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La enseñanza musical en Argentina



    Cuando en 1492 Cristóbal Colón y sus
    hombres llegaron a tierra
    americana, el Renacimiento
    europeo estaba ya en desarrollo.

    A partir de ese momento se produce una
    transformación fundamental en el mundo. No hay duda que la
    llegada de los conquistadores provocó entre los
    aborígenes americanos una inocultable conmoción; no
    pudo haber sido diferente en cuanto a los europeos pues, para
    ellos, también debió constituirse en una
    experiencia emocionalmente muy fuerte.

    Dos civilizaciones y dos culturas muy distintas se
    contactaron, se enfrentaron y se fusionaron. Para el indio
    americano este fue un impacto que seguramente jamás
    había imaginado; en pocos años su vida
    cambió sustancialmente: sus imperios desaparecieron, sus
    costumbres casi se esfumaron y sus creencias religiosas sufrieron
    variantes profundas.

    La respuesta del indio al accionar colonizador no fue
    idéntica en todos los casos; hubo quienes lo aceptaron con
    resignación y hasta con agrado y, por el contrario,
    quienes se resistieron con el máximo de sus fuerzas a la
    penetración y al dominio
    europeo.

    Sin embargo, con el tiempo la
    relación quedó establecida, llegando a un mestizaje
    que en muchos aspectos produjo resultados admirables. Al arribo
    de los conquistadores –y aún antes–, América
    poseía una actividad musical intensa en varios centros de
    su dilatado territorio. La fusión que
    se produjo presentaría facetas musicalmente
    interesantísimas y dentro de esa multiplicidad de hechos
    aparece la enseñanza, aquélla que diseminaron por
    toda la tierra
    americana los pioneros, los que llegaron anticipándose a
    todos los demás y que sembraron su impronta –bien o
    mal– entre hombres que respondieron en más de un
    caso brillantemente a la propuesta europea.

    América estaba integrada por un crisol de
    colectividades y costumbres; la República Argentina no
    escapaba a ello. Por eso es casi apasionante dedicar la serie que
    se inicia a la enseñanza musical en un país muy
    grande, con sus casi 2,800,000 km. cuadrados (sin contar los
    970,000 correspondientes al sector antártico y los 3,900 que suman las islas
    intercontinentales) desparramados en el sur de este inmenso
    continente. La intención es conducir al lector a
    través de una sintética historia de la
    enseñanza musical en la Argentina, desde la
    mismísima llegada de aquellos hombres que vivían
    entre la devoción y la aventura, entre el deber y lo
    aparentemente imposible de lograr.

     

    LOS PIONEROS, ENTRE LA DEVOCIÓN Y LA
    AVENTURA

    Ubiquémonos en el Renacimiento
    europeo. Febrero de 1536. Martín Lutero vivía la
    Reforma. Palestrina tenia once años de edad. Miguel
    Ángel pintaba El Juicio Final en la Capilla Sixtina.
    Adrian Willaert estaba en la cúspide de su arte musical. Era
    el tiempo en el que la expedición del adelantado don Pedro
    de Mendoza –con sus quince naves y 1,500 hombres entre los
    que se encontraban españoles, portugueses, flamencos y
    alemanes– llegaba a las costas del Río de la Plata,
    a lo que hoy es la ciudad de Buenos
    Aires.

    Entre esos hombres vigorosos y audaces vinieron,
    además, diez sacerdotes, una casi decena de mujeres y
    varios músicos, en realidad herederos de aquellos
    trovadores medievales amantes de la aventura y viajeros
    incansables. Uno se pregunta, ¿qué hacían
    esos cantantes e instrumentistas, más allá de su
    espíritu curioso por conocer nuevos horizontes, en una
    misión
    de esa naturaleza?.
    Pues divertían y entretenían a tripulaciones duras
    y difíciles de dominar; ellos les hacían pasar
    momentos alegres con sus cantos y sus dichos oportunos y
    chispeantes.

    Lo importante de esto que relato es que en ese
    pequeño grupo de
    músicos sobresalió la figura de Nuño Gabriel
    que, en cuanto pisó tierra rioplatense, según
    relata un expedicionario, reunió principalmente a los
    hijos de los caciques de las tribus querandíes y guaraníes y a otros notables de las mismas,
    y les enseñó las maravillas de la escritura y de
    la lectura y
    –lo que es aún más admirable– les
    cantó contra algunos de sus vicios como, por ejemplo, el
    matar, comer carne humana o tatuarse.

