obras sino un recuento de lo que habían realizado como
    políticos involucrados en el gobierno durante la etapa crucial
    de la Revolución, tanto Guzmán como Vasconcelos
    insistieron en que eran "novelas", y un novelista tan sagaz como
    Mariano Azuela también las clasificó como "novelas"
    (Azuela, 1960:681). Esta contradictoria novelística de
    buscar la reproducción de la verdad histórica mediante
    la ficción, practicada además por escritores
    "amateurs", produjo a través de toda la década de 1930
    muchas obras extrañas, como Vámonos con Pancho
    Villa
    (1931) de Rafael Felipe Muñoz o Las manos de
    mamá
    (1937) de Nellie Campobello, que eran demasiado
    rudimentarias para pasar como historias de ficción pero que
    tampoco tenían valor documental en el sentido estricto de la
    palabra, puesto que los hechos verídicos estaban modificados
    según el interés de los autores.

    La misma novelística se repite en muchos
    países latinoamericanos cada vez que se enfrentan a un gran
    acontecimiento nacional. Las dictaduras militares de Gómez y
    Pérez Jiménez en Venezuela produjeron una serie
    de novelas testimoniales de los escritores, como Argenis
    Rodríguez y José Vicente Abreu, directamente
    comprometidos en la lucha contra los dictadores. En Colombia,
    aparecieron durante toda la década de 1950 novelas que
    trataban la violencia cometida en la guerra entre los
    conservadores y los liberales que comenzó con el Bogotazo de
    1948 para dejar innumerables muertes en casi todo el territorio
    del país.

    Ahora, nos parece particularmente interesante este
    fenómeno literario de Colombia conocido con la
    denominación de "la Novela de la Violencia" que, como
    señaló Manuel Antonio Arango, tuvo mucha semejanza con
    la Novela de la Revolución Mexicana (Arango, 1985:16). Lo
    interesante consiste en que los colombianos siguieron repitiendo
    casi unánimemente la misma novelística de la Novela de
    la Revolución en la década de 1950 en la cual la
    literatura mexicana ya había superado la etapa de novela
    testimonial con autores como Juan Rulfo y Carlos Fuentes. A
    nuestro modo de ver, la irrupción aparentemente
    anacrónica de esta novelística testimonial contiene un
    punto clave para discutir el proceso de la transformación de
    la novela latinoamericana en el siglo XX. En adelante,
    analizaremos la Novela de la Violencia, con algunos ejemplos
    concretos, para desarrollar después reflexiones sobre el
    establecimiento de la novela como género artístico en
    América Latina.

     

    2. La Novela de la Violencia
    en Colombia

    2.1 La aparición de la
    Novela de la Violencia

    Como acertadamente señaló Augusto Escobar
    Mesa, la Novela de la Violencia resultó ser un fenómeno
    literario nunca visto antes en la historia de la literatura
    colombiana en cuanto a la cantidad de publicaciones (Escobar,
    1997:114). A diferencia de los escritores mexicanos que demoraron
    casi 20 años para empezar a abarcar sucesos de la
    Revolución en obras literarias, la reacción de los
    colombianos apareció de manera inmediata. Después de la
    primera obra que se categoriza en la Novela de la Violencia,
    Los olvidados de Lara Santos, publicada por la Editorial
    Santafé en 1949, las empresas como Santafé,
    Iqueima y A. B. C. comenzaron a publicar obras que presentaban
    sucesos violentos en el pleno momento en que las luchas entre los
    liberales y los conservadores se intensificaban cada día
    más. Escobar Mesa, limitándose al tramo entre 1949 y
    1967, hizo la lista de 70 obras de la novelística sobre la
    Violencia (Escobar, 1997:149- 153), y Arango, por otro lado,
    clasificó 74 obras publicadas entre 1951 y 1972 en la Novela
    de la Violencia (Arango, 1985:16). Si bien es cierto que el
    inventario de las obras
    aumentó de una forma exagerada como resultado de calumnias
    que se dirigían por medio de los libros entre los escritores
    que representaban ideológicamente alguno de los dos bandos
    políticos, tampoco podemos negar que hubo obras que ganaron
    un público bastante grande. Luis Iván Bedoya y Augusto
    Escobar señalan, por ejemplo, que Viento seco (1953)
    de Daniel Caicedo, una novela publicada por una editorial
    desconocida en 1953, llegó a vender 50.000 ejemplares en dos
    años, lo cual era una cifra exorbitante para esta época
    (Bedoya y Escobar, 1980:7).

