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Las actitudes de los estudiantes, un indicador de la calidad universitaria




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    Tengo la convicción de que la calidad de las
    instituciones
    de enseñanza1 así como la calidad de la
    práctica docente, o dicho de otro modo, de la enseñanza misma, está directamente
    relacionada con la calidad de los procesos de
    aprendizaje
    que promueve en los estudiantes. Siendo así, mi hipótesis de partida presupone que una
    manera de evaluar la calidad de las universidades es a
    través del cómo aprenden sus alumnos.

    Parto pues de este supuesto al que, no obstante, hay que
    añadir tres observaciones para acotar mejor este trabajo:

    a) Entiéndase bien que hablo de la calidad de
    los procesos de aprendizaje y no del rendimiento
    académico, pues no son lo mismo (Trillo, 1996); y este
    último indicador está sobradamente criticado como
    criterio para evaluar la calidad de los centros
    educativos.

    b) Respecto a la calidad de los procesos de
    aprendizaje hay que advertir que ésta tiene que ver no
    sólo con el qué se aprende– con ser esto
    muy importante sino, y sobre todo, con el cómo se
    aprende.

    c) En esta ocasión quiero centrar mi
    reflexión sobre la dimensión más emocional
    del aprendizaje, esto es, sobre las actitudes de los
    estudiantes. Sirva en mi descargo que en otras ocasiones ya me
    ocupé de la dimensión más procesual y
    metacognitiva (Trillo, 1987;1995; 1997b)

    Así las cosas, tenemos que nuestro objeto de
    estudio son las actitudes de los estudiantes universitarios en la
    Universidad y
    hacia lo universitario, pero con la deliberada intención,
    además, de poder
    reflexionar sobre la calidad misma del sistema de
    educación
    superior a partir de los dilemas que nuestro objeto suscite y
    revele.

    Dada mi condición de didacta, adoptaré una
    perspectiva resueltamente curricular, toda vez que los estudios
    sobre el curriculum han
    desvelado numerosas claves para explicar y optimizar los procesos
    de enseñanza–aprendizaje. Siendo así, mi
    intención es emplear algunas de esas claves para
    comprender qué sucede con las actitudes en la enseñanza
    universitaria.

    En esta dirección, me sirvo de las denominadas
    "fuentes del
    curriculum" para ordenar el discurso:
    comenzaré, pues, por la fuente psicológica para
    delimitar el tema de las actitudes. Continuaré con la
    fuente sociológica, cuyo principal aportación es
    que expresa la finalidad y

    Parte este grupo de
    teorías
    de una concepción inspirada en nociones
    gestálticas, según la cual las cogniciones del
    individuo
    están organizadas de forma que en conjunto configuran un
    sistema. Un sistema caracterizado por su tendencia a reinstaurar
    el equilibrio una
    vez que éste se rompe. La idea básica es que el
    individuo se ve enfrentado a la necesidad de modificar sus
    cogniciones previas en función de
    las que le van llegando o experimentar la desazón que le
    produce el mantener contradicciones en su sistema cognitivo, y
    que ante este dilema aparecen fuerzas tendentes a restablecer de
    nuevo en el sistema la armonía, congruencia, equilibrio o
    consistencia (Rodríguez, 1989 :255–256). Algunas de
    las teorías más relevantes de esta familia son:
    Teoría
    del equilibrio de Heider (1958), Teoría de la consistencia
    afectivo–cognitiva de Abelson y Rosenberg (1958),
    Teoría de la congruencia de Osgood y Tannenbaum (1955),
    Teoría de la disonancia cognitiva de Festinger (1957), y
    Teoría de la acción
    razonada de Fishbein y Ajzen (Fishbein, 1980; Ajzen y Fishbein,
    1980; Fishbein y Ajzen, 1981).

    Permítaseme explicar esta última: La
    llaman así, "de la acción razonada", conforme al
    postulado de que "los humanos son animales
    racionales que utilizan o procesan sistemáticamente la
    información que les está disponible
    (…) de forma razonable para llegar a una decisión
    conductual" (Fishbein, 1980 :66). A lo que añaden que el
    factor que determina directamente una conducta es la
    "intención" de realizarla u omitirla. Pero además,
    explican qué factores determinan la intención
    conductual, como bien resume Rodríguez (1989
    :278):

    "los factores determinantes de la intención son
    la actitud hacia
    la conducta en cuestión (entendiendo por actitud
    únicamente la valoración positiva o negativa que el
    sujeto hace de la realización de la conducta) y, segundo
    factor, la norma subjetiva, es decir, la percepción
    que el sujeto tiene de las presiones sociales (en otras palabras:
    la opinión de otras personas o grupos de
    referencia) a que realice (u omita) una cierta
    conducta.

    En términos generales, si coinciden una actitud y
    una norma subjetiva favorable, el sujeto formará una
    intención positiva y realizará la acción. El
    problema surge cuando esos dos factores determinantes de la
    intención conductual no coinciden, pues para unos sujetos
    tiene más peso la propia actitud conductual y para otros
    lo tiene la norma subjetiva; es mas, para un mismo individuo
    pesará más uno u otro factor según de
    qué conducta concreta se trate. Si a ello se añade
    que ambos factores pueden tomar diferentes valores,
    aparecerá claro que se trata de un asunto complejo. Esto
    explicaría por qué a veces aunque dos personas
    están sometidas a una misma presión
    social y manifiestan un mismo grado de actitud de idéntico
    signo, una realiza la conducta y la otra no: depende del peso
    relativo que cada uno de esos dos factores comparado con el otro
    tengan para cada sujeto"

    He de añadir que esta teoría además
    al sostener que las actitudes conductuales son función de
    las "creencias" acerca de las consecuencias de una conducta y/o
    de las creencias acerca de las expectativas de los otros de
    referencia, tiene en cuenta que el sujeto no es una tabula rasa
    ante cada nueva situación, sino que los conocimientos que
    ya posee (las creencias mismas por ejemplo) actúan como un
    a priori4. Por otra parte, esta teoría
    también acepta que otros factores, como son los de
    personalidad5, puedan influir. De lo que resulta, en
    definitiva, que estamos ante una propuesta genuinamente
    mediacional cognitiva que, dicho sea de paso, es la que armoniza
    mejor con mis "a priori" como explicaré más
    adelante en la fuente pedagógica.

    Así las cosas, conviene recapitular las
    aportaciones de esta fuente psicológica, ensayando ya su
    proyección al ámbito de la educación superior
    objeto de nuestro estudio: las actitudes se desarrollan mediante
    su aprendizaje en un contexto de interacción (por ejemplo, un campus
    universitario), en el que a través de las relaciones
    interpersonales con otros significativos (grupos de
    estudiantes, profesores), los individuos (los estudiantes en este
    caso) intercambian diferentes valores y normas (por
    ejemplo relativas al estudio y a la cualificación
    profesional, al mismo tiempo que
    respecto a las materias, las áreas de conocimiento y
    su investigación), lo que genera algún
    tipo de conocimiento sobre las mismas y, sobre todo, una
    emoción de agrado o desagrado al respecto que, a su vez,
    les predispone a actuar de una determinada manera (por ejemplo
    estudiando o no con mayor o menor profundidad y rigor todas o
    bien esta o aquella materia).

    Pero lo más interesante para el caso que nos
    ocupa, es que todo este proceso que en
    buena medida suele producirse de una manera implícita y
    por ello inconsciente e involuntaria, puede también
    desarrollarse de una manera intencional y reflexiva ("razonada"),
    haciéndolo explícito y por ello susceptible
    también de ser negociado. Sobre todo, a partir del momento
    en el que los individuos antes citados (los estudiantes) al
    intercambiar valores y normas introducen (como resultado de su
    experiencia biográfica previa) los a priori (esquemas) de
    los que hablamos, esto es, sus propias valoraciones al respecto:
    expresadas en términos de creencias acerca de las
    consecuencias de adoptarlos o no; y ello desde el doble punto de
    vista de lo que le exige y satisface a uno personalmente por una
    parte (por ejemplo, si le gusta estudiar y prepararse), y por
    otra, del mayor o menor grado de estimación social (o
    rechazo) que por hacerlo u omitirlo se obtiene del grupo de
    referencia (que dicho sea de paso, en relación al ejemplo
    del estudio puede suscitar por cierto variedad de
    reacciones).

    Siendo así, las preguntas para el tema que nos
    convoca se disparan:

    ¿cuál es el tipo de contexto de
    interacción que representa el ámbito universitario?
    ¿cuáles son los valores y
    normas que se intercambian? ¿respecto a qué?
    ¿acaso sobre la relevancia de las materias, el magisterio
    de los profesores, la importancia del estudio, el futuro
    profesional, la proyección social de la propia
    formación? ¿cuál es el nivel de reflexividad
    con que se hace: se razona y argumenta, o por el contrario se
    adopta o se rechaza sin más? ¿y cuál el
    nivel de negociación que se suele usar: se trata de
    imponer, de consensuar, o es un diálogo
    abierto con posibilidad de terminar inconcluso o bien de hacerlo
    en posiciones dispares pero tolerantes? ¿cuál es la
    intención que anima a los estudiantes? ¿y
    cuál a los profesores? ¿desde qué singulares
    experiencias biográficas es posible intentar explicarlas?
    ¿cuáles son los grupos de referencia de cada
    quién? ¿entre quiénes se producen
    "relaciones interpersonales" dignas de ser llamadas así?
    ¿tal vez sucede que los grupos se hacen ghetos, y la
    incomunicación cuando no la hostilidad es lo que prevalece
    entre ellos?

    Honestamente: no sé las respuestas. Pero me
    parecen preguntas necesarias, tal vez incluso urgentes, En todo
    caso imprescindibles para el tema que nos convoca pues, de otro
    modo, corremos el riesgo de
    artificializar cualquier intento de plantear siquiera la evaluación
    de las actitudes en la enseñanza superior.

     

    2. La fuente
    sociológica: Las actitudes a la
    luz de una
    reflexión socio–histórica sobre la
    enseñanza universitaria. La actualidad de algunos viejos
    dilemas

    Como advertí al inicio, la pretensión de
    esta fuente puede ser precisa, en efecto, al referirse a la
    formación del futuro ciudadano, pero el fondo y la forma
    como se plantee y se lleve a la práctica es compleja y
    sobre todo polémica. En mi opinión, por tanto, se
    hace obligada su contextualización; algo que pretendo
    hacer estructurando mi discurso en torno a dos
    grandes preguntas:

    (2.1.) ¿Cuáles son las coordenadas
    sociohistóricas que desde un pasado reciente pueden
    ayudarnos a comprender la situación actual de la
    Universidad?

    Michavila y Calvo (1998) nos proporcionan una
    rápida perspectiva sobre la evolución universitaria europea;
    según éstos:

    Hasta los años cincuenta, las universidades se
    caracterizaron por su correspondencia con alguno de los modelos o
    estilos de universidad que describe Bricall (1997):

    • "El estilo llamado
    ‘napoleónico’ según el cual los
    establecimientos universitarios son públicos, dependientes
    de la
    Administración Central, con financiación
    estatal, y fundamentalmente docentes,
    aunque la labor investigadora también se tiene en
    cuenta."

    • "El estilo anglosajón, que pone el acento
    en el desarrollo
    personal del alumno para que alcance la formación
    más completa posible. Por tal motivo se propone la
    estancia de los estudiantes en régimen de internado, y
    tienen una especial importancia los colleges universitarios y las
    tutorías, como entidades garantes de la convivencia y la
    buena marcha de los estudiantes".