    Esta actitud de
    Nuño Gabriel –cuyo verdadero nombre era Juan Gabriel
    Lezcano– muestra no
    sólo una gran decisión de su parte sino
    también un excelente manejo de la cuestión
    psicológica. Utilizando música de origen
    español y
    portugués, Lezcano entusiasmó a los
    aborígenes; pero –y muy lamentablemente– los
    acontecimientos posteriores provocados por conflictos
    insalvables hicieron que la relación entre
    indígenas y conquistadores finalizara
    dramáticamente.

    Este es el motivo por el que Lezcano remontó el
    río Paraná, quizá con la expedición
    de Juan de Zalazar quien, por orden de Pedro de Mendoza,
    debió salir en busca de otro expedicionario –Juan de
    Ayolas– enviado anteriormente hacia el norte por el
    adelantado y de quien no se tenían noticias. De
    este modo, Nuño Gabriel acompañó al
    pequeño grupo de hombres que fundó Asunción
    del Paraguay. Y fue
    allí donde este personaje excepcional creó para los
    indios guaraníes, la primera escuelita de música de
    América del Sur.

    Es evidente que los querandíes y los
    guaraníes –que tenían sus propios cantos y
    danzas– sentían una gran afición por la
    música. De no mediar los hechos que finalizaron con la
    destrucción del fuerte de Corpus Christi en lo que hoy es
    Buenos Aires, los resultados –en manos de un hombre tan
    emprendedor como Lezcano– hubieran sido sin duda muy
    positivos; y para asegurar esto es suficiente poner como ejemplo
    lo que Nuño Gabriel logró en
    Asunción.

    A Juan Gabriel Lezcano siguieron otros hombres
    igualmente valerosos y dotados de la suficiente capacidad como
    para enfrentar y sobrellevar situaciones complejas. La misma
    inclinación hacia la música dada entre los
    querandíes y los guaraníes se observó en la
    zona del Tucumán, donde en el siglo XVI estaban afincados
    los indios lules, vilelas y tonocotés, estos
    últimos con alguna extensión hacia la lindera
    tierra de Santiago del Estero, ambas ubicadas a unos 1,200 km. de
    Buenos Aires, hacia el noroeste.

    Recordemos que durante el Concilio de Trento se
    creó la Orden de los Jesuitas
    encabezada por San Ignacio de Loyola. Esto debe destacarse porque
    los jesuitas –junto a los dominicos y a los
    franciscanos– llegaron al territorio americano para iniciar
    una intensa tarea catequizadora. Para ello se valieron
    fundamentalmente de la música aprovechando la sensibilidad
    del indio hacia la actividad sonora.

    Por supuesto la música se utilizó en un
    principio para catequizar y educar al indígena y no con
    una finalidad artística, la que vendría mucho
    tiempo después. La habilidad manual de estas
    comunidades se vio reflejada en una artesanía que los
    llevó incluso a construir instrumentos
    musicales, algunos a imitación de los que
    habían llegado de Europa como, por
    ejemplo, el violín y la vihuela o guitarra. Aun hoy, el
    violín se constituye en uno de los instrumentos más
    populares de la zona de Santiago del Estero; los violinistos
    –como los llaman allí– tocan con gran soltura
    los ritmos folklóricos, entre ellos la chacarera, vivaz
    danza
    argentina.

    Aquellos misioneros de avanzada que llegaron a estas
    tierras sin una actividad orgánica fueron varios.
    Sobresalieron tres: los padres españoles Alonso Barzana,
    Pedro Añasco y Francisco Solano.

    En 1585 –época en la que el continente
    europeo admiraba la literatura de Torcuato Tasso
    y el arte musical de Palestrina, Giovanni Gabrielli, Orlando di
    Lassus y Tomás Luis de Victoria–, los jesuitas
    Barzana y Añasco llegaban a la zona del Tucumán.
    Ambos trabajaron duro entre aquellos indios, en especial entre
    los lules, quienes se mostraron muy belicosos, y los catequizaron
    con el empleo de la
    poesía
    y la música para lo cual aprendieron la lengua
    tonocoté. Esa belicosidad de los lules fue dominada debido
    a la inclinación que estos sentían por la danza y
    el canto, una circunstancia que los jesuitas aprovecharon con
    mucha eficacia.