    Aunque, con la aparición del llamado "grupo de Barranquilla"
    integrado por escritores como García Márquez y
    Álvaro Cepeda Samudio, la Novela de la Violencia entra en
    una nueva etapa más crítica y reflexiva a fines de la
    década de 50, las obras que se publicaron como una
    reacción inmediata al Bogotazo y a su consecuente
    situación violenta mostraban una similitud notoria con las
    novelas de la Revolución Mexicana en cuanto a la estructura y al contenido.
    Para empezar, la gran mayoría de los escritores
    involucrados, incluyendo al más exitoso Daniel Caicedo, eran
    "amateurs" sin ninguna formación literaria que sólo se
    apoyaban en sus propias experiencias de la violencia política. En segundo lugar, cometieron
    la misma confusión de géneros al buscar el testimonio
    de la "verdad" histórica en forma novelística; mientras
    que algunos escribieron sus experiencias respetando hechos
    verídicos al estilo de las memorias y las hicieron pasar
    como "novelas", otros esbozaron apenas una historia ficticia,
    modificando sucesos pasados para dar más efecto a la
    crueldad de las experiencias de la Violencia. Alfonso
    Hilarión, un teniente de la policía que participó
    directamente en varios actos militares a favor de los
    conservadores, hizo en Balas de la ley (1953) un recuento a la
    manera de Guzmán (aunque con muchísimo menos
    vocación literaria) de su recorrido en la lucha militar. Por
    otra parte, la mayoría de las obras que buscaron la
    reproducción directa de los hechos violentos, como Ciudad
    enloquecida
    (1951) de Pablo Rueda Arciniegas o Sin tierra
    para morir
    (1954) de Eduardo Santa, caían en el
    "realismo burdo", utilizando el término planteado por Laura
    Restrepo (Restrepo, 1976:11), en el cual anécdotas crudas de
    la violencia están apenas articuladas por un hilo central
    mal elaborado, exactamente al igual que en las novelas de
    Muñoz o Campobello.

    Obviamente la novelística que sostiene este
    realismo burdo es la misma forma de concebir la novela, no como
    la ficción, sino como la trascripción de los
    acontecimientos verídicos y el medio de expresar la "verdad"
    histórica. De hecho, muchos autores, al hacer una
    presentación de su obra en el prólogo, insisten en que
    los hechos narrados son sucesos que expresan la "verdad" de la
    Historia; Hilarión, por ejemplo, afirma en el prólogo
    de Balas de la ley que escribió esta obra para
    comunicar la "verdad" al público (Hilarión, 1953:V-VI);
    Eduardo Santa presenta su Sin tierra para morir diciendo
    que "más que novela es una historia" y afirma que no ha
    utilizado ninguna "fantasía" (Santa, 1954:5), a pesar de que
    la obra contiene varios elementos ficticios.