    • El estilo de tradición alemana conocido
    como estilo humboldtiano que se distinguió por la
    asimilación precoz, en el siglo pasado, de la nueva
    ciencia
    experimental, y que sostiene que las universidades deben
    organizarse sobre las bases de la libertad
    académica y la propia autoalimentación de la ciencia
    generada por los profesores de manera desinteresada y
    autónoma.

    • El estilo propio de los países del este y
    del centro de Europa, en
    desarrollo
    hasta el desmembramiento de la URSS, en el que los ministerios
    ejercían la tutela sobre las
    distintas carreras de acuerdo con criterios de dependencia
    funcional, y en el que la investigación no era responsabilidad de la universidad sino de las
    academias creadas al efecto.

    En los años sesenta y setenta, como consecuencia
    del crecimiento demográfico y de la afinidad con una
    política
    social preocupada por una mayor igualdad y el
    reparto de la riqueza, las universidades crecen en número
    y acogen a una cantidad cada vez mayor de estudiantes, surgiendo
    así la denominada "universidad de masas".

    En la década de los ochenta, la recesión
    económica y la preponderancia de otras necesidades
    sociales, como la sanidad o las pensiones, hacen que la sociedad tenga
    cada vez más la sensación de que la Universidad
    está gozando de privilegios excesivos y que es necesario
    frenar su financiación. Se desarrolla otro modelo, que
    podemos llamar "neoliberal" según el cual los Gobiernos,
    en nombre de la sociedad y de las restricciones presupuestarias,
    instan a las universidades a deshacer sus lazos históricos
    con los estados, reemplazando la idea de servicio
    estatal por la de adaptación a las demandas del mercado.

    Finalmente, en esta década de los noventa se
    está aún a la búsqueda de nuevas
    fórmulas de relación entre el poder político
    (que tiende a inhibirse o a dar largas ) y el académico.
    Mientras, la financiación se restringe, pero las demandas
    sociales (internacionalización,
    diversifi–cación, nuevas
    tecnologías, etc.) y el número de estudiantes
    siguen aumentando. Al tiempo, dos nuevos focos de atención parecen polarizar todas las
    miradas: se trata de la "calidad de la enseñanza superior"
    (cualquiera que sea su significado) por una parte y, por otra, de
    su evaluación, concebida ésta sobre todo como una
    actividad para rendir cuentas. Algo,
    por cierto, que está suponiendo además el poner en
    entredicho la propia autonomía universitaria.

    (2.2.) ¿Cuál es el tipo de demandas que
    la sociedad plantea a la Universidad?

    Básicamente son dos las tendencias que se dan al
    respecto, y aunque hay una manifiestamente hegemónica (b)
    –aquella que se orienta a la profesionalización en conformidad con los
    criterios que rigen el mercado–, no quisiera dejar de
    referirme a aquella otra –de carácter ético (c)– que le
    sirve de contrapunto y de la que me siento más
    afín. Por otra parte, y antes de concluir (f) sobre esta
    polémica (d), he querido añadir también una
    breve reflexión sobre el papel que los estudiantes (e)
    juegan en todo esto; así como apenas una llamada de
    atención a los profesores al respecto (a), y con la que
    comienzo.

    (a) En efecto, en relación con este tema de las
    demandas sociales a la Universidad se me antoja que a los
    universitarios (especialmente a los profesores que la habitamos
    durante más tiempo) nos hace falta un ejercicio de
    humildad. Solemos ver a la sociedad y la clase política que la
    representa y ejerce el poder sobre nosotros como un problema, sin
    darnos cuenta de que también nosotros (la
    institución que entre todos creamos) podemos ser
    igualmente un problema para la sociedad: el problema
    universitario.

    Téngase en cuenta que lo que sea la Universidad y
    para lo que sirva es algo que afecta a un colectivo cada vez
    mayor (más de millón y medio de estudiantes en
    España); y que a través de ellos
    afecta también a una gran parte de las familias del
    país; considérese, asimismo, que muchas personas
    cifran en sus estudios universitarios sus expectativas de primer
    acceso al mundo del trabajo y que, además, el segmento de
    empleo que la
    universidad pretende cubrir es el de la alta cualificación
    (Michavila y Calvo, 1998 :42).

    En consecuencia, es razonable que estemos algo
    más que atentos a esas demandas sociales.

    (b) Sobre este asunto de la preparación para el
    mundo profesional los mismos Michavila y Calvo (1998) reconocen
    que es en este punto en el que surgen mayores exigencias y
    reclamaciones de la sociedad, sobre lo que se percibe –con
    notable ansiedad– como un incumplimiento de la
    institución universitaria, pues, en contra de lo que se
    había anunciado, el aumento de la tasa y del nivel de
    escolarización no trajo consigo una reducción
    proporcional de la tasa de desempleo. Ahora
    bien –se preguntan– "¿qué parte de
    responsabilidad se puede atribuir a la institución
    universi–taria y qué parte a la sociedad, en el
    desajuste entre oferta y demanda,
    con vistas a la capacitación profesional superior?" (1998
    :45). A lo que añaden esto que me parece interesante
    reproducir:

    "Este desajuste entre demanda
    empresarial y oferta
    universitaria se acentúa, a veces, en la opinión
    pública, sea por una tendencia secular a considerar a
    priori la universidad una torre de marfil en la que se forman
    sabios, inútiles para el trabajo
    cotidiano, sea por el sentimiento de frustración que
    embarga a no pocos jóvenes que se ven incapaces de
    acceder, a la terminación de sus estudios, a un puesto de
    trabajo dignamente retribuido. De este desajuste se suele culpar
    a la universidad, en la creencia, que juzgamos injusta y
    errónea, de que los estudios superiores deben ajustarse
    como un guante a las previsibles demandas de la sociedad
    productiva. Son pocos los que orientan las críticas al
    sector empresarial, a menudo refractario a dar formación
    complementaria a sus trabajadores, o a otras instancias sociales
    y políticas que, sin embargo, se benefician
    de ciudadanos mejor preparados" (1998 :83).

    Profundizando un poco más en esta
    problemática de la preparación profesional de los
    titulados y el empleo, los autores citados nos sugieren algunas
    claves más para entender las razones del
    desajuste:

    –Se ha producido un desarrollo científico y
    tecnológico sin precedentes, y una popularización
    de la ciencia, que han llevado a una exigencia creciente de mano
    de obra cada vez mas cualificada, y junto a ella un incremento
    nunca conocido de la población estudiantil
    universitaria.

    –También han tenido lugar importantes
    reestructuraciones económicas en todos los países
    occidentales, que han traído consigo una revolución, en cantidad y en variedad de
    las ofertas de empleo para los jóvenes y, en particular,
    para los jóvenes universitarios.

    –Los centros de enseñanza no han tenido,
    hasta esta misma década, la capacidad prospectiva, la
    flexibilidad y la decisión de adaptar sus estudios a las
    demandas emergentes. Y para destacar esto añaden: Preciso
    es recordar la afirmación según la cual la mitad de
    las profesiones que estarán vigentes dentro de veinticinco
    años son aún desconocidas.

    –Ha habido un esfuerzo de adaptación a la
    demanda del mercado laboral, pero no
    tanto de las carreras clásicas como por la creación
    de titulaciones nuevas.

    –A los lugares que no ha llegado la universidad
    con su oferta, ha intentado llegar la iniciativa privada
    (posgrados, masters, cursos de especialización, etc.) con
    resultados muy dispares.

    –Para complicar aun más el panorama, en los
    últimos años se aprecian nuevos factores que se
    suman a la incertidumbre del empleo: la libre circulación
    de personas, las exigencias para el desempeño profesional cambiantes cada pocos
    años y que exigen una formación permanente, y la
    necesidad de saber idiomas y el manejo de la información
    pues su desconocimiento equivaldrá a un analfabetismo
    funcional.

    Así las cosas, podemos advertir que efectivamente
    la preparación para el mundo del trabajo eclipsa en buena
    medida cualesquiera otras funciones que la
    Universidad pudiera tener.

    (c) Frente a esto, no obstante, hay también voces
    (desde luego más autorizadas que la mía) que no lo
    ven de este modo. Bloom (1989), por ejemplo, es de los que
    denuncian esa presión del mercado más que demanda
    social al preguntarse:

    "¿Pero es que hay algo más que el lograr
    una carrera y un título? ¿Puede servir la
    Universidad para otra finalidad que la especialización
    profesional? ¿No es el profesionalismo el único
    objetivo de
    tal enseñanza superior?"

    García Gual (1990) resume muy acertadamente su
    respuesta:

    "las reformas universitarias de estos años en
    Europa no parecen tener otro objetivo que adaptar la Universidad
    a lo que le pide la sociedad, y barrer todo cuanto exceda de esa
    imposición. Coordinar las salidas de la Universidad con
    las entradas en empleos bien definidos ya sea en la empresa o en
    la administración, eso parece ser lo
    único y lo decisivo".

    Y el mismo Bloom la ejemplifica con gran
    acidez:

    "El plan de la
    Universidad de Cornell para tratar el problema de la educación
    consistía en suprimir el anhelo de los estudiantes por
    ella, estimulando su profesionalismo y su avaricia, suministrando
    dinero y todo
    el prestigio de que disponía la Universidad para hacer del
    carrerismo el eje central de lo universitario" (1998 :325 y
    55.)

    Las críticas de Bloom –¿o tal vez
    sería más apropiado decir sus anhelos?– no se
    hacen esperar. García Gual los resume de manera
    magistral:

    –Las Universidades han dejado de interesarse por
    la "educación" de sus estudiantes.

    –Lo que importa es la tecnología, no la
    conciencia
    crítica; la preparación para un
    oficio, no el rigor científico; la competencia
    tecnológica, no el talante intelectual.

    –El papel de la Universidad como centro de una
    elevada educación y una ética
    humanística está en franca quiebra.

    (d) El debate, aunque
    desiguales las fuerzas, está abierto tal y como anunciaba.
    Personalmente, podría añadir que entiendo la
    lógica
    del dis–curso que nos insta a responder a las demandas
    sociales, pero no puedo evitar el temer que éstas sean
    espurias a lo universitario. Incluso desde la consciencia de que
    es probable que ni siquiera tengamos claro en qué consiste
    "lo universitario" ¿acaso –en afortunada
    expresión de Michavila y Calvo– "un especial modo de
    pensar, un interés
    por el
    conocimiento, una concepción estética, que nos hace "colegas" y nos
    acerca, al menos en nuestra imaginación, a los
    científicos, los humanistas y los artistas de ayer y de
    hoy"? Lo único cierto es que, cualquier cosa que hubiera
    podido ser el "alma mater" o,
    más localmente "la minerva compostelana", se me antoja que
    ya no está entre nosotros –y por si fuera poco, ni
    siquiera sé si debería estarlo (por
    decimonónica o elitista, según dicen)–, pero
    no puedo dejar de reconocer que, posiblemente sin haberla vivido
    nunca, la echo de menos. Discúlpeseme, en fin, la falta de
    pudor de una declaración como ésta, pero creo que
    sin ser modelo de nada tal vez sirva como ejemplo de la existente
    contradicción.

    En cualquier caso, lo que resulta obvio es que estamos
    planteando una cuestión de valores: de los valores que la
    Universidad quiere darse a sí misma (si es que quiere
    todavía). Y, en esa dirección, hasta qué
    punto la Universidad es puramente mimética de los que
    rigen para la sociedad en su conjunto o, si de algún modo,
    mantiene ciertas señas de identidad
    propias (tal vez, incluso, exclusivas).

