Las actitudes de los estudiantes, un indicador de la calidad universitaria
Tengo la convicción de que la calidad de las
instituciones
de enseñanza1 así como la calidad de la
práctica docente, o dicho de otro modo, de la enseñanza misma, está directamente
relacionada con la calidad de los procesos de
aprendizaje
que promueve en los estudiantes. Siendo así, mi hipótesis de partida presupone que una
manera de evaluar la calidad de las universidades es a
través del cómo aprenden sus alumnos.
Parto pues de este supuesto al que, no obstante, hay que
añadir tres observaciones para acotar mejor este trabajo:
a) Entiéndase bien que hablo de la calidad de
los procesos de aprendizaje y no del rendimiento
académico, pues no son lo mismo (Trillo, 1996); y este
último indicador está sobradamente criticado como
criterio para evaluar la calidad de los centros
educativos.
b) Respecto a la calidad de los procesos de
aprendizaje hay que advertir que ésta tiene que ver no
sólo con el qué se aprende– con ser esto
muy importante sino, y sobre todo, con el cómo se
aprende.
c) En esta ocasión quiero centrar mi
reflexión sobre la dimensión más emocional
del aprendizaje, esto es, sobre las actitudes de los
estudiantes. Sirva en mi descargo que en otras ocasiones ya me
ocupé de la dimensión más procesual y
metacognitiva (Trillo, 1987;1995; 1997b)
Así las cosas, tenemos que nuestro objeto de
estudio son las actitudes de los estudiantes universitarios en la
Universidad y
hacia lo universitario, pero con la deliberada intención,
además, de poder
reflexionar sobre la calidad misma del sistema de
educación
superior a partir de los dilemas que nuestro objeto suscite y
revele.
Dada mi condición de didacta, adoptaré una
perspectiva resueltamente curricular, toda vez que los estudios
sobre el curriculum han
desvelado numerosas claves para explicar y optimizar los procesos
de enseñanza–aprendizaje. Siendo así, mi
intención es emplear algunas de esas claves para
comprender qué sucede con las actitudes en la enseñanza
universitaria.
En esta dirección, me sirvo de las denominadas
"fuentes del
curriculum" para ordenar el discurso:
comenzaré, pues, por la fuente psicológica para
delimitar el tema de las actitudes. Continuaré con la
fuente sociológica, cuyo principal aportación es
que expresa la finalidad y
Parte este grupo de
teorías
de una concepción inspirada en nociones
gestálticas, según la cual las cogniciones del
individuo
están organizadas de forma que en conjunto configuran un
sistema. Un sistema caracterizado por su tendencia a reinstaurar
el equilibrio una
vez que éste se rompe. La idea básica es que el
individuo se ve enfrentado a la necesidad de modificar sus
cogniciones previas en función de
las que le van llegando o experimentar la desazón que le
produce el mantener contradicciones en su sistema cognitivo, y
que ante este dilema aparecen fuerzas tendentes a restablecer de
nuevo en el sistema la armonía, congruencia, equilibrio o
consistencia (Rodríguez, 1989 :255–256). Algunas de
las teorías más relevantes de esta familia son:
Teoría
del equilibrio de Heider (1958), Teoría de la consistencia
afectivo–cognitiva de Abelson y Rosenberg (1958),
Teoría de la congruencia de Osgood y Tannenbaum (1955),
Teoría de la disonancia cognitiva de Festinger (1957), y
Teoría de la acción
razonada de Fishbein y Ajzen (Fishbein, 1980; Ajzen y Fishbein,
1980; Fishbein y Ajzen, 1981).
Permítaseme explicar esta última: La
llaman así, "de la acción razonada", conforme al
postulado de que "los humanos son animales
racionales que utilizan o procesan sistemáticamente la
información que les está disponible
(…) de forma razonable para llegar a una decisión
conductual" (Fishbein, 1980 :66). A lo que añaden que el
factor que determina directamente una conducta es la
"intención" de realizarla u omitirla. Pero además,
explican qué factores determinan la intención
conductual, como bien resume Rodríguez (1989
:278):
"los factores determinantes de la intención son
la actitud hacia
la conducta en cuestión (entendiendo por actitud
únicamente la valoración positiva o negativa que el
sujeto hace de la realización de la conducta) y, segundo
factor, la norma subjetiva, es decir, la percepción
que el sujeto tiene de las presiones sociales (en otras palabras:
la opinión de otras personas o grupos de
referencia) a que realice (u omita) una cierta
conducta.
En términos generales, si coinciden una actitud y
una norma subjetiva favorable, el sujeto formará una
intención positiva y realizará la acción. El
problema surge cuando esos dos factores determinantes de la
intención conductual no coinciden, pues para unos sujetos
tiene más peso la propia actitud conductual y para otros
lo tiene la norma subjetiva; es mas, para un mismo individuo
pesará más uno u otro factor según de
qué conducta concreta se trate. Si a ello se añade
que ambos factores pueden tomar diferentes valores,
aparecerá claro que se trata de un asunto complejo. Esto
explicaría por qué a veces aunque dos personas
están sometidas a una misma presión
social y manifiestan un mismo grado de actitud de idéntico
signo, una realiza la conducta y la otra no: depende del peso
relativo que cada uno de esos dos factores comparado con el otro
tengan para cada sujeto"
He de añadir que esta teoría además
al sostener que las actitudes conductuales son función de
las "creencias" acerca de las consecuencias de una conducta y/o
de las creencias acerca de las expectativas de los otros de
referencia, tiene en cuenta que el sujeto no es una tabula rasa
ante cada nueva situación, sino que los conocimientos que
ya posee (las creencias mismas por ejemplo) actúan como un
a priori4. Por otra parte, esta teoría
también acepta que otros factores, como son los de
personalidad5, puedan influir. De lo que resulta, en
definitiva, que estamos ante una propuesta genuinamente
mediacional cognitiva que, dicho sea de paso, es la que armoniza
mejor con mis "a priori" como explicaré más
adelante en la fuente pedagógica.
Así las cosas, conviene recapitular las
aportaciones de esta fuente psicológica, ensayando ya su
proyección al ámbito de la educación superior
objeto de nuestro estudio: las actitudes se desarrollan mediante
su aprendizaje en un contexto de interacción (por ejemplo, un campus
universitario), en el que a través de las relaciones
interpersonales con otros significativos (grupos de
estudiantes, profesores), los individuos (los estudiantes en este
caso) intercambian diferentes valores y normas (por
ejemplo relativas al estudio y a la cualificación
profesional, al mismo tiempo que
respecto a las materias, las áreas de conocimiento y
su investigación), lo que genera algún
tipo de conocimiento sobre las mismas y, sobre todo, una
emoción de agrado o desagrado al respecto que, a su vez,
les predispone a actuar de una determinada manera (por ejemplo
estudiando o no con mayor o menor profundidad y rigor todas o
bien esta o aquella materia).
Pero lo más interesante para el caso que nos
ocupa, es que todo este proceso que en
buena medida suele producirse de una manera implícita y
por ello inconsciente e involuntaria, puede también
desarrollarse de una manera intencional y reflexiva ("razonada"),
haciéndolo explícito y por ello susceptible
también de ser negociado. Sobre todo, a partir del momento
en el que los individuos antes citados (los estudiantes) al
intercambiar valores y normas introducen (como resultado de su
experiencia biográfica previa) los a priori (esquemas) de
los que hablamos, esto es, sus propias valoraciones al respecto:
expresadas en términos de creencias acerca de las
consecuencias de adoptarlos o no; y ello desde el doble punto de
vista de lo que le exige y satisface a uno personalmente por una
parte (por ejemplo, si le gusta estudiar y prepararse), y por
otra, del mayor o menor grado de estimación social (o
rechazo) que por hacerlo u omitirlo se obtiene del grupo de
referencia (que dicho sea de paso, en relación al ejemplo
del estudio puede suscitar por cierto variedad de
reacciones).
Siendo así, las preguntas para el tema que nos
convoca se disparan:
¿cuál es el tipo de contexto de
interacción que representa el ámbito universitario?
¿cuáles son los valores y
normas que se intercambian? ¿respecto a qué?
¿acaso sobre la relevancia de las materias, el magisterio
de los profesores, la importancia del estudio, el futuro
profesional, la proyección social de la propia
formación? ¿cuál es el nivel de reflexividad
con que se hace: se razona y argumenta, o por el contrario se
adopta o se rechaza sin más? ¿y cuál el
nivel de negociación que se suele usar: se trata de
imponer, de consensuar, o es un diálogo
abierto con posibilidad de terminar inconcluso o bien de hacerlo
en posiciones dispares pero tolerantes? ¿cuál es la
intención que anima a los estudiantes? ¿y
cuál a los profesores? ¿desde qué singulares
experiencias biográficas es posible intentar explicarlas?
¿cuáles son los grupos de referencia de cada
quién? ¿entre quiénes se producen
"relaciones interpersonales" dignas de ser llamadas así?
¿tal vez sucede que los grupos se hacen ghetos, y la
incomunicación cuando no la hostilidad es lo que prevalece
entre ellos?
Honestamente: no sé las respuestas. Pero me
parecen preguntas necesarias, tal vez incluso urgentes, En todo
caso imprescindibles para el tema que nos convoca pues, de otro
modo, corremos el riesgo de
artificializar cualquier intento de plantear siquiera la evaluación
de las actitudes en la enseñanza superior.
2. La fuente
sociológica: Las actitudes a la luz de una
reflexión socio–histórica sobre la
enseñanza universitaria. La actualidad de algunos viejos
dilemas
Como advertí al inicio, la pretensión de
esta fuente puede ser precisa, en efecto, al referirse a la
formación del futuro ciudadano, pero el fondo y la forma
como se plantee y se lleve a la práctica es compleja y
sobre todo polémica. En mi opinión, por tanto, se
hace obligada su contextualización; algo que pretendo
hacer estructurando mi discurso en torno a dos
grandes preguntas:
(2.1.) ¿Cuáles son las coordenadas
sociohistóricas que desde un pasado reciente pueden
ayudarnos a comprender la situación actual de la
Universidad?
Michavila y Calvo (1998) nos proporcionan una
rápida perspectiva sobre la evolución universitaria europea;
según éstos:
Hasta los años cincuenta, las universidades se
caracterizaron por su correspondencia con alguno de los modelos o
estilos de universidad que describe Bricall (1997):
• "El estilo llamado
‘napoleónico’ según el cual los
establecimientos universitarios son públicos, dependientes
de la
Administración Central, con financiación
estatal, y fundamentalmente docentes,
aunque la labor investigadora también se tiene en
cuenta."
• "El estilo anglosajón, que pone el acento
en el desarrollo
personal del alumno para que alcance la formación
más completa posible. Por tal motivo se propone la
estancia de los estudiantes en régimen de internado, y
tienen una especial importancia los colleges universitarios y las
tutorías, como entidades garantes de la convivencia y la
buena marcha de los estudiantes".