    Volvamos a la pregunta inicial aquí: ¿por
    qué los escritores colombianos, hasta bien entrada la
    década de 1950, en la cual ya el periodismo cumplía una
    función importante a
    nivel nacional y se debería conocer la existencia de obras
    clasificadas en géneros como reportaje o memorias, siguieron
    aferrándose a la novelística contradictoria de expresar
    la verdad en forma de ficción?, y ¿cómo el
    público, incluyendo algunos críticos literarios
    influyentes, manifestó cierta admiración a esta clase
    de literatura? Esto se explica parcialmente por la inmadurez de
    los escritores debido a la escasez de obras narrativas y por
    el conocimiento deficiente de
    la literatura extranjera, como suelen indicar algunos
    críticos; sin embargo, tampoco debemos olvidar que sí
    ha existido en Colombia una tradición novelística,
    aunque no tan firme como en otros países, desde el siglo XIX
    con obras como Manuela (1858) y María (1867) y
    que, entrando al siglo XX, podemos nombrar varios novelistas que
    obtuvieron cierto éxito con sus novelas como José
    María Vargas Vila, José Eustacio Rivera y José
    Antonio Osorio Lizarazo, entre otros. Más bien,
    deberíamos fijarnos, aunque la crítica literaria no ha
    prestado suficiente atención hasta ahora, en la
    concepción de la novela que se venía formando a partir
    del éxito de La vorágine (1926) a través de
    las décadas de 30 y 40 entre los escritores y los
    críticos literarios. Esta novelística que, para nuestro
    punto de vista, tiene mucho que ver con la formación del
    "realismo burdo" de la Novela de la Violencia, nos ayuda a
    aclarar varios puntos importantes para replantear la
    discusión que se ha desarrollado en torno al género
    "novela" en la literatura
    latinoamericana.

     

    2.2 El concepto de la novela
    en la literatura colombiana.

    Como ya se ha discutido ampliamente entre los
    investigadores, la novela, a diferencia de la poesía, no se
    reconocía entre los intelectuales latinoamericanos como un
    género artístico autónomo hasta la primera mitad
    del siglo XX. El hecho de que la primera traducción de
    Atala, una de las primeras novelas que tuvieron un gran
    impacto en el mundo intelectual de América Latina, fue
    realizada por Samuel Robinson, es decir, Simón
    Rodríguez (con la colaboración de un fraile) quien la
    quiso utilizar como material didáctico, ilustra el concepto
    de la novela que se generó en América Latina. Los
    escritores, más que un refinamiento estético, buscaban
    hacer de la novela, como afirmó Vargas Llosa en una entrevista, "un
    vehículo", "un instrumento" y "algo útil" con objetivo
    didáctico (Poniatonska, 1969:76). Mientras que en Europa y en Estados Unidos la novela fue
    estableciendo su estatus como un género artístico hacia
    el siglo XX, en América Latina, salvo algunas excepciones,
    siguió siendo un instrumento de enseñanza hasta bien
    entrado el siglo XX. Si bien fueron desapareciendo gradualmente
    hacia el final del siglo XIX rasgos religiosos, los cuales eran
    notorios en las novelas decimonónicas más
    representativas como María o Aves sin nido
    (1889), la reemplazó el objetivo social de los escritores
    reformistas que convirtieron la novela en instrumento de
    denuncia.

    El didactismo de la novela empezó a observarse de
    una forma intensiva en la literatura colombiana a partir de La
    vorágine
    . Destaquemos aquí el hecho de que muchos
    escritores y críticos atribuye- ron el mérito de esta
    novela, más que a la descripción del mundo
    desconocido de la selva amazónica, a la revelación de
    la explotación que se generaba en las haciendas de caucho. El brillante
    éxito de La vorágine, en lugar de afirmar la
    esencia artística de la novela, atrajo la atención de
    los intelectuales colombianos hacia la utilidad de este género como
    medio de denuncia, y muchos de los escritores que asumieron la
    labor novelística en las siguientes décadas se fijaron
    en esta función social. Osorio Lizarazo, quien se
    convirtió en uno de los dirigentes más destacados de la
    novela colombiana con obras como La cosecha (1935), anota
    en un ensayo escrito en 1938 que la novela es un "instrumento
    adecuado para despertar una sensibilidad y para formar un
    ambiente propicio a obtener la
    afirmación de un equilibrio y de una justicia sociales" y que el
    novelista, antes que buscar emoción estética, "debe
    limitarse a denunciar" (Osorio, 1938:124- 126). Jaime
    Ibáñez Castro, el autor de Cada voz lleva su
    angustia
    (1944), definió en 1946 la novela como
    "posición de lucha" para aprobar la literatura de lucha
    social practicada por escritores como Ciro Alegría, Jorge
    Icaza y Osorio Lizarazo, y planteó la necesidad de
    aprovechar la potencia social de este género
    (Ibáñez, 1946:31- 35). Tampoco faltaron en el lado de
    la crítica quienes apoyaban este uso utilitario de la
    novela; Otto Morales Benítez, uno de los críticos
    más influyentes de la época, afirmó en 1948 que la
    novela ideal para el mundo americano es la "novela de
    pregón" que sirve "de enseñanza, de orientación,
    de guía hacia la conquista del <esperanzado día>"
    (Morales, 1986:167). De esta manera, en el momento de la
    explosión de la Violencia, la novela como género
    literario se había establecido, para el amplio sector
    intelectual colombiano, como un instrumento didáctico por
    medio del cual se aspiraba a hacer aportes a las reformas
    sociales.