    Lo cierto es que este interrogante no tiene una
    fácil respuesta, por dos razones al menos: en primer lugar
    por el pluralismo logrado actual–mente, que al tiempo que
    supone la riqueza de la diversidad conlleva la exigencia de un
    difícil y esforzado compromiso por la negociación y
    el con–senso (que, de paso, ahuyenten definitivamente
    cualquier tentación de imposición y
    manipulación); y en segundo lugar, porque guste o no, bien
    por la demora en alcanzar acuerdos, bien por la desidia con que
    se afronta el conseguirlos, lo cierto es que la carencia de
    referentes (medianamente claros para unos, o incluso
    unívocos para otros) genera desazón, y al fin
    desconcierto, a muchos que se sienten incapaces de "reconstruir"
    (que no inventar) junto con otros su propio sistema de valores.
    Permítaseme citar por ser muy ilustrativa de esto que digo
    la referencia que Michavila y Calvo 1998) recogen de un editorial
    del periódico
    El país sobre el "desconcierto ético de nuestro
    tiempo":

    "La economía, la
    política, la estética, la sexualidad,
    han ingresado en una órbita donde los patrones de valor se
    esfuman sin ser remplazados por otros nuevos. Las cosas siguen
    adelante como en una trayectoria fatal; no sólo circulan
    carentes de ideología, sino emancipadas de cualquier
    destino. La economía neoliberal deja las cosas al arbitrio
    del mercado … El mismo proyecto de
    progreso humano se ha diluido. El progreso, cualquiera que sea,
    continúa, pero su corriente no tiene dirección
    alguna".

    Así las cosas, todo parece indicar que a la
    Universidad también po–dría aplicarse (salvo
    matices) lo que es común en los otros niveles de
    en–señanza: que aún sin discutir la
    función socializadora de la institución
    es–colar, lo cierto es que la relevancia de su papel en esa
    dirección ha dismi–nuido notablemente La mayor
    presión de otras instancias sociales, y
    con–cretamente de los medios de
    comunicación (verbigracia la
    Televisión)6, la han relegado a un segundo
    o tercer puesto desde el punto de vista de la
    configuración de una opinión e identidad. Pero
    además, la reacción a una cultura
    moral
    pública impuesta desde los cuarteles o los púlpitos
    ha hecho de ese asunto una cuestión privada, un terreno de
    celosa intimidad vetado a los extraños y que,
    supuestamente, se resuelve (cuando se resuelve) en el seno de las
    familias; naturalmente, si es que saben cómo hacerlo (algo
    sobre lo que existen numerosas y razonables dudas, que se
    acrecientan tratándose de estudiantes universitarios). En
    cualquier caso, y ante esta situación, la
    institución escolar (desde luego así es en otros
    niveles de enseñanza, y está por ver si ocurre
    igual en la Universidad) se ve impelida a permanecer neutral,
    literalmente amordazada ante cualquier cuestión moral por
    temor a incurrir en alguna forma de adoctrinamiento. Y la
    consecuencia a la que irremediablemente nos conduce esto
    –como bien denuncia Bolívar
    (1995)–, es a un estado de
    "analfabetismo o de idiotez moral".

    Ahora bien, en la dialéctica de la historia (digamos que desde
    los últimos veinte años), se oyen voces que
    reclaman para la escuela y para la
    Universidad también la recuperación de su
    función formativa. Carr y Kemmis (1988; Kemmis, 1988), por
    ejemplo, lo vieron claro: en educación se impone un
    resurgir del debate sobre los valores. Y el mismo Bolívar
    (1995), no se quedó a la zaga, cuando afirma que es
    posible alcanzar, desde el pluralismo, un referente moral
    común, intersubjetivo, y verdaderamente compartido, propio
    de la sociedad civil y
    democrática.

    En esa dirección, grupos
    sociales, aún no muy numerosos, y que se corresponden
    con un nivel socioeconómico medio y de formación
    académica alto (digamos que, de nuevo, la
    burguesía, aunque más ilustrada), inspirados
    (aunque no lo sepan) en una tradición que es síntesis
    del pensamiento de
    autores como Dewey, Freire, Illich, Lewin, Rogers, y Maslow entre
    otros, además de en la Institución Libre de
    Enseñanza, por supuesto, y con un notable nivel de
    conciencia sobre sus propias vivencias escolares, quieren para
    sus hijos (desde el idealismo o el
    resentimiento) una experiencia educativa de calidad: algo
    distinto al descontextualizado y árido academicismo y al
    esotérico y rígido dogma, que les tocó en
    suerte. Consiguientemente, y desde hace poco más de una
    década, algunos de aquellos que eran jóvenes en el
    mítico 68, han accedido, por mor de los cambios
    políticos por ellos mismos propiciados (por lo menos en mi
    país), a definir también el orden social. E,
    ilustradamente, –quizás demasiado elitistamente
    incluso, conforme a su bien aprendido rol de miembros de los
    cuadros dirigentes–, han tratado de configurar un orden
    educativo distinto. No obstante, como ácidamente denuncia
    Julia Varela (1991), el objetivo de situarse en el mercado (si
    bien más "intelectual", o light le llama ella) desde una
    posición de privilegio en ningún caso les es ajeno
    a estos que, tal vez con excesiva ingenuidad, he descrito
    más arriba.

    (e) La cuestión ahora es cómo viven todo
    esto los jóvenes estudiantes universitarios; y aunque
    más adelante me centraré en una reflexión
    sobre sus actitudes quisiera aportar ahora una visión
    general que sirva de aproximación a su postura respecto de
    todo el debate que ha sido expuesto.

    Para ello, he acudido al informe
    sociológico de Martín Serrano (1991) sobre "Los
    valores actuales de la juventud en
    España". Estas son algunas de las conclusiones que
    seleccioné como de mayor interés para este
    caso:

    "…la generación a la que nos estamos
    refiriendo, tal vez sea una de las que se declaran más
    felices, y al tiempo más intranquilas. Simplificando, lo
    que enseguida se matizará, la felicidad procede de
    cómo están; la intranquilidad, del no saber
    qué pueden hacer.

    Muchos jóvenes piensan que su futuro profesional
    es incierto; de lo que coligen que hay que vivir al
    día…

    Este descorazonamiento tal vez sea la observación más preocupante de este
    estudio. Porque de la desconfianza que tienen tantos
    jóvenes en las posibilidades de labrar su propio
    bienestar; deriva seguramente una creencia más
    patética que cínica: la de quienes se consideran
    incapaces de distinguir entre lo que está bien y lo que
    está mal en esta sociedad que les ha tocado en suerte.
    Algo ha sucedido en este país en los últimos
    años, que ha causado esta anomia; y ciertamente no son
    responsables de ella los propios jóvenes…

    ¿Cómo interpretar esta
    contradicción, al menos aparente, entre esa visión
    desesperanzada y hasta anómica del porvenir, y esta
    asimilación de unos valores tan integrados? (…)
    cabría la siguiente explicación: los jóvenes
    encuestados no conciben en su horizonte ningún transtorno
    social o político que pueda dar al traste con los niveles
    de libertad y de bienestar que les han satisfecho y les han hecho
    felices Por eso, son integrados. Pero ese mismo estado de cosas,
    les somete a una dura opresión: el sistema funciona con
    tal prepotencia, hasta en sus fallos, que tal vez no alcancen a
    ver qué pueden ellos hacer para participar en el sistema,
    excepto subirse a la cinta transportadora. Y aún
    más difícil debe resultarles pensar en modificar el
    rumbo establecido, sobre todo porque tal vez no estén muy
    seguros de que
    valga la pena cambiarlo. En todo caso, me parece cierto que en
    muchos jóvenes se trasluce una abdicación del
    derecho y lo que es peor del deseo de participar en la
    transformación del mundo. Entrega que resulta posible en
    este reducto de abundancia y seguridad
    comparativas que representan los países de la Comunidad
    Europea; pero que sería inconcebible entre las juventudes
    de los países pobres" (1991 :10–11).

    Es impactante advertir que en apenas veinticinco
    años se hubiera cambiado tanto; y siendo así,
    aún impresionan más las observaciones de una mente
    tan extraordinariamente incisiva como la del Profesor
    Aranguren (1973) aplicadas a la situación española
    de los setenta:

    "¿Y quién va a estudiar, salvo un
    domesticable contingente de jóvenes nacidos ya viejos,
    dispuestos a integrarse en un sistema sin apertura hacia el
    futuro…?"(1973 :98)

    Es preocupante pensar que pudiera tener razón
    después de todo lo que hemos hecho desde entonces,
    máxime cuando uno se detiene a meditar esta otra
    afirmación suya:

    …"la enfermedad espiritual de un país no
    consiste en el inconformismo, sino en la desmoralización"
    (1973 :99).

    Y la pregunta es: ¿Tiene algo que ver con ello la
    Universidad, que es objeto de nuestra reflexión
    aquí? No sabría qué responder; pero
    permítaseme citar a Ortega y Gasset (1930), de su
    "Misión
    de la Universidad" estas frases que también dan para
    pensar:

    "Una institución en que se finja dar y exigir lo
    que no se puede exigir ni dar es una institución falsa y
    desmoralizada" (1976 :49)

    "…la Universidad habitual es un puro y constitucional
    abuso, porque es una falsedad ..{y el caso es que) … se hace de
    esa falsificación la esencia de la institución….
    Podemos pretender ser cuanto queramos; pero no es lícito
    fingir que somos lo que no somos, consentir en estafarnos
    nosotros mismos, habituarnos a la mentira sustancial. Cuando el
    régimen normal de un hombre o una
    institución es ficticio brota de él una
    omnímoda
    desmoralización. A la postre se produce el envilecimiento,
    porque no es posible acomodarse a la falsificación de
    sí mismo sin haber perdido el respeto a
    sí propio. (1976, :48).

    Descorazonamiento, desesperanza, desmoralización
    parecen ser el resumen de este apartado. Y siendo así,
    resulta inexcusable plantearse de nuevo las relaciones entre la
    Universidad y la Sociedad pero ahora en clave de "deber
    ser".

    (f) Volvemos en efecto a la cuestión de las
    relaciones. Parece estar claro, al menos para las declaraciones
    al uso, que la Universidad no puede ser sólo contingente a
    la demanda social, y de ese modo puramente mimética en su
    arquitectura
    moral, pero que tampoco puede encerrarse en su torre de marfil; y
    que ni siquiera debe hacerlo. Debe servir, por el contrario, a la
    sociedad, pero esto no quiere decir plegarse a las exigencias
    inmediatas y a menudo circunstanciales de la clase
    política o empresarial por más legitimadas que
    estén ambas para plantear sus demandas. En este sentido,
    cabria recordar aquí aquello de que los ministros pasan (y
    acaso también se podría decir lo mismo de algunos
    rectores), pero la Universidad sigue.