• El estilo de tradición alemana conocido
como estilo humboldtiano que se distinguió por la
asimilación precoz, en el siglo pasado, de la nueva
ciencia
experimental, y que sostiene que las universidades deben
organizarse sobre las bases de la libertad
académica y la propia autoalimentación de la ciencia
generada por los profesores de manera desinteresada y
autónoma.
• El estilo propio de los países del este y
del centro de Europa, en
desarrollo
hasta el desmembramiento de la URSS, en el que los ministerios
ejercían la tutela sobre las
distintas carreras de acuerdo con criterios de dependencia
funcional, y en el que la investigación no era responsabilidad de la universidad sino de las
academias creadas al efecto.
En los años sesenta y setenta, como consecuencia
del crecimiento demográfico y de la afinidad con una
política
social preocupada por una mayor igualdad y el
reparto de la riqueza, las universidades crecen en número
y acogen a una cantidad cada vez mayor de estudiantes, surgiendo
así la denominada "universidad de masas".
En la década de los ochenta, la recesión
económica y la preponderancia de otras necesidades
sociales, como la sanidad o las pensiones, hacen que la sociedad tenga
cada vez más la sensación de que la Universidad
está gozando de privilegios excesivos y que es necesario
frenar su financiación. Se desarrolla otro modelo, que
podemos llamar "neoliberal" según el cual los Gobiernos,
en nombre de la sociedad y de las restricciones presupuestarias,
instan a las universidades a deshacer sus lazos históricos
con los estados, reemplazando la idea de servicio
estatal por la de adaptación a las demandas del mercado.
Finalmente, en esta década de los noventa se
está aún a la búsqueda de nuevas
fórmulas de relación entre el poder político
(que tiende a inhibirse o a dar largas ) y el académico.
Mientras, la financiación se restringe, pero las demandas
sociales (internacionalización,
diversifi–cación, nuevas
tecnologías, etc.) y el número de estudiantes
siguen aumentando. Al tiempo, dos nuevos focos de atención parecen polarizar todas las
miradas: se trata de la "calidad de la enseñanza superior"
(cualquiera que sea su significado) por una parte y, por otra, de
su evaluación, concebida ésta sobre todo como una
actividad para rendir cuentas. Algo,
por cierto, que está suponiendo además el poner en
entredicho la propia autonomía universitaria.
(2.2.) ¿Cuál es el tipo de demandas que
la sociedad plantea a la Universidad?
Básicamente son dos las tendencias que se dan al
respecto, y aunque hay una manifiestamente hegemónica (b)
–aquella que se orienta a la profesionalización en conformidad con los
criterios que rigen el mercado–, no quisiera dejar de
referirme a aquella otra –de carácter ético (c)– que le
sirve de contrapunto y de la que me siento más
afín. Por otra parte, y antes de concluir (f) sobre esta
polémica (d), he querido añadir también una
breve reflexión sobre el papel que los estudiantes (e)
juegan en todo esto; así como apenas una llamada de
atención a los profesores al respecto (a), y con la que
comienzo.
(a) En efecto, en relación con este tema de las
demandas sociales a la Universidad se me antoja que a los
universitarios (especialmente a los profesores que la habitamos
durante más tiempo) nos hace falta un ejercicio de
humildad. Solemos ver a la sociedad y la clase política que la
representa y ejerce el poder sobre nosotros como un problema, sin
darnos cuenta de que también nosotros (la
institución que entre todos creamos) podemos ser
igualmente un problema para la sociedad: el problema
universitario.
Téngase en cuenta que lo que sea la Universidad y
para lo que sirva es algo que afecta a un colectivo cada vez
mayor (más de millón y medio de estudiantes en
España); y que a través de ellos
afecta también a una gran parte de las familias del
país; considérese, asimismo, que muchas personas
cifran en sus estudios universitarios sus expectativas de primer
acceso al mundo del trabajo y que, además, el segmento de
empleo que la
universidad pretende cubrir es el de la alta cualificación
(Michavila y Calvo, 1998 :42).
En consecuencia, es razonable que estemos algo
más que atentos a esas demandas sociales.
(b) Sobre este asunto de la preparación para el
mundo profesional los mismos Michavila y Calvo (1998) reconocen
que es en este punto en el que surgen mayores exigencias y
reclamaciones de la sociedad, sobre lo que se percibe –con
notable ansiedad– como un incumplimiento de la
institución universitaria, pues, en contra de lo que se
había anunciado, el aumento de la tasa y del nivel de
escolarización no trajo consigo una reducción
proporcional de la tasa de desempleo. Ahora
bien –se preguntan– "¿qué parte de
responsabilidad se puede atribuir a la institución
universi–taria y qué parte a la sociedad, en el
desajuste entre oferta y demanda,
con vistas a la capacitación profesional superior?" (1998
:45). A lo que añaden esto que me parece interesante
reproducir:
"Este desajuste entre demanda
empresarial y oferta
universitaria se acentúa, a veces, en la opinión
pública, sea por una tendencia secular a considerar a
priori la universidad una torre de marfil en la que se forman
sabios, inútiles para el trabajo
cotidiano, sea por el sentimiento de frustración que
embarga a no pocos jóvenes que se ven incapaces de
acceder, a la terminación de sus estudios, a un puesto de
trabajo dignamente retribuido. De este desajuste se suele culpar
a la universidad, en la creencia, que juzgamos injusta y
errónea, de que los estudios superiores deben ajustarse
como un guante a las previsibles demandas de la sociedad
productiva. Son pocos los que orientan las críticas al
sector empresarial, a menudo refractario a dar formación
complementaria a sus trabajadores, o a otras instancias sociales
y políticas que, sin embargo, se benefician
de ciudadanos mejor preparados" (1998 :83).
Profundizando un poco más en esta
problemática de la preparación profesional de los
titulados y el empleo, los autores citados nos sugieren algunas
claves más para entender las razones del
desajuste:
–Se ha producido un desarrollo científico y
tecnológico sin precedentes, y una popularización
de la ciencia, que han llevado a una exigencia creciente de mano
de obra cada vez mas cualificada, y junto a ella un incremento
nunca conocido de la población estudiantil
universitaria.
–También han tenido lugar importantes
reestructuraciones económicas en todos los países
occidentales, que han traído consigo una revolución, en cantidad y en variedad de
las ofertas de empleo para los jóvenes y, en particular,
para los jóvenes universitarios.
–Los centros de enseñanza no han tenido,
hasta esta misma década, la capacidad prospectiva, la
flexibilidad y la decisión de adaptar sus estudios a las
demandas emergentes. Y para destacar esto añaden: Preciso
es recordar la afirmación según la cual la mitad de
las profesiones que estarán vigentes dentro de veinticinco
años son aún desconocidas.
–Ha habido un esfuerzo de adaptación a la
demanda del mercado laboral, pero no
tanto de las carreras clásicas como por la creación
de titulaciones nuevas.
–A los lugares que no ha llegado la universidad
con su oferta, ha intentado llegar la iniciativa privada
(posgrados, masters, cursos de especialización, etc.) con
resultados muy dispares.
–Para complicar aun más el panorama, en los
últimos años se aprecian nuevos factores que se
suman a la incertidumbre del empleo: la libre circulación
de personas, las exigencias para el desempeño profesional cambiantes cada pocos
años y que exigen una formación permanente, y la
necesidad de saber idiomas y el manejo de la información
pues su desconocimiento equivaldrá a un analfabetismo
funcional.
Así las cosas, podemos advertir que efectivamente
la preparación para el mundo del trabajo eclipsa en buena
medida cualesquiera otras funciones que la
Universidad pudiera tener.
(c) Frente a esto, no obstante, hay también voces
(desde luego más autorizadas que la mía) que no lo
ven de este modo. Bloom (1989), por ejemplo, es de los que
denuncian esa presión del mercado más que demanda
social al preguntarse:
"¿Pero es que hay algo más que el lograr
una carrera y un título? ¿Puede servir la
Universidad para otra finalidad que la especialización
profesional? ¿No es el profesionalismo el único
objetivo de
tal enseñanza superior?"
García Gual (1990) resume muy acertadamente su
respuesta:
"las reformas universitarias de estos años en
Europa no parecen tener otro objetivo que adaptar la Universidad
a lo que le pide la sociedad, y barrer todo cuanto exceda de esa
imposición. Coordinar las salidas de la Universidad con
las entradas en empleos bien definidos ya sea en la empresa o en
la administración, eso parece ser lo
único y lo decisivo".
Y el mismo Bloom la ejemplifica con gran
acidez:
"El plan de la
Universidad de Cornell para tratar el problema de la educación
consistía en suprimir el anhelo de los estudiantes por
ella, estimulando su profesionalismo y su avaricia, suministrando
dinero y todo
el prestigio de que disponía la Universidad para hacer del
carrerismo el eje central de lo universitario" (1998 :325 y
55.)
Las críticas de Bloom –¿o tal vez
sería más apropiado decir sus anhelos?– no se
hacen esperar. García Gual los resume de manera
magistral:
–Las Universidades han dejado de interesarse por
la "educación" de sus estudiantes.
–Lo que importa es la tecnología, no la
conciencia
crítica; la preparación para un
oficio, no el rigor científico; la competencia
tecnológica, no el talante intelectual.
–El papel de la Universidad como centro de una
elevada educación y una ética
humanística está en franca quiebra.
(d) El debate, aunque
desiguales las fuerzas, está abierto tal y como anunciaba.
Personalmente, podría añadir que entiendo la
lógica
del dis–curso que nos insta a responder a las demandas
sociales, pero no puedo evitar el temer que éstas sean
espurias a lo universitario. Incluso desde la consciencia de que
es probable que ni siquiera tengamos claro en qué consiste
"lo universitario" ¿acaso –en afortunada
expresión de Michavila y Calvo– "un especial modo de
pensar, un interés
por el
conocimiento, una concepción estética, que nos hace "colegas" y nos
acerca, al menos en nuestra imaginación, a los
científicos, los humanistas y los artistas de ayer y de
hoy"? Lo único cierto es que, cualquier cosa que hubiera
podido ser el "alma mater" o,
más localmente "la minerva compostelana", se me antoja que
ya no está entre nosotros –y por si fuera poco, ni
siquiera sé si debería estarlo (por
decimonónica o elitista, según dicen)–, pero
no puedo dejar de reconocer que, posiblemente sin haberla vivido
nunca, la echo de menos. Discúlpeseme, en fin, la falta de
pudor de una declaración como ésta, pero creo que
sin ser modelo de nada tal vez sirva como ejemplo de la existente
contradicción.
En cualquier caso, lo que resulta obvio es que estamos
planteando una cuestión de valores: de los valores que la
Universidad quiere darse a sí misma (si es que quiere
todavía). Y, en esa dirección, hasta qué
punto la Universidad es puramente mimética de los que
rigen para la sociedad en su conjunto o, si de algún modo,
mantiene ciertas señas de identidad
propias (tal vez, incluso, exclusivas).