    Las novelas escritas según esta propuesta didáctica inevitablemente
    toman una forma distinta a la de la novela occidental. Para
    empezar, su argumento novelístico, en lugar de constituir
    una historia central que articula toda la obra, queda al margen
    como un pretexto que obedece al objetivo principal de denuncia
    social. En nove- las como Una derrota sin batalla (1935)
    de Luis Tablanca o Tierra mojada (1947) de Manuel Zapata
    Olivella, la historia sirve como una evidente alegoría que
    comunica un mensaje o una moraleja para corregir la injusticia
    social. Para los escritores como César Uribe Piedrahita,
    autor de Toá (1933) y Mancha de aceite (1935), y Osorio
    Lizarazo, el argumento no era sino marco exterior, ajeno a la
    esencia del contenido, para posibilitar la introducción de
    las escenas que revelan la situación de la gente explotada.
    Obviamente la obra no llega a convertirse en una plena
    "ficción" y, de hecho, muchos autores resaltan el valor como
    documento social de su obra; Ibáñez Castro, entre
    otros, puso un prólogo a su Cada voz lleva su
    angustia
    para explicitar que esta obra no era producto de "creación
    fantástica" (Ibáñez, 1973:7).

    Entendido el contexto novelístico en Colombia,
    podemos comprobar que los escritores involucrados en el tema de
    la Violencia no distaban mucho de los novelistas precedentes en
    cuanto a la concepción de la novela y que su
    novelística era, más bien, una variación de la
    novelística colombiana "clásica". Cabe anotar aquí
    que, pese al dominio de la novelística
    didáctica en la
    literatura colombiana durante las décadas de 30 y 40,
    sí se observaban intentos de hacer novelas con métodos distintos; basta
    mencionar obras como Cuatro años a bordo de mí
    mismo
    (1934) de Eduardo Zalamea Borda o Babel (1943)
    de Jaime Ardila Casamitjana para darnos cuenta de la variedad
    literaria, aunque limitada, que hubo en esta misma
    época.

    Sin embargo, así como la onda de la Novela de la
    Revolución Mexicana apagó el movimiento vanguardista que se
    desarrollaba en torno a la revista
    Contemporáneos, la cual dejó de editarse en 1931
    con el comienzo de la novelística de la Revolución, el
    estremecimiento social de Colombia ocupó el interés de
    muchos escritores para impedir la evolución de nuevas
    tendencias novelísticas. Ante un hecho histórico
    desmedido, los letrados colombianos dejaron de buscar nuevos
    caminos literarios y se aferraron a la novelística
    existente. La única característica que nos llama la
    atención es que los novelistas de la Violencia exageraron la
    inclinación casi morbosa, que por cierto ya se notaba en
    algunas novelas precedentes como Las estrellas son negras
    (1949) de Arnoldo Palacios, hacia lo feo y lo grotesco para
    llegar a crear un tremendismo. En 1955, en el pleno apogeo de la
    Novela de la Violencia, Eduardo Santa, uno de los practicantes de
    la novelística de la Violencia, después de plantear que
    "la labor revolucionaria del novelista" consiste en "su habilidad
    para preparar en el ánimo del lector las intrínsecas
    condiciones de la inconformidad con el ambiente descrito",
    manifiesta esta consigna que siguen muchos escritores al abarcar
    el tema de la Violencia: la labor revolucionaria del escritor
    está en su habilidad para captar lo feo, lo grotesco, lo
    vituperable y vil de una época histórica, de un
    ambiente o de una colectividad o grupo social, a tal punto que
    logre comunicar al lector – en un proceso a veces
    imperceptible o insensible – el deseo de transformar lo vil
    en grandioso, lo grotesco en amable, lo vituperable en
    placentero. (Santa, 1955: 157)