    El sociólogo Alain Touraine con motivo de su
    intervención en unas jornadas sobre "La Universidad y su
    futuro" celebradas en Santiago de Compostela en abril de 1996
    sugirió –si no le entendí
    mal7– (aunque escéptico sin duda), la
    posibilidad de que la Universidad jugase un papel de
    mediación entre el sistema económico y el sistema
    social, toda vez que la religión y la
    política habían sido ampliamente superadas por el
    capitalismo
    financiero (mucho más crudo que el comercial o el
    industrial por la coartada del anonimato). La posibilidad, en
    suma, de ser una voz discrepante que mediante un discurso
    científico y critico sirviese de contrapunto al poder
    económico; el cual ante la ausencia de otros canales de
    mediación, derivaría fácilmente hacia el
    autoritarismo: producir o morir. La vocación al fin,
    añadiría yo, de que la Universidad actúe
    como inquietante y contumaz Pepito Grillo

    Siendo así, no estamos lejos de lo que
    decía Bloom (1989):

    "No es, por lo tanto, la sociedad masificada y
    manipulada por los políticos quien debe orientar a la
    institución universitaria; sino que la Universidad
    debería mantener su autonomía frente a las
    presiones de ese entorno. Tampoco debe ajustarse a los
    requerimientos que la sociedad le impone como su única
    aspiración. Debe mantener, por encima de esos ajustes y
    esos servicios, su
    tensión cultural, crítica y moral. La Universidad
    debe ofrecer una compensación a aquel rigor intelectual
    que falta en la calle".

    Ni tampoco de lo que reclamaba García Gual
    (1990):

    "…la Universidad… es algo más que un centro
    de preparación para futuros empleos, más que una
    máquina de dispensar títulos especializados,
    más que un repertorio de estudios dispersos y concretos.
    Como conciencia crítica necesita una cierta distancia y
    una perspectiva sin agobios …Lo contrario es una
    institución encapsulada, pendiente de su adaptación
    a instancias ajenas, con menguadas y embotadas facultades" (1990
    :55)

    No obstante, no debemos hacernos ilusiones. Michael
    Apple, con motivo de su participación en A Coruña
    en 1993 en el Congreso "Volver a pensar la educación",
    hizo una clara denuncia del sistema universitario estadounidense
    por cuanto se dejaba ir por la pendiente de la
    subordinación a los intereses de sus patrocinadores, hasta
    el punto de que se renunciaba a la investigación y a la
    docencia que
    según estos mismos los contrariara. Y siendo así,
    tal pareciera que la ironía Aranguren (1973) se trocase en
    profecía:

    "Gastar dinero en centros de agitación
    ¡qué disparate!" (:51)

    Y es que, en efecto, lamentablemente (y ésta es
    una valoración personal),
    actualmente (desde luego en España) los valores que se
    imponen en la educación se corresponden con los más
    rancios criterios meritocráticos de rendimiento
    académico, de acuerdo con un planteamiento empresarial
    netamente liberal, interesado por la efectividad y la eficiencia en la
    consecución del producto, y
    con manifiesto desprecio por los procesos seguidos para ello
    (Popkewitz, 1994; Escudero Muñoz, 1994; Pérez
    Gómez, 1998; Gimeno Sacristán, 1998). Marco, en el
    que el tema de las actitudes y de su evaluación en la
    enseñanza superior resulta simplemente "angélico"
    por oposición a la voracidad del mercado.

    Así las cosas, supongo que habrá quedado
    claro que, al afrontar el tema de las actitudes ubicándolo
    en el contexto de una cultura de grupo que se definiría
    por los valores que la Universidad quiera darse a si misma, nos
    situamos de hecho ante un problema de socialización especialmente
    conflictivo.

    Quisiera destacar, empero, que el asunto que se plantea
    es crucial para nuestro tema de las actitudes Recuérdese
    lo dicho en el primer apartado acerca de que éstas pueden
    ser entendidas como la "conciencia individual" de lo cultural; y
    que lo cultural –como contexto de socialización
    representa un conjunto de respuestas "compartidas" (que no
    uniformes) sobre "sistemas de
    valores o de concepciones del mundo". En cuyo caso, me sobreviene
    esta pregunta: ¿cabe esperar la existencia de un "estilo
    colectivo de pensar, sentir y actuar" que pudiera considerarse
    propio (o si se prefiere típico) de la Universidad o de
    los universitarios? Sobre esto voy a proponer algunas reflexiones
    en la siguiente fuente del curriculum.

     

    3. – La fuente
    pedagógica: las actitudes a la luz de la
    didáctica

    Cuanto hemos visto respecto de las claves
    psicológicas y socioló–gicas que delimitan el
    ámbito de las actitudes debe ser ahora
    reinterpre–tado a la luz del conocimiento
    pedagógico, o más específicamente de la
    Didáctica en tanto que "saber para
    intervenir"; esto es, como campo de conocimiento que no se
    extasía ante la contemplación de lo real sino que
    aspira a su comprensión y, sobre todo, a su
    mejora.

    Por consiguiente, se parte aquí del supuesto de
    que saber cómo son las cosas nos dice muy poco acerca de
    cómo deberían ser; y que si bien es preciso
    diferenciar ambos planos, el del ser del deber ser, en cualquier
    caso no cabe renunciar a este último. En este sentido,
    conviene recordar lo dicho por Savater (1997):

    "…el esfuerzo educativo es siempre rebelión
    contra el destino, sublevación contra el fatum: la
    educación es la antifatalidad, no el acomodo programado a
    ella …" (1997 :154)

    Consecuentemente, me interesará saber
    cuáles son las creencias de los estudiantes respecto a
    determinadas conductas que son "propias de la Universidad", pero
    aún me interesan más aquellas que me
    gustaría que profesaran8.

    La reflexión que sigue se dibuja entonces, al
    modo de una ruta marina sobre una carta
    náutica, entre estas coordenadas: (a) cuál es el
    "marco experiencial" en el que habrá de producirse la
    intervención; (b) cuál es el "marco normativo" que
    la orienta, y que desde ya puedo adelantar que se corresponde con
    un interés emancipador, lo que implica que a sus
    destinatarios (profesores, y especialmente estudiantes) se les
    reconoce como protagonistas de cualquiera acción
    consiguiente; (c) cuáles son las actitudes que se erigen
    en el centro de atención, y como aquello en lo que
    éstas se substancian, esto es, las creencias que influyen
    en las intenciones se convierten en la palanca del cambio; y, (d)
    cuáles son los principios,
    criterios y estrategias para
    su evaluación.

    (a) El marco experiencial: la presión sobre la
    Universidad de las actuales (que no nuevas) tendencias educativas
    en la enseñanza no universitaria; y los proyectos
    educativos como expresión de una cultura escolar de la que
    la Universidad carece9.

    Lo que deseo plantear aquí es cuál es la
    experiencia que realmente tenemos en la Universidad respecto al
    tema de las actitudes. En mi opinión, una revisión
    de los dos aspectos que propongo debería proporcionarnos
    una visión ajustada de cómo es que hemos llegado
    hasta aquí y cómo, también, no hemos sido
    capaces de ir más allá.

    (a.1.) La idea de sujeto educado: Las Reformas
    educativas de los otros niveles de enseñanza golpean
    las puertas de la Universidad.

    No sé si eso de golpear resulta excesivo, pero lo
    que es indudable es que, siquiera en el discurso sobre el tema,
    ejercen una notable presión. Conviene, por tanto, recordar
    algunos de sus supuestos básicos, a cuya luz cobran
    sentido que nos estemos planteando esto de las actitudes en la
    Universidad.

    Básicamente, la situación de los otros
    niveles de enseñanza ante la que nos encontramos se
    caracteriza por considerar que el curriculum debe recoger de
    forma explícita la función socializadora total que
    tiene la educación (Gimeno, 1988); y hacerlo,
    además, en conformidad con un discurso pedagógico
    que preconiza la importancia de atender a la globalidad del
    desarrollo personal.

    Siendo así, la asunción de ese
    carácter global supone una transformación
    importante de todas las decisiones pedagógicas. La
    reducción, por ejemplo, a unos contenidos de
    enseñanza académicos con justificación
    puramente escolar de valor propedéutico para niveles
    superiores, se revela como un planteamiento insuficiente. Bien al
    contrario, el contenido de la cultura general y la
    pretensión de formar al futuro ciudadano no tolera la
    reducción a las áreas de conocimiento
    clásicas, aunque éstas sigan teniendo un lugar
    relevante y una importante función educativa. La idea de
    que todo esto exige un curriculum más complejo –y
    también más plural– que el tradicional,
    así como que ha de ser desarrollado con otras
    metodologías, se impone.

    En este marco, entonces, es en el que resulta preciso
    decidir en qué ha de consistir y cómo debe
    realizarse la preparación de los individuos de las nuevas
    generaciones para, por una parte, su incorporación futura
    al mundo del trabajo (Fernández Enguita, 1990; Lerena,
    1980), y por otra parte, su formación como ciudadano. Una
    formación que requiere:

    "no sólo, ni principalmente de conocimientos,
    ideas, destrezas y capacidades formales, sino también la
    formación de disposiciones, actitudes, intereses y pautas
    de comoportamiento" (Pérez Gómez, 1992
    :19)10.

    Se confirma, por tanto, una tendencia a la
    ampliación11 de finalidades y de contenidos en
    la enseñanza, reflejada en el curriculum como instrumento
    de socialización.

    Así las cosas, lo que vimos antes acerca del
    conflictivo tema de la socialización en la Universidad se
    concreta, desde la perspectiva de la didáctica, en un problema de diseño
    curricular; dicho de otro modo, en la necesidad de replantear el
    sentido y contenido del aprendizaje y del rendimiento en las
    instituciones escolares, debatiendo abiertamente en qué
    debe consistir el núcleo básico de cultura para
    todos.

    Ahora bien, conviene saber que "definir ese contenido
    cultural es algo más que dictaminar nuevas disposiciones
    curriculares. Porque –como dice Gimeno (1988)– la
    realidad de esa nueva cultura depende no sólo de la
    decisión administrativa sobre nuevos contenidos de los
    currícula, sino también sobre las condiciones de su
    realización" (1998 :69); y especialmente
    –destacaría yo–, de las concernientes a la
    participación social en su definición.

    En consecuencia, habría que hacerse algunas
    preguntas sobre cuál es la participación en su
    definición, y cuál el nivel de formalización
    de sus compromisos educativos, si es que los tiene; cuestiones
    todas que serán consideradas en el siguiente
    apartado.

    (a.2.) ¿Cuenta la Universidad con algún
    proyecto educativo?

    Situemos debidamente, en primer lugar, la
    problemática de todo proyecto educativo. Una correcta
    comprensión de lo que representa nos exige rechazar
    cualquier planteamiento meramente formal del mismo, esto es,
    pretender que se ha resuelto todo con sólo saber si hay o
    no un documento que se llame así. Por el contrario, un
    proyecto educativo debe ser entendido como expresión de
    una "cultura escolar" entendiendo por tal:

    "el conjunto de creencias supuestos básicos (a
    menudo inconscientes), teorías implícitas, etc.,
    acerca de las personas, la educación, el modo adecuado de
    hacer las cosas, de resolver los problemas, de
    trabajar y de relacionarse dentro de la escuela"
    (González, 1992 :76)

    Ahora bien, tampoco esto es suficiente, sino que en esa
    dirección, hay que saber discernir incluso si estamos ante
    una declaración que surge de una cultura escolar
    fragmentada –asentada en el supuesto de que cada uno tiene
    que hacer su trabajo sin inmiscuirse en el de los
    demás–, o bien, compartida –dotada de una
    visión común (que no uniforme) de dónde se
    está, dónde se quiere ir, y cuáles son las
    concepciones, los valores y principios educativos que se quieren
    promover (Vid. González, 1992), –que esto y no otra
    cosa es lo que debemos entender por proyecto
    educativo–.