    Más tarde, ambos misioneros llegaron hasta las
    selváticas tierras del Chaco, en el norte argentino, y
    allí se encontraron con los indios omaguas. Añasco
    quedó en el Chaco y Barzana se dirigió hacia
    Santiago del Estero y luego nuevamente al Tucumán para
    partir posteriormente a Jujuy, aun más al norte. Se sabe
    que Barzana falleció el 1° de enero de 1598 en el
    Colegio Jesuita del Cuzco.

    Por su parte, San Francisco Solano (1549–1610) fue
    uno de los más ilustres herederos de la obra religiosa de
    San Francisco de Asís.

    Solano tocaba el violín y presumiblemente la
    quena, un instrumento de viento indígena del norte
    argentino también utilizado en Bolivia y
    Perú. Es célebre su imagen con el
    instrumento colgando del cinturón de su sotana que se
    puede observar hoy en la celda del convento en el que
    vivió durante su permanencia en la provincia argentina de
    La Rioja, también en el norte. Tucumán, Santiago
    del Estero, Catamarca y La Rioja en territorio argentino; y
    Chile, Perú, Paraguay y Panamá en
    el resto de América vieron pasar a este misionero ejemplar
    que cumplió una tarea musicalmente muy rica,
    acercándose al indio hablando su propia lengua y con una
    actitud siempre conciliadora que le valieron el respeto y la
    admiración de todos.

    Como puede deducirse hasta este momento, los hombres que
    estuvieron involucrados en esta esforzada y sacrificada empresa aportaron
    sus conocimientos científicos, sociales, religiosos,
    políticos y culturales para comenzar a darle otras
    características a esta bellísima tierra,
    naturalmente hostil y humanamente difícil por la
    diversidad de pueblos que la habitaban. Fue en 1608 que el rey
    Felipe II dio la orden de aumentar la tarea catequizadora, siendo
    el gobernador criollo Hernandarias de Saavedra quien
    impulsó la formación de las Misiones o Reducciones
    Jesuíticas del Paraguay, una denominación que no
    debe confundir porque estas misiones pertenecieron a la Provincia
    del Paraguay de la Compañía de Jesús cuya
    extensión era enorme y comprendía toda la Argentina
    actual, Uruguay,
    Río Grande do Sul (en Brasil) y, por
    supuesto, el Paraguay.

    Hernandarias –por razones no sólo
    religiosas sino también políticas–, puso mucho énfasis
    en esta operación y así comenzaron a funcionar
    orgánicamente las misiones entre los indios
    guaycurúes –sobre las márgenes del río
    Pilcomayo, parte del limite entre la Argentina y el
    Paraguay– y los indios guaraníes, sobre las
    márgenes del río Paraná, en el litoral
    argentino.

    La música nuevamente se constituía en un
    vehículo ideal para acercarse a las comunidades
    indígenas. La tarea no fue sencilla pero paulatinamente se
    lograron resultados notables, hecho que queda documentado en las
    siguientes palabras del misionero Pedro de Oñate,
    provincial (es decir, el religioso que gobierna) de las
    Reducciones del Paraguay, Río de la Plata y
    Chile:

    …(los aborígenes) tienen lindas voces… y
    así cantan muy bien, con mil tonadas y cantares devotos y
    de noche acabando de rezar en sus casas suelen cantar que no
    parece sino un paraíso. (Extractado de las Cartas Anuas de
    la Provincia a cuyo frente se encontraba el padre
    Oñate).

    Los jesuitas, musicalmente considerados, crearon
    verdaderas escuelas. El cantar, el danzar y el tocar, construir y
    reparar instrumentos se constituyeron en prácticas
    cotidianas, todo favorecido por la espontánea y natural
    afición que los indígenas sentían por esas
    actividades. Además, el misionero Diego de Torres, quien
    antecedió como Provincial a Oñate, había
    ordenado en su momento que la enseñanza de los hijos de
    los aborígenes debía hacerse con suavidad y buen
    gusto sin descuidar al indígena adulto como para que en el
    futuro éstos se transformaran, a la vez, en maestros de
    los suyos. Y así ocurrió; más adelante,
    muchos indios llegaron a ser lo suficientemente aptos como para
    cumplir exitosamente su labor educadora.