    En la propuesta de Santa, quien define al novelista como
    "fotógrafo afortunado" de la realidad y habla de su
    "compromiso con el pueblo" (Santa, 1955:157-163), no podemos
    encontrar ninguna renovación en cuanto a la concepción
    del género "novela". En este sentido, podemos ubicar
    lícitamente a los novelistas de la Violencia como sucesores
    de la novelística precedente caracterizada por la denuncia
    social por medio de la revelación y el testimonio. Sólo
    que, como afirmó Santa en el mismo ensayo, para los
    escritores que asumían el "compromiso con el pueblo", "el
    tema de la hora actual en Colombia es la violencia" (Santa,
    1955:163), lo cual se manifestó como una insistente forma de
    escrutar lo cruel en actos humanos.

     

    2.3 El balance de la
    Novela de la Violencia: el ejemplo de Viento
    seco

    Después de hacer un repaso general de la
    novelística en la literatura colombiana del siglo XX,
    podemos comprender Viento seco como una de las obras
    más representativas de la Novela de la Violencia. El autor,
    un médico que presenció actos violentos cometidos por
    los conservadores en el Cauca, parte de dos hechos verídicos
    que sucedieron en el año 1949: la masacre del pueblo de
    Ceylán y la matanza de la "Casa Liberal" en Cali, y trata de
    reproducir, con una actitud partidista a favor de los liberales,
    la crueldad de los militares conservadores. Desde la primera
    parte, la obra nos sorprende con la insistencia en las escenas
    violentas:

    El viejo José Gallardo había sido cegado y
    otro enorme tajo dejaba salir los intestinos. Los peones
    habían sido castrados y de sus bocas arrancadas las
    lenguas. Las dos mujeres presentaban en vez de pechos dos
    heridas que manaban trenzas de sangre. Ambas habían sido
    violadas y hendidas con bayonetas. (Caicedo,
    1995:58-59)

    Y un disparo salió del revólver. La
    víctima empezó a doblarse sobre el asiento y un hilo
    de sangre bajó a mojar la camisa. El asesino tuvo un
    fulgor destellante en su mirada, se abalanzó sobre el
    moribundo, succionó con fuerza la herida y
    deglutió la sangre. (Caicedo, 1995:66)

    Dejemos de citar más pasajes, que sólo
    servirán para causar repugnancia a los lectores, pero no sin
    antes observar que esta crueldad intensa se mantiene a
    través de toda la obra. Sin caer en exageración,
    podemos afirmar con García Márquez, quien dedicó
    un ensayo a la Novela de la Violencia en 1959, que esta obra no
    es sino "el exhaustivo inventario de los decapitados, los
    castrados, las mujeres violadas, los sesos esparcidos y las
    tripas sacadas y la descripción minuciosa de la crueldad con
    que se cometieron esos crímenes" (García Márquez,
    1997:563).

    El argumento novelístico se desarrolla en torno a
    dos protagonistas, Antonio Gallardo y Cristal, que son personajes
    ficticios sin modelos existentes. Laura
    Restrepo tiene razón cuando plantea que "se trata de
    personajes carentes de voluntad y de libertad" (Restrepo, 1976:12),
    puesto que todos existen, según el propósito
    denunciatorio del autor, sólo para presenciar la violencia.
    Incluso, hay personajes que aparecen exclusivamente para destacar
    la atrocidad de los conservadores; la niña de Antonio, que
    se rescata milagrosamente de la masacre, expira en los brazos de
    su madre para dar tono trágico al suceso y originar más
    desesperación a sus padres (Caicedo, 1995:75- 76); la
    única función que cumple el señor Roberto
    Gómez es contar una anécdota cruel que presenció y
    denunciar al gobierno conservador (Caicedo, 1995: 110-117).
    "Vamos donde Dios quiera" (Caicedo, 1995:81): esta frase, emitida
    por la esposa de Antonio, que revela el estado de impotencia y
    conformidad ante el destino, a nuestro modo de ver, debería
    ser reformulada así: "Vamos donde el autor
    quiera".