Lo cierto es que este interrogante no tiene una
fácil respuesta, por dos razones al menos: en primer lugar
por el pluralismo logrado actual–mente, que al tiempo que
supone la riqueza de la diversidad conlleva la exigencia de un
difícil y esforzado compromiso por la negociación y
el con–senso (que, de paso, ahuyenten definitivamente
cualquier tentación de imposición y
manipulación); y en segundo lugar, porque guste o no, bien
por la demora en alcanzar acuerdos, bien por la desidia con que
se afronta el conseguirlos, lo cierto es que la carencia de
referentes (medianamente claros para unos, o incluso
unívocos para otros) genera desazón, y al fin
desconcierto, a muchos que se sienten incapaces de "reconstruir"
(que no inventar) junto con otros su propio sistema de valores.
Permítaseme citar por ser muy ilustrativa de esto que digo
la referencia que Michavila y Calvo 1998) recogen de un editorial
del periódico
El país sobre el "desconcierto ético de nuestro
tiempo":
"La economía, la
política, la estética, la sexualidad,
han ingresado en una órbita donde los patrones de valor se
esfuman sin ser remplazados por otros nuevos. Las cosas siguen
adelante como en una trayectoria fatal; no sólo circulan
carentes de ideología, sino emancipadas de cualquier
destino. La economía neoliberal deja las cosas al arbitrio
del mercado … El mismo proyecto de
progreso humano se ha diluido. El progreso, cualquiera que sea,
continúa, pero su corriente no tiene dirección
alguna".
Así las cosas, todo parece indicar que a la
Universidad también po–dría aplicarse (salvo
matices) lo que es común en los otros niveles de
en–señanza: que aún sin discutir la
función socializadora de la institución
es–colar, lo cierto es que la relevancia de su papel en esa
dirección ha dismi–nuido notablemente La mayor
presión de otras instancias sociales, y
con–cretamente de los medios de
comunicación (verbigracia la
Televisión)6, la han relegado a un segundo
o tercer puesto desde el punto de vista de la
configuración de una opinión e identidad. Pero
además, la reacción a una cultura
moral
pública impuesta desde los cuarteles o los púlpitos
ha hecho de ese asunto una cuestión privada, un terreno de
celosa intimidad vetado a los extraños y que,
supuestamente, se resuelve (cuando se resuelve) en el seno de las
familias; naturalmente, si es que saben cómo hacerlo (algo
sobre lo que existen numerosas y razonables dudas, que se
acrecientan tratándose de estudiantes universitarios). En
cualquier caso, y ante esta situación, la
institución escolar (desde luego así es en otros
niveles de enseñanza, y está por ver si ocurre
igual en la Universidad) se ve impelida a permanecer neutral,
literalmente amordazada ante cualquier cuestión moral por
temor a incurrir en alguna forma de adoctrinamiento. Y la
consecuencia a la que irremediablemente nos conduce esto
–como bien denuncia Bolívar
(1995)–, es a un estado de
"analfabetismo o de idiotez moral".
Ahora bien, en la dialéctica de la historia (digamos que desde
los últimos veinte años), se oyen voces que
reclaman para la escuela y para la
Universidad también la recuperación de su
función formativa. Carr y Kemmis (1988; Kemmis, 1988), por
ejemplo, lo vieron claro: en educación se impone un
resurgir del debate sobre los valores. Y el mismo Bolívar
(1995), no se quedó a la zaga, cuando afirma que es
posible alcanzar, desde el pluralismo, un referente moral
común, intersubjetivo, y verdaderamente compartido, propio
de la sociedad civil y
democrática.
En esa dirección, grupos
sociales, aún no muy numerosos, y que se corresponden
con un nivel socioeconómico medio y de formación
académica alto (digamos que, de nuevo, la
burguesía, aunque más ilustrada), inspirados
(aunque no lo sepan) en una tradición que es síntesis
del pensamiento de
autores como Dewey, Freire, Illich, Lewin, Rogers, y Maslow entre
otros, además de en la Institución Libre de
Enseñanza, por supuesto, y con un notable nivel de
conciencia sobre sus propias vivencias escolares, quieren para
sus hijos (desde el idealismo o el
resentimiento) una experiencia educativa de calidad: algo
distinto al descontextualizado y árido academicismo y al
esotérico y rígido dogma, que les tocó en
suerte. Consiguientemente, y desde hace poco más de una
década, algunos de aquellos que eran jóvenes en el
mítico 68, han accedido, por mor de los cambios
políticos por ellos mismos propiciados (por lo menos en mi
país), a definir también el orden social. E,
ilustradamente, –quizás demasiado elitistamente
incluso, conforme a su bien aprendido rol de miembros de los
cuadros dirigentes–, han tratado de configurar un orden
educativo distinto. No obstante, como ácidamente denuncia
Julia Varela (1991), el objetivo de situarse en el mercado (si
bien más "intelectual", o light le llama ella) desde una
posición de privilegio en ningún caso les es ajeno
a estos que, tal vez con excesiva ingenuidad, he descrito
más arriba.
(e) La cuestión ahora es cómo viven todo
esto los jóvenes estudiantes universitarios; y aunque
más adelante me centraré en una reflexión
sobre sus actitudes quisiera aportar ahora una visión
general que sirva de aproximación a su postura respecto de
todo el debate que ha sido expuesto.
Para ello, he acudido al informe
sociológico de Martín Serrano (1991) sobre "Los
valores actuales de la juventud en
España". Estas son algunas de las conclusiones que
seleccioné como de mayor interés para este
caso:
"…la generación a la que nos estamos
refiriendo, tal vez sea una de las que se declaran más
felices, y al tiempo más intranquilas. Simplificando, lo
que enseguida se matizará, la felicidad procede de
cómo están; la intranquilidad, del no saber
qué pueden hacer.
Muchos jóvenes piensan que su futuro profesional
es incierto; de lo que coligen que hay que vivir al
día…
Este descorazonamiento tal vez sea la observación más preocupante de este
estudio. Porque de la desconfianza que tienen tantos
jóvenes en las posibilidades de labrar su propio
bienestar; deriva seguramente una creencia más
patética que cínica: la de quienes se consideran
incapaces de distinguir entre lo que está bien y lo que
está mal en esta sociedad que les ha tocado en suerte.
Algo ha sucedido en este país en los últimos
años, que ha causado esta anomia; y ciertamente no son
responsables de ella los propios jóvenes…
¿Cómo interpretar esta
contradicción, al menos aparente, entre esa visión
desesperanzada y hasta anómica del porvenir, y esta
asimilación de unos valores tan integrados? (…)
cabría la siguiente explicación: los jóvenes
encuestados no conciben en su horizonte ningún transtorno
social o político que pueda dar al traste con los niveles
de libertad y de bienestar que les han satisfecho y les han hecho
felices Por eso, son integrados. Pero ese mismo estado de cosas,
les somete a una dura opresión: el sistema funciona con
tal prepotencia, hasta en sus fallos, que tal vez no alcancen a
ver qué pueden ellos hacer para participar en el sistema,
excepto subirse a la cinta transportadora. Y aún
más difícil debe resultarles pensar en modificar el
rumbo establecido, sobre todo porque tal vez no estén muy
seguros de que
valga la pena cambiarlo. En todo caso, me parece cierto que en
muchos jóvenes se trasluce una abdicación del
derecho y lo que es peor del deseo de participar en la
transformación del mundo. Entrega que resulta posible en
este reducto de abundancia y seguridad
comparativas que representan los países de la Comunidad
Europea; pero que sería inconcebible entre las juventudes
de los países pobres" (1991 :10–11).
Es impactante advertir que en apenas veinticinco
años se hubiera cambiado tanto; y siendo así,
aún impresionan más las observaciones de una mente
tan extraordinariamente incisiva como la del Profesor
Aranguren (1973) aplicadas a la situación española
de los setenta:
"¿Y quién va a estudiar, salvo un
domesticable contingente de jóvenes nacidos ya viejos,
dispuestos a integrarse en un sistema sin apertura hacia el
futuro…?"(1973 :98)
Es preocupante pensar que pudiera tener razón
después de todo lo que hemos hecho desde entonces,
máxime cuando uno se detiene a meditar esta otra
afirmación suya:
…"la enfermedad espiritual de un país no
consiste en el inconformismo, sino en la desmoralización"
(1973 :99).
Y la pregunta es: ¿Tiene algo que ver con ello la
Universidad, que es objeto de nuestra reflexión
aquí? No sabría qué responder; pero
permítaseme citar a Ortega y Gasset (1930), de su
"Misión
de la Universidad" estas frases que también dan para
pensar:
"Una institución en que se finja dar y exigir lo
que no se puede exigir ni dar es una institución falsa y
desmoralizada" (1976 :49)
"…la Universidad habitual es un puro y constitucional
abuso, porque es una falsedad ..{y el caso es que) … se hace de
esa falsificación la esencia de la institución….
Podemos pretender ser cuanto queramos; pero no es lícito
fingir que somos lo que no somos, consentir en estafarnos
nosotros mismos, habituarnos a la mentira sustancial. Cuando el
régimen normal de un hombre o una
institución es ficticio brota de él una
omnímoda
desmoralización. A la postre se produce el envilecimiento,
porque no es posible acomodarse a la falsificación de
sí mismo sin haber perdido el respeto a
sí propio. (1976, :48).
Descorazonamiento, desesperanza, desmoralización
parecen ser el resumen de este apartado. Y siendo así,
resulta inexcusable plantearse de nuevo las relaciones entre la
Universidad y la Sociedad pero ahora en clave de "deber
ser".
(f) Volvemos en efecto a la cuestión de las
relaciones. Parece estar claro, al menos para las declaraciones
al uso, que la Universidad no puede ser sólo contingente a
la demanda social, y de ese modo puramente mimética en su
arquitectura
moral, pero que tampoco puede encerrarse en su torre de marfil; y
que ni siquiera debe hacerlo. Debe servir, por el contrario, a la
sociedad, pero esto no quiere decir plegarse a las exigencias
inmediatas y a menudo circunstanciales de la clase
política o empresarial por más legitimadas que
estén ambas para plantear sus demandas. En este sentido,
cabria recordar aquí aquello de que los ministros pasan (y
acaso también se podría decir lo mismo de algunos
rectores), pero la Universidad sigue.