    Las Reducciones o Misiones fueron varias y en todas
    ellas vivieron y desarrollaron su trabajo de
    enseñanza musical importantes jesuitas. Entre ellos
    nombraré al francés Louis Berger (1584–1639)
    y al italiano Pedro Comental (1595–1665) en San Ignacio
    Guazu (Paraguay); al belga Jean Vaisseau –o Juan
    Vaseo– (1584–1623) en Nuestra Señora de Loreto
    (Provincia de Misiones, Argentina); al austríaco Anton
    Sepp von Reineg (1655–1733), en Yapeyú (Provincia de
    Corrientes, Argentina); al suizo Martín Schmidt
    (1694–1773) y al bohemio Johannes Mesner (1703–1768)
    en Chiquitos (Bolivia); al austríaco Florian Paucke
    (1719–1780) en San Javier (Provincia de Santa Fe,
    Argentina); y al español Juan Fecha (1727–1812) en
    Miraflores (Provincia de Tucumán, Argentina).

    Referirse a cada uno de ellos sería un justo
    homenaje pero extendería considerablemente la
    índole de este artículo. Sólo diré
    que la obra musical de los jesuitas dejó huellas profundas
    y que sus enseñanzas prendieron fuertemente en este
    territorio. Un ejemplo es el comentario que puede leerse en el
    libro Viaje
    pintoresco a las dos Américas, escrito por Alcides
    D’Orbigny, quien estuvo entre 1830 y 1831 en la zona de
    Moxos y Chiquitos, en Bolivia: D’Orbigny quedó
    sorprendido al advertir que los aborígenes intercalaban en
    sus danzas música de compositores europeos que les
    habían enseñado los jesuitas a sus antepasados
    indios.

    Antes, en 1802, el teniente coronel Miguel Fermín
    de Riglos publicó en Buenos Aires un informe sobre la
    Reducción de Chiquitos –donde había estado
    que describía la existencia de instrumental y
    música escrita proveniente de la época
    jesuítica.

    Otro hallazgo emocionante fue el que realizo el padre
    jesuita Francisco José Plattner cuando en 1958 visito San
    Rafael (uno de los pueblos de la Reducción de Chiquitos)
    y, entre los papeles y libros de sus
    antecesores allí depositados, encontró uno de los
    Cuadernos de Anotaciones Musicales del padre Martín
    Schmidt, un material que reunía valiosa información.

    A todo esto debemos agregar los trabajos llevados a cabo
    por otros importantes estudiosos de la vida musical americana
    –entre ellos mis compatriotas, la licenciada Carmen
    García Muñoz, lamentablemente fallecida en 1997, y
    el licenciado Waldemar Axel Roldán–, verdaderas
    autoridades en este campo de la investigación musicología, los que
    han abierto un panorama amplio y esclarecedor sobre esta etapa de
    la evolución musical en estas
    tierras.

    No quiero abandonar este trayecto de nuestro recorrido
    sin dejar de mencionar dos hechos significativos. Uno es la
    presencia en la provincia de Córdoba del jesuita italiano
    Domenico Zipoli (1688–1726), cuya labor en esa zona fue de
    gran importancia como maestro de capilla de la iglesia de la
    Compañía de Jesús y de quien también
    debe destacarse su actividad como compositor.

    Otro es el hecho poco difundido que nos muestra a
    niños
    de raza negra, ubicados aproximadamente entre los ocho y los doce
    años de edad, aprendiendo música en algunas
    reducciones jesuíticas. Los chicos eran enviados desde
    Córdoba y desde Buenos Aires; una vez obtenido el aprendizaje
    retornaban a sus lugares de origen para aplicar sus conocimientos
    en la actividad musical y religiosa de las iglesias, colegios y
    residencias jesuitas. Estos niños aprendían canto,
    danza y ejecución instrumental en diferentes grados de
    dificultad y supieron aprovechar debidamente las
    enseñanzas de los jesuitas.

    *Publicado originalmente

    Julio Cësar García Canepa **

    ** Originario de Buenos Aires, Argentina. Pianista,
    compositor y director de orquesta. Regente interino del
    Conservatorio Nacional Superior de Música "Carlos
    López Buchardo" de Argentina. Catedrático del
    Conservatorio Nacional, del Conservatorio Superior de
    Música "Manuel de Falla" y del Instituto Superior de
    Música "Santa Ana" de las materias de Acústica y
    Organología, Historia y Estética de la Música, Música
    de Cámara y Rítmica Contemporánea. En 1985
    fue estrenada en el Carnegie Hall de Nueva York su obra
    pianística Momentos

     

     

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