    El autor mueve a sus personajes como títeres para
    introducir las experiencias verídicas de la violencia a
    medida que va creando una historia que comunica a los lectores un
    mensaje de denuncia en contra del partido conservador. Por causa
    de esta manipulación demasiado obvia, el argumento
    novelístico, que depende de varias coincidencias y hechos
    milagrosos, muy poco convincentes por cierto, carece de desarrollo espontáneo y
    lógico con algunas fallas evidentes; cualquier lector no
    dejaría de extrañarse, por ejemplo, ante la
    salvación del protagonista, quien, después de que los
    policías conservadores lo dejaron moribundo volándole
    los testículos con disparos, fue
    rescatado por Martín Galindo para recuperarse completamente
    en poco tiempo hasta el nivel de
    luchar en la guerrilla. El reencuentro de Antonio con Cristal en
    la tercera parte muestra ejemplarmente la
    artificialidad con la que está hecho el argumento; para
    empezar, después de una masacre en que la gran mayoría
    de las víctimas murieron sin ser identificadas ni menos
    enterradas, Antonio entra, como si fuera un acto totalmente
    normal, al cementerio de la ciudad y encuentra sin dificultad la
    tumba de su esposa (Caicedo, 1995:143-144); en segundo lugar, en
    el mismo cementerio aparece de repente una señora, que
    finalmente nunca se sabe quién es, para indicarle el
    paradero de Cristal (Caicedo, 1995:145).

    La torpeza del manejo en la conversación entre los
    personajes resalta todavía más el descuido de la
    historia. Citemos, por ejemplo, el siguiente pasaje en el cual
    los protagonistas ingresan a la Casa Liberal, donde los atiende
    Cristal:

    – ¿Van a entrar? ¿Piensan quedarse?
    ¿Son emigrados?

    – Sí, señorita, venimos de Ceylán y
    pensamos quedarnos, pero no encontramos acomodo.

    – ¿De Ceylán? Son los primeros que llegan.
    ¿Cuándo los atacaron?

    – Anoche. Hará apenas veinticuatro horas.
    (…)

    – ¡Pobres! Ni habrán comido. Les mataron a
    alguien?

    – A todo los nuestros (Caicedo, 1995:103)

    Si consideramos el hecho de que es una conversación
    sostenida entre los sobrevivientes de la masacre y la asistente
    de la casa de refugiados, se nota la ridiculez de esta escena,
    especialmente en preguntas tan insensibles como: "¿Son
    emigrados?" o "¿Les mataron a alguien?". Otro caso absurdo
    es el de Andrés Castro, un simpatizante de los liberales,
    quien hace el favor de llevar a Antonio y a su esposa a Cali y
    responde en una requisa del camino, primero con su verdadero
    nombre, y después revela que son "unos amigos de Ceylán
    que se salvaron del asalto" (Caicedo, 1995:93). En un puesto de
    policías, donde cualquiera sabe de antemano que son todos
    conservadores peligrosos, ¿a quién se le ocurriría
    revelar tan fácilmente su verdadera identidad o decir que son los
    liberales salvados de la masacre? Con esta conversación tan
    pueril, el lector inmediatamente se da cuenta de que esta escena
    sólo sirve para que los personajes sufran el abuso de los
    policías que viene en seguida.