El sociólogo Alain Touraine con motivo de su
intervención en unas jornadas sobre "La Universidad y su
futuro" celebradas en Santiago de Compostela en abril de 1996
sugirió –si no le entendí
mal7– (aunque escéptico sin duda), la
posibilidad de que la Universidad jugase un papel de
mediación entre el sistema económico y el sistema
social, toda vez que la religión y la
política habían sido ampliamente superadas por el
capitalismo
financiero (mucho más crudo que el comercial o el
industrial por la coartada del anonimato). La posibilidad, en
suma, de ser una voz discrepante que mediante un discurso
científico y critico sirviese de contrapunto al poder
económico; el cual ante la ausencia de otros canales de
mediación, derivaría fácilmente hacia el
autoritarismo: producir o morir. La vocación al fin,
añadiría yo, de que la Universidad actúe
como inquietante y contumaz Pepito Grillo
Siendo así, no estamos lejos de lo que
decía Bloom (1989):
"No es, por lo tanto, la sociedad masificada y
manipulada por los políticos quien debe orientar a la
institución universitaria; sino que la Universidad
debería mantener su autonomía frente a las
presiones de ese entorno. Tampoco debe ajustarse a los
requerimientos que la sociedad le impone como su única
aspiración. Debe mantener, por encima de esos ajustes y
esos servicios, su
tensión cultural, crítica y moral. La Universidad
debe ofrecer una compensación a aquel rigor intelectual
que falta en la calle".
Ni tampoco de lo que reclamaba García Gual
(1990):
"…la Universidad… es algo más que un centro
de preparación para futuros empleos, más que una
máquina de dispensar títulos especializados,
más que un repertorio de estudios dispersos y concretos.
Como conciencia crítica necesita una cierta distancia y
una perspectiva sin agobios …Lo contrario es una
institución encapsulada, pendiente de su adaptación
a instancias ajenas, con menguadas y embotadas facultades" (1990
:55)
No obstante, no debemos hacernos ilusiones. Michael
Apple, con motivo de su participación en A Coruña
en 1993 en el Congreso "Volver a pensar la educación",
hizo una clara denuncia del sistema universitario estadounidense
por cuanto se dejaba ir por la pendiente de la
subordinación a los intereses de sus patrocinadores, hasta
el punto de que se renunciaba a la investigación y a la
docencia que
según estos mismos los contrariara. Y siendo así,
tal pareciera que la ironía Aranguren (1973) se trocase en
profecía:
"Gastar dinero en centros de agitación
¡qué disparate!" (:51)
Y es que, en efecto, lamentablemente (y ésta es
una valoración personal),
actualmente (desde luego en España) los valores que se
imponen en la educación se corresponden con los más
rancios criterios meritocráticos de rendimiento
académico, de acuerdo con un planteamiento empresarial
netamente liberal, interesado por la efectividad y la eficiencia en la
consecución del producto, y
con manifiesto desprecio por los procesos seguidos para ello
(Popkewitz, 1994; Escudero Muñoz, 1994; Pérez
Gómez, 1998; Gimeno Sacristán, 1998). Marco, en el
que el tema de las actitudes y de su evaluación en la
enseñanza superior resulta simplemente "angélico"
por oposición a la voracidad del mercado.
Así las cosas, supongo que habrá quedado
claro que, al afrontar el tema de las actitudes ubicándolo
en el contexto de una cultura de grupo que se definiría
por los valores que la Universidad quiera darse a si misma, nos
situamos de hecho ante un problema de socialización especialmente
conflictivo.
Quisiera destacar, empero, que el asunto que se plantea
es crucial para nuestro tema de las actitudes Recuérdese
lo dicho en el primer apartado acerca de que éstas pueden
ser entendidas como la "conciencia individual" de lo cultural; y
que lo cultural –como contexto de socialización
representa un conjunto de respuestas "compartidas" (que no
uniformes) sobre "sistemas de
valores o de concepciones del mundo". En cuyo caso, me sobreviene
esta pregunta: ¿cabe esperar la existencia de un "estilo
colectivo de pensar, sentir y actuar" que pudiera considerarse
propio (o si se prefiere típico) de la Universidad o de
los universitarios? Sobre esto voy a proponer algunas reflexiones
en la siguiente fuente del curriculum.
3. – La fuente
pedagógica: las actitudes a la luz de la
didáctica
Cuanto hemos visto respecto de las claves
psicológicas y socioló–gicas que delimitan el
ámbito de las actitudes debe ser ahora
reinterpre–tado a la luz del conocimiento
pedagógico, o más específicamente de la
Didáctica en tanto que "saber para
intervenir"; esto es, como campo de conocimiento que no se
extasía ante la contemplación de lo real sino que
aspira a su comprensión y, sobre todo, a su
mejora.
Por consiguiente, se parte aquí del supuesto de
que saber cómo son las cosas nos dice muy poco acerca de
cómo deberían ser; y que si bien es preciso
diferenciar ambos planos, el del ser del deber ser, en cualquier
caso no cabe renunciar a este último. En este sentido,
conviene recordar lo dicho por Savater (1997):
"…el esfuerzo educativo es siempre rebelión
contra el destino, sublevación contra el fatum: la
educación es la antifatalidad, no el acomodo programado a
ella …" (1997 :154)
Consecuentemente, me interesará saber
cuáles son las creencias de los estudiantes respecto a
determinadas conductas que son "propias de la Universidad", pero
aún me interesan más aquellas que me
gustaría que profesaran8.
La reflexión que sigue se dibuja entonces, al
modo de una ruta marina sobre una carta
náutica, entre estas coordenadas: (a) cuál es el
"marco experiencial" en el que habrá de producirse la
intervención; (b) cuál es el "marco normativo" que
la orienta, y que desde ya puedo adelantar que se corresponde con
un interés emancipador, lo que implica que a sus
destinatarios (profesores, y especialmente estudiantes) se les
reconoce como protagonistas de cualquiera acción
consiguiente; (c) cuáles son las actitudes que se erigen
en el centro de atención, y como aquello en lo que
éstas se substancian, esto es, las creencias que influyen
en las intenciones se convierten en la palanca del cambio; y, (d)
cuáles son los principios,
criterios y estrategias para
su evaluación.
(a) El marco experiencial: la presión sobre la
Universidad de las actuales (que no nuevas) tendencias educativas
en la enseñanza no universitaria; y los proyectos
educativos como expresión de una cultura escolar de la que
la Universidad carece9.
Lo que deseo plantear aquí es cuál es la
experiencia que realmente tenemos en la Universidad respecto al
tema de las actitudes. En mi opinión, una revisión
de los dos aspectos que propongo debería proporcionarnos
una visión ajustada de cómo es que hemos llegado
hasta aquí y cómo, también, no hemos sido
capaces de ir más allá.
(a.1.) La idea de sujeto educado: Las Reformas
educativas de los otros niveles de enseñanza golpean
las puertas de la Universidad.
No sé si eso de golpear resulta excesivo, pero lo
que es indudable es que, siquiera en el discurso sobre el tema,
ejercen una notable presión. Conviene, por tanto, recordar
algunos de sus supuestos básicos, a cuya luz cobran
sentido que nos estemos planteando esto de las actitudes en la
Universidad.
Básicamente, la situación de los otros
niveles de enseñanza ante la que nos encontramos se
caracteriza por considerar que el curriculum debe recoger de
forma explícita la función socializadora total que
tiene la educación (Gimeno, 1988); y hacerlo,
además, en conformidad con un discurso pedagógico
que preconiza la importancia de atender a la globalidad del
desarrollo personal.
Siendo así, la asunción de ese
carácter global supone una transformación
importante de todas las decisiones pedagógicas. La
reducción, por ejemplo, a unos contenidos de
enseñanza académicos con justificación
puramente escolar de valor propedéutico para niveles
superiores, se revela como un planteamiento insuficiente. Bien al
contrario, el contenido de la cultura general y la
pretensión de formar al futuro ciudadano no tolera la
reducción a las áreas de conocimiento
clásicas, aunque éstas sigan teniendo un lugar
relevante y una importante función educativa. La idea de
que todo esto exige un curriculum más complejo –y
también más plural– que el tradicional,
así como que ha de ser desarrollado con otras
metodologías, se impone.
En este marco, entonces, es en el que resulta preciso
decidir en qué ha de consistir y cómo debe
realizarse la preparación de los individuos de las nuevas
generaciones para, por una parte, su incorporación futura
al mundo del trabajo (Fernández Enguita, 1990; Lerena,
1980), y por otra parte, su formación como ciudadano. Una
formación que requiere:
"no sólo, ni principalmente de conocimientos,
ideas, destrezas y capacidades formales, sino también la
formación de disposiciones, actitudes, intereses y pautas
de comoportamiento" (Pérez Gómez, 1992
:19)10.
Se confirma, por tanto, una tendencia a la
ampliación11 de finalidades y de contenidos en
la enseñanza, reflejada en el curriculum como instrumento
de socialización.
Así las cosas, lo que vimos antes acerca del
conflictivo tema de la socialización en la Universidad se
concreta, desde la perspectiva de la didáctica, en un problema de diseño
curricular; dicho de otro modo, en la necesidad de replantear el
sentido y contenido del aprendizaje y del rendimiento en las
instituciones escolares, debatiendo abiertamente en qué
debe consistir el núcleo básico de cultura para
todos.
Ahora bien, conviene saber que "definir ese contenido
cultural es algo más que dictaminar nuevas disposiciones
curriculares. Porque –como dice Gimeno (1988)– la
realidad de esa nueva cultura depende no sólo de la
decisión administrativa sobre nuevos contenidos de los
currícula, sino también sobre las condiciones de su
realización" (1998 :69); y especialmente
–destacaría yo–, de las concernientes a la
participación social en su definición.
En consecuencia, habría que hacerse algunas
preguntas sobre cuál es la participación en su
definición, y cuál el nivel de formalización
de sus compromisos educativos, si es que los tiene; cuestiones
todas que serán consideradas en el siguiente
apartado.
(a.2.) ¿Cuenta la Universidad con algún
proyecto educativo?
Situemos debidamente, en primer lugar, la
problemática de todo proyecto educativo. Una correcta
comprensión de lo que representa nos exige rechazar
cualquier planteamiento meramente formal del mismo, esto es,
pretender que se ha resuelto todo con sólo saber si hay o
no un documento que se llame así. Por el contrario, un
proyecto educativo debe ser entendido como expresión de
una "cultura escolar" entendiendo por tal:
"el conjunto de creencias supuestos básicos (a
menudo inconscientes), teorías implícitas, etc.,
acerca de las personas, la educación, el modo adecuado de
hacer las cosas, de resolver los problemas, de
trabajar y de relacionarse dentro de la escuela"
(González, 1992 :76)
Ahora bien, tampoco esto es suficiente, sino que en esa
dirección, hay que saber discernir incluso si estamos ante
una declaración que surge de una cultura escolar
fragmentada –asentada en el supuesto de que cada uno tiene
que hacer su trabajo sin inmiscuirse en el de los
demás–, o bien, compartida –dotada de una
visión común (que no uniforme) de dónde se
está, dónde se quiere ir, y cuáles son las
concepciones, los valores y principios educativos que se quieren
promover (Vid. González, 1992), –que esto y no otra
cosa es lo que debemos entender por proyecto
educativo–.