    Pero aún hay más, para legitimar
    definitivamente ese proyecto educativo deberíamos
    cerciorarnos también –como exige Pérez
    Gómez (1992)–, si es el resultado de un
    diálogo creador en el que ha participado de manera intensa
    y efectiva:

    "una comunidad democrática de aprendizaje,
    abierta al contraste y a la participación real de los
    miembros que la componen, hasta el punto de aceptar que se
    cuestione su propia razón, las normas que rigen los
    intercambios y el propio diseño del curriculum. Una
    comunidad democrática de aprendizaje, donde el
    conocimiento, las relaciones sociales, la estructura de
    las tareas académicas, los modos y criterios de
    evaluación y la propia naturaleza y
    función social de la escuela …[léase aquí
    Universidad].. acepten someterse al escrutinio público de
    los estudiantes y docentes y a las consecuencias de sus
    reflexivas determinaciones" (1992 :113)

    Naturalmente, me doy cuenta que he puesto el
    listón muy alto; no obstante, se trata de un "deber ser"
    que, como es lógico, la realidad (más terca) se
    ocupará de redefinir en términos de lo que es
    posible en cada caso. Pero es precisamente esto lo que nos
    interesa, la cuestión de cómo sale de bien o mal
    parada la Universidad de un análisis en función de estos
    criterios: en suma, si tiene o no un proyecto educativo (o algo
    que se asemeje).

    Por mi parte he intentado saber si mi Universidad
    presenta algo que pudiera ser considerado un proyecto educativo;
    aunque muy escéptico llegué a plantearme la
    posibilidad de encontrar alguna referencia a las actitudes. No
    encontré nada. Por tanto, podríamos
    concluir12 que no hay proyecto educativo.

    Naturalmente, que no esté formalizado un proyecto
    educativo no quiere decir –salvo que me contradiga–,
    que no existe una cultura al respecto (como ya vimos) y que, en
    cierto modo, éste de manera implícita se da. Pero
    desde luego es significativa su ausencia; y especialmente lo es
    para la evaluación por cuanto nos deja sin criterios
    compartidos de referencia. Es pues a tenor de esto que se impone
    (como casi siempre) un ejercicio de introspección que me
    permita explicitar, como un profesor universitario más,
    cómo concibo a las actitudes pues de ello dependerá
    cómo las valore (b), y cuáles son las actitudes que
    valoro (c).

    Quisiera añadir (casi como disculpándome)
    que esta visión particular que sigue no es fruto de un
    personalismo exacerbado sino la necesidad de posicionarse sobre
    un tema –el de las actitudes en la educación
    superior y su evaluación–, sobre el que apenas
    existe cultura de grupo y que, tal y como hemos visto, se mueve
    en un contexto de notable indefinición.

    (b) El marco normativo: Las actitudes a la luz del
    Modelo Constructivista de Enseñanza –
    Aprendizaje.

    Como he dicho, estoy dispuesto a arriesgarme. Quiero
    decir que, sin ser un especialista en el tema de las actitudes
    (como ha podido advertirse al ver las deudas que contraía
    en mi revisión anterior), me propongo entenderlas desde el
    modelo constructivista de enseñanza–aprendizaje en
    el que estoy trabajando hace años.

    Básicamente, se trata de reforzar ahora la
    dimensión "intencional, "razonada", "instrumental" y
    "valorativa" de las actitudes. Y es que, en efecto, todas estas
    condiciones que, en buena medida, se resumen en consciencia y
    voluntad y sus corolarios de reflexividad y
    autorregulación, engarzan a la perfección con mi
    insistencia en reconocer el protagonismo del alumno en el proceso
    de enseñanza–aprendizaje, así como con la
    fina–lidad educativa de su emancipación (Trillo,
    1995, 1997b; Trillo y Rodicio, 1989); esto es, con el compromiso
    personal por conseguir mayores cotas de autonomía y
    responsabilidad para todos también en esto de las
    actitudes.

    De este modo, además, cualesquiera reservas en el
    orden metodológico sobre el modo de proceder de la
    denominada "actividad persua–siva"13 se disipan
    con este planteamiento: pues el hacer intervenir
    prima–riamente al que tiene que aprender, y hacerlo de
    manera que ejercite su capacidad evaluativa (valorativa y
    crítica), de tal suerte que no sólo se
    per–mite sino que se potencia que
    alcance sus propias conclusiones, es la me–jor manera de
    liberar del maleficio de la manipulación y el control
    (adoc–trinamiento) al reto de la formación y cambio
    de actitudes y, por consi–guiente, al de su
    evaluación.

    c) ¿Cuáles son las actitudes "propias de
    lo universitario"?

    Se me antoja que la pregunta que titula este apartado
    resulta ex–cesiva; y es que el reto de proponer una especie
    de catálogo de actitudes de los universitarios sobre la
    Universidad me sobrepasa. Habría que hacerlo –es
    más, intenté hacerlo–, pero lo que presento
    es sólo una aproximación: y de ahí que a
    veces resulte excesivamente simplificador.

    Dicho esto, conviene saber que la pregunta general se
    desdobla pa–ra su mejor análisis en otras dos:
    ¿cuáles son los objetos susceptibles de provocar
    una actitud? y ¿cuáles son las creencias que los
    estudiantes de–sarrollan al respecto? Además,
    siempre que me sea posible introduciré al–guna
    referencia a cuáles son las "normas subjetivas" con las
    que aquellas interaccionan (aunque a veces de lo que se trata es
    de señalar su ausen–cia). Por supuesto, soy
    consciente de que habría que añadir una cuarta
    so–bre cuál es la conducta previsible, pero
    éstas representan un elenco tan variado que no he sido
    capaz (de momento) de lograr su sistematización (aunque
    ofrezco algunas sugerencias).

    En relación a los "objetos susceptibles de
    provocar una actitud" desde luego no están todos los que
    son pero sí creo que son todos los que están: la
    Universidad misma, como totalidad, es sin duda provocadora de
    actitudes para sus estudiantes; y lo son también el
    conocimiento y la propuesta curricular, el aprendizaje y
    el estudio, el magisterio, los propios compañeros, y la
    carrera y la cualificación profesional.

    (c.1) Respecto del conocimiento
    científico –del que la Universidad es su
    promotor y depositario–, las creencias son
    múltiples: van desde la consi–deración de su
    condición absoluta, de verdad revelada a o alcanzada
    sólo por los sabios, hasta el relativismo más
    radicalizado que hace caso omiso de los logros culturales habidos
    y considera que todo está por descubrir (a lo que algunos
    añaden, además, que hacerlo no es asunto suyo). Se
    da también, por supuesto, la creencia de que la
    reflexión sobre la naturaleza del conocimiento no es tema
    que les competa, simplemente es como es y, sobre todo,
    está ahí bien para aprenderlo bien para ignorarlo.
    Y sólo en muy pocos casos nos encontramos con la creencia
    de que tal vez lo que hay no sea así o, que aún
    siendo bueno pueda ser mejor.

    En este sentido (y como referencia a la "norma
    subjetiva" de la Ins–titución), llama la
    atención la escasa reflexión epistemológica
    que la Uni–versidad ofrece a sus estudiantes respecto de la
    naturaleza del conoci–miento que enseña, siendo
    así que la mayor parte de los estudiantes con–siguen
    saber cosas, a veces muchas cosas sobre el contenido de un
    cam–po de conocimiento mas sin plantearse nunca nada
    respecto al mismo co–mo continente. En el polo opuesto, se
    dan algunas pocas experiencias de reflexión de esta
    índole pero especialmente sobrecargadas, esto es, para
    epistemólogos (algo que muy probablemente no será
    ninguno). Se carac–terizan éstas por aburridas
    sistematizaciones hechas por otros y carentes de la más
    mínima interrogación personal al
    respecto.

    Así las cosas, las cuatro creencias anteriores
    devienen, como resul–tado sin duda de su interacción
    con el parecer de los grupos de
    presión más cercanos, en cuatro actitudes
    probables y cuatro posibles conductas también: una actitud
    de veneración que sacraliza el conocimiento y le rinde
    culto, y que en este nivel hace de quien lo practica un papanatas
    (un sim–ple y un crédulo); una actitud de soberbia,
    que en el envanecimiento de lo propio desconsidera lo
    demás, y que en este nivel hace de quien lo
    prac–tica un ignorante (el peor de todos, pues desconoce
    que no sabe); una ac–titud de cierta indiferencia y que en
    este nivel hace que quien lo practica se acomode a lo que hay sin
    cuestionarlo; y una actitud crítica, que contrasta y
    enjuicia el conocimiento existente consciente de su
    condición evolutiva, y que en este nivel hace de quien lo
    practica un estudiante en su sentido más exigente, esto
    es, un novel investigador y científico.

    Naturalmente, todo esto se agudiza cuando hacemos
    referencia a la propuesta curricular en la que, supuestamente, se
    concreta el conocimiento científico. Todo dependerá
    de cuánto se aproxime o aleje de ese conocimiento el plan
    de estudios y las materias que se impartan. Si estu–vieran
    muy alejadas –en su planteamiento y
    fundamentación–, si resultaran caducas, irrelevantes
    o puro trámite y aún así se le siguiera
    rindiendo culto el papanatismo sería mucho mayor; y en el
    mismo orden, la soberbia más explicable… (pero no por
    ello menos empobrecedora), la indiferencia más
    injustificable por lo que representaría de complicidad
    siquiera pasiva con una suerte de fraude, y la
    crítica más fácil y quizás
    también por ello menos brillante por lo que supone de
    bajada de nivel.

    (c.2) Respecto del aprendizaje ocurre otro tanto: que
    las creencias son múltiples. En los dos extremos nos
    encontramos con que hay quien considera que tiene que ver con el
    recuerdo de la información importante para su reproducción literal, y que hay quien
    entiende que lo que exige es una reconstrucción personal
    del discurso, es decir, entender su lógica y atribuirle
    sentido mediante su valoración desde la propia
    experiencia. Por último, hay también quien no
    sabría qué decir al respecto.

    Lo preocupante de esto es lo que la propia Universidad
    (aludida de nuevo como potencial "norma subjetiva") parece
    alentar: los datos de dos
    investigaciones que he dirigido recientemente no
    dejan lugar a dudas sobre el hecho de que la práctica de
    enseñanza en el aula por una parte y las estrategias de
    evaluación por otra, vienen a reforzar la primera de las
    creencias (Trillo, 1997a; Porto, 1998).

    Así las cosas, las actitudes con las que nos
    encontraríamos podrían ser éstas: una
    actitud de subordinación a la palabra dicha o a la letra
    impresa, manteniendo con ambas una relación de dependencia
    acrítica y obediente (saberse la lección), y que en
    este nivel hace de quien lo practica un disciplinado, esto es,
    alguien que cumple con su trabajo – bien conforme a la
    ley del
    mínimo esfuerzo, bien orientado a la obtención de
    la máxima rentabilidad
    académica (las mejores calificaciones)–; una actitud
    de interrogación y de posicionamiento
    personal respecto de lo oído y
    leído, que se esfuerza en desentrañar la
    lógica del discurso y valorar su aplicabilidad yendo
    más allá de lo que es preciso para obtener un buen
    rendimiento, y que en este nivel hace de quien lo practica "el
    mejor estudiante posible" (al menos en mi opinión); y una
    actitud de inhibición (de recelo, perplejidad o
    desconcierto), pues el que lo adopta no sabe a qué
    atenerse ni cómo afrontar la tarea, y que en este nivel
    hace de quien lo practica un
    "desamparado"14.