    Sin necesidad de citar más fallas, que son
    innumerables, podemos comprobar que el argumento ficticio de
    Viento seco es sólo un apéndice, mal
    estructurado, que posibilita la narración de actos crueles
    cometidos en la Violencia. Arango perdona esta debilidad de la
    obra al calificarla como "una literatura de urgencia" nacida
    "de una realidad triste y dolorosa que se dio en un momento
    histórico de existencia colombiana" (Arango, 1985:128), y
    el crítico literario Álvaro Pineda Botero, aun
    admitiendo "su poca elaboración literaria", trata de
    valorizarla por su "testimonio de indudable valor
    histórico y sociológico" (Pineda, 2001:123).
    Ciertamente será posible imaginar a partir de la novela el
    grado de violencia que se generaba en Colombia en esta
    época; sin embargo, no podríamos estar completamente
    de acuerdo con los críticos que ingenuamente aprecian el
    valor documental de la novela. Aunque puede ser que los actos
    crueles narrados en Viento seco fueran hechos
    verídicos presenciados por el mismo autor, la insistencia
    excesiva en la violencia, presentada en el marco de la novela,
    crea un ambiente fantasmagórico y causa, en contra del
    objetivo del autor que busca comunicar la "verdad"
    histórica, una impresión de que todo es una
    "fantasía" (el término aparece en el texto; Caicedo, 1995:65). Un
    pasaje como el siguiente, que viene después de que se
    consumaron los actos crueles, nos revela contradictoriamente el
    carácter ficticio de la obra: La paz llegó en forma
    de sueño para Pedro. Antonio y Marcela tenían la
    fatiga y el sueño en los ojos, pero los ojos seguían
    abiertos, cristalados… No podría asegurarse que estaban
    despiertos, ni que estaban dormidos. Soñaban. Se iban de
    la realidad. (Caicedo, 1995:86)

    Viendo a los personajes que "se iban de la realidad",
    nos enfrentamos al hecho fundamental de que no hay manera de
    "asegurarse" que todo lo narrado sucediera de verdad y de que
    todo puede ser fantasía del autor, cuando se trata de una
    "novela". Algo parecido sucede con una obra del venezolano
    José Vicente Abreu, Se llamaba SN (1964), que se
    presenta como "Novela- Testimonio", cuando el nivel
    increíble de la crueldad le hace formular al narrador-
    protagonista: "Parece una película" (Abreu, 1998:107). En
    Viento seco, la artificialidad demasiado notoria en la
    elaboración del argumento destaca el carácter ficticio
    de la obra y perjudica la credibilidad de los hechos narrados.
    Por más que los partidarios del autor insistan en que muchas
    de las anécdotas que componen la novela se basan en sucesos
    verdaderos, es totalmente lícito, como hizo Alfonso
    Hilarión con prensas liberales, atribuir toda la novela a la
    "obra y arte de mentirosos" (Hilarión, 1953: V). En este
    sentido, debemos aceptar que el valor de esta novela como
    documento histórico es de alcance limitado.

    Un breve análisis del texto
    realizado aquí nos lleva a concluir que Viento seco
    es una obra mal elaborada como novela, como la mayoría de
    los críticos literarios están de acuerdo, y que tampoco
    puede cumplir plenamente la función como documento
    histórico, ya que todo se puede leer como una
    "fantasía". Como hemos insinuado, esta clase de obras que
    oscilan entre el reportaje y la novela sin ser exactamente
    ninguno se produce con cierta frecuencia en América Latina
    cuando los escritores se enfrentan a un gran acontecimiento
    histórico. Después de ubicar la novelística de la
    Violencia en el contexto literario de Colombia, podemos observar,
    más claramente que en la Novela de la Revolución
    Mexicana, que la dimensión del hecho histórico no
    cumple sino un papel secundario para originar esta confusión
    de géneros y que la verdadera causa se debe buscar en la
    novelística, bastante común en gran parte de
    América Latina en las primeras décadas del siglo XX, de
    concebir la novela no como un género artístico
    autónomo, sino como un instrumento de denuncia por medio del
    cual se revela la situación de una realidad
    histórica.

    Ahora, si buscamos algún mérito en la
    novelística de la Violencia, lo podemos encontrar justamente
    en el punto en que las obras como Viento seco muestran en
    una forma hiperbólica la debilidad fundamental de la
    novelística anti-estética que se había establecido
    como canon entre los intelectuales colombianos. En México,
    los novelistas como José Revueltas y Agustín
    Yáñez entraron a una nueva etapa literaria desde los 40
    en base a la crítica de la novelística de la
    Revolución.