Pero aún hay más, para legitimar
definitivamente ese proyecto educativo deberíamos
cerciorarnos también –como exige Pérez
Gómez (1992)–, si es el resultado de un
diálogo creador en el que ha participado de manera intensa
y efectiva:
"una comunidad democrática de aprendizaje,
abierta al contraste y a la participación real de los
miembros que la componen, hasta el punto de aceptar que se
cuestione su propia razón, las normas que rigen los
intercambios y el propio diseño del curriculum. Una
comunidad democrática de aprendizaje, donde el
conocimiento, las relaciones sociales, la estructura de
las tareas académicas, los modos y criterios de
evaluación y la propia naturaleza y
función social de la escuela …[léase aquí
Universidad].. acepten someterse al escrutinio público de
los estudiantes y docentes y a las consecuencias de sus
reflexivas determinaciones" (1992 :113)
Naturalmente, me doy cuenta que he puesto el
listón muy alto; no obstante, se trata de un "deber ser"
que, como es lógico, la realidad (más terca) se
ocupará de redefinir en términos de lo que es
posible en cada caso. Pero es precisamente esto lo que nos
interesa, la cuestión de cómo sale de bien o mal
parada la Universidad de un análisis en función de estos
criterios: en suma, si tiene o no un proyecto educativo (o algo
que se asemeje).
Por mi parte he intentado saber si mi Universidad
presenta algo que pudiera ser considerado un proyecto educativo;
aunque muy escéptico llegué a plantearme la
posibilidad de encontrar alguna referencia a las actitudes. No
encontré nada. Por tanto, podríamos
concluir12 que no hay proyecto educativo.
Naturalmente, que no esté formalizado un proyecto
educativo no quiere decir –salvo que me contradiga–,
que no existe una cultura al respecto (como ya vimos) y que, en
cierto modo, éste de manera implícita se da. Pero
desde luego es significativa su ausencia; y especialmente lo es
para la evaluación por cuanto nos deja sin criterios
compartidos de referencia. Es pues a tenor de esto que se impone
(como casi siempre) un ejercicio de introspección que me
permita explicitar, como un profesor universitario más,
cómo concibo a las actitudes pues de ello dependerá
cómo las valore (b), y cuáles son las actitudes que
valoro (c).
Quisiera añadir (casi como disculpándome)
que esta visión particular que sigue no es fruto de un
personalismo exacerbado sino la necesidad de posicionarse sobre
un tema –el de las actitudes en la educación
superior y su evaluación–, sobre el que apenas
existe cultura de grupo y que, tal y como hemos visto, se mueve
en un contexto de notable indefinición.
(b) El marco normativo: Las actitudes a la luz del
Modelo Constructivista de Enseñanza –
Aprendizaje.
Como he dicho, estoy dispuesto a arriesgarme. Quiero
decir que, sin ser un especialista en el tema de las actitudes
(como ha podido advertirse al ver las deudas que contraía
en mi revisión anterior), me propongo entenderlas desde el
modelo constructivista de enseñanza–aprendizaje en
el que estoy trabajando hace años.
Básicamente, se trata de reforzar ahora la
dimensión "intencional, "razonada", "instrumental" y
"valorativa" de las actitudes. Y es que, en efecto, todas estas
condiciones que, en buena medida, se resumen en consciencia y
voluntad y sus corolarios de reflexividad y
autorregulación, engarzan a la perfección con mi
insistencia en reconocer el protagonismo del alumno en el proceso
de enseñanza–aprendizaje, así como con la
fina–lidad educativa de su emancipación (Trillo,
1995, 1997b; Trillo y Rodicio, 1989); esto es, con el compromiso
personal por conseguir mayores cotas de autonomía y
responsabilidad para todos también en esto de las
actitudes.
De este modo, además, cualesquiera reservas en el
orden metodológico sobre el modo de proceder de la
denominada "actividad persua–siva"13 se disipan
con este planteamiento: pues el hacer intervenir
prima–riamente al que tiene que aprender, y hacerlo de
manera que ejercite su capacidad evaluativa (valorativa y
crítica), de tal suerte que no sólo se
per–mite sino que se potencia que
alcance sus propias conclusiones, es la me–jor manera de
liberar del maleficio de la manipulación y el control
(adoc–trinamiento) al reto de la formación y cambio
de actitudes y, por consi–guiente, al de su
evaluación.
c) ¿Cuáles son las actitudes "propias de
lo universitario"?
Se me antoja que la pregunta que titula este apartado
resulta ex–cesiva; y es que el reto de proponer una especie
de catálogo de actitudes de los universitarios sobre la
Universidad me sobrepasa. Habría que hacerlo –es
más, intenté hacerlo–, pero lo que presento
es sólo una aproximación: y de ahí que a
veces resulte excesivamente simplificador.
Dicho esto, conviene saber que la pregunta general se
desdobla pa–ra su mejor análisis en otras dos:
¿cuáles son los objetos susceptibles de provocar
una actitud? y ¿cuáles son las creencias que los
estudiantes de–sarrollan al respecto? Además,
siempre que me sea posible introduciré al–guna
referencia a cuáles son las "normas subjetivas" con las
que aquellas interaccionan (aunque a veces de lo que se trata es
de señalar su ausen–cia). Por supuesto, soy
consciente de que habría que añadir una cuarta
so–bre cuál es la conducta previsible, pero
éstas representan un elenco tan variado que no he sido
capaz (de momento) de lograr su sistematización (aunque
ofrezco algunas sugerencias).
En relación a los "objetos susceptibles de
provocar una actitud" desde luego no están todos los que
son pero sí creo que son todos los que están: la
Universidad misma, como totalidad, es sin duda provocadora de
actitudes para sus estudiantes; y lo son también el
conocimiento y la propuesta curricular, el aprendizaje y
el estudio, el magisterio, los propios compañeros, y la
carrera y la cualificación profesional.
(c.1) Respecto del conocimiento
científico –del que la Universidad es su
promotor y depositario–, las creencias son
múltiples: van desde la consi–deración de su
condición absoluta, de verdad revelada a o alcanzada
sólo por los sabios, hasta el relativismo más
radicalizado que hace caso omiso de los logros culturales habidos
y considera que todo está por descubrir (a lo que algunos
añaden, además, que hacerlo no es asunto suyo). Se
da también, por supuesto, la creencia de que la
reflexión sobre la naturaleza del conocimiento no es tema
que les competa, simplemente es como es y, sobre todo,
está ahí bien para aprenderlo bien para ignorarlo.
Y sólo en muy pocos casos nos encontramos con la creencia
de que tal vez lo que hay no sea así o, que aún
siendo bueno pueda ser mejor.
En este sentido (y como referencia a la "norma
subjetiva" de la Ins–titución), llama la
atención la escasa reflexión epistemológica
que la Uni–versidad ofrece a sus estudiantes respecto de la
naturaleza del conoci–miento que enseña, siendo
así que la mayor parte de los estudiantes con–siguen
saber cosas, a veces muchas cosas sobre el contenido de un
cam–po de conocimiento mas sin plantearse nunca nada
respecto al mismo co–mo continente. En el polo opuesto, se
dan algunas pocas experiencias de reflexión de esta
índole pero especialmente sobrecargadas, esto es, para
epistemólogos (algo que muy probablemente no será
ninguno). Se carac–terizan éstas por aburridas
sistematizaciones hechas por otros y carentes de la más
mínima interrogación personal al
respecto.
Así las cosas, las cuatro creencias anteriores
devienen, como resul–tado sin duda de su interacción
con el parecer de los grupos de
presión más cercanos, en cuatro actitudes
probables y cuatro posibles conductas también: una actitud
de veneración que sacraliza el conocimiento y le rinde
culto, y que en este nivel hace de quien lo practica un papanatas
(un sim–ple y un crédulo); una actitud de soberbia,
que en el envanecimiento de lo propio desconsidera lo
demás, y que en este nivel hace de quien lo
prac–tica un ignorante (el peor de todos, pues desconoce
que no sabe); una ac–titud de cierta indiferencia y que en
este nivel hace que quien lo practica se acomode a lo que hay sin
cuestionarlo; y una actitud crítica, que contrasta y
enjuicia el conocimiento existente consciente de su
condición evolutiva, y que en este nivel hace de quien lo
practica un estudiante en su sentido más exigente, esto
es, un novel investigador y científico.
Naturalmente, todo esto se agudiza cuando hacemos
referencia a la propuesta curricular en la que, supuestamente, se
concreta el conocimiento científico. Todo dependerá
de cuánto se aproxime o aleje de ese conocimiento el plan
de estudios y las materias que se impartan. Si estu–vieran
muy alejadas –en su planteamiento y
fundamentación–, si resultaran caducas, irrelevantes
o puro trámite y aún así se le siguiera
rindiendo culto el papanatismo sería mucho mayor; y en el
mismo orden, la soberbia más explicable… (pero no por
ello menos empobrecedora), la indiferencia más
injustificable por lo que representaría de complicidad
siquiera pasiva con una suerte de fraude, y la
crítica más fácil y quizás
también por ello menos brillante por lo que supone de
bajada de nivel.
(c.2) Respecto del aprendizaje ocurre otro tanto: que
las creencias son múltiples. En los dos extremos nos
encontramos con que hay quien considera que tiene que ver con el
recuerdo de la información importante para su reproducción literal, y que hay quien
entiende que lo que exige es una reconstrucción personal
del discurso, es decir, entender su lógica y atribuirle
sentido mediante su valoración desde la propia
experiencia. Por último, hay también quien no
sabría qué decir al respecto.
Lo preocupante de esto es lo que la propia Universidad
(aludida de nuevo como potencial "norma subjetiva") parece
alentar: los datos de dos
investigaciones que he dirigido recientemente no
dejan lugar a dudas sobre el hecho de que la práctica de
enseñanza en el aula por una parte y las estrategias de
evaluación por otra, vienen a reforzar la primera de las
creencias (Trillo, 1997a; Porto, 1998).
Así las cosas, las actitudes con las que nos
encontraríamos podrían ser éstas: una
actitud de subordinación a la palabra dicha o a la letra
impresa, manteniendo con ambas una relación de dependencia
acrítica y obediente (saberse la lección), y que en
este nivel hace de quien lo practica un disciplinado, esto es,
alguien que cumple con su trabajo – bien conforme a la
ley del
mínimo esfuerzo, bien orientado a la obtención de
la máxima rentabilidad
académica (las mejores calificaciones)–; una actitud
de interrogación y de posicionamiento
personal respecto de lo oído y
leído, que se esfuerza en desentrañar la
lógica del discurso y valorar su aplicabilidad yendo
más allá de lo que es preciso para obtener un buen
rendimiento, y que en este nivel hace de quien lo practica "el
mejor estudiante posible" (al menos en mi opinión); y una
actitud de inhibición (de recelo, perplejidad o
desconcierto), pues el que lo adopta no sabe a qué
atenerse ni cómo afrontar la tarea, y que en este nivel
hace de quien lo practica un
"desamparado"14.