    Ahora bien, cuando todo esto se refiere al acto de
    estudiar la pregunta que martillea insistentemente las sienes de
    los estudiantes es si, realmente, merece la pena Si
    consi"…estudiar no es consumir ideas, sino crearlas y
    recrearlas" …que el acto de estudiar es una actitud frente a la
    realidad y una disciplina
    intelectual que exige modestia, paciencia y dedicación,
    para hacer efectiva una tarea de reflexión y
    crítica sistemática (:30–32)

    Entonces nos damos cuenta de que todo eso lo que demanda
    es tiempo y esfuerzo, algo que choca frontalmente con la
    precipitación y con la cultura de lo fácil a las
    que estamos acostumbrados. Algo que se en–frenta,
    además, con el hecho cierto de que la mayor parte de los
    jóvenes españoles no creen, en definitiva, que el
    esfuerzo les vaya a servir para la–brar su propio
    bienestar; recuérdese, en este sentido, lo dicho sobre el
    ("descorazonamiento" de la juventud en el informe ya citado de
    Martín Serrano (1991):

    "Muchos jóvenes piensan que su futuro personal es
    incierto; de lo que coligen que hay que vivir al día. Por
    eso, el trabajo y el sacrificio, que apreciaban en sus padres,
    ellos no pueden asumirlos como valores propios. De hecho son
    pocos quienes confían en que se pueda alcanzar el
    bienestar personal trabajando duramente. Una mirada a la sociedad
    en la que el joven deberá integrarse, les lleva a muchos a
    pensar que para hacerse un lugar, mejor es buscarse una pareja
    rica o confiar en la fortuna de los juegos de
    azar" (1991 :10).

    (c.3) Respecto al magisterio, las creencias se polarizan
    entre el pro–fesor enemigo u obstáculo y el profesor
    que ayuda y resulta próximo; pero también se da,
    por supuesto, el "profesor ignorado" o mejor,
    "ignorable".

    Una de las cosas que más me llama la
    atención al respecto es la miríada de prejuicios
    que de los unos para con los otros se suelen cruzar entre
    profesores y alumnos, hasta el punto, en ocasiones, de encerrarse
    en ghetos y hacerlos irreconciliables a priori. Se suele acudir a
    explicar este fenómeno como consecuencia de que la
    comunicación aquí está viciada por una
    relación de poder, que es fácil que derive en
    autoritarismo; pero aún así son demasiados los que
    olvidan que no tiene necesariamente porqué derivar en eso
    y que, sin embargo, actúan como si lo fuera haciendo
    posible finalmente que la profecía se cumpla.

    Naturalmente, por otra parte, creencias y actitudes en
    este caso están muy sujetas al papel que de manera
    más o menos intencional quiera desempeñar el
    profesor, es decir, que no siempre y ni siquiera la
    mayoría de las veces la creencia evoca un prejuicio sino
    que puede estar asentada en una observación y
    valoración contrastada; quiérese decir, en suma,
    que puede ocurrir muchas veces que el profesor o profesores sobre
    los que se cree eso (cualquier cosa) es que realmente se lo
    merecen.

    De un modo u otro, yo quisiera ocuparme ahora de las
    creencias de los alumnos: El profesor enemigo es aquél que
    no sólo puede hacer daño
    (académico al suspender, y moral al humillar), sino
    incluso el que desea hacerlo (como resultado quizás de
    alguna patología a la que, como colectivo, lejos de ser
    inmunes somos de los más castigados). El profesor
    obstáculo es menos fiero –si se me permite la
    expresión–, por lo general sus exigencias se
    perciben como desmesuradas o bien como manías personales
    que en principio se hace obligado satisfacer. El profesor que
    ayuda, por su parte, es simplemente el que enseña, el que
    pone su saber a disposición de sus estudiantes
    facilitándoles el acceso al conocimiento

    –claro que en este caso los hay que no dejan por
    ello de ser exigentes y rigurosos, y los hay también que
    creen que es necesario bajar el nivel y facilitar las cosas
    aunque se resienta la preparación final–. El
    profesor próximo es el accesible (con tiempo para ello en
    el aula y en el despacho), generalmente cordial, a veces hasta
    afectuoso, dialogante y tolerante en cualquier caso con las
    opiniones de sus alumnos; ahora bien, de este arquetipo
    también hay algunos excesos como el caso del profesor
    populista (más que popular), cuyo interés es
    granjearse la simpatía de sus estudiantes a los que
    satisface en lo que pidan (aprobados generales, y
    amenización de contenidos –lo que sería
    bueno–, pero en un proceso que al final se revela como de
    frivolización). El profesor ignorado, por último,
    se corresponde generalmente con el que resulta simplemente
    anodino, si bien hay que advertir que en numerosas ocasiones este
    papel es más el resultado de la desconsideración
    activa (por soberbia, indiferencia o cinismo) de los propios
    estudiantes hacia su condición biográfica (lo que
    opina, lo que siente, lo que puede aportar) que de la naturaleza
    misma de su carácter. Hay finalmente un tipo de profesor
    manipulador que no cité en un inicio porque, francamente,
    no sabría a cuál equipararlo, si al que es un
    obstáculo o al populista: tal vez a los dos.

    Así las cosas, sugerir actitudes se hace
    especialmente difícil en esta ocasión pues las
    combinaciones posibles entre los modelos hacen si cabe más
    complejo el panorama que en las anteriores dimensiones; y por eso
    se impone simplificar:

    Para la primera creencia (la del profesor enemigo u
    obstáculo) habría dos actitudes posibles, una
    actitud de sometimiento al arbitrio de otra persona con
    independencia
    de que sea razonable o no (por tanto cabe también a la
    arbitrariedad), lo que en este nivel hace de quien lo practica un
    súbdito o un vasallo (suelen serlo cierta clase de
    meritorios…); y una actitud de desafío (más o
    menos larvado o encubierto dependiendo de las circunstancias
    …), que puede expresarse así como simple
    desacuerdo

    –bien manteniendo otra postura en un debate, bien
    con un gesto de desdén (irse de clase por ejemplo cuando
    el profesor entra o en mitad de la sesión con
    intención obvia)–, o como franca oposición,
    liderando acaso una protesta o denuncia sobre la actuación
    docente (muy pocos casos).

    Naturalmente, en el contexto en el que nos movemos
    alumnos así serían considerados, según la
    intensidad, revoltosos, díscolos, rebeldes, o
    peligrosos.

    Respecto a la segunda creencia (la del profesor que
    ayuda) yo destacaría una actitud de colaboración y
    de demanda, es la propia del estudiante que acepta como retos
    personales las tareas que le propone el profesor y que, a su vez,
    intenta que éste le proporcione cuanto sepa y que pueda
    serle útil. Mario Vargas
    Llosa hizo un retrato en prosa magnífico de lo que
    podría ser la conducta correspondiente a esta actitud en
    un artículo publicado en el diario El País titulado
    "Mi único alumno"15:

    "Yo le recomendaba libros, que se
    leía siempre de inmediato… Además de una
    monstruosa curiosidad estaba aquejado de una franqueza feroz
    escondía una inteligencia
    sobresaliente y una autenticidad moral sin mácula… Mi
    único alumno llevaba una grabadora, tomaba notas
    furiosamente y me sometía, al final, a una catarata de
    interrogantes acribillándome a preguntas leía con
    una agudeza y buen gusto que yo he visto en pocos críticos
    y, como además de entenderla amaba de veras la literatura, iba desbaratando
    en público las sandeces vanidosas de estructuralistas,
    nuevos marxistas, desconstructivistas y
    postmodernistas…"

    Añadiré que, generalmente, este tipo de
    estudiantes se encuentran más (o acaso sólo) en los
    terceros ciclos, y de ahí tal vez la explicación de
    que sean cada vez más los profesores que pretenden
    atrincherarse en este nivel de enseñanza.

    Por último, la tercera creencia (profesor
    ignorado) deviene en una actitud displicente, a veces
    acompañada de un gesto como de quien perdona la vida a
    otro, que puede ser extremadamente insultante –tanto
    más cuanto menos lo merece el profesor y menos tiene de
    qué presumir el alumno–; y que en este nivel hace de
    quien lo practica (por lo menos visto desde mi perspectiva de
    profesor), lo que en un lenguaje
    coloquial (y bien castizo) llamamos un "chuleta" (en el sentido
    de jactancioso, valentón, presumido y
    petulante).

    (c.4) Respecto a los propios compañeros
    seré especialmente breve (acaso porque este tema me
    subleva de una manera especial). El caso es que en un contexto
    institucional que apenas atiende al desarrollo de un aprendizaje
    cooperativo, las creencias mejor asentadas en los estudiantes al
    respecto serían dos bien enfrentadas entre sí: la
    creencia de que aquí se impone el sálvese el que
    pueda, y la creencia en que o bien nos salvamos todos o no se
    salva ninguno. Y de ahí devienen dos actitudes
    diáfanas: Una actitud individualista, de quien asume el
    modelo competitivo del todos contra todos, y en consecuencia es
    muy egoísta de su trabajo e incluso de cualquier
    información que considere privilegiada y que le pueda
    beneficiar (por ejemplo, hasta de un cambio de fechas de un
    examen), y que en este nivel hace de quien lo practica o bien un
    realista (según él mismo y quienes son de su
    opinión), o bien otra cosa… –que por respeto no
    digo–, para la mayoría (incluyéndome a
    mí). La segunda actitud es una actitud de
    cooperación, esto es, de quien se siente solidario de sus
    compañeros y comparte generosamente con ellos su esfuerzo
    e información, y que en este nivel hace de quien lo
    practica –y ha hecho siempre– "un buen
    compañero"

    (c.5) Respecto a la carrera y la cualificación
    profesional hay tres dimensiones bipolares que me gustaría
    destacar para identificar algunas creencias:

    En primer lugar, lo que determinó que se cursara
    una y no otra y, en este sentido, nos encontraríamos con
    quienes cursan aquella para la que se sienten vocacionados y los
    que, por el contrario, siguen otra que no era de su plena
    preferencia o, incluso, que no querían cursar pero que fue
    la única "menos mala" que les dejaron seguir. Entonces,
    como puede imaginarse, las creencias acerca de la carrera se
    polarizan entre: esto es algo que hago porque quiero y me gusta,
    o esto es algo que realizo porque me obligaron las circunstancias
    y que no me gusta (aunque la capacidad de adaptación es
    tan grande que pueda llegar a gustar finalmente).

    Relacionado con esto quisiera llamar la atención
    sobre la crudeza de un sistema (en permanente debate), que a
    través de las pruebas de
    acceso a la Universidad –por si mismas muy cuestionables
    dado el tipo de contenidos que valoran–, se orienta
    fundamentalmente a seleccionar a los estudiantes con el objetivo
    de poder distribuirlos por las diversas carreras conforme a
    algún criterio (Trillo y Rodicio, 1997b).

    En segundo lugar, lo que se sabía sobre la
    carrera antes de iniciar sus estudios es también una
    dimensión relevante, pues nos podemos encontrar con los
    que tenían una información bastante ajustada de la
    realidad sobre su contenido, estructura, estilo de la Facultad,
    salidas profesionales, etc., y aquellos que no sabían nada
    en absoluto o bien tenían una información
    tergiversada16. Las creencias entonces también
    se verán afectadas bipolarizadas de nuevo entre: los que
    cuentan con una visión realista y con expectativas
    ajustadas, y los que cuentan con una visión ingenua o no
    cuentan con ninguna y, en realidad, no saben qué esperar o
    esperan lo imposible porque no saben dónde se
    meten.