    De la misma manera, tanto escritores como críticos
    en Colombia, gracias al exceso de la novelística de la
    Violencia, se dieron cuenta del camino equivocado que
    seguían los novelistas y también de la necesidad de
    plantear una nueva manera de concebir el género "novela" y
    un nuevo método de creación literaria. En este sentido,
    una seudo-novela como Viento seco sirvió como un
    punto de partida para una nueva generación encabezada por
    novelistas como García Márquez y Cepeda
    Samudio.

     

    3. Conclusión: hacia una
    nueva novelística

    Aunque las novelas de la Violencia al estilo de
    Viento seco siguieron produciéndose en la literatura
    colombiana hasta la década de 1960, empezaron a notarse
    gradualmente hacia mediados de los 50 algunos síntomas de la
    transformación en la novelística. En un ensayo
    publicado en 1954 que alude implícitamente a Viento
    seco
    , Hernando Téllez, quien va a ser uno de los
    críticos literarios más importantes de Colombia, refuta
    el planteamiento, generalizado entre los intelectuales
    colombianos, de que "el arte literario se produce como un
    derivado del documento", para afirmar que "la medida del arte no
    es condicionada sino del arte mismo" (Téllez, 1995:76). Ante
    el evidente error de la novelística de la Violencia, que
    originó confusión de géneros para convertir la
    novela en "un derivado del documento", los novelistas comenzaron
    a abandonar la novelística utilitaria y a buscar, utilizando
    la frase de Milan Kundera, qué es "lo que solamente una
    novela puede descubrir" (Kundera, 1988:18) para establecer la
    autonomía de la novela como un género artístico. A
    nuestro modo de ver, el artículo ya mencionado de
    García Márquez ofrecía una clave para el
    establecimiento de una nueva novelística. Tomando como
    ejemplo La peste (1947) de Albert Camus, García
    Márquez propone que la novela no debe buscarse en "los
    muertos" sino en el drama de "los vivos" (García
    Márquez, 1997:563-564). Debemos fijarnos aquí no
    sólo en el significado literal sino en el figurativo de los
    términos "vivos" y "muertos"; recordemos que en Viento
    seco
    no había personajes "vivos" no sólo en el
    sentido de que la obra se convirtió en un inventario de
    muertos sino en que los protagonistas eran meros títeres del
    autor, totalmente carentes de voluntad. Como observó
    acertadamente el escritor Argentino Ernesto Sábato, los
    personajes ficticios que no son libres no son verdaderos y
    convierten la novela en "un simulacro sin valor" (Sábato, 1997:152).
    Aplicando esta idea, podemos entender que lo que le faltaba a las
    novelas de la Violencia era justamente la sensación de la
    "vivencia", que, según Vargas Llosa, es "lo más
    importante en la novela" (Poniatonska, 1969:76). García
    Márquez también se daba cuenta de que lo estético
    de la novela consistía en la recreación simbólica de
    la "vivencia" cuando dirigió una crítica severa a los
    novelistas contemporáneos. Es por eso que, al abarcar el
    tema de la Violencia en El coronel no tiene quien le
    escriba
    (1961), puso en el eje de su novela un coronel
    veterano que ha sobrevivido varias batallas y que tiene que
    seguir viviendo su angustiosa vida en contra del determinismo
    social.

    De esta manera, se fue estableciendo en Colombia hacia
    la década de 1960 la novelística de la "vivencia" con
    novelistas como García Márquez, Cepeda Samudio y
    Gustavo Álvarez Gardeazábal. En esta misma época,
    muchos de los países latinoamericanos experimentaban el
    proceso de la transformación narrativa, en el cual la
    problemática común era cómo superar la antigua
    forma de concebir la novela como instrumento para convertir la
    novela en arte. Muchos novelistas emprendieron la búsqueda
    de una nueva novelística, y sólo los que llegaron a dar
    una respuesta a través de las mismas creaciones lograron
    converger en el fenómeno llamado el "boom" de la literatura
    latinoamericana. En este sentido, el caso colombiano que
    discutimos en este trabajo servirá como un ejemplo
    ilustrativo para profundizar el inagotable tema de la
    evolución de la novela en América Latina.

     

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    Ryukichi Terao

    En Revista Virtual Contexto, Vol. 9, N°
    11

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