Ahora bien, cuando todo esto se refiere al acto de
estudiar la pregunta que martillea insistentemente las sienes de
los estudiantes es si, realmente, merece la pena Si
consi"…estudiar no es consumir ideas, sino crearlas y
recrearlas" …que el acto de estudiar es una actitud frente a la
realidad y una disciplina
intelectual que exige modestia, paciencia y dedicación,
para hacer efectiva una tarea de reflexión y
crítica sistemática (:30–32)
Entonces nos damos cuenta de que todo eso lo que demanda
es tiempo y esfuerzo, algo que choca frontalmente con la
precipitación y con la cultura de lo fácil a las
que estamos acostumbrados. Algo que se en–frenta,
además, con el hecho cierto de que la mayor parte de los
jóvenes españoles no creen, en definitiva, que el
esfuerzo les vaya a servir para la–brar su propio
bienestar; recuérdese, en este sentido, lo dicho sobre el
("descorazonamiento" de la juventud en el informe ya citado de
Martín Serrano (1991):
"Muchos jóvenes piensan que su futuro personal es
incierto; de lo que coligen que hay que vivir al día. Por
eso, el trabajo y el sacrificio, que apreciaban en sus padres,
ellos no pueden asumirlos como valores propios. De hecho son
pocos quienes confían en que se pueda alcanzar el
bienestar personal trabajando duramente. Una mirada a la sociedad
en la que el joven deberá integrarse, les lleva a muchos a
pensar que para hacerse un lugar, mejor es buscarse una pareja
rica o confiar en la fortuna de los juegos de
azar" (1991 :10).
(c.3) Respecto al magisterio, las creencias se polarizan
entre el pro–fesor enemigo u obstáculo y el profesor
que ayuda y resulta próximo; pero también se da,
por supuesto, el "profesor ignorado" o mejor,
"ignorable".
Una de las cosas que más me llama la
atención al respecto es la miríada de prejuicios
que de los unos para con los otros se suelen cruzar entre
profesores y alumnos, hasta el punto, en ocasiones, de encerrarse
en ghetos y hacerlos irreconciliables a priori. Se suele acudir a
explicar este fenómeno como consecuencia de que la
comunicación aquí está viciada por una
relación de poder, que es fácil que derive en
autoritarismo; pero aún así son demasiados los que
olvidan que no tiene necesariamente porqué derivar en eso
y que, sin embargo, actúan como si lo fuera haciendo
posible finalmente que la profecía se cumpla.
Naturalmente, por otra parte, creencias y actitudes en
este caso están muy sujetas al papel que de manera
más o menos intencional quiera desempeñar el
profesor, es decir, que no siempre y ni siquiera la
mayoría de las veces la creencia evoca un prejuicio sino
que puede estar asentada en una observación y
valoración contrastada; quiérese decir, en suma,
que puede ocurrir muchas veces que el profesor o profesores sobre
los que se cree eso (cualquier cosa) es que realmente se lo
merecen.
De un modo u otro, yo quisiera ocuparme ahora de las
creencias de los alumnos: El profesor enemigo es aquél que
no sólo puede hacer daño
(académico al suspender, y moral al humillar), sino
incluso el que desea hacerlo (como resultado quizás de
alguna patología a la que, como colectivo, lejos de ser
inmunes somos de los más castigados). El profesor
obstáculo es menos fiero –si se me permite la
expresión–, por lo general sus exigencias se
perciben como desmesuradas o bien como manías personales
que en principio se hace obligado satisfacer. El profesor que
ayuda, por su parte, es simplemente el que enseña, el que
pone su saber a disposición de sus estudiantes
facilitándoles el acceso al conocimiento
–claro que en este caso los hay que no dejan por
ello de ser exigentes y rigurosos, y los hay también que
creen que es necesario bajar el nivel y facilitar las cosas
aunque se resienta la preparación final–. El
profesor próximo es el accesible (con tiempo para ello en
el aula y en el despacho), generalmente cordial, a veces hasta
afectuoso, dialogante y tolerante en cualquier caso con las
opiniones de sus alumnos; ahora bien, de este arquetipo
también hay algunos excesos como el caso del profesor
populista (más que popular), cuyo interés es
granjearse la simpatía de sus estudiantes a los que
satisface en lo que pidan (aprobados generales, y
amenización de contenidos –lo que sería
bueno–, pero en un proceso que al final se revela como de
frivolización). El profesor ignorado, por último,
se corresponde generalmente con el que resulta simplemente
anodino, si bien hay que advertir que en numerosas ocasiones este
papel es más el resultado de la desconsideración
activa (por soberbia, indiferencia o cinismo) de los propios
estudiantes hacia su condición biográfica (lo que
opina, lo que siente, lo que puede aportar) que de la naturaleza
misma de su carácter. Hay finalmente un tipo de profesor
manipulador que no cité en un inicio porque, francamente,
no sabría a cuál equipararlo, si al que es un
obstáculo o al populista: tal vez a los dos.
Así las cosas, sugerir actitudes se hace
especialmente difícil en esta ocasión pues las
combinaciones posibles entre los modelos hacen si cabe más
complejo el panorama que en las anteriores dimensiones; y por eso
se impone simplificar:
Para la primera creencia (la del profesor enemigo u
obstáculo) habría dos actitudes posibles, una
actitud de sometimiento al arbitrio de otra persona con
independencia
de que sea razonable o no (por tanto cabe también a la
arbitrariedad), lo que en este nivel hace de quien lo practica un
súbdito o un vasallo (suelen serlo cierta clase de
meritorios…); y una actitud de desafío (más o
menos larvado o encubierto dependiendo de las circunstancias
…), que puede expresarse así como simple
desacuerdo
–bien manteniendo otra postura en un debate, bien
con un gesto de desdén (irse de clase por ejemplo cuando
el profesor entra o en mitad de la sesión con
intención obvia)–, o como franca oposición,
liderando acaso una protesta o denuncia sobre la actuación
docente (muy pocos casos).
Naturalmente, en el contexto en el que nos movemos
alumnos así serían considerados, según la
intensidad, revoltosos, díscolos, rebeldes, o
peligrosos.
Respecto a la segunda creencia (la del profesor que
ayuda) yo destacaría una actitud de colaboración y
de demanda, es la propia del estudiante que acepta como retos
personales las tareas que le propone el profesor y que, a su vez,
intenta que éste le proporcione cuanto sepa y que pueda
serle útil. Mario Vargas
Llosa hizo un retrato en prosa magnífico de lo que
podría ser la conducta correspondiente a esta actitud en
un artículo publicado en el diario El País titulado
"Mi único alumno"15:
"Yo le recomendaba libros, que se
leía siempre de inmediato… Además de una
monstruosa curiosidad estaba aquejado de una franqueza feroz
escondía una inteligencia
sobresaliente y una autenticidad moral sin mácula… Mi
único alumno llevaba una grabadora, tomaba notas
furiosamente y me sometía, al final, a una catarata de
interrogantes acribillándome a preguntas leía con
una agudeza y buen gusto que yo he visto en pocos críticos
y, como además de entenderla amaba de veras la literatura, iba desbaratando
en público las sandeces vanidosas de estructuralistas,
nuevos marxistas, desconstructivistas y
postmodernistas…"
Añadiré que, generalmente, este tipo de
estudiantes se encuentran más (o acaso sólo) en los
terceros ciclos, y de ahí tal vez la explicación de
que sean cada vez más los profesores que pretenden
atrincherarse en este nivel de enseñanza.
Por último, la tercera creencia (profesor
ignorado) deviene en una actitud displicente, a veces
acompañada de un gesto como de quien perdona la vida a
otro, que puede ser extremadamente insultante –tanto
más cuanto menos lo merece el profesor y menos tiene de
qué presumir el alumno–; y que en este nivel hace de
quien lo practica (por lo menos visto desde mi perspectiva de
profesor), lo que en un lenguaje
coloquial (y bien castizo) llamamos un "chuleta" (en el sentido
de jactancioso, valentón, presumido y
petulante).
(c.4) Respecto a los propios compañeros
seré especialmente breve (acaso porque este tema me
subleva de una manera especial). El caso es que en un contexto
institucional que apenas atiende al desarrollo de un aprendizaje
cooperativo, las creencias mejor asentadas en los estudiantes al
respecto serían dos bien enfrentadas entre sí: la
creencia de que aquí se impone el sálvese el que
pueda, y la creencia en que o bien nos salvamos todos o no se
salva ninguno. Y de ahí devienen dos actitudes
diáfanas: Una actitud individualista, de quien asume el
modelo competitivo del todos contra todos, y en consecuencia es
muy egoísta de su trabajo e incluso de cualquier
información que considere privilegiada y que le pueda
beneficiar (por ejemplo, hasta de un cambio de fechas de un
examen), y que en este nivel hace de quien lo practica o bien un
realista (según él mismo y quienes son de su
opinión), o bien otra cosa… –que por respeto no
digo–, para la mayoría (incluyéndome a
mí). La segunda actitud es una actitud de
cooperación, esto es, de quien se siente solidario de sus
compañeros y comparte generosamente con ellos su esfuerzo
e información, y que en este nivel hace de quien lo
practica –y ha hecho siempre– "un buen
compañero"
(c.5) Respecto a la carrera y la cualificación
profesional hay tres dimensiones bipolares que me gustaría
destacar para identificar algunas creencias:
En primer lugar, lo que determinó que se cursara
una y no otra y, en este sentido, nos encontraríamos con
quienes cursan aquella para la que se sienten vocacionados y los
que, por el contrario, siguen otra que no era de su plena
preferencia o, incluso, que no querían cursar pero que fue
la única "menos mala" que les dejaron seguir. Entonces,
como puede imaginarse, las creencias acerca de la carrera se
polarizan entre: esto es algo que hago porque quiero y me gusta,
o esto es algo que realizo porque me obligaron las circunstancias
y que no me gusta (aunque la capacidad de adaptación es
tan grande que pueda llegar a gustar finalmente).
Relacionado con esto quisiera llamar la atención
sobre la crudeza de un sistema (en permanente debate), que a
través de las pruebas de
acceso a la Universidad –por si mismas muy cuestionables
dado el tipo de contenidos que valoran–, se orienta
fundamentalmente a seleccionar a los estudiantes con el objetivo
de poder distribuirlos por las diversas carreras conforme a
algún criterio (Trillo y Rodicio, 1997b).
En segundo lugar, lo que se sabía sobre la
carrera antes de iniciar sus estudios es también una
dimensión relevante, pues nos podemos encontrar con los
que tenían una información bastante ajustada de la
realidad sobre su contenido, estructura, estilo de la Facultad,
salidas profesionales, etc., y aquellos que no sabían nada
en absoluto o bien tenían una información
tergiversada16. Las creencias entonces también
se verán afectadas bipolarizadas de nuevo entre: los que
cuentan con una visión realista y con expectativas
ajustadas, y los que cuentan con una visión ingenua o no
cuentan con ninguna y, en realidad, no saben qué esperar o
esperan lo imposible porque no saben dónde se
meten.