    En este sentido, es preciso llamar la atención
    acerca del funcionamiento de los servicios de orientación
    profesional, y específica–mente de los canales de
    comunicación que se establecen (si es que
    se hace) entre las enseñanzas medias y la Universidad
    impresión de que aún habiendo hablado mucho al
    respecto en la práctica las cosas parecen no haber
    mejorado mucho.

    Por último, la tercera dimensión tiene que
    ver con la proyección social de la propia
    cualificación y el código
    deontológico de la profesión elegida. Pues, en
    efecto, ambos criterios pueden estar presentes o ausentes para el
    alumno en formación. Así, las creencias se
    bipolarizan entre quienes creen que su formación
    universitaria es sólo un medio para un fin particular, el
    suyo, del estilo de situarse bien en el mercado laboral y obtener
    el éxito
    económico y social con rapidez sin hacer mucho caso de
    códigos morales (prejuzgados como obsoletos); y los que
    creen que su formación es algo que también compete
    a la sociedad de referencia (profesional y general): por cuanto
    su profesión es un fin en si mismo con una clara
    proyección de servicio social, porque es preciso
    además responder a las exigencias de una imagen
    corporativa o si se prefiere de un estatus de legitimación científica y
    psicosocial contribuyendo a mantenerlo o incluso mejorarlo con la
    propia aportación, y porque en definitiva su mejor o peor
    cualificación es la manera que el estudiante tiene de
    corresponder a la inversión que se ha hecho en él, de
    estar a la altura.

    Vinculado a esto está el tema de las relaciones
    entre la Universidad con los colegios y asociaciones
    profesionales (tradicionalmente los más celosos de la
    identidad profesional y los más competitivos
    también sobre su estatus), así como el hecho de que
    cada vez más proliferan por iniciativa de estas
    instituciones profesionales los períodos de
    formación práctica: entre otros ejemplos, los muy
    institucionalizados como el caso de los Médicos Internos
    Residentes (MIR) en los Hospitales, o los que aún
    están dando sus primeros pasos como es el caso de las
    escuelas de práctica jurídica. Y en este sentido es
    de apreciar la colaboración institucional, pero
    también se debería reflexionar sobre su
    significado, sobre qué es lo que los profesionales en
    ejercicio echan de menos en la formación adquirida en la
    Universidad para entender que es precisa esa formación
    adicional (claro que también puede ser sólo una
    estrategia de
    dilación para su entrada en el mercado
    laboral).

    Así las cosas, las actitudes que pudieran
    derivarse de una situación tan dispar son muy numerosas
    también, pero en un esfuerzo de síntesis las
    resumiría en tres: una actitud de compromiso, de
    compromiso con un proyecto personal de aprendizaje al servicio de
    un proyecto personal de profesión, y que en este nivel
    hace de quien lo practica un estudiante activo, y presente
    incluso para criticar las condiciones y la calidad de la
    formación que recibe, esto es, exigente; y una actitud de
    dejación de responsabilidad, de cierta indolencia y a
    veces hasta de desidia, en ocasiones incluso hasta de aburguesado
    y bien dramatizado nihilismo, en
    otras de simple y acaso estudiante pasivo y ausente, deseoso de
    no hacer nada o hacer lo menos, pero que si es inevitable lo
    tragara todo También hay, desde luego, una actitud de
    cinismo, de desprecio hacia las convenciones, pero suelen estos
    despreciar incluso la denuncia y el debate mismo, por lo que
    salvo por algún gesto de insolencia a la postre resultan
    igualmente acomodaticios.

    (c.6) Finalmente, y respecto a la Universidad en su
    conjunto cabría sin duda referirnos a cuanto ha sido
    dicho, pero también es posible añadir esta nueva
    reflexión A grandes rasgos, yo diría que hay tres
    creencias muy extendidas entre la población que accede a
    la Universidad: o bien es un sitio al que hay que ir, y no tanto
    por las razones por las que se hacía antes, es decir,
    porque de otro modo se era de menos sino porque, realmente, no
    hay muchas otras alternativas para un estudiante de diecisiete o
    dieciocho años en la actualidad; o bien es una nueva
    oportunidad para aprender y una experiencia de desarrollo
    personal que, además, lleva asociada (según las
    titulaciones) cierta profesionalización; o bien es sobre
    todo eso, una formación profesional o de algún tipo
    de la que se dispensa un título que, en principio, le
    permitiría a uno situarse mejor en la vida.

    Consecuentemente, las actitudes podrían ser
    igualmente tres:

    Una actitud de paciente, que de acuerdo con Michavila y
    Calvo (1997) se corresponde con una acepción del alumno
    "como receptor de la acción educativa y sometido, por
    tanto, a la autoridad y al
    poder de sus profesores, no siempre ejercidos con justicia …"
    (1997 :206); a lo que añaden: que si bien esto es algo que
    "va difuminándose gracias al desarrollo de la
    democratización universitaria, al incremento de los
    representantes estudiantiles y a las costumbres de trato,
    más flexibles en nuestros días" lo cierto es que en
    cualquier caso aún perdura. Se trata en fin
    –añadiría yo–, de la vieja idea de la
    Universidad como "guardería" de jóvenes.

    Una actitud de cliente, que
    según los mismos autores se identifica como la vivencia de
    la formación universitaria como parte de un derecho
    individual dentro del estado de bienestar,, y sobre lo que
    advierten: que esta percepción del estudiante como cliente
    ha alcanzado cotas que preocupan a los dirigentes universitarios
    ya que, como indica Muller (1996):

    "El estudiante como consumidor, o
    como cliente, ha llegado a representar al que paga y elige la
    canción que hay que tocar.

    Y aunque durante siglos se ha asumido que aprender
    requería esfuerzo y talento, y que la falta de una de
    estas condiciones llevaba al fracaso. El estudiante de hoy, como
    cliente, exige un rendimiento de su inversión y proclama,
    cada vez más que sus deficiencias en el aprendizaje no son
    en absoluto, o al menos no son principalmente, consecuencia de su
    falta de esfuerzo o de talento sino más bien el resultado
    de una formación inadecuada" (1996
    :115–130).

    Y una actitud "de estudiante" sin más, cuyo
    modelo me he atrevido a proponer hasta aquí y que ahora
    reproduzco, porque la caracterización que de la misma
    hacen Michavila y Calvo se me antoja escasa aún siendo
    interesante, puesto que ellos se refieren sobre todo a lo que
    sería la predisposición para asumir una mayor
    responsabilidad del estudiante sobre su vida académica.
    Pero dicho esto, veamos que es lo que he añadido:
    compromiso con un proyecto personal de profesión,
    crítica del conocimiento establecido, interrogación
    y posicionamiento personal en el aprendizaje, cooperación
    entre iguales, y colaboración y demanda en relación
    con el profesorado.

    Es este último, pues, el modelo que propongo,
    desde luego incompleto y sujeto a revisión, pero un modelo
    en cualquier caso entre otros muchos posibles. Justo lo que a lo
    largo de todas las páginas anteriores he venido echando de
    menos, por causa de un inacabable debate sobre la naturaleza de
    las actitudes, uno más intenso aún sobre su
    correspondencia con una función socializadora, y
    aún otro sobre la pertinencia de su inclusión en un
    proyecto educativo del que, por otra parte, carecemos. Siendo
    así, sólo ahora estaríamos en condiciones de
    proceder a la evaluación de actitudes, pues contamos con
    un criterio de referencia; veamos ahora que nos resta decir al
    respecto.

    (d) ¿Cuáles son los principios, criterios
    y estrategias para su evaluación?

    Son cinco las ideas que muy concisamente quisiera
    plantear aquí, pues ya va siendo tiempo de terminar este
    trabajo.

    La primera se refiere, como decía antes, a la
    necesidad de contar con un criterio explícito para hacer
    efectiva una evaluación; cuando menos una
    evaluación que no renuncia a emitir un juicio de valor
    bien directamente sobre algo bien sobre el grado de su
    consecución. Sin criterio al que remitirnos, cualquier
    juicio es arbitrario, sólo a partir de su conocimiento es
    discutible.

    Siendo así, lo que ahora interesa destacar es que
    la Universidad, según parece, carece de ese criterio
    respecto a las actitudes. Se diría que su actuación
    como grupo de presión es muy poco efectivo: toda vez que
    no parece capaz de imponer ciertas condiciones a quienes quieren
    pertenecer a ella, esto es, la conformidad con ciertas normas y
    valores que son importantes para la consecución de sus
    objetivos y
    que, de este modo, indirectamente lo son también de sus
    miembros. Ni implícita, y mucho menos
    explícitamente hay un acuerdo, opinión o sentir
    general mínimamente compartido respecto de cuáles
    son las actitudes que se consideran correctas. Lo dicho antes
    sobre una cultura fragmentada en la que cada profesor se preocupa
    de lo suyo se añade así al hecho de la pervivencia
    de las actitudes en el ámbito del curriculum
    oculto.

    La segunda recuerda el principio de que la
    evaluación sea coherente con lo que se ha enseñado
    y con la manera cómo se ha hecho, lo que proyectado al
    caso que nos ocupa me sugiere esto: si las actitudes no han sido
    enseñadas de manera deliberada y consensuada en el seno de
    la institución universitaria, no deben ser
    evaluadas.

    Mi conclusión, por tanto, es que ante este estado
    de cosas no cabe hacer una evaluación de las actitudes en
    la educación superior, pues no se dan las mínimas
    garantías para que sea una evaluación
    contextualizada y democrática. No quiero decir,
    obviamente, que no fuera bueno el que se hiciera, sino
    simplemente que las condiciones no están dadas para
    hacerlo bien.

    Otra cosa, desde luego, es recoger información: y
    si se quiere llamar a eso una evaluación
    diagnóstica no tendría nada que objetar. La tercera
    idea, por tanto, se refiere a que no hay porqué renunciar
    a saber cuáles son las actitudes que en realidad se
    están dando, pues ese conocimiento es por si mismo valioso
    para entender la realidad, pero no para formular un juicio sobre
    ella: salvo que hagamos norma de lo normal, es decir, de lo
    común o más extendido o bien, por el contrario, nos
    erijamos (quienquiera que pudiéramos ser) en medida de
    todas las cosas. Sin un acuerdo que surja de la
    participación activa de todos los sujetos implicados,
    cualquier intento de evaluación (como juicio de valor)
    deviene inexorablemente en manipulación.

    La cuarta idea se refiere a las estrategias, y en
    coherencia con lo que vengo denunciando ahora mismo (y
    también con mucho de cuanto señalé antes
    sobre la teoría de la acción razonada o el modelo
    constructivista), sostengo que tales estrategias deben contribuir
    a la emancipación, también en esto de las actitudes
    – como ya tuve ocasión de decir–. La
    máxima de que todas ellas refuercen el protagonismo de sus
    agentes –estudiantes y profesores–, mediante el
    ejercicio de la reflexión y la negociación se
    impone. Por consiguiente, las estrategias que sugiero son del
    tipo de: la generación de dilemas, los grupos de
    discusión, los autoinformes, la evaluación cooperativa,
    etc.

    Finalmente, la quinta y última idea es, en
    realidad, una confirmación de lo que dije justo al inicio
    de este trabajo pues, a la vista de lo dicho, me reafirmo en la
    idea de que la calidad de las instituciones de enseñanza
    está directamente relacionada con la calidad de los
    procesos de aprendizaje que promueve en los
    estudiantes.