En este sentido, es preciso llamar la atención
acerca del funcionamiento de los servicios de orientación
profesional, y específica–mente de los canales de
comunicación que se establecen (si es que
se hace) entre las enseñanzas medias y la Universidad
impresión de que aún habiendo hablado mucho al
respecto en la práctica las cosas parecen no haber
mejorado mucho.
Por último, la tercera dimensión tiene que
ver con la proyección social de la propia
cualificación y el código
deontológico de la profesión elegida. Pues, en
efecto, ambos criterios pueden estar presentes o ausentes para el
alumno en formación. Así, las creencias se
bipolarizan entre quienes creen que su formación
universitaria es sólo un medio para un fin particular, el
suyo, del estilo de situarse bien en el mercado laboral y obtener
el éxito
económico y social con rapidez sin hacer mucho caso de
códigos morales (prejuzgados como obsoletos); y los que
creen que su formación es algo que también compete
a la sociedad de referencia (profesional y general): por cuanto
su profesión es un fin en si mismo con una clara
proyección de servicio social, porque es preciso
además responder a las exigencias de una imagen
corporativa o si se prefiere de un estatus de legitimación científica y
psicosocial contribuyendo a mantenerlo o incluso mejorarlo con la
propia aportación, y porque en definitiva su mejor o peor
cualificación es la manera que el estudiante tiene de
corresponder a la inversión que se ha hecho en él, de
estar a la altura.
Vinculado a esto está el tema de las relaciones
entre la Universidad con los colegios y asociaciones
profesionales (tradicionalmente los más celosos de la
identidad profesional y los más competitivos
también sobre su estatus), así como el hecho de que
cada vez más proliferan por iniciativa de estas
instituciones profesionales los períodos de
formación práctica: entre otros ejemplos, los muy
institucionalizados como el caso de los Médicos Internos
Residentes (MIR) en los Hospitales, o los que aún
están dando sus primeros pasos como es el caso de las
escuelas de práctica jurídica. Y en este sentido es
de apreciar la colaboración institucional, pero
también se debería reflexionar sobre su
significado, sobre qué es lo que los profesionales en
ejercicio echan de menos en la formación adquirida en la
Universidad para entender que es precisa esa formación
adicional (claro que también puede ser sólo una
estrategia de
dilación para su entrada en el mercado
laboral).
Así las cosas, las actitudes que pudieran
derivarse de una situación tan dispar son muy numerosas
también, pero en un esfuerzo de síntesis las
resumiría en tres: una actitud de compromiso, de
compromiso con un proyecto personal de aprendizaje al servicio de
un proyecto personal de profesión, y que en este nivel
hace de quien lo practica un estudiante activo, y presente
incluso para criticar las condiciones y la calidad de la
formación que recibe, esto es, exigente; y una actitud de
dejación de responsabilidad, de cierta indolencia y a
veces hasta de desidia, en ocasiones incluso hasta de aburguesado
y bien dramatizado nihilismo, en
otras de simple y acaso estudiante pasivo y ausente, deseoso de
no hacer nada o hacer lo menos, pero que si es inevitable lo
tragara todo También hay, desde luego, una actitud de
cinismo, de desprecio hacia las convenciones, pero suelen estos
despreciar incluso la denuncia y el debate mismo, por lo que
salvo por algún gesto de insolencia a la postre resultan
igualmente acomodaticios.
(c.6) Finalmente, y respecto a la Universidad en su
conjunto cabría sin duda referirnos a cuanto ha sido
dicho, pero también es posible añadir esta nueva
reflexión A grandes rasgos, yo diría que hay tres
creencias muy extendidas entre la población que accede a
la Universidad: o bien es un sitio al que hay que ir, y no tanto
por las razones por las que se hacía antes, es decir,
porque de otro modo se era de menos sino porque, realmente, no
hay muchas otras alternativas para un estudiante de diecisiete o
dieciocho años en la actualidad; o bien es una nueva
oportunidad para aprender y una experiencia de desarrollo
personal que, además, lleva asociada (según las
titulaciones) cierta profesionalización; o bien es sobre
todo eso, una formación profesional o de algún tipo
de la que se dispensa un título que, en principio, le
permitiría a uno situarse mejor en la vida.
Consecuentemente, las actitudes podrían ser
igualmente tres:
Una actitud de paciente, que de acuerdo con Michavila y
Calvo (1997) se corresponde con una acepción del alumno
"como receptor de la acción educativa y sometido, por
tanto, a la autoridad y al
poder de sus profesores, no siempre ejercidos con justicia …"
(1997 :206); a lo que añaden: que si bien esto es algo que
"va difuminándose gracias al desarrollo de la
democratización universitaria, al incremento de los
representantes estudiantiles y a las costumbres de trato,
más flexibles en nuestros días" lo cierto es que en
cualquier caso aún perdura. Se trata en fin
–añadiría yo–, de la vieja idea de la
Universidad como "guardería" de jóvenes.
Una actitud de cliente, que
según los mismos autores se identifica como la vivencia de
la formación universitaria como parte de un derecho
individual dentro del estado de bienestar,, y sobre lo que
advierten: que esta percepción del estudiante como cliente
ha alcanzado cotas que preocupan a los dirigentes universitarios
ya que, como indica Muller (1996):
"El estudiante como consumidor, o
como cliente, ha llegado a representar al que paga y elige la
canción que hay que tocar.
Y aunque durante siglos se ha asumido que aprender
requería esfuerzo y talento, y que la falta de una de
estas condiciones llevaba al fracaso. El estudiante de hoy, como
cliente, exige un rendimiento de su inversión y proclama,
cada vez más que sus deficiencias en el aprendizaje no son
en absoluto, o al menos no son principalmente, consecuencia de su
falta de esfuerzo o de talento sino más bien el resultado
de una formación inadecuada" (1996
:115–130).
Y una actitud "de estudiante" sin más, cuyo
modelo me he atrevido a proponer hasta aquí y que ahora
reproduzco, porque la caracterización que de la misma
hacen Michavila y Calvo se me antoja escasa aún siendo
interesante, puesto que ellos se refieren sobre todo a lo que
sería la predisposición para asumir una mayor
responsabilidad del estudiante sobre su vida académica.
Pero dicho esto, veamos que es lo que he añadido:
compromiso con un proyecto personal de profesión,
crítica del conocimiento establecido, interrogación
y posicionamiento personal en el aprendizaje, cooperación
entre iguales, y colaboración y demanda en relación
con el profesorado.
Es este último, pues, el modelo que propongo,
desde luego incompleto y sujeto a revisión, pero un modelo
en cualquier caso entre otros muchos posibles. Justo lo que a lo
largo de todas las páginas anteriores he venido echando de
menos, por causa de un inacabable debate sobre la naturaleza de
las actitudes, uno más intenso aún sobre su
correspondencia con una función socializadora, y
aún otro sobre la pertinencia de su inclusión en un
proyecto educativo del que, por otra parte, carecemos. Siendo
así, sólo ahora estaríamos en condiciones de
proceder a la evaluación de actitudes, pues contamos con
un criterio de referencia; veamos ahora que nos resta decir al
respecto.
(d) ¿Cuáles son los principios, criterios
y estrategias para su evaluación?
Son cinco las ideas que muy concisamente quisiera
plantear aquí, pues ya va siendo tiempo de terminar este
trabajo.
La primera se refiere, como decía antes, a la
necesidad de contar con un criterio explícito para hacer
efectiva una evaluación; cuando menos una
evaluación que no renuncia a emitir un juicio de valor
bien directamente sobre algo bien sobre el grado de su
consecución. Sin criterio al que remitirnos, cualquier
juicio es arbitrario, sólo a partir de su conocimiento es
discutible.
Siendo así, lo que ahora interesa destacar es que
la Universidad, según parece, carece de ese criterio
respecto a las actitudes. Se diría que su actuación
como grupo de presión es muy poco efectivo: toda vez que
no parece capaz de imponer ciertas condiciones a quienes quieren
pertenecer a ella, esto es, la conformidad con ciertas normas y
valores que son importantes para la consecución de sus
objetivos y
que, de este modo, indirectamente lo son también de sus
miembros. Ni implícita, y mucho menos
explícitamente hay un acuerdo, opinión o sentir
general mínimamente compartido respecto de cuáles
son las actitudes que se consideran correctas. Lo dicho antes
sobre una cultura fragmentada en la que cada profesor se preocupa
de lo suyo se añade así al hecho de la pervivencia
de las actitudes en el ámbito del curriculum
oculto.
La segunda recuerda el principio de que la
evaluación sea coherente con lo que se ha enseñado
y con la manera cómo se ha hecho, lo que proyectado al
caso que nos ocupa me sugiere esto: si las actitudes no han sido
enseñadas de manera deliberada y consensuada en el seno de
la institución universitaria, no deben ser
evaluadas.
Mi conclusión, por tanto, es que ante este estado
de cosas no cabe hacer una evaluación de las actitudes en
la educación superior, pues no se dan las mínimas
garantías para que sea una evaluación
contextualizada y democrática. No quiero decir,
obviamente, que no fuera bueno el que se hiciera, sino
simplemente que las condiciones no están dadas para
hacerlo bien.
Otra cosa, desde luego, es recoger información: y
si se quiere llamar a eso una evaluación
diagnóstica no tendría nada que objetar. La tercera
idea, por tanto, se refiere a que no hay porqué renunciar
a saber cuáles son las actitudes que en realidad se
están dando, pues ese conocimiento es por si mismo valioso
para entender la realidad, pero no para formular un juicio sobre
ella: salvo que hagamos norma de lo normal, es decir, de lo
común o más extendido o bien, por el contrario, nos
erijamos (quienquiera que pudiéramos ser) en medida de
todas las cosas. Sin un acuerdo que surja de la
participación activa de todos los sujetos implicados,
cualquier intento de evaluación (como juicio de valor)
deviene inexorablemente en manipulación.
La cuarta idea se refiere a las estrategias, y en
coherencia con lo que vengo denunciando ahora mismo (y
también con mucho de cuanto señalé antes
sobre la teoría de la acción razonada o el modelo
constructivista), sostengo que tales estrategias deben contribuir
a la emancipación, también en esto de las actitudes
– como ya tuve ocasión de decir–. La
máxima de que todas ellas refuercen el protagonismo de sus
agentes –estudiantes y profesores–, mediante el
ejercicio de la reflexión y la negociación se
impone. Por consiguiente, las estrategias que sugiero son del
tipo de: la generación de dilemas, los grupos de
discusión, los autoinformes, la evaluación cooperativa,
etc.
Finalmente, la quinta y última idea es, en
realidad, una confirmación de lo que dije justo al inicio
de este trabajo pues, a la vista de lo dicho, me reafirmo en la
idea de que la calidad de las instituciones de enseñanza
está directamente relacionada con la calidad de los
procesos de aprendizaje que promueve en los
estudiantes.
Al respecto añadiré que mi experiencia,
cada vez menos corta pero afortunadamente todavía bien
intensa, me confirma en esta opinión; desde hace
años introduzco mi trabajo con los estudiantes con un
prólogo sobre la dimensión universitaria: la
pregunta clave es si ellos creen que la Universidad
debería educarles y no simplemente informarles, e incluso
si ellos aceptan que yo, como su profesor, me preocupe entonces
de evaluar sus actitudes y valores, por supuesto que con una
intención puramente diagnóstica para generar, a
continuación, un debate y una reflexión al respecto
que facilite la elaboración de una síntesis
personal del conocimiento adquirido, una especie de
cosmovisión que aspira a la coherencia interna porque
armoniza conceptos con afectos y vivencias, en suma,
teoría y praxis. Su
respuesta ha sido siempre afirmativa.
Lo contrario, en mi opinión nos lleva por la
pendiente de lo que el ya citado Gual denominó "la
degradación de la educación universitaria", algo
cuyas consecuencias nos asaltan cada vez con más
frecuencia hasta desde las mismas páginas de sucesos de
los periódicos: abogados consagrados a la justicia que son
famosos por su actividad como delincuentes; supuestos juristas
que aplican mecánicamente la ley sin mediar interpretación conforme a derecho alguna;
médicos de un burocraticismo kafkiano que ajenos al
juramento hipocrático revisan si está en regla la
cartilla de la seguridad
social antes de hacer una intervención
quirúrgica de urgencia; farmacéuticos que son
tenderos; periodistas que escriben lo que les mandan, aunque no
sepan o no sea verdad; economistas hipnotizados por las
macrocifras que enajenados de su realidad más inmediata
juegan con las haciendas de los demás y de paso,
también, con sus vidas; ingenieros, arquitectos,
químicos y físicos, obnubilados por la
técnica, y carentes de cualquier consideración
ética o estética; y también –aunque
esto no sale en los periódicos–, gentes de mi
gremio, profesores reacios al cambio educativo y pedagogos
contrarios a colaborar con los maestros pues prefieren el control
jerarquizado y la manipulación.
Y aunque sería posible alegar que todas esas son
casuales desvsu parte, se ha planteado salirle al paso, prevenir,
enseñar de modo deliberado en la dirección
contraria a esa desviación.
Y como sea que yo soy de los que "creen" que hay algo
más que información en la Universidad y que,
aún a riesgo de ponerme excesivamente solemne, yo "creo"
también que hay un mundo de valores consagrados al saber
que nos mancipará a todos, lo cierto es que cuando pienso
en la respuesta a la anterior pregunta "siento" (pues me enfada)
que tal vez hayamos hecho del fraude nuestra razón de ser.
Entonces, al contrastarlo con la "norma subjetiva" que supone
considerar a la didáctica como un compromiso con la mejora
de la enseñanza, desarrollo una decidida
"predisposición" hacia el cambio educativo. Una resuelta
"actitud" que, sin duda, recomiendo.
1 – Y la universidad, hasta que se diga otra cosa,
lo es, aunque a veces esto se eclipse por la hegemonía de
la investigación.
2 – Y ello, bien con una finalidad estrictamente
diagnóstica sobre cuál es esa predisposición
de los estudiantes –hacia qué se orienta,
cómo se organiza y cómo finalmente se
expresa–, o bien con una finalidad educativa que oriente su
resolución para cada una de estas cuestiones.
3 – Ahondando un poco más en el discurso
sobre las actitudes, no cabe obviar el plantearse que estamos
ante un problema de definición de las mismas, dada la
dificultad de diferenciarlas del resto de los contenidos
susceptibles de aprendizaje. Siendo así, en la literatura
sobre el tema se sugiere que la "intencionalidad", que siempre se
ha atribuido a las conductas motivadas/orientadas por las
actitudes puede ser el criterio de diferenciación entre
éstas y otros contenidos de aprendizaje. Cabe
añadir que esta nueva dimensión ha gozado y goza de
gran predicamento, y por lo que a mi respecta la he asumido sin
reservas como podrá apreciarse; mas, para que pueda ser
correctamente entendida es preciso que nos ocupemos de los
componentes de la actitud.
Si hacemos caso a Rodríguez (1989), los esfuerzos
por analizar las actitudes a través de sus componentes
pueden clasificarse según dos posturas
principales:
* La perspectiva clásica basada en la
trilogía conocimienton / sentimiento / acción, y
cuya idea básica es que "asociamos unos objetos sociales
determinados con ciertas características positivas o
negativas; tendemos a percibir o sentir como agradables o
desagradables a dichos objetos en función de las
características con las que los asociamos; por fin
tendemos a actuar en consecuencia con lo que sabemos y sentimos
respecto a dichos objetos (Rosemberg y Hovland, 1960; Krech et
al., 1962; Secord y Backman, 1964).
*La perspectiva del valor instrumental, "para la que la
estructura de las actitudes se describe como un conjunto de
expectativas de utilidad
(instrumentalidad) del objeto para las metas del sujeto.
Percibimos que el objeto posee ciertos atributos que son
útiles para ciertos objetivos; según que valoremos
positivamente o no esos objetivos, tal será la actitud que
desarrollemos hacia el objeto" (Fishbein, 1963, 1989; Fishbeim y
Ajzen, 1975).
Se prima aquí la dimensión cognitiva y
afectiva, e incluso se podría decir que especialmente la
afectiva–evaluativa, pues tras el reconocimiento de que el
objeto tiene ciertos atributos que guardan relación con
las propias metas es, sobre todo, la valoración que se
hace de éstas o de aquellos lo que configura la actitud.
En consecuencia, la dimensión conductual
tácitamente se obvia bien porque se da por supuesta, bien
porque no se cree demasiado en ella al admitir una mayor
presión de otras dimensiones, tales como la
intención o la norma social y subjetiva para la
determinación de la acción.
4 – A priori que en psicología
social ha recibido diferentes denominaciones: "esquema",
"estructura cognitiva", "constructos personales", etc., siendo el
primero citado el que más aceptación ha tenido, y
especialmente en el ámbito de la educación.
Recuerdo aquí lo que ha dicho Aznar (1987) respecto a que
los esquemas son estructuras
cognitivas constituidas por representaciones de la realidad, que
suministran hipótesis respecto
a los estímulos que llegan al individuo, hipótesis
que incluyen planes tanto para reunir e interpretar la
información relacionada como para decidir sobre la propia
conducta. Y también lo que dijo Coll (1986) respecto a que
los esquemas "integran conocimientos puramente conceptuales con
destrezas, valores, actitudes, etc."
5 – Factores de personalidad
como el de "autoatribución de responsabilidad", o el de
"autorregu–lación", que me interesa destacar
aquí aunque sólo sea por lo que evocan.
6 – Por ejemplo a la hora de proponer estereotipos
profesionales, o simplemente metas sociales y procedimientos
para conseguirlos, como es el caso del "enriquecimiento
rápido" mediante prácticas de dudosa legalidad y,
sobre todo, moralidad
(honestidad).
7 – Le cito directamente de unas notas manuscritas
tomadas durante aquellas jornadas por lo que, a fuer de sincero,
no sabría decir hoy qué es literal suyo y
qué interpretación mía.
8 – En el sentido de "profesar" … una
ética; es decir, no sólo ejercer una cosa, sino
"sentir algún afecto, inclinación o interés
y perseverar voluntariamente en ellos" (según
definición del Diccionario de
la Real Academia).
9 – Hasta tal punto, además, que la misma
expresión "escolar" suena peyorativamente a menos en las
aulas universitarias.
10 – Pienso que una exposición
más extensa no tendría sentido en el texto, no
obstante, no me resisto a explicar que se trata, en
síntesis, de convertir a la escuela en un espacio donde
racionalizar la propia experiencia, con la intención,
sobre todo, de substraerse al influjo de otros agentes de
socialización como son, por ejemplo, los medios de
comunicación, cuyos intereses, "más o menos
legítimos, se orientan en otras direcciones más
cercanas a la inculcación, persuasión o
seducción del individuo a cualquier precio, que a
la reflexión racional y al contraste crítico de
pareceres y propuestas"; ofreciendo para ello "el conocimiento
público como herramienta inestimable de análisis
para facilitar que cada alumno/a cuestione y reconstruya sus
preconcepciones vulgares, sus intereses y actitudes
condicionadas, así como las pautas de conducta, inducidas
por el marco de sus intercambios y relaciones sociales"
(Pérez Gómez, 1992 :31)
11 – Algo, por otra parte, que si se confirmara
que está llegando a la Universidad, puede chocar con el
repliegue social en los otros niveles hacia métodos y
aspectos considerados "seguros" en el ambiente de
revisión que los sistemas educativos de los países
desarrollados están viviendo como consecuencia de la
presión eficientista en educación, en una fase
económica menos expansiva, que estimula los reflejos
conservadores de la sociedad y de los responsables
políticos, reduciéndose el optimismo propio de las
fases de crecimiento acelerado (Gimeno, 1988 :84).
12 – Mantengo un tímido condicional porque,
tal vez, no he sabido buscar bien esta información.
Considérese que los planes de estudio de cada carrera,
aprobados por Real Decreto, incluyen un perfil del profesional o
especialista que se forma en cada titulación y que,
incluso, los temas que configuran cada materia también
pueden arrojar pistas sobre esto. Pese a ello, la mía ha
sido una revisión apresurada de los que me son más
próximos y, siendo así, me he encontrado
sólo con una información muy burocrática. De
cómo, por otra parte, han sido negociados tales programas, es
mejor no decir nada: en ningún otro sitio hubo una
visión menos compartida de algo.
13 – Me refiero a la tradicional distinción
entre propaganda,
manipulación e influencia o persuasión por un lado,
e instrucción o educación y convicción, por
otro.
14 – Conforme al modelo de desamparo aprendido, un
sujeto expuesto reiteradas veces a una situación que no
controla, desarrolla una expectativa de que no podrá
hacerlo jamás, y con ello se acrecienta su ansiedad,
disminuye su motivación
para el éxito, y decrece igualmente su propia
estimación. Seligman (1975) es el principal autor de esta
teoría, que yo utilicé en mi Tesis Doctoral
para explicar lo que les ocurría a los estudiantes del
último curso de enseñanza primaria que
tenían una historia continuada de fracaso escolar (Trillo,
1986)
15 – Véase El País del martes 11 de
Agosto de 1992, página 7 de Opinión.
16 – En mi facultad se cuenta la anécdota
del profesor que pregunta a sus alumnos de primer curso el primer
día, y usted por qué estudia pedagogía, a lo que responde una alumna:
porque me gustan los niños;
atajándola el profesor: ¡Ah!, pues si es por eso
tenga hijos. Y es que, acto seguido, el curso se inicia con
Marx, y sigue
con Weber,
Durkheim y
Bourdieu, y por ahí no hay niño que
aparezca.
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Felipe Trillo Alonso