    Al respecto añadiré que mi experiencia,
    cada vez menos corta pero afortunadamente todavía bien
    intensa, me confirma en esta opinión; desde hace
    años introduzco mi trabajo con los estudiantes con un
    prólogo sobre la dimensión universitaria: la
    pregunta clave es si ellos creen que la Universidad
    debería educarles y no simplemente informarles, e incluso
    si ellos aceptan que yo, como su profesor, me preocupe entonces
    de evaluar sus actitudes y valores, por supuesto que con una
    intención puramente diagnóstica para generar, a
    continuación, un debate y una reflexión al respecto
    que facilite la elaboración de una síntesis
    personal del conocimiento adquirido, una especie de
    cosmovisión que aspira a la coherencia interna porque
    armoniza conceptos con afectos y vivencias, en suma,
    teoría y praxis. Su
    respuesta ha sido siempre afirmativa.

    Lo contrario, en mi opinión nos lleva por la
    pendiente de lo que el ya citado Gual denominó "la
    degradación de la educación universitaria", algo
    cuyas consecuencias nos asaltan cada vez con más
    frecuencia hasta desde las mismas páginas de sucesos de
    los periódicos: abogados consagrados a la justicia que son
    famosos por su actividad como delincuentes; supuestos juristas
    que aplican mecánicamente la ley sin mediar interpretación conforme a derecho alguna;
    médicos de un burocraticismo kafkiano que ajenos al
    juramento hipocrático revisan si está en regla la
    cartilla de la seguridad
    social antes de hacer una intervención
    quirúrgica de urgencia; farmacéuticos que son
    tenderos; periodistas que escriben lo que les mandan, aunque no
    sepan o no sea verdad; economistas hipnotizados por las
    macrocifras que enajenados de su realidad más inmediata
    juegan con las haciendas de los demás y de paso,
    también, con sus vidas; ingenieros, arquitectos,
    químicos y físicos, obnubilados por la
    técnica, y carentes de cualquier consideración
    ética o estética; y también –aunque
    esto no sale en los periódicos–, gentes de mi
    gremio, profesores reacios al cambio educativo y pedagogos
    contrarios a colaborar con los maestros pues prefieren el control
    jerarquizado y la manipulación.

    Y aunque sería posible alegar que todas esas son
    casuales desvsu parte, se ha planteado salirle al paso, prevenir,
    enseñar de modo deliberado en la dirección
    contraria a esa desviación.

    Y como sea que yo soy de los que "creen" que hay algo
    más que información en la Universidad y que,
    aún a riesgo de ponerme excesivamente solemne, yo "creo"
    también que hay un mundo de valores consagrados al saber
    que nos mancipará a todos, lo cierto es que cuando pienso
    en la respuesta a la anterior pregunta "siento" (pues me enfada)
    que tal vez hayamos hecho del fraude nuestra razón de ser.
    Entonces, al contrastarlo con la "norma subjetiva" que supone
    considerar a la didáctica como un compromiso con la mejora
    de la enseñanza, desarrollo una decidida
    "predisposición" hacia el cambio educativo. Una resuelta
    "actitud" que, sin duda, recomiendo.

     

    NOTAS

    1 – Y la universidad, hasta que se diga otra cosa,
    lo es, aunque a veces esto se eclipse por la hegemonía de
    la investigación.

    2 – Y ello, bien con una finalidad estrictamente
    diagnóstica sobre cuál es esa predisposición
    de los estudiantes –hacia qué se orienta,
    cómo se organiza y cómo finalmente se
    expresa–, o bien con una finalidad educativa que oriente su
    resolución para cada una de estas cuestiones.

    3 – Ahondando un poco más en el discurso
    sobre las actitudes, no cabe obviar el plantearse que estamos
    ante un problema de definición de las mismas, dada la
    dificultad de diferenciarlas del resto de los contenidos
    susceptibles de aprendizaje. Siendo así, en la literatura
    sobre el tema se sugiere que la "intencionalidad", que siempre se
    ha atribuido a las conductas motivadas/orientadas por las
    actitudes puede ser el criterio de diferenciación entre
    éstas y otros contenidos de aprendizaje. Cabe
    añadir que esta nueva dimensión ha gozado y goza de
    gran predicamento, y por lo que a mi respecta la he asumido sin
    reservas como podrá apreciarse; mas, para que pueda ser
    correctamente entendida es preciso que nos ocupemos de los
    componentes de la actitud.

    Si hacemos caso a Rodríguez (1989), los esfuerzos
    por analizar las actitudes a través de sus componentes
    pueden clasificarse según dos posturas
    principales:

    * La perspectiva clásica basada en la
    trilogía conocimienton / sentimiento / acción, y
    cuya idea básica es que "asociamos unos objetos sociales
    determinados con ciertas características positivas o
    negativas; tendemos a percibir o sentir como agradables o
    desagradables a dichos objetos en función de las
    características con las que los asociamos; por fin
    tendemos a actuar en consecuencia con lo que sabemos y sentimos
    respecto a dichos objetos (Rosemberg y Hovland, 1960; Krech et
    al., 1962; Secord y Backman, 1964).

    *La perspectiva del valor instrumental, "para la que la
    estructura de las actitudes se describe como un conjunto de
    expectativas de utilidad
    (instrumentalidad) del objeto para las metas del sujeto.
    Percibimos que el objeto posee ciertos atributos que son
    útiles para ciertos objetivos; según que valoremos
    positivamente o no esos objetivos, tal será la actitud que
    desarrollemos hacia el objeto" (Fishbein, 1963, 1989; Fishbeim y
    Ajzen, 1975).

    Se prima aquí la dimensión cognitiva y
    afectiva, e incluso se podría decir que especialmente la
    afectiva–evaluativa, pues tras el reconocimiento de que el
    objeto tiene ciertos atributos que guardan relación con
    las propias metas es, sobre todo, la valoración que se
    hace de éstas o de aquellos lo que configura la actitud.
    En consecuencia, la dimensión conductual
    tácitamente se obvia bien porque se da por supuesta, bien
    porque no se cree demasiado en ella al admitir una mayor
    presión de otras dimensiones, tales como la
    intención o la norma social y subjetiva para la
    determinación de la acción.

    4 – A priori que en psicología
    social ha recibido diferentes denominaciones: "esquema",
    "estructura cognitiva", "constructos personales", etc., siendo el
    primero citado el que más aceptación ha tenido, y
    especialmente en el ámbito de la educación.
    Recuerdo aquí lo que ha dicho Aznar (1987) respecto a que
    los esquemas son estructuras
    cognitivas constituidas por representaciones de la realidad, que
    suministran hipótesis respecto
    a los estímulos que llegan al individuo, hipótesis
    que incluyen planes tanto para reunir e interpretar la
    información relacionada como para decidir sobre la propia
    conducta. Y también lo que dijo Coll (1986) respecto a que
    los esquemas "integran conocimientos puramente conceptuales con
    destrezas, valores, actitudes, etc."

    5 – Factores de personalidad
    como el de "autoatribución de responsabilidad", o el de
    "autorregu–lación", que me interesa destacar
    aquí aunque sólo sea por lo que evocan.

    6 – Por ejemplo a la hora de proponer estereotipos
    profesionales, o simplemente metas sociales y procedimientos
    para conseguirlos, como es el caso del "enriquecimiento
    rápido" mediante prácticas de dudosa legalidad y,
    sobre todo, moralidad
    (honestidad).

    7 – Le cito directamente de unas notas manuscritas
    tomadas durante aquellas jornadas por lo que, a fuer de sincero,
    no sabría decir hoy qué es literal suyo y
    qué interpretación mía.

    8 – En el sentido de "profesar" … una
    ética; es decir, no sólo ejercer una cosa, sino
    "sentir algún afecto, inclinación o interés
    y perseverar voluntariamente en ellos" (según
    definición del Diccionario de
    la Real Academia).

    9 – Hasta tal punto, además, que la misma
    expresión "escolar" suena peyorativamente a menos en las
    aulas universitarias.

    10 – Pienso que una exposición
    más extensa no tendría sentido en el texto, no
    obstante, no me resisto a explicar que se trata, en
    síntesis, de convertir a la escuela en un espacio donde
    racionalizar la propia experiencia, con la intención,
    sobre todo, de substraerse al influjo de otros agentes de
    socialización como son, por ejemplo, los medios de
    comunicación, cuyos intereses, "más o menos
    legítimos, se orientan en otras direcciones más
    cercanas a la inculcación, persuasión o
    seducción del individuo a cualquier precio, que a
    la reflexión racional y al contraste crítico de
    pareceres y propuestas"; ofreciendo para ello "el conocimiento
    público como herramienta inestimable de análisis
    para facilitar que cada alumno/a cuestione y reconstruya sus
    preconcepciones vulgares, sus intereses y actitudes
    condicionadas, así como las pautas de conducta, inducidas
    por el marco de sus intercambios y relaciones sociales"
    (Pérez Gómez, 1992 :31)

    11 – Algo, por otra parte, que si se confirmara
    que está llegando a la Universidad, puede chocar con el
    repliegue social en los otros niveles hacia métodos y
    aspectos considerados "seguros" en el ambiente de
    revisión que los sistemas educativos de los países
    desarrollados están viviendo como consecuencia de la
    presión eficientista en educación, en una fase
    económica menos expansiva, que estimula los reflejos
    conservadores de la sociedad y de los responsables
    políticos, reduciéndose el optimismo propio de las
    fases de crecimiento acelerado (Gimeno, 1988 :84).

    12 – Mantengo un tímido condicional porque,
    tal vez, no he sabido buscar bien esta información.
    Considérese que los planes de estudio de cada carrera,
    aprobados por Real Decreto, incluyen un perfil del profesional o
    especialista que se forma en cada titulación y que,
    incluso, los temas que configuran cada materia también
    pueden arrojar pistas sobre esto. Pese a ello, la mía ha
    sido una revisión apresurada de los que me son más
    próximos y, siendo así, me he encontrado
    sólo con una información muy burocrática. De
    cómo, por otra parte, han sido negociados tales programas, es
    mejor no decir nada: en ningún otro sitio hubo una
    visión menos compartida de algo.

    13 – Me refiero a la tradicional distinción
    entre propaganda,
    manipulación e influencia o persuasión por un lado,
    e instrucción o educación y convicción, por
    otro.

    14 – Conforme al modelo de desamparo aprendido, un
    sujeto expuesto reiteradas veces a una situación que no
    controla, desarrolla una expectativa de que no podrá
    hacerlo jamás, y con ello se acrecienta su ansiedad,
    disminuye su motivación
    para el éxito, y decrece igualmente su propia
    estimación. Seligman (1975) es el principal autor de esta
    teoría, que yo utilicé en mi Tesis Doctoral
    para explicar lo que les ocurría a los estudiantes del
    último curso de enseñanza primaria que
    tenían una historia continuada de fracaso escolar (Trillo,
    1986)

    15 – Véase El País del martes 11 de
    Agosto de 1992, página 7 de Opinión.

    16 – En mi facultad se cuenta la anécdota
    del profesor que pregunta a sus alumnos de primer curso el primer
    día, y usted por qué estudia pedagogía, a lo que responde una alumna:
    porque me gustan los niños;
    atajándola el profesor: ¡Ah!, pues si es por eso
    tenga hijos. Y es que, acto seguido, el curso se inicia con
    Marx, y sigue
    con Weber,
    Durkheim y
    Bourdieu, y por ahí no hay niño que
    aparezca.

     

    (*) Publicado originalmente en Revista
    Contextos ()

     

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    Felipe Trillo Alonso

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